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sábado, 22 de diciembre de 2018

Santa Misa de Navidad



(Ciclo C – 2019)

         Cuando se contempla el Pesebre sin la fe, se contempla una escena que recrea a cualquier escena de cualquier familia que acaba de tener un hijo: se ve a una madre primeriza que se alegra por el nacimiento de su hijo primogénito; se ve al niño, acostado en una pobre cuna; se ve al padre del niño, que también se alegra porque su hijo ha nacido. La particularidad de la escena del Pesebre es que se trata en el siglo I de nuestra era y que el nacimiento del niño se ha producido en un refugio de animales y que los únicos que acompañan al niño recién nacido, en sus primeros momentos, además de sus padres, son el buey y el asno, los “propietarios”, por así decirlo, del Portal de Belén, que no era otra cosa que un refugio para los animales, excavado en la roca. Contemplado con los ojos de la razón, sin la luz de la fe, la escena del Nacimiento en el Pesebre no difiere de las escenas de cientos de miles de nacimientos producidos en Palestina y a lo largo del mundo. A esto se le agrega la pobreza, porque el niño ha nacido en un ambiente sumamente pobre.
         Sin embargo, es imposible contemplar el Pesebre y desentrañar su significado último sobrenatural, sino es con la luz de la Santa Fe Católica. Nuestra Fe Católica nos dice algo muy distinto. La Madre del Niño no es una madre hebrea más, sino la Madre de Dios, que ha dado a luz virginalmente, al atravesar su Niño, como un haz de luz, su abdomen superior, tal como atraviesa el rayo de sol el cristal y lo deja intacto, antes, durante y después de atravesarlo y por lo tanto esa Madre, además de ser la Madre de Dios, es Virgen Santa y Pura. La Santa Fe Católica nos dice que el padre de ese Niño, que lo contempla extasiado y arrobado, no es su padre biológico, sino su padre adoptivo, porque San José fue elegido por su pureza, su castidad, su humildad, su amor a Dios y su voluntad y la voluntad de Dios era que fuera solo el padre adoptivo del Niño nacido en el Portal de Belén. La Santa Fe Católica nos dice que el Niño que recién nacido, que yace aterido de frío, cubierto con una delicada manta y en un lecho de paja, alumbrado por la luz de la fogata que su padre adoptivo ha encendido, no es un niño más entre tantos, sino que es el Niño Dios, es decir, ese Niño es Dios Hijo encarnado en el seno virgen de María que, al cabo de nueve meses, ya con el embarazo a término, ha nacido milagrosa y virginalmente, dejando intacta la virginidad de su Madre; la Santa Fe Católica nos dice que ese Niño es Dios Hijo, que ha venido a la oscuridad de nuestro mundo para iluminarnos con la luz de su gloria y de su gracia; ha venido a este mundo para entregarse, ya adulto, como Víctima Inocente, Pura y Santa, en el altar de la Cruz, para nuestra salvación, para rescatarnos del pecado, de la muerte y del Infierno; ese Niño es Dios Hijo, el Verbo Eterno del Padre, encarnado en el seno virgen de María y nacido como Niño, para que los hombres, hechos niños e inocentes por la gracia, nos convirtamos en Dios por participación y al final de nuestra vida, seamos llevados al Reino de los cielos. La Santa Fe católica nos dice que ese Niño, que yace en un humilde Portal de Belén, es el Rey de cielos y tierra, que abre sus bracitos para que nadie tenga miedo de acercarse a Dios, así como nadie tiene miedo de acercarse a un recién nacido y abrazarlo, pero también nos dice la Fe que ese Niño, de grande, abrirá sus brazos y los extenderá en la Cruz, para perdonarnos nuestros pecados y abrazar con sus brazos extendidos en Cruz a toda la humanidad reconciliada por Él con el Padre, para llevarla al Reino de los cielos; la Fe nos dice que ese Niño, que es Rey de cielos y tierra, vendrá al fin del mundo como Justo y Supremo Juez, para separar a los corderos de las cabras, para conducir a unos al Reino de Dios y para arrojar a los malos al fuego que no se apaga. Por último, la Santa Fe Católica nos dice que ese Niño, que se encarnó en la Virgen y nació milagrosamente en el Portal de Belén, por el misterio de la liturgia eucarística, prolonga su Encarnación y actualiza su Nacimiento en el altar eucarístico, en la Santa Misa, para donársenos como Pan de Vida Eterna en la Eucaristía. Es decir, el Niño que nació en Belén, Casa de Pan, para inmolarse como Víctima Inocente en el altar de la Cruz, derramando su Sangre y entregando su Cuerpo, es el mismo Niño que, en la Cruz del altar, entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz, para darnos su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía.
         No se puede contemplar la escena del Pesebre, sin la luz de la Santa Fe Católica.

martes, 24 de diciembre de 2013

Santa Misa de Navidad





(Ciclo A - 2013)

En Navidad, la Iglesia se congrega en torno al Pesebre de Belén, exultando de gozo y alegría por el Nacimiento del Niño de Belén. La alegría de la Iglesia no se explica con la razón humana; si alguien intentara explicar la alegría de la Iglesia en Navidad, y lo hiciera por medio de razonamientos humanos, no encontraría los motivos, porque visto con ojos humanos, el Pesebre de Belén no dista de una escena familiar o de un nacimiento, como tantos otros a lo largo del tiempo y del mundo. En el Pesebre hay una madre primeriza, un niño recién nacido, un hombre que es su padre, y toda la escena se desarrolla en una gruta, la gruta de Belén, refugio de dos animales, un buey y un burro, que con sus cuerpos dan calor al niño en medio del frío de la noche.


Pero la Iglesia no contempla esta escena con ojos humanos; no puede hacerlo, porque Ella es de origen divino, y su Alma es el Espíritu Santo. La Iglesia contempla el Pesebre con los ojos de la fe, con los ojos del alma iluminados con la luz del Espíritu Santo; la Iglesia, como lo dice el libro de los Números, abre sus ojos espirituales y contempla en el Niño de Belén, con la luz del Espíritu Santo, a Dios omnipotente: “Habla el hombre al que se le abrieron los ojos. Así habla el que oye las palabras de Dios, el que ve el rostro del Omnipotente, y le es quitado el velo de sus ojos…” (24, 3ss).

Así la Iglesia contempla hoy la magnificencia, la belleza, la majestuosidad y el poder del Hijo de Dios, que se manifiesta no en el esplendor de su omnipotencia, sino en la frágil naturaleza de un niño que, por recién nacido, tiene necesidad de todo. A través de la realidad material, la Iglesia ve la realidad pneumática, la realidad del espíritu, la realidad divina, que se le revela a sus ojos espirituales: la Iglesia ve en el Niño de Belén al Cristo, que se le aparece como Niño, pero es al mismo tiempo Dios omnipotente, que se manifiesta como Niño, pero sin dejar de ser Dios.

En Navidad, y por la acción iluminadora interior del Espíritu de Dios, la Iglesia no ve simplemente a un niño que acaba de nacer en una pobre gruta, acompañado de su madre y de un pobre leñador; la Iglesia ve en este Niño la gloria de Dios, encarnada y manifestada como un Niño de pocas horas de vida; para la Iglesia, este Niño es el Kyrios, el Señor de la gloria, el Creador del universo, y es por eso que es para Ella el versículo del profeta Isaías: “La gloria del Señor brilla sobre ti” (60, 1ss). 
Para la Iglesia, este Niño, nacido en Belén, que significa "Casa de Pan", es Dios, que ha venido para donarse como Pan de Vida eterna en la Cruz y en la Santa Misa, Nueva Casa de Pan, y así salvar a la humanidad, con el don de su Cuerpo, de su Sangre, de su Alma y de su Divinidad.

La fiesta de Navidad consiste en esto, en contemplar, a la luz del Espíritu de Dios, el misterio insondable que significa el Nacimiento del Niño de Belén, que no es un niño más, sino Dios de majestad y gloria infinitas que, para donarnos su Amor, no duda en venir a nuestro mundo como Niño recién nacido, para que nadie tenga temor en acercársele y en abrazarlo, así como nadie tiene temor a un niño de pocas horas de nacido. 


Los cristianos que secularizan y mundanizan la Navidad despojándola de todo misterio y viven la Nochebuena y Navidad como si fuera un evento mundano, cometen un grave error porque profanan el Nacimiento del Niño Dios, pero sobre todo, se provocan a sí mismos un daño espiritual de incalculable magnitud, porque al secularizar la Navidad, la convierten en una fiesta triste y sombría, cuyas alegrías mundanas, vanas y efímeras, desaparecen antes de aparecer, dejando un sabor amargo en el alma, el sabor del pecado. Quien vive la Navidad de modo secular y mundanizado, es decir, quien festeja con bailes y cantos mundanos, quien “celebra” con beberajes y comilonas, embriagándose y cometiendo todo tipo de excesos, profana la Navidad y la pervierte y no solo no se alegra con la única alegría posible, la Alegría de la fe de la Iglesia, sino que, pasadas las efímeras alegrías vanas del mundo, se queda con el amargo sabor del mal cometido, la profanación de la Navidad, el pecado de sacrilegio y de blasfemia contra la Noche Santa, la Nochebuena, la Noche del Nacimiento de Dios Hijo en la tierra.

Por el contrario, la Iglesia, iluminada con la luz del Espíritu Santo, se alegra con Alegría Santa, con la Alegría que le contagia el Niño Dios, el Niño nacido en el Pesebre de Belén. Esta es la única alegría posible en Navidad, la Alegría que nos comunica el Niño Dios.