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jueves, 28 de septiembre de 2023

“Ven a trabajar a mi viña”


 

(Domingo XXVI - TO - Ciclo A – 2023)

         “Ven a trabajar a mi viña” (cfr. Mt 21, 28-32). Con el fin de graficar ya sea el llamado de Dios a trabajar en su Iglesia, como también la respuesta de los elegidos, Jesús relata la parábola del dueño de una viña, que convoca a sus dos hijos para que vayan a trabajar en su viña. Al llamar al primero para que vaya a trabajar, éste le contesta que no va a ir, pero finalmente termina yendo. Acto seguido llama al segundo y lo invita también a que vaya a trabajar en su viña; le contesta que sí irá, pero luego no lo hace. Jesús pregunta a sus discípulos cuál de los dos cumplió el pedido del padre y estos le responden que el primero, es decir, el que había dicho que no, pero luego fue a trabajar. Como en estos dos hermanos están representados tanto los religiosos de vida consagrada como laicos, llamados desde el Bautismo para trabajar en la Iglesia, Jesús finaliza con una dura advertencia para quienes se niegan voluntariamente a ir a trabajar en su viña, que es la Iglesia: los publicanos y mujeres de mala fama entrarán antes que ellos al Reino de los cielos, porque estos escucharon la prédica de Juan el Bautista para la conversión del corazón al Mesías y realmente lo hicieron, mientras que aquellos que se tienen por religiosos, consagrados o laicos, entrarán mucho después. Jesús da el ejemplo de dos categorías de pecadores públicos porque, a pesar de no ser religiosos, se convirtieron por la prédica de Juan el Bautista, a diferencia de muchos que, sin ser pecadores públicos, no se convirtieron por la prédica del Bautista que anunciaba la llegada del Mesías.

La parábola se comprende y la podemos aplicar a nosotros, cristianos del siglo XXI, si reemplazamos sus elementos naturales por elementos sobrenaturales: así, el dueño de la vid es Él, Jesucristo, Dios; la viña es la Iglesia Católica; los hijos llamados a trabajar, somos los hijos adoptivos de Dios, los bautizados en la Iglesia Católica; el trabajo es el que se entiende tanto en sentido material (mantenimiento estructural de los templos) cuanto al trabajo espiritual, que es deber de todo cristiano y que implica el trabajar espiritualmente en la salvación de su alma y en la cooperación para la salvación de sus hermanos.

         En esta parábola se reflejan dos tipos de bautizados: muchos que aparentemente han respondido afirmativamente al llamado del Señor pero que sin embargo, con sus comportamientos anticristianos, como la falta de perdón, la acepción de personas, los juicios malévolos sobre el prójimo, la codicia, el deseo de cargos eclesiásticos para obtener prestigio y poder, y tantos otros anti-ejemplos, demuestran que no están trabajando para el bien de las almas, sino para sí mismos. Es el caso del hijo de la parábola que dice “Sí, voy a trabajar”, pero no trabaja para la salvación de las almas, ya que sigue su propia voluntad y busca su propio interés. En cambio, el otro hijo de la parábola, el que dice “No”, pero sí va a trabajar, representa a muchos bautizados que no están en la Iglesia por diversas razones, pero sin embargo se muestran caritativos, compasivos, comprensivos con el prójimo, demostrando así un corazón noble, al que solo le falta el acceso a los sacramentos, por lo que, con su buen obrar, aunque pareciera que no, sin embargo, trabajan para Dios.

         Al comentar esta parábola, Santa Teresa Benedicta de la Cruz reflexiona acerca del pedido de Jesús acerca de la voluntad de Dios: “que se haga tu voluntad”, resaltando el hecho de que el Hijo de Dios vino a la tierra no solo para expiar la desobediencia del hombre, sino para reconducirlos al Reino de Dios por medio de la obediencia. Dice así: “¡Qué se haga tu voluntad!” (Mt 6, 10) En esto ha consistido, toda la vida del Salvador. Vino al mundo para cumplir la voluntad del Padre, no sólo con el fin de expiar el pecado de desobediencia por su obediencia (Rm 5,19), sino también para reconducir a los hombres hacia su vocación en el camino de la obediencia”[1]. Entonces, en la obediencia a Dios y a su llamada a la santidad, es en donde el alma demuestra que ama o no ama a Dios: esto quiere decir que si alguien está en la Iglesia, pero no cumple los Mandamientos de Dios y de Jesucristo, entonces ese alguien no está haciendo la voluntad de Dios, y es como el hijo de la parábola que dice: “Voy”, pero no va, porque no hace la voluntad de Dios, sino su propia voluntad.

         Al respecto, dice Santa Edith Stein que la libertad dada a los hombres, no es para “ser dueños de sí mismos”, sino para unirse a la voluntad de Dios: “No se da a la voluntad de los seres creados, ser libre por ser dueño de sí mismo. Está llamada a ponerse de acuerdo con la voluntad de Dios”. Si el hombre, libremente, une su voluntad a la de Dios, participa de la obra de Dios: “Si acepta por libre sumisión, entonces se le ofrece también participar libremente en la culminación de la creación”. Pero si el hombre, haciendo mal uso de la libertad, rehúsa unir su voluntad a la de Dios, entonces pierde la libertad, y la razón es que se vuelve esclavo del pecado: “Si se niega, la criatura libre pierde su libertad”. La clave para discernir si se cumple la Voluntad de Dios en la propia vida, es el cumplimiento de la Ley de Dios, de sus Divinos Mandamientos. Así, el hombre que cumple los Mandamientos de Dios y de Cristo, es verdaderamente libre –“la Verdad os hará libres”-, mientras que el que no lo hace, el que no cumple los Mandamientos de la Ley de Dios, aun cuando esté en la Iglesia todo el tiempo, es esclavo de sus propias pasiones, del pecado e incluso del Demonio.

Si el hombre se deja seducir por las cosas del mundo, se encadena al mundo, pierde su libertad y se vuelve vacilante e indeciso en el bien, además de endurecer su inteligencia en el error. El mal católico, el que no cumple la voluntad de Dios, haciendo oídos sordos a su Ley de la caridad, se vuelve esclavo del error y además, su corazón se endurece, al no tener en sí el Fuego del Divino Amor. La única opción posible para que el hombre sea plenamente libre, es seguir a Cristo, quien cumple la voluntad del Padre a la perfección: Dice Santa Edith Stein: “Frente a esto, no hay otro remedio que el camino de seguir a Cristo, el Hijo del hombre, que no sólo obedecía directamente al Padre del cielo, sino que se sometió también a los hombres que representaban la voluntad del Padre”. Quien sigue a Cristo, dice Santa Edith Stein, no solo se libera de la esclavitud del mundo, sino que se vuelve verdaderamente libre y se encamina a la pureza de corazón, porque se une a Cristo, el Cordero Inmaculado y la Pureza Increada en sí misma y por la gracia se hace partícipe de la Pureza Increada del Cordero de Dios, Cristo Jesús: “La obediencia tal como Dios quería, nos libera de la esclavitud que nos causan las cosas creadas y nos devuelve a la libertad. Así también el camino hacia la pureza de corazón”. El peor error que puede cometer el hombre –y es lo que está haciendo el hombre de hoy- es dejar de lado la voluntad y los Mandamientos de Dios, para hacer su propia voluntad, constituyéndose en rey de sí mismo y cayendo en el mismo pecado de soberbia del Ángel caído en los cielos.

“Ven a trabajar a mi viña”, “Ven a trabajar en mi Iglesia”, nos dice Jesús a todos, laicos y religiosos y el bautismo sacramental constituye ya ese llamado a trabajar por las almas; Jesús nos llama a trabajar en su Iglesia, cada uno en su estado de vida, para salvar el alma propia y para ayudar a salvar las almas de nuestros hermanos, de la eterna condenación en el Infierno. Esto es lo que Jesús quiere significar cuando dice “trabajo”, es el trabajo para salvar el alma de la eterna condenación en el Infierno, el cual es real y dura para siempre, y no está vacío, sino que está ocupado por innumerables ángeles rebeldes y almas de condenados, de bautizados que precisamente se negaron a trabajar por su salvación y la de los demás. Jesús nos llama a trabajar en su Iglesia, para que ayudemos al prójimo, no a que solucione sus problemas afectivos ni económicos, sino a que salve su alma y llegue al Reino de los cielos, y el que esto hace, salva su propia alma, como dice San Agustín: “El que salva el alma de su prójimo, salva la suya”.

“Ven a trabajar a mi viña”, nos dice Jesús, y la única forma de decir “Sí” e ir, verdaderamente, es tomando la Cruz de cada día, seguirlo a Él camino del Calvario, cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios y los Mandamientos de Cristo, evitar el pecado, vivir en gracia. Es la única forma en la que no defraudaremos el llamado de Dios a trabajar en su Iglesia, llamado que es para salvar almas y no para obtener puestos de poder.   



[1] Cfr. Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, Meditación para la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.

 

jueves, 25 de septiembre de 2014

“Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”


(Domingo XXVI - TO - Ciclo A – 2014)
         “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios” (Mt 21, 28-32). Esta durísima advertencia la dirige Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, es decir, a quienes se supone que tienen un gran conocimiento de la religión y que por lo tanto poseen un alto grado de santidad. La advertencia es tanto más dura, cuanto que aquellos a quienes va dirigida, son personas religiosas, los sacerdotes y los ancianos del pueblo, y equivale a decirles que, prácticamente, se encuentran a un paso de quedar fuera del Reino de los cielos. Para llegar a esta advertencia, Jesús utiliza la parábola de un padre con sus dos hijos: el padre les pide que vayan a trabajar a la viña; el primero le responde que no irá, pero luego se arrepiente y va; el segundo le dice que sí irá a trabajar, pero no lo hace. Jesús les pregunta a los mismos sacerdotes y ancianos cuál de los dos hijos hizo la voluntad del padre y ellos le responden que el primero, es decir, el que contestó que no iría a trabajar, pero luego se arrepintió y fue a trabajar. Tomando pie en su propia respuesta, les hace la durísima advertencia: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”, y luego da el fundamenta de la aseveración: “Juan vino por el camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él”. Es decir, Jesús les hace ver, a los sacerdotes y ancianos -los religiosos-, que no por aparentar religiosidad, se salvarán y que, por el contrario, aquellos que parecen excluidos de la religión, llegan antes al Reino de los cielos.
El motivo es que Dios no se deja engañar por las apariencias, y aquí radica la enseñanza central de la parábola del padre con los dos hijos: Jesús nos quiere decir que no nos salvaremos por frecuentar el templo y por aparentar religiosidad; nos quiere decir que no nos salvaremos por ocupar cargos dentro de la Iglesia; nos quiere decir que no nos salvaremos por ser sacerdotes, ni por ser dirigentes de movimientos parroquiales o diocesanos; nos quiere decir que no nos salvaremos por aparentar piedad y devoción ante los demás. La razón es que Él, en cuanto Dios, ve la profundidad de los corazones y por lo tanto, no se deja engañar, y sabe qué es lo que hay dentro: sabe si ese corazón es un corazón contrito y humillado, es decir, si es un corazón triturado por el dolor de los pecados y si es un corazón que se humilla ante su Presencia divina; Jesús, en cuanto Dios, sabe si el corazón del hombre es un corazón humilde, que se humilla interiormente ante Él, postrándose en silenciosa e íntima adoración; Jesús, en cuanto Dios sabe, cuando Él entra por la comunión eucarística, si el cuerpo del cristiano es “templo del Espíritu Santo”, como dice San Pablo (cfr. 1 Cor 6, 19), es decir, si está adornado, hermoseado e iluminado interiormente por la gracia y si el corazón ha sido convertido en un altar en donde se lo adore a Él en su Presencia sacramental eucarística o si, por el contrario, su Presencia eucarística pasa desapercibida, a pesar de haber sido recibido en la comunión, porque el cuerpo del cristiano ha sido convertido, de templo del Espíritu Santo, en lúgubre refugio de sombras vivientes, y el corazón, que estaba destinado a ser un altar viviente para la Eucaristía, ha sido convertido en cueva de alimañas y en altares de ídolos paganos. Jesús sabe, en cuanto Dios, más allá de las apariencias externas, si el hombre convierte su corazón en un altar en donde sólo se lo adora a Él y nada más que a Él, y por lo tanto, le son agradables las pobrísimas y humildes oraciones que pueda hacer un corazón como este, aún si este corazón pertenece a un pecador público o a una prostituta, como sería el caso de los ejemplos dados por Jesús.
         “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”. Al hacer esta durísima advertencia, Jesús nos está advirtiendo a todos nosotros, sacerdotes incluidos, que Él, en cuanto Dios, ve la profundidad de todos los corazones, sin excepción y que escudriña con especial atención y cuidado los así llamados “religiosos” y que Él no presta atención a las apariencias externas, sino que Él ve en la profundidad del ser de cada uno. Él sabe cómo somos todos y cada uno de nosotros, porque Él es nuestro Creador, nuestro Redentor y nuestro Santificador, y no se deja engañar por las apariencias, y por eso es que examina nuestros corazones con muchísimo más rigor que los de aquellos que no son llamados “religiosos”, es decir, de aquellos que, por un motivo u otro, no tienen fe; esos son los “periféricos existenciales”, del Papa Francisco, y a los que nosotros, en nuestra soberbia, podemos marginar con el pensamiento, diciendo: “No tienen fe, llevan una mala vida, son pecadores, son malas personas, yo soy mejor que ellos, porque vengo a misa, yo me voy a salvar y ellos no se van a salvar”, y sin embargo, no es así a los ojos de Dios, porque con nosotros cumple a rajatabla lo que dijo en el Evangelio: “Al que mucho se le dio, mucho se le pedirá” (Lc 12, 48). A nosotros, se nos dio mucho: se nos dio el Bautismo; se nos dio el Catecismo, se nos dio la Comunión, se nos dio la Confirmación, se nos dio la posibilidad de la Misa diaria, o al menos, semanal; se nos dio la Madre de Dios, como Madre propia; en cada Domingo, Dios Padre nos dona todo lo que Él tiene, su Hijo Jesús en la Eucaristía, y muchísimas veces, los cristianos lo despreciamos y lo dejamos olvidado en el altar, porque preferimos al televisor antes que a Jesús en la Eucaristía. ¡Cuántos de estos, a quienes consideramos pecadores e indignos, si supieran lo que nosotros sabemos, y si hubieran recibido todo lo que nosotros hemos recibido, no serían mil veces más santos que nosotros! Y ésa es la razón por la cual Jesús nos advierte que ellos, que son pecadores, entrarán antes en el Reino que nosotros, que nos creemos buenos, pero que en el fondo, somos más pecadores que ellos, porque no somos santos, como deberíamos serlo: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”.
         Jesús, en cuanto Dios, ve en el fondo de los corazones de los cristianos, los escudriña a fondo y busca hasta la más mínima mota de polvo y ve si en esos corazones hay no ya odio, que no lo puede haber, ni tampoco rencor ni deseos de venganza, sino ni siquiera enojo, impaciencia; escudriña para ver si encuentra ira, lujuria, pereza, avaricia, soberbia, tristeza, calumnia, difamación, y todo género de maldad, y cuando los encuentra, repite: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”, y se retira de ese corazón, porque la santidad, la majestad, el Amor y la Sabiduría divinos, no soportan estar en un corazón lleno de esas cosas, y mientras se retira de ese corazón, continúa diciendo: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”.
         Jesús no soporta el mal; Jesús no soporta el pecado mortal; Jesús no soporta el pecado venial; Jesús no soporta la imperfección; Jesús quiere que seamos perfectos, como su Padre celestial: “Sed perfectos, como mi Padre es perfecto” (Mt 5, 48). Y podemos serlo, porque en cada comunión eucarística, recibimos la totalidad del Amor infinito y eterno del Sagrado Corazón de Jesús; esto quiere decir, que si nosotros no opusiéramos obstáculos a la acción transformadora del Amor Divino del Sagrado Corazón, derramado sin límites en cada comunión eucarística, una sola comunión bastaría para convertirnos en los más grandes santos que la tierra jamás haya conocido. Baste el ejemplo de Santa Imelda Lambertini, la niña que es Patrona de los niños que realizan la Primera Comunión, que murió de éxtasis de amor, precisamente, en su Primera Comunión: fue tanto el Amor que recibió en su Primera Comunión Eucarística, que murió de amor, literalmente (cfr. http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar). Esto nos hace ver la manera en la que derrochamos la inmensidad de gracias y dones en las comuniones eucarísticas realizadas fríamente, indiferentemente –da terror pensar que algunos la realizan de modo sacrílego-, y que si no hay cambios en nuestra conducta exterior, es decir, si nuestros prójimos no reciben amor, pero no amor sentimental, humano, sino el Amor de Cristo, que es el Amor de caridad, el Amor propiamente divino, el Amor de su Sagrado Corazón, el que hemos recibido en la comunión eucarística, es porque hemos comulgado en vano, es porque el Amor que Jesús derramó en nuestros corazones, no pudo penetrar en ellos, porque nuestros corazones, en vez de ser como esponjas secas arrojadas en el mar –que así deberían ser, para ser impregnadas por el Amor Divino-, se comportaron como frías y duras rocas, impermeables al Amor de Dios.

         ¿Cómo es nuestro corazón, al momento de recibir la Sagrada Eucaristía? ¿Como una roca, fría y dura, impenetrable al Amor Divino, que permanece igual antes, durante y después de la comunión, y así queda al margen del Reino de los cielos? ¿O, por el contrario, nuestro corazón es como una esponja seca, que arrojada en el mar, se empapa del Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y que luego comunica de ese Amor a sus hermanos, haciéndose merecedor del Reino de Dios?