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viernes, 20 de enero de 2017

“Llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él”


“Llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él” (Mc 3, 13-19). Jesús elige a sus Apóstoles, y en esta llamada hay muchas características: llama “a los que Él quiso”, es decir, a los que Él amó con amor de predilección para que fueran sus Apóstoles, para que cumplieran la misión que les tenía asignada desde la eternidad; los llama, en primer lugar, “para que estén con Él”, es decir, para que sus Apóstoles entablen con Él, que es su Dios, una relación de amor de amistad, porque Él es Amor, en cuanto Dios, y no puede haber otra relación con Dios que no sea la del amor; los llama para una misión, que es la de “predicar el Evangelio y expulsar demonios”, porque el Hombre-Dios ha venido para “darnos la vida eterna” (cfr. Jn 10, 10) y para “destruir las obras del Diablo” (cfr. 1 Jn 3, 8). Ahora bien, la elección de los Apóstoles es libre por parte de Dios, como también es libre la respuesta de los Apóstoles; de hecho, muchos murieron mártires como testimonio de fidelidad a la elección de Jesús. Pero también, como parte de la libertad, uno de ellos rechazó su amor de amistad y lo traicionó, entregándolo: “Judas Iscariote, el mismo que lo entregó”. Esta libertad en decir “no” al llamado de Jesús, decisión que Él lamenta pero respeta, es lo que fundamenta la existencia del Infierno, Infierno que es una muestra del inmenso respeto que Dios tiene por las decisiones libres de cada creatura suya, aun cuando esta decida rechazarlo para siempre.

“Llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él”. El llamado de Jesús a sus Apóstoles se repite para con cada bautizado, con todas sus características, y si bien los Apóstoles son sólo Doce, la substancia del llamado, el “estar con Él” y “predicar el Evangelio”, es idéntica para todo bautizado. Y al igual que sucedió con los Apóstoles, que unos lo siguieron y dieron sus vidas por Él, libremente, mientras otro –Judas Iscariote- también libremente lo traicionó y lo entregó, también con cada bautizado se da la misma posibilidad: fidelidad al llamado, o rechazo; escuchar los latidos del Corazón de Jesús, o el tintineo metálico del dinero; ganar el cielo dando la vida por Jesús, o ser precipitado en el Infierno, si no se ama a Jesús. El llamado de Jesús no garantiza el Reino de los cielos: nos lo debemos ganar, amando libremente a Dios y a su Mesías, Jesucristo, y poniendo por obras ese amor.

sábado, 21 de febrero de 2015

Sábado después de Ceniza


Jesús llama a San Mateo
(Caravaggio)

En esta bella pintura del Caravaggio, que se está en la Iglesia San Luis de los franceses en Roma, se expresa la belleza del llamado de Jesús a San Mateo. El Señor entra como un rayo de luz y con su brazo extendido ilumina la vida de los pecadores aferrados a la mesa de recaudación. Algunos están tan absortos y apegados al dinero que ni advierten su presencia, otros miran con indiferencia, alguno duda si responder o no. Mateo se siente llamado en su miseria, y sabemos cómo continúa la historia, lo deja todo para seguir a Jesús. Ojalá que nosotros hoy nos sintamos llamados y respondamos con generosidad porque el Señor ha venido a sanar a los que están enfermos y a buscar a los que estaban perdidos. 
(Monseñor Ariel Torrado Mosconi)

         “Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví (…) y le dijo: “Sígueme”. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió” (Lc 5, 27-32). El Evangelio relata la vocación de San Mateo: Jesús “salió”, dice la Escritura, “vio a un publicano llamado Leví y le dijo: Sígueme”. Inmediatamente, “dejándolo todo”, según la misma Escritura, Leví –San Mateo-, “lo dejó todo y lo siguió”. La llamada a San Mateo y su inmediata conversión –puesto que responde de manera instantánea a la vocación de Jesús- recuerda a la de Simón, Andrés, Santiago y Juan (cfr. Mc 1, 14-20): también los Apóstoles “lo dejan todo” ante el llamado de Jesús. En ambos casos, las actividades que realizan, implican toda su vida, toda su existencia, y en ambos casos, la respuesta al llamado de Jesús es inmediata, instantánea. Esto nos lleva a preguntarnos qué es lo que vieron –Simón, Andrés, Santiago y Juan y, en este caso, Leví- en Jesús, para que dejen todo lo que representa no solo el trabajo al que se dedican, sino toda su vida anterior, que está representada en ese trabajo. Simón, Andrés, y los demás Apóstoles, al ser llamados por Jesús, están trabajando como pescadores; Leví, está trabajando como recaudador de impuestos, una ocupación que lo hacía ser particularmente rechazado por el pueblo hebreo, puesto que lo veía doblemente como un enemigo: porque trabajaba para el imperio romano, que en ese momento los oprimía, y eso lo convertía en una especie de traidor, y porque recaudaba sus impuestos, lo que lo convertía en una especie de sanguijuela, que absorbía prácticamente todo el producto de sus esfuerzos.
¿Qué es lo que ven los Apóstoles y Leví, al ser llamados por Jesús? Ven en Jesús lo que vieron los santos de todos los tiempos: no ven a un hombre más entre tantos; no ven al “hijo del carpintero” (Mt 13, 55); no ven “al carpintero, el hijo de José y María” (Mc 6, 3): en la llamada de Jesús, ven al Hombre-Dios, el Mesías, Dios Hijo encarnado, que los llama a unirse a Él en la obra de la redención de la humanidad; ven al Cordero de Dios, que con la Sangre de sus heridas abiertas, impregna la cruz y quita los pecados del mundo; ven al Redentor, al Hombre-Dios, a Aquel que es la santidad en sí misma, y que los llama a dejar la vida de pecado, propia del hombre viejo –por eso Jesús dice que “no ha venido a llamar a justos, sino a pecadores”-, representada en las ocupaciones en las que trabajan, para nacer a la vida nueva, la vida de los hijos de Dios, la vida de los que, muriendo al pecado, viven en la santidad de la que los hace partícipe la gracia. Con su llamado, Jesús irrumpe en sus vidas, iluminando sus vidas -inmersas en el pecado, como toda vida del hombre viejo-, con la luz de su Ser trinitario, sacándolos no solo de sus ocupaciones diarias, sino también de esta vida terrena, vida en la que domina el pecado, para conducirlos a la feliz eternidad, por medio de la participación a su Pasión, Muerte y Resurrección. Esto es lo que explica que tanto los Apóstoles como Leví –San Mateo- dejen “todo” y lo sigan: porque ven en Jesús el llamado a dejar la vida de pecado, para comenzar a vivir la vida nueva de la gracia, no dudan ni un instante en ir en pos de Jesús, que por la cruz los conducirá al cielo.
“Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví (…) y le dijo: “Sígueme”. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió”. También hoy, a nosotros, desde la Eucaristía, desde el silencio del sagrario, Jesús nos dice, como a Leví: “Sígueme”. Y también hoy, nosotros, pecadores como Leví, vemos en Jesús Eucaristía al mismo Hombre-Dios del Evangelio, que nos llama a dejar la vida de pecado, para nacer a la vida nueva de los hijos de Dios. Pero a diferencia del episodio del Evangelio, en el que Leví organiza y ofrece “un gran banquete en su casa”, al cual invita a Jesús, es Jesús quien organiza un gran banquete, el Banquete escatológico, la Santa Misa, en la Casa del Padre, la Iglesia, y nos invita a degustar un manjar exquisito, que por su delicia celestial es desconocido para los hombres: el Pan Vivo bajado del cielo, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, y la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, la Eucaristía. Y es esta Eucaristía, su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad, y todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, los que nos impulsan, como a Leví, a “dejarlo todo y seguirlo”; es la Eucaristía la que nos impulsa a dejar el pecado y la vida de pecado, como requisito sine qua non es imposible consumir la Eucaristía, es decir, unirnos al Hombre-Dios en su Cuerpo sacramentado, para recibir de Él su santidad.