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sábado, 17 de febrero de 2024

Jesús es llevado al desierto por el Espíritu para ayunar y orar, allí es tentado por el demonio por cuarenta días

 


(Domingo I - TC - Ciclo B – 2024)

         La Iglesia inicia el tiempo litúrgico de Cuaresma que comienza el Miércoles de Ceniza y finaliza antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo, y está caracterizado por el ayuno, la abstinencia, las obras de misericordia, y sobre todo el propósito de conversión al Hombre-Dios Jesucristo, conversión que significa dejar atrás las cosas del mundo para que en el corazón, colmado por la gracia santificante que nos concede el Sacramento de la Penitencia, se convierta en morada santa del Cordero de Dios, Jesucristo.

Como su nombre lo indica -Cuaresma viene de cuarenta-, los cuarenta días de Cuaresma recuerdan los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto antes de comenzar su ministerio público, eso explica por qué el Evangelio corresponde al momento en el que el Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto para que haga ayuno y oración durante cuarenta días, además de ser tentado por el Demonio; secundariamente, en Cuaresma se recuerdan también los cuarenta años que los israelitas pasaron en el desierto mientras buscaban la Tierra Prometida, cuarenta años que son un símbolo de nuestro paso por la vida terrena, por el desierto de la vida, antes de llegar a la Jerusalén celestial. Entonces, en Cuaresma la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo recuerda principalmente su estadía en el desierto por cuarenta días, antes de comenzar su ministerio público y en los que Jesús no comió ni bebió nada, alimentándose solamente de la oración, debiendo además soportar y resistir las acechanzas del Demonio.

Ahora bien, para poder aprovechar el tiempo de gracia que supone la Cuaresma, se debe considerar que no es un simple “recuerdo” de lo que Jesús hizo en el desierto; no es una mera “conmemoración”, no es una simple función de la memoria que trae al presente un hecho pasado, aun cuando lo haga de forma piadosa y llena de fe. En la Cuaresma, la Iglesia Católica, en su conjunto, además de conmemorar, de recordar la estadía de Jesús en el desierto, “participa”, por el misterio de la liturgia, de la Cuaresma de Jesucristo, de manera que es como si la Iglesia fuese llevada, en el tiempo y en el espacio, al desierto, junto a Jesús, para participar, para hacer lo mismo que hizo Jesús -orar, ayunar, hacer penitencia- y para soportar los embates del Demonio, las tentaciones del Tentador, cuyo único fin es la perdición eterna de las almas en el Infierno. Entonces, “participar” es una acción mucho más profunda que simplemente “recordar”; podemos decir que, al igual que Jesucristo, que es “llevado por el Espíritu Santo al desierto”, también la Iglesia es llevada, real y místicamente, al desierto, por el mismo Espíritu Santo, para que contemple a Jesús y para que haga lo que Jesús, como Supremo Maestro de la humanidad, hace, es decir, orar, ayunar, hacer penitencia y resistir, con la misma oración y con el ayuno, a las tentaciones del Enemigo de Dios y de las almas. Esto quiere decir que todos y cada uno de nosotros somos llevados al desierto, para estar al lado de Jesús, para contemplarlo y para aprender de Él, para aprender a orar, a hacer ayuno, penitencia, obras de misericordia y también para aprender a resistir a las seducciones, trampas y tentaciones que el Demonio coloca en el camino de cada alma para lograr perderla. Es de sentido común que decir “ser llevados al desierto junto a Jesús”, no significa que nos debamos trasladar literalmente al desierto, eso es obvio; significa que cada uno, en su estado de vida que le corresponde, tiene la oportunidad, la gracia, de participar de la Cuaresma de Jesús; esto quiere decir que, cuanto más se contemple a Jesús, tanto más se aprenderá de Él el hacer oración, ayuno, penitencia, obras de caridad. Independientemente de la profesión, de la edad, del estado de vida de cada bautizado, ser llevados al desierto junto a Jesús para participar de su Cuaresma es un don del Cielo, un regalo inmenso e inmerecido, porque nos enseña a luchar contra nuestras pasiones depravadas, contra nuestros vicios y pecados y nos enseña a desear ser santos, a llevar a Jesús en el corazón con el alma en gracia, luego de hacer una buena confesión sacramental. Pero también es verdad lo opuesto: el católico que en Cuaresma sigue espiritualmente como si nada ocurriera, es decir, si continúa con su vida pagana, con sus inclinaciones a las bajas pasiones, con su materialismo, no aprovechará nada de la Cuaresma y así los cuarenta días serán cuarenta días perdidos para comenzar la conversión a Cristo y lo que es peor, el Demonio lo seguirá sosteniendo firmemente con sus garras, aprisionándolo sin que el alma ni siquiera se dé cuenta, porque como dice Santa Teresa de Ávila, “para quienes viven en pecado mortal, el Demonio les hace creer que esta vida terrena es para siempre” y así engañados, no buscan ni buscarán nunca la conversión a Cristo, permaneciendo tristemente aferrados al pecado y encadenados a Satanás. Quien viva la Cuaresma no solo sin hacer penitencia, sino escuchando música profana, alcoholizándose, buscando fiestas mundanas en la que Dios no está; o para quien no haga el sincero propósito de combatir su pecado dominante -en algunos es la ira, en otros la lujuria, en otros la pereza, y así sucesivamente-, para esos tales, la Cuaresma será una pérdida de tiempo y lo que es peor aún, perderá todas las gracias que Dios, a través de la Virgen, tenía pensado concederle para que ganara la vida eterna en el Cielo, dirigiendo su alma al Reino de las tinieblas y no al Reino de Dios.

Tomemos conciencia de lo que significa la Cuaresma, aprovechemos este tiempo de gracia para que verdaderamente comencemos el proceso de conversión que nos llevará a desear tener en el corazón a Jesús Eucaristía en esta vida y a adorar a Jesús Eucaristía, al Cordero de Dios, en la vida eterna.

miércoles, 26 de febrero de 2020

La Cuaresma es tiempo de conversión



(Domingo I - TC - Ciclo A - 2020)

          Con el Miércoles de Cenizas, la Iglesia inicia un nuevo tiempo de Cuaresma. Este tiempo de Cuaresma es un tiempo de gracia y su objetivo es lograr la conversión del alma. ¿Qué significa conversión? Para darnos una idea, traigamos a la memoria el ciclo del girasol: cuando es de noche, el girasol se encuentra doblado hacia el suelo y con su corola cerrada; a medida que se acerca el amanecer, cuando la estrella de la mañana indica que está por finalizar la noche y por comenzar el día, el girasol inicia un movimiento en el cual se yergue y, cuando el sol aparece en el cielo, su corola se abre y se orienta hacia el sol y a medida que el sol se desplaza por el cielo, el girasol, con su corola completamente desplegada, sigue el desplazamiento del sol por el cielo. Para comprender la alegoría, debemos reemplazar los elementos del ciclo del girasol por elementos espirituales y sobrenaturales. Así, el girasol es el alma; la noche es el tiempo que vive el alma alejada de Dios, en el pecado, lo cual es opuesto a la conversión y a la vida de la gracia; el girasol orientado en la noche hacia el suelo, significa el alma sin gracia y sin conversión, que está toda inclinada hacia las cosas de la tierra, dominada por las bajas pasiones; la estrella de la mañana, que indica el fin de la noche y el comienzo del día, representa a la Virgen, Lucero de la mañana, que indica el fin de la oscuridad para el alma y el comienzo de una nueva vida, la vida de la gracia en Cristo Jesús; el sol que aparece en el cielo, en el amanecer, indicando el inicio de un nuevo día, representa a Cristo Dios, llamado también “Sol de justicia”, que ilumina al alma con su luz y le concede la vida de la gracia; por último, el girasol, con su corola desplegada y mirando al sol y siguiéndolo en su recorrido por el cielo, significa el alma en gracia, que “sigue a Cristo dondequiera que vaya” y que ya tiene puesto su corazón en el cielo y ya no en la tierra.
          La Cuaresma es entonces este tiempo de conversión, en la que el alma, si no está convertida, debe buscar la conversión, esto es, mirar con los ojos del alma a Cristo Dios y tener su corazón en el Reino de los cielos y no en esta tierra. Para lograr este objetivo, es que la Iglesia dispone este tiempo de gracia que es la Cuaresma, para que el alma, por medio de la oración, el ayuno, la penitencia y las buenas obras, sea como el girasol en pleno día: que siga a Cristo Dios “dondequiera que vaya” y desee habitar en el cielo y ya no más en la tierra.

Viernes después de Cenizas



(Ciclo A – 2020)

         “Los amigos del Esposo ayunarán cuando les sea quitado el Esposo” (cfr. Mt 9, 14-15). Los discípulos de Juan el Bautista se acercan a Jesús y le preguntan cuál es la razón por la cual sus discípulos no ayunan, como sí lo hacen en cambio ellos y los fariseos. Jesús contesta con una respuesta enigmática: “¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán”. Es decir, Jesús les dice que, mientras sus discípulos estén con el esposo, no harán ayuno; en cambio sí lo harán, cuando el esposo les sea quitado. Para entender la respuesta de Jesús, hay que comprender a qué se refiere Jesús cuando dice “esposo” y es a Él mismo: en efecto, Jesús es el Esposo de la Iglesia Esposa lo cual quiere decir que cuando Jesús dice “esposo”, se está refiriendo a Él mismo. Es de este modo entonces que se entiende la respuesta de Jesús: antes de que el Esposo-Jesús sufra la Pasión, los discípulos suyos no harán ayuno, porque están con el Esposo; cuando el Esposo-Jesús les sea quitado por la Pasión y Muerte en Cruz, entonces sí harán ayuno. Éste es el sentido de la respuesta de Jesús.
         Y si bien Jesús ha resucitado y está glorioso y resucitado en la Eucaristía y por eso podemos decir que el Esposo está con nosotros, la Iglesia ha establecido que el ayuno sea una forma de oración válida para alcanzar las gracias de Dios que necesitamos. La Cuaresma es el tiempo más propicio para el ayuno –ayuno sobre todo de obras malas, pero ayuno también de alimentos, un día determinado y según las posibilidades de cada persona-, porque es el tiempo litúrgico que más nos acerca a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, el tiempo en el que el Esposo de la Iglesia Esposa es quitado por la muerte en Cruz.




domingo, 24 de marzo de 2019

“Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”



(Domingo III - TC - Ciclo C - 2019)

         “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera” (Lc 13, 1-9). Le traen a Jesús los casos de unos palestinos que habían fallecido y cuya sangre Pilatos mezcló con la sangre de los sacrificios y Jesús a su vez trae a colación el caso de los palestinos muertos por la caída de una torre. La razón de invocar esas dos tragedias es que todos pensaban que esas desgracias les habían ocurrido por ser pecadores, pero Jesús los saca de su error: no quiere decir que porque ellos murieron eran pecadores o más pecadores que el resto que no murió, porque todos los hombres son pecadores y si no se convierten, todos perecerán “de igual manera”. Esto es válido en primer lugar para los mismos judíos, para quienes en primer lugar se aplica la parábola de la higuera que no da fruto. En otras palabras, Jesús les advierte que todos, empezando por los judíos, son merecedores de la condenación eterna si no se convierten. Es decir, la muerte terrena ha de llegar, inevitablemente, a todos, ya sea que pertenezcan al Pueblo Elegido o no; ya sea que sean pecadores o no; lo que en realidad importa no es morir o no morir, sino el hecho de estar convertidos en el momento de la muerte para no sufrir la segunda muerte, la muerte eterna, la muerte del que se condena en el Infierno.
La aclaración es necesaria porque muchos piensan equivocadamente que las desgracias terrenas suceden con las personas que están lejos de Dios -no están convertidos-, pero según Jesús eso es un error porque la muerte terrena acecha tanto a quienes están cerca como a quienes están lejos de Dios. Lo que Jesús pretende hacer ver es que lo importante en definitiva es estar preparados de cara a Dios para que, cuando ocurra la muerte terrena, el alma esté en condiciones de atravesar el juicio particular y así poder entrar en la vida eterna. Si una persona vive más años en la tierra, eso puede indicar que Dios le está dando oportunidad para que convierta su alma, es decir, para que sus potencias, la inteligencia y la voluntad, comiencen a estar guiadas por la luz de la gracia, de modo que sus obras sean meritorias para la eternidad. En esto consiste la conversión del corazón: en que el alma deja de estar guiada por sí misma, para estar penetrada y guiada, desde lo más profundo de su ser, por la gracia divina, gracia divina que para los católicos viene por los sacramentos. Dicho sea de paso, significa que, para un católico, alejarse de los sacramentos –ante todo, la Confesión y la Eucaristía- significa, en la práctica, alejarse de Dios y alejar también la posibilidad de la conversión.
Ahora bien, para significar la importancia y la necesidad de la conversión, Jesús pronuncia la parábola de la higuera (25-30) que no da frutos: el jardinero convence al dueño de que no la corte, que le dé tiempo para que él la abone y espere a ver si da frutos el próximo año, de lo contrario, sí la cortará. La interpretación alegórica de la parábola de la higuera es clara: Israel ha estado recibiendo del dueño de la higuera –Dios Padre- la atención y dedicación más esmerada, como lo prueba la presencia del Hombre-Dios Jesucristo en medio del Pueblo Elegido, pero debido a que no responde a los cuidados que el jardinero le da –no solo lo rechazan a Él como Mesías, sino que lo crucifican-, se desencadenará sobre Israel rápidamente el castigo divino[1] y es esto lo que significa que la higuera “será cortada”.
Es decir, esta parábola se aplica en primer lugar a los judíos[2], ya que ellos son la higuera que no da frutos de santidad a pesar de haber sido tratados con deferencia por parte de Dios al enviarles a Dios Hijo en Persona y es esto lo que está claro en la interpretación de la parábola de la higuera: si los judíos no se convierten por su predicación y sus milagros, serán “excluidos del Reino de Dios, mientras aquellos a quienes han despreciado como desechados por Dios serán recibidos”[3].
Sin embargo, la parábola de la higuera que no da frutos y a la cual el dueño quiere cortarla se aplica también al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica: la higuera sin frutos es el alma a la que Dios le concede vida pero aun así no se convierte, es decir, no da frutos de santidad y por eso Dios decide llamarla para que comparezca ante el Juicio Particular. Es ahí cuando Jesús –el Divino Jardinero- intercede ante el Padre para que no lo llame ante su presencia: le dice que espere, que Él llamará a su alma, le infundirá la gracia del arrepentimiento sincero de corazón y esperará a que se convierta; si el alma no se convierte, entonces sí será llamada ante el Juicio Particular.
La Cuaresma es tiempo de reflexión y meditación acerca de cómo es nuestra relación con Dios, es decir, acerca de si estamos convertidos hacia Él o si no lo estamos, de si respondemos a los múltiples llamados a convertirnos o hacemos caso omiso de ellos. Estar convertidos quiere decir que el alma vive la vida de la gracia, que es la gracia la que toma el control de la mente, de la razón y de la voluntad y las orientan a Dios, a fin de que las obras realizadas sean obras meritorias para la vida eterna. No estar convertidos es estar guiados por los criterios del mundo y no por los de Cristo, es no tener en cuenta ni sus mandamientos ni su gracia, sino seguir los propios dictados del corazón, sin importar si estos se oponen o no a Dios y a su Ley y Mandamientos.
“Si no os convertís, todos pereceréis”. Jesús no se refiere a la muerte terrena, porque es un hecho que todos hemos de morir en la primera muerte, la muerte terrena: Jesús nos advierte que, si persistimos en la vida del hombre viejo, el hombre carnal, el hombre atraído por las pasiones y por las cosas bajas de la tierra, habremos de presentarnos así ante el Juicio Particular, sin conversión y si no estamos convertidos para ese momento, en que se decide nuestro destino eterno, moriremos la segunda muerte, es decir, seremos condenados por la eternidad. No desaprovechemos la Cuaresma y hagamos el propósito de convertir nuestro corazón al Dios del sagrario, Jesús Eucaristía.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Ediciones Herder, Barcelona 1957, 617.Cfr.
[2] Orchard, o. c., 618.
[3] Cfr. Orchard, o. c., 618.

sábado, 9 de marzo de 2019

Sábado después de Cenizas 2019



       Cuaresma es tiempo de conversión. Ahora bien, ¿qué quiere decir conversión? La conversión es la renovación interior que no consiste solamente en una rectificación de la voluntad o simple cambio de dirección, sino ante todo consiste en una transformación y elevación de la voluntad realizada por la gracia, que infunde el amor sobrenatural de Dios, la caridad: cuando esto sucede, el amor de Dios se convierte en principio de una nueva vida sobrenatural, colocando a la voluntad en una esfera completamente nueva, la esfera de la vida de la gracia, de la vida en Dios; significa que la voluntad comienza a obrar de un modo nuevo, que comienza a amar de un modo nuevo, con una capacidad nueva, y es la capacidad de amar a Dios como Él mismo se ama. La voluntad es así transformada por la gracia, pero no sólo la voluntad es transformada: todo el ser es transformado y elevado interiormente por medio de la gracia de la filiación divina y de la participación en la divina naturaleza. ¿Cómo graficar el proceso de conversión? Podemos tomar, como imagen, al girasol: cuando es de noche, el girasol se encuentra con su corola cerrada, inclinado hacia la tierra, pero cuando comienza a amanecer y aparece la estrella de la mañana, el girasol comienza a elevar su corola, al tiempo que la despliega y la orienta hacia arriba, despegándose del suelo y dirigiéndose hacia el cielo, hacia el lugar en donde aparecerá el sol; luego, cuando el sol aparece en el cielo, el girasol, que ha cambiado completamente su orientación y ya no mira más hacia abajo, sino hacia lo alto, sigue al sol durante su recorrido por el cielo. De la misma manera, el alma que no se ha convertido, es como el girasol en la noche: está cerrada a la acción de la gracia e inclinada hacia las cosas bajas, con su vista fija en la oscuridad e inmersa en las tinieblas. La ausencia de conversión hace que el alma no solo no se interese por la vida en Dios, sino que se sienta atraída y atrapada por las cosas bajas de la tierra; sin conversión, el alma es prisionera de sus pasiones –pereza, gula, ira, lujuria, avaricia- y no encuentra modo de salir de esta prisión, porque es imposible para el alma salir de sus pasiones sin la ayuda de la gracia divina. Sin conversión, el alma vive, como si fuera natural, la vida del hombre viejo, el hombre carnal, el hombre esclavo de las pasiones, los vicios y los bajos instintos. Como el girasol, que envuelto en las tinieblas de la noche, mira hacia abajo, hacia la tierra, así el alma sin convertirse, vive “en tinieblas y en sombras de muerte”, con su rostro espiritual vuelto hacia las cosas bajas de la tierra y esclavo de sus pasiones y vicios.
         Pero de la misma manera a como el girasol, cuando comienza el amanecer y aparece en el cielo la estrella de la mañana que anuncia la llegada del nuevo día y la aparición del sol, así el alma que responde a la gracia de la conversión, que viene invariablemente por la Mediadora de todas las gracias, la Virgen, comienza a despegarse paulatinamente de las cosas de la tierra para comenzar a elevar su vista al cielo. La Virgen es la Estrella de la mañana que, al aparecerse a un alma –no necesariamente de modo visible, sino en el sentido de que comienza a manifestarse su presencia en la vida de la persona-, le anuncia que comienza para el alma un nuevo día, el día de la gracia, en el que brilla el Sol de justicia, Cristo Jesús. Y así como el girasol, con la llegada de la Estrella de la mañana, se despega de la tierra y dirige su corola y la abre en dirección al cielo, en donde aparece el sol, así el alma que por la intercesión de la Virgen recibe la gracia de la conversión y responde a ella, se despega de las cosas de la tierra y comienza a orientar su vida hacia las cosas del cielo, en donde resplandece Cristo, Sol de justicia.
         De esta manera es que se puede graficar la conversión, el proceso por el cual el alma deja de ser atraída por la oscuridad y las cosas bajas de la tierra, para elevarse al cielo y seguir a la Luz Eterna, Cristo Jesús. La Cuaresma es el tiempo propicio para que el alma realice este proceso, el proceso de conversión.  

jueves, 7 de marzo de 2019

Jueves después de Cenizas 2019


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         En Cuaresma la Iglesia ingresa, místicamente, con Jesucristo, al desierto. Ingresa con Él para participar de su ayuno y de su oración, que es también misericordia, porque Jesús lo hace para salvar a la humanidad. Es decir, en Cuaresma, en cuanto tiempo litúrgico, la Iglesia no hace un mero recuerdo de los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, sino que ingresa con Él, de manera mística, misteriosa y sobrenatural, en el desierto, para participar de su oración, de su ayuno y de su misericordia, porque rezar por la salvación de los hombres es la mayor obra de misericordia que pueda ser hecha.
         Esto tiene repercusiones en la vida espiritual, porque al no tratarse de un mero recuerdo, la Cuaresma no se reduce a un hábito cultural-religioso, sino que consiste en una participación activa que la Iglesia, en cuanto Cuerpo Místico de Jesucristo, realiza en íntima unión con Él, para salvar a la humanidad. Si la Cuaresma fuera sólo un recuerdo cíclico, anual, del ingreso y estadía de Jesús en el desierto, las prácticas cuaresmales y la misma Cuaresma no tendrían más que un valor meramente simbólico y se reducirían al recuerdo de un hecho pasado. Un recuerdo piadoso, pero solo un recuerdo al fin y al cabo. Sin embargo, al ser una participación directa, real, actual, de la Iglesia que en cuanto Cuerpo Místico de Cristo realiza en conjunto con su Cabeza, Cristo, en la unión del Espíritu Santo, entonces deja de ser un mero hábito cultural-religioso, para convertirse en un hecho salvífico.
En Cuaresma la Iglesia actúa en unión con su Cabeza, Cristo Jesús, unida a Él por el Espíritu Santo, de modo análogo a como el cuerpo, unido a la cabeza, actúa en unidad de vida con la cabeza, al estar animados ambos por la misma alma. Entonces, así como es el Espíritu Santo el que lleva al Señor al desierto, así también es el Espíritu Santo el que hace ingresar a la Iglesia, Cuerpo Místico de Jesucristo, en el desierto espiritual, para participar con Él de su ayuno, de su oración y de su misericordia. Significa que cuando un simple fiel hace oración, ayuno y penitencia en Cuaresma, no es sólo él, en forma aislada quien lo hace, sino que es él en cuanto miembro del Cuerpo Místico de Jesucristo que reza, hace ayuno y penitencia y obra la misericordia, para no solo combatir y derrotar al espíritu del mal, sino que, en unión con su Cabeza, Cristo Jesús, y por el poder de su gracia, al mismo tiempo que combate y vence al mal, salva a la humanidad. En Cuaresma entonces la Iglesia participa de la misión salvífica de Cristo, internándose con Él, espiritual y sobrenaturalmente, en el desierto y, en unión con Él, hace oración, ayuno y penitencia y obra la misericordia.

viernes, 2 de marzo de 2018

La parábola de los viñadores homicidas



"Los viñadores homicidas"
(Abel Grimmer)

         “Los arrendatarios mataron al heredero…” (cfr. Mt 21, 33-43.45-46). En la parábola de los viñadores homicidas, cada elemento natural representa una realidad sobrenatural. Así, por ejemplo: el Dueño de la Viña es Dios Padre; el Heredero es Dios Hijo; la Viña es la verdadera y única Iglesia de Dios, que antes de Cristo estaba formada por el Pueblo Elegido, los judíos, y después de Cristo, está formada por la Iglesia Católica; los viñadores arrendatarios y homicidas son los judíos; los enviados por el dueño para reclamar el pago del alquiler, son los santos y profetas del Antiguo Testamento; los nuevos arrendatarios, a los cuales el dueño entregará la viña luego de quitárselas a los antiguos, convertidos en homicidas, son los hijos adoptivos de Dios, los bautizados en la Iglesia Católica.



"Los viñadores homicidas"
(Abel Grimmer)

         La parábola de los viñadores homicidas nos revela entonces cómo los judíos mataron a Jesús, la Palabra de Dios, crucificándolo, al elegir sus propias tradiciones antes que la gracia del Hijo de Dios.
         Ahora bien, los católicos también matamos la Palabra de Dios en nuestros corazones, toda vez que rechazamos la gracia santificante y elegimos el pecado.
         La Cuaresma es el tiempo propicio para la conversión, que consiste precisamente en preferir la gracia antes que el pecado y desear la muerte terrena antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado.


martes, 13 de febrero de 2018

Miércoles de Cenizas




(TC - Ciclo B – 2018)

         Con el Miércoles de Cenizas da inicio el tiempo litúrgico conocido como “Cuaresma”, el cual finaliza la noche del Sábado Santo. ¿Cuál es el sentido de la ceremonia de imposición de cenizas, que es la que da el nombre al día en el que inicia la Cuaresma? Ante todo, es necesario recordar que la imposición de cenizas es un sacramental, lo cual quiere decir que, como todo sacramental, no confiere la gracia, pero sí predispone al alma para recibirla. En cuanto al sentido de la ceremonia, hay que decir que, por la imposición de cenizas, la Iglesia recuerda al hombre dos cosas, expresadas en las dos oraciones que el sacerdote pronuncia: que “es polvo y al polvo regresará” –es decir, que es un ser frágil que camina, día a día, a la muerte- y que debe convertir su corazón a Jesucristo si quiere, al final de sus días en la tierra, ingresar en las Moradas eternas –“Conviértete y cree en el Evangelio”-.
         El recuerdo de estas dos realidades es absolutamente necesario; de lo contrario, el hombre cree que esta vida es para siempre y cuando pierde el horizonte de la vida eterna –ya sea con el posible castigo eterno en el Infierno por sus malas obras, o el premio de la eterna felicidad si obra el bien y cree en Jesucristo-, el hombre se aferra a esta vida temporal y a sus bienes pasajeros, pensando que ha de vivir para siempre y que sus bienes también. Una vez perdido el horizonte de eternidad –en el dolor o en la alegría-, el hombre no duda en cometer toda clase de maldades contra su prójimo para aumentar sus posesiones, creyendo vanamente que estas le darán felicidad. Sin el destino de eternidad, el hombre trata de convertir a esta vida terrena en algo inexistente, como lo es el paraíso terreno. Sin la perspectiva de la eternidad, y sin convertir su corazón al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, el hombre endurece su corazón, se apega a la tierra, al mundo y a sus vanidades, y vive una vida de pecado. Además, el Demonio acude para profundizar este error vital, según Santa Teresa de Ávila: “El Demonio hace creer, a los que viven en pecado mortal, que sus placeres terrenos durarán para siempre”. Para que el ser humano no caiga en este error –o para que salga de él, si ya ha caído-, es que la Iglesia inicia la Cuaresma con la ceremonia de imposición de cenizas: para recordarle que tarde o temprano ha de morir, y que debe convertir su corazón si es que quiere ingresar en el Reino de los cielos, al final de su vida terrena.
         Hay otro aspecto a considerar en la imposición de cenizas, y es el hecho de que con esta ceremonia la Iglesia inicia el tiempo litúrgico en el que, místicamente, acompaña al Redentor, Jesucristo, en su ingreso al desierto, para participar de lo que Jesús hace allí. Jesús va al desierto “llevado por el Espíritu Santo”, dice la Escritura- para hacer penitencia, ayuno y oración por cuarenta días, como preparación para la Pasión, Muerte en Cruz y luego la Resurrección. En Cuaresma, la Iglesia toda, con la imposición de cenizas, comienza a participar del retiro de Jesús en el desierto; se trata no de una mera imitación en el recuerdo, sino de una verdadera participación, mística y sobrenatural, de la oración de Jesús en el desierto.
Porque el hombre tiende a olvidar que día a día se dirige a la muerte terrena y que le espera la eternidad –que puede ser de dolor o de alegría, según sean sus obras- y que si no convierte su corazón, no solo no entrará en el Reino de los cielos, sino que se condenará eternamente en el Infierno, es que la Iglesia celebra la ceremonia de la imposición de cenizas.
Como hemos dicho, esta tiene el fin de hacer recordar al hombre su condición de “nada más pecado” y encima pecado que se rebela contra Dios y su Ley. Por la imposición de cenizas, la Iglesia le recuerda al hombre que es “polvo” y “regresará al polvo”, porque esto que somos ahora, con este cuerpo unido al alma, terminará inevitablemente convirtiéndose en polvo, con la muerte, cuando el alma se separe del cuerpo y sea llevada ante Dios para recibir el Juicio Particular, mientras el cuerpo comienza su proceso de descomposición orgánica.
La Iglesia nos recuerda nuestra condición de meros transeúntes, peregrinos, en el desierto de la vida; nos recuerda que no somos más que caminantes, que nos dirigimos, por el desierto de la historia y de la vida, a la Jerusalén celestial, razón por la cual nada debemos tomar como definitivo en esta vida, sino que debemos vivirla con el corazón elevado a los bienes celestiales. Ése es el otro fin de la imposición de cenizas: que nos convirtamos a Jesucristo y su Evangelio, lo cual significa despegar el corazón de las cosas terrenas, no solo de las malas, lo cual es más que obvio que debemos hacer, sino incluso de las buenas –despegarnos en el sentido de que no las tendremos para siempre-, porque es la única forma en que llegaremos a la otra vida. Y en la otra vida, en el Reino de los cielos, veremos cómo todas las cosas buenas a las que renunciamos por el amor a Jesucristo, lo recuperaremos, libre de toda concupiscencia, y purificado en el Amor de Dios.
         “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”; “Conviértete y cree en el Evangelio”. Quien tiene en la mente y en el corazón que es solo polvo y que se convertirá en polvo por la muerte, y que debe convertir su corazón si quiere entrar en el Reino de los cielos, ese tal, encontrará su delicia en la Comunión Eucarística, porque allí se nos da la Vida eterna, la vida del Cordero de Dios, y en ella se nos anticipa la feliz eternidad del Reino de los cielos. La Cuaresma es el tiempo propicio para preparar el corazón y, en estado de gracia, recibir la Sagrada Comunión, que nos da la vida eterna y nos anticipa la eterna felicidad del Reino de Dios.


miércoles, 8 de marzo de 2017

“Venid, benditos (…) Apartaos, malditos”


“Venid, benditos (…) Apartaos, malditos” (cfr. Mt 25, 31-46). En el día del Juicio Final, Jesús les dirá, a los que se salven: “Venid, benditos”, mientras que, a los que se condenen, les dirá: “Apartaos, malditos”. ¿En qué se basará para bendecir a unos y maldecir a otros? En las obras libremente realizadas por cada uno: a quienes libremente practiquen la misericordia para con sus prójimos más necesitados, les dará misericordia, los bendecirá y los introducirá en su Reino, para siempre. En cambio, a los que libremente se negaron a ser misericordiosos, les negará misericordia, los maldecirá, y los arrojará fuera de su Presencia, el Infierno. Ambos destinos, son para siempre.

“Venid, benditos (…) apartaos, malditos”. Jesús es un Dios Misericordioso, y puede que, quienes interpretan mal a esta misericordia, consideren que Jesús es incapaz de maldecir, y sin embargo, sí lo hará, al fin de los tiempos. No de modo arbitrario –lo cual sería algo injusto-, sino según su Divina Justicia, porque dará a los buenos lo que los buenos se ganaron con sus obras libremente realizadas, y dará a los malos lo que los malos libremente escogieron con sus malas obras y con sus ausencias de obras de misericordia. Por lo tanto, es injusto acusar a Dios de la condenación eterna de un alma –o de un ángel-, porque lo que Él hace con su Divina Justicia es simplemente respetar, al máximo, la libre decisión, sea del hombre o del ángel, de realizar o no obras buenas. El encuentro con el prójimo más necesitado se convierte, en esta perspectiva, en la oportunidad de ganar el cielo, para siempre, si obramos para con él la misericordia, aunque también se convierte en la oportunidad de perderlo para siempre y de ganar el Infierno, si es que cerramos nuestro corazón a su pedido de auxilio. En este sentido la Cuaresma, al ser un tiempo dedicado exclusivamente a la penitencia y a las obras de misericordia, es un tiempo ideal para ganar el cielo.

jueves, 2 de marzo de 2017

Jueves después de Cenizas


(Ciclo A – 2017)

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). Jesús explicita las condiciones para ser su discípulo: querer, renunciar, cargar la cruz, seguirlo. Jesús dice “el que quiera”, lo cual significa que no obliga a nadie a seguirlo; ser discípulo de Jesús es una cuestión de libre elección, de ejercicio de aquello que constituye la imagen de Dios en el hombre, y es la libertad. Si alguien “quiere” seguirlo, lo hará libremente; si alguien “no quiere” seguirlo, también lo hará libremente, aunque quien elija esta última opción, sabe también cuál es la consecuencia directa de no seguirlo, y es la pérdida eterna del alma. La segunda condición para ser discípulo de Jesús es “renunciar a sí mismo”, lo cual significa contrariar al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones, al hombre al que seducen y atraen las concupiscencias de la carne –sensualidad- y del espíritu –soberbia-; la renuncia de sí mismo es la renuncia del hombre que lleva en sí las consecuencias del pecado original y de modo concreto, se traduce en renunciar al defecto dominante –por ejemplo, la impaciencia, o la soberbia, o la pereza, y así con cada pecado capital- y esforzarse por crecer en la gracia y en la virtud cristianas, no meramente humanas. Otra condición es “cargar la cruz de cada día”, y esto significa tomar la decisión de querer crucificar al hombre viejo, de conducirlo al Calvario, para que allí muera y de esa manera, sea posible el nacimiento del hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia santificante. La última condición, es “seguirlo”, porque nadie puede salvar el alma por sí mismo, puesto que sólo Jesús es el Único Salvador y Redentor, pero este Salvador y Redentor se dirige, con la cruz, hacia la cima del Monte Calvario, de manera que si pretendemos tomar otro camino que no sea el seguir los pasos de Jesús, que conducen al Calvario, de nada valdrán ni la renuncia a sí mismos, ni el cargar la cruz. Jesús es el “Camino, la Verdad y la Vida”, y nadie puede salvarse, esto es, “ir al Padre”, sino es por Él.
Ahora bien, como el mismo Jesús lo dice, y como lo hemos hecho notar, Jesús no obliga a nadie a seguirlo, puesto que el hombre es libre –en esto constituye su imagen y semejanza de Dios- y, en el ejercicio de su libertad, puede elegir, sin coacción alguna, el no seguir a Dios, pero como esto implica la pérdida del alma, Jesús nos advierte cuáles son las consecuencias de elegir el mundo en vez de elegirlo a Él, y nos lo plantea por medio de una paradoja: “El que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará”. ¿Por qué? Porque “el que quiera salvar su vida” terrena, la entregará al mundo, al dinero, al demonio, y estos perderán su alma para siempre, para la eternidad; en cambio, el que pierda su vida para Cristo y el Evangelio, muriendo al propio yo en la Cruz, la ganará para el cielo, para la vida eterna, porque Cristo lo vivificará con su gracia. Si alguien elige no seguirlo, eso implica abandonar la vida de la gracia y vivir sumergido en el pecado, y es por eso que Jesús vuelve a remarcar las consecuencias de esta elección, esta vez, por medio de una pregunta: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida?”. Parafraseando al Señor, podríamos decir: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el dinero del mundo, si pierde la gracia que lo salva?”.

La Cuaresma es el tiempo de gracia propicio para elegir la renuncia al pecado y al hombre viejo, para seguir a Jesús, camino del Calvario.

viernes, 26 de febrero de 2016

“Si ustedes no se arrepienten, todos van a perecer”



(Domingo III - TC - Ciclo C – 2016)

         “Si ustedes no se arrepienten, todos van a perecer” (Lc 13, 1-9). Jesús trae a colación dos hechos trágicos, en el que murieron de forma violenta varias personas, advirtiéndoles que el hecho de que hayan muerto de esa manera, no significa que ellos eran pecadores y necesitaban conversión, mientras que los que no murieron así, no eran pecadores y por lo tanto no necesitaban conversión. El ejemplo y la aclaración de Jesús es sumamente necesario, porque en el mundo bíblico la muerte violenta –como los ejemplos que trae Jesús- era considerada como un castigo divino por los pecados cometidos. Jesús –que es Dios- les advierte que no es así, puesto que todos los hombres necesitamos conversión; se trata de una advertencia para quien, creyéndose ya convertido, piensa que no necesita hacer nada más por su conversión, lo cual es un error, porque la conversión –que es, en definitiva, el trabajo por la santidad, para que prevalezca el hombre nuevo sobre el hombre viejo-, es una tarea de todos los días, hasta el día de la propia muerte.
         Ahora bien, la advertencia de Jesús va seguida de un consejo: “conviértanse”, porque "de lo contrario, correrán la misma suerte": Jesús nos llama a la conversión, porque la falta de conversión implica estar en un riesgo vital, según sus palabras textuales. Ahora bien, para convertirse, el cristiano debe obrar, de modo concreto y efectivo, porque solo quien obra –en nombre de Cristo y para Cristo-, demuestra que busca la conversión y demuestra también que su fe está viva, puesto que si no se busca la conversión, no se obra, y si no se obra de acuerdo a lo que se cree, es porque la fe está muerta: “Una fe sin obras es una fe muerta”. 
           ¿En qué debe trabajar el cristiano para convertirse? No en los demás, sino en sí mismo y el modo de hacerlo es tomando a los Sagrados Corazones de Jesús y de María como modelos, ejemplos y fuentes inagotables de toda virtud: el cristiano debe comparar su corazón –no el del prójimo, sino el suyo- con los Corazones de Jesús y de María y tender hacia la perfección, esto es, hacia la imitación de Cristo y la imitación de María. Y esto, de modo concreto, constante, diario, en las pequeñas cosas de todos los días. Por ejemplo, quien es susceptible –es decir, se ofende por cualquier cosa-, demuestra una gran soberbia, y la soberbia es la antítesis exacta de la humildad, la virtud del Sagrado Corazón de Jesús y también del Inmaculado Corazón de María. Entonces, el cristiano debe preguntarse: “Jesús y María son humildes y yo soy soberbio, porque me ofendo por cualquier cosa, incluso hasta por cosas que sólo existen en mi imaginación (hay personas que dialogan consigo mismas y terminan enojándose con el prójimo por pensamientos que sólo existen en su mente); ¿qué puedo hacer, de modo concreto, para disminuir mi soberbia y adquirir, aunque sea mínimamente, algo de humildad?”. De la comparación con los Sagrados Corazones de Jesús y María, surge casi de forma inmediata qué es lo que debo hacer para imitarlos, para adquirir y/o crecer en cualquier virtud que sea. Y así con todas las virtudes, trabajando todos los días, todo el día, esforzándose por la imitación de Jesús y María. Un trabajo espiritual de este tipo demuestra que esa alma se esfuerza por la conversión, que es precisamente girar el corazón, desde las cosas terrenas y bajas –las propias pasiones, el propio yo, el orgullo-, hacia Jesús, tal como hace el girasol cuando amanece, cuando comienza a salir el sol.
         Hacia el final, Jesús refuerza la idea de la necesidad imperiosa de la conversión, con la parábola de la higuera que no da frutos y que está a punto de ser cortada, hasta que intercede alguien para que no sea cortada, suplicándole al dueño que la deje un tiempo más, esperando a que dé frutos. El dueño de la higuera es Dios Padre; la higuera estéril somos nosotros, que no nos decidimos a vivir como cristianos, buscando siempre vivir como paganos, lejos de la cruz de Cristo y sin importarnos su imitación; la higuera estéril hachada, es el cristiano al que Dios se cansó de esperar para que diera frutos y lo llama a su Presencia, para recibir el Juicio Particular y el correspondiente castigo por sus malas obras, por su corazón sin conversión; el que intercede ante el dueño de la higuera para que ésta no sea cortada, es Jesucristo, quien desde la cruz, muestra al Padre sus heridas y su Sangre que brota de ellas a borbotones, suplicando clemencia al Padre y pidiendo que nos dé un poco más de tiempo, a ver si en algún momento decidimos empezar a trabajar por nuestra conversión y comenzamos a dar frutos de santidad. La conversión es necesaria para salir de un gran peligro espiritual, común a todos los cristianos –seamos sacerdotes o laicos, según San Antonio de Padua: “El gran peligro de los cristianos es predicar y no practicar; creer, pero no vivir de acuerdo a lo que se cree”.

         Y Dios, mirando a su Hijo en la cruz, golpeado, malherido, agonizante, sangrante, sólo por las heridas y las súplicas de su Hijo, nos concede más tiempo para que nos convirtamos. Pero Dios no espera infinitamente, porque la vida terrena tiene un límite. ¿Cuánto tiempo más vamos a esperar para convertirnos? No sabemos hasta cuándo Dios esperará y soportará nuestra decidia, nuestra pereza espiritual, por lo que la Cuaresma es un tiempo de gracia adecuado, dispuesto por la Providencia, para que dejemos de comportarnos como paganos, como hijos de las tinieblas y comencemos, de una vez por todas, a vivir como cristianos, como hijos de Dios, como hijos de la luz.

lunes, 23 de febrero de 2015

“Lo que hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, Conmigo lo hicisteis”


Jesús -y a su lado, la Virgen- separando a buenos y malos
en el Día del Juicio Final
(El Juicio Final, detalle, Miguel Ángel Buonarotti)

“Lo que hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, Conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 31-46). Con este pasaje evangélico, la Iglesia da el fundamento de porqué el cristiano debe hacer obras de misericordia corporales y espirituales: la Presencia –misteriosa, invisible, pero real- de Jesucristo, el Hombre-Dios, en el prójimo y sobre todo, en el prójimo más necesitado. Debido a esta Presencia real de Jesucristo en el prójimo, el cristiano debe realizar obras de misericordia movido no por un vago sentimiento de filantropía, sino por amor a Jesucristo  Dios y al prójimo, en quien habita Jesucristo. Así, el cristiano se asegura de cumplir el Primer Mandamiento, el mandamiento en el que está concentrada toda la Ley Nueva de la caridad: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.
Al auxiliar a su prójimo, movido por el amor cristiano, el fiel ama a Dios –a Jesucristo, que es Dios, que habita en el prójimo- y ama al prójimo, en quien Dios habita, y así cumple a la perfección el mandamiento más importante. Pero también se ama a sí mismo no con un amor egoísta, superficial, mundano, sino con un amor perfecto, porque el hecho de amar a Dios y al prójimo, le abre las puertas del cielo, ya que escuchará de Jesús, en el Día del Juicio Final: “Ven, bendito de mi Padre, porque tuve hambre y sed; estuve enfermo, preso, y me socorriste”, y este amor a sí mismo es perfecto y no egoísta, porque es el amor que busca la salvación de la propia alma.

“Lo que hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, Conmigo lo hicisteis”. En tiempo de Cuaresma –en realidad, durante todo el año, pero especialmente en Cuaresma-, la Iglesia nos insta a obrar la misericordia, no como mero ejercicio ni virtuoso ni piadoso, sino como forma de ganarnos el cielo. Al auxiliar a Jesús, Presente en el prójimo, Él nos devolverá, todas estas obras de misericordia, multiplicadas al infinito, concediéndonos la vida eterna, el día de nuestra muerte y consumándola para siempre en el Día del Juicio Final. Pero ya aquí, en esta vida, a quien obra la misericordia para con su prójimo, viendo a Jesús Presente en el más necesitado, Jesús lo premia con un premio inimaginablemente más valioso que todo el oro del mundo: para quien obra la misericordia, es decir, para quien da de comer al hambriento; para quien viste al desnudo; para quien da de beber al sediento; para quien visita y socorre a los encarcelados y enfermos; para quien da consejos a quien lo necesita; en fin, para quien obra las obras de misericordia, tal como las prescribe la Iglesia y según su estado de vida, Jesús lo premia, alimentándolo con el Pan de Vida eterna, saciando su sed con la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, vistiéndolo con su gracia santificante, alojándolo en su Sagrado Corazón, es decir, donándose a sí mismo en la Eucaristía. Y este motivo, es el motivo más fuerte, para obrar la misericordia.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Miércoles de Cenizas


(2015)
         “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”. Al imponer las cenizas en forma de cruz, el sacerdote recuerda al fiel bautizado que él, en cuanto hombre, es “polvo” y que “en polvo se convertirá”. Las cenizas tienen entonces una clara intención, la intención de traer al recuerdo del bautizado, que está de paso en esta vida, porque él es “polvo” y se “convertirá en polvo”, como las cenizas que está recibiendo en la imposición. Sin embargo, hay algo más que recuerdan las cenizas. ¿Qué recuerdan las cenizas? Las cenizas del inicio del tiempo de Cuaresma sirven, por lo tanto, al fiel, para recordar varias cosas: que esta vida presente es sumamente frágil y corta, aun cuando se vivan largos años, y que al final de la vida está la muerte, que con su mortífero poder quita al hombre, a todo hombre, su aliento vital, con lo cual el alma se separa del cuerpo y el cuerpo, en poco tiempo, queda reducido a cenizas, similares a las que se le están imponiendo en la frente: así, las cenizas recuerdan, al hombre, su destino de muerte y que por lo tanto, su paso por esta vida es fugaz y, en consecuencia, no debe aferrarse a nada en esta vida, porque todo en esta vida tiene el mismo destino: la  muerte; pero además de recordar la muerte, inevitablemente, las cenizas recuerdan a aquello que introdujo la muerte, esto es, la desobediencia al Amor de Dios, por parte de Adán y Eva, y la obediencia a la voz de Satán, que los instaba a la rebelión contra el Dios de la Vida, lo cual trajo como consecuencia el origen del Primer Pecado, el Pecado Original, pecado que expulsó la gracia, que les concedía la participación en la vida divina, y les introdujo la muerte, el dolor, la enfermedad, al apartarse voluntariamente del Dios de la Vida y del Amor; las cenizas recuerdan, por lo tanto, la condición de pecador al hombre, porque el pecado de los primeros padres se transmitió a toda la humanidad, y se transmitirá hasta el fin de los tiempos, como una mancha pestilente y contagiosa, a todo ser humano que nazca en la tierra; las cenizas recuerdan entonces que el pecado y su consecuencia más funesta, la muerte y el apartamiento del Dios de la Vida y del Amor, es lo que domina toda la existencia humana, desde que nace hasta que muere; las cenizas recuerdan que el hombre muere y se aparta de Dios por el pecado, y que la condición de pecador es la condición que acompaña a todo ser humano desde su nacimiento, pero que este estado de muerte y pecado del hombre, no es la Voluntad de Dios.
Sin embargo, puesto que las cenizas son impuestas con el signo de la cruz, no solo recuerdan el destino de muerte, sino de vida eterna: la imposición recuerda también que el hombre, por Cristo Jesús, está destinado a la vida eterna, por el sacrificio redentor de Aquél que murió en cruz en el Calvario, dando su vida y hasta la última gota de su Preciosísima Sangre, para no solo derrotar a la muerte -destino inevitable de la humanidad, de todo hombre-, al concederle la vida eterna, su vida misma, infundida con su misma Sangre, sino también para quitar la causa de la muerte, el pecado, porque la Sangre del Cordero de Dios quita los pecados del alma; las cenizas recuerdan también el triunfo del Hombre-Dios, por el sacrificio de la cruz, sobre el demonio, instigador del pecado; las cenizas recuerdan que, si bien el hombre es “polvo” y se “convertirá en polvo”, porque está bajo el dominio del pecado, por la gracia de Jesucristo, obtenida por su sacrificio en cruz, el hombre se convierte en luz y en luz divina, luego de la muerte, si vive y muere en gracia, es decir, si acepta a Jesús como a su Dios y Redentor.

“Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”. Al recibir las cenizas, el bautizado recuerda que es pecador y está destinado a la muerte, pero recuerda también que Cristo Jesús, Dios Salvador y Redentor, dio su Sangre y su Vida divinas en la cruz para rescatarlo de este destino de muerte y corrupción y para concederle la vida eterna, para conducirlo al Reino de los cielos, luego de la muerte; en consecuencia, el bautizado, en Cuaresma, hace penitencia por su condición de pecador; hace ayuno corporal y sobre todo, ayuno del mal, como modo de preparar el cuerpo y el alma para la recepción de la gracia santificante, que es lo que le quita la condición de pecador y le concede el ser hijo adoptivo de Dios; finalmente, el bautizado, en Cuaresma, y con las cenizas impuestas en la frente en forma de cruz, obra la misericordia, sobre todo para con su prójimo más necesitado, como forma de acción de gracias por el Amor derramado con la Sangre del Cordero que, por todos los hombres y por su salvación, se inmoló en la cruz. Es esto lo que recuerdan las cenizas.

martes, 4 de marzo de 2014

Miércoles de Cenizas


(Ciclo A – 2014)
         Si bien parece un recordatorio, ya que la fórmula de imposición de cenizas así lo sugiere: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, la Cuaresma dista mucho de ser un mero recuerdo de la Pasión del Señor, o al menos no es un recuerdo como lo entendemos los hombres. Es un recuerdo, sí, pero con características muy especiales, ya que se hace en el tiempo de la Iglesia, que es un tiempo permeado por la liturgia, y la liturgia es un tiempo permeado por la eternidad del Ser trinitario de Dios Uno y Trino. Esto quiere decir que la memoria que se hace en la Iglesia adquiere connotaciones que no se limitan a un aspecto meramente psicológico, antropológico, sino que trascienden de modo absoluto al hombre para proyectarse a la eternidad de Dios Trino o, mejor dicho, es de Dios Trino de donde se originan los misterios litúrgicos que se celebran en la Iglesia y en donde se deben encontrar su raíz y es en donde deben ser contemplados.
         Precisamente, es a la luz del misterio trinitario y a la luz del misterio del Verbo de Dios hecho Hombre, que debemos meditar la frase de imposición de cenizas: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”: fuimos creados por Dios Trino para ser luz y amor por la eternidad, pero por el pecado de rebelión nos convertimos en ese polvo que se nos impone en la frente; a la vez, como esas cenizas que se nos imponen en la frente, se nos imponen con el signo victorioso de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, las mismas cenizas que nos recuerdan que nos convertiremos en polvo, nos recuerdan que si bien hemos de morir a causa de la fuerza de muerte que anida en la carne de pecado, hemos de resucitar a causa de la fuerza vital de gracia injertada por Cristo en nuestras almas en el Bautismo, en la Eucaristía y en los sacramentos en general.

         “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, nos dice la Iglesia en el Miércoles de Ceniza, al inicio de la Cuaresma, para que recordemos que por el pecado, nos encaminamos hacia la muerte; “Recuerda que por la gracia santificante participas de la divinidad y te convertirás en el mismo Dios”, nos dice el mismo Cristo, para que recordemos que por la gracia, nos encaminamos hacia la vida eterna, hacia la feliz eternidad, en donde contemplaremos a Dios Trino cara a cara, en donde Dios será todo en todos, en donde viviremos la felicidad de una eterna Pascua.

jueves, 14 de marzo de 2013

“Ustedes no conocen al que me envió”



“Ustedes no conocen al que me envió” (Jn 7, 1-2. 10, 25-30). Ante la pretensión de algunos que lo escuchan, de saber de dónde viene, Jesús les dice que no lo saben, porque sólo Él conoce al que lo envió, y lo conoce porque “viene de Él”.
         Frente a la negación de su origen divino, por parte de quienes lo escuchan –dicen que saben de dónde viene porque creen que Jesús es solo un hombre, “el hijo de José y de María”-, Jesús afirma su origen divino y celestial, porque está diciendo que viene de Dios Padre, que es “quien lo envió”. Con esto, se equipara a Dios, llamándose a sí mismo Hijo de Dios y Dios Hijo, porque el que viene del Padre es el Hijo, de condición divina igual que el Padre.
         Esta auto-revelación de Jesús como Dios es lo que enfurece a los judíos, que malinterpretan maliciosamente sus palabras, tomándolas como blasfemias, al tiempo que niegan voluntariamente, pecando contra el Espíritu Santo, los milagros que  hace Jesús, los cuales son demostrativos de su divinidad. Así, no demuestran no poseer al Espíritu Santo como fuente de sus pensamientos y de sus deseos, sino que demuestran poseer pensamientos y deseos homicidas, comunicados por el Ángel caído, que es “homicida desde el principio”.
         El evangelista es muy explícito en cuanto a estas intenciones homicidas de los judíos: “Los judíos intentaban matarlo”.
         Lo mismo sucede entre el mundo y la Iglesia: el mundo, convertido en Reino de Satanás por la doble acción conjunta del “Príncipe de las tinieblas” y los hombres perversos unidos y cooperantes con él, desea destruir a la Iglesia con todos los medios posibles, porque las tinieblas no soportan la presencia de la luz. Por ese motivo la Iglesia, Cuerpo Místico de Jesús, está llamada también a sufrir la Pasión, como Jesús, para luego resucitar junto con Él.
         Por la Cuaresma, el bautizado participa, a través del misterio de la liturgia y del tiempo litúrgico cuaresmal, de la Pasión del Señor. El bautizado debe, por lo tanto, intensificar su oración, su penitencia y su caridad, como modos de unión mística y espiritual con Cristo que, en el misterio de los tiempos, continúa su Pasión redentora.
         El sentido último del tiempo de Cuaresma no es la mera ocasión para hacer penitencia según el calendario: es el momento del año litúrgico en el que Cristo concede la gracia de participar de su Pasión redentora a quien libre y voluntariamente se une a Él en el Camino Real de la Cruz.
         Sólo quien libremente carga su Cruz todos los días y lo sigue por el Via Crucis, el Camino de la Cruz, hacia el Calvario, para ser crucificado con Él, sabe, porque se lo ha dicho el Espíritu Santo en Persona, quién es verdaderamente Cristo. Quien carga la Cruz de todos los días y lo sigue camino del Monte Calvario, ése sí conoce a Cristo, porque el Espíritu Santo se lo ha revelado.

jueves, 28 de febrero de 2013

“Si no os convertís, todos vosotros pereceréis”



(Domingo III - TC - Ciclo C - 2013)
         “Si no os convertís, todos vosotros pereceréis” (cfr. Lc 13, 1-9). Jesús invita a la conversión con la parábola de la higuera que, a pesar de los cuidados del jardinero, no da frutos. Así como el dueño de la higuera se cansa de su infertilidad y decide cortarla, así también le sucederá al pueblo judío: Israel ha estado recibiendo la atención más esmerada por parte del Divino Jardinero, Jesús, que ha elegido a Israel para estar en medio de ellos, y los ha hecho destinatarios de los más grandes dones, y sin embargo, el pueblo judío no ha dado frutos de conversión. Jesús advierte, con la imagen de la higuera que está por ser derribada, la inminencia de un castigo, cuya probabilidad de realización se acentúa con el paso del tiempo y el endurecimiento de los corazones. Con la amenaza a la higuera de que será cortada porque no da fruto, Jesús advierte a los judíos que ya no van a tener más el privilegio de contar con el Mesías a su favor y serán humillados cuando vean a aquellos que han despreciado, los gentiles, recibir el Reino de Dios, mientras ellos serán excluidos. La advertencia es que deben dar frutos de conversión y de penitencia, antes de que sea demasiado tarde, porque cuando comience a ejecutarse la orden del Divino Jardinero, el hacha caerá sin piedad sobre la higuera, destrozándola sin compasión para luego ser arrojada al fuego.
         La totalidad de la parábola y de la enseñanza se aplican al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica: la higuera representa a todos los bautizados, que han recibido, en comparación con los paganos, con los que no están bautizados, dones inmensos, impensables, inimaginables, dones que no han sido dados a ningún otro pueblo. Los bautizados están representados en la higuera que recibe el esmerado cuidado del Divino Jardinero, pero que no encuentra frutos adecuados al tiempo y cuidado empeñados.
         ¿Cuáles son los cuidados del Divino Jardinero para con los bautizados? ¿Cuáles son los dones que han recibido los católicos? Los dones que han recibido los católicos son los sacramentos, a través de los cuales se derrama la gracia divina, y estos dones que han recibido los católicos son múltiples, y uno más grande que otro: han recibido el bautismo sacramental, por medio del cual han sido convertidos en hijos adoptivos de Dios; sus cuerpos han sido convertidos en templos del Espíritu Santo y sus almas han sido convertidas en morada de la Santísima Trinidad; sin embargo, la inmensa mayoría ha despreciado este don maravilloso al vivir de modo mundano, profanando este templo con  imágenes, actos, pensamientos, deseos, impuros, o con deseos de venganza contra su prójimo, o con sentimientos malignos de enojo, resentimiento, odio, ira, llenando este templo, en vez de cantos de alabanza a Dios y de amor al prójimo, de horribles blasfemias y sacrilegios, convirtiendo así el templo del Espíritu Santo, que es el cuerpo, en babeante y maloliente cueva de Asmodeo, el demonio de la ira y de la lujuria; han recibido la Buena Noticia revelada por el Hijo de Dios, el Catecismo de Primera Comunión y el Catecismo de Confirmación, por medio de los cuales han aprendido que si obran la misericordia para con el prójimo recibirán el Reino de los cielos, y sin embargo, en vez de encarnar y vivir la Sabiduría divina enseñada en el Catecismo, idolatran a la razón humana, la ciencia sin fe, la razón sin fe, con lo cual han reemplazado el destino eterno en los cielos por un destino humano, horizontal, que no va más allá de la materia y que finaliza en la corrupción de la muerte; los católicos han recibido el Don de los dones, la Sagrada Comunión, el manjar de los ángeles, la Carne del Cordero asada en el fuego del Espíritu, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, el Pan Vivo bajado del cielo, el Don que el Padre, movido por un Amor inefable e incomprensible, renueva en cada Santa Misa, depositando en el altar todo lo que tiene y todo lo que es, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo Jesucristo, pero los católicos, en su inmensa mayoría, desprecian el Milagro de los milagros, la Eucaristía, para acudir en masa, sobre todo los domingos, a ver espectáculos deportivos –fútbol, rugby, carreras-, a pasear y a divertirse, cometiendo pecado mortal por no acudir a recibir a la Vida Increada que late de Amor en la Eucaristía; los católicos han recibido el don de la Confesión Sacramental, por medio del cual el alma que está en pecado mortal regresa a la vida; el alma que tiene pecados veniales se perfecciona porque se le quitan todos; el alma que sólo comete imperfecciones crece en la perfección; el alma que vive en la santidad se vuelve cada vez más santa, porque en la Confesión Sacramental el mismo Jesús en Persona, a través del sacerdote ministerial, derrama su Sangre sobre las almas, quitando toda mancha de pecado, convirtiendo el alma en morada de la Santísima Trinidad, y sin embargo, los católicos profanan este don, cada vez que no se confiesan, o si lo hacen, lo hacen con escasas o nulas disposiciones de conversión, con lo cual anulan los efectos de la gracia; muchos católicos son incapaces de confesar sus pecados a Dios, que por su Amor misericordioso se los perdonará, mientras son capaces de ventilarlos públicamente a los hombres, para que se conviertan en fuente de escándalo; los católicos han recibido el sacramento de la Confirmación, por medio del cual han recibido la fuerza misma del Hombre-Dios Jesucristo, fuerza que los hace capaces de dar testimonio público de Dios Trino y de su Iglesia, y sin embargo, un gran número de católicos se deja doblegar por los respetos humanos, no solo huyendo cobardemente de toda confrontación con los enemigos de la Iglesia "para no tener problemas" y así continuar con su vida cómoda, sino que muchos son como Judas Iscariote, porque permaneciendo en la Iglesia, se unen a los enemigos de la Iglesia y colaboran con ellos en su destrucción, cooperando en el mal de mil maneras distintas; los católicos han recibido el don del Sacramento del matrimonio, por medio del cual los esposos se convierten en imágenes vivientes de Cristo Esposo y de la Iglesia Esposa, contrayendo el deber de vivir el amor, la mutua fidelidad, la castidad conyugal, como medios para mostrar al mundo el misterio de la unión esponsal entre Cristo y la Iglesia, y sin embargo, la inmensa mayoría de los católicos, aprueban -no sólo de modo teórico, sino práctico, porque lo viven en carne propia- el divorcio civil, la infidelidad, el adulterio, el concubinato y todo tipo de familias alternativas, con lo cual se destruye de raíz el “gran misterio” que implica el sacramento del matrimonio, misterio por el cual el mundo debería ver en cada matrimonio católico una imagen viviente de las bodas celestiales entre Cristo y la Iglesia; los católicos han recibido el sacramento que es consuelo para los enfermos y los agonizantes, la Extremaunción o Unción de los enfermos, mediante el cual el alma se prepara mejor para el ingreso a la eternidad, al ser hecha partícipe de la gracia santificante, dando así sentido a la enfermedad, al dolor, a la muerte misma, porque el dolor ofrecido a Cristo crucificado hace participar de su Pasión y de su Redención, convirtiéndose así el enfermo que une sus dolores a Cristo en la Cruz y que recibe la gracia de la Extremaunción, en co-rredentor de sus hermanos, en un co-salvador de la humanidad, junto a Cristo Jesús y a la Virgen María, y sin embargo, los católicos no le encuentran sentido a este sacramento, porque no le encuentran sentido ni a la vida ni a la muerte, y mucho menos al dolor y al sufrimiento, y es así que una gran mayoría es favorable a la eutanasia y al aborto; los católicos han recibido el don del  Sacramento del Orden, por medio del cual un hombre, elegido por Dios no por sus méritos, sino precisamente a causa de su nulidad humana –habrían muchos más santos entre los sacerdotes, si Dios eligiera a los más capaces-, sacramento por el cual Dios Hijo viene en Persona a la tierra por la consagración eucarística y perdona los pecados por la confesión, además de otorgar su gracia santificante por medio de los otros sacramentos, y sin embargo los católicos, en su inmensa mayoría, tienen por poca cosa al sacerdocio, prefiriendo que sus hijos se dediquen a profesiones mundanas que, según su mundano modo de ver, da más prestigio y "status" social, y los jóvenes mismos ven al sacerdocio y a la vida consagrada como algo “triste”, “aburrido”, una vía para fracasados en el mundo que entran en la vida consagrada y en el seminario porque no les queda otro camino.
“Si no os convertís, todos vosotros pereceréis”. La advertencia de Jesús a los judíos es para nosotros: si no nos convertimos, si no dejamos de volcarnos al mundo, si no dejamos de despreciar a la Iglesia y a sus sacramentos, si no iniciamos el camino de la conversión, moriremos, pero no la muerte física, sino la muerte eterna. Para convertirnos, es decir, para iniciar el proceso de santificación que nos conducirá a la vida eterna –proceso consistente en el ayuno, la penitencia, la oración, las obras de misericordia, el amor y el perdón a los enemigos-, para eso está el tiempo de gracia que la Iglesia llama “Cuaresma”.