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sábado, 30 de enero de 2021

“Se asombró de su falta de fe”

 


“Se asombró de su falta de fe” (Mc 6, 1-6). Lo ven hacer milagros que sólo Dios puede y en vez de concluir que Jesús es Dios encarnado, concluyen equivocadamente pensando que Jesús es solo un hombre más, que tiene poderes especiales, concedidos vaya a saber por quién. En efecto, a pesar de que Jesús “habla con autoridad y sabiduría” y obra milagros que sólo pueden ser realizados con el poder divino, aun así, sus contemporáneos y vecinos del pueblo no lo reconocen como a Dios Hombre, sino que lo tratan de “hijo del carpintero”, “hijo de María”, que tiene “hermanos que viven entre ellos” y que “no saben de dónde le viene esta sabiduría”.

Por un lado, esta actitud refleja el estado espiritual de quienes contemplan a Jesús obrar milagros pero no lo reconocen como Dios encarnado: son quienes reducen la religión católica a lo que puede ser explicado por la razón, es decir, son racionalistas, que niegan todo lo que haya de sobrenatural, de milagroso, de misterioso origen divino. Si no puede ser explicado por la razón, sin la ayuda de la gracia y de la fe, entonces no existe. Esta clase de católicos racionalistas rebajan a la religión católica al ínfimo nivel de la razón humana, despojándola de todo misterio y de toda acción sobrenatural (divina) o preternatural (angélica).

Por otra parte, esta actitud racionalista, negadora de lo sobrenatural y de la condición de Jesús de ser Dios y de poder hacer milagros que sólo Dios puede hacer, tiene sus consecuencias: Dios no puede obrar milagros en quien no tiene fe y así lo dice el Evangelio: “Y no pudo hacer allí ningún milagro”. La consecuencia de la falta -culpable- de fe en Jesús como Hombre-Dios, tiene una consecuencia directa y es que Jesús no puede obrar milagros en donde no hay fe.

“Se asombró de su falta de fe”. La falta de fe católica en la misma Iglesia Católica es un hecho que se puede comprobar cotidianamente, vista la notoria salida de la Iglesia de bautizados en la Iglesia Católica, que así dejan de vivir una vida de santidad, para vivir en el pecado. Esta falta de fe, a su vez, es la causa de que Jesús, al igual que en el episodio del Evangelio, no pueda obrar milagros en sus vidas.

jueves, 10 de diciembre de 2020

“La Virgen concebirá y dará a luz un hijo”


 

“La Virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Mt 1, 18-24). En este breve Evangelio, se narran verdades fundamentales de nuestra Fe católica: la condición de María de ser Virgen y Madre de Dios al mismo tiempo, es Virgen porque quien la hace concebir es el Espíritu Santo y no un hombre y es Madre de Dios porque lo que concibe y da a luz no es a una persona humana, sino a la Persona Segunda de la Trinidad, Dios Hijo; la condición de Jesús como Dios encarnado, puesto que su nombre será “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”, porque Dios, que es Invisible al ser Espíritu Purísimo, se encarna, se une a una naturaleza humana, para ser visible y así el Dios que es adorado por los ángeles en el cielo, puede ser contemplado por los hombres en la tierra; la condición de Jesús de ser Dios encarnado, es decir, verdadero Hombre y verdadero Dios, ya que quien lo engendra para la vida terrena es el Espíritu Santo, que procede desde la eternidad; la condición, por lo tanto, de San José, de ser meramente Padre adoptivo y no biológico de Jesús, por la misma razón, por ser engendrado Jesús por obra del Espíritu Santo y no por obra humana; la seguridad de que las profecías del Antiguo Testamento relativas al Mesías se cumplen en Jesús, porque es Aquel a quien Isaías contempló en visión como Dios Hijo y luego lo vio encarnado por obra del Espíritu Santo y es a esto a lo que se refiere su profecía: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros”; por último, la condición de los Ángeles de ser Mensajeros de Dios, lo cual nos da un criterio para discernir una verdadera de una falsa devoción a los ángeles: si los ángeles nos conducen a la Virgen y a Jesucristo, entonces son ángeles de Dios, ángeles de Dios: si no lo hacen, entonces son ángeles caídos.

“La Virgen concebirá y dará a luz un hijo”. Podemos parafrasear al Evangelio y trasladar la escena a la Iglesia, diciendo: “La Iglesia Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, Jesús Eucaristía” y esto lo podemos hacer porque la Virgen es figura y modelo de la Iglesia y lo que sucede en Ella sucede en la Iglesia: así como la Virgen concibió en su seno a la Palabra de Dios, Dios Hijo, por el poder del Espíritu Santo y dio a luz al Hijo de Dios encarnado, así la Iglesia concibe en su seno, el altar eucarístico, por obra del Espíritu Santo -que obra la transubstanciación por las palabras de la consagración, prolongando la Encarnación del Verbo en la Eucaristía- a la Palabra de Dios humanada, Cristo Jesús.

No hay religión más asombrosa y plena de misteriosos asombrosos, que la Santa Religión Católica.

sábado, 28 de noviembre de 2020

“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven”

 


“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven” (Lc 10, 21-24). ¿A qué dicha se refiere Jesús cuando dice que sus discípulos son “dichosos” por sus ojos ven lo que ven? Se refiere a la dicha de poder contemplarlo a Él, que es el Mesías, el Hijo Eterno del Padre, encarnado en una naturaleza humana, para nuestra salvación. Son dichosos sus ojos porque ven a Cristo Dios en Persona; porque ven, con sus ojos corporales, al Hijo de Dios humanado; porque ven a la Segunda Persona de la Trinidad hecha hombre, sin dejar de ser Dios, sin dejar de ser la Segunda Persona de la Trinidad. Los discípulos pueden considerarse verdaderamente dichosos porque ven, con los ojos del cuerpo, a Dios en Persona, que se ha encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; ven al Hijo del Padre Eterno con sus propios ojos y esta visión de Jesús, esta contemplación de Jesús, es algo reservado a los ángeles en el Cielo y ahora está al alcance de los discípulos, porque el mismo Hijo de Dios al que los ángeles contemplan extasiados en el Reino de Dios, es el mismo Dios Hijo que habla, camina, en medio de los hombres, en la tierra. Por todo esto los discípulos pueden considerarse dichosos, por ver al Dios Mesías, anunciado por los profetas, por ver a Dios Encarnado, el Dios Redentor en Persona, el Salvador de los hombres, anunciado por los profetas, al que profetas y reyes quisieron ver pero no pudieron: “Porque yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron”. Por todo esto, los discípulos de Jesús pueden considerarse “dichosos”, es decir, bienaventurados, felices, afortunados.

“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven”. Ahora bien, si los discípulos de Jesús fueron llamados “dichosos” por el mismo Jesús, porque lo vieron a Él, Dios Hijo, encarnado en una naturaleza humana, también a nosotros, los católicos, la Iglesia nos llama “dichosos”, porque podemos ver, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, al mismo Hijo de Dios encarnado, oculto en apariencia de pan. A nosotros, los católicos, nos pueden llamar “dichosos”, porque allí donde otros ven un poco de pan bendecido en una ceremonia religiosa, nosotros vemos a Cristo Dios, con su Humanidad Santísima, resucitada y gloriosa, oculta en la apariencia de pan. Por eso, parafraseando al Evangelio, la Santa Madre Iglesia nos dice a nosotros, los católicos: “Dichosos vosotros, porque ven, con la luz de la fe, a Cristo Dios oculto en la Eucaristía. Dichosos vosotros, porque muchos hombres de buena voluntad, pertenecientes a otras religiones, querrían ver lo que ustedes ven por la fe, y no lo ven. Dichosos ustedes, católicos, porque pueden ver, con la luz de la fe y los ojos del alma, a Cristo Dios en la Eucaristía”.

miércoles, 29 de julio de 2020

“¡Es un fantasma!”


Jesús calma la tormenta | Iglesia Santiago Apóstol

(Domingo XIX - TO - Ciclo A – 2020)

          “¡Es un fantasma!” (Mt 14, 22-33). En un momento de la noche, mientras Jesús ora a solas en el Monte, los discípulos se encuentran en la barca y es entonces cuando se desencadena una fuerte tormenta, con vientos muy intensos y olas altas y encrespadas. A medida que pasa el tiempo, la tormenta se hace más intensa, al punto que los discípulos piensan que van a hundirse. Cuando la tormenta arrecia, Jesús, que estaba orando en el Monte, se aparece a los discípulos en medio del mar, caminando sobre las aguas, en medio de la tempestad. Los discípulos, que están en la barca a punto de hundirse, al ver a Jesús, en vez de reconocerlo y alegrarse por su presencia, se asustan por el hecho de verlo caminar sobre las aguas y exclaman, llenos de terror: “¡Es un fantasma!”. Sólo se tranquilizan cuando Jesús les dice que es Él en Persona -y no un fantasma- y que por lo tanto no deben tener temor. Con su poder divino, Jesús además calma la tormenta, la cual cesa inmediatamente al subir Jesús a la barca.

          Esta escena del Evangelio, sucedida realmente, es prefiguración de lo que sucede en la Iglesia, con muchos católicos. Para poder entender lo que decimos, debemos reemplazar los elementos de la escena evangélica con elementos tomados de la realidad de la Iglesia y de los bautizados. Así, la barca de Pedro, donde están los discípulos, es la Iglesia Católica, con el Papa, Vicario de Cristo, a la cabeza; el mar encrespado es la historia humana, con los conflictos entre los hombres, provocados por el mal que anida en el corazón humano; la tempestad, esto es, el viento con las olas encrespadas, es el accionar del Demonio y sus aliados, los ángeles caídos y los hombres perversos aliados con la Serpiente Antigua, que conspiran para que la Iglesia, la Barca de Pedro, se hunda y desaparezca; una mención aparte merecen los discípulos que, en la barca, conociendo a Jesús, al verlo lo confunden con un fantasma: son los católicos que, conociendo en teoría a Jesús, al enfrentarse con las múltiples tribulaciones que se suceden a diario en la vida de todos los días, en vez de reconocer a Cristo Presente en la Eucaristía, piensan que es “un fantasma” y no un ser real, vivo, resucitado, glorioso y Presente en Persona en la Eucaristía y así se dejan atemorizar por las tribulaciones cotidianas. En estos discípulos podemos contarnos nosotros, toda vez que actuamos como si Jesús no fuera lo que Es, la Segunda Persona de la Trinidad, oculta en las especies eucarísticas, por lo que vivimos como si Jesús fuera un fantasma y no Dios en Persona, oculta en el Santísimo Sacramento del altar.

          “¡Es un fantasma!”. También a nosotros nos puede pasar que, preocupados en demasía por las tribulaciones cotidianas e inmersos en el turbulento mar de la historia humana, nos olvidemos que Jesús es una Persona divina, la Segunda de la Trinidad y lo confundamos y lo tratemos como si fuera un fantasma, es decir, como si fuera un ser que no tiene entidad real, ni en sí mismo ni en nuestras vidas. Cuando esto suceda, recordemos lo que Jesús le dice a Pedro, luego de que éste, al dudar, empezara a hundirse al intentar caminar sobre el mar: “Hombre de poca fe, ¿Por qué dudaste?” y pidamos la gracia de no solo no confundir a Jesús con un fantasma, sino de que nuestra fe en Él como Hijo de Dios encarnado, Presente y glorioso en la Eucaristía, sea cada vez más fuerte, tan fuerte, que nos permita dirigirnos a Él, que habita en el Reino de los cielos, caminando por encima del mar tempestuoso de la historia humana. Acrecentemos esta fe postrándonos ante su Presencia Eucarística, amándolo y adorándolo y diciendo a Jesús Eucaristía, junto con los discípulos: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”.


lunes, 29 de abril de 2019

“Soy Yo, no temáis”



“Soy Yo, no temáis” (Jn 6, 16-21). Jesús se acerca a los discípulos caminando sobre las aguas y, ante el temor que estos expresan al verlo, les dice, calmándolos: “Soy Yo, no temáis”. El temor de los discípulos está justificado hasta cierto punto: era de noche de particular oscuridad -noche cerrada dice el Evangelio-, había empezado a soplar viento y el mar comenzaba a encresparse. Además, al ser de noche, no podían ver bien, por lo que es muy posible que no reconocieran a Jesús por el hecho de la oscuridad, lo cual, sumado al modo extraordinario de aparecer de Jesús, caminando sobre las aguas, les conduce a pensar que se trata de un fantasma y, en consecuencia, tienen miedo. Es decir, todo se suma para que los discípulos tengan miedo: es de noche cerrada, no reconocen a Jesús, sino que ven su silueta y lo confunden con un fantasma, el viento empieza a soplar y el mar comienza a encresparse. Estaban dadas todas las condiciones para que los apóstoles tuvieran miedo -estaban verdaderamente en peligro- y es eso lo que les pasó. Luego de llegar cerca de la barca, Jesús les dice que es Él y la barca toca inmediatamente la orilla, con lo cual todo el peligro desaparece. Lo que resulta llamativo -y es un indicador de la divinidad de Jesús- es el modo en que Jesús se presenta: les dice “Soy Yo”, es decir, utiliza el nombre con el que los judíos conocían a Dios: “Yo Soy”. Con esto, Jesús se auto-proclama como Dios y es esto lo que tranquiliza a los discípulos: no el mero hecho de la aparición física de Jesús, sino el hecho de que quien les habla es Dios encarnado, el Dios al cual sus padres rezaban como el “Yo Soy” y ahora se les aparece en Persona, encarnado en Jesús de Nazareth. Apenas Jesús dice “Yo Soy”, todo el peligro desaparece, porque la barca, dice el Evangelio, “tocó la orilla”.
“Soy Yo, no teman”. Puede sucedernos a nosotros lo mismo que a los discípulos, en el sentido de vivir tiempos que provocan temor: la apostasía generalizada y el ateísmo más la proliferación del ocultismo y satanismo, hacen que estemos viviendo en una noche espiritual sin precedentes en la humanidad; el viento que sopla simboliza la acción del demonio en la historia de los hombres y sobre todo en la Iglesia, a la cual quiere hacer zozobrar; el mar encrespado es la historia humana vivida en la violencia, fruto de la ausencia de Dios y su paz en los corazones. Es decir, vivimos en tiempos en que, también para nosotros, se dan todas las condiciones para que, razonablemente, tengamos un cierto temor. Sin embargo, al igual que les ocurrió a los discípulos, a quienes Jesús se les apareció de modo extraordinario y los calmó diciéndoles que Él era Dios –“Soy Yo, no temáis”-, también a nosotros Jesús se nos aparece, de modo extraordinario, en la Eucaristía y desde la Eucaristía nos tranquiliza y nos da la paz de Dios al decirnos: “Soy Yo, vuestro Dios, en la Eucaristía. No tengáis miedo de nada ni de nadie, pues Yo estoy con vosotros y estaré con vosotros hasta el fin del mundo”.

viernes, 15 de enero de 2016

“Hijo, tus pecados te son perdonados”


“Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 1-12). El paralítico es llevado por sus amigos y parientes delante de Jesús. Podría parecer que lo que quiere es la curación de su enfermedad física, la parálisis que le impide caminar. Sin embargo, Jesús, que lee los pensamientos y los deseos del corazón porque es Dios, no le dice: “Estás curado de tu parálisis”, sino que le dice: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Esto demuestra la fe del paralítico en Jesús en cuanto Hombre-Dios y demuestra también que, mucho más que la salud del cuerpo, le importa la salud del alma, porque lo que va a pedir a Jesús, no es la sanación del cuerpo, sino el perdón de los pecados, es decir, la salud del alma.
         Las palabras de Jesús despiertan el falso escándalo de los fariseos, quienes, sin embargo, algo de verdad dicen: “¿Quién puede perdonar los pecados, sino Dios?”. Los fariseos, conocedores de las Sagradas Escrituras, saben que sólo Dios puede perdonar los pecados, por eso, al ver a Jesús, a quien ellos se niegan, obstinadamente, a reconocer como Dios Encarnado, y al ver que es un hombre que, en apariencia, está perdonando los pecados, se escandalizan falsamente: “¿Cómo puede un hombre perdonar los pecados?”. Jesús sí puede perdonar los pecados porque, precisamente, es Dios hecho hombre, sin dejar de ser Dios.
         Jesús lee los pensamientos de los fariseos, quienes en su interior lo tratan de blasfemo, porque piensan que se hace pasar por Dios, al perdonar los pecados del paralítico. Sabiendo qué es lo que pensaban y que se estaban escandalizando injustificadamente, Jesús desenmascara la falsedad farisaica revelando su omnipotencia divina de un modo más sensible y manifiesto, curando milagrosa e instantáneamente la parálisis del hombre enfermo: “"¿Qué están pensando? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: "Tus pecados te son perdonados", o "Levántate, toma tu camilla y camina"? Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Y, como relata el Evangelio, el paralítico tomó su camilla y salió –caminando- a la vista de todos. Jesús obra un milagro que es sensible y exterior, para probar, con ese milagro, que sus palabras son verdaderas: Él se auto-proclama como Dios, que como tal puede perdonar los pecados, y para probar que Él es verdaderamente Dios que perdona los pecados –es decir, que actúa con su omnipotencia y su Amor divinos, quitando la mancha del pecado, que es algo espiritual-, realiza un milagro que confirma su omnipotencia divina, su condición de Dios, y es el de curar físicamente al paralítico, como señal externa de que ya lo curó, anteriormente, en su interior, por medio de su palabra.

         “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Con el doble milagro realizado en el paralítico –la curación de su alma y la curación de su cuerpo- Jesús demuestra que es Dios, que quita los pecados del mundo. El mismo Jesús del Evangelio, el que curó al paralítico, es el que se nos manifiesta, oculto en apariencia de pan, en la Eucaristía, según nos revela la Santa Madre Iglesia cuando, al ostentar la Hostia consagrada, el sacerdote ministerial dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo”. Jesús Eucaristía es el Hombre-Dios del Evangelio que perdona nuestros pecados; entonces, como el paralítico del Evangelio, que glorifica a Dios luego de recibir su perdón, también nosotros glorifiquemos y adoremos al Dios de la Eucaristía, Cristo Jesús, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.

jueves, 5 de noviembre de 2015

“Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”


“Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión” (Lc 15, 1-10). ¿Por qué la alegría de los ángeles por un pecador que se convierte? Para saberlo, hay que considerar que la fuente de alegría de los ángeles es Dios Uno y Trino quien, según Santa Teresa de los Andes, es “Alegría infinita”[1]. Los ángeles se alegran en el cielo porque contemplan a Dios Trino y participan de su Ser, fuente inagotable de alegría, y se alegran más cuando un pecador ser convierte, no sólo porque ese pecador convertido ha iniciado, en cuanto tal, el camino que habrá de conducirlo al cielo, sino que se alegran porque Dios Uno y Trino dejará de ser ignorado, despreciado, olvidado, por un hombre más, el pecador convertido, y comenzará a amarlo y adorarlo; los ángeles se alegran porque la conversión de un pecador significa no sólo el inicio de la salvación para ese pecador, sino el fin de las ofensas para la Trinidad, por parte de ese mismo pecador. Ésa es la razón por la cual “hay más alegría entre los ángeles por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”: a la alegría que ya experimentan los ángeles en el cielo por la contemplación de Dios Trino, se les añade una alegría nueva, que antes no tenían, la alegría del pecador convertido.
Si “Dios es Alegría”, entonces, lo opuesto a Dios, el pecado, es tristeza y si hay tristeza en un corazón, es porque ahí no está Dios. Pero resulta que Dios Encarnado, Jesucristo, viene en Persona a darnos su Alegría, contenida en su Sagrado Corazón Eucarístico: “Así también vosotros estáis ahora tristes, pero yo os veré otra vez y vuestro corazón se alegrará, y nadie os quitará ya vuestra alegría” (Jn 16, 22). Jesucristo nos dona la Alegría de Dios, que es infinita, porque no sólo quita nuestros pecados con la Sangre de su Cruz, sino que nos dona la filiación divina, haciéndonos partícipes de la naturaleza divina y por lo tanto de la Alegría divina: “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté dentro de  vosotros, y vuestra alegría sea completa” (Jn 15,11). La Alegría que nos da Jesús es la Alegría de Dios, es su Alegría, que es celestial, sobrenatural, infinita, incomprensible e inabarcable, como el Ser divino. La Alegría que nos da Jesucristo no es el mero contagio superficial de una alegría mundana y pasajera, sino la participación real, por la gracia, de la Alegría del Ser trinitario. Entonces, la gracia de Jesucristo es la fuente de la alegría para nosotros, que somos pecadores.
“Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”. Mientras estamos en esta vida, en estado de viadores, somos pecadores y, por lo tanto, necesitamos de la conversión del corazón, la cual es una tarea de todos los días. Si luchamos por nuestra propia conversión, entonces seremos causa de alegría para nuestros ángeles custodios, al tiempo que participaremos de su alegría, originada en la contemplación gozosa de la Trinidad.



[1] Carta 101; cfr. http://www.teresadelosandes.org/espagnol/e_saintete.htm

martes, 20 de enero de 2015

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación y se apenó por la dureza de sus corazones"


“Dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: Extiende tu mano. Él la extendió y su mano quedó curada” (Mc 3, 1-6). Indignación y pena son los dos sentimientos –además de la misericordia por el hombre con la mano paralítica, y que lo lleva  a curarlo-, es lo que experimenta el Sagrado Corazón de Jesús, al comprobar “la dureza de sus corazones”, que les impedía ver y aprobar el acto de misericordia que significaba el curar la mano del paralítico, debido al falso concepto de religión que poseían. En efecto, para los fariseos, la religión consistía en el cumplimiento meramente exterior de la ley –en este caso, un precepto humano, que impedía el trabajo manual en sábado-, sin estar acompañado ni del amor a Dios ni de la compasión al prójimo; ésa es la razón por la cual, cuando Jesús ingresa en la sinagoga y ve al hombre paralítico, los fariseos suponen, porque conocen a Jesús, que Jesús curará su mano, sin importarle el precepto legal que impedía realizar trabajos manuales en el día sábado, día considerado sagrado. Jesús, que es Dios encarnado, y por lo tanto no solo lee los pensamientos, sino que los pensamientos de todos los hombres de todos los tiempos están ante Él antes de ser siquiera formulados, lee los pensamientos y escudriña la malicia de los corazones de los fariseos, quienes se ponen en guardia y quedan a la espera del gesto de Jesús de curar la mano del paralítico, para tener un argumento legal con el cual acusarlo. 
Para tratar de sacarlos del error, y en un vano intento por hacer luz en sus oscurecidas mentes, que no quieren ver la Verdad, y para iluminar sus perversos corazones, que entenebrecidos por el odio se niegan a amar a la Divina Misericordia, encarnada en Jesús, les dice: “¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?”. La pregunta que les dirige es muy clara, y está encaminada a hacerles ver el valor infinitamente superior del bien sobre el mal y de salvar una vida antes que perderla, todo lo cual justifica el quebrantamiento de un precepto legal, el de no realizar trabajos manuales. 
En otras palabras: si en sábado está prohibido legalmente realizar trabajos manuales, porque con esto se respeta el día sagrado, el día dedicado a Dios, y así se cumple con la religión, el hecho de curar o de salvar una vida, no contradice el precepto legal, sino que cumple cabalmente con el fin de la religión, que es amar y adorar a Dios y ser compasivos y misericordiosos para con el prójimo sufriente. Esto es lo que los fariseos no pueden comprender: que el verdadero culto a Dios –y por lo tanto, la verdadera religión-, radica no en el cumplimiento meramente externo de preceptos que no son esenciales, al tiempo que se mantiene un corazón frío en el verdadero amor a Dios y endurecido por la falta de caridad hacia el prójimo, sino en glorificarlo y la glorificación de su nombre se da cuando, en su honor y en su nombre, se tiene compasión del prójimo sufriente, que es lo que pretende hacer Jesús, con la curación de la mano del paralítico. Al curarlo al paralítico, Jesús no quebranta el precepto de no trabajar el sábado: mucho más que eso, cumple cabalmente con la esencia de la religión, que es la glorificación y el amor de Dios, al auxiliar a quien sufre, no por mero filantropismo, sino precisamente, por amor a Dios. Lamentablemente para los fariseos –y para los cristianos que no puedan entender la acción de Jesús, que es en lo que consiste la verdadera religión-, después de que Jesús cura la mano del paralítico, se obstinan en su error y se endurecen en sus corazones, “confabulándose con los herodianos para buscar la forma de acabar con él”, apenas salidos de la sinagoga.

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación y se apenó por la dureza de sus corazones”. Jesús nos mira desde la Eucaristía, no solo exteriormente, sino en lo más profundo de nuestro ser y de nuestros corazones, y sabe cuáles son los sentimientos que albergamos hacia nuestros prójimos, sobre todo aquellos a quienes, por uno u otro motivo, son nuestros enemigos. ¿Dirige también sobre nosotros una mirada llena de indignación y se apena por la dureza de nuestros corazones? ¿O se complace en ellos, al ver que vivimos la esencia de la religión, la glorificación y el amor de Dios y la compasión para nuestros prójimos, incluidos en primer lugar, nuestros enemigos?

jueves, 25 de septiembre de 2014

“Ustedes, ¿quién dicen que Soy Yo?”


“Ustedes, ¿quién dicen que Soy Yo?” (Lc 9, 18-22). Después de preguntar a los discípulos acerca de qué es lo que la gente dice acerca de Él, Jesús los interroga acerca de lo que ellos, en cuanto discípulos, dicen de Él. En realidad, a Jesús no le interesa tanto lo que la gente dice sobre Él, sino lo que sus discípulos dicen, o más bien, saben, acerca de Él. Obviamente, Jesús les pregunta, no porque Él no lo sepa, puesto que Él, en cuanto Dios Hijo encarnado, es omnisciente, y conoce absolutamente todos los pensamientos de sus discípulos, aún antes de ser formulados, pero quiere que se los expresen; además, la pregunta prepara para la revelación que ha de darse en Pedro, por medio del Espíritu Santo, quien será el que le inspirará la respuesta correcta: “Tú eres el Mesías de Dios”.

“Ustedes, ¿quién dicen que Soy Yo?”. La misma pregunta nos la formula a nosotros, a veintiún siglos de distancia y también, no porque no la sepa, sino porque quiere que nosotros se lo digamos; quiere que nosotros respondamos la pregunta, pero para responder la pregunta, es necesario que antes, le preguntemos a Él, arrodillados ante la cruz y ante el sagrario, desde lo más profundo de nuestro ser y de nuestro corazón, quién es Él. Jesús quiere que nosotros le preguntemos: “¿Quién eres Tú?”. Y en el silencio de la oración, escucharemos que el mismo Jesús nos dirá la respuesta: “Yo Soy el Hijo del eterno Padre; Yo Soy el que bajé del cielo, llevado por el Espíritu Santo, por amor a ti; Yo Soy el que me encarné en el seno de mi Madre, para tener un Cuerpo para ser sacrificado, por amor a ti; Yo Soy el Dios encarnado, que vivió oculto en la tierra, como un hombre común, sin dejar de ser Dios, por amor a ti; Yo Soy el que sufrió los dolores inenarrables de la Pasión, por amor a ti; Yo Soy el que subió a la cruz y murió de muerte dolorosa y humillante, por amor a ti; Yo Soy el que dio hasta la última gota de Sangre en el santo sacrificio de la cruz, por amor a ti; Yo Soy el que antes de morir, te entregó a mi Madre, para que sea tu Madre, por amor a ti; Yo Soy el Dios que se quedó oculto en la Eucaristía, para donarte todo el Amor de mi Sagrado Corazón en la comunión eucarística, por amor a ti; Yo Soy el que, por mi Divina Misericordia, te espera con los brazos abiertos, cuando traspases los umbrales de la muerte, para recibirte en el Reino de los cielos; Yo Soy el que quiero que me sigas cada día, por el camino de la cruz. Ése Soy Yo, Jesús de Nazareth, el que dio su vida en la cruz, por amor a ti, el que te da cada día todo su Amor en la Eucaristía”.