jueves, 29 de febrero de 2024

“Los viñadores mataron al heredero”

 


“Los viñadores mataron al heredero” (Mt 21, 33-46). En la parábola de los viñadores homicidas, está relatada, con toda la sencillez y la profundidad de la sabiduría divina, la historia de la salvación, la historia del misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo. Para descubrir esta historia, es necesario reemplazar sus elementos naturales por los elementos sobrenaturales. Así, la viña es primero la sinagoga, como iglesia del Dios Verdadero en el Antiguo Testamento y luego es la Iglesia Católica, como Iglesia también del Dios Verdadero, en el Nuevo Testamento; los viñadores homicidas son los fariseos, los escribas y los doctores de la ley quienes, apoderándose de la verdad revelada al Pueblo Elegido, cuando esa Verdad Revelada se completa en su totalidad en Cristo Jesús, la rechazan y no la aceptan, apedreando y asesinando primero a los profetas que anunciaban al Mesías y luego asesinando al mismo Mesías en Persona, el Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús; el dueño de la vid es Dios Padre, Quien es el que revela primero, en un primer momento, la verdad de Dios como Uno al Pueblo Elegido y luego, en Cristo Jesús, Dios se auto-revela como Uno y Trino y así su iglesia es primero la sinagoga y luego la Iglesia Católica, cuyos miembros forman el Nuevo Pueblo Elegido; los enviados del dueño, algunos apedreados y otros asesinados, son los profetas enviados por Dios a lo largo de la historia al Pueblo Elegido para anunciarles la próxima llegada del Mesías, pero la soberbia de escribas, fariseos y doctores de la Ley los lleva a rechazarlos, llegando incluso hasta el homicidio de algunos de los profetas; el hijo del dueño de la vid, el heredero, quien es finalmente asesinado, es Cristo Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, es el Mesías anunciado por los profetas, Quien es crucificado por el Pueblo Elegido, Pueblo que se auto-excluye de esta manera de las promesas y así da lugar a que ingrese en su lugar el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, los que harán dar fruto a la Vid que es la Iglesia y esos son frutos de santidad, los santos que la Iglesia Católica ha dado a lo largo de su historia.

“Los viñadores mataron al heredero”. Ahora bien, los viñadores que matan al heredero no solo son los fariseos, escribas y doctores de la Ley; también podemos ser nosotros, los nuevos viñadores, los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido y de hecho lo hacemos, real, místicamente, cada vez que cometemos un pecado mortal. Reflexionemos en este hecho y hagamos el propósito de no solo alejarnos de toda ocasión de pecado, sino de crecer cada día más en la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida de los viñadores elegidos por el Dueño de la Viña, Dios Uno y Trino.

miércoles, 28 de febrero de 2024

“Lázaro murió y fue al cielo; el rico murió y fue al tormento de fuego”

 


“Lázaro murió y fue al cielo; el rico murió y fue al tormento de fuego” (Lc 16, 19-31). Esta parábola de Jesús debe ser interpretada en su recto sentido, según la fe católica, porque de lo contrario se cae en una interpretación ajena a la fe católica, una interpretación de orden comunista-marxista, en la que el pobre se redime por ser pobre y el rico se condena por ser rico, lo cual es falso. Según la falsa Teología de la Liberación, el pobre, en sí mismo, solo por el hecho de ser pobre, ya merece el Cielo, mientras que el rico, solo por ser rico, merece la eterna condenación. Esta falsa interpretación conduce a una obvia lucha de clases en la que el odio y el resentimiento son el combustible que alimenta el deseo de la destrucción mutua de los seres humanos, solo por pertenecer a clases sociales diferentes.

La correcta interpretación de la parábola, la interpretación verdaderamente cristiana y católica, nos dice que Lázaro se salvó no por ser pobre ni por su pobreza, porque la pobreza no es redentora; se salvó porque era pobre, sí, pero sobre todo pobre de espíritu, lo cual quiere decir que era manso y humilde de corazón, semejante al Sagrado Corazón; Lázaro aceptaba con humildad, con paciencia, con serenidad, todas las calamidades y tribulaciones que padecía en esta vida -pobreza, enfermedad, hambre, miseria-, sin quejarse, sin culpar a Dios por sus desgracias, ofreciendo interiormente sus sufrimientos a Dios, reconociéndose pecador y pidiendo perdón por sus faltas. Es por esto que Lázaro se salvó y no por el hecho de ser pobre, porque se puede ser pobre materialmente, pero avaro de espíritu, codiciando con envidia malsana los bienes del prójimo y esta pobreza sí que condena al alma, es por eso que el ser pobre no es signo de ser redimido ni la pobreza es equiparable al estado de gracia.

Por otra parte, el rico Epulón se condena, pero no por sus riquezas materiales, sino por su egoísmo que no le permitía compartir sus bienes con Lázaro; se condena por su materialismo, que le impide desprenderse de las riquezas materiales para hacer con ellas obras de misericordia, lo cual podría haber con seguridad salvado su alma. El ser rico no es sinónimo de condenación, porque con las riquezas materiales se puede ser magnánimo, se puede ejercitar la virtud de la magnanimidad, auxiliando al prójimo más necesitado y así ha habido a lo largo de la historia reyes, nobles, empresarios acaudalados, que han salvado sus almas.

Esta parábola nos deja entonces esta lección: ni el ser pobre nos salva automáticamente, ni el ser ricos nos condena automáticamente, sino que la salvación o la condenación está en el ejercer las virtudes de la humildad, para la salvación, o el dejarse arrastrar por la avaricia, en el caso de la condenación.


martes, 27 de febrero de 2024

“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”

 


“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?” (Mt 20, 17-28). Jesús les anuncia proféticamente a sus discípulos su misterio pascual de muerte y resurrección; les anuncia que deberá sufrir mucho en manos de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, les anuncia que incluso habrá de morir en la cruz, para luego resucitar al tercer día. El anuncio que hace Jesús no es el anuncio que hacen los líderes de la tierra, que prometen lo que no pueden cumplir, hasta el paraíso en la tierra, con tal de lograr el seguimiento de las masas, el aplauso de los hombres, la gloria mundana. Los líderes de la tierra prometen cosas que no dependen de ellos y cuando consiguen lo que quieren, es decir, el dinero y el poder, se convierten en tiranos, como lo dice Jesús. Pero Jesús no es así; por el contrario, Él promete lo que sí puede dar, que es el Reino de los cielos, pero por medio de la cruz, por medio del seguimiento de Él por el Camino Real de la Cruz ya que solo la Cruz es el Camino para llegar al Cielo.

Jesús promete el verdadero Paraíso celestial, la dulzura del Reino de Dios, pero a cambio de beber antes la amargura del Cáliz de la Pasión, el mismo Cáliz amargo que Él ha de beber en las Horas Santas de su Pasión Redentora. Solo así llegarán al Reino de los cielos y es por eso que Jesús les pregunta si son capaces de beber el Cáliz amargo de la Pasión: “¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”. Con esto Jesús les anticipa que no es fácil ganar el Reino de los cielos y que, si lo quieren hacer, deben ineludiblemente participar de su Pasión, de su dolor por los pecados de los hombres, de sus lágrimas ante el estado de condenación eterna de la inmensa mayoría de los hombres, de sus dolores físicos, morales y espirituales a lo largo de todo el Via Crucis y finalmente, de su Muerte en Cruz. Solo si son capaces de participar de su Pasión, de beber del Cáliz del dolor, serán capaces luego de participar de la alegría de la Resurrección.

Los discípulos, movidos por el Espíritu Santo, contestan: “¡Podemos!” y efectivamente lo harán, a pesar de una primera defección en el Huerto de los Olivos, en donde dejarán solo a Jesús ante sus enemigos, porque luego darán sus vidas por Jesús y así demostrarán que sí podían beber del Cáliz de la Pasión, para luego resucitar para la eternidad con Cristo Jesús.

“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”. También a nosotros nos hace Jesús la misma pregunta, pero nosotros no respondemos por nosotros mismos, sino amparados por el manto celestial de María Santísima e invocando la asistencia del Espíritu Santo, sin lo cual es imposible participar del misterio de Jesucristo. Entonces, auxiliados por la Virgen y asistidos por el Espíritu Santo, unidos a la fe de los Apóstoles, decimos: “¡Podemos!”.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”

 


“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Mt 23, 1-12). Jesús nos advierte acerca del peligro espiritual que significa la soberbia para el alma: quien se ensalce a sí mismo, quien se enorgullezca y se crea superior a los demás, por el motivo que sea, con o sin razón, será humillado, es decir, no durará mucho tiempo en ese estado de soberbia.

Por el contrario, Jesús también nos revela cuánto aprecia Dios la humildad, porque quien es humilde, quien busca trabajar para agradar a Dios y no para recibir el aplauso de los hombres, quien busca solo la gloria de Dios y no la gloria del mundo, ése tal será recompensado por el mismo Dios, quien será el que lo elevará por encima de sí mismo.

La razón por la cual Jesús nos advierte acerca de la soberbia y de la humildad, no es por las bondades de la virtud de la humildad en sí misma, que las tiene, ni tampoco por los obvios peligros espirituales de la soberbia, que sí los tiene.

La razón es que dichas virtudes nos asemejan o configuran a dos personas distintas y hace que participemos, en mayor o menor medida, de sus vidas y estas personas son Él, Jesús, la Persona Segunda de la Trinidad y Satanás, la persona angélica que se rebeló contra Dios.

La virtud de la humildad es la virtud que más configura o asemeja al alma al Sagrado Corazón y es por eso que Jesús nos la pide específicamente en el Evangelio que la practiquemos: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. El alma que viva o se esfuerza por vivir la humildad, participa de la humildad de los Sagrados Corazones de Jesús y María y se configura con ellos, convirtiéndose al mismo tiempo en su morada.

Por el contrario, el pecado de soberbia es el pecado que más configura o asemeja al alma al Ángel caído, el Diablo o Satanás y es por eso que el alma soberbia es rechazada por Dios, porque Dios ve en esa alma a la presencia satánica, porque el alma soberbia participa en mayor o menor medida de la vida de Satanás y es así que Dios, hasta que el alma no se arrepiente e inicia un camino de conversión, le dice lo mismo que al Ángel rebelde: “Vade retro, Satan!”.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. Si no sabemos cómo es ser humildes, si no sabemos qué es la humildad, si somos soberbios, conscientes o inconscientemente, pidamos en la oración, constantemente, a la Madre de Dios, que interceda por nosotros para que recibamos la gracia de al menos querer ser humildes como Jesús, para que nuestros corazones se conviertan, en la tierra, en morada santa de los Sagrados Corazones de Jesús y María.

sábado, 24 de febrero de 2024

“Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”

 


(Domingo II - TC - Ciclo B – 2024)

         “Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo” (Mc 9, 2-10). Jesús se transfigura ante sus discípulos e inmediatamente se escucha la voz de Dios Padre que dice: “Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”. Lo sucedido en el Monte Tabor se llama “teofanía”, es decir, “manifestación de la divinidad”: Dios se manifiesta en su Trinidad: Jesús como Dios Hijo, Dios Padre, y Dios Espíritu Santo, que es Quien une a los dos en el Divino Amor. Esta manifestación de la divinidad, si bien es sobrenatural, porque es divina, obviamente, es doblemente sensible: los discípulos “ven” a Cristo brillar con un resplandor más brillante que miles de millones de soles juntos y además “escuchan” la voz de Dios Padre, Quien les presenta a su Hijo y les pide que lo “escuchen”.

         Esto mismo nos lo dice Dios Padre a nosotros, que escuchemos a Cristo Jesús. Entonces, acudamos a las Escrituras, para que sepamos qué es lo que nos dice Jesús, para escuchar su palabra, que es Palabra de Dios y ponerla en práctica.

         “Ama a tus enemigos”: Jesús no nos dice: “Véngate de tus enemigos”, “Deséales el mal”, mucho menos nos llama a hacerles el mal: nos dice: “Ama a tus enemigos”, porque así lo imitamos a Él quien, siendo nosotros sus enemigos, nos amó y perdonó desde la cruz. El amor al enemigo es sobre todo para el enemigo personal, porque a los enemigos de Dios, de la Patria y de la Familia, se los debe combatir, si bien hay distintos niveles (resistencia legal pasiva, resistencia legal activa, resistencia armada).

         “Pon la otra mejilla”: está relacionado con el anterior: si alguien nos ofende, o si recibimos una injuria, incluso física, no debemos responder, al menos en primera instancia, con violencia; por el contrario, debemos poner la otra mejilla.

         “Da al que te pide prestado”: nuestro egoísmo, unido a nuestro materialismo, nos lleva a acumular cosas materiales, no solo dinero y el dar en nombre de Cristo y porque Cristo lo dice, nos ayuda a luchar contra este egoísmo y materialismo que ahoga al espíritu.

         “Un vaso de agua dado en Mi Nombre no quedará sin recompensa”: se puede dar un vaso de agua perteneciendo a una ONG o en nombre de Cristo: en el primer caso, la acción no tiene valor para ganar el Cielo; en el segundo, sí. Dar en nombre de Cristo, aunque sea un vaso de agua, abre las puertas del Cielo para el alma.

         “Perdona setenta veces siete”: los judíos pensaban que, siendo el número siete el número perfecto, se debía perdonar solo hasta siete veces; Cristo en cambio nos dice que perdonemos “setenta veces siete”, lo cual quiere decir “siempre”, sin límite de tiempo, porque así nos asemejamos a Él que desde la Cruz nos perdona sin límite de tiempo, con un amor eterno, el Amor de su Sagrado Corazón.

         “Sean misericordiosos”: el pecado original ha herido al corazón humano convirtiéndolo en un corazón frío, duro, insensible al dolor y al sufrimiento del prójimo; Cristo nos dice que obremos la misericordia con el prójimo, así lo imitamos a Él que desde la Cruz nos ama con su Divina Misericordia.

         “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”: Jesús nos ha amado hasta la muerte de cruz, con el Amor del Espíritu Santo y es así como debemos amar a nuestros prójimos, no con nuestro propio amor humano, limitado, que hace acepción de personas, que se deja llevar por las apariencias y que no es capaz de amar como ama Dios, espiritual e interiormente.

         “Sígueme”: es un llamado personal y a la vez universal, a una sola vocación, la vocación a la santidad. Jesucristo nos llama a ser santos, a seguirlo a Él por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, porque por este camino se llega al Calvario, se crucifica al hombre viejo y renace el hombre nuevo, el hombre que vive la vida de la gracia, que así consigue llegar al Cielo.

         “Si quieres conseguir el Reino, da todo a los pobres y sígueme”: en el seguimiento de Jesucristo se debe llevar la Cruz y si se lleva la Cruz, no es posible cargar otros objetos materiales; el desprendimiento de lo material para darlo al más necesitado, además de ser una obra de misericordia que nos ayuda a ganar el Cielo, nos hace más fácil llevar la Cruz de cada día.

         “Si alguien quiere venir en pos de Mí, renuncie a sí mismo, cargue su cruz y me siga”: Para seguir a Cristo hay que querer seguirlo y para quererlo hay que amarlo y para amarlo hay que conocerlo, porque nadie ama lo que no conoce; de ahí la importancia de la oración, de la meditación, de la Adoración Eucarística, del rezo del Santo Rosario, porque así la gracia nos hace conocer a Cristo, nos hace amarlo, nos hace desear seguirlo y nos ayuda a negarnos a nosotros mismos, cargando la Cruz de cada día en pos de Jesús.

         “Coman mi Carne y beban mi Sangre para que tengan Vida eterna”: Luego de hacer una buena Confesión Sacramental -no podemos comulgar si no nos confesamos, al menos una vez al año, para Pascuas-, alimentémonos de la Sagrada Eucaristía, del Pan Vivo bajado del Cielo, del Verdadero Maná celestial, para tener en nosotros la Vida divina trinitaria, para dejar de vivir con nuestra sola vida humana y empezar a vivir, desde la tierra y en el tiempo, con la vida eterna, la divina del Hijo de Dios, Cristo Jesús en la Eucaristía.

         “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Jesús Eucaristía es el Camino al seno del Padre; Jesús Eucaristía es la Verdad de Dios, Uno y Trino, que se nos dona en la Persona del Hijo oculto en apariencia de pan; Jesús Eucaristía es la Vida Eterna, el Pan Vivo bajado del cielo, que nos concede la vida misma de la Trinidad. Él en la Eucaristía es el Camino que debemos recorrer, la Verdad que debemos conocer, la Vida que debemos vivir; Él, Jesucristo, el Hijo de Dios en la Eucaristía y no la Nueva Era, que es la religión del Anticristo; no el yoga, ni el reiki, ni la brujería Wicca, ni el ocultismo, ni el satanismo, ni la masonería, ni mucho menos las ideologías anticristianas como el liberalismo y el comunismo.

         “Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”. Dejemos de escucharnos a nosotros mismos; dejemos de escuchar al mundo vacío de Dios; escuchemos a Cristo, la Palabra de Dios encarnada, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; hagamos caso a Dios Padre y así conseguiremos llegar al Reino de los cielos.

jueves, 22 de febrero de 2024

“Vuestra justicia debe ser superior a la de los fariseos”

 


“Vuestra justicia debe ser superior a la de los fariseos” (Mc 5, 20-26). ¿Qué quiere decir Jesús con esta frase? Él mismo nos da una pista, cuando pone ejemplos de cómo debe ser la “justicia” de los cristianos: Jesús dice que antes bastaba con “no matar”, para ser justos ante Dios, pero ahora, el mero hecho de pensar o de sentir irritación o enojo contra el prójimo, ya es susceptible de condena divina. A partir de Cristo, la santidad ya no se mide solamente por los actos externos, sino también por los actos espirituales internos, los más profundos, los que surgen de la raíz del ser, de la profundidad del alma.

Esta nueva condición se basa en algo que los cristianos, a partir de Cristo, poseen y que no poseen los fariseos y es la gracia santificante concedida por los sacramentos: a través de la gracia, el alma participa de la vida trinitaria de Dios, lo cual quiere decir que ya no vive más con las solas fuerzas de la naturaleza humana, sino con la misma vida divina trinitaria; así, su amor no será el amor humano, contaminado por el pecado original, limitado, que se deja llevar por las apariencias: será un amor que participa del Amor Trinitario, el Espíritu Santo, lo cual lo llevará a santificarse en el amor y a hacer obras que lo santifiquen. Pero además hay otro aspecto que concede la gracia y es que coloca al alma en una situación de “presencia”, por así decirlo, delante de Dios, análoga a la presencia que los ángeles y santos poseen en la bienaventuranza del Reino de los cielos. En otras palabras, el alma en gracia vive en la Presencia de Dios Trino, de manera tal que no solo sus palabras, sino hasta el más mínimo pensamiento, sentimiento, movimiento del espíritu, son “vistos”, por así decirlo, por Dios, de una manera directa, real, viva, sobrenatural. Esto hace que un pequeño pensamiento, sea bueno o malo, sea pronunciado en alta voz delante de la presencia de Dios y esa es la razón por la cual la justicia del cristiano debe ser “mayor” que la de los fariseos, porque ya no basta con “no matar”, sino que ahora, un simple pensamiento de enojo, de rencor, de venganza, es pronunciado delante de la presencia de Dios, con las consecuencias que esto tiene.

“Vuestra justicia debe ser superior a la de los fariseos”. Tengamos en cuenta nuestra nueva condición de cristianos, dada por la gracia, que nos coloca en relación directa con Dios, de manera que ni el más mínimo pensamiento, sentimiento o afecto quedan fuera de la mirada de Dios y así caminemos en la Presencia de Dios en la tierra, para adorarlo en los cielos por la eternidad.

Fiesta de la Cátedra de San Pedro, Apóstol

 



         La Cátedra de San Pedro (en latínCathedra Petri, la sede de Pedro) es un trono de madera que, según la tradición medieval, perteneció a San Pedro como primer obispo de Roma y papa. La cátedra -o silla de San Pedro- que se conserva actualmente fue donada por Carlos el Calvo al papa Juan VIII en el siglo IX, con motivo de su viaje a Roma para su coronación como emperador romano de Occidente1.

Además de ser literalmente una silla, la cátedra de San Pedro es también el título de una fiesta litúrgica que celebra la Iglesia católica el 22 de febrero, en la que se recuerda el ministerio del Santo Padre[1]. Además, la Cátedra de San Pedro es símbolo de la doctrina católica sobre la sucesión y la autoridad del episcopado, fundamentada en el mandato de Cristo a San Pedro y a sus sucesores romanos. Entonces, la “silla” a la que se refiere esta fiesta es la cátedra u oficio del apóstol Pedro, dado personalmente por Cristo a San Pedro (Mt 16, 13-18), es el oficio pastoral supremo de Pedro que pasa a cada uno de sus sucesores como obispo de Roma, es decir, donde Pedro sirvió por última vez y donde murió mártir[2]. Es por esta razón que se celebra la Fiesta de la Cátedra de San Pedro.

La Cátedra de San Pedro representa entonces tanto a una silla real que se encuentra en Roma y que la Tradición sostiene que fue utilizada por San Pedro, como así también la Silla de San Pedro representa al papado, a la sucesión ininterrumpida de Papas a lo largo de los 2000 años de historia de la Iglesia. Dado por Cristo mismo a San Pedro en el Evangelio de Mateo, Capítulo 13, versículos 16-18[3], el oficio pastoral supremo de Pedro pasa a cada uno de sus sucesores como Obispo de Roma.

Además de que el propio Pedro utilizó la silla real, la silla tiene ante todo un profundo significado espiritual, relacionado con la misión única y especial de Pedro y sus sucesores, la de cuidar el rebaño de Cristo y así lo dice el Papa Emérito Benedicto XVI en su Audiencia General en la Fiesta de la Cátedra de San Pedro en 2006, en donde resaltó la importancia de la Cátedra y el papel fundamental que desempeña: “Celebrar la “Cátedra” de Pedro, por tanto, como lo hacemos hoy, significa atribuirle un fuerte significado espiritual y reconocerla como signo privilegiado del amor de Dios, eterno Buen Pastor, que ha querido reunir a toda su Iglesia y guíala por el camino de la salvación”. El oficio Petrino continúa el ministerio de Cristo en el mundo de manera visible para que la unidad de la Iglesia sea conocida en todas las épocas y lugares por la unidad de la fe, los sacramentos y el gobierno de los que creen en Cristo. Así, el Catecismo de la Iglesia Católica[4] enseña lo siguiente: “Cuando Cristo instituyó a los Doce, “los constituyó en forma de colegio o asamblea permanente, a la cabeza de la cual puso a Pedro, escogido de entre ellos”. ... El Señor hizo solo a Simón, a quien llamó Pedro, la “roca” de su Iglesia. Le dio las llaves de su Iglesia y lo instituyó pastor de toda la grey... Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece al fundamento mismo de la Iglesia y es continuado por los obispos bajo el primado del Papa... El Papa, obispo de Roma y sucesor de Pedro, “es la fuente y fundamento perpetuo y visible de la unidad tanto de los obispos como de toda la compañía de los fieles”. No puede haber otra fe que la fe del Credo de la Iglesia Católica; no pueden haber otros sacramentos que los sacramentos de la Iglesia Católica; no puede haber otro gobierno que no sea el gobierno del Papa de la Iglesia Católica.

Si bien San Pedro como apóstol fue capaz de una revelación inspirada en sus escritos y enseñanzas, la muerte del último apóstol, San Juan (c. 98 d. C.), puso fin a la Revelación que había comenzado con Moisés y los profetas y se perfeccionó en Cristo (Hb 1, 1-2). El papel de los sucesores de los apóstoles ha consistido desde entonces en custodiar ese Depósito Divino de la Fe, ya sea escrita o enseñada oralmente, es decir, la Sagrada Escritura o Tradición Apostólica (2 Tes 2, 15). Cristo proporcionó una garantía de asistencia divina, prometiendo que el Espíritu Santo los ayudaría en esta tarea (Juan 14:26), dando a Pedro el deber, y por lo tanto el carisma de “confirmar a sus hermanos” (Lc 22, 31). Esto también es inherente a la promesa anterior de Cristo a Pedro de que las puertas del infierno no prevalecerán contra el Reino de cuyas llaves Pedro es custodio (Mt 16, 18-19).

Aun así, el ejercicio supremo del carisma docente del Papa se circunscribe a un contexto particular, definido por el Concilio Vaticano I como, “en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina sobre la fe o las costumbres que ha de ser sostenida por toda la Iglesia, que posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia al definir la doctrina sobre la fe o la moral. Esto significa que la infalibilidad papal es tal en tanto y en cuanto no contradiga a la Palabra de Dios Encarnada, Nuestro Señor Jesucristo.

 



[1] https://es.wikipedia.org/wiki/C%C3%A1tedra_de_San_Pedro ; Este trono se conserva como una reliquia en la Basílica de San Pedro de Roma, en una magnífica composición barroca, obra de Gian Lorenzo Bernini construida entre 1656 y 1666.

[3] “Y yo te digo, tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia, y los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”.

[4] CIC 880-882.


miércoles, 21 de febrero de 2024

“Aquí hay alguien que es más que Jonás”

 


“Aquí hay alguien que es más que Jonás” (Lc 11, 29-32). Jesús trae a la memoria al profeta Jonás, recordado por advertir a los ninivitas sobre un inminente castigo de Dios si no hacían penitencia y se arrepentían de sus pecados, advertencia a la cual los ninivitas hicieron caso, por lo cual Nínive no fue castigada.

El hecho de que Jesús traiga a colación al profeta Jonás y se dirija a Él en tercera persona, como “alguien que es más que Jonás”, se debe a que, como Jesús mismo lo dice, al momento de su prédica, la generación que lo escucha es “malvada”, es decir, repite los pecados, la malicia de Nínive. Y si la generación repite los pecados de Nínive y si Jesús es como Jonás y todavía más que Jonás, entonces es claro que los está llamando al arrepentimiento y a la conversión a aquellos que lo escuchan, ya que, si no lo hacen, recibirán el castigo de Dios merecido por sus pecados: “Esta generación es malvada”, dice Jesús y como es malvada merece castigo si no se arrepiente.

Pero lo que hay que tener en cuenta es que cuando Jesús dice: “Esta generación es malvada”, lo dice no refiriéndose solamente a la generación de hace veinte siglos, a sus contemporáneos, sino a la humanidad en su totalidad: la humanidad, apartada de Dios por el pecado original, ha caído en la malicia del pecado, se ha dejado arrastrar por sus pasiones depravadas y por lo tanto es susceptible de recibir el castigo divino a causa de sus pecados si no se arrepiente y se convierte, tal como hicieron los ninivitas.

Por lo tanto, esta misma llamada al arrepentimiento y a la penitencia que hace Jesús a quienes lo escuchaban en su tiempo, nos la hace también a nosotros, desde el momento en que somos tanto o más pecadores que los ninivitas y también pertenecemos a la “generación malvada”, en cuanto somos descendientes de Adán y Eva. Es aquí en donde la figura de los ninivitas nos ayuda a comprender y a vivir la Cuaresma: los ninivitas son un ejemplo para nosotros acerca de cómo vivir la Cuaresma porque ellos escucharon la voz de Dios, escucharon su advertencia de cambiar de vida, hicieron penitencia y así no solo evitaron el castigo divino, sino que recibieron tantas bendiciones del Cielo, que son y serán recordados hasta el fin de los tiempos por su arrepentimiento y su buen obrar. Aprovechemos el tiempo de Cuaresma para que, al igual que los ninivitas, también nosotros hagamos penitencia, nos arrepintamos de nuestros pecados y recibamos el más grande don que Dios puede hacer a la humanidad, Cristo Jesús en la Eucaristía.

martes, 20 de febrero de 2024

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa

 



         El Padrenuestro no solo tiene la particularidad de ser la oración enseñada por Nuestro Señor Jesucristo en Persona, sino que además tiene la particularidad de ser la oración que se vive en la Santa Misa, es decir, es la oración cuyas peticiones y proposiciones se hacen realidad, en acto, en la Santa Misa y veamos las razones, meditando y reflexionando sobre cada una de las oraciones del Padrenuestro.

         “Padrenuestro que estás en el cielo”: en el Padrenuestro nos dirigimos a Dios que está en el Cielo; en la Santa Misa, por la liturgia eucarística, el altar deja de ser una construcción material, para ser una parte del Cielo, en donde está el mismo Dios, de manera que en la Santa Misa tenemos en la tierra a Dios, que vive en los cielos.

         “Santificado sea tu Nombre”: en el Padrenuestro pedimos que el Nombre de Dios sea santificado; en la Santa Misa se cumple esta petición, porque Quien santifica el Nombre Tres veces Santo de Dios es Jesucristo al ofrecerse como Víctima Inmaculada y Santa en la Sagrada Eucaristía.

         “Venga a nosotros tu Reino”: en la Santa Misa pedimos que el Reino santo de Dios venga a nosotros; en la Santa Misa esta petición se hace realidad porque como dijimos, el altar se convierte en el Cielo, donde está el Reino de Dios, con el agregado que no solo viene a nosotros el Reino de Dios, sino el Rey del Reino de Dios, Jesús Eucaristía.

         “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”: en el Padrenuestro pedimos que la voluntad de Dios se cumpla tanto en el cielo como en la tierra y en la Santa Misa esta petición se hace realidad, porque Quien la cumple es Jesucristo quien, sacrificándose en el altar de la cruz, cumple la voluntad de Dios en la tierra, salvando a quienes se unen a su Cruz y cumple la voluntad de Dios en el cielo, llevando a quienes se unen a Él por la Comunión, al seno del Padre, por el Espíritu, en el Reino de los cielos.

         “Danos hoy nuestro pan de cada día”: en el Padrenuestro pedimos a Dios que nos conceda el pan cotidiano; en la Santa Misa, Dios nos concede en acto esta petición, porque además de asistirnos con su Divina Providencia para que no nos falte el pan material, nos concede algo que ni siquiera nos imaginamos y es el Pan Vivo bajado del cielo, el Verdadero Maná celestial, la Sagrada Eucaristía.

         “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en el Padrenuestro pedimos perdón por nuestras ofensas y hacemos el propósito de perdonar a quienes nos han ofendido; en la Santa Misa, Jesucristo, con su Santo Sacrificio incruento y sacramental, pide perdón al Padre por nuestros pecados y al mismo tiempo derrama sobre nuestras almas su Sangre, perdonándonos nuestros pecados en el Nombre del Padre, por el Amor del Espíritu Santo.

         “No nos dejes caer en la tentación”: en el Padrenuestro pedimos la fortaleza para no caer en la tentación; en la Santa Misa, Dios nos concede esta petición, dándonos la misma fuerza de Jesucristo para no caer en tentación, pero además, por la Sagrada Eucaristía, nos concede la gracia más que suficiente para crece en la virtud opuesta al pecado sobre el cual somos tentados.

         “Y líbranos del mal”: en el Padrenuestro pedimos a Dios que nos libre del mal, tanto físico como espiritual; en la Santa Misa Jesucristo nos libra de todo mal, principalmente del mal espiritual, el pecado, el error, la herejía y además nos libra del mal en persona, el Diablo o Satanás, el Ángel caído, ya que lo derrota para siempre por medio de su Santo Sacrificio en la Cruz, renovado incruenta y sacramentalmente en la Santa Misa.

         Por todo esto, el Padrenuestro no solo se reza, sino que se vive, en acto, en la Santa Misa.

sábado, 17 de febrero de 2024

Jesús es llevado al desierto por el Espíritu para ayunar y orar, allí es tentado por el demonio por cuarenta días

 


(Domingo I - TC - Ciclo B – 2024)

         La Iglesia inicia el tiempo litúrgico de Cuaresma que comienza el Miércoles de Ceniza y finaliza antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo, y está caracterizado por el ayuno, la abstinencia, las obras de misericordia, y sobre todo el propósito de conversión al Hombre-Dios Jesucristo, conversión que significa dejar atrás las cosas del mundo para que en el corazón, colmado por la gracia santificante que nos concede el Sacramento de la Penitencia, se convierta en morada santa del Cordero de Dios, Jesucristo.

Como su nombre lo indica -Cuaresma viene de cuarenta-, los cuarenta días de Cuaresma recuerdan los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto antes de comenzar su ministerio público, eso explica por qué el Evangelio corresponde al momento en el que el Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto para que haga ayuno y oración durante cuarenta días, además de ser tentado por el Demonio; secundariamente, en Cuaresma se recuerdan también los cuarenta años que los israelitas pasaron en el desierto mientras buscaban la Tierra Prometida, cuarenta años que son un símbolo de nuestro paso por la vida terrena, por el desierto de la vida, antes de llegar a la Jerusalén celestial. Entonces, en Cuaresma la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo recuerda principalmente su estadía en el desierto por cuarenta días, antes de comenzar su ministerio público y en los que Jesús no comió ni bebió nada, alimentándose solamente de la oración, debiendo además soportar y resistir las acechanzas del Demonio.

Ahora bien, para poder aprovechar el tiempo de gracia que supone la Cuaresma, se debe considerar que no es un simple “recuerdo” de lo que Jesús hizo en el desierto; no es una mera “conmemoración”, no es una simple función de la memoria que trae al presente un hecho pasado, aun cuando lo haga de forma piadosa y llena de fe. En la Cuaresma, la Iglesia Católica, en su conjunto, además de conmemorar, de recordar la estadía de Jesús en el desierto, “participa”, por el misterio de la liturgia, de la Cuaresma de Jesucristo, de manera que es como si la Iglesia fuese llevada, en el tiempo y en el espacio, al desierto, junto a Jesús, para participar, para hacer lo mismo que hizo Jesús -orar, ayunar, hacer penitencia- y para soportar los embates del Demonio, las tentaciones del Tentador, cuyo único fin es la perdición eterna de las almas en el Infierno. Entonces, “participar” es una acción mucho más profunda que simplemente “recordar”; podemos decir que, al igual que Jesucristo, que es “llevado por el Espíritu Santo al desierto”, también la Iglesia es llevada, real y místicamente, al desierto, por el mismo Espíritu Santo, para que contemple a Jesús y para que haga lo que Jesús, como Supremo Maestro de la humanidad, hace, es decir, orar, ayunar, hacer penitencia y resistir, con la misma oración y con el ayuno, a las tentaciones del Enemigo de Dios y de las almas. Esto quiere decir que todos y cada uno de nosotros somos llevados al desierto, para estar al lado de Jesús, para contemplarlo y para aprender de Él, para aprender a orar, a hacer ayuno, penitencia, obras de misericordia y también para aprender a resistir a las seducciones, trampas y tentaciones que el Demonio coloca en el camino de cada alma para lograr perderla. Es de sentido común que decir “ser llevados al desierto junto a Jesús”, no significa que nos debamos trasladar literalmente al desierto, eso es obvio; significa que cada uno, en su estado de vida que le corresponde, tiene la oportunidad, la gracia, de participar de la Cuaresma de Jesús; esto quiere decir que, cuanto más se contemple a Jesús, tanto más se aprenderá de Él el hacer oración, ayuno, penitencia, obras de caridad. Independientemente de la profesión, de la edad, del estado de vida de cada bautizado, ser llevados al desierto junto a Jesús para participar de su Cuaresma es un don del Cielo, un regalo inmenso e inmerecido, porque nos enseña a luchar contra nuestras pasiones depravadas, contra nuestros vicios y pecados y nos enseña a desear ser santos, a llevar a Jesús en el corazón con el alma en gracia, luego de hacer una buena confesión sacramental. Pero también es verdad lo opuesto: el católico que en Cuaresma sigue espiritualmente como si nada ocurriera, es decir, si continúa con su vida pagana, con sus inclinaciones a las bajas pasiones, con su materialismo, no aprovechará nada de la Cuaresma y así los cuarenta días serán cuarenta días perdidos para comenzar la conversión a Cristo y lo que es peor, el Demonio lo seguirá sosteniendo firmemente con sus garras, aprisionándolo sin que el alma ni siquiera se dé cuenta, porque como dice Santa Teresa de Ávila, “para quienes viven en pecado mortal, el Demonio les hace creer que esta vida terrena es para siempre” y así engañados, no buscan ni buscarán nunca la conversión a Cristo, permaneciendo tristemente aferrados al pecado y encadenados a Satanás. Quien viva la Cuaresma no solo sin hacer penitencia, sino escuchando música profana, alcoholizándose, buscando fiestas mundanas en la que Dios no está; o para quien no haga el sincero propósito de combatir su pecado dominante -en algunos es la ira, en otros la lujuria, en otros la pereza, y así sucesivamente-, para esos tales, la Cuaresma será una pérdida de tiempo y lo que es peor aún, perderá todas las gracias que Dios, a través de la Virgen, tenía pensado concederle para que ganara la vida eterna en el Cielo, dirigiendo su alma al Reino de las tinieblas y no al Reino de Dios.

Tomemos conciencia de lo que significa la Cuaresma, aprovechemos este tiempo de gracia para que verdaderamente comencemos el proceso de conversión que nos llevará a desear tener en el corazón a Jesús Eucaristía en esta vida y a adorar a Jesús Eucaristía, al Cordero de Dios, en la vida eterna.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Jueves después de Cenizas

 



“El que quiera seguirme, cargue su cruz y me siga” (cfr. Lc 8, 22-25). Jesús da las condiciones para quien quiera ser discípulo suyo: “El que quiera venir detrás de Mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y me siga”.

Una primera condición para ser discípulo de Jesús es “querer” ser discípulo de Él, por eso Jesús dice: “El que quiera”. El seguimiento de Jesús es por amor, por elección libre del alma a la Persona de Jesús de Nazareth; nadie puede ser discípulo en contra de su voluntad; nadie puede ser discípulo a la fuerza, así como nadie entrará en el Reino de los cielos si no quiere entrar. En esta primera condición para ser discípulos de Él, Jesús nos demuestra no solo cuánto nos ama, sino también cuánto respeta nuestra libertad, nuestro libre albedrío, porque no nos obliga a seguirlo, sino que deja a la libre elección de la persona el seguirlo o no y esta libre elección, a su vez, debe estar basada en el amor sobrenatural a Jesús de Nazareth. Dios nos ama libremente, no a la fuerza; quien quiera seguir a Dios Encarnado, Jesús de Nazareth, también debe hacerlo libremente y no a la fuerza.

La segunda condición es la “renuncia a sí mismo” y esto quiere decir renunciar a nuestro hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones sin control, al hombre que se deja arrastrar por las cosas bajas del mundo; al hombre que vive “de pecado en pecado”, como dice San Ignacio de Loyola. Seguir a Jesús implica negarnos en nuestros pecados, vicios, malicias; significa negarnos en la ira, en la pereza, en la gula, en la avaricia y así con todo lo malo. Pero para negarnos a nosotros mismos, debemos saber que somos lo opuesto a Jesús y que nuestro objetivo es asemejarnos a Jesús, para lo cual debemos negarnos en nuestra malicia y trabajar espiritualmente para asemejarnos a Cristo, modelo perfectísimo y fuente inagotable de vida sobrenatural cristiana.

La última condición, es la de “cargar la cruz de cada día y seguirlo” por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Con mucha frecuencia nos quejamos de la Cruz, cuando debemos hacer un pequeño esfuerzo, o un sacrificio, o una penitencia, o simplemente sobrellevar con paciencia y caridad aquello que humanamente nos sobrepasa, pero en vez de eso, renegamos de la Cruz y suplicamos a Dios que nos la quite cuanto antes, sin darnos cuenta de que Dios nunca da una Cruz más grande que la seamos capaces de llevar y que si nos da una Cruz, nos da al mismo tiempo la gracia más que necesaria para llevarla; también nos olvidamos que en realidad, quien lleva nuestra Cruz es Él mismo.

Al iniciar la Cuaresma, renovemos el propósito de seguir a Jesucristo por el Camino Real de la Cruz, negándonos a nosotros mismos y cargando la Cruz, que nos lleva al Calvario y del Calvario, al Cielo.

martes, 13 de febrero de 2024

Miércoles de Cenizas

 


(Ciclo B – 2024)

         El Miércoles de Ceniza es el primer día de Cuaresma en el calendario litúrgico católico[1]. En él se lleva a cabo el rito característico de esta celebración litúrgica, que es la imposición de las cenizas (las cuales se obtienen de la incineración de los ramos bendecidos el Domingo de Ramos del año anterior).

         ¿Por qué se imponen las cenizas? Porque las cenizas recuerdan a algo que fue y que ya no es; recuerdan a algo que era y dejó de ser; en este caso, recuerdan y son el signo de la caducidad o fecha de fin de la condición humana ya que es por todos sabido que luego de la muerte corporal, el cuerpo, sin alma que le concede vida, se reduce con el tiempo a cenizas, incluyendo las estructuras más duraderas del cuerpo, como los huesos.

El rito penitencial de la Iglesia Católica, de imponer las Cenizas, iniciando así el período litúrgico de la Cuaresma, se origina en el Antiguo Testamento, en donde los hebreos, cuando se arrepentían de sus pecados y querían obtener un favor de Dios, se echaban encima cenizas, además de hacer ayuno y penitencia. Las Cenizas son también en la Iglesia Católica signo de conversión, de cambio del corazón, de deseo de dejar de mirar hacia abajo, hacia las cosas de la tierra, para comenzar a elevar la vista hacia las cosas del Cielo, hacia la vida eterna en el Reino de los cielos.

La imposición de las cenizas nos recuerda que nuestra vida en la tierra es pasajera, que nuestro cuerpo, al que tanto cuidamos y al que tanto prestamos atención, sin dejarlo pasar hambre, atendiéndolo en cuanto hay alguna enfermedad, terminará un día sepultado en la tierra y reducido a cenizas; además, nos recuerda la imposición de Cenizas que nuestra vida definitiva no es esta vida, sino la vida eterna en el Reino de Dios y que para que nuestra vida continúe en el Reino de Dios, debemos convertirnos y cambiar de vida ya, desde ahora. De allí una de las oraciones que se pronuncian en la imposición de cenizas: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”. Nuestro cuerpo quedará reducido a polvo, a cenizas, mientras nuestra alma será llevada ante la Presencia de Dios para recibir el Veredicto Final, el Cielo o el Infierno, según nuestras obras libremente realizadas, hayan sido buenas o malas, respectivamente y si hayamos muerto en gracia o en pecado mortal.

Otra oración que se dice al imponer las Cenizas es: “Arrepiéntete y cree en el Evangelio”, es decir, las cenizas nos recuerdan que debemos arrepentirnos de nuestros malos pensamientos, de nuestros malos deseos, palabras y obras y que debemos creer verdaderamente en el Evangelio, pero creer no de una forma superficial, en donde lo que dice el Evangelio no es normativo para mi vida, sino creer de tal manera que el Evangelio sea la luz que guíe mis pasos hacia la feliz eternidad. La verdadera conversión no es un simple deseo vago de querer vaga y generalmente ser mejores, sino en tomar la firme resolución de llevar, en adelante, una vida cristiana, lo cual quiere decir llevar permanentemente en la mente y en el corazón la Ley de Dios, recibir sus Sacramentos con frecuencia, alimentarnos de la Eucaristía, obrar la misericordia y alejarnos no solo del pecado, sino de las ocasiones que llevan al pecado, de manera de estar en permanente estado de preparación para la vida eterna en el Reino de los cielos.

La imposición de Cenizas no es un rito meramente cultural, sino profundamente espiritual; no nos quita nuestros pecados, porque para ello tenemos el Sacramento de la Reconciliación. Es un signo externo de verdadero arrepentimiento interno, de no haber llevado una vida cristiana o de haber llevado una vida cristiana tibia, sabiendo que Cristo vomitará a los tibios de su boca en el Juicio Final; es un signo de penitencia, pero sobre todo es un signo de conversión, de querer cambiar el corazón y dejar de ser atraídos por las cosas bajas de este mundo, para ser atraídos por la Luz Eterna que es Cristo. Nos debe servir para reflexionar cómo es nuestra vida personal en relación a Jesucristo: si Jesucristo es para nosotros “un fantasma”, tal como lo confundieron los discípulos en la barca, cuando venía caminando sobre las aguas, o si es verdaderamente Quien Es, el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, que me ha elegido y me ha predestinado al Reino de los cielos y que para eso me pide que todos los días cargue mi cruz, me niegue a mí mismo en mis vicios y pecados y lo siga a Él por el Via Crucis, por el Camino Real de la Cruz. Debe servirnos para reflexionar y para hacer un examen de conciencia, para confesar nuestros pecados, que son los que nos apartan de Él y para que nos decidamos de una vez por todas a vivir la vida nueva de los hijos de Dios, la vida de la gracia.



 



[1] Recordemos que el Miércoles de Cenizas y el Viernes Santo son días de ayuno y abstinencia. La abstinencia obliga a partir de los 14 años y el ayuno de los 18 hasta los 59 años. El ayuno consiste hacer una sola comida fuerte al día y la abstinencia es no comer carne. Este es un modo de pedirle perdón a Dios por haberlo ofendido y decirle que queremos cambiar de vida para agradarlo siempre.

lunes, 12 de febrero de 2024

“A esta generación no se le dará otro signo”

 


“A esta generación no se le dará otro signo” (Mc 8, 11-13). Los fariseos le piden a Jesús un signo del cielo para creer en Él, pero Jesús les responde que “no se les dará ningún signo”. La razón es que no es que no se les hayan dado signos o milagros, como para convencerlos de que Él es Dios, que Él es el Mesías que viene del cielo: por el contrario, se les han dado innumerables signos que indican que Él es el Mesías al cual esperan y del cual hablan los profetas, pero los fariseos son obstinados y enceguecidos y no quieren ver, porque no se trata de que no se han dado cuenta, sino de que se han dado cuenta, pero han rechazado los signos que Jesús ha hecho, sus innumerables milagros, como resucitar muertos, multiplicar panes y peces, curar enfermos, expulsar demonios. Los fariseos son obcecados y voluntariamente cierran sus ojos espirituales para no ver los signos que da Jesús.

Por último, no se les dará un signo, porque además de los signos o milagros que Jesús ha hecho, el mayor signo es Él mismo, Él, Jesús de Nazareth en Persona, es el signo más claro y evidente de que el Reino de Dios ha venido a los hombres y de que Él es el Mesías al que han esperado durante siglos. Pero como los fariseos, los escribas, los doctores de la ley, permanecen en su obstinación y en su ceguera, no quieren reconocer que Jesús es el Mesías y por eso piden un signo y Jesús les dice que “no les será dado”.

De manera análoga, sería como pedirle a la Iglesia Católica “un signo” que demostrase que Ella es la Verdadera Iglesia de Dios y tampoco se les daría ningún signo, porque ya los signos que la Iglesia da -los Sacramentos y el principal de todos, la Eucaristía-, demuestran que la Iglesia Católica es la Única y Verdadera Iglesia del Único y Verdadero Dios.

No repitamos los errores de los fariseos y no pidamos a la Iglesia signos que no serán dados; por el contrario, centremos la mirada del espíritu y del corazón en el Signo o Milagro por excelencia, la Sagrada Eucaristía, el signo que nos conduce al Reino de Dios.

viernes, 9 de febrero de 2024

“Jesús cura un sordomudo”

 


“Jesús cura un sordomudo” (Mc 7, 3-37). Al atravesar la región de la Decápolis, le presentan a Jesús a un sordomudo, pidiéndole que le imponga las manos; Jesús así lo hace y el sordomudo queda curado inmediatamente. El episodio tiene dos niveles, por así decir, de explicación: por un lado, el nivel meramente corporal, ya que el sordomudo lo es probablemente desde nacimiento, por una afección congénita y Jesús, con su poder divino, cura su cuerpo, restituyendo las funciones del oído y del habla. El segundo nivel es el espiritual, porque el hombre, como consecuencia del pecado original, nace como sordo y mudo frente al Evangelio, frente a la Nueva Noticia de Jesús como Redentor de los hombres y esto también es sanado por Jesús. En otras palabras, Jesús concede al sordomudo un doble milagro, un milagro corporal, devolviéndole las funciones corporales de la audición y del habla y un milagro espiritual, mediante las cuales puede escuchar y proclamar el Evangelio.

Si prestamos atención, esta misma acción de Jesús, de imponer las manos sobre los oídos y los labios del sordomudo, son las que realiza el sacerdote cuando lleva a cabo el Sacramento del Bautismo, por el motivo que dijimos anteriormente: todo ser humano, por causa del pecado original, nace sordo y mudo ante la realidad del misterio de la Redención y por medio de la gracia recibida en el Bautismo sacramental, en donde el sacerdote ministerial realiza la señal de la cruz en los labios y en los oídos del bauitizando, es curado o sanado de esta “sordomudez espiritual”, volviéndolo apto para escuchar el Evangelio y para proclamarlo luego, con la edad de la razón. ¿Por qué no todos los cristianos, habiendo recibido la curación de su sordomudez espiritual, proclaman la Verdad del Evangelio? Es un misterio, pero en gran medida depende de la libertad de cada uno, que prefiere seguir siendo, por así decirlo, sordo y mudo espiritual ante la novedad del Evangelio de Jesucristo, antes que proclamarlo con toda su vida. Recordemos entonces que en el Bautismo hemos recibido un milagro inmensamente mayor que el milagro recibido por el sordomudo del Evangelio, porque nuestros labios y oídos han sido sanados, abiertos a la proclamación del Evangelio por la gracia bautismal y hagamos el propósito de dar testimonio de Cristo Jesús, todos los días, más que con palabras, con obras de misericordia y con testimonio de vida.

miércoles, 7 de febrero de 2024

“Recorrió toda la Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando demonios” (2)

 


(Domingo V - TO - Ciclo B – 2024)

         “Recorrió toda la Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando demonios” (Mc 1, 29-39). En el párrafo del Evangelio de hoy, entre las actividades de Nuestro Señor Jesucristo, hay una que el Evangelio repite desde el principio al fin: expulsar demonios. Otras actividades son, orar, curar enfermos y predicar, pero la expulsión de demonios se repite desde el inicio hasta el fin. Es llamativa la insistencia del Evangelista, quien insiste en remarcar la actividad exorcista de Jesús, además de la curación de enfermos y esto se contrarresta con lo que sucede hoy, en donde el demonio ha hecho creer a los hombres, o que no existe, o que sí existe y que es bueno y que puede conceder lo que se le pida si se le rinde adoración.

Pero no es esto lo que nos dice Nuestro Señor, la Iglesia y los santos, que nos advierten del peligro que significa el no creer en la existencia del diablo y, peor aún, en ser su servidor y adorador, porque para esta clase de personas, está reservado el destino eterno de los castigos del infierno. Innumerables santos nos advierten de la existencia del Infierno y de que no está vacío, sino ocupado con ángeles caídos y con almas condenadas. Solo por citar un ejemplo, escuchemos el relato de Santa Verónica Giuliani, quien describe así una experiencia mística que tuvo cuando, en vida terrena, fue llevada al Infierno para que diera testimonio de su existencia. Dice así la santa: “En un momento, me encontré en un lugar oscuro, profundo y pestilente; escuché voces de toros, rebuznos de burros, rugidos de leones, silbidos de serpientes, confusiones de voces espantosas y truenos grandes que me dieron terror y me asustaron. También vi relámpagos de fuego y humo denso. ¡Despacio! que todavía esto no es nada. Me pareció ver una gran montaña como formada toda por mantas de víboras, serpientes y basiliscos entrelazados en cantidades infinitas; no se distinguía uno de las otras. Se escuchaba por debajo de ellos maldiciones y voces espantosas. Me volví a mis Ángeles y les pregunté qué eran aquellas voces; y me dijeron que eran voces de las almas que serían atormentadas por mucho tiempo, y que dicho lugar era el más frío. En efecto, se abrió enseguida aquel gran monte, ¡y me pareció verlo todo lleno de almas y demonios! ¡En gran número! Estaban aquellas almas pegadas como si fueran una sola cosa y los demonios las tenían bien atadas a ellos con cadenas de fuego, que almas y demonios son una cosa misma, y cada alma tiene encima tantos demonios que apenas se distinguía. El modo en que las vi no puedo describirlo; sólo lo he descrito así para hacerme entender, pero no es nada comparado con lo que es. Fui transportada a otro monte, donde estaban toros y caballos desenfrenados los cuales parecía que se estuvieran mordiendo como perros enojados. A estos animales les salía fuego de los ojos, de la boca y de la nariz; sus dientes parecían agudísimas espadas afiladas que después reducían a pedazos todo aquello que les entraba por la boca; incluso aquellos que mordían y devoraban las almas. ¡Qué alaridos y qué terror se sentía! No se detenían nunca, fue cuando entendí que permanecían siempre así. Vi después otros montes más despiadados; pero es imposible describirlos, la mente humana no podría nunca nuca comprender. En medio de este lugar, vi un trono altísimo, larguísimo, horrible ¡y compuesto por demonios! Más espantoso que el infierno, ¡y en medio de ellos había una silla formada por demonios, los jefes y el principal! Ahí es donde se sienta Lucifer, espantoso, horroroso. ¡Oh Dios! ¡Qué figura tan horrenda! Sobrepasa la fealdad de todos los otros demonios; parecía que tuviera una capa formada de cien capas, y que ésta se encontrara llena de picos bien largos, en la cima de cada una tenía un ojo, grande como el lomo de un buey, y mandaba saetas ardientes que quemaban todo el infierno. Y con todo que es un lugar tan grande y con tantos millones y millones de almas y de demonios, todos ven esta mirada, todos padecen tormentos sobre tormentos del mismo Lucifer. Él los ve a todos y todos lo ven a él. Aquí, mis Ángeles me hicieron entender que, como en el Paraíso, la vista de Dios, cara a cara, vuelve bienaventurados y contentos a todos alrededor, así en el infierno, la fea cara de Lucifer, de este monstruo infernal, es tormento para todas las almas. Ven todas, cara a cara el Enemigo de Dios; y habiendo para siempre perdido Dios, y no tenerlo nunca, nunca más podrán gozarlo en forma plena. Lucifer lo tiene en sí, y de él se desprende de modo que todos los condenados participan de ello. Él blasfema y todos blasfeman; él maldice y todos maldicen; él atormenta y todos atormentan. - ¿Y por cuánto será esto?, pregunté a mis Ángeles. Ellos me respondieron: - Para siempre, por toda la eternidad. ¡Oh Dios! No puedo decir nada de aquello que he visto y entendido; con palabras no se dice nada. Aquí, enseguida, me hicieron ver el cojín donde estaba sentado Lucifer, donde eso está apoyado en el trono. Era el alma de Judas. Y bajo sus pies había otro cojín bien grande, todo desgarrado y marcado. Me hicieron entender que estas almas eran almas de religiosos; abriéndose el trono, me pareció ver entre aquellos demonios que estaban debajo de la silla una gran cantidad de almas. Y entonces pregunte a mis Ángeles: - ¿Y estos quiénes son? Y ellos me dijeron que eran Prelados, Jefes de Iglesia y de Superiores de Religión. ¡Oh Dios!!!! Cada alma sufre en un momento todo aquello que sufren las almas de los otros condenados; me pareció comprender que ¡mi visita fue un tormento para todos los demonios y todas las almas del infierno! Venían conmigo mis Ángeles, pero de incógnito estaba conmigo mi querida Mamá, María Santísima, porque sin Ella me hubiera muerto del susto. No digo más, no puedo decir nada. Todo aquello que he dicho es nada, todo aquello que he escuchado decir a los predicadores es nada. El infierno no se entiende, ni tampoco se podrá aprender la acerbidad de sus penas y sus tormentos. Esta visión me ha ayudado mucho, me hizo decidir de verdad a despegarme de todo y a hacer mis obras con más perfección, sin ser descuidada. En el infierno hay lugar para todos, y estará el mío si no cambio vida. ¡Sea todo a gloria de Dios, según la voluntad de Dios, por Dios y con Dios!”[1]. De esto se deduce porqué el Evangelista se detiene en el relato de los exorcismos de Jesús y porqué Jesús realiza exorcismos y porqué nos advierte acerca del peligro mortal que implica para nuestras almas no obedecer la Ley de Dios, porque quien no ama y cumple la Ley de Dios, tiene ya puesto un pie en el Abismo en donde no hay Redención, el Infierno.