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martes, 13 de septiembre de 2022

“No podéis servir a Dios y al dinero”

 


(Domingo XXV - TO - Ciclo C – 2022)

          “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 1-13). Jesús nos advierte acerca de una realidad presente en el mundo desde la caída de Adán y Eva en el pecado original: no se puede servir a Dios y al dinero. La razón es que el hombre debe elegir entre Dios y el dinero y lo que sucede es que en el corazón del hombre no hay lugar para dos amores, para el amor a Dios y el amor al dinero. Ambos amores, aunque son muy distintos porque los objetos de sus amores son muy distintos -no es lo mismo amar a Dios que amar al dinero-, ocupan la totalidad del corazón del hombre. Es decir, en el corazón del hombre sólo hay lugar, podemos decir así, para un solo amor; en otras palabras, el hombre puede tener un solo objeto de su amor y ese objeto puede ser o Dios o el dinero; no pueden ser los dos al mismo tiempo.

          Ahora bien, no es indiferente o indistinto el amar a Dios y el amar al dinero, porque no solo los objetos son distintos, sino que también, para conseguir ambos tesoros -el tesoro espiritual, que es Dios Uno y Trino y el tesoro material, que es el dinero-, el hombre debe realizar acciones que, en la mayoría de los casos, se contraponen entre sí. Además, no es indistinto amar a Dios que amar al dinero, porque la satisfacción que dan ambos amores son muy distintas.

          En cuanto a los objetos, quien ama a Dios, ama a la Santísima Trinidad, a las Tres Divinas Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y esto quiere decir que entabla con Dios una relación de tipo personal y por lo tanto es un amor personal; en cambio, quien ama al dinero, ama a un objeto inanimado, con el que por definición es imposible entablar una relación personal.

          En cuanto a las acciones que el hombre debe realizar para conseguir ambos tesoros, son muy distintas: para conseguir el Tesoro Espiritual infinito y eterno que es Dios Uno y Trino, el hombre debe observar la Ley de Dios, sus Diez Mandamientos, además de los Consejos evangélicos de Jesús; así, el hombre debe acudir al templo el Día de Dios, el Domingo, para adorarlo en la Eucaristía; debe cargar la cruz de cada día; debe amar a su prójimo como a sí mismo; debe amar a sus enemigos personales; debe perdonar setenta veces siete, y así con toda la Ley de Dios. Por el contrario, quien ama al dinero, no tiene una ley divina y por lo tanto moral y ética que regule su obrar, porque quien dicta los Mandamientos es Dios y no el dinero; quien ama al dinero y no a Dios, no guarda los Mandamientos de Dios, no acude a adorar a Dios el Día del Señor, no se preocupa por recibir al Don de Dios por excelencia que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y, lo más grave, como no tiene regla moral que ordene su actuar, con tal de conseguir el dinero, no dudará en cometer todo tipo de maldades contra su prójimo.

          En cuanto a las satisfacciones que brindan ambos tesoros, Dios y el dinero, son muy distintas: Dios concede, a quien lo ama, la Santa Cruz de Jesús, para luego coronarlo de gloria en los cielos por toda la eternidad, concediéndole, por una breve tribulación que supone la vida en esta tierra unido a Cristo en la Cruz, toda una eternidad de felicidad y de alegría para siempre. Por el contrario, el dinero, da satisfacciones meramente materiales, superficiales y pasajeras, porque aunque el hombre viva ciento veinte años en la tierra, siendo el hombre más rico del mundo, no se llevará a la otra vida ni un solo centavo, con lo cual todas sus posesiones en la tierra quedarán aquí en la tierra, mientras que el hombre que amó al dinero antes que a Dios, quedará con las manos vacías y, lo más grave, con el corazón vacío del amor de Dios y lleno del odio del Infierno, para toda la eternidad.

          “No podéis servir a Dios y al dinero”. Cada cual tiene la libertad de elegir a quién servir, si a Dios, o al dinero. Dios nos ha elegido primero a nosotros, para que lo sirvamos en el amor en esta vida, unidos a Cristo en la Cruz, porque nos ha predestinado a la gloria y a la alegría eterna del Reino de los cielos. No cometamos la necedad de dejar de lado a ese Tesoro Infinito y Eterno que es Dios Uno y Trino, por unas miserables monedas de oro y plata que de nada nos servirán para la vida eterna. Sirvamos a Dios en esta vida terrena y la Santísima Trinidad nos colmará de dicha, de gloria y de felicidad para toda la eternidad, en el Reino de los cielos.

domingo, 5 de abril de 2020

Miércoles Santo: "Uno de vosotros me va a entregar"



          “Uno de vosotros me va a entregar” (Mt 26, 14-25). Mientras se desarrolla la Última Cena, Jesús hace una revelación sorprendente: “Uno de vosotros me va a traicionar”. Probablemente, a ninguno de los discípulos -excepto al traidor, obviamente, se le habría pasado por la cabeza traicionar a Jesús. La traición es el más doloroso y también peligroso de los pecados: como una araña maligna y venenosa, que crece a la sombra del hueco en donde está escondida y nadie la ve, la traición crece en el corazón del traidor, mientras lo va envolviendo con la telaraña de la envidia, del egoísmo y de la usura. Judas Iscariote es el traidor y lo traicionará por unas miserables treinta monedas de plata. La traición es lo opuesto a la confianza pero también al amor, porque cuanto más se ama a alguien, más se aleja la posibilidad de la traición; por el contrario, cuanto menos se lo ama y más se ama otra cosa que a la persona -en este caso, Judas amaba más el dinero y a sí mismo que a Jesús-, más cercana y viva se hace la traición, hasta que se consuma. Jesús anticipa proféticamente que “uno de ellos” lo va a traicionar, pero no da el nombre, aunque sí una indicación: aquel que moje con él plato de la comida del cordero. Lo dice de modo casi inaudible, de manera que solo Pedro y Juan lo escuchan. Cuando Satanás ya había entrado en el corazón de Judas, Jesús le dice: “Ve y haz lo que tienes que hacer”; los discípulos creían que se trataba de asuntos relacionados con el apostolado, pero en realidad Jesús le dice que haga lo que él quiere hacer, es decir, traicionarlo. Una muestra de la misericordia de Dios es que no obliga al alma a seguirlo, si no es por amor; de otra manera, deja al alma a su libre arbitrio, como en este caso. Que el alma pueda hacer lo que desea hacer, contrariando a su Señor, es el peor auto-castigo que el alma puede infligirse a sí mismo y es lo que le sucede a Judas Iscariote, que por propia y explícita voluntad, quiso traicionar a su Maestro.
Ahora bien, Judas Iscariote no es el único que lo traiciona. Tengamos en cuenta que era un bautizado y un sacerdote; por eso mismo representa a todos los clérigos -a todos los católicos, pero sobre todo a los clérigos- que en el tiempo habrán de traicionar a Jesús y a su Iglesia, abandonando a la Iglesia y saliendo fuera del Cenáculo, como Judas, hacia las “tinieblas exteriores”, en donde reina el maligno. Porque esta es otra consecuencia de la traición: quien traiciona a Jesús, deja de reconocerlo como a su Rey y Señor y en cambio entroniza en su corazón a Satanás, reconociendo al Ángel caído como dueño de su corazón.
“Uno de vosotros me va a entregar”. Cada vez que un alma, libre y voluntariamente, comete un pecado, sobre todo un pecado mortal, se comporta como Judas Iscariote, que traiciona a Jesús. En resumidas cuentas, todo pecador es un traidor al Amor de Jesús, que no dudó en entregar su vida en la cruz para la salvación, incluso de aquellos que lo traicionaban. Hagamos el propósito de vivir siempre en gracia, único modo de no traicionar nunca  a Jesús.

Martes Santo: “Junto con el pan, entró en Judas Satanás”


Agnus Dei: Martes Santo

“Junto con el pan, entró en Judas Satanás” (Jn 13, 21-33. 36-38). No hay en las Sagradas Escrituras una descripción más suscinta y exacta de una posesión diabólica. En el momento mismo en el que Judas Iscariote toma el pan con la salsa, entra en él Satanás y toma posesión de su cuerpo y también de su voluntad. Es la posesión más perfecta que existe. Jesús ya lo había anticipado: “Aquel a quien dé el pan untado, será el que me traicionará”. Judas Iscariote traiciona a Jesús porque prefiere, a diferencia de Juan Evangelista, escuchar el duro y metálico tintineo de las monedas que la habrán de ser entregadas por la traición. Juan Evangelista prefiere reposar sobre el pecho del Señor y escuchar así los dulces latidos de su Sagrado Corazón, permaneciendo fiel a su doctrina y a su amor; Judas Iscariote en cambio prefiere el dinero antes que el Amor de Dios, lo cual es incompatible en el hombre, tal como Jesús lo había dicho: “No se puede servir a Dios y al dinero”. Judas prefiere servir a dinero y, con él, a Satanás. No en vano el dinero es llamado “excremento de Satanás”. Pero además del amor vano al dinero, en el corazón de Judas hay un endurecimiento y un desentendimiento total de Jesús y sus enseñanzas. Nada le importan sus milagros, sus palabras, sus dones, sus gracias: sólo quiere el dinero, sin importar que para lograr este objetivo tenga que cometer el más abominable de los actos, la traición.
“Junto con el pan, entró en Judas Satanás (…) Judas salió (…) afuera era de noche”. Muchos autores afirman que el pan con el que entra Satanás no es la Eucaristía, la cual habría de ser consumida con amor y piedad posteriormente por el resto de los discípulos: se trataba simplemente del pan material, terreno, el que simplemente acompañaba a la comida terrena que se estaba sirviendo. Lo que impresiona es la descripción de la posesión diabólica de Judas: apenas consume el pan, con él ingresa Satanás y, como dijimos, toma control total, no sólo de su cuerpo, sino de su voluntad. Ya no hay marcha atrás para él: cuando el demonio toma posesión de la voluntad, eso constituye la posesión perfecta, en la cual ya ni siquiera Dios puede -ni tampoco quiere librarlo- porque ésa es la decisión final del alma que, inevitablemente, se condena. Cuando Judas sale, “afuera era de noche”; es la noche cosmológica, la noche que acaece toda vez que se oculta el sol, pero es sólo un símbolo de otra noche, preternatural, siniestra, en la que se sumerge de lleno el alma de Judas y es la noche viviente, las tinieblas vivientes que son los demonios y el infierno. Judas no solo sale cuando es de noche: sale para entrar en comunión con Satanás, que ha tomado posesión de su ser, y con el infierno entero. Ya nada hay por hacer por su alma, que pasando por alto las muestras de Amor de Jesús, ha decidido libremente comulgar con el mismo Satán y no con Dios. Con su amor al dinero, con su traición y con su entrega a Satanás, Judas será habitante eterno del Infierno, no porque Dios lo haya condenado, sino porque rechazó todo intento de perdón de parte de Dios y voluntariamente decidió su destino de eterna condenación.
“Junto con el pan, entró en Judas Satanás”. No debemos recordar que la Escritura nos advierte que quien comulga en pecado mortal, “comulga su propia condenación”, con lo cual el que esto hace imita a Judas Iscariote y comparte con él su destino de eterna condenación. Que seamos como San Juan Bautista, que prefirió escuchar los dulces latidos del Sagrado Corazón de Jesús y así salvó su alma, y no como Judas, que por amor al dinero y por desprecio de Jesús, acompaña al demonio por la eternidad en los infiernos.

jueves, 19 de septiembre de 2019

“No podéis servir a Dios y al dinero”



(Domingo XXV - TO - Ciclo C – 2019)

         “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,1-13). Esta parábola del administrador infiel debe entenderse bien, para no incurrir en errores. Ante todo, se trata de un administrador que gobierna la hacienda de un hombre rico: acusado de mala administración, es despedido[1]. No sabe qué hacer, porque no quiere trabajar, le da vergüenza mendigar, aunque no se avergüenza de robar. Lo que decide hacer es llamar a los arrendadores que pagan la renta en especies y de acuerdo con ellos falsifica los contratos, engañando de nuevo a su amo. Mediante esta trampa, el administrador infiel piensa hacerse amigos que puedan protegerlo cuando lo despidan. Con relación a la alabanza que hace Nuestro Señor, hay que entenderla bien, porque no está alabando el mal: hay que entender que tanto el amo como el mayordomo son “hijos de este siglo”, es decir, son pecadores. Nuestro Señor no alaba ni al amo ni al mayordomo, sino que lo que dice es como si dijera: “Es malo, pero es inteligente”. En la parábola no se dice que el mayordomo hubiera obrado “sabiamente”, sino “astutamente”, es decir, con una prudencia que pertenece a los ideales del mundo y no a los evangélicos; esto es lo que Nuestro Señor –no el amo- quiere significar cuando compara a los “hijos de ese siglo” con los “hijos de la luz”, que son los que viven según los ideales del Evangelio. De ninguna manera Nuestro Señor aprueba el mal proceder del mayordomo, sino que simplemente compara su accionar con el de los hijos de la luz, diciendo que los hijos de las tinieblas “son más astutos”. Lo que nos quiere decir Jesús es que, si los hijos de la luz, los cristianos, mostráramos al menos la agudeza, astucia y sagacidad de los que viven en la oscuridad para administrar los bienes materiales y espirituales que les han sido confiados, la historia sería distinta.
         Es decir, los hijos de la luz deben imitar, no el mal proceder, lo cual es obvio, sino la astucia del administrador. Tampoco condena Nuestro Señor la posesión de riquezas, sino que pide que en esto, como en cualquier otra cosa, el hombre se muestre administrador de Dios. Vendrá el día, con la muerte, en que se terminará la administración: por lo tanto, debemos prepararnos, siendo astutos, para aquel día, dando limosnas.
         “No podéis servir a Dios y al dinero”. La parábola nos enseña que, sea cual sea la cantidad de bienes materiales y/o espirituales que poseamos en esta vida, pocos o muchos, somos simples administradores de ellos; nos enseña que esa administración cesa con la muerte; nos enseña que debemos dar cuenta de esa administración, si es que usamos los bienes de modo egoísta o si los hemos compartido con los más necesitados; por último, nos enseña que debemos ser astutos en el uso de esos bienes, para lograr una gran recompensa en el Reino de los cielos: esto significa que, cuanto más compartamos nuestros bienes que nos han sido dados en administración, tanto más grande será nuestra recompensa en el cielo. Un ejemplo entre miles es el de San Martín de Tours: le dio la mitad de su capa a un pobre que pasaba frío y resultó que ese pobre era Jesús. Y así con todos los santos: se hicieron ricos con las riquezas del cielo, administrando las riquezas de este mundo, compartiéndolas con los pobres. Si nos comportamos de otra manera, es decir, obrando como si los bienes fueran nuestros y no de Dios, estaremos sirviendo al dinero y no a Dios y no obtendremos la recompensa deseada del Reino de Dios. Seamos astutos y sepamos ganarnos el Reino de los cielos administrando bien nuestros bienes, compartiéndolos con los más necesitados.



[1] B. Orchard et al., Verbum Dei, Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 623.

lunes, 17 de junio de 2019

“No se puede servir a Dios y al dinero”



“No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-34). Jesús nos advierte que, o servimos a Dios, o servimos al dinero. La razón es que en el corazón humano no hay lugar para ambos: o el corazón adora a Dios Uno y Trino o adora al dinero, no puede adorar a ambos a la vez. El corazón humano tiene capacidad para amar a uno de los dos, al tiempo que tiene capacidad para aborrecer al que no se ama: “No se puede servir a Dios y al dinero, porque aborrecerá a uno y amará al otro”. Es decir, si se ama a Dios, se aborrece el dinero; si se ama el dinero, se aborrece a Dios. Y para convencernos de que debemos amar a Dios, Jesús nos hace ver que todo el universo, visible e invisible, está en manos de Dios y que por lo tanto, no debemos preocuparnos por las cosas materiales, puesto que Dios, que es nuestro Padre, sabe qué es lo que necesitamos. Jesús da un ejemplo con la naturaleza: si Dios es quien proporciona la vida y los alimentos a los seres irracionales, mucho más lo hará con nosotros, que valemos más que ellos, desde el momento en que somos sus hijos adoptivos.
“No se puede servir a Dios y al dinero”. El consejo de Jesús es lo más acorde a nuestra naturaleza, porque se trata de amar a Dios, que es para lo que fuimos hechos. Si amamos a Dios y aborrecemos el dinero, estaremos cumpliendo el fin para el que fuimos creados. Si hacemos lo opuesto, es decir, si amamos al dinero y aborrecemos a Dios, no solo no alcanzaremos nunca el fin para el que fuimos creados, sino que además seremos sumamente desdichados e infelices, porque el dinero no puede, de ninguna manera, dar la verdadera felicidad, que es interior y espiritual y solo puede ser dada por Dios.
“No se puede servir a Dios y al dinero”. Pidamos la gracia de amar y servir a Dios, que es el fin para el que fuimos creados; adoremos a Cristo Eucaristía en nuestros corazones y aborrezcamos al dinero y así tendremos la seguridad de que viviremos en paz en esta vida y seremos bienaventurados por toda la eternidad en la otra vida.

martes, 5 de junio de 2018

“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”



“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mc 12, 13-17). Unos fariseos y herodianos intentan tender una trampa a Jesús, con el fin explícito de hacerlo caer en alguna afirmación que pueda comprometerlo, para así tener una excusa para acusarlo y encarcelarlo. Para tal fin, le presentan una moneda a Jesús, con la efigie del César y le preguntan si “es lícito pagar impuestos o no”. La pregunta encierra en sí misma una trampa: si les dice que sí, entonces lo acusarán ante los judíos de ser colaboracionista con el imperio romano opresor; si dice que no, lo acusarán ante los romanos, afirmando falsamente que instiga a la rebelión y al no pago de los impuestos. Sin embargo, la respuesta de Jesús los deja sin habla, literalmente: luego de observar la moneda, Jesús les pregunta a su vez acerca de la pertenencia de la moneda: “¿De quién es esta figura y esta inscripción?”. Y ellos respondieron: “Del César”. Entonces Jesús les responde, con toda lógica: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. Es decir, si la moneda es del César, entonces, dénsela al César, esto es, paguen los impuestos; pero al mismo tiempo, no dejen de dar a Dios lo que es de Dios. ¿Qué es “de Dios”? De Dios es el ser, el alma y el cuerpo del hombre; es decir, todo el hombre, en su totalidad, le pertenece a Dios y por lo tanto, todo lo que el hombre es, debe dárselo a Dios. El dinero, representado en la moneda, es del César, es decir, de los poderes mundanos y al él, al César y al mundo, le corresponde el dinero. Dios no quiere que le demos dinero –aunque sí es obligación del cristiano sostener el culto-, porque eso le pertenece al mundo: quiere que le demos lo que a Él le pertenece, nuestro ser, nuestra alma y nuestro cuerpo. Esto es lo que significa: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”.

sábado, 21 de octubre de 2017

“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”


(Domingo XXIX - TO - Ciclo A – 2017)

“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mt 22, 15-21). Los fariseos y los herodianos se reúnen para tender una trampa a Jesús y así poder acusarlo, llevarlo a juicio y condenarlo. Para ello, idean la siguiente pregunta: “¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?”. La pregunta esconde una trampa, cualquiera sea la respuesta: si Jesús dice que sí hay que pagar, entonces lo acusarán de cómplice con los romanos y por lo tanto, de ser un falso mesías (aunque tanto fariseos como herodianos habían aceptado, hacía ya bastante tiempo, el pago del tributo al Imperio Romano), ya que para ellos el mesías debía liberarlos del yugo extranjero[1]; si dice que no, entonces lo acusarán de sedición, de incitar a la revuelta contra la autoridad romana. La forma de preguntar es sibilina, diabólica, porque al tiempo que lo halagan, con la pregunta, desenfundan el puñal con el cual quieren herir a Jesús. El Evangelio dice así: “Y le enviaron a varios discípulos con unos herodianos, para decirle: Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios, sin tener en cuenta la condición de las personas, porque tú no te fijas en la categoría de nadie. Dinos qué te parece: ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?”. Pero con lo que no cuentan los fariseos y los herodianos, es que Jesús es Dios Hijo encarnado; por lo tanto, es la Sabiduría divina, que sabe desde toda la eternidad cuáles son sus intenciones y, leyendo en sus corazones, ve la malicia y la doblez que se esconde en ellos, razón por la que, al mismo tiempo que les responde, los trata duramente como lo que son, “hipócritas”, esto es, falsos, mentirosos, insidiosos, calumniadores: “Pero Jesús, conociendo su malicia, les dijo: “Hipócritas, ¿por qué me tienden una trampa?”. Inmediatamente, da respuesta a la insidiosa pregunta, desarmando los argumentos de sus adversarios: “Muéstrenme la moneda con que pagan el impuesto”. Ellos le presentaron un denario. Y Él les preguntó: “¿De quién es esta figura y esta inscripción?”. Le respondieron: “Del César”. Jesús les dijo: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. Con esta respuesta, Jesús desarma a sus adversarios e ilumina acerca de cómo debe el cristiano conducirse no solo con respecto a las autoridades terrenas, sino también en su vida espiritual.
“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. ¿Qué es lo que le pertenece al César, y qué es lo que le pertenece a Dios? Al César –el mundo- le corresponde el dinero y de tal manera, que quien sirve al dinero –esto es, le entrega su corazón y su vida-, no puede servir a Dios: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 13). El mandamiento de Jesús de “dar al César lo que es el César”, está íntima y estrechamente emparentado a esta advertencia: “No se puede servir a Dios y al dinero, porque amará a uno y aborrecerá al otro” y esto lo vemos cotidianamente, puesto que quien adora al dinero y no a Dios, es capaz de cometer los peores crímenes, los peores delitos, las peores abominaciones, con tal de ganar dinero. Valgan solo como ejemplo, los médicos que por dinero realizan abortos; los inmorales traficantes que por ganar dinero destruyen personas, familias y sociedades enteras; los inmorales sicarios, que por dinero asesinan gente, tomando a esto como un “trabajo”; los políticos corruptos, que por obtener dinero ilícito de las arcas públicas del Estado y del pueblo, no dudan en cometer innumerables delitos; los políticos, jueces, abogados, que por dinero son capaces de promulgar las leyes más inhumanas, como el aborto, la eutanasia, el suicidio asistido, la fecundación in vitro; los que, para ganar dinero, hacen pactos con el Demonio, o los que se dedican a la brujería, el ocultismo y el satanismo, para ofrecer a los demás el modo de hacer esos pactos. "El dinero compra conciencias", dice el Talmud, y es así que por dinero, los hombres pueden llegar a los más infames y perversos delitos, como la traición a Dios -como en el caso de Judas Iscariote, que por dinero entrega a Dios Hijo encarnado-, o la traición a la Patria, como quienes atentan contra su integridad territorial, cultural y religiosa por medios físicos, como la guerrilla, o por medios intelectuales, propagando sistemas ideológicos intrínsecamente perversos, como el comunismo o el liberalismo, y así, innumerables ejemplos más. El que sirve al dinero, sirve al Demonio, porque el dinero es, según los santos, “el estiércol del Diablo” y puesto que en el corazón humano no hay lugar para dos, sino para uno solo, o se adora a Dios Trino, o se adora al Diablo, representado en el dinero mal habido.
“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. El César, cuya efigie se encuentra en la moneda, es decir, en el dinero, representa el mundo y el poder que mueve al mundo, que es el dinero y en este sentido es que dice Jesús que al mundo hay que darle lo que le pertenece: darle al mundo el dinero, en el sentido de despojarse del dinero mal habido, pero sobre todo, hay que despojarse de todo lo que el dinero simboliza y concede: poder mundano, éxito mundano, riquezas terrenas, influencias, vida agitada y dominada por las pasiones. Hay que darle al César todo lo malo que el dinero proporciona; eso le pertenece “al César”, al mundo, y eso hay que dárselo al mundo, en el sentido de no quedárnoslo nosotros; hay que dárselo al César, porque es del César.
Entonces, al César –esto es, al mundo, al Príncipe de este mundo-, el dinero, que es lo que le pertenece; a Dios Uno y Trino –nuestro Creador, Redentor y Santificador- lo que le pertenece y lo que le pertenece son nuestro ser, nuestras almas, cuerpos y corazones, porque Él nos creó, Él nos redimió en la Cruz y Él nos santificó por el Espíritu Santo, y esa es la razón por la cual debemos entregarle a Dios todo lo que somos y tenemos, y esto significa entregarle desde la respiración hasta el más pequeño pensamiento, porque no nos pertenecemos, sino que le pertenecemos a Dios. Y la mejor forma de dar a Dios lo que es Dios, es decir, nuestro ser entero, es ofreciéndonos junto a Jesús, en el Santo Sacrificio del Altar, para unirnos a Él, que es la Víctima Inmolada, como víctimas de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia, para la salvación de nuestros hermanos.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 442.

viernes, 24 de febrero de 2017


(Domingo VIII - TO - Ciclo A – 2017)

         “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-34). Ante la tentación del hombre que pretender acumular dinero, al mismo tiempo que alabar a Dios, las palabras de Jesús son muy claras y precisas: “No se puede servir a Dios y al dinero”. Y luego da la razón: “porque aborrecerá a uno y amará al otro”. Para comprender mejor el porqué de esta imposibilidad, podemos recordar lo que enseña San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, acerca de para qué ha sido creado el hombre: “El hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor, y mediante esto, salvar su alma”[1]. Es decir, el hombre ha sido creado por Dios para Dios, para servirlo y alabarlo, y así salvar su alma; el hombre no ha sido creado para servir al dinero, y mucho menos cuando, detrás del dinero, está Satanás, puesto que el dinero es, según los santos, “el estiércol de Satanás”. No hay lugar en el corazón del hombre para dos señores: o se sirve a Dios, o se sirve al dinero y, en el dinero, a Satanás. Podemos pensar en el corazón como un
         ¿Qué sucede en el corazón del hombre, cuando el dinero ocupa el lugar que sólo Dios puede y debe ocupar? Sucede que el hombre intercambia al dinero por Dios, y termina idolatrando y sirviendo al dinero, en vez de adorar y servir a Dios. Cuando esto sucede, el dinero –y mucho más, el obtenido ilícitamente, por medio del robo, el fraude, la extorsión, o de cualquier forma delictiva- hace caer fácilmente al hombre en el engaño de que esta vida y sus placeres terrenos –la gran mayoría, ilícitos, porque se derivan de la concupiscencia de la carne y del espíritu-, son accesibles, fáciles de conseguir, y duran para siempre, siempre y cuando haya dinero para acceder a ellos. El dinero hace emprender al hombre un peligroso camino, un camino ancho y espaciado, que finaliza en el Abismo del que no se sale; el dinero le facilita al hombre, afectado por las consecuencias del pecado original –el desorden de las pasiones, el difícil acceso a la Verdad y la dificultad para obrar el bien-, un camino que conduce a un lugar opuesto al cielo, el Infierno. No en vano Jesús nos advierte que, si queremos ir al cielo, debemos entrar por la puerta estrecha, es decir, por la puerta opuesta a la que conduce el dinero: “Uno le preguntó: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan? Él en respuesta dijo a los oyentes: Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os aseguro que muchos buscarán cómo entrar, y no podrán. Y después que el padre de familia hubiere entrado y cerrado la puerta, empezaréis, estando fuera, a llamar a la puerta diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos!, y él os responderá: No os conozco, ni sé de dónde sois (…) Apartaos de mí todos vosotros, artífices de la maldad. Allí será el llanto y el rechinar de dientes; cuando veréis a Abrahán, y a Isaac, y a Jacob, y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados fuera” (Lc 13, 22-28). La puerta estrecha es la pobreza de la cruz, que se opone al camino ancho y espacioso que concede el dinero. La advertencia de Jesús se dirige a nosotros, hombres pecadores, que fácilmente podemos caer en la tentación de pensar que el dinero y lo que el dinero obtiene –placeres terrenos, bienes materiales, vida despreocupada de las necesidades del prójimo- es preferible a la pobreza de la cruz de Jesús. Y si queremos saber cuál de los dos caminos estamos transitando, si el camino ancho del dinero o el camino estrecho de la cruz, es decir, si queremos saber si nuestro corazón está en el dinero o en Dios, podemos hacer la siguiente reflexión: si me reflexión: si me ofrecieran darme un millón de dólares sólo por asistir a un lugar que queda a la misma distancia de mi iglesia, para escuchar a un persona por una hora, y nada más, debo preguntarme si pondría todas las excusas que pongo, para no ir a ese encuentro, como cuando me excuso para faltar a la misa dominical. O también, en otras palabras: si considero que cien, mil, un millón de pesos, valen más que la Eucaristía dominical, entonces es obvio que mi tesoro es el dinero y que mi corazón no está en Dios, sino en el dinero.
         En nuestros días, caracterizados por un duro materialismo, acompañado del más profundo ateísmo que jamás la humanidad haya conocido, las multitudes son atraídas por la vida placentera y fácil, es decir, por el camino ancho y espacioso que proporciona el dinero. En nuestros días, se vive para el dinero y por el dinero, sin importar qué es lo que hay que hacer para obtenerlo, sin importar los medios, cualesquiera que estos sean, para ganar dinero, porque el dinero está antes que toda consideración moral, ética y espiritual. Es el caso, por ejemplo, de los médicos que, para ganar dinero, practican abortos, o los sicarios que, para ganar dinero, asesinan personas: no importa el medio, aun cuando este sea moralmente ilícito, cuando se trata de ganar de dinero. Cuando el dinero ocupa el lugar de Dios, el amor por el dinero desplaza del corazón del hombre no sólo el Amor a Dios, sino todo amor al prójimo y todo rasgo de humanidad. El hombre desea vivir según la vida que otorga el dinero: despreocupadamente, como en un estado de vacaciones o de juventud, permanentes, sin fin, eternas; desea autos de lujo, mansiones, viajes costosos, y todo tipo de placer terreno ilícito, y como sabe que esto sólo lo puede dar el dinero, idolatra al dinero en vez de adorar a Dios, que le pide lo contrario del dinero: vivir la pobreza de la cruz. Al hombre que está así enceguecido y embotado por el dinero, las palabras de Jesús “No se puede servir a Dios y al dinero”, “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha”, o no las escucha, o si las escucha, las rechaza, porque no ama a Dios y a su Reino de Amor, sino al dinero y la vida que el dinero puede conseguir.
Por el contrario, aquel que quiere servir a Dios y no al dinero, debe emprender un camino muy distinto, un camino empinado, difícil de transitar; un camino que finaliza en la cima y en el cielo; un camino en el que hay que llevar la propia cruz a cuestas y negarse a sí mismos, al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones, para ir en pos de Cristo, que va delante con la Cruz, camino al Calvario. Este camino, al que se ingresa por la puerta estrecha, finaliza en la cima del Monte Calvario, que es a su vez la puerta de entrada al Reino de los cielos, en donde se encuentra la Jerusalén celestial, destino final de los que aman al Cordero y mueren en estado de gracia:
“No se puede servir a Dios y al dinero”. Para que nuestros corazones estén anclados y adheridos en el verdadero y único tesoro que merece ser obtenido, Jesús Eucaristía, y para que despeguemos nuestros corazones del dinero y del afán desmedido por conseguirlo, dirijamos, con la ayuda de Nuestra Madre del cielo, la Virgen de la Eucaristía, esta oración a Jesús en el sagrario: “Oh Jesús, Dios de la Eucaristía, Dios del sagrario, Tú quieres convertir nuestros pobres corazones en otras tantas moradas en las que poder reposar y darnos el Amor de tu Sagrado Corazón, y no cesas de llamarnos con insistencia, una y otra vez. Y sin embargo, nosotros, llevados por la indiferencia y el desamor hacia Ti, y llevados por el amor desmedido al dinero y al mundo, hacemos oídos sordos a tus llamados de amor desde la Eucaristía y te dejamos solo y abandonado en el sagrario, para ir en búsqueda del placer terreno, de los bienes materiales, del oro y la plata, de la gloria mundana y de la estima de los hombres, eligiendo así el amor efímero y superficial de las creaturas, antes que el Amor infinito y eterno del Padre, que mora en tu Corazón Eucarístico. Concédenos, oh Buen Jesús, la gracia de poder encontrar la “perla preciosa”, el “tesoro escondido”, el único tesoro capaz de alegrar nuestros días en la tierra y luego por toda la eternidad, tu Presencia real, verdadera y substancial en la Eucaristía. Y así, alegrándonos de haberte encontrado en la Eucaristía, seamos capaces de dejar definitivamente atrás lo que nos separa de Ti, cortando de una vez y para siempre con el pecado, desprendiéndonos del afecto a los bienes terrenos y mundanos, incapaces de dar un solo instante de verdadera alegría. Nuestra Señora de la Eucaristía, haz que descubramos la perla de gran precio, el tesoro escondido; ayúdanos a vender todo lo que tenemos, a desarraigar nuestros corazones del amor al dinero, para adquirir el campo donde se oculta el tesoro, la fe en la Presencia Eucarística de tu Hijo Jesús. Amén”.




[1] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, nº 23.

martes, 2 de junio de 2015

“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”


“Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mc 12, 13-17). Los fariseos y herodianos buscan tenderle una trampa a Jesús, para lo cual, le presentan una moneda que lleva grabada la efigie del César y le preguntan “si es lícito pagar o no los impuestos”. Con su sabiduría divina, Jesús no solo evade la trampa, sino que los encierra a ellos mismos en su propia trampa, al tiempo que nos deja una enseñanza válida para esta vida y para la vida eterna: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. La moneda, es decir, el dinero, es del César, y es por eso que lleva su efigie; por lo tanto, hay que dar “al César, lo que es del César”: puesto que el César representa el mundo y el poder mundano, al mundo hay que darle –en el sentido de despojarse de éste- el dinero y todo lo que el dinero representa: poder, éxito, riquezas terrenas, influencias. Eso le pertenece “al César”, al mundo, y eso hay que dárselo al mundo, en el sentido de no quedárnoslo nosotros; hay que dárselo al César, porque es del César.
La otra parte de la respuesta de Jesús, completa y profundiza el sentido de la primera parte: “a Dios, hay que darle lo que es de Dios”. ¿Qué le pertenece a Dios? A Dios le pertenece nuestro ser, nuestra alma, nuestro corazón, porque Él es nuestro Creador, nuestro Redentor, nuestro Santificador.

A Dios Uno y Trino hay que darle, entonces, el corazón, el alma, el ser, porque a Él le pertenecen, por ser Él nuestro Dueño y Señor, y es por eso que debemos darle cuanto antes lo que le pertenece -todo lo que somos y tenemos-, para que empezando a poseer de nosotros, que somos su propiedad, en el tiempo, sigamos siendo de su propiedad y pertenencia en el Reino de los cielos, por la eternidad. Y lo que somos y tenemos, que es de Dios, se lo damos por intermedio de las manos y del Inmaculado Corazón de María.

viernes, 6 de marzo de 2015

“Jesús expulsa a los mercaderes del templo”



(Domingo III - TC - Ciclo B – 2015)

          “Jesús expulsa a los mercaderes del templo” (cfr. Jn 2, 13-25). Jesús sube a Jerusalén y encuentra en el Templo a los vendedores de bueyes, de palomas y de ovejas y a los cambistas; hace un látigo de cuerdas, derriba las mesas de los cambistas, y los expulsa a todos a latigazos, mientras dice: “Saquen esto de aquí y no hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio”. La escena, real, tiene un significado espiritual, porque cada elemento de la escena evangélica, nos remite a una realidad sobrenatural. El templo representa el alma humana, que ha sido creada para ser morada de la divinidad; los animales irracionales, como los bueyes, las palomas y las ovejas, representan a las pasiones sin el control de la razón que dominan el corazón del hombre; los cambistas, con sus monedas de oro y plata, representan el apetito y la avidez del hombre por el dinero; los mercaderes, representan a los demonios, que por permisión del hombre, han entrado donde no debían entrar; Jesús, que los corre a latigazos, es el Dueño del templo, es decir, del alma, porque en cuanto Dios, es el Creador del alma, pero además, en cuanto Redentor y Santificador, es quien ha comprado y rescatado el alma al precio altísimo de su Sangre Preciosísima y es quien la ha consagrado como templo del Espíritu Santo y como morada de la Santísima Trinidad, convirtiendo el corazón en altar y sagrario de la Eucaristía, y esa es la razón por la cual estalla su indignación y su ira.
         En la escena evangélica Jesús estalla de ira porque los mercaderes de animales y los cambistas de dinero han usurpado el templo de su Padre, pervirtiendo el sentido originario y el fin primario y único para el cual el templo ha sido construido y consagrado, que es el de alabar y adorar al Dios Único y Verdadero. El templo de Jerusalén ha sido construido para que en su interior se escuchen solo oraciones y cantos de alabanzas, de adoración y de acción de gracias a Dios, por ser el Creador, y para que reine entre los hombres un sentimiento de fraternidad por ser todos miembros de un mismo Pueblo Elegido, congregado para alabar a su Dios y cantar las maravillas que su Dios ha hecho en favor de su Pueblo. Pero el hecho de que el templo esté ocupado con los mercaderes y sus animales y con los cambistas y sus mesas de dineros, trastoca y altera toda su finalidad y su sentido primigenio, porque en vez de reinar el silencio, necesario para elevar el alma a Dios, el aire se llena del estrépito de los gritos estentóreos de los cambistas de dinero que ofrecen sus ofertas y de los mugidos de los bueyes, de los arrullos de las palomas y de los balidos de las ovejas, además del griterío de la gente; a esto se le suma la incomodidad por el poco espacio y por el apretujamiento que se genera debido a la presencia de los animales y también la escasa higiene, ya que los animales, por naturaleza, son poco higiénicos y hacen sus necesidades fisiológicas en el lugar, contaminando y ensuciando el lugar sagrado, profanándolo de una manera escandalosa e inaceptable. Al ver esta escena, Jesús se indigna, se enfurece y se llena de santa ira –no de ira pecaminosa, porque Él es Dios y jamás podía pecar, por eso su ira no es pecaminosa, sino santa; es la santa ira de Dios-, porque los hombres han osado profanar el templo santo de su Padre, convirtiéndolo, de casa de oración, en “casa de comercio” y por eso mismo, hace un látigo de cuerdas, y los desaloja. En el fondo, subyace una apostasía silenciosa, porque han desplazado al Dios verdadero de sus corazones, reemplazándolo por el dios dinero, y ése es el motivo de la indignación y de la ira de Jesús.
Pero además, como decíamos al principio, la escena evangélica es actual, porque si bien sucedió en la realidad, cada elemento de la escena evangélica, representa una realidad sobrenatural, que nos compete a los cristianos, que somos los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido. Es así como debemos vernos representados en esta escena, porque el templo es figura del alma; los mercaderes, son figura de los demonios; los animales irracionales, son figura de las pasiones sin control de la razón, como por ejemplo, la ira, la lujuria, la pereza, la avaricia, la soberbia, la envidia, que se apoderan del templo, esto es, el alma; los cambistas, a su vez, representan, de modo particular, la avaricia y el apego desordenado al dinero y a los bienes materiales, en detrimento de los bienes eternos; Jesús, es el Dueño de nuestras almas, porque Él no solo ha creado el alma humana, cada alma, sino que las ha comprado, derramando su Sangre y las ha santificado, donando el Espíritu Santo sobre cada una de ellas, y es por eso que no puede tolerar que las pasiones sin control –la ira, la lujuria, la envidia, el egoísmo-, y el amor al dinero, representados en los mercaderes con animales y en los cambistas con sus mesas de dinero, se apoderen del alma. En el alma deben reinar los cantos y las alabanzas a Dios y se debe percibir el aroma y el perfume exquisito de la gracia, y el corazón debe ser un altar en donde se adore a Jesús Eucaristía, pero si en vez de eso se encuentran las pasiones, así el templo que es el alma, pierde su sentido original y único, que es el de alabar y adorar a Dios.

“Jesús expulsó a los mercaderes del templo”.  No dejemos entrar a los mercaderes con sus animales ni a los cambistas con sus mesas de dinero en nuestra alma; no permitamos que nuestra alma se convierta en una casa de comercio, en donde dominen las pasiones sin control y en donde el amor al dinero y el amor a las cosas materiales desplace el amor a Jesús Eucaristía; que nuestra alma, comprada al precio de la Sangre del Cordero, sea siempre un hermoso templo en donde solo se escuchen cantos de alabanza a Dios y de amor a los hermanos y en donde se adore, en el altar del corazón, a Jesús Eucaristía; que nuestra alma brille y resplandezca, en medio de las tinieblas del mundo, con la luz de la gracia, la luz de la Jerusalén celestial, la luz del Cordero (cfr. Ap 21, 23).

viernes, 7 de noviembre de 2014

“No se puede servir a Dios y al dinero (…) no se puede servir a dos señores, porque se aborrecerá a uno y amará al otro”


La adoración del Cordero Místico

“No se puede servir a Dios y al dinero (…) no se puede servir a dos señores, porque se aborrecerá a uno y amará al otro” (Lc 16, 1-15). Jesús advierte que no se puede servir a Dios y al dinero, porque ambos ocupan de modo exclusivo al corazón humano y lo hacen de tal manera, que el uno excluye al otro. Los ejemplos sobran en la historia sagrada, y para ello, valen como muestra dos episodios, uno, sucedido en el Antiguo Testamento, y otro en el Nuevo: en el Antiguo Testamento, los israelitas deciden construir un becerro de oro y adorarlo, como expresión de la adoración que en su interior tributaban ya al oro, puesto que desde hacía tiempo habían renegado y apostatado del Dios verdadero; en el Nuevo Testamento, Judas Iscariote, renegando y apostatando del Dios verdadero, Jesucristo, decide entregarlo a sus enemigos, para recibir en cambio treinta monedas de plata. Claramente, Judas Iscariote elige el amor del dinero antes que el Amor del Sagrado Corazón de Jesús.
Lo que se sigue de uno y otro es algo bien distinto: detrás del dinero, está el demonio, por lo que, quien adora al dinero, experimenta, una vez pasada la falsa y pasajera alegría que proporciona el dinero, la desesperación de la ausencia de Dios y el terror de la presencia del Príncipe de las tinieblas, y esta desesperación y este terror, se acrecientan de modo exponencial, a medida que el alma se da cuenta que el dinero, al cual había idolatrado y por el cual había cometido tantos crímenes y tropelías, en realidad es igual a la nada misma.


La adoración del becerro de oro


Por el contrario, quien eligió amar y servir a Dios en vez del dinero, experimenta la dura prueba y la angustiosa tribulación de la pobreza de cruz y de la marginación del mundo, que excluye a quienes no tienen dinero, pero pasada esta prueba, comienza a experimentar el consuelo del Amor Divino, el cual, comenzando en esta vida, continúa luego en la otra, para no finalizar jamás. Quien no se postra ante el becerro de oro, pero sí se postra ante el Cordero de Dios, Jesús en la Eucaristía, Presente en el altar eucarístico, aun cuando experimente tribulaciones y persecuciones en esta vida, gozará luego de una felicidad y de una alegría sin fin en el Reino de los cielos, porque a diferencia del dinero, que es un amo ingrato, mentiroso, tirano y cruel, que promete falsedades y cosas que no puede cumplir, Dios es un Señor que cumple con lo que promete, y promete, a quien lo sirve en esta vida, la felicidad eterna en la otra vida, que es la contemplación cara a cara de su Hijo Jesús.

lunes, 14 de abril de 2014

Martes Santo


(Ciclo A – 2014)
         “Uno de ustedes me entregará” (Jn 13, 21-3). En la Última Cena, Jesús revela uno de los dolores más íntimos y profundos, que desgarran su Sagrado Corazón: la traición de uno de los Apóstoles, de uno de los que integran el círculo de los más cercanos a Él. No es un extraño; es alguien que ha compartido con Él muchos momentos y es alguien a quien Jesús le ha brindado su amor de amistad y a tal punto, de nombrarlo sacerdote, pero que no ha correspondido en lo más mínimo a este amor preferencial de amistad. Por un siniestro misterio de iniquidad, Judas Iscariote –de él se trata- ha preferido, desde el primer instante, escuchar el duro y metálico tintineo de las monedas de plata, antes que escuchar el dulce y suave latido del Sagrado Corazón de Jesús y esta ambición desmedida por el dinero es lo que lo ha llevado a traicionar a Jesús y a pactar su venta por treinta monedas de plata. Jesús nada puede hacer frente a la libre determinación de Judas Iscariote de traicionarlo y de negarle su amor, puesto que el hombre es libre y Dios respeta máximamente el libre albedrío humano, ya que en esto radica la imagen divina del hombre y es así que Jesús se ve obligado a dejarlo librado a su libre albedrío, a pesar de darle evidentes muestras de su amor. Jesús sabe que la dureza de corazón de Judas y su amor por el dinero, sumado al rechazo de su Pasión redentora, lo colocan ya en las puertas mismas del infierno, con su alma en estado de condenación eterna. El dolor de Jesús por la perdición del alma de Judas Iscariote llega al paroxismo cuando Judas, habiendo rechazado de modo impenitente todas las advertencias divinas, comulga de modo sacrílego, recibiendo solo pan en vez de la Eucaristía, siendo poseído inmediatamente por Satanás y envuelto en sus tinieblas. Es esto lo que describe el Evangelio: “…cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él (…) afuera era de noche”, es decir, cuando Judas comulgó sacrílegamente, fue poseído por el demonio, y “afuera” del cenáculo, era de noche, pero esa noche cósmica, la noche de luna, simboliza la noche del alma en pecado en mortal y la oscuridad del infierno en la que se precipita el alma que comulga con el Príncipe de las tinieblas.
         “Uno de ustedes me entregará”. No en vano Jesús nos advierte que “no se puede servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 13). Judas entregó a Jesús porque amó más al dinero, a treinta monedas de plata, que a Jesús. Prefirió escuchar el duro y metálico tintineo de las monedas de plata, antes que el dulce y suave latido del Sagrado Corazón de Jesús. Ahora escucha, por la eternidad, los gritos y lamentos de los condenados y los aullidos del Príncipe de las tinieblas. Judas se dejó seducir por el brillo efímero del dinero y se encontró con la oscuridad del infierno. El amor al dinero lleva a Judas a perder doblemente la vida: la vida terrena y la vida eterna.

         “Uno de ustedes me entregará”. No solo ayer, sino también hoy, continúan existiendo Judas dentro de la Iglesia que continúan entregando a Jesús, toda vez que se niega la Verdad revelada y se la sustituye por ideologías que nada tienen que ver con la verdadera doctrina revelada por Jesús. Los modernos Judas crucifican a Jesucristo cuando negando la divinidad de Jesús introducen doctrinas mundanas en la Iglesia que minan sus bases y la deforman de tal manera que es imposible reconocerla como la Esposa de Cristo. Pero a quienes traicionen a Cristo solo les espera, como a Judas Iscariote, la noche y el Príncipe de las tinieblas. 

domingo, 23 de marzo de 2014

“Al oír estas palabras, los que estaban en la sinagoga se enfurecieron”


“Al oír estas palabras, los que estaban en la sinagoga se enfurecieron” (Lc 4, 24-30). Sorprende la reacción de los asistentes a la sinagoga: en un primer momento, cuando Jesús lee las Escrituras y en un cierto modo los halaga en cuanto Pueblo Elegido, porque les dice que “se ha cumplido la Escritura delante de vosotros”, los asistentes a la sinagoga “estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de sus labios”. Pero cuando Jesús les hace ver que no por ser ellos el Pueblo Elegido recibirán los favores de Dios, y para ello cita los casos de Elías, que no es enviado a ninguna viuda de Israel, sino a una viuda de Sidón, es decir, pagano, y Eliseo, que es enviado a curar a Naamán, el sirio, y no a ningún israelita, los asistentes a la sinagoga se enfurecen, demostrando con esto su soberbia y su absoluta falta de caridad para con sus prójimos, los hombres, pretendiendo adueñarse de la Palabra de Dios.
Jesús, el Mesías, el Hombre-Dios, el Redentor, el Salvador, de los hombres, no es enviado solamente, de modo absoluto, de modo exclusivo, para los judíos. Si Dios elige a los judíos, y por eso se llaman “Pueblo Elegido”, no se debe a que la salvación sea exclusiva para ellos, sino porque, empezando por ellos, debe extenderse a toda la humanidad. Dios sería un ser egoísta, o su Amor sería muy pequeño y limitado, si solo deseara salvar a un pueblo o a una raza humana, mientras dejara que el resto de la humanidad se condene. Esto es lo que los asistentes a la sinagoga no entienden y por eso se enfurecen, además de pensar que por el solo hecho de ser religiosos, ya merecen el favor de Dios y no solo nadie puede decirles nada, sino que ni siquiera el mismo Dios puede reprocharles ninguna falta. Ése es el motivo por el cual, en el colmo de su indignación y furia, empujan a Jesús hasta la cima de la colina, con intención de despeñarlo, aunque no lo logran.

Muchos cristianos actúan en la Iglesia con la misma soberbia que los judíos de la sinagoga: no se les puede decir nada; no se les puede reprochar sus errores; piensan que son dueños de la Iglesia; creen que la Iglesia es un coto de caza; creen que la Iglesia es un espacio de poder propio, para usar en provecho propio, y ni siquiera Dios puede pedirles cuenta de su obrar, y si alguien se atreve a pedirles cuentas, comienzan a tramar y maquinar venganzas en las sombras para quien ha tenido la osadía de pedirles cuentas de su obrar. No cometamos el mismo error de los judíos que nos narra el Evangelio de hoy: la Iglesia no es un coto de caza; la Iglesia no es un lugar para ejercer el poder; mucho menos es un medio para ganar prestigio, dinero y estatus social; es un Arca de salvación eterna y la salvación se gana por la cruz y la cruz significa amor, humillación y sacrificio, unidos a Cristo y a María, y quien no entiende esto, no entiende nada y se enfurece, como se enfurecieron los judíos en la sinagoga. No estamos en la Iglesia para ganar prestigio, dinero y poder, sino para salvar el alma por medio de la cruz, el amor y el sacrificio, unidos a Cristo y a la Virgen. Si alguien no entiende esto, es porque no es de Dios, sino del maligno.

miércoles, 5 de marzo de 2014

“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde el alma?”


“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde el alma?” (Lc 9, 22-25). Existe en el hombre la tendencia a creer que esta vida terrena es para siempre, o que luego de la muerte no existe nada más y que por lo tanto todo lo que existe se da en esta vida, de manera tal que esta vida terrena debe ser vivida con la máxima intensidad de placer, al tiempo que se debe evitar todo dolor. Esta filosofía hedonista conduce a múltiples errores, puesto que el hombre que se fija estos principios, no duda en cometer toda clase de atrocidades, con tal de adquirir dinero y poder, única manera de gozar y disfrutar de los placeres que el mundo le proporciona. Pero estos placeres mundanos finalizan indefectiblemente cuando finaliza el tiempo de vida decretado por Dios para el hombre, y a su vez el hombre no puede agregarse a sí mismo ni un solo segundo más de vida de los que le ha asignado desde toda la eternidad, de manera que una vez cumplido el tiempo decretado debe presentarse ante Dios, para recibir el juicio particular, dar cuenta de los talentos recibidos, y recibir la paga por ellos, la salvación o la condenación.
“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde el alma?”. La pregunta de Jesús nos lleva a reflexionar acerca de lo inútil que es el preocuparse por las vanidades del mundo, acerca de lo efímero de esta vida terrena y de cuán poco valen los bienes materiales, que no salvarán nuestras almas, y en cambio cuánto valora Dios los bienes espirituales, tales como la oración, la vida de la gracia, la Eucaristía, la Santa Misa, el Rosario, los cuales sí salvarán nuestras almas.

sábado, 1 de marzo de 2014

“No se puede servir a Dios y al dinero”


(Domingo VIII - TO - Ciclo A – 2014)
         “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-34). Tanto Dios como el dinero se erigen como señores en el alma, solo que uno es legítimo –Dios-, mientras que el otro es ilegítimo –el dinero-. Ahora bien, para comprender en su dimensión sobrenatural la frase de Jesús, hay que tener en cuenta que el hombre ha sido creado por Dios y que por lo tanto hay en todo hombre un sentido innato de adoración y de reverencia y de deseo de servir a Dios, aunque por el pecado original este sentido se haya corrompido y oscurecido. Por lo tanto, lo más natural para el hombre, es adorar a Dios en su corazón, alabarlo con todo su ser y con toda su alma, amarlo con toda la intensidad y con toda la fuerza de la que es capaz su corazón, postrarse en su interior, con su alma y con su corazón, y postrarse también con su cuerpo; lo más natural y espontáneo para el hombre es arrodillarse ante Dios como signo exterior de la adoración interior, expresando con el cuerpo y con el alma todo el amor del que es capaz, al Único Dios verdadero, que es Quien lo creó y que es por Quien vive y existe.
         Pero lo contrario también es cierto: lo más anti-natural para el hombre, es rendir culto al dinero, porque el hombre no fue creado para el dinero, y esa es la razón de la advertencia de Jesús: no se puede servir a Dios y al dinero, pero no por una mera incapacidad moral, podríamos decir, sino porque el servicio del dinero, o el culto del dinero, aunque pueda parecer que proporcione al hombre una aparente felicidad temporaria, finalizada esta felicidad, que en sí misma es fugaz y pasajera, da inicio la amargura y la desdicha, porque da comienzo la ausencia de Dios, que es suma infelicidad, y es a esto a lo que quiere llegar Jesús cuando dice que “no se puede servir a Dios y al dinero”.
         “No se puede servir a Dios y al dinero”. Si el hombre nace con este sentido de adoración innata, impreso como un sello indeleble, nos preguntamos entonces, el porqué de la advertencia de Jesús, y la respuesta hay que buscarla en el Paraíso, en el momento de la Caída de Adán y Eva. La advertencia de Jesús se debe a que el Tentador, la Antigua Serpiente, al lograr hacer perder el estado de gracia, logró oscurecer este sentido de adoración innata a Dios que está impreso como un sello en todo ser humano, y puso en cambio un falso sello, un sello que es el suyo, el sello del dinero. Es por esto que el dinero es el sello del demonio, y la frase de Jesús, bien podría quedar así: “No se puede servir a Dios y al demonio” y es lo que explica que muchos santos hayan llamado al dinero: “excremento del demonio”. El demonio y el dinero están indisolublemente unidos y la prueba irrefutable de que aquel que apega su corazón al dinero en esta vida se aferra al demonio para siempre en el infierno, es Judas Iscariote, quien vendió a Nuestro Señor por treinta monedas de plata y por no querer escuchar los latidos del Corazón de Jesús y preferir el tintinear de las monedas de plata, ahora y para siempre escucha los alaridos de los condenados y los gritos horribles de Satanás.
         Ahora bien, los dos señores conceden al alma dos bien radicalmente distintos, dos glorias radicalmente opuestas: Dios concede una gloria celestial, que pasa por la cruz, el oprobio y el desprecio de los hombres; el demonio y el dinero, conceden una gloria mundana, que pasa por el aplauso de los hombres y el éxito fácil, pero que finaliza alejados de Dios para siempre. Dios concede una gloria celestial, que pasa aquí en la tierra por la pobreza de la cruz, que es la pobreza de Cristo, porque Cristo en la cruz nada material tiene, excepto aquello que le es útil para conducir a las almas al cielo: la cruz de madera, el letrero que dice: “Jesús, Rey de los judíos”, los clavos de hierro que clavan sus manos y sus pies al leño, la corona de espinas, el lienzo con el cual cubre su humanidad. Esas son sus únicas pertenencias materiales, que por otra parte, no son suyas, sino prestadas por su Padre celestial, y también por su Madre, la Virgen, ya que el lienzo es, según la Tradición, el paño con el cual se cubría la cabeza la Virgen María y que Ella se lo dio para que Jesús se cubriera cuando los soldados le quitaron las vestiduras al llegar a la cima del Monte Calvario. Dios concede una gloria celestial que es inmensamente rica, pero que antes pasa por una pobreza ignominiosa, la pobreza de la cruz, la pobreza de Cristo crucificado, que no es necesariamente una pobreza material; es una pobreza más bien de orden espiritual, aunque también se acompaña de pobreza espiritual, y que no debe confundirse con la miseria económica y moral, por eso no tiene absolutamente nada que ver con una “villa miseria”, a la que lamentablemente nos tienen acostumbrados los pésimos gobiernos de todos los signos políticos desde hace décadas y décadas.
         Por el contrario, el demonio concede al alma que se postra en adoración idolátrica y blasfema ante él, una gloria perversa y pasajera, efímera, mundana, que finaliza muy pronto, pero que deslumbra al hombre, porque está cargada de riquezas materiales, de oro, de plata, de dinero en abundancia, de lujuria, de satisfacción de las pasiones más bajas, y que cuanto más baja es la pasión satisfecha, más difícil es para el hombre verse libre de ella, y por lo tanto, más encadenado se encuentra a Satanás. El dinero es el cebo y la trampa al mismo tiempo, con el cual Satanás atrae y enlaza al hombre para encadenarlo y colocarlo bajo sus negras alas de vampiro infernal; así como el cazador coloca un trozo de carne en medio de la trampa de acero, esperando que el animal quede atrapado, así el demonio ofrece al hombre el dinero fácil, el dinero del narcotráfico, el dinero del juego ilícito, el dinero de la estafa, el dinero del tráfico de armas, el dinero de la trampa, el dinero del robo, el dinero obtenido sin trabajar, el dinero obtenido ilícitamente por el medio que sea, para atraparlo con sus filosas garras, más duras que el acero, para no soltarlo nunca jamás, para arrastrarlo consigo a la eterna oscuridad y hacerlo partícipe de su dolor, de desesperación y de su odio contra Dios. Es en esto en lo que finaliza el amor al dinero, y es esto lo que Jesús nos quiere advertir cuando nos dice: “No se puede servir a Dios y al dinero”.

         “Ante el hombre, están el bien y el mal, la vida y la muerte; lo que eso elija, eso se le dará”. Ante el hombre, está la cruz con Cristo crucificado y sus Mandamientos, y el demonio con sus mandamientos; lo que el hombre elija, eso se le dará. Ante el hombre está Dios y está el dinero, lo que el hombre elija, eso se le dará. Dios no nos obliga a elegirlo, el dinero tampoco, pero demostraríamos muy poco amor a Dios, eligiendo el dinero. Sirvamos a Cristo crucificado, el Cordero degollado por nuestra salvación, y Dios nos recompensará con una medida apretada, la vida eterna, y así podremos cantar eternamente sus misericordias.

viernes, 24 de enero de 2014

“Jesús instituyó a los Doce”


“Jesús instituyó a los Doce” (Mc 3, 13-19). El Evangelio de la institución de los Apóstoles destaca que Jesús “llamó a los que quiso”, los llamó “para que estuvieran con Él”, y luego “los envió a predicar”, además de “darles el poder de expulsar demonios”. Por último, el Evangelio destaca el hecho de que de entre los Doce surge el traidor, Judas Iscariote.
Es importante la consideración y reflexión de este Evangelio porque, salvando las distancias, el llamado de los Doce es el llamado de Jesús a todo bautizado y también a todo grupo parroquial, a toda institución de la Iglesia, a todo movimiento, a toda orden religiosa, a toda congregación, y por lo tanto, a todos en la Iglesia nos caben las características del llamado de Jesús a los Doce. Es obvio que no todos somos Apóstoles y Columnas de la Iglesia como los Doce, pero sí somos Apóstoles y Columnas de la Iglesia en sentido traslaticio y en sentido lato, desde el momento en que todos, según nuestro deber de estado, estamos llamados a hacer apostolado para dar a conocer a nuestros prójimos a Jesucristo y para apuntalar las columnas de la Iglesia con nuestra labor apostólica frente a la tarea de demolición que los enemigos externos e internos de la Iglesia llevan a cabo sin detenimiento.

Como a los Apóstoles, también a nosotros Jesús nos llamó “porque quiso”, es decir, por una libre elección de su Amor misericordioso, y no por ningún mérito ni merecimiento nuestro, que no lo teníamos ni lo tenemos de ninguna manera; como a los Apóstoles, también a nosotros Jesús nos llama “para que estemos con Él”, y junto a Él estemos también con su Madre, que está al pie de la Cruz, en el Calvario y en la Santa Misa; Jesús nos llama, como a los Apóstoles, para que estemos con Él por medio de la Adoración Eucarística, para que apoyemos nuestra cabeza en su pecho, para escuchar los latidos de su Sagrado Corazón, como Juan en la Última Cena; también a nosotros nos llama para que nos unamos a Él por la oración, a través del rezo del Santo Rosario, porque en el Rosario es la Virgen la que nos estrecha a su Inmaculado Corazón y allí nos hace escuchar los latidos del Corazón de su Hijo; como a los Apóstoles, Jesús nos llama “a predicar y a expulsar demonios”, pero no por medio de sermones y de exorcismos, sino por medio del ejemplo de vida, porque una vida de santidad, de pureza y de castidad, de obras de misericordia y de compasión, como la que llevaron los santos, buscando imitar con sus vidas y con sus obras a Cristo, es la mejor prédica y el mejor exorcismo, sin palabras y sin fórmulas exorcísticas. Por último, el Evangelio nos advierte acerca del peligro que significa recibir las más grandes gracias por parte de Jesucristo con un corazón miserable y mal dispuesto: Judas Iscariote recibió gracias no concedidas a otros mortales: fue elegido Apóstol, fue consagrado Sacerdote de Cristo, fue llamado “Amigo” por Cristo, recibió de Cristo muestras inauditas de amor, como el haberle sido lavados los pies por el mismo Hombre-Dios en Persona, y ni aún así, cedió en su intención de traicionar y vender la amistad de Jesús por treinta monedas de plata. También a nosotros nos puede pasar que amemos más al dinero –o a las pasiones, que se alimentan con el dinero- que a Jesús. No en vano Jesús nos advierte: “No se puede amar a Dios y al dinero”. Ser elegidos por Cristo, esto es, ser sacerdotes, ser laicos, tener puestos de responsabilidad en la Iglesia, no es garantía de nada, no es garantía de salvación; por el contrario, implica un serio riesgo, el riesgo de traicionar a Cristo por el brillo del poder, por el atractivo del dinero, por el placer de la posición y el prestigio. Es por esto que Jesús nos advierte: “Estad atentos y vigilantes”.

sábado, 21 de septiembre de 2013

"No podéis servir a Dios y al dinero"


(Domingo XXV - TO - Ciclo C - 2013)
         "No podéis servir a Dios y al dinero" (Lc 16, 1-13). Jesús nos advierte que, frente a la disyuntiva de servir a Dios y al dinero, se debe elegir entre uno y otro, porque el servicio de ambos es incompatible: o se sirve a uno, o se sirve a otro, pero no a los dos: "No podéis servir a Dios y al dinero". El motivo es que las exigencias que presentan el uno y el otro requieren que se pongan en juego todas las potencialidades y capacidades, además de todo el amor, y como son incompatibles entre sí Dios y el dinero, sólo se puede amar y servir a uno de los dos.
         La incompatibilidad entre Dios y el dinero es tan fuerte, que la presencia de uno en el corazón del otro, lo excluye de modo absoluto, al punto de no dejarle ni el más pequeño lugar. Quien ama y sirve al dinero, no ama ni sirve a Dios, y viceversa: quien ama y sirve a Dios, no ama ni sirve al dinero. La incompatibilidad entre ambos se debe a que conducen al hombre a objetivos radicalmente distintos, que producen estados radicalmente distintos en el hombre: mientras Dios conduce al hombre a sí mismo para donarse a sí mismo, por Amor, en la plenitud de su Ser trinitario, causando en el hombre un estado de paz y felicidad inimaginables, tanto más cuanto que esta paz y esta felicidad, si bien las da Dios en germen en el tiempo, se prolongan por toda la eternidad, por los siglos sin fin, una vez finalizado el tiempo, es decir, una vez que el hombre termina su paso por esta tierra, con la muerte.
         El dinero, por el contrario, conduce al hombre a la nada y a la desolación espiritual, porque lo que ofrece son el alcance de bienes materiales y el goce de los sentidos en el tiempo, todo lo cual provoca gran insatisfacción e infelicidad en el hombre, desde el momento en que no ha sido creado para ser feliz ni con los bienes materiales ni con el goce de los sentidos, además de que el dinero no permanece una vez finalizada la vida terrena.
         Por otra parte, Jesús advierte también que el corazón del hombre, que tiene capacidad sólo para uno de dos señores -o Dios o el dinero-, cuando elige a uno de ambos como su tesoro, se apega a él y queda adherido a él: "Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón". Si el hombre elige que su corazón sea ocupado por el dinero, quedará apegado a este; si el hombre elige que su corazón sea ocupado por Dios y su gracia, quedará adherido a Dios. En cualquiera de los casos, el hombre siempre permanece libre ante la elección, y es él y sólo él quien elige a cuál de los dos señores servir, y por lo tanto, las consecuencias de su elección también dependen de su propio libre albedrío. Por esto, quien elige servir a Dios, sabe que su elección comporta en esta vida lo opuesto al dinero, que es la pobreza, pero sabe también que a esta pobreza, que es la pobreza de la Cruz de Cristo, le sigue la riqueza inagotable e inabarcable del Reino de los cielos, puesto que en quien vive la pobreza evangélica, se cumplen las Bienaventuranzas de Jesús: "Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos".
         Por el contrario, quien elige servir al dinero, sabe que su elección comporta el disfrute pasajero, puramente material, de los bienes que ofrece el dinero, todos caducos y llenos de corrupción; el que elige servir al dinero, sabe que su elección comporta lo opuesto a la pobreza, y es la riqueza material, pero sabe también que a esta riqueza, que es la riqueza que ofrece el mundo, una riqueza puramente material sin Dios, le sigue la pobreza y la miseria del Reino de las tinieblas, en donde la risa, la carcajada, el placer, que ofrecía en esta vida el mundo, se convierten, en un santiamén, en llanto, angustia, dolor sin fin, en la otra vida, de acuerdo a las palabras de Jesús: "¡Ay de vosotros, que ahora reís, porque lloraréis!".
         "No se puede servir a Dios y al dinero". Dios no nos obliga a amarlo y servirlo, por el camino de la pobreza de la Cruz de Cristo, pero como dice San Ignacio, hemos sido creados para "conocer, amar y servir a Dios nuestro Señor, y con esto salvar el alma", por lo que, si nos decidimos en contra de Dios y en favor del dinero, ponemos en peligro la salvación eterna del alma. Debemos entonces decidirnos a amar a Dios Trino sin reservas, haciendo que nuestro corazón sea su morada en el tiempo y en la eternidad, y debemos desplazar, sin dudar, el amor al dinero -llamado "el excremento del diablo", por los santos, tal como lo ha recordado recientemente el Santo Padre Francisco-, para que al fin de nuestra vida terrena recibamos la riqueza inagotable del Reino de los cielos, la contemplación, el amor y la adoración de Dios Trinidad, por los siglos sin fin.