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jueves, 1 de febrero de 2024

“Salieron a predicar la conversión, a expulsar demonios y curar enfermos”

 


“Salieron a predicar la conversión, a expulsar demonios y curar enfermos” (Mc 6, 7-13). Jesús reúne a los Doce Apóstoles y los envía a misionar con un triple encargo: predicar la conversión, a expulsar demonios y curar enfermos. Los encargos que da Jesús no son al azar ni por casualidad: se trata de las tres grandes heridas que posee la humanidad luego de la caída de Adán y Eva en el pecado original. Por la pérdida de la gracia, han vuelto la espalda a Dios y no siguen su Ley, sino la ley depravada de sus pasiones sin el control ni de la razón y mucho menos de la gracia, de ahí la necesidad de la conversión del corazón a Dios, con la ayuda de la gracia, para que el hombre regrese a la unión primigenia con su Creador. Les concede el poder de expulsar demonios, porque antes de Adán y Eva, quienes perdieron la gracia y fueron expulsados de la Presencia de Dios fueron el Demonio y sus ángeles apóstatas, quienes desde entonces vagan por la tierra acechando a los hombres, ocultándose detrás de ídolos paganos, detrás de ideologías materialistas y ateas como el liberalismo, el comunismo, el marxismo, el ateísmo, para poder así apresarlos bajo sus garras y precipitarlos al infierno al final de la vida terrena; de ahí también la necesidad de que los Apóstoles posean el poder de exorcizar demonios, el poder de expulsar demonios de los cuerpos de los hombres, para que el hombre no caiga en el engaño de Satanás de hacerle creer que no existe, para que el hombre se dé cuenta de que Satanás existe, que es un Ángel que odia a Dios y a los hombres y cuyo mayor deseo es que se pierdan en el Infierno la mayor cantidad posible de almas. Por último, Jesús les concede el poder de curar enfermos, porque la enfermedad, el dolor y la muerte, son la consecuencia de la pérdida de la gracia santificante por el pecado original y la curación de las enfermedades constituyen una figura de la curación del alma por medio de la gracia y el inicio de una vida nueva, así como el enfermo que al curarse inicia una vida nueva, así el cristiano que recibe la curación corporal inicia una vida nueva, esto es figura de la vida nueva de la gracia que confieren los sacramentos, sobre todo la Eucaristía y la Penitencia.

“Salieron a predicar la conversión, a expulsar demonios y curar enfermos”. Desde los tiempos en que Jesús envió a sus Apóstoles a predicar la conversión, a expulsar demonios y a curar enfermedades, nada ha cambiado; por el contrario, todo ha ido a peor: el mundo rechaza cada vez más la conversión al Dios verdadero, Jesucristo; el demonio y sus ángeles apóstatas se muestran cada vez más explícitamente a través de medios de comunicación masiva y a través de iglesias dedicadas a su adoración y así innumerables almas se pierden para siempre y las pestes, paradójicamente, creadas muchas de ellas por la ciencia, provocan estragos entre la humanidad. Hoy más que nunca es necesario entonces elevar los ojos a Cristo crucificado para implorar nuestra conversión, la protección contra las acechanzas del Príncipe de las tinieblas y la sanación de todo tipo de enfermedades provocadas por seres humanos sin escrúpulos.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

“También a los otros pueblos he sido enviado para anunciar el Reino de Dios”

 


“También a los otros pueblos he sido enviado para anunciar el Reino de Dios” (Lc 4, 38-44). El Evangelio nos relata a Jesús, el Hombre-Dios, obrando curaciones milagrosas -no solo cura a la suegra de Pedro, sino a cualquier enfermo- y realizando exorcismos -le llevan posesos y Jesús, con la sola orden de su voz, expulsa a los demonios- y así lo dice el Evangelio: “Los que tenían enfermos con el mal que fuera, se los llevaban y Él, poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando (…) de muchos de ellos salían demonios”.

La gente, al comprobar por sus propios ojos el poder divino que emanaba Jesús, ya que curaba cualquier clase de enfermedad y expulsaba todo tipo de demonios, sin importar su jerarquía y su poder demoníaco, pretenden que Jesús se quede con ellos: “La gente lo andaba buscando (…) e intentaron retenerlo para que no se les fuese”.

Jesús les contesta indirectamente que no puede quedarse, porque ha sido enviado no solo para ellos, sino para todo el mundo: “También a los otros pueblos tengo que anunciarles el Reino de Dios, para eso me han enviado”. Ahora bien, de esta respuesta de Jesús, debemos afirmar dos cosas: por un lado, Jesús no ha venido solo pura y exclusivamente para el Pueblo Elegido: ha venido para “todo el mundo”; por otro lado, Jesús no ha venido para curar todo tipo de enfermedad y para expulsar demonios, sino que ha venido para “anunciar el Reino de Dios” entre los hombres, algo que excede infinitamente la curación de enfermos y el exorcismo de demonios: la Llegada del Reino de Dios, anunciada por el Rey del Reino de Dios, Cristo Jesús, es la mejor y más maravillosa noticia que jamás los hombres puedan escuchar, porque no solo significa que el poder del Infierno sobre los hombres, ejercido impiadosamente desde la Caída Original de Adán y Eva, está a punto de finalizar, sino que, a partir de ahora, a partir de Cristo Jesús, por su Santo Sacrificio en Cruz y por su gloriosa Resurrección, las Puertas del Reino de los Cielos estarán abiertas para todos los hombres que quieran ingresar en el Reino, para lo cual deben vivir y morir en gracia, evitando el pecado y viviendo según la Ley de Dios y los Consejos Evangélicos de Jesús.

“También a los otros pueblos he sido enviado para anunciar el Reino de Dios”. Cuando la Iglesia Católica anuncia la Llegada del Reino de Dios a todas las naciones, no hace proselitismo, sino que cumple con el Mandato de Nuestro Señor Jesucristo: “Id y haced que todos los hombres se bauticen en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el que se convierta se salvará y el que no, se condenará”. Nuestro deber como Iglesia es, entonces, anunciar que el Reino de Dios ha llegado, para salvar a toda la humanidad, recibiendo la gracia santificante que fluye, como un mar impetuoso e infinito, del Sagrado Corazón de Jesús, traspasado en la cruz.

martes, 18 de abril de 2023

“La luz vino al mundo, pero el perverso no vive en la luz, sino en la oscuridad”

 


“La luz vino al mundo, pero el perverso no vive en la luz, sino en la oscuridad” (Jn 3, 16-21). Al hacer esta declaración, Jesús está revelando la naturaleza luminosa de la Encarnación, por un lado, y el estado de tinieblas en las que se encuentra el hombre que, sin la gracia, vive en la más completa oscuridad espiritual.

Cuando Jesús habla de luz y de oscuridad, lo hace evidentemente en términos naturales, preternaturales y sobrenaturales: la oscuridad dela que habla Jesús es de orden natural y preternatural, porque la oscuridad en la que se encuentra inmersa la tierra, desde la caída de Adán y Eva por el pecado original, es la oscuridad de la razón humana, que con fatiga llega apenas, con mucho esfuerzo, al conocimiento de Dios Uno; oscuridad preternatural o angélica, porque también desde la caída de Adán y Eva la tierra toda y sobre todo las almas de los hombres, están envueltas en las siniestras tinieblas de los ángeles caídos, los demonios, con Satanás a la cabeza.

Ahora bien, cuando Jesús habla de luz, habla de luz en sentido sobrenatural, porque se trata de la luz divina y eterna que brota del Ser divino trinitario y es esa luz que, con la Encarnación, “vino al mundo”, para iluminar a los que viven “en tinieblas y en sombras de muerte”, para iluminar a los hombres que viven dominados por las tinieblas vivientes, los habitantes del Infierno, los ángeles caídos. Jesús, Dios Hijo encarnado, es la Luz Eterna que, proviniendo eternamente del seno del Padre, ilumina con la luz divina de su Ser divino trinitario a quien se le acerca con fe, devoción y amor, en la Sagrada Eucaristía y en la Santa Cruz.

Pero el acercarnos a Jesús y dejarnos iluminar por su divina luz, es algo que depende de nuestro libre albedrío, por eso, quien no quiere ser iluminado por Cristo, vive en la oscuridad satánica, obra las obras del Reino de las tinieblas, se goza en la oscuridad maligna y no se acerca a la Luz Eterna, no se acerca, ni a la Eucaristía, ni a la Santa Cruz. De nuestra libertad depende vivir, en el tiempo terreno que nos queda y luego en la eternidad, en la luminosa Luz Eterna de Cristo Dios o en la oscuridad siniestra de las tinieblas vivientes, el Reino de las sombras, donde no hay redención.

martes, 21 de febrero de 2023

“El Hijo del hombre debe morir para resucitar (…) pero ellos no entendían lo que les decía”

 


“El Hijo del hombre debe morir para resucitar (…) pero ellos no entendían lo que les decía” (Mc 9, 30-37). Jesús les revela proféticamente a sus discípulos su misterio pascual de muerte y resurrección; les anuncia que Él debe padecer mucho y morir para luego resucitar, pero ellos, sus discípulos, “no entendían” lo que Jesús les decía.

Los discípulos de Jesús no entienden lo que Jesús les dice, porque están aferrados a esta vida terrena; no entienden porque no piensan en la vida eterna; no entienden porque ni siquiera se les pasa por la cabeza, aun cuando Jesús en persona se los revela, que su Maestro, Jesús, habrá de ser traicionado y habrá de morir en la cruz, con una muerte dolorosísima y humillante, para luego resucitar y así abrir para los hombres las puertas del Cielo, cerradas hasta ese momento por el pecado original de Adán y Eva. Los discípulos de Jesús están cómodos y contentos con la vida terrena que llevan, no quieren mayores complicaciones que las que proporciona la vida cotidiana y es por eso que ni siquiera se atreven a preguntar en qué consiste aquello que Jesús les revela. No saben que ellos mismos, excepto el traidor, Judas Iscariote, cuando reciban la gracia que viene de lo alto, comprenderán el misterio pascual de Jesús y ofrecerán sus vidas por Jesús.

“No entendían lo que les decía”. Lo mismo que el Evangelio dice de los discípulos de Jesús, eso mismo se puede decir de los hombres de hoy: no entienden -o no quieren entender- lo que la Iglesia les anuncia: la Iglesia les anuncia que es necesario unir la vida propia a la Cruz de Jesús para alcanzar el Reino de los cielos; la Iglesia anuncia que sin los sacramentos de la Iglesia, no es posible alcanzar la vida eterna; la Iglesia anuncia que el hombre tiene un alma que salvar, un Cielo que ganar y un Dios al cual adorar, pero el hombre de hoy hace oídos sordos al anuncio de la Iglesia y prefiere hacer de cuenta que todo sigue igual, que esta vida terrena está para ser vivida de acuerdo a los dictados del mundo y no según los mandamientos de Cristo; el hombre de hoy prefiere no entender o más bien desentenderse de lo que Jesús dice en el Evangelio, para así vivir según sus gustos, sus pasiones, buscando el bienestar terreno, sin pensar en la eternidad. Es muy fatigoso, para el hombre de hoy, pensar en la eternidad, una eternidad que puede ser de gozo, pero también de dolor y así prefieren hacer de cuenta que Jesús no existe y que sus mandamientos son meras indicaciones de un rabbí judío que ya pasaron de moda. Los hombres de hoy eligen vivir en la ignorancia del más allá, de los novísimos -muerte, juicio, infierno, purgatorio, cielo- y por eso repiten voluntariamente la actitud de incredulidad de los discípulos de Jesús, al punto que dicen: “No queremos entender lo que nos dice Jesús”.

domingo, 20 de septiembre de 2020

“Les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades”

 


“Les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades” (Lc 9, 1-6). Al enviar a su Iglesia a misionar, Jesús les concede a los Apóstoles dos tipos de poderes: el poder de exorcizar, es decir, de expulsar demonios, y el poder de curar enfermedades. Ambos poderes son poderes concedidos por Jesús, es decir, son poderes suyos, propios de Él, que le pertenecen en cuanto Él es Dios Hijo en Persona y de los cuales los hace partícipes a los Doce. Esto tiene varios significados: uno de ellos, es que la Iglesia Católica, y solo la Iglesia Católica, en virtud del poder conferido por el mismo Cristo a los Apóstoles, tiene la facultad de expulsar demonios -lo cual lo hace por medio del Ritual de Exorcismos- y tiene además la facultad de curar enfermedades, del orden que sean, ya sean físicas, morales, espirituales o incluso diabólicas. Otro significado de este Evangelio es que la presencia y actuación dañina de los demonios en la tierra, que obran en perjuicio de la humanidad, es un hecho y es de tal magnitud e importancia, que el poder de exorcizar está antes que el poder de curar enfermedades. La presencia maligna de los demonios, que desde los Infiernos salen para infectar la tierra y provocar todo tipo de daño a los hombres, es una realidad evangélica, ya que en el mismo Evangelio se afirma que Jesús vino para “deshacer las obras del demonio”. Otro elemento que se desprende de este Evangelio es la presencia de la enfermedad en la humanidad, como consecuencia, junto con el dolor y la muerte, del pecado original de Adán y Eva: Jesús hace partícipes de su poder a los Doce para expulsar demonios y para curar enfermedades, del orden que sea y estas enfermedades son sanadas por el poder participado de Cristo, que con justa razón es llamado Médico Divino, Médico de las almas.

“Les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades”. El Reino de Dios no se instaura por la mera expulsión de demonios y por la simple curación de las enfermedades, pero el hecho de que haya una institución, como la Iglesia, que expulse demonios y cure enfermedades, es un indicio de que el Reino de Dios está ya actuando en la tierra.

miércoles, 10 de enero de 2018

“Jesús ora, sana enfermos y expulsa demonios”



“Jesús ora, sana enfermos y expulsa demonios” (Mc 1, 29-39). El Evangelio nos relata un día en la vida de Jesús: ora, sana enfermos y expulsa demonios. Además de curar a la suegra de Pedro, Jesús cura a numerosos enfermos que habían acudido a Él y expulsa a demonios que habían tomado posesión de muchos hombres. La situación de quienes acuden a Jesús describe el estado de la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva: sometida a la enfermedad, al dolor y a la muerte y esclava del demonio. Jesús ha venido “para destruir las obras del demonio” (cfr. 1 Jn 3, 8), esto es, el pecado, la enfermedad y la muerte, porque es por causa del demonio –además del libre albedrío humano- que Adán y Eva, desobedeciendo las órdenes de Dios, perdieron los dones preternaturales y quedaron sometidos a las miserias de esta vida, convertida en “valle de lágrimas”, además de esclavizados por el demonio. Al curar las enfermedades que aquejan a la humanidad y al expulsar al demonio que esclavizando al cuerpo atormenta el alma, Jesús quita de en medio dos grandes males que asolan la humanidad desde la Desobediencia Original. Sin embargo, la obra de Jesús no se detiene en estas acciones, aun cuando estas acciones sean grandiosas y proporcionen paz a los hombres. Es verdad que Jesús ha venido “para destruir las obras del demonio”, pero el exceso de amor de su Corazón Misericordioso es tan grande e incomprensible, que a Jesús no le basta con simplemente curar nuestras enfermedades y expulsar de nuestros cuerpos, almas y vidas al Enemigo de nuestra salvación: en su Amor Misericordioso, infinito, eterno, inagotable, inabarcable, Jesús quiere darnos su Vida, la misma vida divina que Él posee como Dios Hijo desde la eternidad; quiere darnos su filiación divina, la misma filiación divina con la cual Él es Hijo Eterno del Padre; quiere darnos el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, el Amor con el cual Él ama al Padre y el Padre lo ama a Él en el Reino de los cielos, desde la eternidad. Y es para eso que se queda en la Eucaristía, porque es allí, en el don de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en donde Él encuentra satisfacción a su deseo, el de donarse por completo, sin reservas, con todo su infinito Amor, a cada alma que lo recibe en la comunión eucarística con fe y con amor. Muchos acuden a Jesús para que sane sus cuerpos y almas enfermos; muchos acuden a Jesús por estar atormentados por el demonio. Pero pocos, muy pocos, acuden a Jesús Eucaristía para recibir lo que Jesús quiere darnos, que es infinitamente más grande que simplemente curar nuestras enfermedades y alejar de nuestras vidas al espíritu inmundo: su Sagrado Corazón Eucarístico, que arde en las llamas del Divino Amor.

jueves, 27 de febrero de 2014

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”


“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10, 1-12). Los fariseos ponen a prueba a Jesús, citando la ley de Moisés, que permitía el divorcio en caso de adulterio. Pero Jesús se remite “al principio” de la Creación, es decir, al plan original de Dios, al plan divino que Dios había trazado para la plena felicidad del hombre, plan en el cual de ninguna manera aparecen ni el adulterio ni el divorcio. Lo que Jesús les dice a los fariseos es que en el diseño original de Dios, el hombre es creado como una “unidad dual”, como “varón-mujer” y lo que los fariseos y todos los hombres deben entender, es que es en esta “unidad-dual” en donde se encuentra la felicidad del hombre, porque así lo ha dispuesto la Divina Sabiduría.
Cuando se produce la ruptura de la unidad-dual “varón-mujer”, o cuando se busca crear, de modo artificial y anti-natural, uniones anti-naturales que no responden a este diseño original de la Divina Sabiduría -diseño basado en el Amor-, el hombre buscará vanamente la felicidad, porque esos modelos son incapaces, por su propia naturaleza, de proporcionarle felicidad.
Esta la razón por la cual Jesús advierte, no solo a los fariseos, sino a toda la humanidad: “el hombre no separe lo que Dios ha unido”: si Dios, en su infinita Sabiduría y en su infinito Amor, ha dispuesto que sea feliz en la unión y fidelidad indisoluble entre el varón y la mujer, entonces no puede el hombre, neciamente, pretender ser feliz en la ruptura de esta unión o en la invención de cuantas uniones artificiales y anti-naturales  se le ocurra.

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. El mundo de hoy hace oídos sordos a la advertencia de Jesús, sin darse cuenta de que así cierra las puertas a su propia felicidad. Se hubieran evitado y se evitarían, cientos de miles de rupturas matrimoniales, de vidas destrozadas, de familias destruidas, de niños abandonados, de sociedades en crisis, si tan solo se hubiera hecho caso a las palabras de Jesús: “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”.

martes, 3 de septiembre de 2013

Jesús anuncia la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios

          

         "Jesús anuncia la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios" (cfr. Lc 4, 38-44). El evangelista relata dos acciones clamorosas de Jesús: cura enfermos, imponiéndoles las manos -a la suegra de Pedro la cura "increpando a la fiebre"- y expulsa demonios, muchos de los cuales "salen de los enfermos" a los cuales infectaban.
          Estas dos acciones de Jesús -curar enfermos y expulsar demonios- son las que llevan a la gente a "querer retenerlo" para que "no se alejara de ellos". Visto humanamente, es comprensible la pretensión de la multitud de querer que Jesús "se quede con ellos", puesto que tanto la enfermedad -a la cual la acompañan el dolor, la tristeza y, en muchos casos, la muerte-, como la actividad demoníaca -que va desde la infestación diabólica, pasando por la opresión, hasta la posesión-, son los dos grandes males que aquejan y acosan  a la humanidad desde la caída de Adán y Eva del Paraíso como consecuencia del pecado original y la pérdida de la gracia santificante. Desde entonces, la humanidad ha sufrido el tormento de estos dos flagelos -enfermedad y muerte, sumado a la posesión diabólica-, sin que haya podido verse libre de ellos en ningún momento; a lo sumo, ha experimentado -y experimenta, sobre todo en nuestros días- una falsa sensación de triunfo: por medio de la ciencia, el hombre pretende haber derrotado a la enfermedad, lo cual no es cierto; por medio de la errónea creencia de que el diablo no existe, el hombre pretende fingir que el ángel caído es solo una proyección imaginaria de los miedos del ser humano.
          La multitud quiere retener a Jesús porque ve en Él a un taumaturgo, a un hombre poderoso que derrota sin mayores inconvenientes a estos dos grandes enemigos que aqueja al hombre, la enfermedad y el demonio, y piensan que Jesús ha venido para esto. Es verdad que Jesús, en su condición de Hombre-Dios y por su poder divino no solo hace desaparecer a la enfermedad, sino también aquello que la ocasionó, el pecado original, al insuflar en el alma la gracia santificante, y es verdad también que viene a "destruir las obras del demonio", pues ante su solo Nombre el infierno entero tiembla de terror, pero estas dos acciones no constituyen en sí mismas la "Buena Noticia"; son solo el preludio de la Buena Noticia, que es el don de la filiación divina y el don de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, primero en la Cruz y luego en la Eucaristía.
          "Jesús anuncia la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios". Al igual que la multitud del Evangelio, muchos, dentro de la Iglesia, parecen haber invertido los términos, pretendiendo que la Buena Noticia sea la mera sanación de la enfermedad y la expulsión de los demonios. Sin embargo, la Buena Noticia de Jesucristo es algo infinitamente más grandioso, y es el convertirnos en hijos adoptivos de Dios y el alimentar nuestras almas con el Amor que brota de su Sagrado Corazón Eucarístico, como anticipo en la tierra de la eterna alegría que viviremos en el Cielo: es esto, y no otra cosa, lo que debemos anunciar al mundo. 

domingo, 6 de enero de 2013

Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca


El Reino de los cielos
“Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 12-17). No es casualidad que el llamado a la conversión, por parte de Jesús, se vea precedido por la cita del profeta Isaías: “El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz”.
El llamado de Jesús a la conversión, se comprende mejor cuando se interpretan, en la fe de la Iglesia, las palabras del profeta Isaías: cuando Isaías habla de un “pueblo que se halla en tinieblas”, que “vive en las oscuras regiones de la muerte”, y sobre el cual “se levanta una gran luz”, está refiriéndose no sólo al Pueblo Elegido, sino a toda la humanidad, porque toda la humanidad, desde Adán y Eva en adelante, ha caído a causa del pecado original, pecado que significa “oscuridad” y “muerte”. El mundo entero, y sobre todo nuestro mundo actual, se encuentra envuelto en una enorme oscuridad, en una densa tiniebla, aun cuando se ilumine con la luz del sol y con las luces artificiales creadas por el hombre. La oscuridad y la tiniebla reinantes, son tan densas, que el mundo se ha acostumbrado a ellas, tomando todo como “normal”, como “derecho humano”, e incluso como benéfico y necesario. Así, el mundo justifica todo tipo de crímenes y aberraciones contra-natura: justifica el aborto, la eutanasia, la fecundación in vitro, la aparición de modelos alternativos de familias, la propagación del ocultismo, de la magia y del satanismo, bajo el disfraz de películas “familiares” de “magos adolescentes buenos”, la moda indecente, que cuanto más desviste, más éxito tiene, el consumo de drogas, el consumo desenfrenado de bebidas alcohólicas, la profanación de los cuerpos, principalmente entre los jóvenes, por la aceptación masiva del erotismo, la lujuria y la pornografía, el pago de sumas exorbitantes a futbolistas, artistas, deportistas, mientras una multitud de seres humanos viven en la indigencia, etc., etc. La lista de “estructuras de pecado” es tan grande, que sería interminable enumerarlas a todas, y sorprendería ver que la inmensa mayoría son cosas consideradas “normales”, ante todo y principalmente, por los cristianos.
El mundo –y por lo tanto nosotros, que estamos en el mundo, aunque sin ser de él- vive en sombras de muerte, en las más oscuras y espesas tinieblas que jamás haya conocido la humanidad, y esto se ve agravado porque quienes debían convertir sus corazones, es decir, quienes debían dejar las regiones de muerte para ser iluminados por la Luz eterna, Cristo, le han dado la espalda, prefiriendo las tinieblas a la luz, tal como lo dice el Evangelista Juan: “La luz (Cristo) vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron” (cfr. Jn 1ss). Los hombres, o más bien, los cristianos, la gran mayoría de ellos, prefieren las tinieblas antes que la Luz eterna, que es Cristo, y por eso no convierten sus corazones, aumentando así cada vez más la potencia y densidad de las tinieblas. Es triste comprobar que muchos cristianos, en vez de preferir ser alumbrados por la luz que emana del Ser eterno de Cristo Eucaristía, elijan sumergirse en las más completas tinieblas y oscuridades del mundo, y encima sostengan que así se encuentran mejor y más a gusto.
“Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca”. El llamado de Cristo a la conversión es urgente, porque quien no quiera despegar su corazón de las tinieblas, se verá absorbido y engullido por estas para siempre, sin nunca jamás ser alumbrados por la luz que es el Cordero.

martes, 3 de abril de 2012

El pecado y sus consecuencias espirituales y materiales



Sabemos lo que es el pecado: naturaleza espiritual, insensible, invisible, es como una mancha oscura que cubre al alma, privándola de la luz y del amor de Dios, al tiempo que la coloca bajo el dominio y poder de acción directos del ángel caído. Sabemos que puede ser venial o mortal, según la privación parcial o total de la gracia que provoque. Sabemos que se quita con la confesión sacramental, aunque permanece una pena que debe ser “pagada” en esta vida o si no en la otra, en el Purgatorio. Sabemos que un solo pecado mortal conduce al alma al infierno, sin posibilidad alguna de retractación ni de pedido de perdón.

Sabemos que los ángeles caídos cometieron un solo pecado y por lo mismo recibieron la condenación eterna; sabemos que Adán y Eva cometieron un solo pecado y perdieron el Paraíso para siempre, con todos los dones preternaturales con los que habían sido creados; sabemos que un hombre cualquiera, con un solo pecado mortal cometido en su vida y no confesado, se condena para siempre en la eternidad. El motivo es que, además de quitar la gracia, el que comete el pecado manifiesta, con ese acto, que eso es lo que él quiere para ese momento presente, en el que está cometiendo el acto pecaminoso, lo cual equivale, en la otra vida, a vivir en ese estado por la eternidad, puesto que en la otra vida no existe el tiempo, sino la eternidad, que es como un eterno presente.

El motivo de esto es que el pecado es ausencia de amor y de humildad, características sobresalientes del Ser divino de Dios Uno y Trino. Precisamente, el demonio no posee amor ni humildad, sólo odio y orgullo. Cuando el alma, privada del amor y de la humildad, se presenta ante Dios en el juicio particular, se da cuenta de que no puede estar delante de Él, y pide, en justicia, ser precipitada en el infierno, al anillo que le corresponde, de acuerdo al grado de odio y soberbia que tenga.

Pero hay algo del pecado que se nos escapa: al ser de naturaleza espiritual, y al inherir en el alma, es insensible, invisible, indoloro. Tanto es así, que el alma peca y, al no experimentar ninguna “sensación” negativa –por el contrario, el pecado satisface la concupiscencia, sea carnal o espiritual, como la soberbia-, y solo algo positivo, el pecador piensa que, al fin de cuentas, pecar “no es tan malo”, y que la diferencia con el no-pecado es igual a nada.

Sin embargo, el pecado tiene un efecto, un doble efecto, a nivel espiritual: en la persona que lo comete, y en el Cuerpo real de Cristo y también en su Cuerpo Místico, la Iglesia.

En la persona que lo comete, el pecado es al alma lo que la lepra o un tumor maligno es al cuerpo; en relación al Cuerpo real de Cristo, el pecado, al ser infracción de la justicia divina, cuyo orden es el bien y el amor, ausentes en el pecado, merece un castigo inmediato, el cual es recibido por Cristo, puesto que Él asumió nuestros pecados en forma vicaria, siendo Inocente, para que no fuéramos castigados, y el castigo que recibe, depende de la gravedad del pecado –por ejemplo, los pecados carnales son expiados en la flagelación, los pecados de pensamiento en la coronación de espinas, etc.-; y finalmente, el pecado repercute en el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, porque al ser oscuridad, cada alma en pecado, en vez de irradiar luz, irradia sombras y oscuridad, tal y como sucedería en una noche oscura en la que algunos integrantes de una procesión, en vez de llevar antorchas, no llevaran nada o, peor aún, llevaran una antorcha especial que irradiara luz negra en vez de luz blanca.

También tiene consecuencias profundamente negativas sobre la Creación: por ejemplo, cuando se consuma el deicidio, la conmoción del universo, el terremoto, el oscurecimiento de la luz del sol, etc.; otra consecuencia sobre la Creación, es la destrucción de la misma a causa de la avaricia (desforestación, alteración del clima por emisión de CO2, etc.).

Sin embargo, las consideraciones acerca del pecado no deben desviarnos acerca de cuál es la vida del cristiano: esta no consiste en –o al menos exclusivamente- “evitar el pecado”, puesto que es infinitamente más rica que esto: la vida del cristiano consiste en vivir la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, lo cual es infinitamente más grande y misterioso que simplemente evitar el pecado. ¿Qué ejemplo podemos dar? Intentemos el siguiente: supongamos que a un niño pequeño, su padre le dice que no debe meter los dedos en el enchufe, porque eso está mal y le hará mucho daño para su salud; además le dice que si obedece, se estará portando como un buen hijo. Supongamos que el niño hace caso, pero queda con la idea de que “ser buen hijo” consiste en evitar las cosas malas, como meter los dedos en el enchufe, sin tener en cuenta que “ser buen hijo” consiste en amar a su padre, y demostrar ese amor con el afecto, la sonrisa, el diálogo, la ternura, etc.