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martes, 26 de septiembre de 2023

“Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios”

 


“Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios” (Mc 3, 13-15). Mientras Jesús se encuentra rodeado por una multitud que escucha con atención sus palabras de sabiduría, llegan su Madre, la Virgen y sus primos; entonces, sus discípulos le avisan que se encuentran ellos, con estas palabras: “Tu Madre y tus hermanos te esperan”. La respuesta de Jesús, aunque pudiera parecer lo contrario, de ninguna manera implican el más mínimo rechazo a los vínculos de sangre que existen con la familia biológica y mucho menos llevan a rechazar el reconocimiento de las obligaciones que surgen a raíz del parentesco[1]. Todavía más, en las enseñanzas de Jesús se puede encontrar una exigencia muy grande en relación al trato con los progenitores, como cuando condena la casuística farisea que facilitaba a los hijos desamorados desatender las obligaciones relativas al cuarto mandamiento[2] -Jesús condena que no se ayude a los padres, con la excusa de que se debe ayudar al altar- y por otra parte, en su agonía en la Cruz, muestra un Amor incondicional a su Madre (cfr. Jn 19, 26) y también la solicitud por Ella, al pedirle al Apóstol Juan que cuide de la Virgen “como a su Madre. Es decir, Jesús siempre se mostró sumamente exigente con relación al trato debido a los progenitores. Por otra parte, y como un agregado para comprender la respuesta de Jesús a sus discípulos, hay que saber primero que la palabra “hermanos” tiene, entre los semitas, un sentido más amplio que en Occidente, puesto que abarca a los “primos” en diversos grados, por lo que no necesariamente se trata de “hermanos” biológicos según lo entendemos en el sentido occidental, lo cual tampoco podría ser de ninguna manera, puesto que Jesús es el Unigénito de Dios. Todo el testimonio del Nuevo Testamento y de la Tradición nos prueban que los “hermanos” de Jesús eran, biológicamente, “primos” de Cristo y en ningún caso “hermanos” de sangre.

Lo que se debe tener en cuenta en relación a la enseñanza que Jesús quiere dar con su respuesta, es que Jesús quiere enseñar que, si bien hay exigencias insoslayables con el parentesco natural, estas relaciones naturales están de hecho subordinadas a una exigencia mayor que es el hacer la voluntad de Dios[3].

Entonces, según Jesús, por un lado, no se puede poner a Dios como excusa para no auxiliar a los padres, pero por otro lado, el cumplimiento de la voluntad de Dios está por encima del precepto de “Honrar padre y madre”. Lo que debemos entender ante todo es que, a partir de Jesús, Él establece una relación familiar nueva entre los seres humanos, relación familiar que establece unos lazos de unión en el amor filial y parenteral que son inmensamente más profundos que los lazos de unión por la sangre, puesto que se originan en la Trinidad, en el don que la Trinidad hace de la gracia santificante a partir de su Sacrificio en Cruz. La relación nueva dada por la gracia santificante inaugura y establece una nueva forma de relación familiar, de orden sobrenatural. En efecto, hasta Jesús, los seres humanos, al nacer en el seno de una familia y al pertenecer a esta misma por los lazos sanguíneos (también se puede pertenecer a una familia a través de la adopción), adquieren inmediatamente obligaciones de respeto, de amor, de solidaridad, de comprensión, para con su familia, empezando por los mismos padres biológicos o quienes hacen de ellos; ahora, a partir de Jesús y su gracia santificante por Él donada, se origina en la raza humana una nueva forma de familia, una familia que está unida no únicamente por lazos de sangre, sino por la gracia de la filiación divina recibida en el Bautismo Sacramental, filiación divina que es más fuerte que la filiación natural o biológica y que hace que los bautizados tengan, en la realidad y no como un mero título, a Dios por Padre, a la Virgen por Madre, y a Jesús por Hermano. En otras palabras, por medio del Bautismo Sacramental el bautizado comienza a formar parte de esta nueva familia humana, la familia de los hijos de Dios, la familia de los hijos de la Virgen, la familia de los hijos de la Iglesia Católica, la familia de los hijos de la Luz Eterna que es Dios Uno y Trino, familia cuyo distintivo primordial, derivado de la unión por la gracia a Dios, es la caridad o amor sobrenatural que es debido a padres y hermanos, Amor que se demuestra en el cumplimiento, también por Amor de la Voluntad Divina. Así los bautizados, que se convierten verdaderamente en hijos adoptivos de Dios por el bautismo sacramental al recibir la gracia de la filiación divina, se reconocen entre sí como miembros de una misma familia, la familia de los hijos de Dios, unidos por un lazo infinitamente más fuerte que el biológico, la gracia santificante, cuyo deseo es cumplir la Voluntad de Dios Padre, expresada en Jesucristo. Los bautizados, los integrantes de la familia de Jesús, se caracterizan por cumplir la Voluntad de Dios, expresada en el Primer Mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”. Así es como se entiende la frase de Jesús: “Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios”.

 

 



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 502.

[2] Cfr. Mc 7, 9-13.

[3] Cfr. ibidem.

sábado, 18 de julio de 2020

“Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios”




“Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios” (Mt 12, 46-50). Mientras Jesús está impartiendo sus enseñanzas, se acercan hasta Él su Madre, la Virgen, y sus primos. Sin embargo, a causa de la multitud, no pueden llegar hasta Jesús, por lo que la Virgen manda a alguien a decirle a Jesús que Ella y sus primos lo están buscando. Jesús da una respuesta que parecería negar a su familia biológica, de sangre, porque dice: “Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios”. Es decir, parecería estar diciendo que la Virgen no es su Madre ni sus primos son su familia; sin embargo, es todo lo contrario, pues si es familia de Jesús aquel que cumple la voluntad de Dios, la primera en hacerlo es la Virgen Santísima, quien con su “Sí” dio lugar a la Encarnación y al inicio del plan salvífico de Dios, para que se cumpla su voluntad.

Aquí nos tenemos que preguntar cuál es la voluntad de Dios y la respuesta es que la voluntad de Dios es que todos nos salvemos, que todos ingresemos en el Reino de los cielos al terminar nuestro peregrinar en la tierra. ¿De qué forma cumpliremos la voluntad de Dios? Viviendo en gracia y cumpliendo los Mandamientos, expresados en la Sagrada Escritura. 
“Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios”. La voluntad de Dios es que todos nos salvemos y está expresada en los Diez Mandamientos y en los Mandamientos de Jesús -principalmente, “Ama a tus enemigos” y “Carga tu cruz de cada día y sígueme”-. Si no sabemos cómo cumplirlos para pertenecer a la familia de Jesús, entonces miremos a la Virgen Santísima y la imitemos y así estaremos cumpliendo la voluntad de Dios.

martes, 21 de julio de 2015

“Éstos son mi madre y mis hermanos (…) los que hacen la voluntad del Padre”


“Éstos son mi madre y mis hermanos” (Mt 13, 46-50). Jesús está predicando, rodeado de una multitud. Llegan unos discípulos y le avisan a Jesús que “su madre y sus hermanos están afuera y quieren hablarle”. Jesús, en vez de pedir que hagan lugar para que la Virgen y sus primos puedan llegar hasta Él, o en vez de ir Él hacia ellos, como haría cualquier persona, no solo se queda en el lugar, sin llamar a su Madre y a sus primos, sino que dice algo que pudiera parecer, de buenas a primera, como un desconocimiento de la Virgen como Madre y como un desconocimiento también de su familia biológica: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?”, dice Jesús, y luego, “señalando con el dedo a sus discípulos”, continúa: “Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Es decir, con su actitud de permanecer en el lugar y con sus palabras, Jesús parecería estar desconociendo a su familia biológica, en detrimento de sus discípulos. Sin embargo, contrariamente a lo que podría parecer, Jesús no desestima a su Madre, la Virgen y a sus primos (llamados “hermanos” en el Evangelio), al decir que sus discípulos, que son quienes lo escuchan, son “su madre y sus hermanos”. Lo que hace Jesús es señalar el nacimiento y la existencia, a partir de Él, de una nueva familia, que trasciende los límites de la familia biológica y es la familia de los hijos de Dios, de aquellos que, unidos por la gracia santificante y el Amor al Padre, oyen sus palabras y “hacen su voluntad”. Es decir, Jesús señala el nacimiento de la Familia de los hijos de Dios, la familia de los que, naciendo al pie de la cruz, son adoptados por María Virgen como Madre adoptiva y son engendrados a la vida de la gracia, al recibir la Sangre y el Agua que brotaron del Corazón traspasado de Jesús, por medio del bautismo sacramental y luego, guiados por el Espíritu Santo, “hacen la voluntad del Padre”, porque lo aman en Cristo y por Cristo, con su Amor.

“Éstos son mi madre y mis hermanos (…) los que hacen la voluntad del Padre”. Por el bautismo, somos hijos en el Hijo; tenemos a Dios por Padre, a la Virgen por Madre y a Jesús por Hermano; por lo tanto, debemos “hacer la voluntad del Padre”. ¿Y cuál es esa voluntad? Que salvemos nuestras almas (cfr. 1 Tim 2, 1-8), por el cumplimiento del Primer Mandamiento –“Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”- y obrando la misericordia con los más necesitados.

jueves, 21 de junio de 2012

No llores si me amas - Sermón en homenaje a mi Madre, en la Casa del Padre desde hace nueve días




         Cuando se produce la muerte de un ser querido –una madre, un padre, un hermano, un esposo, un amigo-, se engendra en el corazón un dolor profundo, entrañable, intenso, indescriptible, tan agudo y fuerte, que parecería que no se puede resistir.
         Sin embargo, como cristianos, no podemos quedarnos en el mero hecho de la muerte, porque la muerte no es más que un paso, una puerta, que se abre para dar paso a otro estado de vida, la vida eterna. Como cristianos, no podemos nunca permanecer en el fenómeno de la muerte, ya que esto sería ver solo una parte de la realidad, y significaría quedarnos en la superficie de lo que sucede.
         Si somos cristianos, entonces debemos buscar las respuestas al dolor que provoca la muerte, en Cristo crucificado, y en la Virgen de los Dolores, al pie de la cruz.
         Solo ahí, arrodillados ante Cristo crucificado, encontraremos sentido al dolor que parece aplastar y triturar al corazón.
         En Cristo crucificado aprendemos muchas cosas que mitigan, alivian, y hasta hacen desaparecer el dolor, para dar paso a la alegría: lo primero, es que Cristo ha resucitado, y porque Él ha resucitado, nosotros y nuestros seres queridos, también habremos de resucitar; en Él tenemos la esperanza cierta del reencuentro con aquellos a los que amamos, para no dejarlos ya más. Otra cosa que aprendemos en la contemplación de Cristo crucificado, es que Él ha hecho por nuestros seres queridos muchísimo más de lo que nosotros hayamos podido hacer, por el solo motivo de que si nosotros los amamos, Él los ama con un amor infinitamente más grande y perfecto que el nuestro: Él, por amor a quienes amamos y nos han dejado, sufrió sus mismas penas, sus mismos dolores, sus mismas agonías, sus mismas muertes, para tomarlas para sí, y devolverles en cambio dulzura, paz, alegría infinita.
         Como cristianos, no podemos nunca ver en la agonía y en la muerte solo a nuestros seres queridos: Jesús sufrió en ellos y por ellos, y para ellos, cuando estaba en el Huerto de los Olivos, hace dos mil años. Es lo que le dijo a Luisa Piccarretta: “…debes saber, oh hija, que en estas tres horas de amarguísima agonía he reunido en mí todas las vidas de las criaturas y he sufrido todas sus penas y hasta sus mismas muertes, dándole a cada una mi misma vida. Mis agonías sostendrán las suyas; mis amarguras y mi muerte se cambiarán para ellas en fuentes de dulzura y de vida. ¡Cuánto me cuestan las almas! ¡Si por lo menos fuera correspondido! Es por eso que tú has visto que por momentos moría para luego volver a respirar: eran las muertes de las criaturas que sentía en mí”[1].
         ¡Qué palabras consoladoras, las del Sagrado Corazón!: “He reunido en mí todas las vidas de las criaturas y he sufrido todas sus penas y hasta sus mismas muertes, dándole a cada una mi misma vida”. Él ha sufrido la muerte de todos y cada uno de nuestros seres queridos, sus mismas agonías, sus mismos dolores, sus mismas penas, y las ha cambiado por su vida, por su paz, por su alegría, por su gozo, por su dicha eterna.
         ¡Cristo en el Huerto de Getsemaní ha sufrido la muerte de mi madre, de mi padre, de mis hermanos, la mía propia, la de todos los hombres, para destruirla y para darnos a cambio su propia vida, su propia alegría, su propia dicha eterna e infinita!
         Por esto mismo, al recordar la muerte de los seres queridos, no debemos nunca recordarlos a ellos solos, sino a Cristo en ellos, sufriendo por ellos, y para ellos, para convertirles el dolor, la amargura y la muerte, en dulzura sin fin y en vida eterna y alegre para siempre.
         Entonces, cuando el dolor surja profundo, incontenible, los cristianos elevamos la mirada a Cristo crucificado, y de Él nos viene la paz y la alegría de saber que por Él los sufrimientos y la muerte de los seres queridos han sido convertidos y transformados en alegría eterna, y esto nos da una paz y una alegría que superan con creces al dolor y la angustia de no tener físicamente a quienes más amábamos en la tierra.
Para nosotros, cristianos, la muerte en Cristo adquiere una nueva dimensión, en algo inimaginable: el dolor se convierte en alegría, la tristeza en dulzura, la muerte en vida, y por esto, ante el recuerdo de nuestros seres queridos fallecidos, surge una oración de agradecimiento: “¡Gracias te damos, oh Hombre Dios Jesucristo, porque padeciste los dolores y la muerte de quienes más amamos en esta tierra, para darles de tu propia vida y de tu alegría eterna! Apiádate también de nosotros, y en la hora de nuestra muerte, ven Tú, con tu Santa Madre, a buscarnos, para que nos reencontremos, en el cielo, a quienes nos dejaron por un tiempo, para que ya no nos separemos nunca más. Ven, Señor Jesús”.
Para nosotros, cristianos, la muerte no es ocasión de llanto y de dolor, sino de alegría y de paz, por la certeza de la vida eterna en Cristo, y por la esperanza de volver a verlos, por medio de su infinita Misericordia.
La certeza y la esperanza de volver a ver a los que amamos, es lo que hace decir a San Luis Gonzaga –quien murió joven- a su madre, escrita antes de su muerte: “Ilustre señora, no menosprecies la infinita benignidad de Dios, que es lo que harías si lloraras como muerto al que vive en la presencia de Dios y que con su intercesión puede ayudarte en tus asuntos mucho más que cuando vivía en este mundo. Esta separación no será muy larga; volveremos a encontrarnos en el cielo, y todos juntos, unidos a nuestro Salvador, lo alabaremos con toda la fuerza de nuestro espíritu y cantaremos eternamente sus misericordias, gozando de una felicidad sin fin. (…) Considera mi partida de este mundo, ilustre señora, como un motivo de gozo, y para que no me falte tu bendición materna en el momento de atravesar este mar hasta llegar a la orilla en donde tengo puestas todas mis esperanzas”[2].
Esta certeza y esta esperanza es la que explica la oración que compuso San Agustín, en ocasión de la muerte de su madre, Santa Mónica, poniéndose en su lugar y como escribiéndole a él desde el cielo: “No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos, los horizontes, los campos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudieras contemplar como yo,
la belleza ante la cual las bellezas palidecen! ¡Cómo!... ¿Tú me has visto, me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme y amarme en el país de las inmutables realidades? Créeme. Cuando la muerte venga a romper las ligaduras, como ha roto las que a mí me encadenaban, cuando llegue un día que Dios ha fijado y conoce, y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía, ese día volverás a verme, sentirás que te sigo amando, que te amé, y encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas. ¡Volverás a verme en transfiguración, en éxtasis, feliz! Ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo, que te llevaré de la mano por senderos nuevos de Luz... y de Vida... ¡Enjuga tu llanto y no llores si me amas!”.





[1] Cfr. Las Horas de la Pasión, Tercera hora de agonía en el Huerto de Getsemaní.
[2] De una Carta de San Luis Gonzaga, dirigida a su madre, Acta Sanctorum Iunii 5, 878.