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domingo, 27 de diciembre de 2020

“Vieron al Niño con María, su Madre y cayendo de rodillas lo adoraron (…) y le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra”

 


(Domingo II - TN - Ciclo B – 2021)

         “Vieron al Niño con María, su Madre y cayendo de rodillas lo adoraron (…) y le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 1-12). Los Reyes Magos, guiados por la Estrella de Belén, se dirigen hacia el Portal de Belén con la intención explícita de adorar al Niño, a quien llaman “rey”: “Venimos a adorar al Rey”. Una vez que se encuentran delante del Niño y su Madre, la Virgen, según el relato del Evangelio, se postran en adoración ante el Niño y luego de adorarlo le ofrecen los dones que le habían traído: oro, incienso y mirra. Teniendo en cuenta que la Sagrada Escritura es, además de un libro religioso, un libro de historia –lo cual significa que los hechos relatados son reales y no ficticios, ni simbólicos, ni metafóricos-, la escena de la Adoración de los Reyes Magos nos revela datos sobrenaturales –sobrenatural indica que viene del Cielo, que no es una acción originada en los hombres ni en los ángeles- que no se encuentran explícitamente narrados, pero que no por eso no son reales.

         Uno de los datos sobrenaturales es la Estrella de Belén. La Estrella de Belén, una verdadera estrella en el sentido de ser un cuerpo espacial brillante que puede ser localizado en el firmamento, es prefiguración de la Virgen Santísima, porque Ella es la Estrella de Belén espiritual y celestial, que guía a las almas hasta su Hijo Jesús: así como la Estrella de Belén, la estrella cosmológica, que con su brillo condujo a los Reyes Magos hasta donde estaba el Niño Dios, así la Estrella de Belén espiritual, María Santísima, conduce y guía a las almas hasta el Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico, donde se encuentra su Hijo Jesús, en la Eucaristía, donándose a Sí mismo como Pan de Vida eterna.

         Otro de los datos sobrenaturales es la intención explícita de los Reyes Magos de adorar al Niño, tal como ellos mismos lo declaran: “Venimos a adorar al Rey”. Esto indica que sus mentes y corazones han sido iluminados por la luz del Espíritu Santo y que por lo tanto saben que ese Niño nacido en un Portal, en Belén, en Palestina, es Dios Hijo encarnado y no meramente un niño hebreo más entre tantos. De otra forma, no tendría sentido el acudir a adorar a un niño, si este Niño no fuera Dios encarnado.

         Otro dato es el reconocimiento de los Reyes Magos de la reyecía del Niño de Belén: lo llaman explícitamente “Rey” y siendo ellos mismos reyes, y por lo tanto como reyes no deberían someterse a otro rey, sin embargo no sólo lo reconocen como Rey, sino que lo adoran. Es decir, ellos dejan de lado su condición de ser ellos mismos reyes, para postrarse en adoración ante un niño recién nacido: esto no tendría sentido si no tuvieran el conocimiento infuso, sobrenatural, dado por el Espíritu Santo, acerca del Niño de Belén, quien en cuanto Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, es “Rey de reyes y Señor de señores”. Es decir, los Reyes Magos reconocen en el Niño de Belén una reyecía que supera infinitamente cualquier reyecía de la tierra, una reyecía de origen celestial, sobrenatural, que conduce a la adoración a aquel que se encuentre delante del Niño de Belén. Que los Reyes Magos sepan diferenciar entre la reyecía celestial y sobrenatural del Niño de Belén y las reyecías humanas, se comprueba por el hecho de que, por un lado, ellos mismos son reyes, pero hacen caso omiso de la reyecía de ellos, ya que es puramente humana y se postran ante el Niño de Belén, reconociéndolo como “Rey de reyes y Señor de señores”; por otro lado, en cambio, tratan de igual a igual con Herodes, quien también es rey, pero los Reyes Magos no se postran ante Herodes, porque saben distinguir bien que la reyecía de Herodes es humana y que Herodes mismo es humano, como ellos y por eso no se postran ante él ni lo adoran, como sí lo hacen ante el Niño Jesús.

         Otro dato sobrenatural son los dones que los Reyes Magos traen al Niño: oro, incienso y mirra. Además de ser los dones en sí mismos un reconocimiento explícito de la condición del Niño de Belén de ser Rey de reyes y Señor de señores, los dones tienen un sentido sobrenatural: así, el oro representa la adoración del hombre ante Dios, esto es, el reconocimiento, por parte del hombre, de ser “nada mas pecado”, delante de Dios; la adoración implica que el hombre se anonada, pero no por un gesto de condescendencia del hombre hacia Dios, como si el hombre hiciera un gesto de humildad que Dios debiera reconocer, al reconocerse el hombre como “nada”, sino que la adoración es lo que corresponde a la realidad ontológica del hombre frente a Dios: el hombre es “nada” ante Dios, porque Dios es el Acto de Ser Purísimo y Perfectísimo que crea el ser del hombre; en otras palabras, sin Dios Trinidad, el hombre no tiene el ser y es esto lo que significa que sea “nada” delante de Dios, porque el ser participado y creado que tiene el hombre, lo tiene por el infinito Amor de Dios, que de la nada lo trae al ser y del ser a la existencia. En la adoración está implícito también el auto-reconocimiento del hombre de ser no sólo “nada” ante Dios, sino que es “nada mas pecado”, porque desde Adán y Eva, todo hombre nace con el ser, pero privado de la gracia y contaminado con el pecado original. El oro, entonces, representa la adoración que el hombre debe a Dios Uno y Trino, por el solo hecho de ser Dios lo que Es: Dios de infinita santidad, bondad, sabiduría, poder y justicia.

El incienso donado por los Reyes Magos al Niño Dios representa la oración, es decir, la elevación del alma hacia Dios Trinidad: sin la oración, el alma perece, porque por la oración el alma entra en contacto con Dios y Dios lo hace partícipe de su Vida divina, de modo que el hombre, si no hace oración, está muerto espiritualmente hablando, porque no recibe la Vida de Dios; en cambio, si hace oración, está vivo, pero no solo con su vida natural humana, sino vivo con la Vida divina, de la cual la oración lo hace partícipe.

La mirra donada por los Reyes Magos representa a la humanidad, en un doble sentido: por un lado, representa a la Humanidad Santísima del Niño de Belén, que es ungida con el aceite perfumado del Espíritu Santo en el momento de la Encarnación; por otro lado, la mirra representa la humanidad de todos y cada uno de los hombres, que se postran en adoración ante el Cordero de Dios, pidiéndole la gracia de ser ungidos con el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, para que así la humanidad pueda despedir un suave perfume de dulce fragancia, tal como lo hace la mirra cuando se pone en contacto con el fuego.

“Vieron al Niño con María, su Madre y cayendo de rodillas lo adoraron (…) y le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra”. Pidamos la luz del Espíritu Santo para que, imitando a los Reyes Magos, que reconocieron a Dios Hijo oculto en la Humanidad del Niño de Belén, también nosotros seamos capaces de reconocer a ese mismo Dios Hijo, oculto en la apariencia de pan, en la Eucaristía y, al igual que ellos, guiados por el mismo Espíritu Santo, nos postremos en adoración ante el Niño Dios, Presente en Persona en el Santísimo Sacramento del altar.

martes, 19 de abril de 2016

"El Padre y yo somos uno”


“Dinos si eres el Mesías (…) El Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30). Jesús no solo se auto-revela como el Mesías esperado por Israel, sino que va más allá: revela que Él es el Mesías, sí, pero revela también que Él es Dios y es Dios Hijo; revela que Él es el Hijo que proviene del Padre; revela que Él es igual al Padre: “El Padre y yo somos uno”. Jesús se revela como el Mesías, pero resulta que este Mesías, que aparece visiblemente como hombre es, al mismo tiempo, Dios Invisible, que se manifiesta precisamente a través de la humanidad de Jesús de Nazareth: “El Padre y yo somos uno”, es decir, Él y el Padre son uno en naturaleza, pues ambos son Dios, pero al mismo tiempo son dos Personas distintas, en ese mismo Dios: el Padre y el Hijo. Jesús no solo se auto-revela como el Mesías, sino como Dios Hijo proveniente de Dios Padre, como “Dios de Dios, Luz eterna de Luz eterna”, como lo rezamos en el Credo. Lo expresa maravillosamente San Hilario: “El Hijo es el engendrado por el no-engendrado, el único nacido del único, el verdadero salido del verdadero, el viviente nacido del viviente, el perfecto procediendo del perfecto, el poder saliendo del poder, la sabiduría salida de la sabiduría, la gloria de la gloria, “la imagen del Dios invisible” (Col 1, 15)[1] (…) No es una adopción porque el Hijo es verdaderamente Hijo de Dios y dice: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9)”. La auto-revelación de Jesús es trascendental, porque entonces, si Él es Dios eterno que ha sido engendrado por el Padre in-engendrado por nadie, entonces Él es igual al Padre y tiene en sí mismo la vida eterna, la vida que el Padre tiene desde la eternidad: “Él mismo tiene la vida (eterna) en sí como aquel que lo ha engendrado a la vida en sí mismo (Jn 5,26)”, y Él comunica de esa vida eterna, que la posee desde la eternidad, a quien Él quiere: “Yo doy la vida eterna a mis ovejas” (Jn 10, 28).
“Dinos si eres el Mesías (…) El Padre y yo somos uno”. Si Jesús es el Mesías y el Mesías es Dios, entonces, su Presencia en la Eucaristía no es una presencia meramente simbólica: es la Presencia del Dios Mesías en Persona, a Quien hay que adorar como tal.




[1] Cfr. De Trinitate II, 8.

sábado, 1 de marzo de 2014

“No se puede servir a Dios y al dinero”


(Domingo VIII - TO - Ciclo A – 2014)
         “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-34). Tanto Dios como el dinero se erigen como señores en el alma, solo que uno es legítimo –Dios-, mientras que el otro es ilegítimo –el dinero-. Ahora bien, para comprender en su dimensión sobrenatural la frase de Jesús, hay que tener en cuenta que el hombre ha sido creado por Dios y que por lo tanto hay en todo hombre un sentido innato de adoración y de reverencia y de deseo de servir a Dios, aunque por el pecado original este sentido se haya corrompido y oscurecido. Por lo tanto, lo más natural para el hombre, es adorar a Dios en su corazón, alabarlo con todo su ser y con toda su alma, amarlo con toda la intensidad y con toda la fuerza de la que es capaz su corazón, postrarse en su interior, con su alma y con su corazón, y postrarse también con su cuerpo; lo más natural y espontáneo para el hombre es arrodillarse ante Dios como signo exterior de la adoración interior, expresando con el cuerpo y con el alma todo el amor del que es capaz, al Único Dios verdadero, que es Quien lo creó y que es por Quien vive y existe.
         Pero lo contrario también es cierto: lo más anti-natural para el hombre, es rendir culto al dinero, porque el hombre no fue creado para el dinero, y esa es la razón de la advertencia de Jesús: no se puede servir a Dios y al dinero, pero no por una mera incapacidad moral, podríamos decir, sino porque el servicio del dinero, o el culto del dinero, aunque pueda parecer que proporcione al hombre una aparente felicidad temporaria, finalizada esta felicidad, que en sí misma es fugaz y pasajera, da inicio la amargura y la desdicha, porque da comienzo la ausencia de Dios, que es suma infelicidad, y es a esto a lo que quiere llegar Jesús cuando dice que “no se puede servir a Dios y al dinero”.
         “No se puede servir a Dios y al dinero”. Si el hombre nace con este sentido de adoración innata, impreso como un sello indeleble, nos preguntamos entonces, el porqué de la advertencia de Jesús, y la respuesta hay que buscarla en el Paraíso, en el momento de la Caída de Adán y Eva. La advertencia de Jesús se debe a que el Tentador, la Antigua Serpiente, al lograr hacer perder el estado de gracia, logró oscurecer este sentido de adoración innata a Dios que está impreso como un sello en todo ser humano, y puso en cambio un falso sello, un sello que es el suyo, el sello del dinero. Es por esto que el dinero es el sello del demonio, y la frase de Jesús, bien podría quedar así: “No se puede servir a Dios y al demonio” y es lo que explica que muchos santos hayan llamado al dinero: “excremento del demonio”. El demonio y el dinero están indisolublemente unidos y la prueba irrefutable de que aquel que apega su corazón al dinero en esta vida se aferra al demonio para siempre en el infierno, es Judas Iscariote, quien vendió a Nuestro Señor por treinta monedas de plata y por no querer escuchar los latidos del Corazón de Jesús y preferir el tintinear de las monedas de plata, ahora y para siempre escucha los alaridos de los condenados y los gritos horribles de Satanás.
         Ahora bien, los dos señores conceden al alma dos bien radicalmente distintos, dos glorias radicalmente opuestas: Dios concede una gloria celestial, que pasa por la cruz, el oprobio y el desprecio de los hombres; el demonio y el dinero, conceden una gloria mundana, que pasa por el aplauso de los hombres y el éxito fácil, pero que finaliza alejados de Dios para siempre. Dios concede una gloria celestial, que pasa aquí en la tierra por la pobreza de la cruz, que es la pobreza de Cristo, porque Cristo en la cruz nada material tiene, excepto aquello que le es útil para conducir a las almas al cielo: la cruz de madera, el letrero que dice: “Jesús, Rey de los judíos”, los clavos de hierro que clavan sus manos y sus pies al leño, la corona de espinas, el lienzo con el cual cubre su humanidad. Esas son sus únicas pertenencias materiales, que por otra parte, no son suyas, sino prestadas por su Padre celestial, y también por su Madre, la Virgen, ya que el lienzo es, según la Tradición, el paño con el cual se cubría la cabeza la Virgen María y que Ella se lo dio para que Jesús se cubriera cuando los soldados le quitaron las vestiduras al llegar a la cima del Monte Calvario. Dios concede una gloria celestial que es inmensamente rica, pero que antes pasa por una pobreza ignominiosa, la pobreza de la cruz, la pobreza de Cristo crucificado, que no es necesariamente una pobreza material; es una pobreza más bien de orden espiritual, aunque también se acompaña de pobreza espiritual, y que no debe confundirse con la miseria económica y moral, por eso no tiene absolutamente nada que ver con una “villa miseria”, a la que lamentablemente nos tienen acostumbrados los pésimos gobiernos de todos los signos políticos desde hace décadas y décadas.
         Por el contrario, el demonio concede al alma que se postra en adoración idolátrica y blasfema ante él, una gloria perversa y pasajera, efímera, mundana, que finaliza muy pronto, pero que deslumbra al hombre, porque está cargada de riquezas materiales, de oro, de plata, de dinero en abundancia, de lujuria, de satisfacción de las pasiones más bajas, y que cuanto más baja es la pasión satisfecha, más difícil es para el hombre verse libre de ella, y por lo tanto, más encadenado se encuentra a Satanás. El dinero es el cebo y la trampa al mismo tiempo, con el cual Satanás atrae y enlaza al hombre para encadenarlo y colocarlo bajo sus negras alas de vampiro infernal; así como el cazador coloca un trozo de carne en medio de la trampa de acero, esperando que el animal quede atrapado, así el demonio ofrece al hombre el dinero fácil, el dinero del narcotráfico, el dinero del juego ilícito, el dinero de la estafa, el dinero del tráfico de armas, el dinero de la trampa, el dinero del robo, el dinero obtenido sin trabajar, el dinero obtenido ilícitamente por el medio que sea, para atraparlo con sus filosas garras, más duras que el acero, para no soltarlo nunca jamás, para arrastrarlo consigo a la eterna oscuridad y hacerlo partícipe de su dolor, de desesperación y de su odio contra Dios. Es en esto en lo que finaliza el amor al dinero, y es esto lo que Jesús nos quiere advertir cuando nos dice: “No se puede servir a Dios y al dinero”.

         “Ante el hombre, están el bien y el mal, la vida y la muerte; lo que eso elija, eso se le dará”. Ante el hombre, está la cruz con Cristo crucificado y sus Mandamientos, y el demonio con sus mandamientos; lo que el hombre elija, eso se le dará. Ante el hombre está Dios y está el dinero, lo que el hombre elija, eso se le dará. Dios no nos obliga a elegirlo, el dinero tampoco, pero demostraríamos muy poco amor a Dios, eligiendo el dinero. Sirvamos a Cristo crucificado, el Cordero degollado por nuestra salvación, y Dios nos recompensará con una medida apretada, la vida eterna, y así podremos cantar eternamente sus misericordias.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Octava de Navidad 2 1013




         Los pastores, a los cuales los ángeles de Dios anuncian la Buena Noticia del Nacimiento del Niño de Belén (cfr. Lc 2, 1, -20), son hombres rudos, poco o nada instruidos en la ciencia humana, e igualmente con respecto a la ciencia divina, teológica. No sobresalen por su ciencia, ni humana ni divina, y tampoco por su posición social, ni por su riqueza material. Su trabajo es un trabajo duro, poco o nada reconocido socialmente y por eso no les trae prestigio social, aunque se trate de un trabajo importante, puesto que de los rebaños de ovejas se alimenta el pueblo. Sin embargo, a pesar de todas estas limitaciones humanas, sociales, económicas, y hasta espirituales son ellos los elegidos y no otros, por el Divino Querer, para recibir, los primeros entre todos los hombres, la Alegre Noticia para toda la humanidad: el Nacimiento de Dios Hijo. El motivo de su elección es que, con todas sus limitaciones humanas, demuestran poseer algo que es de capital importancia para la relación con Dios, y es el de tener un corazón sencillo, humilde, dispuesto a escuchar la Voz divina; un corazón que, habituado al silencio a causa del trabajo de pastor, está predispuesto para escuchar la Voz dulce de Dios, que habla en el silencio; un corazón que  por su sencillez, posee una fe que es igualmente sencilla y por esto mismo, pura y firme, una fe que cree a la Voz de Dios, que se manifiesta en este caso a través de los ángeles, una fe que reconoce la Voz de Dios y que la ama al instante, porque esa Voz hace resonar en las almas de los pastores el eco de su Creador. 


Los corazones de los pastores, hombres sencillos, rudos, ignorantes de ciencia humana y de cuestiones teológicas, y sin embargo puros y sencillos, comienzan a latir al ritmo del impulso del Divino Amor apenas reciben la noticia del Nacimiento del Hijo de Dios por parte de los ángeles, y por esto no dudan ni un instante, sino que se dirigen inmediatamente hacia el Pesebre de Belén. El premio a esta fe sencilla, humilde, profunda, basada en el Amor a Dios, es la alegría, una alegría profunda, intensa, desconocida hasta ese momento por ellos mismos; una alegría que no es de este mundo, sino que viene del cielo; una alegría que los impulsa a postrarse en adoración ante el Niño de Belén, porque ellos reconocen que esa Alegría que experimentan, unida al Amor y a la adoración, provienen del Niño que está en brazos de la Virgen Madre, porque ese Niño es Dios.
La fe de los pastores no necesita de grandes elucubraciones teológicas: basta con recibir la Buena Noticia de parte de los ángeles, una Buena Noticia sencilla y humilde como sus corazones, para acudir de inmediato a adorar a su Dios nacido como Niño: “El ángel les dijo: ‘No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 11-12). Los pastores reconocen la señal divina, que no es la presencia de un ejército en formación de batalla, ni una tempestad de fuego, ni un huracán, ni un terremoto: la señal divina es tan sencilla y humilde como sus corazones de hombres rudos, sencillos y humildes, y por eso es reconocida de inmediato, porque “lo semejante conoce lo semejante”: un niño envuelto en pañales”, ése es “el Salvador”, “Cristo Señor”; el Niño de Belén es el Kyrios, el rey de la gloria, que viene envuelto en pañales y está acostado en un pesebre.

La recepción de la Buena Noticia despierta en los pastores una alegría profunda, alegría que los lleva a adorar al Niño y a postrarse ante su Presencia. Esta alegría de los pastores que adoran al Niño es una Alegría celestial, no humana, originada en el Ser trinitario divino, que descendiendo para comunicarse desde lo alto, penetra en la raíz más profunda del ser creatural de los pastores, para difundirse desde allí a toda la persona, en su cuerpo y en su alma, de modo que puede decirse que cada célula de los pastores se ve inundada y colmada de una alegría imposible de explicar, de entender y de contener, de modo que si no estuvieran auxiliados por la gracia, serían aniquilados por la misma Alegría y por el mismo Amor celestial que acompaña a esta Alegría.
“Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado”. Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían” (Lc 2, 15-18). La disposición espiritual del cristiano, frente al Pesebre de Belén, debe ser la de los pastores: un corazón sencillo, humilde, que sepa reconocer la Voz de su Creador –“el Señor nos ha manifestado”, se dicen entre sí-, que habla a través de sus mensajeros, los ángeles de luz, y que una vez reconocida, dirija prontamente sus pasos en la dirección que Dios les indica, porque el obedecer a la Voluntad de Dios les significa para los pastores la alegría más grande de sus vidas: la contemplación y adoración de Dios Niño. Para esta Navidad, pidamos la gracia de tener un corazón como el de los pastores, sencillo y humilde, que nos permita albergar una fe límpida, pura, firme, fe que nos lleve a postrarnos ante el Niño de Belén, nacido para nuestra salvación. Pidamos por esta fe, porque también es necesaria esta misma fe para postrarnos ante ese mismo Dios Niño, nacido en Belén, que prolonga su Encarnación y Nacimiento en cada Eucaristía, en el misterio del Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico.

viernes, 6 de enero de 2012

Solemnidad de la Epifanía del Señor (2)



            Para Epifanía, la Iglesia se alegra porque sobre ella resplandece la luz de la gloria, aplicándose a sí misma la profecía de Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (60, 1ss).
         En esta fiesta, la Iglesia ve cómo, mientras el resto del mundo yace en tinieblas de muerte, para la Iglesia brilla una luz, que es la gloria del Señor, que “alborea” sobre la Iglesia. Hay un contraste radical entre el mundo y la Iglesia, porque mientras el mundo yace en “sombras” y en “tinieblas”, que no son otra cosa que las sombras y las tinieblas del pecado, de la ignorancia, del error, consecuencia del dominio del demonio, sobre la Iglesia resplandece la luz, que es vida y vida eterna, porque se trata del mismo Dios, que es luz: “Dios es luz y en Él no hay tinieblas” (1 Jn 1, 5).
         Sobre la Iglesia, en Epifanía, brilla una luz que es la gloria de Dios. No se trata de la gloria del mundo, obviamente, pero tampoco es la gloria tal como la contemplan los ángeles y los santos en el cielo. Es esa misma gloria, la que contemplan los bienaventurados, pero que se manifiesta de un modo desconocido para los hombres, “con un nuevo resplandor”, tal como lo dice el Prefacio I de Navidad[1]: es la gloria que se manifiesta a través de la Humanidad de la Palabra hecha carne; es la gloria que se manifiesta a través del cuerpo del Niño de Belén.
          Es por este que, quien contempla al Niño de Belén, contempla la gloria de Dios, que se hace visible a través suyo, y es en esto en lo que consiste la Epifanía de Belén.
         Es la misma gloria que se manifestará en la efusión de sangre en la Cruz, y por este motivo, quien contempla a Cristo crucificado, contempla también la Epifanía de la Cruz, la manifestación de la gloria de Dios.
         Pero la Iglesia, cotidianamente, también tiene su Epifanía; para la Iglesia, también alborea la luz de la gloria divina, diariamente; para la Iglesia, la gloria de Dios también se manifiesta con un nuevo resplandor, con un resplandor desconocido para el mundo, y esta manifestación, esta Epifanía de la Iglesia, es la que acontece en cada Santa Misa, porque es allí en donde la gloria de Dios aparece escondida bajo algo que parece pan: la Eucaristía.
         Por este motivo, quien contempla la Eucaristía con los ojos de la fe, no con los ojos del cuerpo, contempla la gloria de Dios.
         Como los Reyes Magos, que se llenaron de gozo al adorar la gloria de Dios manifestada en el Niño de Belén, y fueron a comunicar a los demás lo que habían visto y oído, así el cristiano, lleno de gozo por la adoración eucarística, debe comunicar a los demás, con obras de misericordia, la alegría de contemplar y adorar la gloria de Dios en la Eucaristía.       


[1] Cfr. Misal Romano.