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martes, 10 de diciembre de 2024

“El Mesías los bautizará con Espíritu Santo..."

 


(Domingo III - TA - Ciclo C - 2024 – 2025)

         “El Mesías los bautizará con Espíritu Santo (…) tiene en su mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga” (Lc 3, 10-18). Una de las características principales del Adviento es la penitencia; sin embargo, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia hace un paréntesis en la penitencia, para dar rienda suelta a la alegría, en vistas a la próxima Venida de su Mesías. Este hecho se ve reflejado en las lecturas elegidas para la liturgia de la Palabra: el Profeta, el Salmista y el Apóstol llaman, a Israel primero y al Pueblo de Dios después, a la alegría, a “estar alegres”: “Alégrate hija de Sión, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén”; en el Salmo se dice: “Gritad jubilosos, habitantes de Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel” y en Filipenses: “Alegraos siempre en el Señor”. ¿Cuál es la razón de esta alegría y de qué alegría se trata? Se trata de una alegría que no es de origen natural, humano, ni siquiera de origen angelical: la razón de la alegría está en la descripción que hace Juan el Bautista acerca del origen del Mesías; es un origen divino, porque mientras el Bautista bautiza “con agua”, el Mesías que viene, que es Dios, bautiza “con Espíritu Santo y fuego”. Ésta es la razón de la alegría de la Iglesia: el que viene para Navidad no es un hombre más entre tantos, tampoco es un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos, sino el Hombre-Dios, que es la Santidad Increada en Sí misma, y es por eso que tiene el poder de salvar a los que creen en Él –“reunir su trigo en el granero”- y tiene el poder para arrojar en el Infierno a los que rechazan su gracia y salvación –“quemar la paja en una hoguera que no se apaga”-. Entonces, el Mesías será un Hombre-Dios y no un hombre simplemente y ésa es la razón de la alegría de la Iglesia en este tercer Domingo de Adviento. Si fuera un simple hombre, no habría esperanza alguna de salvación y no habría motivo alguno de alegría.

         Es muy importante distinguir entre el bautismo del Bautista y el bautismo de Jesús, ya que el primero no quita el pecado, mientras que el bautismo de Jesús no solo quita el pecado del alma con su Sangre Preciosísima, sino que además la hace partícipe de la vida divina del Ser divino de la Santísima Trinidad. Esto se debe a que Cristo es Dios y es la razón, como dijimos, de la alegría de la Iglesia en la Navidad, porque el Niño que nace en el Portal de Belén no es un niño más entre tantos, sino el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios Hijo en Persona. El Nacimiento de Dios Niño en Belén inunda a la Iglesia Católica de una alegría sobrenatural, celestial, divina, porque ese Niño que es Dios es la misma Alegría Increada, es decir, de Él brota la Alegría verdadera y toda alegría buena y santa brota de Él como de su Fuente y ninguna alegría que no sea buena y santa no tiene ningún otro origen que el Niño de Belén. A esta alegría se refiere Santa Teresa de los Andes cuando dice que “Dios es Alegría infinita” y también Santo Tomás cuando dice que “Dios es Alegría Eterna” y es esta alegría, eterna e infinita, la que el Niño de Belén comunica a la Iglesia y la que la Iglesia comunica al mundo en Navidad.

Pero también, además de la alegría, en Navidad, resplandece sobre la Iglesia el resplandor y el fulgor de la luz divina y eterna del Niño Dios porque el Niño Dios, en cuanto Dios, es Luz divina y eterna. Por esta razón la Iglesia Católica no solo comunica al mundo la Alegría de Dios sino también la Luz de la gloria de Dios, porque sobre Ella resplandece con resplandor eterno la Luz divina del Verbo de Dios que es Cristo que nace en Belén; así, en Navidad resplandece para la Iglesia, el fulgor esplendoroso de la luz eterna de la gloria de Dios y también amanece para ella el resplandor de la alegría divina. Así exclama con alegría a la Iglesia el Profeta: “¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! ¡La gloria del Señor brilla sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se cierne sobre los pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti” (cfr. Is 60, 1-2). La Iglesia se cubre con el resplandor de la luz de la gloria divina, porque el Niño que nace en Belén es la Gloria Increada de Dios Trino y esa gloria es luz y luz eterna, que hace resplandecer a la Iglesia con el esplendor de la Trinidad y es esa luz divina y eterna la que la Iglesia comunica a los hombres de buena voluntad en Navidad.

Nosotros, los hijos de la Iglesia, Parafraseando al Profeta Isaías, contemplando el Nacimiento del Niño Dios, decimos: “¡Levántate, resplandece y brilla con luz eterna, Esposa del Cordero de Dios! ¡Revístete de la gloria divina, porque ha nacido Aquel que es la Majestad Increada, el Esplendor de la gloria del Padre! ¡Levántate, Jerusalén y alégrate, porque el Mesías te brindará su luz, su paz y su alegría!”.

Entonces, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia Católica vive, con anticipación, la alegría celestial que desde el Pesebre de Belén el Niño Dios le comunica con su virginal y glorioso Nacimiento. En Navidad, la Iglesia Católica se alegra con el milagroso Nacimiento del Niño Dios porque Él es la Alegría Increada y la Luz Eterna y hace brillar sobre ella su luz divina porque el Niño de Belén es la Luz Increada, es la luz de Dios, Luz que es una Luz Viva, que da la vida divina trinitaria y santifica al alma a la que ilumina, porque le comunica la Vida divina de la Trinidad. Es por esto que nosotros, los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, nos alegramos en Navidad: porque ha nacido en Belén el Hijo de Dios Padre encarnado, que es la Luz Divina y Eterna y la Alegría Increada en sí misma y que nos comunica de su Luz y de su Alegría en cada Comunión Eucarística.

 


sábado, 17 de diciembre de 2022

La verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena

 



(Ciclo A – 2022 – 2023)

         En nuestros días, caracterizados por una siniestra oscuridad espiritual que se hace cada vez más densa, la celebración de la Navidad no se escapa a esta sombra preternatural que lo abarca todo. En lo relativo a la Navidad, la oscuridad preternatural -angélica y demoníaca- se observa en la distorsión explícita e intencionadamente buscada, del sentido, la naturaleza y el significado de la verdadera y única Navidad. Así, a través de los medios de comunicación, la Navidad se ha expandido, como antes nunca, a prácticamente cada rincón de la tierra y es así como vemos que países en los que el catolicismo es minoría absoluta, se “festeja” igualmente, la Navidad. Pero si observamos bien, esta navidad, no solo en los países paganos, sino incluso en los nominalmente cristianos o católicos, la verdadera Navidad ha sido reemplazada por una “neo-navidad” o mejor, una navidad pagana, una anti-navidad, que ha reemplazado a la verdadera Navidad.

         Esta neo-navidad o navidad pagana, celebrada en la inmensa mayoría de los países de la tierra, es una navidad que tiene las siguientes características: no hay ninguna referencia, directa o indirecta, al Único protagonista de la Navidad, el Niño Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada por obra del Espíritu Santo en el seno de María Santísima; el Niño Dios es reemplazado por un espantajo caricaturesco, una abominación infantiloide, surgido en mentes ateas e impulsadas solo por el deseo de ganar dinero, esa caricatura llamada “Papá Noel”, “Santa Claus”, “Santa”, etc., una deformación del obispo San Nicolás, que en su deformación caricaturesca es acompañado por duendes -que en realidad son demonios-, se traslada en un trineo arrastrado por renos voladores y una cantidad innumerable de sinsentidos, surgidos de la simple imaginación humana: dicho personaje, creación de una multinacional de bebidas gaseosas, ha logrado imponerse en el imaginario colectivo, de manera que la navidad neo-pagana lo tiene por principal protagonista; en consecuencia, esta neo-navidad pagana consiste en recibir regalos, repartidos por “Santa Claus”; consiste en brindar, banquetear, festejar por festejar, alegrarse por alegrarse, sin motivo sobrenatural alguno, sino por motivos meramente humanos, pasajeros y superficiales; esta neo-navidad pagana celebra, baila hasta altas horas de la madrugada, ríe, reparte regalos, se embriaga, banquetea hasta el hartazgo, habla de mundanidades, desea mundanidades, festeja mundanamente; esta navidad pagana viene del mundo y finaliza en el mundo. Por esta razón, el católico no debe, de ninguna manera y bajo ningún concepto, festejar la Navidad de un modo pagano, puesto que si lo hace, ofende gravemente al Niño Dios, a la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en el seno de María Purísima y nacido milagrosamente en la gruta de Belén para nuestra salvación, por medio de su sacrificio en la Cruz.

         La verdadera y única fiesta de Navidad -fiesta entendida en el sentido litúrgico, sobrenatural, que no descarta la alegría sino que por el contrario, concede la verdadera Alegría, la Alegría de Dios, Quien es Alegría infinita- no radica en el comer, en el beber, en el bailar mundanamente: consiste en la Santa Misa de Nochebuena, en la que, por la acción del Espíritu Santo que obra a través del sacerdote ministerial por las palabras de la consagración, prolonga la Encarnación del Verbo en la Eucaristía, de manera tal que la Eucaristía Es el Niño Dios, el mismo Niño Dios nacido en Belén, que prolonga y actualiza su Encarnación y su Nacimiento milagroso en Belén, en el Santo Altar Eucarístico. Quien no crea en estos misterios sobrenaturales, absténgase, por amor de Dios, de celebrar la navidad neo-pagana, para no continuar ofendiendo a Nuestro Señor Jesucristo. Y quien crea en estos misterios sobrenaturales, celebre la Navidad, asistiendo a la Santa Misa de Nochebuena, recibiendo el verdadero manjar del Cielo, el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad del Niño Dios, la Sagrada Eucaristía. Y luego sí, sobria y mesuradamente, festeje al modo humano, con una rica comida y con serena alegría, el Nacimiento del Salvador del mundo, el Niño Dios, Nuestro Señor Jesucristo.

miércoles, 14 de diciembre de 2022

“José, no temas, el Hijo que lleva María en su vientre viene del Espíritu Santo (…) se llamará Jesús y salvará a su pueblo de los pecados”

 


(Domingo IV - TA - Ciclo A - 2022 – 2023)

          “José, no temas, el Hijo que lleva María en su vientre viene del Espíritu Santo (…) se llamará Jesús y salvará a su pueblo de los pecados” (Mt 1, 18-24). Las palabras del Arcángel Gabriel, pronunciadas a San José durante el sueño -aunque la aparición del Ángel no es un sueño, sino una aparición angélica con ocasión del sueño de San José-, no solo tranquilizan a San José -él había desposado a María Santísima pero todavía no convivían juntos, según la costumbre hebrea y al notar que estaba encinta, había decidido abandonarla en secreto, para no exponerla públicamente a María-, sino que revelan numerosos misterios sobrenaturales con relación a la concepción virginal y la condición de Mesías del Niño que la Virgen lleva en su seno.

          Los misterios sobrenaturales que revela el Arcángel Gabriel son: María, que está encinta sin haber comenzado a convivir, es Virgen, porque la concepción es obra de la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, el Divino Amor; además de ser Virgen, es Madre y Madre de Dios, porque lo que ha sido engendrado en Ella es la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo, que se ha encarnado en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, creada por el Espíritu Santo en el momento de la concepción -esto quiere decir que los cromosomas paternos fueron creados de la nada por la omnipotencia divina, ya que San José no es el padre biológico del Niño Dios-; San José es padre adoptivo y no biológico de Jesús, por lo mismo que es solo pura y exclusivamente esposo meramente legal de María Santísima, cuyo esposo celestial es el Espíritu Santo; el Niño Dios, engendrado en el seno purísimo de María Santísima, es el Mesías, el Redentor, el Salvador de los hombres, que ha venido no para instaurar una sociedad humana más justa e igualitaria, mediante la “revolución del amor”, sino que ha venido a salvar a la humanidad de los “pecados”, de la muerte eterna, de la condenación eterna en el Infierno, del poder del Demonio, además de conceder la gracia que convierte al hombre en hijo adoptivo de Dios y heredero del Reino de los cielos, de modo que al final de la vida terrena, a cada hombre que acepte libre y voluntariamente a Cristo como su Salvador y Redentor, le espera en recompensa el Reino eterno de los cielos.

          Si alguien se opone a la condición divina de Jesús como Dios Hijo encarnado, es decir, como la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, que es concebido virginal y milagrosamente por obra del Divino Amor, el Espíritu Santo, por pedido de Dios Padre; si alguien niega que la Madre de Jesús es por lo tanto la Madre de Dios Eterno, nacido en el tiempo luego de la Encarnación en su seno purísimo; si alguien niega que el Padre de Jesús de Nazareth es Dios Padre Eterno y que San José no es padre biológico, sino padre adoptivo de Jesús; si alguien niega que el Niño de Belén, engendrado por el Espíritu Santo y nacido en la gruta de Belén, es el Mesías que, ya de adulto, entregará su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, en el Santo Sacrificio del Calvario y en cada Santa Misa; si alguien niega estos sublimes misterios sobrenaturales de los cuales la Santa Madre Iglesia no solo los recuerda sino que los actualiza por medio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, haciéndonos participar de estos sublimes misterios, como el del Nacimiento en Belén, entonces ese tal, no puede llevar el nombre de “católico”, sino de “apóstata”, puesto que se opone a los misterios centrales sobrenaturales que fundamentan la Santa Fe Católica; por lo tanto, ese tal, no debe celebrar, bajo ningún concepto, la Navidad, porque no se puede tomar a la Religión Católica y a sus sublimes misterios como pretexto para festejos mundanos. Quien no crea en estos misterios, absténgase de celebrar mundanamente la Navidad, para no ofender a la Santísima Trinidad.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Navidad 25 de diciembre de 2019


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          En el día de Navidad, la Iglesia nos presenta una imagen por todos conocida, la imagen del Sagrado Pesebre de Belén. En esta imagen podemos ver a una joven madre, primeriza, que sostiene embelesada a su Hijo recién nacido; podemos ver al padre de este niño –en realidad sabemos que es un padre adoptivo, porque el verdadero Padre del Niño de Belén es Dios Padre-, el cual se encuentra también extasiado por el niño, al cual adora y contempla con amor inefable, igual que la Madre. En el Portal de Belén vemos también animales, un burro y un buey, puesto que el lugar en donde nació el Niño era originalmente un establo para estos mansos animales campestres.
          Para el día de Navidad, el día inmediato posterior a Nochebuena, la Iglesia nos presenta, para la contemplación, al Niño que ha nacido en Belén, junto a su Madre y a su padre adoptivo.
          Si lo vemos con ojos humanos, podríamos creer que el Pesebre de Belén se trata de nada más que un hecho cultural, como el retrato del nacimiento de un niño hebreo pobre en un lugar que está destinado al descanso de los animales
          Ahora bien, esto es lo que nos dicen los sentidos y puesto que nuestra religión es una religión de misterios, debemos trascender lo que nos dicen los sentidos e incluso la inteligencia, para por la gracia ser iluminados por el misterio de Belén.
          ¿De qué manera trascender lo que los sentidos y la inteligencia nos dicen?
          La pregunta es importante porque en el mundo en el que vivimos, un mundo materialista y agnóstico, relativista y consumista, el cristianismo y más específicamente el catolicismo, ha pasado a ser nada más que una construcción cultural, forjada por siglos caracterizados por visiones arcaicas, al cual hay que deconstruir y desmitificar, porque está “atrasado”. Para el mundo materialista, ateo y consumista de hoy, el catolicismo con sus misterios es solamente el producto de una construcción cultural, forjada a través de los siglos, que representa la cosmovisión hebrea, romana y palestina de tiempos antiguos, pero que ha quedado “desfasada” con relación a los tiempos post-modernos como el nuestro.
          Para el mundo, el catolicismo es solo una cosmovisión antigua, de origen greco-hebreo-romana, que tenía una forma determinada de relacionarse con la divinidad, la cual ha perdurado hasta nuestros días, pero esa cosmovisión ha quedado arcaica y necesita ser modificada. Para el mundo de hoy, por lo tanto, el Pesebre de Belén no es más que un hecho artificial cultural que debe ser modificado cuanto antes, o más bien, que debe ser dejado de lado.
          Para el mundo de hoy el catolicismo, con el mensaje del Pesebre, de un Dios que se encarna para salvar al mundo, es algo que debe ser cambiado y reemplazado por nuevas cosmovisiones. El mundo de hoy considera que el contacto con la divinidad, propiciado por el catolicismo, que se da mediante un Mediador entre Dios y los hombres, que es el Niño de Belén, Cristo Jesús, debe dejar paso a una nueva cosmovisión en la que el hombre no tiene necesidad de mediador alguno, porque él es su propio dios.
          Esta visión pagana e inmanentista del mundo moderno –que es la visión de la Nueva Era- es radicalmente falsa y ésa es la razón por la cual debemos volver la mirada del alma al Pesebre de Belén, para descubrir en él los misterios divinos, revelados en el Niño de Belén.
          En otras palabras, en la imagen del Pesebre de Belén se contiene la Verdad Absoluta de Dios Trino, Verdad que en cuanto tal es Inmutable e Increada y se ha materializado, se ha hecho carne, en el Niño del Pesebre: Dios, Acto de Ser perfectísimo, purísimo, omnipotente y omnisciente, sin dejar de ser lo que es, se nos manifiesta como un débil niño humano recién nacido. Porque es Dios Hijo encarnado, el Niño de Belén es un sacramento, es el sacramento del Padre, “que el Padre envía por su Espíritu para revelársenos, y para que entremos en contacto, por medio de este Niño, con Él”[1].
          Si el Niño de Belén es un sacramento, es entonces un misterio, porque el sacramento es un misterio, desde el momento en que en el sacramento se unen de modo misterioso y de manera indisoluble, un elemento divino, sobrenatural, y un elemento humano, natural, creatural[2].
          Ésta es la cosmovisión del catolicismo, que es perenne y eterna, inmutable a través de los siglos: el Niño que nace en Belén es un sacramento, porque en Él se unen de modo misterioso lo divino y lo humano: se unen la Persona y naturaleza divina del Hijo del Padre eterno, el Logos del Padre, con la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; se unen el Verbo Increado con el cuerpo y el alma humanos de Jesús de Nazareth, creados por el Espíritu Santo en el momento de su Inmaculada Concepción en el seno virginal de María Santísima.
          Como todo sacramento, que por por medio de lo visible y creatural revela lo invisible y divino, el Niño de Dios, a través de la visibilidad de su naturaleza humana, revela el misterio absoluto de Dios, el plan salvífico de Dios Trino para la humanidad, que pasa por su misterio pascual de muerte y resurrección. El Niño de Belén, Sacramento del Padre, hace aparecer visiblemente, a los ojos del los hombres, la gloria Increada del Dios invisible, de este Dios que, habitando en una luz inaccesible, empieza también a habitar en el Portal de Belén, para luego inhabitar en los corazones de los hombres por medio de la gracia. El Dios inaccesible se hace accesible por medio de la encarnación en este Niño que nace del seno virgen de María.
En esto consiste el misterio de Navidad y la novedad siempre nueva y que nunca pierde su novedad, aunque pasen los siglos: el Niño que nace en Belén es el Sacramento del Padre, que viene a nuestro mundo para iluminarnos con la luz de su gloria.
Al contemplar el Pesebre de Belén, no nos dejemos llevar simplemente por lo que ven nuestros ojos y por lo que nos dice nuestra inteligencia, sino que nos dejemos iluminar por la luz de la fe: el Niño Dios, Sacramento del Padre, constituido por la unión invisible e indisoluble de lo divino y humano –en su Persona divina se unen la naturaleza divina y humana, sin confusión- es un misterio imposible siquiera de imaginar para la razón humana, por lo que, para contemplar el Pesebre de Belén, es preciso e imperioso implorar la luz del Espíritu Santo, única forma de trascender lo que aparece a los sentidos y a la inteligencia y único modo de no ver a una simple mujer hebrea que da a luz a su unigénito, sino a la Madre de Dios que, permaneciendo Virgen, da a luz al Hijo Eterno del Padre, que se nos manifiesta como Dios hecho Niño.




[1] Cfr. Juan Alfaro, Cristo, Sacramento del Padre, ...
[2] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, ...

miércoles, 18 de diciembre de 2019

“José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”


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(Domingo IV - TA - Ciclo C - 2019 – 2020)

         “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 18-24). El Evangelio nos relata, en una sola frase, el origen celestial y divino del Niño que está concebido en el seno purísimo de María: viene del cielo, porque ha sido concebido por obra del Espíritu Santo. El Niño que ha sido concebido no es otro que el Hijo de Dios, el Verbo Eterno del Padre, que procede eternamente del Padre. El Niño concebido en el seno purísimo de la Virgen María no proviene de hombre alguno: si bien nace en el tiempo y su humanidad es creada por obra del Espíritu Santo, también su origen es eterno y por obra del Espíritu Santo es que es concebido en el seno de María Santísima. El Evangelio nos revela así la doble naturaleza de Jesús, una naturaleza humana, por eso es concebido en el seno de María y nace en el tiempo, y una naturaleza divina, porque es engendrado en el seno del eterno del Padre desde toda la eternidad.
         Éste es el secreto de la Navidad: el Niño que nace en Belén no es un niño humano; no es un niño santo, ni siquiera el más santo de todos los niños santos: el Niño que nace en Belén es el Niño Dios, es Dios que sin dejar de ser Dios, se hace Niño, para que nosotros, siendo niños por la gracia, nos hagamos Dios por participación.
         Al contemplar el Pesebre de Belén, debemos recordar el Evangelio y las palabras del Ángel dichas a San José: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Si fuera de otra manera, si el Niño fuera obra de una concepción humana, podría llegar a ser santo y un gran santo, pero de ninguna manera sería el Redentor de la humanidad, el Salvador de los hombres, el Vencedor Invicto del Pecado, del Demonio y de la Muerte. Pero el Niño que es concebido en María por obra del Espíritu Santo, el Niño que nace en Belén, es Dios Hijo encarnado, que ha venido a este mundo de lágrimas, de oscuridad y de tinieblas de muerte, para iluminarnos con la luz de su gloria, para disipar las tinieblas de muerte en las que estamos inmersos sin darnos cuenta, para derrotar a nuestros tres grandes enemigos, el Demonio, el Pecado y la Muerte; ha venido para darnos su gracia y adoptarnos como hijos de Dios, para llevarnos al cielo y hacernos herederos del Reino de Dios; ha venido, en fin, para donársenos como Pan Vivo bajado del cielo, como Pan de Vida eterna, en la Eucaristía, para que nos alimentemos con su substancia divina, para que nos alimentemos con el manjar de los ángeles en el tiempo que nos queda de vida terrena, para que luego sigamos adorándolo en la gloria del Reino de Dios.
         El Niño que nace en Belén para Navidad es el fin de nuestras vidas, es al alegría de nuestros corazones, es la esperanza que tenemos para salir de esta vida de tinieblas y llegar al Reino de la luz. Y hasta que eso suceda, el Niño de Belén, el mismo Niño que nace en Belén, Casa de Pan, se nos entrega en cada Eucaristía, para que su gloria, su alegría y su vida divina sean nuestras, en el tiempo y en la eternidad.

“Concebirás por obra del Espíritu Santo y darás a luz un hijo”


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“Concebirás por obra del Espíritu Santo y darás a luz un hijo” (Lc 1, 26-38). El Evangelio de la Anunciación del Ángel a la Virgen nos da el verdadero espíritu de Navidad: el fruto del vientre de María, Aquel a quien esperamos para Navidad, no es obra de hombre alguno, sino de Dios: “Concebirás por obra del Espíritu Santo y darás a luz un hijo”. El Niño concebido en el seno purísimo y virginal de María no es un niño santo, ni siquiera el más santo entre todos los santos: es Dios Tres Veces Santo, por quien todo lo santo es santo. El Niño concebido en el seno de María Santísima es el Hijo de Dios, el Verbo Eterno del Padre, engendrado en su seno desde la eternidad, que ahora se encarna para después nacer en Navidad y entregarse como Pan Vivo bajado del cielo.
Cuando contemplemos al Niño de Belén, cuando contemplemos el pesebre, no debemos ver en él una figura costumbrista de la época; el pesebre no refleja cómo era el nacimiento de un niño hebreo pobre en Palestina en tiempos de Herodes: el pesebre refleja el nacimiento, en el tiempo –nacimiento milagroso- del Hijo de Dios hecho carne, encarnado y nacido en el tiempo para redimir a toda la humanidad. Cuando contemplemos el pesebre, recordemos las palabras del Ángel pronunciadas a la Virgen -“Concebirás por obra del Espíritu Santo y darás a luz un hijo”- y entonces nos postremos de rodillas ante el Niño de Belén, porque no es un niño más, sino Dios hecho Niño; es Dios que se nos manifiesta no en el esplendor de su majestad invisible, sino en el esplendor de su majestad y gloria que son visibles bajo la forma de un niño humano.
Cuando contemplemos el pesebre, recordemos las palabras del Ángel pronunciadas a María, recordemos que el Niño de Belén es Dios Hijo encarnado y recordemos también que ese mismo Niño es el que, prolongando su Encarnación en la Eucaristía, se nos brinda todo Sí mismo como Pan de Vida eterna, como Pan Vivo bajado del cielo. Cuando contemplemos el pesebre, recordemos las palabras del ángel pronunciadas a la Virgen y no dudemos en acercarnos a Dios Niño, que viene a nosotros como Niño, para que no tengamos excusas de acercarnos a Él, ya que nadie tiene miedo de acercarse y tomar entre sus brazos a un niño recién nacido. Cuando contemplemos el pesebre, recordemos las palabras del Ángel y, postrados de rodillas, abracemos a Dios que se hace Niño por nuestra salvación.

lunes, 16 de diciembre de 2019

La virginal concepción del Niño de Belén



          El Evangelio describe a la perfección la concepción virginal del Niño de Belén: “María, desposada con José, antes de vivir juntos, esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo”. Con esta sola frase, queda descripta la concepción virginal de Jesús, como así también su condición divina, porque lo que es concebido por “obra del Espíritu Santo” no es otro que el Logos de Dios, el Hijo de Dios que se encarna en el seno virgen de María.
          En esta frase del Evangelio se encierran toda la esperanza del Adviento y toda la alegría de Navidad: los católicos no celebramos el nacimiento de un niño santo, ni siquiera el más santo de todos: celebramos el nacimiento del Dios Tres veces Santo, por quien es santo todo lo que es santo. Al contemplar al Niño de Belén, recordemos este párrafo del Evangelio, en donde radica toda nuestra esperanza de vivir algún día en el Reino de Dios y en donde se fundamenta la alegría de la Navidad, el acontecimiento más grandioso que la creación del Universo: la Encarnación y Nacimiento de Dios Hijo, que sin dejar de ser Dios, se hace Niño para salvarnos de nuestros tres grandes enemigos, el demonio, el pecado y la muerte y, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios por la gracia, hacernos herederos del cielo. La alegría de la Navidad se fundamenta en estas verdades de origen celestial, y no en motivos mundanos, banales y pasajeros, como los regalos y las fiestas.

martes, 25 de diciembre de 2018

Día 2 de la Octava de Navidad


"La adoración de los Reyes Magos"
(Roger van der Weyden)


(Ciclo C – 2019)

          Dios Hijo, encarnado por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María Santísima, luego de permanecer nueve meses en el vientre materno, nace milagrosamente en el Portal de Belén, dejando intacta la virginidad de su Madre, quien es para siempre Virgen y Madre de Dios. La Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios constituyen, para la Humanidad, el hecho más trascendente en toda su historia, de manera que no habrá, hasta el fin de la historia humana, es decir, hasta el Día del Juicio Final, un hecho más importante y trascendente que éste.
          ¿Qué significan la Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios?
El ingreso del Hijo de Dios como Niño humano en el tiempo y su Nacimiento en el Portal de Belén significa el inicio del fin para el imperio de las tinieblas y señala el principio del fin para el reinado del Príncipe de las tinieblas, Satanás, quien tenía cautiva a la humanidad desde la expulsión de Ada y Eva del Paraíso a causa del pecado original, porque ese Niño del Pesebre de Belén es el Mesías, quien vencerá a Satanás para siempre con su sacrificio en cruz en el Calvario.
El ingreso en el tiempo humano del Dios Eterno, el Verbo del Padre, y su Nacimiento como Niño humano en el Pesebre, hace dos mil años, significa para el hombre –para toda la humanidad, desde Adán hasta el último hombre nacido en el Día del Juicio Final- el fin del dominio de la muerte y el comienzo de una nueva vida, la vida de la gracia, que es participación a la vida de Dios Trino en el tiempo y glorificación del alma y del cuerpo en la vida eterna, para quien salva su alma e ingresa en el Reino de los cielos; significa el fin de la muerte, que domina a la humanidad desde la caída de Adán y Eva, porque el Niño de Belén, que es el Dios de la Vida y la Vida Increada en sí misma, ha venido para no solo derrotar a la muerte para siempre con su muerte sacrificial en cruz, sino para donar al hombre su misma vida divina, participada en el tiempo por la gracia santificante que se comunica por los sacramentos, y vivida en plenitud en la gloria del Reino de Dios, en la vida eterna.
La Encarnación y Nacimiento del Logos, la Sabiduría del Padre, que siendo engendrada en la eternidad, crea un cuerpo y un alma para unirlos a su Persona Santísima, la Segunda de la Trinidad, y así nacer como Niño humano en el tiempo, en el Portal de Belén, significa el fin del dominio del pecado sobre el hombre, pecado que se comunica por la generación humana y que desde la caída de Adán y Eva corrompe e infecta todo ser humano nacido bajo el sol, porque el Niño Dios, que es la Gracia Increada y la Santidad en sí misma, ha venido a esta tierra y ha ingresado en nuestras historia personal para destruir el pecado al precio de su Sangre Preciosísima derramada en la cruz, para limpiar nuestras almas de la mancha infecta del pecado, para lavar para siempre la inmundicia del pecado que contamina nuestras almas desde que somos engendrados y para además comunicarnos, con su Sangre Preciosísima derramada sobre nuestras almas en el Bautismo y en cada sacramento, sobre todo el sacramento de la Penitencia, su misma santidad, su misma filiación divina, para que libres de la  mancha del pecado, seamos convertidos en hijos de Dios, en templos del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad.
Cuando contemplemos al Niño del Pesebre, meditemos acerca de su significado y, postrados ante el Niño Dios, lo adoremos y le demos gracias por su Encarnación y Nacimiento, porque no hubo, no hay y no habrá, por los siglos de los siglos, un hecho más trascendente para la humanidad que la Navidad que la Iglesia celebra, extasiada de gozo y alegría.

sábado, 22 de diciembre de 2018

La verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena





(Ciclo C - 2018 – 2019)

         A medida que nos acercamos a la Navidad, la Iglesia ingresa en un clima de fiesta, pero a fin de no equivocarnos y cometer algo que no agrade a Dios, debemos reflexionar en qué es lo que entendemos cuando decimos que en Navidad “hacemos fiesta”. Ante todo, hay que decir que la Navidad es una fiesta, sí, pero espiritual, interior, dada por la gracia, que ilumina tanto al intelecto, como al corazón: al intelecto, para hacerle saber que el Niño que nace en Belén no es un niño más entre tantos, sino el Verbo Eterno del Padre encarnado, que viene a este mundo para ofrecerse como Víctima Inmolada en la cruz para no solo derrotar a los tres grandes enemigos de la humanidad –el pecado, la muerte y el demonio-, sino para concedernos su gracia, convertirnos en hijos adoptivos de Dios y así conducirnos al Reino de los cielos. La voluntad -o el corazón- a su vez, es iluminado por la gracia, para que el alma sea capaz de no solo contemplar con el intelecto esta verdad sobrenatural de la Encarnación y Nacimiento del Verbo de una Madre Virgen, sino también para que con su corazón ame este misterio y por la conjunción de lo contemplado en el intelecto y lo amado por el corazón, se alegre y exulte de alegría. Es decir, la alegría navideña se origina, no en el mundo exterior, sino en lo alto, por acción de la gracia que, iluminando la inteligencia y la voluntad, permite la alegría sobrenatural del alma, la cual la lleva a hacer “fiesta”, que es, ante todo, espiritual y sobrenatural.
En esto consiste la alegría y el motivo y la causa de hacer fiesta; por este hecho es que el cristiano se alegra en Navidad y “hace fiesta”. Pero no es una fiesta mundana, pagana, puramente exterior y por motivos mundanos: es una fiesta interior, espiritual, sobrenatural, concedida por la gracia y esta fiesta está y consiste, ante todo y en primer lugar, en la Santa Misa de Nochebuena, porque allí, por la liturgia eucarística, la Iglesia como Esposa y como Cuerpo Místico de Cristo, no solo recuerda, sino que participa del Nacimiento del Niño Dios. Por la Santa Misa de Nochebuena la Iglesia no sólo recuerda el Nacimiento, sino que está frente a Él, superando misteriosamente el tiempo y el espacio; por la Santa Misa de Nochebuena la Iglesia no sólo recuerda y está frente al misterio del Nacimiento, sino que participa de Él, por el misterio de la acción del Espíritu Santo. Participa del Nacimiento porque nace su Cabeza, la Cabeza del Cuerpo Místico de la Iglesia, Cristo Jesús.
Éste es el motivo de la alegría y de la fiesta, y es algo que debemos tener muy en claro, para no paganizar la Navidad, para no convertirla en una mera ocasión de una fiesta al mejor estilo pagano. Muchos cristianos “hacen fiesta” en Navidad, pero es una fiesta que nada tiene de espiritual y de sobrenatural, porque se trata de una fiesta mundana, pagana, hedonista. Nada tienen que ver las modernas celebraciones de la Navidad, con alcohol, música, bailes, fuegos artificiales, con la verdadera fiesta de la Navidad, que es la Santa Misa de Nochebuena.
Si no se considera a la Santa Misa de Nochebuena como la verdadera fiesta de Navidad –espiritual, interior, sobrenatural-; si no se contempla la escena del Pesebre en el altar eucarístico, en la celebración eucarística; si no se adora al Niño que prolonga su Encarnación y actualiza su Nacimiento en la Eucaristía, no tiene sentido hacer fiesta y mucho menos, una fiesta pagana. El misterio de la actualización del Nacimiento en la Santa Misa de Nochebuena, su contemplación y adoración del Niño que está en la Eucaristía, es lo que da sentido a la fiesta cristiana, que consiste en una celebración alegre, de estilo familiar, con comidas más elaboradas que la comida cotidiana y en un ambiente de alegría familiar.
Festejar, tal como lo hace el mundo, prescindiendo de la Santa Misa de Nochebuena, y festejar mundanamente, con música estridente, con bailes indecentes, con alcohol, con pirotecnia, nada tiene que ver con la Navidad cristiana y quien hace esto, celebra una Navidad pagana, que ofende a Dios. Para quien prescinde de la fiesta y de la alegría que es la Santa Misa de Nochebuena, es mejor entonces que directamente no se celebre ni festeje la Navidad, porque el festejo de la Navidad tal como lo hace el mundo de hoy consistente en banquetes, música estridente, bailes indecentes, fuegos artificiales, llevados a cabo en lugares inmorales ofende a Dios, porque la Navidad así vivida se convierte en ocasión de burla, profanación y sacrilegio del Nacimiento. Quien festeja la Navidad así, con un festejo mundano y pagano, es mejor que no lo haga, que no festeje la Navidad, para que Dios no sea ofendido. El verdadero festejo espiritual, interior, sobrenatural, dado por la gracia, en el que el alma se alegra porque ha nacido el Redentor y porque participa del Nacimiento milagroso del Salvador del mundo, el Niño Dios, es la Santa Misa de Nochebuena.

jueves, 14 de diciembre de 2017

“Juan vio a Jesús (…) y dijo: “....A éste me refería yo cuando dije: -Detrás de mí viene uno que (…) existía antes que yo”


(Domingo III - TA - Ciclo B - 2017 – 2018)

“Juan vio a Jesús (…) y dijo: “....A éste me refería yo cuando dije: -Detrás de mí viene uno que (…) existía antes que yo Juan” (cfr. Jn 1, 6-8.19-28). Es importante saber quién es aquel a quien Juan el Bautista precede y señala como el Mesías, porque es el mismo que ha de venir para Navidad y es el mismo que ha de venir al Fin de los tiempos. La pregunta acerca de “quién es”, es fundamental, porque no es lo mismo, en absoluto, si se trata de un simple hombre, santificado por la gracia de Dios que obra en él, o de alguien que es más que un hombre santo, porque es la Gracia Increada en sí misma.
¿Quién es, entonces, aquel a quien Juan el Bautista señala, el que ha de venir, por el misterio de la liturgia, para Navidad, como un Niño, el que vendrá al Fin de los tiempos para juzgar a la humanidad? Aquel a quien señala Juan –dice la Liturgia Latina[1]-, “existe –ES- antes que él, porque es Dios Eterno, Dios Tres veces Santo, encarnado en una naturaleza humana; es el Hombre Jesús de Nazareth, que es Dios Hijo Eterno del Padre al mismo tiempo, porque ha unido a su Persona divina, hipostáticamente, a esa naturaleza humana, en el momento de la Concepción y Encarnación por el Espíritu Santo, convirtiendo la Humanidad de Jesús de Nazareth en la Humanidad Santísima del Verbo de Dios.
Aquel a quien señala el Bautista, que a los ojos del cuerpo parece un hombre como todos los demás, es Jesús de Nazareth, la Sabiduría Eterna de Dios, que brotando de los labios del Altísimo, desde toda la eternidad, abarca los cielos eternos y todo lo ordena con firmeza y suavidad, mostrándonos en Él mismo la salvación, porque Él es el único Camino de salvación que conduce al seno eterno del Padre.
Aquel a quien señala el Bautista, que a los ojos de los hombres nació como un Niño en Belén, es el Hijo de María Virgen, el Hijo de Dios, la Sabiduría del Dios Altísimo encarnada y manifestada a los hombres como Niño Dios, que en el Pesebre abre los brazos en cruz, para indicarnos el camino de la salvación, la Santa Cruz de Jesús.
Aquel a quien señala el Bautista es el Dios Altísimo, Adonai, el Pastor Eterno de la Casa de Israel, la Puerta de las ovejas, que guarda a las almas de los hombres de las garras del Lobo infernal; es el Que Es, Yahvéh, el Dios que se manifestó a Moisés en la zarza ardiente en el Sinaí para darle su Ley; es el Dios que con su gracia graba a fuego la Ley de Dios en nuestras almas, y es el Dios al que le imploramos que nos salve con el poder de su brazo.
Aquel a quien señala el Bautista, cuyo Nacimiento en Belén es conmemorado por la Iglesia en Navidad por medio de un memorial litúrgico que hace presente el misterio pascual recordado, es “el Renuevo del tronco de Jesé”, el Rey de reyes y Señor de señores, que se eleva sobre la Cruz como un signo para los pueblos, ante quien “los reyes enmudecen y cuyo auxilio imploran las naciones”, y al cual suplicamos, desde lo más profundo de nuestras almas: “¡Ven a librarnos, Señor Jesús, no tardes más!”.
Aquel a quien el Bautista señala es “el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin, el que estaba muerto en el sepulcro por tres días, pero ahora vive, glorioso y resucitado para siempre; es la “Llave de David y el Cetro de la casa de Israel”, el que abre las puertas del Cielo con su Sangre y nadie puede cerrar; el que cierra las puertas del Infierno con su Cruz y nadie puede abrir; es Aquel a quien le imploramos, por su gran misericordia, que venga a librarnos a los hombres, que vivimos “cautivos en tinieblas y en sombra de muerte”.
Aquel a quien el Bautista señala es el “Sol que nace de lo alto”, Jesucristo, Sol de justicia, “Resplandor de la luz eterna” del Padre; Luz de Luz, que irradia la luz de su gloria desde la Eucaristía y como un sol de gracia infinita, ilumina la oscuridad de las mentes y corazones de quienes se postran ante Él en la adoración eucarística.
Aquel a quien el Bautista señala es el “Rey de las naciones y Deseado de los pueblos, Piedra angular de la Iglesia”, que con su Cruz derriba el muro de odio que separa a los pueblos entre sí desde el pecado de Adán y Eva, y con su Sangre hace de los enemigos irreconciliables, hijos adoptivos de Dios que se unen a su Cuerpo Místico por el Divino Amor, el Espíritu Santo; es el que convierte al hombre, formado del barro de la tierra, en templo del Espíritu Santo y morada de Dios Uno y Trino.
Aquel a quien el Bautista señala es el “Emmanuel”, Dios con nosotros, Dios venido al mundo como Niño, que prolonga su Encarnación en su Venida Eucarística, para comunicarnos de su gracia y de su vida eterna; es el Rey y Legislador nuestro”, la esperanza de las naciones y el Salvador de los pueblos, al cual imploramos suplicantes: “¡Ven a salvarnos, Señor Dios nuestro, Tú que habitas en el Cielo, en la Cruz y en la Eucaristía”.
Aquel a quien el Bautista señala, como Quien Es desde toda la eternidad, es el mismo que, con su Cuerpo glorioso y resucitado, con su Sangre Preciosísima, con su Alma Santísima, con su adorabilísima Divinidad y con todo el Amor de su Sagrado Corazón, está Presente en Persona, con su Acto de Ser divino trinitario, en la Eucaristía, y Es a Quien la Iglesia, cuando el sacerdote hace la ostentación de la Hostia recién consagrada y la muestra al Nuevo Pueblo Elegido, lo llama: “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Jesús en la Eucaristía es Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que borrándonos los pecados al precio de su Sangre Preciosísima, nos concede la gracia de la divina filiación por el Bautismo sacramental, la misma filiación divina con la cual Él es Dios Hijo desde toda la eternidad. Así como en el desierto Juan el Bautista dio testimonio de Jesús de Nazareth, el Cordero de Dios, así nosotros estamos llamados a dar, en el desierto de la vida y de la existencia humana, testimonio de Jesús Eucaristía, el Cordero de Dios.



[1] Cfr. Liturgia latina, Antífonas del Magníficat de los días 17 al 23 de diciembre. Referencias bíblicas: Dt 8, 5; Prov 8, 22s; Hb 1,4; Éx 20; Is 11, 10; 52, 15; 22, 22; 42,7; Lc 1, 78; Mal 3, 20; Ag 2, 7 Vulg; Is 28, 16; Ef 2, 14; Gn 2,5; Is 7, 14.

viernes, 8 de diciembre de 2017

“Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”


(Domingo II - TA - Ciclo B - 2017 – 2018)

“Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos” (Mc1, 1-8). Juan el Bautista anuncia la Llegada del Mesías y la necesidad, por lo tanto, de preparar el corazón para esta venida, siendo por lo tanto la conversión el eje central de su prédica. Es a la conversión del corazón a lo que el Bautista hace referencia, cuando dice: “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. Como último profeta del Antiguo Testamento, que precede inmediatamente al Mesías, el Bautista sabe que el Mesías ya está entre los hombres, pero para poder recibirlo, a Él y a su Evangelio, el alma debe purificarse de todo lo malo, de todo lo mundano, de todo lo que la separa de Dios. Dios es santidad infinita e increada, el hombre es “nada más pecado”, por lo que, para recibir al Mesías, Fuente de la santidad, el hombre debe despojarse del pecado, de ahí la insistencia del Bautista acerca de la necesidad de conversión del corazón.
El corazón sin convertir es como el girasol durante la noche: así como el girasol está inclinado hacia el suelo, con su corola cerrada, así el corazón sin la conversión, está cerrado a la gracia divina, al tiempo que está apegado a las cosas de la tierra. El corazón sin conversión, aun si viene a Misa, comulga, se confiesa, es un corazón apegado a su propio juicio y no al juicio y a los Mandamientos de Cristo; es un corazón que piensa solo en las cosas terrenas, mundanas y carnales, sin pensar nunca en la vida del espíritu y en la eterna bienaventuranza que espera a los buenos, más allá de esta vida. Es así que su corazón es sinuoso, porque vive en la mentira y el engaño; presenta valles y montañas, es decir, se deja llevar por la pereza espiritual y por la soberbia, los dos grandes pecados de los cuales surgen todos los demás pecados y todos los vicios del hombre. El tiempo de Adviento es por lo tanto tiempo propicio para la conversión del corazón, para que el corazón, despegándose de las cosas terrenas, eleve su mirada al cielo, así como el girasol, cuando despunta la Estrella de la mañana anunciando la llegada del sol y del nuevo día, así el corazón, con la intercesión de María, Estrella de la mañana, Mediadora de todas las gracias, recibiendo la gracia de la conversión, eleve su mirada al cielo, en donde resplandece Jesús Eucaristía, Sol de justicia. Y de la misma manera a como el girasol sigue al sol en su movimiento sobre el cielo, así el alma no debe dejar de contemplar a ese Sol del cielo, que es Jesús Eucaristía, por medio de la adoración eucarística.
Entonces, durante la segunda semana de Adviento, la liturgia nos invita al arrepentimiento y al cambio de vida –dejar de vivir como hijos de las tinieblas para vivir como hijos de la luz, o bien dejar de vivir en la tibieza, para vivir en el fervor de la santidad-, por medio del llamado del Bautista: “Preparen el camino, Jesús llega”. El Mesías que viene es Dios Tres veces Santo, por eso el alma debe santificarse para su venida y el movimiento previo a la santificación es la conversión, es decir, el desapegarse de esta vida terrena, para elevar la vista del alma a Jesús en la Cruz y en la Eucaristía. Es para la preparación de esta Venida de Dios, que la Iglesia destina el tiempo de Adviento[1].
Al hablar del Adviento, San Cirilo de Jerusalén decía: “Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola -dice-, sino también una segunda, mucho más magnífica que la anterior”. Y continúa con la contraposición de estas dos venidas: “En la primera venida fue envuelto con pajas en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz como vestidura. En la primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia; en la otra vendrá glorificado y escoltado por un ejército de ángeles”. Para estas dos venidas o advientos –para la conmemoración litúrgica de la primera, es decir, Navidad, y para esperar la Segunda Venida en la gloria-, necesitamos convertirnos, aunque también necesitamos convertirnos para un “tercer adviento”, que sucede de modo milagroso, en cada Santa Misa. Veamos en qué consiste este tercer adviento: parafraseando a San Cirilo, nosotros podemos agregar una tercera, intermedia, que se da en la Eucaristía: allí, Jesús viene desde el cielo hasta el altar eucarístico; viene glorioso y resucitado, aunque misteriosamente, renueva también su sacrificio en la cruz; viene oculto en apariencia de pan, pero viene, porque eso que parece pan ya no lo es, porque es Él en Persona, el mismo Dios que vino en Belén, y el mismo Dios que vendrá al fin del mundo para juzgar a la humanidad, es el mismo Dios que viene a nosotros por la Eucaristía. Sobre el altar, Jesús renueva su sacrificio en cruz, pero lo que comemos no es la carne de su Cuerpo muerto en el Calvario, sino la carne gloriosa y resucitada de su Cuerpo glorioso en el Día Domingo; baja al altar rodeado de la corte celestial de ángeles y santos, corte a cuya cabeza está la Reina de cielos y tierra, María Santísima. Para esta Venida Intermedia, en la Eucaristía, también necesitamos convertirnos y vivir en gracia, única forma en que recibiremos al Señor de forma digna y con el amor que Él se merece, en nuestros corazones.
  “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. Por último, ¿de qué manera cumplir con el pedido del Bautista, de “allanar los senderos” para el Señor que viene? ¿Qué es lo que debemos hacer en el Adviento, de modo tal que nuestras almas sean capaces de vivir una Navidad cristiana y no pagana, es decir, una Navidad en donde el centro es Papá Noel, lo que importa es la comida y los regalos y no el esperar y recibir a Dios hecho Niño? Para vivir un Adviento de modo tal de preparar adecuadamente el espíritu para la Venida del Señor y evitar así una Navidad pagana, debemos meditar con viva fe y con ardiente amor el gran beneficio de la Encarnación del Hijo de Dios, es decir, debemos recordar que la Navidad no es lo que nos dicen los medios, sino lo que nos enseña la Iglesia: la conmemoración y el memorial, por la liturgia eucarística, de la Primera Venida del Redentor; reconocer nuestra miseria y la suma necesidad que tenemos de Jesucristo y por lo tanto, la necesidad que tenemos de hacer penitencia, para reparar nuestros pecados y los de nuestros hermanos; suplicarle a María Santísima que convierta a nuestros corazones en otros tantos pesebres, en donde el Señor venga a nacer y crecer espiritualmente en nosotros con su gracia; prepararle el camino con obras de misericordia, con oración y frecuencia de los Santos Sacramentos; meditar y reflexionar en la Verdad de Fe que significa su Segunda Venida, en la cual no vendrá como Dios Misericordioso, sino como Justo Juez, y para ese entonces, deberemos tener las manos llenas, no de oro y plata, sino de obras meritorias para el cielo, así como el corazón con amor a Dios y al prójimo, de manera tal que podamos atravesar el Juicio Particular y el Juicio Final, para poder pasar a gozar del Reino de Dios.



[1] En cuanto tiempo litúrgico, el Adviento se divide en dos partes: Primera Parte del Adviento: desde el primer domingo al día 16 de diciembre, con marcado carácter escatológico, mirando a la venida del Señor al final de los tiempos; Segunda Parte: desde el 17 de diciembre al 24 de diciembre, es la llamada Semana Santa de la Navidad y se orienta a preparar más explícitamente a la conmemoración -por el misterio de la liturgia eucarística, que hace presente la realidad conmemorada- la Primera Venida de Jesucristo en las historia, su Nacimiento en Belén. Con respecto a qué tipo de venida, el Adviento se divide en cuatro “formas” de Adviento: Adviento Histórico: es la espera en que vivieron los pueblos que ansiaban la venida del Salvador. Va desde Adán hasta la Encarnación, abarca todo el Antiguo Testamento; Adviento Místico: es la preparación moral y espiritual, por la gracia, del hombre de hoy a la Venida del Señor. El hombre se santifica para aceptar la salvación que viene de Jesucristo; Adviento Escatológico: es la preparación a la llegada definitiva del Señor, al final de los tiempos, cuando vendrá para coronar definitivamente su obra redentora, dando a cada uno según sus obras. El término mismo “Adviento” admite una doble significación: puede significar tanto una venida que ha tenido ya lugar como otra que es esperada aún, es decir, significa presencia y espera. En el Nuevo Testamento, la palabra griega equivalente es “Parousia”, que puede traducirse por venida o llegada, pero que se refiere más frecuentemente a la Segunda Venida de Cristo, al día del Señor. 

martes, 3 de enero de 2017

Infraoctava de Navidad 5 2016


         El canto de los ángeles expresa la esencia de la Navidad: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). El Nacimiento del Niño Dios en la tierra glorifica a Dios en el cielo, porque el Niño Jesús es la gloria de Dios manifestada en forma de Niño humano, revelada en la tierra como naturaleza humana y es por eso que el que glorifica al Niño Dios en la tierra, glorifica al mismo tiempo a ese mismo Dios que está en el cielo.
         El Nacimiento del Niño Dios trae la paz a los hombres de buena voluntad, a aquellos que lo aceptan así como viene a la humanidad: encarnado en la naturaleza humana, asumiendo en su Persona Divina a la naturaleza humana, para redimirla, santificarla y elevarla a la dignidad inapreciable de hijos de Dios a todos los hombres que lo reciban con fe y con amor. La paz que trae este Niño y que es la que cantan los ángeles, no es la paz mundana, sino que es la paz de Dios, porque este Niño, ya desde la Encarnación, al asumir la naturaleza humana en su Persona Divina –la Segunda de la Trinidad-, comenzó la Redención, la cual habría de consumar en la Cruz, al entregar su Cuerpo y derramar su Sangre en el Monte Calvario. Y con la Redención, con el perdón de los pecados, obtenido al precio de la Sangre y la Vida de Jesús crucificado, el hombre alcanza la paz de Dios, la verdadera y única paz que puede sosegar su espíritu, revuelto e inmerso en la oscuridad espiritual desde el pecado original de Adán y Eva, porque la Sangre del Redentor, al caer sobre el alma del hombre, no solo le quita aquello que lo enemistaba con Dios, el pecado, sino que le concede además la gracia santificante que lo convierte en hijo adoptivo de Dios, y por la gracia, el alma del hombre se llena de una paz nueva, desconocida, que es la Paz de Dios o, más bien, se “llena” su alma –por así decir- de Dios, que es la Paz Increada en sí misma.

         “La paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo” (Jn 14, 27). La paz que viene a traer este Niño Dios, nacido en Belén del seno virgen de María Santísima, es una paz que no es la paz mundana, sino la paz que todo hombre anhela, la paz que viene al alma por la gracia santificante, que colma el alma con Presencia de Dios Uno y Trino.