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jueves, 13 de marzo de 2025

“Su rostro y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante”

 


(Domingo II - TC - Ciclo C – 2025)

“Su rostro y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante” (Lc 9, 28b-36). El relato del Evangelista describe lo que en el Monte Tabor aparece visiblemente ante los ojos de Pedro, Santiago y Juan: en la cima del Monte Tabor, Jesús resplandece con una luz blanca, resplandeciente: “Su rostro y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante”. El fenómeno descripto por el Evangelista es aquello que de inmediato capta la atención de los discípulos que están frente a Jesús y es la luz que se irradia desde Jesús, desde la humanidad de Jesús. Ahora bien, lo que debemos tener en cuenta es que se trata de un fenómeno sobrenatural, es decir, un fenómeno que se origina en Jesús, que es Dios, y por lo tanto, aunque el fenómeno de la emisión de luz por parte de Jesús se describe con lenguaje humano, el lenguaje no puede transmitir la real magnitud del esplendor de Jesús, llamado por la Iglesia como “Transfiguración”.

Por esta razón, debemos preguntarnos: ¿de qué luz se trata? Porque la esencia de la Transfiguración es la emisión de luz por parte de Jesús y, siendo así, no se trata de un hecho secundario, sino central; en otras palabras, dilucidar la naturaleza de la luz emitida por Jesús, nos conduce no solo a saber de qué luz se trata, sino la razón por la cual Jesús se transfigura, es decir, emite luz radiante, resplandece “con una blancura deslumbrante”, como dice el Evangelista.

La interpretación racionalista es la propia de quienes niegan la naturaleza divina de Jesús y sea desde fuera o desde dentro de la Iglesia, pretenden instalar un discurso racionalista-progresista, negador de todo lo sobrenatural, de lo celestial, de lo divino, sería que la luz emitida por Jesús se trata, en realidad, de la luz natural: el racionalismo progresista católico, que tuerce la fe en la dirección del evangelismo protestante, dice que esta emisión de luz, a la que la Iglesia llama “Transfiguración”, no es otra cosa que un fenómeno óptico o visual, una especie de distorsión de la realidad provocada por la imaginación de los Apóstoles: en realidad, la Transfiguración, para un racionalista, no es otra cosa que la luz del sol: el día estaba nublado y, en un determinado momento, las nubes corridas por el viento dan lugar a la aparición del sol, cuyos rayos, convergiendo de forma repentina e intensa sobre el rostro y la humanidad de Cristo, por unos pocos segundos o minutos, da la sensación visual de una luminosidad extraordinaria, fuera de lo normal. Es obvio que esta interpretación racionalista no se corresponde con la fe católica.

La respuesta a la pregunta sobre la verdadera naturaleza de la luz de la Transfiguración emitida por Jesucristo en el Monte Tabor la proporcionan los monjes griegos del Monte Athos, los cuales dicen así: “La luz de la inteligencia es diferente a la luz percibida por los sentidos. La luz sensible nos hace percibir los objetos materiales, al alcance de nuestros sentidos, mientras que la luz intelectual nos manifiesta la verdad que está en la inteligencia. La vista y la inteligencia perciben dos luces distintas. Sin embargo, en aquellos que son dignos de recibir la gracia y la fuerza espiritual y sobrenatural, reciben tanto por la vista como por la inteligencia una luz que está más allá de toda luz creada, de todo sentido y de toda inteligencia… Esta luz no es conocida sino por Dios, porque Él mismo es esa luz, y la da a conocer a quienes tienen la experiencia de la gracia”[1]. Según esta última interpretación, se puede decir que la luz que irradia de Cristo es la luz de Dios que ilumina el intelecto humano, concediendo a éste una capacidad superior a la normal, con la cual puede ver lo que antes estaba oculto, en este caso, la verdad sobre la divinidad de Cristo[2]. Esta interpretación explica qué es lo que sucede en el intelecto humano cuando es iluminado por la luz de la gracia, a través de la cual puede conocer la divinidad de Cristo; esta es una respuesta que da la interpretación verdadera sobre la luz de Cristo en el Tabor. Es por eso que los discípulos ven la luz de Cristo con los ojos del cuerpo y con la inteligencia, pero la experiencia propiamente mística y sobrenatural, es ver a Cristo envuelto en su gloria divina. En otras palabras, Cristo es Dios; Él, en cuanto Dios, emite la luz de su gloria divina trinitaria en el Monte Tabor; los Apóstoles, iluminados por la gracia, perciben la luz divina trinitaria auxiliados por la gracia; el Evangelista describe esta luz divina trinitaria como luz de “blancura deslumbrante”, haciendo una analogía con lo que él conoce en la naturaleza, pero refiriéndose a un fenómeno sobrenatural que sobrepasa infinitamente todo fenómeno natural conocido.

Los monjes del Monte Athos distinguen entonces dos luces, la de la inteligencia y la de la sensibilidad, de otra luz, la luz increada, la luz divina, que sobrepasa infinitamente a estas dos[3]. Es esta última luz, la luz de la divinidad, la luz de la Santísima Trinidad, la que surge de Cristo en el Monte Tabor como de su fuente.

La luz que irradia de Cristo en el Monte Tabor y que provoca su Transfiguración, es la luz que procede de su propio ser divino trinitario, de su propia esencia divina, de su propia naturaleza divina trinitaria. “Dios es luz”, dice el evangelista Juan[4], y Cristo afirma de sí mismo: “Yo Soy la luz del mundo”[5], y la Iglesia lo confirma en el Credo Niceno-Constantinopolitano al referirse a Jesucristo como: “Dios de Dios, Luz de Luz”[6] y esta “Luz de Luz” la que Cristo emite en el Monte Tabor, la que resplandece a través de su Humanidad Santísima y la que la Iglesia denomina “Transfiguración”.

Entonces, la luz que emite Cristo no es una luz natural, como la luz del sol, ni tampoco es una luz en sentido analógico, como la luz de la razón humana: es la luz de la gloria del Ser divino trinitario y esta consideración es esencial porque, a diferencia de la luz creada, la luz del Ser divino trinitario, la luz que emite Jesús, Luz de Luz, Dios de Dios, es una luz viva, porque posee la vida del Ser divino de la Trinidad y esta luz que es Vida Increada, da vida a quien ilumina, en este caso, a los hombres. Y además de iluminarlos, los une al Ser divino de Dios Trino, es decir, une a Dios con los hombres y así el hombre, iluminado por Cristo, Luz Eterna de Dios, vive una nueva vida, una vida que ya no es la vida humana, sino una participación a la vida divina trinitaria, y ya no vive en tinieblas, ni en las tinieblas del error, ni en las tinieblas de la mentira, ni en las tinieblas del pecado y, todavía más, es liberado de la opresión y del dominio de las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, cumpliéndose así las palabras de Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).

Jesús dice que aquel a quien Él ilumine, tendrá “la luz de la vida”, es decir, será iluminado por la luz divina del Ser divino trinitario y como esta luz divina es una luz viva, que da la vida de la Trinidad a quien ilumina, el que sea iluminado por Cristo tendrá en sí la luz de la Trinidad, una luz que es vida porque es viva, pero con una vida distinta a la humana y a la angélica, porque es la vida misma de la Santísima Trinidad. Es una vida en la que la persona humana iluminada entra a participar de la vida de la Trinidad, es decir, comienza una vida de íntima comunión de diálogo y amor con las Tres Divinas Personas de la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por esta razón, mucho más que simplemente “no vivir en tinieblas”, quien es iluminado por Cristo vive con la luz viva de la Trinidad y esto quiere decir entrar en íntima comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la Sacrosanta Trinidad, algo que es tan inmensamente grandioso y sublime, que no nos alcanzarían eternidades de eternidades, ni para comprenderlo, ni para dar gracias por tan inmerecido don, conseguido al precio de la Sangre de Cristo derramada en la Cruz.

Éste es un primer aspecto a considerar en la Transfiguración de Nuestro Señor en el Monte Tabor, el de la naturaleza de la luz que emite Jesús y qué efectos produce en el alma a quien Jesús ilumina.

El otro aspecto a considerar en la Transfiguración es que Jesús se transfigura, es decir, deja resplandecer la luz de la gloria divina de su Ser divino trinitario antes de la Pasión, dice Santo Tomás, con el objetivo de hacerles ver a sus Apóstoles que Él es Dios y que luego del drama de la Pasión, luego de su Dolorosa y Sangrienta Pasión, luego de su Muerte en Cruz, Él habría de resucitar con su poder divino. Jesús se transfigura, deja resplandecer la luz de su divinidad, para hacerles ver que Él es Dios en Persona y que en cuanto tal, tiene poder sobre la vida y la muerte; Él es “el Alfa y el Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22, 13); Él es “el que estaba muerto y ahora vive” (cfr. Ap 1, 18) para siempre y su reino no tendrá fin, porque durará por eternidades de eternidades.

En el Monte Tabor, el Hombre-Dios Jesucristo aparece envuelta en la luz gloriosa de la Trinidad, para que su Iglesia de todos los tiempos contemple esta gloria divina y contemplándola, comprenda que luego de la Cruz viene la Luz; comprenda que no hay Luz sin Cruz; comprenda que a la Eterna Luz se llega por el Madero Santo de la Cruz; comprenda que no hay Monte Calvario sin Monte Tabor y no hay Monte Tabor sin Monte Calvario; Cristo se transfigura en el Monte Tabor para que nosotros, que somos su Iglesia, comprendamos que solo por la Santa Cruz viene la gloria eterna y la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la Trinidad.

Un último aspecto a considerar en la Transfiguración es que tanto el Cristo Crucificado y Sangrante del Monte Calvario, como el Cristo Resplandeciente y luminoso del Monte Tabor, está en Persona, real, verdadera y substancialmente, en ese Nuevo Monte Calvario, en ese Nuevo Monte Tabor, que es el Altar Eucarístico, el Altar del Sacrificio. Es decir, en la Eucaristía está contenida la misma gloria divina trinitaria que resplandece en la Humanidad de Jesús en el Monte Tabor, en la Transfiguración, solo que está oculta a la percepción sensible de nuestros ojos corporales.

En el Nuevo Monte Tabor, el Altar Eucarístico, la Humanidad y la Divinidad de Jesucristo están contenidas en el Sacramento de la Eucaristía; Cristo Eucaristía resplandece en el Altar Eucarístico, Nuevo Monte Tabor, para hacernos ver que la Cruz de esta vida terrena es pasajera y que luego de esta Cruz nos espera la luz de la gloria divina contenida en la Eucaristía. Además, por la Eucaristía, somos iluminados con la luz de la gloria del Cristo Eucarístico, luz que nos hace entrar en comunión de vida y amor, ya desde esta vida terrena, con las Tres Divinas Personas de la Trinidad, el Padre y el Espíritu Santo. La Iglesia oriental, en la fiesta de la Transfiguración, le dirige a Cristo Dios esta oración: “Tú te has transfigurado sobre la montaña, oh Cristo Dios, y la gloria ha colmado de tal admiración a Tus discípulos, que al verte crucificado han comprendido que tus sufrimientos son voluntarios y por eso anunciarán al mundo que Tú eres verdaderamente el Esplendor del Padre”[7]. Nosotros podemos decir, análogamente: “Tú, Cristo Dios, apareces transfigurado en la gloria del sacramento del altar, para hacernos comprender que unidos a tu cruz en esta vida, viviremos para siempre en la gloria de Dios Trino en la vida eterna”.

 



[1] Cfr. Lossky, ibidem, 220.

[2] Cfr. Vladimir Lossky, Théologie mystique de l’Église d’Orient, Ediciones Montaigne, Paris 1944, 220.

[3] Cfr. Lossky, ibidem, 220.

[4] 1 Jn, 1, 5.

[5] Jn 8, 12.

[6] Cfr. Misal Romano, Liturgia de la Palabra, Credo.

[7] Cfr. Lossky, ibidem, 145, nota 1.


viernes, 11 de marzo de 2022

“Mientras oraba su Rostro resplandeció y sus vestiduras brillaban como el sol”



(Domingo II-  TC - Ciclo B - 2022)

         “Mientras oraba su Rostro resplandeció y sus vestiduras brillaban como el sol” (Lc 9, 28b-36). Jesús sube al Monte Tabor a orar y lleva consigo a Santiago, Pedro y Juan. El Evangelio relata que, mientras oraba, el Rostro de Jesús, toda su humanidad y sus vestiduras, resplandecían como el sol. Esto es lo que se conoce como “Transfiguración del Señor”.

         ¿Qué significa la Transfiguración? Ante todo, en la Transfiguración, lo que la caracteriza es la luz que envuelve a Jesús. Ahora bien, esta luz no es una luz conocida por el hombre, en el sentido de que no se trata de la luz del sol, ni de ninguna luz artificial, como podría ser la luz que emite un cirio encendido. Tampoco la luz con la que Jesús resplandece en el Monte Tabor es una luz que provenga de afuera, del exterior de Jesús: es una luz que surge desde dentro de Jesús, no de su Cuerpo, sino de su Ser divino trinitario, porque el Ser divino trinitario es Luz Eterna, Increada, por esencia. La luz con la que Jesús resplandece en el Monte Tabor es la luz del Ser divino de la Santísima Trinidad, es la luz que tienen en común el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y puesto que Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad, esta luz es algo que le pertenece a Él y brota de Él, de su Ser divino. Todavía más, podemos decir que Jesús es Él en Sí mismo la Luz de Dios, porque Él es Dios Hijo en Persona. Es por esto que Jesús dice de Sí mismo: “Yo Soy la luz del mundo”. Entonces, no es una luz que Jesús reciba desde fuera, sino una luz que brota desde lo más profundo de su Ser divino trinitario. Esta luz tiene la particularidad de que es viva y por eso, comunica de la vida divina trinitaria a quien ilumina y también glorifica a quien ilumina, porque en las Escrituras, la luz es símbolo de la gloria divina y en este caso, es la misma gloria de Dios Uno y Trino, la que se manifiesta a través de la humanidad santísima de Jesús como luz. Esto es lo que explica también que, quien se acerca a Jesús, es iluminado por Jesús y es vivificado con la vida divina trinitaria, la vida misma de la Santísima Trinidad. Por esta razón, no da lo mismo acercarse o no acercarse a Jesús: quien se acerca, es iluminado y glorificado por Él; quien no se acerca a Jesús, vive inmerso en las más profundas tinieblas espirituales. Con relación a esto último, debemos recordar que para nosotros, los católicos, Jesús se encuentra en el Cielo, glorioso y resplandeciente con la luz del Tabor, Luz Eterna e Increada y que refleja la gloria del Ser divino trinitario, pero también se encuentra aquí, en la tierra, en el sagrario, en la Eucaristía, porque en la Eucaristía se encuentra Él con su Cuerpo glorioso y resucitado, resplandeciente con la luz divina de la Trinidad. Por esto mismo, quien se acerca a Jesús Eucaristía, es iluminado y vivificado por Jesús; quien no se acerca a Jesús Eucaristía –quien no lo recibe en gracia en la Comunión, quien no hace adoración eucarística-, no recibe ni la luz ni la vida de la Trinidad, que Él comunica a quienes a quienes lo aman y lo reciben en la Hostia consagrada con fe, con piedad y sobre todo con amor. Finalmente, la razón por la cual Jesús se Transfigura en el Monte Tabor, es decir, la razón por la cual se cubre de luz divina, es para que sus discípulos no desfallezcan cuando lo vean cubierto de Sangre en el Calvario, es para que ellos se acuerden, en el Calvario, que ese mismo Jesús cubierto de sangre, es el mismo Jesús que resplandeció con la luz de la gloria divina en el Monte Tabor.

         “Mientras oraba su Rostro resplandeció y sus vestiduras brillaban como el sol”. Si queremos resplandecer con la luz de la gloria divina, por toda la eternidad, en la vida eterna, marchemos detrás de Jesús, cargando con la cruz, en dirección al Calvario, para morir al hombre viejo y renacer al hombre nuevo, al hombre que vive iluminado en su espíritu con la luz de la gracia, participación a la luz de la Trinidad.


martes, 23 de febrero de 2021

Jesús se transfigura en el Monte Tabor


 

(Domingo II - TC - Ciclo B - 2021)

         “Jesús se transfigura en el Monte Tabor (…) sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr en la tierra” (Mc 9, 2-10). En la transfiguración, Jesús –su humanidad, sus vestiduras- resplandece con un brillo más refulgente que miles de millones de soles juntos. A esto se refiere el Evangelio cuando dice que era una “blancura que no se puede lograr en la tierra”, porque la luz con la que resplandece Jesús no es una luz creada; no se trata ni de la luz del sol, ni de la luz del fuego, ni mucho menos la luz artificial. Se trata de una luz que viene de lo alto; es una luz no recibida por Jesús, sino emanada por Él, desde lo más profundo de su Ser divino trinitario, porque Dios es Luz Eterna y Jesús es Dios, que es Luz Eterna. Entonces, la luz con la que son iluminados los Apóstoles en el Monte Tabor, es la luz de Dios, o mejor dicho, es Dios Trino, que en Sí mismo es Luz Eterna e Increada. También los discípulos son iluminados por la gloria de Dios, porque en el lenguaje bíblico, la luz es sinónimo de la gloria divina. Por esto mismo, al resplandecer Jesús en el Monte Tabor con una luz celestial, ilumina a los discípulos con la luz de la gloria divina, tal como en el Cielo son iluminados por la gloria celestial los ángeles y los santos que adoran a la Trinidad y al Cordero. La manifestación de la luz divina en el Monte Tabor es también similar al resplandor de gloria celestial con el que el Niño Dios manifestó su divinidad en el Pesebre de Belén, que es lo que se conoce como “Epifanía”.

         ¿Por qué resplandece Jesús solamente en estas dos ocasiones, en el Pesebre de Belén, de niño y ahora de adulto en el Monte Tabor? Tanto en la Epifanía como en el Monte Tabor, Jesús resplandece con la luz de la gloria divina porque debía manifestar a sus discípulos que Él era Dios Hijo encarnado: debía revestirse de luz divina, para que cuando lo vieran en el Via Crucis y el Monte Calvario, revestido no ya de luz sino de su propia Sangre, no desfallecieran ante el desolador aspecto de su Maestro cubierto de Sangre, de golpes y de heridas abiertas y así tuvieran ellos fuerzas para subir al Calvario.

         Es decir, el interrogante que surge ante la Transfiguración de Jesús es porqué Jesús no dejó traslucir la luz de su gloria desde el Nacimiento y durante toda su vida terrena, haciéndolo sólo en la Epifanía y en el Monte Tabor: la respuesta es que la transfiguración en la luz de la gloria celestial es el estado habitual de Jesús, por cuanto Él es Dios y Dios es la Luz Eterna en Sí misma; si Jesús hubiera permitido que la luz resplandeciese durante su vida terrena, no habría podido sufrir la Pasión, porque la luz de la gloria, que es lo que glorifica a los cuerpos resucitados, hace que los cuerpos no puedan sufrir el dolor, los vuelve impasibles. Entonces Jesús, haciendo un milagro propio de su omnipotencia divina, oculta la luz de la gloria celestial que debería traslucirse a través de su Humanidad Santísima, para poder sufrir su Pasión y Muerte en Cruz, con la cual salvó a la humanidad de la eterna perdición.

         “Jesús se transfigura en el Monte Tabor (…) sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr en la tierra”. Si Jesús se transfigura en el Monte Tabor para dar fuerzas a sus discípulos, para que estos puedan acompañarlo a lo largo del Via Crucis hasta el Monte Calvario, también a nosotros se nos muestra resplandeciente, con la luz de la gloria divina, pero no a los ojos del cuerpo, sino a los ojos del alma, en la Sagrada Eucaristía. Por eso, para nosotros, asistir a la Santa Misa, sobre todo en el momento de la consagración, y hacer Adoración Eucarística, es el equivalente a estar delante de Jesús Transfigurado de luz en el Monte Tabor. Es en la Santa Misa y en la Adoración Eucarística donde recibimos la Luz Eterna que brota del Sagrado Corazón Eucarístico, que colma nuestras almas con la luz de la gloria y de la vida divina de la Trinidad, dándonos fuerzas para continuar por el Camino de la Cruz, para llegar al Calvario y morir unidos a Cristo en la Cruz, para así nacer al hombre nuevo, el hombre nacido del Costado traspasado de Jesús, el hombre destinado a la gloria, el hombre regenerado por la gracia santificante, que espera el fin de su vida terrena para ser glorificado en los Cielos eternos por el Cordero, la Luz de la Jerusalén celestial.

 

jueves, 2 de julio de 2020

“Su rostro resplandecía como el sol”




“Su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9.). Jesús se transfigura delante de sus discípulos en el Monte Tabor. La luz con la que resplandecen su rostro y sus vestiduras y su humanidad toda, no es una luz ajena a Él; no es una luz que venga de afuera, que le haya sido prestada o concedida. Es la luz de su Ser divino trinitario, que en cuanto Ser divino es luz y Luz Eterna. En realidad, resplandece más que miles de soles juntos, porque es una luz inefable, desconocida, celestial, sobrenatural, viva, que vivifica con la Vida divina a todo aquel que ilumina. La otra cuestión que hay que considerar en la Transfiguración es la razón por la cual Jesús se transfigura, es decir, se reviste de luz y es porque en poco tiempo se revestirá también, pero esta vez no de luz, sino de sangre, de su propia sangre, en otro monte, el Monte Calvario. Por eso esta transfiguración en el Monte Tabor hay que contemplarla a la luz de otro monte, el Monte Calvario, en donde será la Sangre y no la luz la que cubrirá el Rostro y la Humanidad Santísima del Redentor. Jesús se reviste de luz eterna, antes de la Pasión, para que los discípulos, cuando lo vean cubierto por su Sangre y con sus heridas abiertas, convertido en un guiñapo sanguinolento, no desfallezcan y recuerden que ese Hombre malherido, que va camino del Calvario portando la Cruz, es el Hombre-Dios, es Dios, que es Luz eterna, que ahora está cubierto de Sangre, que brota de sus heridas abiertas, porque con su Sangre salvará a la humanidad.
“Su rostro resplandecía como el sol”. No es necesario que estemos en el Monte Tabor para contemplar el Rostro transfigurado de Jesús: lo contemplamos, con la luz de la fe, cada vez que contemplamos la Eucaristía, porque allí se encuentra Jesús, vivo, glorioso, radiante, resplandeciente de luz eterna. Y no es necesario que acudamos al Monte Calvario para verlo cubierto de Sangre: cada vez que asistimos a la Santa Misa, asistimos a la renovación, incruenta y sacramental, de su Santo Sacrificio de la Cruz y cada vez que comulgamos, bebemos su Sangre, la Sangre que derramó en el Monte Calvario.

miércoles, 4 de marzo de 2020

“Su rostro resplandecía como el sol”



(Domingo II - TC - Ciclo A – 2020)

         “Su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9). Jesús se transfigura en el Monte Tabor ante la presencia de Pedro, Santiago y Juan. Este resplandor de Jesús comprende toda su persona y humanidad: “Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. El rostro resplandeciente como el sol y sus vestidos como la luz: para entender mejor el alcance y significado de la Transfiguración, hay que tener en cuenta que en el Antiguo Testamento la luz era sinónimo de la gloria de Dios; de esta manera, el resplandecer de luz de Jesús, en su rostro, en su humanidad, en su vestimenta, es el resplandecer de la gloria de Dios, así como la gloria de Dios resplandece en el cielo. Podemos decir que en ese momento el Monte Tabor se convirtió, para Pedro, Santiago y Juan, en el cielo en la tierra, porque estuvieron delante de Dios que resplandecía ante ellos, así como resplandece en el cielo ante los bienaventurados. Y aquí viene otra consideración que hay que hacer para también entender el alcance de la Transfiguración: la luz con la que resplandece Jesús no es una luz natural ni artificial, ni viene de fuera de Él: es una luz que brota de su interior y se trasluce hacia el exterior, es la luz de su Ser divino trinitario que en sí mismo es luz indeficiente, luz eterna e infinita, celestial y sobrenatural. Jesús resplandece no porque alguien lo ilumine, sino que Él es la Luz Inaccesible, luz eterna, que ilumina y da vida divina a quien ilumina.
          Por último, la escena del Monte Tabor no puede no ser contemplada con otra escena, la escena del Monte Calvario, en donde Jesús no es cubierto de luz divina, sino que es cubierto con su propia Sangre, que es también divina, porque es la Sangre del Cordero. No se puede contemplar la Transfiguración del Señor en el Tabor si no se lo contempla a Nuestro Señor crucificado en el Monte Calvario. En ambos montes resplandece la gloria divina: en el Monte Tabor, en forma de luz; en el Monte Calvario, en forma de Sangre, pero en los dos, es la gloria divina la que resplandece ante quien la contempla, sea como luz o como sangre.
         “Su rostro resplandecía como el sol”. El altar eucarístico puede ser llamado, con justa razón, el Nuevo Monte Tabor, porque en la Eucaristía Jesús resplandece con la luz de la gloria divina, puesto que se encuentra allí resucitado y glorioso; pero también puede ser llamado el Nuevo Monte Calvario, porque en el altar Jesús renueva de modo sacramental e incruento el Santo Sacrificio de la Cruz, dejándonos para beber su Sangre gloriosa en el cáliz eucarístico. Quien asiste a la Misa y contempla, en el misterio de la liturgia tanto el Calvario como el Tabor, es iluminado y vivificado por la luz de la gloria divina.

sábado, 16 de marzo de 2019

“Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió”



(Domingo II - TC - Ciclo C – 2019)

“Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (Lc 9, 28b-36). Jesús sube al Monte Tabor con Santiago, Pedro y Juan y allí, ante su presencia, se transfigura, es decir, su rostro, su cuerpo y sus vestiduras se vuelven más resplandecientes que el sol, porque dejan traslucir la gloria divina. La Transfiguración del Monte Tabor se explica por la constitución íntima del Hombre-Dios: Él no es un hombre más entre tantos, ni un hombre santo, que recibe la santidad extrínsecamente, desde lo alto: Él es Dios tres veces Santo; Él es la Santidad Increada, que ha recibido de su Padre Dios, desde la eternidad, el Ser divino y la Naturaleza divina y por eso la gloria que ahora se trasluce en el Monte Tabor, es la gloria que le pertenece desde toda la eternidad, al haber sido engendrado, no creado, en el seno del Padre, desde toda la eternidad. En el Monte Tabor, Jesús resplandece con la luz celestial y la luz, en el lenguaje bíblico, es sinónimo de gloria. Jesús resplandece con la luz de la gloria que Él en cuanto Dios Hijo posee desde la eternidad, recibida del Padre. Ahora bien, hay que considerar que si la manifestación de la gloria en el Tabor es un milagro, el esconder la gloria durante toda su vida terrena es un milagro aun mayor, y eso es lo que hace Jesús desde su Nacimiento virginal hasta su muerte. Solo en dos momentos manifiesta su gloria de modo visible: en la Epifanía y en el Monte Tabor; luego hace un milagro más grande, que es ocultar su gloria y su resplandor visible: en realidad, desde su Concepción y Nacimiento, Jesús debía aparecer visiblemente como en el Tabor y la Epifanía, pero como el cuerpo glorioso no puede sufrir, Jesús hace un milagro más grande aun y oculta su gloria visible, apareciendo a los ojos de los hombres como un hombre más entre tantos, para poder sufrir la Pasión. Es decir, si Jesús vivía como glorificado, puesto que el cuerpo glorificado no puede sufrir, entonces no habría podido sufrir la Pasión: por esta razón oculta su gloria y solo la manifiesta brevemente, antes de la Pasión, en el Tabor.
Ahora bien, este hecho, el resplandecer de Jesús con la gloria divina en el Monte Tabor, no se explica sin el origen eterno de Jesús en cuanto Dios, pero tampoco se explica sin la presencia de Jesús en otro monte, el Monte Calvario, el Viernes Santo. En el Monte Calvario, Jesús estará recubierto, no de la luz y de la gloria celestial, sino que estará recubierto por su propia Sangre; su revestimiento no será la luz de la divinidad, sino la Sangre de su humanidad, que brotará de sus heridas abiertas y sangrantes. Si en el Monte Tabor se contempla la majestuosidad de su divinidad, en el Monte Calvario se contempla la debilidad de nuestra humanidad; si en el Monte Tabor Jesús Rey de cielos y tierra se recubre de un manto de luz, en el Monte Calvario Jesús, Rey de los hombres, se reviste de un manto púrpura, el manto rojo compuesto por su Sangre Preciosa que brota a raudales de sus heridas abiertas. Si en el Monte Tabor es Dios Padre quien glorifica al Hijo con la gloria que Él posee desde la eternidad, en el Monte Calvario son los hombres quien, con sus pecados, lo coronan con una corona de espinas y le ponen como cetro una caña, nombrándolo como rey de los judíos y como rey de los hombres pecadores. Si en el Monte Tabor Jesús resplandece con la luz que le otorga su Padre Dios en la eternidad, en el Monte Calvario Jesús se recubre con la Sangre de las heridas infligidas por los hombres pecadores; por esta razón, si el Tabor es obra de Dios, el Calvario es obra de nuestras manos, porque fuimos nosotros, con nuestros pecados, quienes lo cubrimos de heridas y lo coronamos de espinas, nombrándolo nuestro Rey. El Monte Tabor entonces no se explica si no es a la luz del Monte Calvario.
 Ahora bien, ¿cuál es la razón de la Transfiguración? ¿Por qué Jesús resplandece con la luz de su gloria en el Monte Tabor? La razón de la transfiguración, dice Santo Tomás, es que Jesús resplandece como Dios que es, con la luz de su gloria en el Tabor, para que cuando los discípulos lo vean cubierto no de luz sino de sangre, en el Monte Calvario, no desfallezcan y recuerden que ese Hombre que está padeciendo en el Monte Calvario es el mismo Dios que resplandeció con su luz divina en el Monte Tabor y así tengan fuerzas para también ellos llevar la cruz. Entonces, la gloria del Monte Tabor no se entiende ni se debe contemplar si no es a la luz de la ignominia del Monte Calvario: la luz con la cual Jesús se reviste en el Monte Tabor es obra de Dios Padre, porque es Él quien le comunica de su luminoso Ser divino trinitario desde toda la eternidad y que ahora trasluce en el Tabor; en el Monte Calvario, Cristo Jesús se reviste, en vez de blanca luz, de rojo brillante y fresco, el rojo de su propia Sangre; es la Sangre que brota de sus heridas abiertas, provocadas por nuestros pecados. Si el Monte Tabor es obra del Padre, el Monte Calvario es obra de la malicia de nuestros corazones, porque son nuestros pecados los que hacen que Jesús en el Monte Calvario se revista con el manto rojo que es la Sangre que brota de sus heridas.
“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”. Dios Padre viste a Cristo de luz de gloria en el Tabor; de parte nuestra, a causa de nuestros pecados, revestimos a Cristo con golpes y lo cubrimos de heridas que se abren y dejan escapar su Sangre Preciosísima. Cada pecado es una herida abierta en el Cuerpo de Jesús; cada pecado abre una herida en el Cuerpo de Jesús, de la cual mana Sangre como si fuera una fuente y contribuye a que Jesús se revista con un manto preciosísimo, no de luz, como en el Tabor, sino compuesto por su Sangre. Con cada pecado, lo coronamos de espinas, lo flagelamos, lo crucificamos, perpetuamos su agonía, le damos muerte de cruz y le atravesamos el costado. Con cada pecado, revestimos a Cristo, no de luz de gloria, como hace Dios Padre en el Tabor, sino de rojo púrpura, de su Sangre, en el Calvario. Por esta razón, la Cuaresma es el tiempo para reflexionar acerca de la realidad del pecado que, si para nosotros es invisible e insensible, para Cristo constituye una fuente de infinito dolor. Por esta razón, como dice Santa Teresa de Ávila, si para dejar de pecar no nos mueve ni el cielo que Dios nos tiene prometido, ni el infierno tan temido, que nos mueva, al menos, verlo, por nosotros en el Calvario, tan de muerte herido.
“Jesús resplandeció en el Monte Tabor”. Al contemplar a Jesús en el Monte Tabor, cubierto de la luz de la gloria recibida por el Padre, lo contemplemos también en el Monte Calvario, cubierto por la Sangre que brota de sus heridas abiertas por nuestros pecados y al comprobar que nuestras manos están manchadas con su Sangre, al ser nosotros los causantes de sus heridas, hagamos el propósito de no provocarle más heridas, sangrado y dolor con nuestros pecados y tomemos la decisión de convertir nuestros corazones mediante la oración, la penitencia y la misericordia.

sábado, 11 de marzo de 2017

“Jesús se transfiguró en el Monte Tabor”


(Domingo II - TC - Ciclo A – 2017)

         “Jesús se transfiguró en el Monte Tabor” (cfr. Mt 17, 1-9). Jesús se transfigura en el Monte Tabor, es decir, deja traslucir la luz y con una intensidad tal, que su rostro resplandece “como el sol”, mientras que sus vestiduras se vuelven “blancas como la luz”. De un momento a otro Jesús cambia, de una apariencia normal a todo hombre, a resplandecer con un resplandor mayor a mil soles juntos.
         ¿Qué significa la Transfiguración? Ante todo, es una manifestación de la divinidad de Jesús, es decir, es una teofanía, tal como la Epifanía –la manifestación luminosa del Niño Jesús en Belén- o la teofanía trinitaria del Jordán. En este caso, Jesús se manifiesta como Dios porque la luz que lo ilumina no es una luz creada, sino increada, y no se origina fuera de Él, sino en Él, en su Ser divino trinitario, puesto que la naturaleza divina es luminosa. En otras palabras, lo que hace Jesús en la Transfiguración es revelar, visiblemente, su condición divina: Dios es Luz, y Luz Increada, eterna, viva, que concede la vida eterna a quien ilumina. Jesús, que es el Cordero de Dios, posee la luz de la gloria, comunicada por el Padre desde la eternidad; la luz que emite en el Tabor, es esa misma luz que recibe del Padre desde la eternidad y que, brotando de su Ser trinitario, ilumina a la Jerusalén celestial, puesto que Él es su Lámpara: “La Jerusalén celestial no tiene necesidad de sol ni de luna, puesto que su Lámpara es el Cordero” (Ap 21, 23). La luz con la que Jesús ilumina el Tabor, es la misma luz con la que Jesús ilumina a los ángeles y santos en la Jerusalén celestial.
Jesús ya había demostrado su condición divina con los milagros, y se había auto-proclamado como Dios Hijo, igual al Padre, Dador del Espíritu Santo, junto con el Padre; ahora, en el Tabor, manifiesta su divinidad de un modo nuevo: visiblemente, permitiendo que la luz de su Ser divino se refleje a través de su naturaleza humana. Al transfigurarse, es decir, al revestirse de luz, Jesús se manifiesta visiblemente como Dios Hijo encarnado. Cuando se considera el fenómeno de la Transfiguración, lo que se debe tener en cuenta es que, lejos de ser algo extraordinario, esta condición luminosa de Jesús es en realidad su estado natural porque, como hemos dicho, Él es Dios y “Dios es Luz” (1 Jn 1, 5). Nos tenemos que preguntar, entonces, por qué razón, si este era el estado natural de Jesús, sin embargo Jesús no resplandecía ni emitía su luz divina trinitaria -es decir, la luz de su gloria, porque en el lenguaje bíblico la luz es sinónimo de gloria- en toda su vida terrena, excepto en dos oportunidades. En otras palabras, la pregunta es: si Jesús es Dios, ¿por qué emitió su luz sólo en la Epifanía, a poco de nacer, y luego por unos breves instantes en el Tabor, mientras que el resto de su vida terrena aparecía ante los demás como si fuera un hombre más entre tantos, sin resplandecer? La respuesta a esta otra pregunta, nos permite profundizar en el significado de la Transfiguración: si el estado natural de Jesús es el de la Transfiguración, y si Él, durante toda su vida terrena, se mostró, no como Dios resplandeciente de gloria, sino como un hombre más entre tantos, al punto que sus contemporáneos lo llamaban “el hijo del carpintero”, “el hijo de María”, es porque, por un milagro de su omnipotencia, impedía que la luz de su gloria se irradiara al exterior por medio de su naturaleza humana[1], y esto lo hacía para poder sufrir la Pasión.
Es decir, si Jesús hubiera vivido su vida terrena tal como lo requería su condición divina, revestido de luz y de gloria, no habría podido sufrir la Pasión, porque el estado de naturaleza glorificada impide el sufrimiento. Sin embargo, era tanto era el Amor que Jesús nos tenía, que habiendo podido salvarnos sin sufrir, decidió, para demostrarnos hasta dónde llega su Amor por nosotros, obrar un prodigio, un milagro de su omnipotencia, y es el de no permitir traslucir la luz de su gloria, para poder así sufrir el Calvario, por nuestra salvación. Entonces, no es que la Transfiguración es un milagro, por el cual Jesús aparece recubierto de luz divina: ése es su estado natural; el milagro es que viviera los treinta y tres años sin transfigurarse, para que su naturaleza humana pudiera padecer el tormento de la cruz.
         Una vez hecha esta consideración, surge otra pregunta: ¿por qué Jesús se transfigura poco tiempo antes de la Pasión? Dice Santo Tomás de Aquieno que es para que los discípulos tengan fuerza en los duros momentos de la Pasión que habrían de sobrevenir. Es decir, Jesús se transfigura para que sus discípulos, contemplando la luz de la gloria que brotaba de Jesús y sabiendo por lo tanto, sin lugar a dudas, de que Jesús era Dios omnipotente, cuando lo vieran en el otro Monte, el Monte Calvario, cubierto no ya de luz, sino de su Sangre Preciosísima, no se abatieran y no desesperaran, recordando al Dios glorioso del Tabor. Jesús se transfigura de luz en el Monte Tabor para que sus discípulos, viéndolo cubierto de Sangre en el Monte Calvario, no solo no desfallecieran, sino que tomaran fuerzas con el recuerdo del Dios glorioso. Y es también para que nosotros, cuando contemplemos a Cristo crucificado, con su corona de espinas, con su Sangre brotando de sus heridas, con los clavos en sus manos y pies que lo aferran al madero, recordemos que ese Cristo es Dios; recordemos que el Cristo Crucificado y también el Cristo de la Eucaristía, es Dios omnipotente, para que así tengamos confianza y fe en su divino poder, sobre todo cuando atravesemos por las tribulaciones que sobrevienen en la vida terrena.
La Transfiguración del Monte Tabor, entonces, está estrechamente unida a la Ignominia del Monte Calvario y es por esta razón que, para comprender en su totalidad la significación sobrenatural de la Transfiguración, es necesario contemplar la Transfiguración y la Alegría del Monte Tabor, a la luz de la Humillación y el Dolor del Monte Calvario. En el Tabor, Jesús se muestra como el Dios de la gloria infinita, que resplandece con una luz más brillante que miles de soles juntos; en el Calvario, Jesús se muestra cubierto con su Sangre Preciosísima, humillado, ofendido, golpeado, indefenso ante los hombres y abandonado por sus discípulos; en el Tabor, Jesús se muestra revestido de luz divina, y como esa luz la recibe desde la eternidad del Padre, el Tabor es obra del Padre; en el Calvario, Jesús se muestra cubierto de heridas sangrantes, de golpes, de hematomas, de escupitajos, de ignominia, de humillación, y como todo eso se debe a nuestros pecados, podemos decir que el Monte Calvario es obra de nuestras manos; en el Tabor, la compañía de Jesús es deliciosa y provoca tanta alegría, gozo y dicha, que todos, como Pedro, desean estar con Él: “Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías””; en el Calvario, en cambio, Jesús parece abandonado por el Padre, es abandonado por sus discípulos, teniendo por sola compañía la de su Madre amantísima, la Virgen, mientras que el resto de los hombres, la humanidad entera, lo crucifica en medio de insultos y blasfemias y es por eso que nadie –o casi nadie- quiere estar con Él en la cruz.
          “Jesús se cubrió de su luz en el Monte Tabor (…) Jesús se cubrió de su Sangre Preciosísima en el Monte Calvario”. ¿Dónde queremos estar nosotros? ¿En la alegría del Monte Tabor, o en el dolor, desamparo, humillación e ignominia del Monte Calvario? Hagamos lo que hace nuestra Madre del cielo: no aparece en el Tabor, pero está de pie, al lado de la Cruz, en el Monte Calvario. Llevados por la Virgen, acompañemos a Jesús en el Calvario y, con un corazón contrito y humillado, postrémonos ante Él y besemos, con amor y devoción, sus pies ensangrentados.





[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1969.

viernes, 19 de febrero de 2016

“Jesús se transfiguró…”


(Domingo II - TC - Ciclo C – 2016)

         “Jesús se transfiguró…” (Lc 9, 28b-36). Jesús se transfigura en el Monte Tabor: su rostro y sus ropas resplandecen con una luz más potente y brillante que cientos de miles de soles juntos: es la Luz Eterna de su Ser trinitario la que, por un instante, se abre paso a través de su Humanidad Santísima. Ahora bien, para aprehender el contenido sobrenatural y la enseñanza del episodio evangélico de la Transfiguración –y el por qué la Iglesia inserta este Evangelio antes de Semana Santa-, hay que tener en cuenta, por un lado, a los dos santos del Antiguo Testamento que aparecen al lado de Jesús en el momento de la Transfiguración, Moisés y Elías y el contenido de su conversación: el tema sobre el que ambos dialogan es acerca de la partida de Jesús de este mundo, es decir, hablan de su Pasión y Muerte en Cruz; el otro elemento que hay que tener en cuenta es que la Transfiguración, en sí misma, anticipa la Resurrección de Jesús luego de su muerte en el Calvario, porque la luz que Jesús emite en la Transfiguración y el estado de su cuerpo, luminoso y glorioso, es la misma luz que emitirá cuando resucite, el Domingo de Resurrección, en el sepulcro. En este Evangelio, entonces, están condensados los aspectos fundamentales de la fe en Jesucristo: “no es un hombre santo, no es un hombre sabio, no es un reformador ni mucho menos un revolucionario social”[1]: Jesucristo es el Hombre-Dios, que habrá de cumplir su misterio pascual, pasando por la muerte cruenta de la cruz para luego resucitar glorioso al tercer día.
Teniendo esto en mente, surgen algunas preguntas: ¿por qué Jesús se transfigura? ¿Por qué lo hace antes de la Pasión? ¿Qué relación hay entre la Transfiguración de Jesús y nuestra vida personal? Para responder a estas preguntas, hay que considerar ante todo que la Transfiguración no es un milagro, porque es el “estado natural” de Jesús: así debería aparecer Jesús, desde el  momento mismo de la Encarnación, puesto que Él es Dios y en cuanto Dios, es Luz y Luz eterna, porque la naturaleza del Ser divino trinitario es una naturaleza luminosa. La pregunta entonces no es “por qué Jesús se transfigura”, sino, por el contrario, “por qué NO se transfigura” y porqué sólo lo hace en el Monte Tabor –y también en la Epifanía-, como anticipo de la Resurrección. La respuesta la da un teólogo[2], quien sostiene que Jesús no se transfigura durante toda su vida –como decíamos, sólo lo hace en la Epifanía y en el Tabor, antes de la Resurrección- porque la Transfiguración implica el estado glorioso de la Humanidad de Jesús, lo cual quiere decir que Jesús no hubiera podido sufrir la Pasión, si hubiera permanecido glorioso y luminoso desde la Encarnación. Entonces, por un milagro de su omnipotencia divina, Jesús impide, durante la mayor parte de su vida terrestre, que la luz de su gloria se transparente, por así decirlo, a través de su Humanidad, para poder sufrir la Pasión. Es decir, que Jesús NO se transfigure, en la mayor parte de su vida terrena, es un milagro mayor aún que la misma Transfiguración en el Monte Tabor.
Otra pregunta a contestar es el porqué de la Transfiguración de Jesús antes de su Pasión, hecho que es confirmado por la conversación de los dos santos del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, y la respuesta la da Santo Tomás de Aquino, quien dice que Jesús se transfigura antes de la Pasión, porque así les recordaba a sus discípulos que Él era Dios Encarnado, para que cuando lo vieran todo desfigurado por los golpes, cubierto de hematomas, de escupitajos, de heridas abiertas y su Rostro y su Cuerpo cubiertos de Sangre, puesto que no lo iban a poder reconocer -a causa del estado en el que iba a quedar su Humanidad Santísima como consecuencia de los golpes recibidos por nuestros pecados-, se recordaran de la gloria del Tabor y así no se desanimaran en el Camino de la Cruz, en el Via Crucis. Jesús se cubre de gloria y de luz en el Tabor, porque habría de cubrirse luego de su propia Sangre en el Calvario, quedando irreconocible a causa de los golpes, las heridas, la tierra, el barro, el sudor y la Sangre.
La última pregunta a contestar es qué relación tiene la Transfiguración de Jesús con nuestra vida personal, y la respuesta la tenemos en Dios Padre, que se manifiesta en el Tabor haciendo sentir su voz y diciendo: “Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”. Así, Dios Padre lo que hace es ratificar la fe de la Iglesia en Jesús como Hombre-Dios, como Hijo de Dios Encarnado, lo cual tiene sus consecuencias, porque quiere decir que, por el hecho de ser Dios, debemos obedecer sus mandatos y hacer lo que nos diga y lo que nos dice Jesús es que “tomemos nuestra cruz de cada día y que lo sigamos” por el Camino del Calvario, el Via Crucis.
“Jesús se transfiguró…”. Todos los cristianos estamos llamados a la gloria de la Resurrección pero, como dice Dios Padre, debemos escuchar a Jesús y Jesús nos dice que debemos “cargar nuestra cruz de cada día y seguirlo” (Lc 9, 23; Mt 16, 24), lo cual quiere decir que debemos subir al Monte Calvario, junto con Jesús, para morir al hombre viejo y para nacer al hombre nuevo, a la vida de la gracia. La enseñanza del Evangelio de la Transfiguración, entonces, además de que Jesús es Dios Encarnado y de que llega a la gloria del Reino de los cielos por medio del sacrificio de la cruz, es que también nosotros estamos llamados a ser transfigurados por la gloria de Dios, pero también debemos saber que no vamos a llegar a esta gloria si antes no pasamos por la muerte en cruz; es por eso que la Iglesia pide que los bautizados participen de la cruz de Jesús con sus sufrimientos: “Haz que tus fieles aprendan a participar en tu pasión con sus propios sufrimientos”[3], para que así participen luego con Él de la gloria del Reino de los cielos. Y aquí está la respuesta de por qué la Iglesia coloca este Evangelio de la Transfiguración antes de Semana Santa: para que nosotros, los cristianos, participando de la Pasión de Jesús por el misterio de la liturgia, seamos capaces de participar luego de su gloria. Por último, no hay mejor forma de participar de la cruz de Jesús que uniéndonos espiritualmente con nuestras vidas, con lo que somos y tenemos, al Santo Sacrificio de la Cruz, renovado incruenta y sacramentalmente en el Altar Eucarístico, en la Santa Misa.





[1] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes en el Estadio Nacional de Chile, 2 de abril de 1987.
[2] Cfr. Matthias Scheeben, Los misterios del cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1956.
[3] Cfr. Liturgia de las Horas, Viernes de la I Semana de Cuaresma.

jueves, 6 de agosto de 2015

Fiesta de la Transfiguración del Señor




         Jesús se transfigura en el Monte Tabor delante de sus discípulos Pedro, Santiago y Juan, quedando su rostro más brillante que el sol y sus vestiduras resplandecientes, “como nadie en el mundo podría blanquearlas” (Mc 9, 2-10). Por la transfiguración, Jesús se auto-revela en su constitución íntima, como la Persona de Dios Hijo que es: la luz es, en la Sagrada Escritura, sinónimo de gloria y puesto que Él es Dios Hijo encarnado, lo que hace es mostrarse tal como Él es en la eternidad, “Luz de Luz, Dios de Dios”[1]; en cuanto Dios, Jesús es Luz, una luz desconocida para el hombre, puesto que es divina, celestial, sobrenatural; es una luz que brota de su Ser trinitario divino y que da vida a quien ilumina, vivificando en los cielos, a ángeles y santos, a quien ilumina, con la vida misma de Dios –por eso Él es el Cordero, “la Lámpara de la Jerusalén celestial”[2]-, y a los fieles, en la Iglesia Peregrina, esta luz celestial que es Jesucristo, los vivifica con la gracia, la verdad y la fe.
         Ahora bien, ¿por qué se transfigura Jesús antes de la Pasión y no permite a sus discípulos que lo digan a nadie, sino solamente luego de la Pasión? Dice Santo Tomás de Aquino que es para que los discípulos no se desanimaran cuando llegara precisamente el momento de la Pasión, porque verían tan desfigurado por los golpes y con su Cuerpo Santísimo tan cubierto de Sangre, que no reconocerían a Jesús: debían tener en sus almas, en sus mentes, en sus corazones, en sus retinas, en sus memorias, el recuerdo de Jesús glorioso y transfigurado en el Monte Tabor, para no desfallecer cuando vieran en el Monte Calvario a Jesús ultrajado, golpeado, insultado, cubierto de tierra, de sudor, de lágrimas y de Sangre. Debían atesorar y conservar la imagen de Dios hecho hombre, resplandeciente de luz, de gloria y de esplendor en el Monte Tabor, para no desfallecer ante la vista de ese mismo Jesús, el Hombre-Dios, cuando lo vieran con su rostro tumefacto por los golpes e irreconocible por estar cubierto con su Preciosísima Sangre.
         Según un autor, Jesús realiza un milagro en la Transfiguración, al permitir que su gloria, que es su estado natural, sea visible a los ojos corpóreos de sus discípulos; sin embargo, dice este mismo autor, Jesús hace un milagro aún mayor al ocultar el resplandor de su divinidad, durante toda su vida terrena[3] –sólo deja traslucir visiblemente su divinidad en la Epifanía y en el Tabor-, y esto lo hace para poder sufrir la Pasión, para poder demostrar hasta dónde nos ama –hasta la muerte de cruz-, debido a que no hubiera podido sufrir la Pasión, si su Cuerpo hubiera estado glorificado, tal como le correspondía por su naturaleza divina.
         Sin embargo, hay un milagro mayor, infinitamente mayor, que el de transfigurarse o el de ocultar su divinidad: es el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, por el cual Jesús oculta su Humanidad gloriosa y resucitada, a los ojos corpóreos, mientras que se revela en su divinidad a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe, en la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo.
         En el Monte Calvario, Jesús ocultó su divinidad bajo el manto real y púrpura de su Sangre Preciosísima; en el Monte Tabor, Jesús reveló su divinidad, dejándola traslucir a través de su humanidad; en el Altar Eucarístico, Jesús oculta su humanidad glorificada bajo apariencia de pan, para revelarse en cambio a los ojos del alma, iluminados por la Fe de la Iglesia, que ve en la Eucaristía al Hijo de Dios glorioso y resucitado, resplandeciente como en el Tabor.


[1] Cfr. Credo Niceno-Constantinopolitano.
[2] Cfr. Ap 21, 23.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1956. 

sábado, 28 de febrero de 2015

“Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos”


(Domingo II - TC - Ciclo B – 2015)

“Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos” (Mc 9, 2-10). Jesús se transfigura en el Monte Tabor, se reviste de luz, antes de revestirse de Sangre. La Transfiguración es una demostración de la divinidad de Jesús, puesto que  por la Transfiguración, Jesús no recibe una luz que viene de lo alto, sino que la luz, proviniendo de su Ser divino trinitario, se derrama sobre su alma, se revierte luego sobre su cuerpo y, desde este, brilla hacia el exterior. Es decir, la luz que Jesús deja traslucir en el Monte Tabor, no es una luz ajena o extrínseca a Él, como si la recibiera desde lo alto; Él es el Dios cuya naturaleza divina es luz en sí misma, por lo que esta luz no viene de lo alto, sino que surge desde lo más profundo de su Acto de Ser divino, y puesto que es luz divina, no es una luz inerte, muerta, sin vida, sino que es una luz viva, que da la vida misma de Dios, la vida eterna, a todo aquel que es iluminado por ella. 
Además, como la luz en la Sagrada Escritura es sinónimo de gloria, lo que resplandece en el Monte Tabor es la gloria de Dios, que por medio del Mediador, el Hombre-Dios Jesucristo, se vuelve visible y accesible para los hombres. ¿Cuál es la razón por la cual Jesús se transfigura en el Monte Tabor? Dice Santo Tomás que es para darles valor a sus Apóstoles, porque Jesús se transfigura y se reviste de gloria y de luz, para que sus discípulos recuerden que Él es Dios, porque la Pasión será tan cruelmente dura, que Él quedará prácticamente desfigurado y además cubierto de sangre, con lo cual será irreconocible y para que sepan que a la gloria de la luz, se llega por la tribulación de la cruz. El Dios de gloria y majestad, al que los ángeles se postran en adoración y al que aman y adoran con toda la fuerza de sus seres angélicos, por la malicia de los hombres, quedará reducido, en la Pasión, a un guiñapo sanguinolento; por la malicia del corazón de los hombres, el Dios de toda majestad y gloria, en la Pasión, quedará cubierto de sangre debido a sus heridas abiertas y a que la casi totalidad de su piel ha sido arrancada a fuerza de latigazos. 
Ésta es la razón por la cual Jesús se transfigura en el Monte Tabor, es decir, deja traslucir la luz de su gloria divina -manifestándose en el Tabor en una nueva Epifanía, como lo que es, pero que oculta el resto de su vida terrena, para poder sufrir su Pasión: el Dios de infinita majestad-: lo hace para que lo contemplen en su gloria y así lo recuerden, en el momento en el que Él quedará cubierto de su Preciosísima Sangre.  Jesús se transfigura para que sus discípulos sepan que a la gloria de la luz se va por la cruz, y que no hay otro camino, para llegar a la gloria divina, que la cruz de Jesús. 
La contemplación de Jesús en el Monte Tabor, resplandeciendo de gloria y cubierto de luz, debe realizarse, de modo contemporáneo, con la contemplación de Jesús en el Monte Calvario, saturado de oprobios e ignominia y cubierto de su Sangre Preciosísima. La obra del Monte Tabor, por la cual Jesús está revestido de luz, es obra del Padre, porque Dios Padre le comunica de su gloria y de su luz al Hijo desde la eternidad y es esa luz y esa gloria la que se transluce en el Monte Tabor; la obra del Monte Calvario, por el contrario, por la cual Jesús está saturado de insultos y de golpes y está revestido con el manto rojo de su Sangre, es obra de nuestras manos, porque nosotros, con nuestros pecados, nos convertimos en deicidas, al matar a Jesús en la cruz.
Si Jesús se transfigura y manifiesta su gloria en el Tabor para que sus discípulos sepan que a la luz se va por la cruz, lo hace también para nosotros, que somos sus discípulos, para hacernos ver que tenemos que seguir el mismo camino, participar de su Pasión y Muerte en cruz, si queremos alcanzar la gloria del cielo. Si Jesucristo, nuestro Redentor, pasó a la gloria por la cruz, también nosotros debemos pasar por la cruz al cielo, y la forma de hacerlo es participar de la Pasión de Nuestro Señor. Es lo que pide la Iglesia para sus hijos, en la Liturgia de las Horas: “Señor, que tus hijos vean en sus sufrimientos una participación a tu Pasión”[1]. Cada uno de nosotros, si quiere llegar al cielo, debe pasar por la Pasión de Jesús; cada uno de nosotros, si quiere experimentar y vivir para siempre la gloria del cielo, que es la gloria del Monte Tabor, debe pasar, como pasó Jesús, por la tribulación de la cruz.
“Jesús se transfiguró en el Monte Tabor”. El mismo Jesús glorioso que resplandece con su divina luz en el Tabor, es el mismo Jesús glorioso que resplandece con su divina luz en el cielo, y es el mismo Jesús glorioso que resplandece, a los ojos de la fe, con su divina luz, en la Eucaristía, en el Nuevo Monte Tabor, el altar eucarístico. A esa misma gloria estamos destinados: la gloria del Tabor, la gloria del cielo, la gloria del Cordero en la Eucaristía, pero a esa gloria sólo llegaremos si pedimos, con todo el corazón, participar, en cuerpo y alma, de la bendita Pasión del Salvador.




[1] Cfr. Viernes de la Primera Semana de Cuaresma.