domingo, 27 de junio de 2021

“¿Acaso no es éste el carpintero, el hijo de María?”


 

(Domingo XIV - TO - Ciclo B – 2021)

         “¿Acaso no es éste el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 1-6). Jesús, con su sabiduría divina y con sus obras propias de un Dios, provoca sorpresa y admiración entre sus contemporáneos. Sin embargo, frente a sus mismas acciones –sabiduría divina y obras divinas-, hay dos clases de reacciones, que pertenecen a dos clases de personas. Por un lado, se encuentran aquellos que, iluminados por la gracia, se dan cuenta de que Jesús es algo más que un simple hombre; se dan cuenta de que es Dios encarnado y por eso se postran ante Él y lo adoran. Por otro lado, se encuentran las personas que, rechazando la iluminación de la gracia, se dejan llevar por su propia razón y así se extravían en sus razonamientos y en su concepción acerca de Jesús y son estos los que se preguntan acerca de cómo es posible de que Jesús haga los milagros que hace y hable con la sabiduría con la que habla, si sólo es simplemente “el carpintero, el hijo de María”.

En otras palabras, en este Evangelio se confrontan la visión racionalista de Jesús, visión que no es católica, con la visión católica sobrenatural de Jesús, que sí es católica: en una visión, Jesús es solo un hombre; en la otra visión, Jesús es el Hombre-Dios. Esto último es lo afirmado por los Concilios de la antigüedad, de Nicea, de Calcedonia y es lo que afirman la Tradición, el Magisterio y las Sagradas Escrituras. No se trata de una mera discusión doctrinal, puesto que tiene implicancias eclesiológicas, mariológicas y eucarísticas: si Jesús es Dios Hijo encarnado, la Iglesia Católica es la Esposa del Cordero Místico y por lo tanto la Única Iglesia Verdadera del Único Dios Verdadero; si Jesús es Dios Hijo encarnado, entonces María no es una “simple muchacha de Nazareth” que se casó con el carpintero José y luego tuvo más hijos, como afirman erróneamente los protestantes, sino que es la Theotókos, la Madre de Dios, que engendró en su seno inmaculado por obra del Espíritu Santo y no por obra de hombre alguno; por último, si Jesús es Dios Hijo encarnado, la Eucaristía no es un trozo de pan bendecido, sino el mismo Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, por lo que la Eucaristía es Dios Hijo encarnado, oculto en apariencia de pan y esa es la razón por la cual adoramos la Eucaristía, es decir, nos postramos ante la Eucaristía, porque reconocemos, por la fe, que no es un trozo de pan bendecido, sino Dios Hijo encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

“¿Acaso no es éste el carpintero, el hijo de María?”. Jesús sí era carpintero y sí era hijo de María, pero era y es también el Hijo de Dios encarnado y el Hijo de la Madre de Dios, el Salvador, el Redentor de la humanidad. Y porque es el Hombre-Dios, lo adoramos en la Eucaristía, Pan Vivo bajado del cielo, Maná Verdadero que nos concede la vida de la Trinidad. Y porque Jesús es Dios Hijo encarnado, Presente en la Eucaristía, le decimos a Jesús Eucaristía: “Los mejores oradores permanecen mudos como peces ante tu Presencia, Oh Jesús Nuestro Salvador. Ellos no pueden explicar cómo Tú puedes ser Dios inmutable y Hombre perfecto. Por parte nuestra, admiramos este misterio y decimos en verdad: ¡Oh Jesús, Dios Eterno, Oh Jesús, Juez de vivos y muertos, Oh Jesús Eucaristía, Hijo de Dios, sálvanos!”.

jueves, 24 de junio de 2021

“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”


 

“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos” (Mt 9, 9-13). Para entender el dicho de Jesús, hay que entender qué es lo que sucede con Mateo: en los tiempos de Jesús, el territorio Palestino estaba ocupado militarmente por el Imperio Romano y puesto que Roma se había anexado ese territorio, cobraba impuestos para el Imperio. En otras palabras, los judíos que vivían en Palestina eran tributarios de un imperio extranjero, el Imperio Romano y por eso anhelaban la llegada de un Mesías que los liberara del yugo de sus enemigos. Mateo, en el momento en el que Jesús lo llama a su servicio diciéndole: “Sígueme”, era recaudador de impuestos y como tal, era visto como un pecador, algo así como una especie de traidor a la nación, porque recaudaba impuestos no para Israel, sino para Roma. Respondiendo al llamado de Jesús, Mateo deja su mesa de recaudador de impuestos y en el acto sigue a Jesús; luego, siendo ya discípulo de Jesús, lo invita a comer a su casa, invitación que Jesús acepta gustoso. Estando en la mesa con Mateo, los fariseos se escandalizan falsamente, al pensar que Jesús hace amigos y discípulos con los pecadores, en este caso, con un traidor a la nación. Y esto es lo que los lleva a exclamar: “¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”. Al oír esto, Jesús responde que “no son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos”. Con esta respuesta, deja sin palabras a los fariseos, porque si ellos consideraban enfermo, es decir, pecador, a Mateo, por el hecho de ser recaudador de impuestos, entonces es él, pecador o enfermo, quien tiene necesidad de la redención del Mesías o de la cura del médico. Por otra parte, los fariseos se consideraban a sí mismos puros y santos, es decir, sanos, y por lo tanto, no necesitados de la visita, ni del Mesías, ni del médico.

“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”. Jesús hace equivaler al enfermo con el pecador y al Mesías, que es Él, al médico: de hecho, uno de los títulos de Jesús es el de “Médico de almas” y de esta manera, en la figura de Mateo, el pecador o también el enfermo, necesitado del Mesías y del Médico del alma que es Jesucristo, también debemos reconocernos nosotros, que somos pecadores y que, por lo tanto, necesitamos de la Misericordia Divina del Médico de almas, Nuestro Señor Jesucristo, Misericordia que se nos concede en el Sacramento de la Penitencia y en la Sagrada Eucaristía.

“Tus pecados están perdonados”

 


         “Tus pecados están perdonados” (Mt 9, 1-8). En el episodio de la curación del paralítico hay varios elementos que nos dejan diversas enseñanzas. Uno de ellos es la mala fe, el cinismo y la necedad voluntaria de escribas y fariseos que, viendo que Jesús perdona los pecados y le devuelve la salud al paralítico, lo tratan de blasfemo en sus corazones: “Es un blasfemo”. Si Jesús le hubiera dicho “Tus pecados están perdonados”, pero luego no hubiera hecho un milagro sensible como el que hizo, el de curar la parálisis, los fariseos podrían tener razón en tratarlo de blasfemo, pero como hizo el milagro de curación corporal, que solo Dios puede hacer, demostró que era Dios y que podía perdonar los pecados, como solo Dios puede perdonar. Por lo tanto, quedan en evidencia el cinismo, la necedad y la ceguera voluntarias de los fariseos.

         Otro elemento a considerar es la fe del paralítico: tiene fe en Jesús en cuanto Dios, porque sabe que sólo Dios puede perdonar los pecados y por esta razón es que va en busca de Jesús: para que le perdone los pecados. El paralítico no va en busca de la curación de su parálisis corporal: va en busca del perdón de sus pecados y por eso es un ejemplo para todos nosotros, que nos preocupamos de la salud del cuerpo y pedimos a Dios que nos cure nuestras dolencias corporales, pero no le pedimos nunca, o casi nunca, que nos cure la dolencia del alma por excelencia, que es el pecado. En recompensa a esta fe y a su deseo de estar curado del alma antes que del cuerpo, es que Jesús hace un milagro adicional, por así decir, que es la curación de su parálisis corporal.

         Por último, la escena toda del Evangelio es una prefiguración del Sacramento de la Confesión: el paralítico, que no puede caminar, es figura del alma que, por el pecado, queda sin fuerzas y, si es pecado mortal, queda sin vida, sin la vida divina; la absolución del pecado que le da Jesús al paralítico, es figura y anticipo de la absolución de los pecados que concede el mismo Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, a través de la absolución que concede el sacerdote ministerial en el Sacramento de la Penitencia; el paralítico que recibe la curación no solo del alma, sino también del cuerpo y por eso puede retirarse caminando por sí mismo, es figura del alma que es restaurada por la gracia santificante recibida en el Sacramento de la Confesión, que adquiere nuevas fuerzas, la fuerza misma de Jesús, el Hombre-Dios.

“Tus pecados están perdonados”. Cada vez que nos confesamos, recibimos un milagro infinitamente más grandioso que el de ser curados de nuestras dolencias corporales, porque recibimos el perdón de los pecados y el don de la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, obtenida al precio altísimo de su Santo Sacrificio de la Cruz.

miércoles, 23 de junio de 2021

Jesús exorciza a los endemoniados gerasenos

 


Jesús exorciza a los endemoniados gerasenos (cfr. Mt 8, 28-34). Al llegar Jesús a la región de los gerasenos y cuando estaba pasando por el cementerio, le salen al encuentro dos endemoniados que le dicen: “¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?”. Jesús les ordena a los demonios que salgan de los cuerpos de los endemoniados y que entren en los cuerpos de una piara de cerdos; los demonios obedecen al instante y luego la piara corre hacia el precipicio, cayendo en el lago y pereciendo todos los cerdos.

En este episodio del Evangelio, en el que Jesús exorciza a los endemoniados, podemos encontrar varias enseñanzas. Una de ellas, es la existencia de los demonios, de los ángeles caídos, es decir, de los ángeles rebeldes que, obedeciendo a Satanás, se opusieron a Dios y fueron expulsados inmediatamente del Cielo, para siempre. Muchos católicos dicen: “No creo que exista el Diablo”, o “No creo en las brujas” y cuando dicen esto, no se dan cuenta de que están negando su propia fe católica, pues la fe nos enseña que “Jesús vino a destruir las obras del Diablo” y el mismo Jesús lo nombra en numerosas oportunidades, además de realizar exorcismos, como en este caso. Entonces, negar la existencia del Demonio, es negar una parte importante de la fe católica. Lo mismo sucede con las brujas, puesto que las brujas trabajan con el Diablo: quien no crea que las brujas existen y actúan maliciosamente invocando y adorando al Diablo, está también dejando de lado una parte importante de la fe católica.

Otro aspecto que podemos contemplar es la realidad de la posesión demoníaca, puesto que cuando los dos gerasenos le salen al encuentro y le hablan a Jesús, no son las personas humanas las que lo hacen, sino los ángeles caídos quienes, habiendo tomado posesión de sus cuerpos, hablan y se desplazan por medio de sus cuerpos. Muchos, erróneamente, califican a los endemoniados como epilépticos o como afectados por alguna enfermedad, pero la realidad es que son propiamente endemoniados, es decir, seres humanos cuyos cuerpos –no las almas- han sido poseídas por los demonios y el único que tiene poder para desalojarlos es el Hombre-Dios Jesucristo.

Otro aspecto es la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, reconocida por los mismos demonios y esto se ve en lo que los demonios dicen: tratan a Jesús de “Hijo de Dios”, con lo cual reconocen que es Dios Hijo encarnado y, por otro lado, saben que Jesús vendrá al fin del tiempo para encadenarlos en el Infierno por toda la eternidad: “¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?”. Paradójicamente, aquellos que se equivocaron al negarse a servir a la Trinidad en el Cielo, ahora deben obedecer a la Justicia Divina para siempre, por toda la eternidad, en el Infierno. Y aunque el Demonio es el Padre de la mentira, hay cosas que dice y que, a su pesar, son ciertas, como el reconocimiento de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y es esto lo que podemos aprender de la declaración de los demonios: que Cristo es Dios.

sábado, 19 de junio de 2021

“A ti te digo, niña, levántate”

 


(Domingo XIII - TO - Ciclo B – 2021)

         “A ti te digo, niña, levántate” (Mc 5, 21-43). En este episodio del Evangelio, Jesús realiza dos milagros, uno de curación corporal y otro de resurrección corporal. En el primer caso, cura a una mujer que estaba enferma desde hacía muchos años; en el segundo, resucita a una niña que recién acababa de morir. Sanación y restauración de la naturaleza humana, es lo que Jesús hace con su poder divino. Pero su Venida a la tierra, como Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, no es para sanarnos de nuestras enfermedades, ni siquiera para resucitarnos corporalmente. Su Venida es para algo infinitamente más grandioso que la simple sanación de la humanidad: es para algo que trasciende infinitamente los límites de la naturaleza humana, puesto que Jesús viene para no solo vencer a los tres grandes enemigos que tienen a la humanidad postrada y esclavizada desde la caída de Adán y Eva, sino para conducirla, glorificada y santificada, al Reino de los cielos, al seno del Eterno Padre. Si hubiera venido sólo para sanar nuestras enfermedades, o para resucitarnos corporalmente, para seguir viviendo esta vida natural que vivimos, no sería en definitiva algo propiamente grandioso, pero como Jesús ha venido para deificarnos, para santificarnos con su gracia santificante, entonces sí que su Venida a la tierra adquiere un significado absolutamente sobrenatural.

         Otro aspecto a tener en cuenta en este doble milagro realizado por Jesús es lo que Jesús les dice a los dos destinatarios de los milagros: a la mujer hemorroísa, que se cura con solo tocar el manto, le dice: “Tu fe te ha salvado”, mientras que al jefe de la sinagoga, a quien le resucita su hija, le dice: “No temas, basta que tengas fe”. Es decir, la fe es determinante, según Jesús, para que Dios obre según su voluntad. Ahora bien, nos preguntamos: ¿de qué fe se trata? Ante todo, hay que decir que se trata de una fe –creer sin ver- que no es natural -como cuando alguien dice al otro su nombre y este le cree sin otra prueba más que la de su palabra-, sino que se trata de una fe sobrenatural, es decir, es una fe que viene infusa desde lo alto, puesto que no es un fruto de la naturaleza humana, sino un don celestial, un don de Dios Trinidad. ¿Y de qué fe se trata? Se trata de la fe en Cristo Jesús, pero no una fe al estilo musulmán, evangelista o judío, porque todas estas religiones tienen fe, es decir, creen en Jesús, pero en Jesús que no es el de la fe católica. Así, por ejemplo, para los musulmanes, Jesús es un profeta; para los evangelistas, es un hombre santo; para los judíos, es un impostor, un mentiroso y un blasfemo, porque se hace pasar por Dios Hijo. Lo que tienen en común estas tres religiones, es que el Jesús en el que creen, es un hombre –un profeta, un santo, o un mentiroso- y nada más que un hombre y eso no es la fe católica en Jesús. La fe católica en Jesús, definida por las Sagradas Escrituras, por la Tradición y el Magisterio, es la fe en Jesús como Dios Hijo encarnado; es la fe en Jesús como la Segunda Persona de la Trinidad que se encarna en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth y prolonga su Encarnación en la Eucaristía; la fe católica en Jesús es la que cree que Jesús es el Hijo de Dios que se ha encarnado y ha asumido hipostáticamente a la naturaleza humana de Jesús, es decir, la ha unido a su Persona divina, de manera que en Jesús hay una unidad y una dualidad: la unidad de su Persona Divina, la Segunda de la Trinidad –no hay dos personas en Jesús, una humana y otra divina, sino solo la divina- y la dualidad de sus dos naturalezas, humana y divina, unidas en la Persona del Hijo de Dios, pero sin mezcla ni confusión[1]. Es decir, la fe católica en Jesús nos dice que Cristo es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Es a esta fe a la que hace referencia Jesús cuando habla de la fe a la mujer hemorroísa y al jefe de la sinagoga. Y es esta fe la que nos es infundida en el Bautismo sacramental, porque es una fe sobrenatural, que solo puede ser concedida por la gracia santificante. Si perdemos esta fe, nos encontramos fuera de la Iglesia Católica, porque entonces creemos en un Jesús que no es Dios sino un hombre más y eso no pertenece a la fe católica, sino a otras religiones, por lo que es una fe que no nos sirve para entrar en el Cielo.

         “A ti te digo, niña, levántate”. Cada vez que recibimos la gracia santificante –sea por el Bautismo, por la Confesión o por la Comunión-, recibimos un doble milagro, infinitamente más grandiosos que los relatados en el Evangelio, porque la gracia nos cura el alma al quitarnos la mancha del pecado y, si hemos muerto espiritualmente a causa del pecado mortal, la gracia nos vuelve a la vida de los hijos de Dios. Jesús nos levanta de nuestro estado de postración en el que hemos caído por el pecado original y por el pecado personal y nos dice: “A ti te lo digo, alma, levántate y comienza a vivir, en lo que te queda de tu vida terrena, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, como anticipo de la vida de gloria que vivirás en la eternidad”.



[1] Cfr. Concilio de Calcedonia; cfr. DENZINGER, Enchiridion Symbolorum, n. 289-93 e A. Va. Cant. Dictionnaire de Théologie catholique, T. III, París 1911; cit. Iván Kologrivof, Il Verbo di Vita, Liberia Editrice Fiorentina, Bruges 1951, 86.


jueves, 17 de junio de 2021

“Si quieres, puedes curarme”

 


“Si quieres, puedes curarme” (Mt 8, 1-4). Un leproso se acerca a Jesús, se postra ante Él y le pide ser curado, si es voluntad de Jesús: “Señor, si quieres, puedes curarme”. Jesús, que ama a la humanidad y sobre todo a la humanidad caída y enferma, movido por el Amor de su Corazón misericordioso, lo cura instantáneamente, con su poder divino.

En este episodio evangélico, además del milagro de Jesús, que revela su infinita misericordia y su omnipotencia divina, hay algo en lo que podemos detenernos a reflexionar y es en la actitud del leproso, puesto que nos deja muchas enseñanzas. Antes de continuar, debemos considerar que en el leproso debemos reflejarnos todos y cada uno de nosotros, porque la lepra es figura del pecado: así como la lepra destruye al cuerpo y en algunos casos llega a quitarle la vida, así el pecado destruye al alma y, si es pecado mortal, le quita la vida del alma, dejando al alma sin la gracia, que es su vida. Entonces, así como el leproso está enfermo de lepra y cubierto de heridas, así está el alma cuando no tiene la gracia, cubierta por el pecado y herida por el pecado.

Con respecto al leproso, hay que destacar su fe en Jesús: no es una fe cualquiera, no es una fe humana, como la fe que tienen los seguidores de un líder político o religioso en su líder; es una fe sobrenatural, puesto que cree en Jesús como Dios Hijo y esto se deduce del título con el que se dirige a Jesús, el de “Señor”. Los judíos llamaban a Dios con ese título, con el título de “Señor”, por lo que, al decirle “Señor”, lo está reconociendo como Dios.

Otra actitud que demuestra que el leproso cree en Jesús como Dios y no como simple hombre santo o profeta, es su postración ante Jesús y esto lo dice explícitamente el Evangelio: el leproso “se postró ante Él”, ante Jesús y esto lo hace antes de pedirle la curación. Es decir, se postra porque reconoce en Jesús a Dios Hijo encarnado y no a un simple hombre bueno o santo. Es decir, el leproso, al acercarse a Jesús, se postra, lo adora como a Dios que Es.

Otro ejemplo que nos deja el leproso es la forma en que hace la petición a Jesús: si bien el leproso se acerca a Jesús con la intención de que Jesús lo cure, porque quiere ser sanado de la lepra, no le dice directamente: “Señor, sáname”, o “Señor, cúrame”. Al leproso le importa algo más importante que su propia salud y es cumplir la voluntad de Dios y es por esto que le dice a Jesús: “Señor, si quieres, puedes curarme”. El leproso no le pide la curación, le pide que se haga la voluntad de Jesús en él: si Jesús quiere, lo curará; si Jesús no quiere, no lo curará y él aceptará cualquiera sea la voluntad de Jesús. Esta petición es ejemplar para nosotros, puesto que cuando sufrimos alguna tribulación, alguna enfermedad, alguna contrariedad, por lo general, cuando nos dirigimos a Dios, pedimos ser curados, ser sanados de la enfermedad, o ser librados de la tribulación, o cosas por el estilo, pero nunca o casi nunca, pedimos lo que el leproso: que se haga la voluntad de Dios. A su vez, es la petición que Jesús hace en el Huerto de los olivos: Jesús no quiere morir, pero no quiere que se cumpla su voluntad, sino la del Padre: “Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

“Si quieres, puedes curarme”. Aprendamos las lecciones que nos deja el leproso del Evangelio, postrémonos ante Jesús Eucaristía y le pidamos que se cumpla su voluntad en nuestras vidas.

 

Solemnidad del Nacimiento de Juan el Bautista

 


         “Tendrá el Espíritu del Señor y preparará un pueblo para recibirlo” (Lc 1, 5-17). El ángel le anuncia a Zacarías, sacerdote del templo, que nacerá un hijo suyo, Juan el Bautista y le anuncia también cuál es la misión que tendrá el Bautista: “prepararle al Señor un pueblo dispuesto a recibirlo”. Es decir, el tiempo en el que el ángel le anuncia a Zacarías el nacimiento del Bautista, es el inicio de lo que se conoce como “plenitud de los tiempos”, o sea, el tiempo exacto de la historia humana en el que el Mesías debía venir al mundo en su Primera Venida, para cumplir su misterio pascual de muerte y resurrección.

         Es importante tener en cuenta cuál es la misión del Bautista, porque una misión análoga es la que tiene todo bautizado en la Iglesia Católica: de la misma manera que se dice del Bautista, que “tendrá el Espíritu del Señor”, para así “preparar al pueblo para recibirlo”, así se debería decir de todo católico, de todo bautizado en la Iglesia Católica, porque el bautizado debe anunciar al mundo no solo que Jesús vino en carne por primera vez, sino que vendrá por segunda vez, pero ahora en la gloria y vendrá, no como Dios misericordioso, como en su Primera Venida, sino que en esta Segunda Venida vendrá como Justo Juez, para juzgar a toda la humanidad y para dar a cada uno según sus obras. En este sentido, todo católico debe imitar al Bautista, al menos en dos características del Bautista: el Bautista estaba “lleno del Espíritu Santo” y tenía como tarea “preparar al pueblo” para la Primera Venida del Salvador: el bautizado católico debe estar en estado de gracia santificante –por medio de la Confesión Sacramental y de la Sagrada Eucaristía- para así poseer al Espíritu Santo en él, puesto que el Espíritu de Dios mora en el que está en gracia; en el segundo aspecto en el que debe imitar al Bautista, es en su misión de anunciar al Mesías, pero no para su Primera Venida, que ya ocurrió en Belén, sino que el católico debe preparar al mundo anunciando que el Mesías ha de venir en su Segunda Venida, en la gloria de Dios, para juzgar al mundo.

 

“Cuidado con los falsos profetas”


 

“Cuidado con los falsos profetas” (Mt 7, 15-20). ¿Quiénes son los falsos profetas? Para no ser acusados de extremistas, fanáticos, o cosas por el estilo, para responder a esta pregunta vamos a acudir a las mismas Sagradas Escrituras, en las que la Iglesia Católica basa su fe. Según las Sagradas Escrituras, “todo el que niegue que Jesús es el Hijo de Dios venido en carne, es del Anticristo” (1 Jn 4, 3-7). En otras palabras, todo el que predique algo distinto a la Encarnación del Verbo, no procede de Cristo, de quien vienen los verdaderos profetas, sino del Anticristo, de quien proceden los falsos profetas.

Es la misma Escritura, uno de los pilares de la fe católica, junto a la Tradición y el Magisterio, quien nos dice quiénes son los falsos profetas: los que niegan que el Verbo de Dios, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, se ha encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth. Y de esto se sigue que, quien niega que la Eucaristía es el mismo Hijo de Dios encarnado, también es del Anticristo y también es un falso profeta, porque la Eucaristía es el mismo Verbo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

“Cuidado con los falsos profetas”. Tenemos dos criterios entonces para dilucidar quiénes son los falsos profetas: los que niegan que Jesús de Nazareth sea la Segunda Persona de la Trinidad encarnada y los que niegan que la Eucaristía sea esa misma Segunda Persona de la Trinidad, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. De estos falsos profetas debemos cuidarnos y apartarnos como de la peste, porque pertenecen al Anticristo.

 

“Entren por la puerta estrecha”

 


“Entren por la puerta estrecha” (Mt 7, 6. 12-14). Jesús nos hace ver que, espiritualmente hablando, y en relación a la otra vida, a la vida que comienza con la muerte terrena, hay dos puertas: una estrecha y otra ancha. Las dos puertas conducen a destinos, siempre eternos, radicalmente opuestos. Jesús nos aconseja que elijamos la puerta estrecha: “Entren por la puerta estrecha”, al mismo tiempo que nos advierte acerca de las consecuencias de elegir la puerta ancha, ya que esta conduce a la eterna perdición del alma: “Ancha es la puerta y amplio el camino que conduce a la perdición”. Además, nos advierte que “son muchos” los que eligen esta puerta ancha: “Son muchos los que entran por él”. La puerta estrecha, por el contrario, es elegida por pocos y es la que conduce a la Vida eterna, en el Reino de los cielos: “¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que conduce a la vida, y qué pocos son los que lo encuentran!”.

Entonces, Jesús nos revela que hay dos caminos y dos puertas que conducen a dos destinos eternos absolutamente contrapuestos: el camino amplio y la puerta amplia, que conduce a la eterna perdición, esto es, la condenación eterna en el Infierno, y el camino angosto y la puerta estrecha, que conduce a la eterna salvación en el Reino de los cielos.

Si queremos salvar nuestras almas, debemos escoger, por lo tanto, el camino angosto y la puerta estrecha. ¿Cuáles son? El camino angosto y la puerta estrecha son, respectivamente, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, y la Santa Cruz de Jesús. Esto quiere decir que elegir este camino implica, indefectiblemente, la gracia de participar de la Pasión de Cristo, según nuestro estado de vida y según los designios de Dios. Por parte de Dios, Él quiere que todos elijamos el Via Crucis y que llevemos la Santa Cruz de Jesús, que sigamos a su Hijo hasta el Calvario y que seamos crucificados con Él. Sin embargo, de parte de los hombres, no todos eligen este camino de salvación; aún más, el mismo Jesús revela que la gran mayoría de los hombres prefiere el camino ancho y la puerta ancha, que son el mundo, la vida mundana, los placeres mundanos, las riquezas terrenas, la vida de pecado. En este camino ancho todo son risas, carcajadas, fiestas interminables, placeres sensuales, goce de los sentidos, despreocupación absoluta por el destino eterno, disfrute sin freno de los placeres mundanos. Sin embargo, todo esto se convierte en dolor eterno apenas se traspasan los umbrales de la puerta ancha, porque el camino amplio y la puerta ancha conducen al Infierno, en donde las carcajadas, las risotadas, la vida de pecado, se convierte en terror, espanto, dolor espiritual y corporal imposibles de imaginar, para siempre, para siempre, sin ningún fin, por toda la eternidad.

         “Entren por la puerta estrecha”. Si queremos salvar nuestras almas, elijamos la puerta estrecha, el Via Crucis y la Santa Cruz de Jesús. Sólo de esta manera evitaremos la eterna condenación e ingresaremos en el Reino de los cielos.

 

jueves, 10 de junio de 2021

“¿Quién es Éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?”

 


(Domingo XII - TO - Ciclo B – 2021)

         “¿Quién es Éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?” (Mc 4, 35-41). Jesús y sus discípulos deciden cruzar en barca hasta la otra orilla del lago. En el trayecto, suceden dos cosas llamativas: por un lado, Jesús se duerme profundamente, “reclinado sobre un almohadón”; por otro lado, se desata una furiosa tormenta, con vientos huracanados que crean y agigantan olas de tal tamaño, que amenazan con hundir a la barca. El peligro de hundimiento es tan real, que los discípulos mismos deciden despertar a Jesús: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Es en ese momento en el que Jesús increpa al viento y al mar, cesando en el acto la tormenta y el peligro de hundimiento. Este milagro provoca la admiración de los discípulos quienes, no dándose cuenta todavía de que Jesús es Dios y que por eso le obedecen los elementos de la naturaleza –Él es su Creador-, se preguntan: “¿Quién es Éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?”.

Ahora bien, más allá del episodio y del milagro realizado por Jesús, la escena evangélica de la Barca de Pedro a punto de hundirse en medio de un mar enfurecido, es figurativa y representativa de realidades sobrenaturales: la barca de Pedro, en la que van Jesús y los discípulos, es la Iglesia Católica; Pedro es el Papa, el Vicario de Cristo; los discípulos son los bautizados; el mar embravecido es la historia de la humanidad y de cada hombre cuando se encuentran sin Dios y su gracia; el viento, que sopla con intensidad creando y agigantando las olas, es el Demonio, el Ángel caído, que así como el viento huracanado convierte el manso mar en un océano de olas inmensas que amenazan a la barca, así el Demonio, instigando a los hombres sin Dios, los incita para que ataquen a la Iglesia y traten de destruirla por todos los medios. Por último, hay una imagen que no pasa desapercibida y es el hecho de que Jesús, a cuyo mando está la barca, es decir, la Iglesia, está dormido e incluso sigue dormido, hasta un punto tal que la barca parece que va a hundirse por la intensidad del viento y la altura de las olas. El hecho de que Jesús duerma y parezca que la barca está a punto de hundirse, es la descripción de lo que sucede en nuestros días: Jesús está en la Eucaristía y en la Eucaristía, al no hablar ni mostrarse visiblemente, pareciera como si estuviera dormido, pero en realidad, no lo está y aunque parezca que la situación en la Iglesia y en el mundo están fuera de control, nada escapa, ni siquiera por un segundo, a su control total, puesto que Jesús Eucaristía es Cristo Dios. Sólo basta que Él “despierte”, por así decirlo, y con una sola orden de su voz, conceda a la humanidad la gracia de la conversión y condene al Demonio a lo más profundo del Infierno, con lo cual volverán al instante la calma y la paz más profundas, en la Iglesia y en el mundo. Ahora bien, podemos preguntarnos, visto y considerando que la gran mayoría de los católicos abandona la Iglesia, apenas terminan el Catecismo de Primera Comunión y la Confirmación, pareciera que quien está dormido, en la Iglesia, no es Jesucristo, sino el cristiano que, habiendo recibido la gracia de la filiación divina en el Bautismo, la gracia del Corazón de Jesús en la Eucaristía y la gracia del Amor de Dios en la Confirmación, vive como si fuera pagano, puesto que vive en la vida de todos los días como si Jesús Dios no existiera, como si nunca hubiera recibido la gracia de ser hijo de Dios, como si nunca hubiera recibido al Corazón Eucarístico de Jesús, como si nunca hubiera recibido al Divino Amor, el Espíritu Santo. Entonces, al revés del episodio del Evangelio, en la actualidad, quienes parecen dormidos, son los bautizados y no Jesús Eucaristía. Es por eso que el mundo se embravece, instigado por el Ángel caído, para tratar de destruir la Iglesia. Esto se ve, por ejemplo, en las marchas feministas, que incendian y destruyen iglesias por todas partes del mundo; se ve en las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas –organización masónica y anticristiana-, que declara a la Iglesia como “enemiga de los derechos humanos”, porque la ONU llama “derechos humanos” a todo lo que atenta contra la Ley de Dios, como el aborto, la eutanasia, la promiscuidad sexual, la manipulación genética humana, etc. Y dentro de la Iglesia, también hay enemigos que buscan hundirla, porque entre otras cosas, muchos buscan quitar todo vestigio de la Presencia real, verdadera y substancial del Hombre-Dios Jesucristo en la Eucaristía. Todo esto pasa porque quien parece dormido, en la Iglesia, la Barca de Pedro, es el propio católico y no Jesucristo. Entonces, ¿quién tiene que despertar, para defender a la Iglesia de sus enemigos? ¿Jesús Eucaristía o los católicos? Es obvio que los católicos, porque no hay católicos –o si los hay, son muy escasos- que salgan en defensa de la Iglesia, frente a la agresión laicista, materialista, atea y marxista que sufre la Iglesia en todo momento y en todo lugar. Es hora, por lo tanto, de despertar del letargo de creer que no existe el Demonio y que las ideologías humanas sin Dios no buscan destruir la Iglesia. Es hora de despertar, porque la Barca está en peligro. Jamás se hundirá, porque Jesús, el Hombre-Dios, es el Capitán de la Barca, en cuanto Hombre-Dios. Pero eso no significa que no debamos despertar del letargo en la verdadera fe católica en la que ha caído gran parte del Nuevo Pueblo de Dios.

 

“Acumulen tesoros en el Cielo”


 

“Acumulen tesoros en el Cielo” (Mt 6, 19-23). Es natural que el ser humano desee acumular bienes materiales, puesto que es parte del instinto de supervivencia: al poseer bienes materiales, el ser humano piensa que su porvenir está asegurado. Esta tendencia a poseer bienes materiales no es, en sí misma, un pecado, ni tampoco está mal desde el punto de vista moral, porque es verdad que los bienes materiales son necesarios para el normal desarrollo de la vida natural. Sin embargo, como consecuencia del pecado original, esta tendencia a poseer bienes materiales se desordena con frecuencia y se convierte en avaricia, cuando la acumulación de bienes materiales es desproporcionada para las necesidades vitales del ser humano. Ejemplos de avaros codiciosos que acumulan excesivas riquezas terrenas se encuentran en abundancia entre los que pertenecen a la secta pestífera del comunismo: por ejemplo, Cristina Kirchner, tiene más de quinientas mil hectáreas; la hija del dictador comunista Hugo Chávez, posee una fortuna de cinco mil millones de dólares, sin haber cumplido aún los cuarenta años; Fidel Castro, el dictador comunista cubano, tiene una fortuna de más de mil millones de dólares, y así podríamos seguir hasta el infinito. La avaricia se caracteriza, en cierta medida, por el deseo desordenado de acumular riquezas materiales, por lo que al decirnos Jesús que “no acumulemos tesoros en la tierra”, nos está haciendo un bien, al advertirnos de la inutilidad de la excesiva acumulación de riquezas materiales. Sin embargo, si bien Jesús nos pide que no acumulemos tesoros en la tierra, sí nos pide que acumulemos otra clase de tesoros, no en la tierra, sino en el cielo y así lo dice explícitamente: “Acumulen tesoros en el cielo”. En otras palabras, Jesús, mientras nos advierte acerca de la inutilidad de acumular excesivos tesoros terrenos, nos alienta y anima en cambio a “acumular” tesoros en el cielo. Y aquí toma relevancia la palabra “acumular”, porque esta palabra implica, por sí misma, un exceso de aquello que se acumula. Entonces, según Jesús, debemos poseer bienes terrenos en su justa medida, pero debemos ser como “avaros”, por así decirlo, para poseer bienes en el cielo, porque debemos poseer el mismo deseo de acumular tesoros terrenos que tiene un avaro, pero para bienes celestiales y en el cielo. En ese sentido, debemos ser como los avaros, pero de bienes celestiales y no terrenos o materiales.

Si debemos acumular tesoros en el cielo, surge entonces la siguiente pregunta: ¿de qué bienes celestiales habla Jesús? ¿Cuáles son esos “bienes celestiales” que sí debemos acumular, ya desde la vida terrena? Los bienes celestiales son muchos y muy variados y todos, sin excepción, dependen de una condición: de poseer el alma en gracia, porque si no se está en gracia, no se pueden acumular bienes celestiales. Volviendo a estos, podemos decir que es un bien celestial, por ejemplo, una Comunión eucarística realizada con el mayor amor y la mayor devoción de la que seamos capaces; un bien celestial es realizar cualquier obra de misericordia, sea corporal o espiritual y así es un bien espiritual, por ejemplo, rezar el Rosario, ofrecer un sacrificio o un ayuno por las Almas del Purgatorio y así por el estilo.

         “Acumulen tesoros en el Cielo”. No seamos avaros, en el sentido de desear poseer excesivos e inútiles bienes materiales; seamos “avaros” en el buen sentido, en el sentido de acumular tesoros, en lo posible, infinitos, en el Cielo. Y el más grande de los tesoros que poseemos, aquí en la tierra, es la Sagrada Eucaristía, por lo que comulguemos con amor y fervor y adoremos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y hagamos en gracia obras de misericordia, para así poseer abundantes bienes en el cielo, bienes de los que disfrutaremos eternamente una vez que hayamos atravesado el umbral de la muerte terrena.

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa

 



         Jesús nos enseña una oración que, además de ser hermosa, tiene la particularidad de que se vive en la Santa Misa. Veamos por qué.

         “Padre nuestro que estás en el cielo”: en el Padrenuestro nos dirigimos a Dios Padre, que está en el cielo y si bien con su omnipotencia está Presente en todo tiempo y lugar –está presente en nosotros, dándonos el acto de ser, la existencia, la vida-, sin embargo, nosotros estamos en la tierra y Él sigue estando en el Cielo; en la Santa Misa, Dios Padre está Presente en el altar, porque es Él quien nos dona a su Hijo Jesús en la Eucaristía, que está en el altar, por lo que la Santa Misa es como si el Cielo bajara a nuestra tierra y a nuestro tiempo.

         “Santificado sea tu Nombre”: en el Padrenuestro pedimos que el Nombre de Dios Trino sea santificado, mientras que en la Santa Misa, Quien santifica el Nombre de Dios Trinidad es Dios Hijo encarnado, quien prolonga su Encarnación en la Eucaristía y renueva su Santo Sacrificio de la Cruz en el Santísimo Sacramento del altar.

         “Venga a nosotros tu reino”: en el Padrenuestro pedimos que venga a nosotros el Reino de Dios, pero es solo una petición, mientras que en la Santa Misa esa petición se hace realidad, porque el altar se convierte en el Cielo, donde está el Padre que nos dona a su Hijo en el Cáliz y en la Eucaristía, para donarnos su Amor, el Espíritu Santo; además, por la Santa Misa viene a nosotros algo infinitamente más grande y hermoso que el mismo Cielo y es el Rey del Cielo, Jesús Eucaristía.

         “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”: en el Padrenuestro pedimos que se haga la voluntad de Dios, mientras que en la Santa Misa se cumple la voluntad de Dios y Quien la cumple a la perfección por nosotros es Cristo Jesús, renovando sacramentalmente su Santo Sacrificio de la Cruz para salvarnos, que es la voluntad de Dios, el que todos nos salvemos.

         “Danos hoy nuestro pan de cada día”: en el Padrenuestro pedimos a Dios que nos dé el pan, es decir, el sustento de cada día, pero como somos una composición de cuerpo y alma, pedimos un doble sustento, corporal y espiritual; en la Santa Misa se cumple esta petición, porque Dios nos da, por su Providencia, el pan material, la comida de la mesa con la que alimentamos el cuerpo, pero también nos da el sustento espiritual, el Pan Vivo bajado del Cielo, la Sagrada Eucaristía, que alimenta nuestras almas con la substancia divina de Dios Trinidad.

         “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en el Padrenuestro pedimos perdón por nuestros pecados, al tiempo que hacemos la promesa de perdonar a quien nos haya ofendido; en la Santa Misa, esta petición se hace realidad, porque Dios Padre nos perdona de antemano, antes de que se lo pidamos, enviando a su Hijo a morir en la Cruz por nosotros, renovando su Santo Sacrificio sacramentalmente, en el altar. Además, nos da la fuerza divina para perdonar a quienes nos ofenden, al darnos como alimento el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que está inhabitado por el Espíritu Santo.

         “No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”: en el Padrenuestro pedimos la fuerza para no caer en la tentación y además el ser librados del mal, principalmente del mal personificado, el Ángel caído, Satanás; en la Santa Misa Dios nos concede las fuerzas más que suficientes para vencer a la tentación y al mal, al darnos como alimento el Cuerpo de su Hijo Jesucristo; además, no solo vence al Demonio, para siempre, aplastando la cabeza de la Serpiente Antigua con la Santa Cruz de Jesús y así nos libra del mal en persona, sino que nos concede la Fuente Increada de todo Bien celestial, el Pan Vivo bajado del cielo, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

         Por todo esto es que decimos que esa hermosa oración que es el Padrenuestro, se vive, en la realidad, en cada Santa Misa.

        

“Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”


 

“Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 1-6. 16-18). Jesús nos da un consejo para evitar caer en la vanagloria, algo muy común entre los hombres. Para entenderlo, hay que considerar primero que es una consecuencia de nuestro orgullo, el querer obrar algo bueno pero solo para ser admirados, recompensados, aplaudidos, por los demás y no por el hecho de obrar una obra de bondad. Jesús nos advierte acerca de este peligro, puesto que esta clase de obras, aun cuando sean buenas, no son meritorias para el Cielo. Si queremos realizar alguna obra buena, que nos sirva de mérito para alcanzar el Cielo, debemos evitar, según el consejo de Jesús, el realizar dichas obras –oración, ayuno, obras de misericordia- para procurar la atención y el aplauso de los demás: debemos hacer estas obras, sí, pero en el mayor de los silencios y en el mayor de los anonimatos, de manera tal que, por ejemplo, si hago una donación –a la Iglesia, a un pobre- no debo andar proclamándolo a los cuatro vientos y si hago ayuno, como forma de orar con el cuerpo, no debo actuar de manera tal que los demás se den cuenta de que hago ayuno. De esta manera, no solo Jesús nos ayuda para evitar caer en la vanagloria, sino que además nos ayuda para que obtengamos la verdadera recompensa, que es el ser recompensados por el Padre del Cielo y no ser homenajeados por los hombres. El homenaje humano, el aplauso de los hombres, debe ser evitado a toda costa por el cristiano; por eso, si hace alguna obra buena, lo debe hacer desde el mayor anonimato posible. Lo que debe buscar el cristiano es obrar el bien, la misericordia, la caridad y ejercitar la piedad –orar, hacer ayuno-, pero no para recibir el aplauso humano, sino para recibir el premio de Dios Padre, quien “ve en lo secreto” y es quien nos “recompensa” por el bien que podamos hacer.

El Amor del Padre, el Espíritu Santo, es la mayor y única recompensa que debemos buscar los cristianos y no el aplauso de los hombres y para ello, debemos hacer el bien de forma de pasar desapercibidos; sólo así nos recompensará Dios Padre, quien “ve en lo secreto” del corazón.

 

“Amen a sus enemigos”

 


“Amen a sus enemigos” (Mt 5, 43-48). El amor a los enemigos es una de las novedades del mandamiento nuevo del amor que deja Jesucristo a su Iglesia. Antes de Cristo, regía la ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”, o también, “ama a quien te ama, odia a quien es tu enemigo”. Pero Jesucristo viene a cambiar radicalmente esta norma, por lo que a partir de Él, todo prójimo, incluido el enemigo, debe recibir, del cristiano, el amor cristiano, el perdón, la reconciliación, frente al deseo de venganza, de rencor, de hacer justicia por mano propia. Jesús manda –no es un mero consejo- un cambio radical de conducta con respecto al prójimo que, por algún motivo, es considerado mi enemigo personal –hay que aclarar que este mandamiento no se extiende a los enemigos de Dios y la Patria, como el Comunismo y la Masonería o, como en el caso particular de la Argentina, a los usurpadores ingleses de Malvinas, en su calidad de nación usurpadora, pues se refiere a enemigos personales-: ya no se trata de devolver odio por odio, sino de amor por odio: mi enemigo me odia, yo le devuelvo amor. Ahora bien, se debe hacer otra consideración más y es que ese amor con el que debo tratar a mi enemigo personal –volvemos a remarcar que no se aplica a los enemigos de Dios y de la Patria- es el amor con el que Jesús me amó desde la cruz y es el Amor de Dios, el Espíritu Santo y esta es la razón por la cual no se trata de un mero cambio de conducta. Esto quiere decir que el fundamento por el cual yo, como cristiano, debo amar –que incluye el perdón y la ausencia absoluta de rencor, enojo o deseo de venganza- a mi enemigo personal, radica en que he sido amado por Cristo, con el Amor del Espíritu Santo y por haber sido amado primero por Él, siendo yo su enemigo, es que debo, en acción de gracias, responder con el mismo Amor con el que fui amado. En otras palabras, si yo, siendo enemigo de Cristo por mi pecado, fui perdonado y amado por Él desde la cruz, con el Amor del Espíritu Santo, entonces no puedo hacer otra cosa que imitarlo a Él y amar a mi enemigo con el mismo Amor con el que fui amado y perdonado, el Divino Amor.

Por último, si caigo en la cuenta que no tengo ese amor en mi corazón, porque en mi corazón sólo hay amor humano, que es limitado, débil y está contaminado con el pecado original, entonces debo pedir en la oración, postrado ante Jesús crucificado, ante Jesús Sacramentado, el Amor de Dios, para así amar y perdonar a mi enemigo y “ser perfecto, como mi Padre del cielo es perfecto”.

sábado, 5 de junio de 2021

“El Reino de Dios es como un grano de mostaza”

 


(Domingo X - TO - Ciclo B – 2021)

“El Reino de Dios es como un grano de mostaza” (Mc 4, 26-34). Jesús compara al Reino de Dios con un grano de mostaza: primero es "la semilla más pequeña de todas", pero luego crece, hasta formar un gran arbusto, en el que van a hacer nido los pájaros del cielo. Es decir, Jesús utiliza tres imágenes para darnos una idea de lo que es el Reino de los cielos: una semilla de mostaza, un árbol, unos pájaros -tres- del cielo.

Ahora bien, puesto que es obvio que el Reino de Dios no consiste en estas imágenes, sino que está representado visiblemente por estas imágnes sensibles -porque la realidad visible nos lleva a la realidad invisible, dice Santo Tomás-, podemos preguntarnos qué es lo que Jesús quiere decirnos con esta parábola?

Ante todo, hay que recordar que Jesús también dice que “el Reino de Dios está entre ustedes” y puesto que es un reino invisible, ese “estar entre ustedes” es “estar en ustedes”, con lo que el Reino de Dios, aquí en la tierra, es la gracia santificante, ya que es la gracia lo que tenemos del Reino en esta vida terrena. A partir de esto, podemos analizar, de manera sobrenatural, los elementos de la imagen. La semilla de mostaza, al inicio, pequeña, frágil, que todavía no se ha convertido en un gran arbusto, es el alma humana, tal como es creada por Dios: pequeña, frágil; esa misma semilla, ya convertida en arbusto grande o incluso hasta en un árbol, es esa misma alma humana, que era pequeña, pero que por la gracia, ha crecido espiritualmente de una manera que supera miles de veces su tamaño original. Esto significa que el alma sin la gracia divina es pequeña –además de tener el pecado original-, pero con la gracia santificante, se convierte en un enorme arbusto, es decir, la gracia santificante, al hacer al alma partícipe de la vida divina, la hace partícipe de la vida de Cristo y Cristo, que es Dios, posee en Sí mismo todas las virtudes, todas las perfecciones, todos los dones, en grado infinito, máximo, y hace participar al alma de todas estas perfecciones suyas –caridad, bondad, misericordia, justicia, fortaleza, etc.- y así el alma que está en gracia, al ser partícipe de la vida del Hombre-Dios Jesucristo, es partícipe también de sus virtudes, quien más, quien menos, pero todos son hechos partícipes de las virtudes y dones de Cristo y es así como el alma crece en santidad, participando de la vida de Cristo, imitándolo a Él y convirtiéndose en un alma santa, que participa de la santidad de Cristo. Esta alma, así convertida en santa por la gracia de Jesucristo, es la semilla que se convierte en arbusto grande o en árbol.

Por último, debemos considerar los otros integrantes de la parábola, que aparecen al fin de la misma y son los pájaros del cielo. ¿Qué representan los pájaros del cielo, que van a hacer nido en lo que era una semilla de mostaza y se ha convertido, por la gracia de Cristo, en un árbol frondoso, en un alma santa? Los pájaros del cielo, que son tres, representan a las Tres Personas de la Santísima Trinidad, que hacen del alma, del corazón y del cuerpo de quien está en estado de gracia, su morada, pues es una verdad de fe, que nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, que las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad inhabitan en el alma del justo, es decir, del que está en gracia, como un anticipo de la inhabitación en la gloria en el Reino de los cielos.

“El Reino de Dios es como un grano de mostaza”. Nuestra alma, por sí sola, es pequeña, débil y frágil como un grano de mostaza. Que sea la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, que se nos comunica por los Sacramentos, la que la convierta en un árbol de gran tamaño, en un alma santa, en cuyo corazón vengan a inhabitar, en el tiempo de nuestra vida terrena, las Tres Divinas Personas de la Trinidad, como un anticipo de la visión beatífica en el Reino de los cielos.

viernes, 4 de junio de 2021

“Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”

 


“Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (cfr. Mt 5, 20-26). Una condición que pone Jesús para entrar en el Reino de los cielos es “ser mejores” que los escribas y fariseos. Para saber de qué manera podemos ser mejores, debemos reflexionar en qué es aquello en lo que los fariseos “no eran mejores”. En otras palabras, ¿en qué fallaban los escribas y fariseos, si ellos eran hombres de religión y, en teoría, eran buenos? Ante todo, hay que considerar el hecho de que pertenecer a una religión y el practicar la religión, al menos exteriormente, no significa que la persona sea “buena”, ni mucho menos “santa”. Esto último, el que la persona que profesa una religión sea buena o santa, lo sabe sólo Dios, quien es el que lee los corazones y no se fija en las apariencias. Precisamente, con relación a los fariseos, Jesús no les reprocha su condición de religiosos, de ser hombres de religión: les reprocha el hecho de que no son coherentes, con sus acciones, con la religión que profesan. Es decir, ellos profesan una religión monoteísta, que cree en Dios Uno y cuyo Primer Mandamiento, el más importante de todos, manda “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”, pero no ponen en práctica ese mandamiento, porque sólo les interesa, de la religión, el poder y el ser reconocidos –les gusta ser saludados en las plazas y sentarse en los primeros lugares- y descuidan el amor hacia el prójimo, empezando por los padres –declaran sagrada la ayuda a los padres, para no tener que ayudarlos y así quedarse con el dinero del templo- y es esto lo que denuncia Jesús y les reprocha. Entonces, no aman a Dios, porque se aman a sí mismos y tampoco aman al prójimo, porque aman al dinero, lo cual les vale el ser calificados por Jesús como “sepulcros blanqueados”.

Al considerar los errores de los escribas y fariseos, nosotros, los cristianos, debemos estar muy atentos a no cometer los mismos errores, porque no por ser bautizados y asistir a Misa y comulgar, eso significa que somos buenos y santos, porque si no ponemos en práctica el Mandamiento Nuevo del Amor de Jesucristo –“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”-, entonces somos sepulcros blanqueados, como los escribas y fariseos.

Que el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que se derrama en nuestros corazones en cada Comunión Eucarística, nos permita amar a Dios y al prójimo como nos amó Cristo, hasta la muerte de cruz y con el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

“Quien cumpla y enseñe los Mandamientos, será grande en el Reino de los cielos”


 

“Quien cumpla y enseñe los Mandamientos, será grande en el Reino de los cielos” (cfr. Mt 5, 17-19). Todo ser humano tiene deseos de grandeza, por el hecho de haber sido creados por un Dios que es infinito y de majestad infinita. El deseo de grandeza del ser humano es un espejo o un reflejo de la grandeza que posee su Creador, Dios Trino, de grandeza y gloria infinita. Ahora bien, Jesús nos da la fórmula para satisfacer ese deseo de grandeza: cumplir y enseñar los Mandamientos de la Ley de Dios: “Quien cumpla y enseñe los Mandamientos, será grande en el Reino de los cielos”. Esta última parte de la frase de Jesús es muy importante considerarla y reflexionar sobre ella, porque la grandeza que promete Jesús se consigue, por un lado, cumpliendo y enseñando los Mandamientos de la Ley de Dios y por otro lado, se la posee, no en esta tierra, sino en el Reino de los cielos, en la otra vida, en la vida eterna. El cumplir la Ley de Dios y el enseñarla a otros, no es garantía de grandeza en esta vida, porque Jesús no promete una gloria que es terrena, sino que promete la gloria eterna, la gloria de los bienaventurados, la gloria de los que contemplan a la Trinidad cara a cara. La grandeza que promete Jesús no es mundana, terrena, temporal, sino celestial, divina, sobrenatural, eterna y por eso no debemos esperarla en esta tierra, sino en la otra vida. Todavía más, para aquellos que cumplan la Ley de Dios y la enseñen a los demás, les puede esperar toda clase de tribulaciones, como les sucedió a los santos de todos los tiempos, incluidas la persecución y la muerte. Es decir, en esta vida, no debemos aspirar a la grandeza y a la gloria terrenas, sino a la grandeza y a la gloria divinas, que nos será concedida si en nuestra vida terrena cumplimos los Mandamientos de la Ley de Dios y enseñamos a los demás a cumplirlos. Sólo así seremos grandes en el Reino de los cielos, aunque en la tierra seamos pequeños, insignificantes e ignorados por el mundo.

 

“Ustedes son la sal y la luz de la tierra”

 


“Ustedes son la sal y la luz de la tierra” (cfr. Mt 5, 13-16). Jesús llama a los cristianos “sal de la tierra” y “luz del mundo”. Es decir, utiliza dos elementos, por todos conocidos, sin los cuales el mundo sería completamente distinto. Por ejemplo, sin la sal, los alimentos serían, obviamente, desabridos; sin la luz, el mundo viviría en la más completa de las tinieblas. Si Jesús dice esto, es porque, desde el punto de vista espiritual, el mundo, sin los cristianos, es insípido y está en tinieblas. Pero debemos precisar un poco más: en realidad, Jesús no está hablando propiamente de los seres humanos, sino de aquellos seres humanos, los cristianos, que han recibido su gracia santificante y poseen una fe activa, una fe que se demuestra por las obras de misericordia. Son estos seres humanos, los cristianos que tienen una fe viva, los que dan sabor al mundo y los que iluminan al mundo. Pero debemos hacer otra aclaración: si los cristianos son sal y luz, no es por ellos en sí mismos, no es por algo que provenga de la naturaleza humana: si son sal y luz, es porque participan de la vida divina de Jesucristo, mediante la gracia santificante que se nos comunica por el bautismo y los sacramentos. En realidad, el origen del ser “sal y luz” del mundo es, entonces, Nuestro Señor Jesucristo, porque sin Él y sin su gracia, los cristianos seríamos nada, seres insípidos y oscuros. Ahora bien, para ser verdaderamente sal y luz, debemos, por un lado, poseer la gracia santificante y, por otro lado, debemos obrar imitando a Cristo, quien con su Amor Misericordioso ilumina este mundo que vive inmerso en las tinieblas del error, del pecado, de la ignorancia, de la herejía. Si no poseemos la gracia y si nuestra fe no es una fe viva, con obras, entonces no somos ni sal ni luz: somos seres insípidos y oscuros, espiritualmente hablando.