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domingo, 13 de septiembre de 2020

“Tu fe te ha salvado; vete en paz”

 


“Tu fe te ha salvado; vete en paz” (Lc 7, 36-50). La escena del Evangelio, que es real y sucedió verdaderamente en el tiempo y en el espacio, tiene a su vez un significado sobrenatural, que no se ve a simple vista, sino que es necesaria la luz de la fe. En efecto, la mujer pecadora representa a toda alma que viene a este mundo, que nace con el pecado original, aunque también representa a todo pecador y a cualquier pecador, independientemente del pecado que cometa; el perfume con el que la mujer pecadora unge los cabellos y los pies de Jesús y que invade la casa, es la gracia, que invade el alma cuando ésta acude a los pies del sacerdote ministerial, para recibir el perdón divino en la Confesión Sacramental, aunque también es la gracia que recibe el alma del que se bautiza, con lo que se le quita el pecado original; las lágrimas de la mujer representan la alegría de un corazón contrito y humillado que, por la Misericordia Divina, ha recibido el perdón de Dios; el perdón otorgado por Jesús a la mujer pecadora y que es lo que motiva su amor de agradecimiento, es el perdón que recibe toda alma en el Sacramento de la Confesión.

“Tu fe te ha salvado; vete en paz”. Si alguno tiene la desdicha de no estar en estado de gracia, que recuerde el perdón otorgado por Jesús a la mujer pecadora y acuda, con prontitud y agradecimiento, al Sacramento de la Penitencia, para recibir con amor la Divina Misericordia.

jueves, 19 de septiembre de 2019

“Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor”



“Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor” (Lc 7, 36-50). Una mujer, pecadora postrada ante Jesús, llorando sus muchos pecados, vierte un costoso perfume a los pies de Jesús, mientras los cubre de besos y los seca con sus cabellos. La escena, además de ser real la misma esconde una simbología sobrenatural: la mujer pecadora representa a la humanidad caída en el pecado original y que ha sido alcanzada por la misericordia de Dios; el perfume que ella derrama significa la gracia que extra-colma su alma y se derrama hacia afuera, en sus acciones, la principal de todas, amar y adorar a Jesús; el hecho de que esté postrada ante Jesús, significa la adoración que le profesa y la acción de gracias por haber sido perdonada; el llanto significa el arrepentimiento y la contrición de corazón.
En la mujer pecadora, entonces, estamos representados todos los hombres pecadores, todos los que descendemos de Adán y Eva y que por la misericordia de Dios, manifestada en el sacrificio de Jesús en la cruz, hemos sido perdonados. Al igual que la mujer pecadora, debemos pedir la gracia de tener lágrimas de arrepentimiento y mucho amor en el corazón, para postrarnos en acción de gracias ante Jesús Eucaristía por el perdón y la misericordia recibidos.

jueves, 17 de septiembre de 2015

“Sus numerosos pecados le han sido perdonados y por eso demuestra más amor”


“Sus numerosos pecados le han sido perdonados y por eso demuestra más amor” (Lc 7, 36-50). Jesús es invitado a comer a casa de un fariseo. Mientras están sentados a la mesa, una mujer pecadora –muchos sostienen que es María Magdalena- ingresa con un frasco de perfume costoso y vierte el perfume en la cabeza de Jesús; luego, postrada ante Él, besa sus pies, derrama abundantes lágrimas de arrepentimiento, de amor y de agradecimiento, lava los pies de Jesús con sus lágrimas y los seca con sus cabellos. Ante esta escena, el fariseo que ha invitado a Jesús piensa –no dice nada, sino que sólo “piensa” en su interior- que, si Jesús fuera verdaderamente “un profeta”, sabría qué es la mujer que toca sus pies: una pecadora. Jesús, que en cuanto Dios, lee los pensamientos, para responder al interrogante del fariseo, le plantea a Pedro el caso de un prestamista que, teniendo dos deudores, les perdona a ambos la deuda y le pregunta cuál de los dos lo amará más. Pedro responde que “amará más aquél a quien le ha sido perdonada una deuda más grande”. Valiéndose de la respuesta acertada de Pedro, Jesús responde al fariseo -haciéndole ver con su respuesta que Él no es un mero profeta, sino Dios Encarnado, porque sólo Dios puede leer los pensamientos- por intermedio de Pedro: le hace notar a Pedro que él no lo besó, mientras que la mujer besó sus pies; que él no derramó perfume sobre su cabeza, mientras que la mujer sí lo hizo. Lo que hizo la mujer, concluye Jesús, es haber demostrado su amor y puesto que lo ha demostrado así, ha demostrado tener más amor a Jesús que Pedro, aventajando a Pedro en el amor, aun cuando Pedro era el discípulo elegido para ser Papa, además de tener el privilegio de haber sido llamado por Jesús para estar con Él todos los días. Y ha demostrado más amor porque “sus numerosos pecados” le han sido perdonados, que es lo que hace Jesús a continuación, al decirle: “Tus pecados te son perdonados” (con el perdón de los pecados a la mujer, Jesús responde indirectamente al fariseo que había desconfiado de Él, porque así demuestra aún más su condición divina, desde el momento en que sólo Dios puede perdonar los pecados de los hombres).
Ahora bien, en esta escena, sucedida realmente, hay también una representación simbólica de elementos sobrenaturales, incluido el sacramento de la confesión: en la mujer pecadora está representada la humanidad pecadora; el frasco de perfume que porta, es la gracia de la contrición del corazón, que ha recibido en anticipo, antes de recibir el perdón personal y esto representa a toda alma que, habiendo recibido esa gracia, se arrepiente profundamente y acude al sacramento de la confesión; las lágrimas de la mujer expresan exteriormente su arrepentimiento interno, arrepentimiento producido por la gracia santificante; sus besos a los pies de Jesús, expresan su amor por Dios Encarnado y Salvador de los hombres; el perfume con el que unge la cabeza y los pies de Jesús, representa, además de la gracia santificante, la muerte de Jesús y su unción con perfumes en el sepulcro; Jesús que perdona a la mujer arrepentida, es el sacerdote ministerial que, en nombre de Jesús y con su gracia, perdona los pecados del penitente.

Que la Virgen, Medianera de todas las gracias, interceda por nosotros para que, con el corazón estrujado por el dolor de los pecados y lleno de amor hacia Jesús, confesemos nuestros pecados, con tanto dolor y con tanto amor, que seamos capaces de morir antes que volver a pecar, antes que volver a ofender y herir a Jesús, nuestro Dios, nuestro Rey y Señor.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

“Sus numerosos pecados le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor”


“Sus numerosos pecados le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor” (Lc 7, 36-50). Una mujer pecadora se acerca a Jesús, se arrodilla ante Jesús, baña sus pies con sus lágrimas, los seca con sus cabellos y los unge con perfume. Un fariseo, sentado a la mesa con Jesús, se escandaliza por el hecho de que es una pecadora; Jesús, leyendo el pensamiento del fariseo –Jesús lo podía hacer porque era Dios-, le hace ver a Pedro que la actitud de la mujer pecadora expresa un profundo amor porque le han sido perdonados muchos pecados, lo cual no sucede con aquellos a quienes le han sido perdonados pocos pecados. La actitud de la mujer pecadora –en quien está representada la humanidad pecadora que se arrepiente de sus pecados- es importante para comprender tanto la contrición del corazón, como la esencia del sacramento de la confesión, el cual muchas veces no alcanza su eficacia en las almas, al faltar lo que se da en la mujer pecadora y que es, precisamente, la contrición del corazón. En la contrición del corazón –es decir, en el arrepentimiento perfecto de los pecados-, el alma, tocada por la gracia santificante, tiene conciencia clara tanto de la malicia de sus pecados, como de la santidad de Dios Trino: en la contrición, el alma alcanza un arrepentimiento perfecto, porque la mueve a no querer pecar más, ni el temor al infierno, ni el deseo del cielo, sino el amor a Dios, a quien ha contemplado, en el silencio, en la intimidad y en la profundidad de su corazón. El alma contempla a Dios en su majestad, y en su Trinidad de Personas, en sí mismo, pero sobre todo lo contempla en el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios y en la Crucifixión de ese Verbo, y se da cuenta, también iluminada por la gracia, de que han sido sus propios pecados, los que han crucificado al Verbo de Dios, al Hombre-Dios Jesucristo. El alma se da cuenta también que cada pecado actual, es decir, cada tentación no combatida, cada tentación consentida, cada tentación, que a ella le provoca placer, a Jesús, crucificado, le provoca, por el contrario, más dolor; se da cuenta que sus pecados son la causa de la coronación de espinas, de la flagelación, de la crucifixión, y se duele profundamente, y ahí comienza la contrición, la trituración del corazón, por así decirlo, por el dolor y por el amor, porque se duele por haberle provocado tanto dolor -hasta llegar a la muerte de su Dios Encarnado- con sus pecados, y comienza a amarlo con locura. Entonces, ya no es que teme tanto al Infierno -que lo sigue temiendo-, ni es que desea tanto el cielo -que lo sigue deseando-, sino que empieza a amar con locura a su Dios, y por lo tanto, toma la firme determinación de no pecar más, no tanto por temor al infierno, y tampoco por deseo del cielo, sino por verdadero dolor de los pecados y por un profundo amor a su Dios Encarnado y por él crucificado. 
Esta contrición del corazón está expresada en la oración atribuida a Santa Teresa de Ávila[1]: “No me mueve mi Dios, para quererte/el cielo que me tienes prometido,/ni me mueve el infierno tan temido/para dejar por eso de ofenderte./Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/clavado en una cruz y escarnecido;/muéveme el ver tu cuerpo tan herido;/muéveme tus afrentas y tu muerte,/Muéveme en fin, tu amor de tal manera/que aunque no hubiera cielo yo te amara/y aunque no hubiera infierno te temiera./No me tienes que dar por que te quiera,/porque aunque cuanto espero no esperara/lo mismo que te quiero te quisiera./”.
En el caso de la mujer pecadora –muchos dicen que es María Magdalena-, la contrición del corazón se expresa en las abundantes lágrimas que bañan los pies de Jesús y en el derramar el perfume para ungirlos con él, pero se acompaña además de un profundo cambio de vida, puesto que la Tradición habla de la conversión y de la santidad de vida de María Magdalena, desde el momento del perdón de Jesucristo, hasta del día de su muerte (de hecho, es una de las grandes santas de la Iglesia Católica).
“Sus numerosos pecados le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor”. La contrición perfecta de María Magdalena, el arrepentimiento perfecto de sus pecados, fruto de la contemplación del Amor de Dios materializado en Jesucristo y su propósito de enmienda, expresados en su santidad de vida posteriores a su encuentro personal con Jesús, son el ejemplo para todo penitente que se acerca a la confesión sacramental, para que la confesión sacramental no sea algo rutinario, mecánico, vacío, sino un encuentro íntimo, personal, y un diálogo de amor entre un Dios que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 8) y un penitente que es “nada más pecado”, como dicen los santos, pero que está dispuesto a dejarse transformar, por la gracia santificante, en ese Dios Amor, porque ése es el objetivo de la Confesión sacramental: transformar al penitente, que es “nada más pecado”, en una participación y en una imagen viviente del “Dios Amor”. La escena del Evangelio es una imagen de lo que debería suceder en toda confesión sacramental: el penitente debería acudir a la confesión sacramental movido no solo por el dolor de los pecados, sino ante todo, movido por el deseo de ser transformado en una copia viviente del Dios Amor; para obtener esa gracia, es que debe invocar a María Magdalena, ejemplo de arrepentimiento y de contrición perfecta del corazón.




[1] Aunque algunos lo atribuyen a San Juan de Ávila: ya que la idea central del soneto aparece en su obra “Audi filia” en las siguientes palabras: “Aunque no hubiese infierno que amenazase, ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra”. -cap. L. El soneto apareció por primera vez impreso en la obra titulada Vida del Espíritu (Madrid, 1628), del doctor madrileño Antonio de Rojas; cfr. http://www.corazones.org/jesus/poesia/a_cristo_doliente.htm

jueves, 19 de septiembre de 2013

"Sus muchos pecados le son perdonados, porque ha amado mucho"

          

       "Sus muchos pecados le son perdonados, porque ha amado mucho" (Lc 7, 36-50). Una mujer, conocida por ser pecadora pública, se arroja a los pies de Jesús y comienza a llorar tanto sobre sus pies, que debe secarlos con sus cabellos; luego besa los pies de Jesús, y por último los perfuma, derramando un costoso perfume. El gesto de la mujer pecadora es ocasión para el falso escándalo de un fariseo, que piensa que Jesús no debería permitir esto que hace la mujer, puesto que se trata de una "pecadora". En la mente del fariseo, Jesús no debería permitir a la mujer el acercarse siquiera, debido a su condición de pecadora, puesto que los fariseos, que se consideraban a sí mismos puros y justos, porque eran religiosos, temían quedar contaminados con la impureza espiritual del pecado (esto es lo que justifica su actitud el Viernes Santo cuando se niegan a entrar en casa de Pilato, para poder celebrar la Pascua).
          Sin embargo, Jesús no solo permite que la mujer pecadora realice esta obra, sino que la pone como ejemplo del amor que brota de un corazón contrito y humillado, e incluso le dice a Pedro -que es el primer Papa-, que la mujer pecadora, que se ha arrepentido, posee en su corazón más amor que el mismo Pedro, comparando la actitud de uno y otro en relación a Él: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no me ofreciste agua para los pies, mientras que ella me los ha bañado con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de saludo; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besar mis pies. Tú no ungiste con aceite mi cabeza; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume". Jesús compara lo que la mujer pecadora hizo y lo que Pedro no hizo -Pedro no lavó los pies de Jesús, mientras que la mujer los ha bañado con sus lágrimas; Pedro no le dio el beso de saludo, mientras que la mujer pecadora no ha dejado de besar los pies de Jesús; Pedro no ha ungido con aceite la cabeza de Jesús, mientras que la mujer pecadora ha ungido sus pies con perfume-, y concluye que la diferencia entre una y otra actitud, es la diferencia en el amor que hay entre el corazón de Pedro y el de la mujer pecadora: en el corazón de la mujer, que muchos dicen que es María Magdalena, hay mucho amor, hay mucha contrición por los pecados, hay mucha adoración, que surge del corazón contrito y humillado y agradecido por haber recibido la Misericordia Divina; en el caso de Pedro, por el contrario, no hay tanto amor, porque no ha habido muchos pecados, y esto es lo que justifica la conclusión de Jesús: "Por lo cual, Yo te digo: sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. En cambio, al que poco se le perdona, poco ama".
          Este episodio nos muestra cuán distinta es la visión de los hombres -y de los hombres religiosos, representada en el fariseo-, y la visión de Dios: mientras el hombre mira el exterior y las apariencias -la condición de ser "pecadora pública"-, Dios en cambio mira en lo más profundo del corazón, buscando el contenido del corazón, el amor puro, la contrición y la humildad, y cuando esto encuentra, se alegra y se dona a sí mismo a este corazón, sin reservas.
          Puesto que María Magdalena representa a toda la humanidad, caída en el pecado, tanto su corazón contrito y humillado -contrición y humillación expresadas en las lágrimas que bañan los pies de Jesús-, como el amor de adoración a Cristo Jesús en cuanto Hombre-Dios -expresado en el perfume que derrama a sus pies-, constituyen el ideal del corazón que está a punto de recibir la Eucaristía. El que comulga, debe pedir la gracia de tener un corazón como el de María Magdalena: un corazón contrito y humillado, que derrama lágrimas de arrepentimiento, y un corazón lleno de amor y de adoración, que derrama lágrimas de alegría por el Amor de Dios que viene a su encuentro oculto en algo que parece pan pero que ya no lo es. El que comulga debe recibir a Jesús con el mismo corazón y con el mismo amor con el que lo recibió María Magdalena.