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viernes, 4 de abril de 2025

“Yo tampoco te condeno; vete y no peques más”

 


(Domingo V - TC - Ciclo C - 2025)

         “Yo tampoco te condeno; vete y no peques más” (cfr. Jn 8, 1-11). Los fariseos llevan ante Jesús a una mujer acusada de adulterio, invocando para esto la ley de Moisés. Frente al pedido de lapidar a la mujer, Jesús no responde ni afirmativa ni negativamente: simplemente les dice que, si alguien está libre de pecado, que arroje la primera piedra. Debido a que todos saben que nadie está libre de pecado, los fariseos se retiran del lugar, sin hacer daño a la mujer. Finalmente, Jesús perdona los pecados de la mujer y la deja ir, no sin antes advertirle que “no vuelva a pecar”.

         En este pasaje evangélico hay muchas enseñanzas. Por una parte, se pone de manifiesto la rigurosidad farisaica, que no deja pasar una falta grave sin castigo, pero al mismo tiempo, se pone de manifiesto la hipocresía de los fariseos, porque si bien por un lado quieren castigar a quien ha cometido un pecado, por otro lado, pasan por el alto el hecho de que ellos mismos son pecadores, del mismo o mayor tenor que el de la mujer pecadora.

En este grupo nos podemos ver reflejados nosotros mismos, toda vez que con nuestra falta de caridad y de misericordia lapidamos la fama de nuestro prójimo con habladurías y falsedades, sin tener en cuenta además que nosotros mismos somos tanto o más pecadores que el prójimo al cual tan ligeramente criticamos. A esto se le agrega un hecho más grave y es el de colocarnos en el lugar de Dios, quien es el Único que puede juzgar las conciencias. Cada vez que nos comportamos así, es decir, cada vez que lapidamos sin misericordia a nuestro prójimo con nuestra lengua, criticándolo y juzgándolo en su intención, somos idénticos a los fariseos.

Con este episodio queda patente la insuficiencia de la Ley Antigua, porque al señalar el pecado, pretendía castigar al pecado mediante la justicia, pero era una justicia meramente exterior: el ejemplo está en el caso del Evangelio de la mujer adúltera; una vez señalado el pecado, se pretendía hacer justicia, pero la justicia consistía en eliminar físicamente al que había pecado, con lo cual se eliminaba al pecador pero no al pecado, puesto que el pecado seguía arraigado en lo más profundo del corazón humano. En otras palabras, mediante la justicia, se eliminaba al pecador pero no al pecado, ya que este se encuentra arraigado en lo más profundo del ser de todo hombre, tanto del que aplica la Ley como de aquel recibe el castigo. Así vemos cómo la Ley de Moisés, si bien señalaba el pecado, era incapaz de corregirlo, era incapaz de quitarlo, porque el mal seguía arraigado en el corazón humano, del mismo modo a como la mala hierba se arraiga entre el césped.

Por el contrario, la Nueva Ley de Jesucristo, la ley de la gracia, obtenida al precio de su Sangre derramada en la cruz, no obra exteriormente, sino en lo más profundo del ser del hombre, arrancando de raíz esa mala hierba que es el pecado y haciendo germinar la semilla de la vida divina, la vida de la gracia santificante.

A diferencia de la Ley Antigua, que no poseía la gracia, la Nueva Ley actúa penetrando en lo más profundo del espíritu del hombre por medio de la gracia divina, la cual disuelve y hace desaparecer en un instante esa peste espiritual que es el pecado.

La esencia de la Nueva Ley es la gracia, la cual arranca de raíz y destruye el mal que anida en el corazón humano, sin dejar rastro de él, así como se disipa al viento una ligera columna de humo negro en una mañana de cielo despejado. Desde Adán y Eva el mal, en forma de pecado, anida en lo más profundo del corazón del hombre como una mancha negra y pestilente, de la cual brotan “toda clase de males” espirituales, tal como lo señala Nuestro Señor Jesucristo: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7, 21-23).

Sin la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, obtenida al precio altísimo de su Sangre derramada en la Cruz, el corazón del hombre es una piedra ennegrecida, una oscura y fría caverna de la cual brotan toda clase de maldades, ninguna de las cuales podía, de ninguna manera, la Ley Antigua, lograr la erradicación y purificación del corazón.

Por el contrario, la Nueva Ley de Jesucristo, la Ley de la Gracia Santificante, es infinitamente superior a la Ley Antigua, puesto que logra lo que esta no puede hacer: transformar por completo lo más profundo del ser del hombre, sanándolo de raíz, en su acto de ser; la gracia obra sobre el ser, es decir, a nivel ontológico, a nivel de naturaleza y no simplemente a nivel moral; la gracia obra una verdadera conversión porque hace partícipe al alma de la naturaleza divina y esto sucede a nivel ontológico, lo cual se traduce luego a nivel ético, moral o de comportamiento, pero la transformación moral o conversión cristiana se basa en la participación a nivel ontológico, lo cual solo es posible por la acción de la gracia. Y es esta participación en la naturaleza divina la que sana, restaura, transforma y, todavía más, diviniza, al corazón del hombre, convirtiéndolo en un corazón nuevo, un corazón que es una copia viviente, una imitación y una prolongación del Sagrado Corazón del Hombre-Dios Jesucristo, un corazón que paulatinamente, por la acción de la gracia, va dejando de ser simplemente humano, para ser cada vez más divino. Todo esto, no lo podía hacer de ninguna manera la Ley Antigua, la cual solo era una figura de la Ley Nueva; por esta razón la Ley Antigua se limitaba a quitar físicamente al pecador -como en el caso de la mujer adúltera-, pero dejando al pecado enraizado en el corazón de todos y cada uno de los hombres -como en el caso de los fariseos que acusan a la mujer adúltera-. La Ley Antigua ofrecía a Dios sacrificios de animales, pero estos sacrificios eran absolutamente incapaces de transformar el corazón humano, al ser incapaces de quitar el pecado; la Nueva Ley, por el contrario, al estar sellada con la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, sacrificado en el Altar de la Cruz, en el Calvario, de una vez y para siempre y renovado este Santo Sacrificio cada vez, incruenta y sacramentalmente, en el Altar del Sacrificio, en la Santa Misa, al ser derramada sobre los corazones de los hombres, disuelve sus pecados, quita los pecados de los corazones, purifica los corazones manchados por el pecado, los santifica con la Sangre del Cordero y así santificados con esta Sangre Bendita y Preciosísima, los convierte en imágenes vivientes y palpitantes del Corazón del Cordero, del Corazón de Jesús, el Cordero de Dios, que late en la Eucaristía.

Según se relata en el Antiguo Testamento, Moisés, por orden divina, sacrificaba los corderos en el altar y luego esparcía la sangre de los corderos sacrificados sobre el pueblo (cfr. Éx 24, 8), lo cual significaba que Dios perdonaba los pecados del pueblo; sin embargo, la sangre de estos animales no podía de ninguna manera perdonar los pecados, por lo que el gesto de Moisés era únicamente externo y simbólico y un anticipo y figura de lo que habría de ser donado en la Nueva Ley. Y lo que es donado en el Nuevo Testamento y que sí perdona los pecados, porque efectivamente quita los pecados del mundo y del corazón del hombre, es la sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, Sangre que brota, como de su fuente, de sus heridas abiertas y de Su Corazón traspasado en la cruz, para caer en las almas de los hombres y perdonarles sus pecados, sus muchos pecados, todos sus pecados, por abundantes y enormes que sean. La Sangre del Cordero de Dios, mediante la cual el Padre nos perdona, se derrama en el altar de la cruz y se renueva su efusión en la cruz del altar, porque así Dios Trino sella su pacto de amor misericordioso con los hombres, un pacto por el cual nosotros como Iglesia le ofrecemos el Cordero del Sacrificio y Él a cambio derrama sobre nosotros la Sangre del Cordero, Sangre por la cual Dios disuelve nuestros pecados, así como el humo negro se disuelve en el aire fresco de una mañana soleada y límpida.

Cuando condenamos y lapidamos a nuestro prójimo, haciendo resaltar sus defectos, haciendo caso omiso del enorme mal que anida en nuestros corazones, nos identificamos con los fariseos del Evangelio, prontos a condenar al prójimo, pero interiormente ciegos, compasivos e indulgentes con nuestras propias maldades. Antes de condenar a nuestro prójimo, deberíamos tener presente siempre esta escena evangélica y sobre todo las palabras de Jesús: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Antes de condenar al prójimo, antes de hablar del prójimo, deberíamos decir nosotros, de nosotros mismos: “Si estoy libre de pecado, entonces podría condenar a mi prójimo, pero como no estoy libre de pecado, no condeno a mi prójimo, y repito en cambio las palabras de Jesús: ‘Yo no te condeno’”.

Pero no solo en los fariseos debemos vernos representados, sino también en la mujer pecadora, porque en la mujer pecadora está representada la humanidad caída en el pecado y pecadora y nosotros no somos, de ninguna manera, la excepción. Nuestro objetivo, como cristianos, como imitadores de Cristo, es precisamente imitar a Cristo, es decir, no es ser, ni fariseos, ni quedarnos en el pecado, como la mujer pecadora antes de su encuentro con Jesús: nuestro objetivo en esta vida terrena es recibir el perdón de Cristo, arrepentirnos de nuestros pecados, y tratar de imitar la bondad y la misericordia que Jesús tiene con la mujer al perdonarle sus pecados.

En el perdón de Jesús vemos en acción a la Divina Misericordia, que en vez de condenar y sumarse al castigo de la mujer pecadora, no solo no la castiga, sino que la perdona. Así está prefigurado en esta escena el Sacramento de la Confesión, porque el perdón de Cristo a la mujer pecadora es el perdón que da Dios al alma a través del sacerdote ministerial en el sacramento de la confesión.

La Presencia del Sumo Sacerdote Jesucristo se actualiza en el Sacramento de la Confesión, quitando al alma sus pecados y así el corazón del pecador, que antes de la confesión era un corazón ennegrecido por el mal, por el sacramento de la confesión es purificado, limpio, sano, y convertido en una copia humana del Corazón del Salvador, haciéndose realidad la Palabra de Dios revelada en el profeta Isaías: “Aunque vuestros pecados fueren como la grana, quedarán blancos como la nieve. Y si fueren rojos como el carmesí, quedarán como lana (cfr. 1, 18)”.

No estamos en esta vida para ser, ni fariseos injustos, ni tampoco pecadores; estamos en esta vida terrena para ser, para nuestros prójimos, una copia viviente del Corazón de Jesús; nuestro corazón no solo no debe reflejar nuestro “yo” egoísta, el cual debe desaparecer para siempre, sino que debe reflejar la bondad, la misericordia, la compasión, la caridad, del Corazón de Jesús, pero, como dice Jesús: “Nada podéis hacer sin Mí”, por lo que esa tarea de transformar nuestro corazón en una copia del Corazón de Jesús, se realiza por dos sacramentos: la confesión sacramental y el sacramento del altar, la Eucaristía.

Por el sacramento de la confesión, nuestro corazón se purifica y santifica; por la Eucaristía, recibimos al Sagrado Corazón, que se funde en un solo corazón con el nuestro. Solo así estaremos en grado de imitar a Jesús, de obrar con nuestro prójimo lo que Jesús obra con la mujer pecadora: perdonar y amar, amar y perdonar.

 


sábado, 31 de agosto de 2024

“Este pueblo me honra con los labios, pero no con su corazón”

 


(Domingo XXII - TO - Ciclo B - 2024)

         “Este pueblo me honra con los labios, pero no con su corazón” (cfr. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23). Para contestar el falso reclamo de los fariseos acerca de por qué sus discípulos no se lavan las manos antes de comer, Jesús cita al Profeta Isaías, con lo cual los acusa implícitamente a los fariseos de hipocresía, porque estos pretenden mostrar que rinden culto a Dios, pero en sus corazones no hay amor a Dios, sino solo apego a sus tradiciones humanas: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí”. Precisamente, la hipocresía es decir una cosa mientras se piensa o desea otra opuesta a lo que se dice. En este caso, su Pueblo dice una cosa, esto es, proclama que honra a Dios -“me honra con sus labios”- pero en realidad piensa y desea otra cosa distinta en su corazón -“está lejos de Mi corazón”-.

         Ahora bien, siendo Jesús el mismo Dios en Persona, a quien los fariseos decían honrar, conoce a la perfección sus corazones y esa es la razón por la que cita al Profeta Isaías: Jesús no solo pretende denunciar la hipocresía de los fariseos, sino que pretende algo mucho más profundo y es el reclamar por sus derechos, es decir, por los Derechos de Dios: siendo Él Dios Hijo en Persona, tiene derecho a ser honrado, amado, adorado y alabado, antes que exteriormente, con palabras, primero desde lo más profundo del corazón del hombre, de todo hombre, puesto que Él es Nuestro Creador, Nuestro Redentor, Nuestro Santificador. Al citar al Profeta Isaías, Jesús hace un reclamo por los Derechos de Dios, los Derechos Divinos, y el primer derecho de Dios es el de ser conocido, amado y adorado por todos los hombres, empezando por aquellos a quienes Él mismo ha elegido para ser, precisamente, su Pueblo Elegido. Pero al descender a la tierra desde el seno del Padre, Dios Hijo se encuentra con la noticia de que quienes deben adorarlo y amarlo “en espíritu y en verdad”, desde lo más profundo del ser, solo lo hacen exteriormente, es decir, de los labios para afuera, pero en sus corazones no solo no hay amor a Dios, sino que solo hay hipocresía, cinismo, falsedad, podredumbre espiritual, tal como Él mismo lo denuncia: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos (…) que sois como sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, pero llenos de podredumbre y de huesos de muertos por dentro!”.

         En una época en la que se reivindican los “derechos humanos” en exclusiva y solo para un sector ultra-ideologizado como lo es la extrema izquierda en la clase política y el progresismo-modernismo a nivel eclesiástico, resulta un tanto extraño hablar de los “Derechos de Dios”, pero cuando vemos cómo es la realidad, que el hombre no se explica sin la referencia a Dios, resulta que no existen “derechos humanos” si antes no se explicitan y ponen por encima los Derechos de Dios y cuando se explicitan los Derechos de Dios, nos damos cuenta que los tan declamados “derechos humanos” de la izquierda atea y comunista, son solo fantasías malvadas pergeñadas por los hombres y azuzadas por el ángel caído.

         Frente a los hombres que exigen falsos “derechos humanos”, porque estos no existen si no se reconoce a Dios en primer lugar, Jesús exige el derecho divino que Él, en cuanto Dios, posee sobre los hombres: Él tiene derecho a ser honrado, alabado, amado y adorado no solo por su pueblo, sino por toda la humanidad, más allá de su sacrificio, por el solo hecho de ser Él Quien Es, Dios de infinita majestad y bondad. Y ese reclamo de Jesús no se limita al Pueblo Elegido, sino que se extiende a la Iglesia y a toda la humanidad de todos los tiempos, una alabanza y adoración que se debe expresar en el corazón primero y luego en las obras y por último en las palabras.

         Desde antes de la Venida de Cristo, el Pueblo Elegido había reemplazado el principal mandamiento, “Amar a Dios” por “doctrinas humanas”, lo cual se traduce en el reemplazo del Amor a Dios, de la misericordia y de la fidelidad a Dios, por ritos externos inventados por hombres como la ablución de manos. Jesús revela que eso es lo que ofende a Dios, porque en el corazón del hombre, en vez de amor a Dios, solo hay maldad, la cual se expresa en una enormidad de pecados, que son los que manchan al hombre: idolatría, asesinatos, fornicación, envidia, soberbia y toda clase de maldades. Jesús denuncia que es eso lo que mancha al hombre: no la contaminación ambiental, sino la contaminación del corazón con el pecado, que hace brotar toda clase de obras malas desde lo más profundo del corazón del hombre, quien así se asocia al ángel caído en su ofensa infernal a Dios.

         Pero no solo el antiguo Pueblo Elegido ofende a Dios, sino también el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, toda vez que estos prefieren los atractivos vacíos del mundo antes que su Presencia Sacramental en la Eucaristía. Al desplazar a Dios de su corazón, el hombre se cubre solo de oscuridad, las cuales se expresan en toda clase de actos malos, como los que denuncia Jesús: discordia, guerras, aborto, eutanasia, leyes contra la naturaleza, codicia de dinero, de fama, de poder y muchas otras maldades más.

         Solo existe un remedio para que el corazón del hombre se purifique de sus maldades y es la gracia santificante que otorgan los Sacramentos; sólo así, cuando el corazón del hombre se purifica por la gracia del Sacramento de la Penitencia, está en grado de recibir al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús que funde al corazón del hombre purificado por la gracia consigo mismo, tal como el carbón se funde con el fuego y se convierte en una sola cosa con él. Solo el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo, puede eliminar para siempre las impurezas del corazón humano y colmarlo al mismo tiempo del más puro Amor hacia Dios. Para no ser un Pueblo que honre a Dios con los labios pero no con el corazón, debemos morir al hombre viejo, debemos permitir que la gracia santificante purifique nuestros corazones y solo así, fundidos y siendo una sola cosa con el Sagrado Corazón Eucarístico del Hombre-Dios, estaremos en grado de amar y adorar a Dios con el corazón primero y con las obras de misericordia y finalmente, con las palabras.

jueves, 22 de febrero de 2024

“Vuestra justicia debe ser superior a la de los fariseos”

 


“Vuestra justicia debe ser superior a la de los fariseos” (Mc 5, 20-26). ¿Qué quiere decir Jesús con esta frase? Él mismo nos da una pista, cuando pone ejemplos de cómo debe ser la “justicia” de los cristianos: Jesús dice que antes bastaba con “no matar”, para ser justos ante Dios, pero ahora, el mero hecho de pensar o de sentir irritación o enojo contra el prójimo, ya es susceptible de condena divina. A partir de Cristo, la santidad ya no se mide solamente por los actos externos, sino también por los actos espirituales internos, los más profundos, los que surgen de la raíz del ser, de la profundidad del alma.

Esta nueva condición se basa en algo que los cristianos, a partir de Cristo, poseen y que no poseen los fariseos y es la gracia santificante concedida por los sacramentos: a través de la gracia, el alma participa de la vida trinitaria de Dios, lo cual quiere decir que ya no vive más con las solas fuerzas de la naturaleza humana, sino con la misma vida divina trinitaria; así, su amor no será el amor humano, contaminado por el pecado original, limitado, que se deja llevar por las apariencias: será un amor que participa del Amor Trinitario, el Espíritu Santo, lo cual lo llevará a santificarse en el amor y a hacer obras que lo santifiquen. Pero además hay otro aspecto que concede la gracia y es que coloca al alma en una situación de “presencia”, por así decirlo, delante de Dios, análoga a la presencia que los ángeles y santos poseen en la bienaventuranza del Reino de los cielos. En otras palabras, el alma en gracia vive en la Presencia de Dios Trino, de manera tal que no solo sus palabras, sino hasta el más mínimo pensamiento, sentimiento, movimiento del espíritu, son “vistos”, por así decirlo, por Dios, de una manera directa, real, viva, sobrenatural. Esto hace que un pequeño pensamiento, sea bueno o malo, sea pronunciado en alta voz delante de la presencia de Dios y esa es la razón por la cual la justicia del cristiano debe ser “mayor” que la de los fariseos, porque ya no basta con “no matar”, sino que ahora, un simple pensamiento de enojo, de rencor, de venganza, es pronunciado delante de la presencia de Dios, con las consecuencias que esto tiene.

“Vuestra justicia debe ser superior a la de los fariseos”. Tengamos en cuenta nuestra nueva condición de cristianos, dada por la gracia, que nos coloca en relación directa con Dios, de manera que ni el más mínimo pensamiento, sentimiento o afecto quedan fuera de la mirada de Dios y así caminemos en la Presencia de Dios en la tierra, para adorarlo en los cielos por la eternidad.

lunes, 12 de febrero de 2024

“A esta generación no se le dará otro signo”

 


“A esta generación no se le dará otro signo” (Mc 8, 11-13). Los fariseos le piden a Jesús un signo del cielo para creer en Él, pero Jesús les responde que “no se les dará ningún signo”. La razón es que no es que no se les hayan dado signos o milagros, como para convencerlos de que Él es Dios, que Él es el Mesías que viene del cielo: por el contrario, se les han dado innumerables signos que indican que Él es el Mesías al cual esperan y del cual hablan los profetas, pero los fariseos son obstinados y enceguecidos y no quieren ver, porque no se trata de que no se han dado cuenta, sino de que se han dado cuenta, pero han rechazado los signos que Jesús ha hecho, sus innumerables milagros, como resucitar muertos, multiplicar panes y peces, curar enfermos, expulsar demonios. Los fariseos son obcecados y voluntariamente cierran sus ojos espirituales para no ver los signos que da Jesús.

Por último, no se les dará un signo, porque además de los signos o milagros que Jesús ha hecho, el mayor signo es Él mismo, Él, Jesús de Nazareth en Persona, es el signo más claro y evidente de que el Reino de Dios ha venido a los hombres y de que Él es el Mesías al que han esperado durante siglos. Pero como los fariseos, los escribas, los doctores de la ley, permanecen en su obstinación y en su ceguera, no quieren reconocer que Jesús es el Mesías y por eso piden un signo y Jesús les dice que “no les será dado”.

De manera análoga, sería como pedirle a la Iglesia Católica “un signo” que demostrase que Ella es la Verdadera Iglesia de Dios y tampoco se les daría ningún signo, porque ya los signos que la Iglesia da -los Sacramentos y el principal de todos, la Eucaristía-, demuestran que la Iglesia Católica es la Única y Verdadera Iglesia del Único y Verdadero Dios.

No repitamos los errores de los fariseos y no pidamos a la Iglesia signos que no serán dados; por el contrario, centremos la mirada del espíritu y del corazón en el Signo o Milagro por excelencia, la Sagrada Eucaristía, el signo que nos conduce al Reino de Dios.

viernes, 20 de octubre de 2023

“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”

 


“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía” (Lc 12, 1-7).  Jesús advierte a sus discípulos acerca del rasgo distintivo, en el orden espiritual y moral, de los fariseos, los hombres religiosos de la época de Jesús, los hombres encargados del Templo, de la enseñanza y práctica de la Ley de Dios. De lo que deben cuidarse sus discípulos es de la hipocresía de los fariseos. Esto nos lleva a recordar y a repasar, brevemente, qué es el “ser hipócrita”.

Según la definición de la Real Academia Española, el hipócrita es “el que actúa con hipocresía” y a la vez, la definición de hipocresía es: “Fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamen-te se tienen o experimentan”[1]. Es decir, el hipócrita es aquel que, exteriormente, finge sentimientos opuestos a los que en realidad experimenta interiormente. Puesto que Jesús es Dios, Él conoce a la perfección el interior de cada persona, conoce cada pensamiento, cada sentimiento, desde que nace hasta que muere; conoce los pensamientos que tendremos hasta el fin de nuestros días y por esa razón es que acusa a los escribas y fariseos de “hipócritas” y esto en relación a la religión: mientras por fuera aparentan ser hombres piadosos y religiosos, que están en el templo orando todo el día, y así fingen virtud y piedad, en realidad, por dentro, como dice Jesús, “están llenos de huesos de muertos y de podredumbre”, porque están llenos de vicios y de pecados, de egoísmo y de orgullo; por esto es que Jesús los compara con sepulcros blanqueados, por fuera parecen piadosos y buenos, pero por dentro sus corazones son los corazones de víboras espirituales, oscurecidas por las sombrías tinieblas de la oscuridad del Abismo del Infierno.

“Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”. Ahora bien, si Jesús nos advierte de que debemos “cuidarnos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía”, es porque también nosotros, si no estamos atentos a los movimientos de nuestro propio corazón, si no prestamos atención a las mociones del Espíritu Santo, si nos dejamos llevar por nuestro propio egoísmo, soberbia y orgullo, en donde en todo debe prevalecer lo que “yo” digo, podemos caer en el mismo error de los fariseos. La solución para no caer en la soberbia de los fariseos, que es en última instancia, participación en la soberbia del demonio, es la imitación del Sagrado Corazón de Jesús, según sus palabras: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.



[1] Hipocresía, Del gr. ὑποκρισία hypokrisía.1. f. Fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan; cfr. https://dle.rae.es/hipocres%C3%ADa

lunes, 16 de octubre de 2023

“Se os pedirá cuenta de la sangre de los profetas”


 

“Se os pedirá cuenta de la sangre de los profetas” (Lc 11, 47-54). El Hombre-Dios Jesucristo acusa, a escribas y fariseos, de ser los descendientes de quienes mataron a los profetas y, de modo particular, a los escribas, de tener “la llave del saber” y de “no entrar ellos” y de tampoco “dejar entrar” a quienes querían entrar.

Las acusaciones de Jesús no son infundadas ni mucho menos, son reales; tampoco es que Jesús sabe que los profetas fueron asesinados porque alguien se lo dijo, sino que Él lo sabe porque es Dios, es decir, es Él, quien, a través del tiempo, envió a profetas, a hombres sabios, a hombres justos, al Pueblo Elegido, para anunciarles la pronta Llegada del Mesías, para que cambiaran sus corazones, para que dejaran de cometer maldades y siguieran la Ley de Dios, para que dejaran de adorar a los ídolos demoníacos de los paganos y adorasen al Único Dios Verdadero y sin embargo, los integrantes del Pueblo Elegido, los judíos, no hicieron caso de los avisos y advertencias de Dios y no solo no cambiaron de vida, no solo no cambiaron sus corazones, sino que los volvieron incluso todavía más endurecidos, contra Dios y su Ley, contra Dios y sus Mandamientos, apedreando y matando a los profetas enviados por Dios.

Los descendientes de esos escribas y fariseos continúan en la misma senda, con el agravante de que ahora ya no se enfrentan a los enviados de Dios, sino a Dios en Persona, al Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazareth y lo hacen con el mismo sentimiento de rechazo y con el mismo deseo homicida, deseo que en definitiva lo cumplen cuando, con sus maquinaciones, sus intrigas, sus mentiras, sus calumnias, apresan a Jesús y lo condenan a muerte luego de un juicio inicuo. En la misma línea deicida se encuentran los escribas y los doctores de la Ley quienes, en teoría, al ser conocedores de la Ley de Dios, deberían ser los primeros en dar ejemplo de cumplimiento, para que así los demás entrasen al Reino, pero como los acusa justamente Jesús, se apoderan de las llaves de la sabiduría y ni entran ellos -porque no viven según la Ley de Dios- ni tampoco dejan entrar a los demás -porque con sus malos ejemplos, hacen que las almas se alejen de Dios y de su Ley-.

“Se os pedirá cuenta de la sangre de los profetas”. La dura advertencia de Jesús también puede cabernos a nosotros, porque si bien podemos aducir que no hemos matado objetivamente a ningún profeta, nos hacemos imitadores de quienes sí lo hicieron y nos hacemos partícipes de quienes se adueñaron de las llaves de la sabiduría, toda vez que no hacemos caso de la Ley de Dios, toda vez que hacemos caso omiso a las advertencias de la Iglesia de la necesidad de la confesión frecuente y de la comunión en estado de gracia, toda vez que preferimos el pecado antes que la gracia. No hay nada peor para un alma que dejarla librada a sí misma y eso lo sabe bien la Iglesia de Satanás, cuyo primer mandamiento es: “Haz lo que quieras”. No obremos según nuestra propia voluntad, imitemos a Jesús en el Huerto de los Olivos, diciéndole a Dios: “Señor, que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Solo así estaremos en grado de seguir a Jesús por el Camino de la Cruz, el único Camino que lleva al Cielo.

martes, 13 de junio de 2023

“Si no sois mejores que los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”

 


“Si no sois mejores que los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús les advierte a sus discípulos -y por lo tanto, también a nosotros- que, si no son mejores que los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los cielos. Para profundizar su advertencia, pone un ejemplo tomando al Quinto Mandamiento que dice: “No matarás”. Jesús les recuerda que, según ese mandamiento, si alguien cometía un homicidio, debía ser procesado, enjuiciado y, obviamente, debía ser encarcelado. Sin embargo, les dice también Jesús que, a partir de Él, ahora las han cambiado: ya no basta con “no matar”, para ser enjuiciado y recibir una condena; ahora, a partir de Jesús, ya no es suficiente con solo “no matar” para recibir una condena; ahora, a partir de Jesús, quien albergue pensamientos o sentimientos de enojo, ira, rencor, venganza, contra el prójimo, comete un pecado que lo hace culpable ante el Justo Juez, Dios Trinidad.

Esto se debe a que, por la gracia santificante, el alma se hace partícipe de la vida divina trinitaria, lo cual implica, por una parte, que el alma esté ante la Presencia de Dios Trino, de manera análoga a como lo están los ángeles y santos en el cielo; por otra parte, implica que Dios Uno y Trino, las Tres Divinas Personas de la Trinidad, inhabiten en el alma en gracia y si esto es así, ya no las acciones externas del hombre son notorias a Dios, sino ante todo cualquier mínimo pensamiento, del orden que sea, bueno o malo, es pronunciado ante Dios y esa es la razón por la cual el cristiano debe “ser mejor” que los escribas y fariseos. Si antes bastaba con no decir nada exteriormente a un prójimo con el que se estaba enemistado, ahora, a partir de Jesús, cualquier pensamiento negativo hacia el prójimo -rencor, enojo, venganza, ira- ya es un pecado cometido ante la presencia de Dios y por lo tanto, debe ser confesado; en caso contrario, es decir, si no se confiesa ese pecado, el pecador impenitente debe afrontar el castigo divino.

“Si no sois mejores que los fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos”. Lo que nos pide Jesús, el “ser mejores que los escribas y fariseos”, no se limita a un buen comportamiento externo ni a simplemente tener buenos pensamientos acerca de nuestro prójimo: quiere decir que debemos ser “perfectos” –“Sean perfectos, como mi Padre es perfecto, dice Jesús- y esa perfección nos la concede solamente la gracia santificante, recibida en la Confesión y en la Eucaristía. De esto se deduce la importancia de la confesión sacramental frecuente -cada veinte días- y la Comunión Eucarística en estado de gracia. Sólo así seremos lo que Jesús quiere que seamos, “hijos adoptivos del Eterno Padre”.

jueves, 4 de mayo de 2023

“Estaban como ovejas sin pastor”

 


“Estaban como ovejas sin pastor” (Mt 9, 36). El Evangelio relata el estado del Pueblo de Israel: como “ovejas sin pastor”. Cuando las ovejas están sin pastor, están desorientadas, confundidas, también con hambre y con sed, porque por sí mismas no sabe adónde están los pastos verdes y tampoco saben dónde está el agua cristalina.

No tenían pastores, a pesar de que tenían sacerdotes, los fariseos, pero como estos habían abandonado al Verdadero Dios y lo habían reemplazado por el dinero y la idolatría de sí mismos, era como si no tuvieran pastores.

Lo mismo puede suceder en nuestros días, y sea por falta de pastores o bien por el falencia de la tarea del sacerdote propia de sí misma, lo cual sucede cuando el sacerdote se olvida del Buen Pastor Jesucristo.

Por eso Jesús pide que recemos, tanto por las vocaciones sacerdotales, como por los sacerdotes.

Por las vocaciones, porque no hay, porque los llamados están inmersos en el mundo, y por los que ya están ordenados, para que sean pastores “según el Corazón de Cristo”, para que sean una prolongación del Buen Pastor, Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

viernes, 1 de julio de 2022

"Sígueme"

 


“Sígueme” (Mt 9, 9-13). Jesús encuentra a Mateo y le dice que lo siga. Inmediatamente, sin pensarlo dos veces, Mateo se levanta de su puesto de trabajo y lo sigue. Luego cuando Jesús va a casa de Mateo a almorzar, los fariseos, al darse cuenta, critican a Jesús -dicho sea de paso, los que critican maliciosamente al prójimo, como los fariseos, es porque no tienen a Dios en sus corazones-: “¿Cómo es que vuestro Maestro come con publicanos y pecadores?”. Jesús les contesta con la sabiduría divina: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Un elemento muy importante a tener en cuenta en este episodio es el oficio de Mateo al momento de ser llamado por Jesús y es el de cobrador de impuestos, lo cual estaba muy mal visto por la sociedad hebrea del momento, ya que significaba una especie de traidor que colaboraba con la potencia ocupante de ese entonces, el Imperio Romano. Con esto se refuerza el llamado de Jesús a Mateo, porque Mateo era doblemente culpable, si podemos decir así: como todo ser humano, era pecador y portador del pecado original y a eso se le sumaba su condición de cobrador de impuestos para el enemigo del pueblo hebreo.

Ahora bien, el llamado de Jesús a Mateo no se limita a Mateo: cada bautizado, en su bautismo, recibe el llamado de seguir a Jesús y cada uno lo hará según su estado de vida y según a qué tipo de seguimiento lo llama Jesús, si al estado de vida laical o al estado de vida consagrada. Por esta razón, todos debemos vernos reflejados en Mateo: todos, como Mateo, somos llamados por Jesús para seguirlo; todos, como Mateo, somos pecadores –de hecho, nos reconocemos públicamente como pecadores al inicio de la Santa Misa-, pero también, como Mateo, somos llamados por Cristo Jesús, no para quedarnos en nuestra condición de pecadores, sino para santificarnos, siguiendo a Jesús por el Camino Real de la Cruz, único camino que conduce al Reino de los cielos. Es verdad, entonces, que no somos perfectos, porque somos pecadores y el pecado es la suma imperfección; pero no somos llamados a quedarnos en la imperfección del pecado, sino que somos llamados para alcanzar la perfección de la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios; estamos llamados a ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto, según las palabras de Jesús: “Sed perfectos, como mi Padre celestial es perfecto”. Y esta perfección solo la obtenemos en el seguimiento cotidiano de Jesús por el Via Crucis, por el Camino Real de la Cruz.

 

sábado, 2 de abril de 2022

"Lo buscaban para matarlo"

 


“Jamás nadie ha hablado como este hombre” (Jn 7, 40-53). A medida que nos acercamos a la Pasión, se van poniendo de manifiesto el contenido íntimo de los corazones de todos los que participarán de ella: en unos, quedarán al descubierto en su malicia y perversidad, como es el caso de los doctores de la ley, los escribas y los fariseos; en otros, se reflejará el deseo sincero de conversión a Dios luego de descubrir en Jesús palabras de una sabiduría que no vienen de este mundo sino del cielo, como es el caso de los guardias del templo, que no apresan a Jesús por quedar sorprendidos por su sabiduría: “Jamás nadie ha hablado como este hombre”.

La perversión de los fariseos, de los escribas y de los doctores de la ley se manifiesta en sus intenciones: quieren apresar a Jesús para llevarlo a juicio, pero con una sentencia ya dictada, por lo que el juicio es solo una pantalla para cumplir su objetivo principal, que es el de matar a Jesús, tal como lo dice en una parte del Evangelio: “Buscaban la forma de matarlo”.

Finalmente lo conseguirán, sobre la base de calumnias y falsas acusaciones, ayudados por el traidor Judas Iscariote.

Entonces, así como en tiempos de Jesús los corazones se pusieron de manifiesto, a favor o en contra de Jesús –a favor quienes con un corazón sincero amaban la Verdad y la reconocían en la sabiduría de Jesús y en contra aquellos que obstinadamente persistían en el pecado y deseaban matar a Jesús-, así también, al final de los tiempos, cuando sea la Iglesia, el Cuerpo Místico de Jesús, la que sufra la Pasión de su Cabeza, Cristo Jesús, así también se pondrán de manifiesto quienes están destinados a la eterna salvación y quienes están destinados a la eterna perdición, todos los que obran el mal y la iniquidad sin deseos de arrepentimiento.

domingo, 27 de marzo de 2022

“Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”

 


(Domingo V - TC - Ciclo B – 2022)

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más” (Jn 8, 11). En esta escena del Evangelio Jesús detiene la lapidación a la que estaba siendo sometida una mujer pecadora. Por esta razón, podemos meditar, por un lado, acerca de la obra de Jesús en la pecadora pública –muchos dicen que es María Magdalena, antes de su conversión- y, por otro, acerca de la actitud de los fariseos. Con respecto a la mujer pecadora, Jesús salva a la mujer pecadora doblemente, en su cuerpo, al evitar la lapidación y sobre todo en su espíritu, al perdonarle sus pecados y concederle su gracia santificante al alma de la mujer. La salva en su cuerpo y en su vida terrena porque detiene a aquellos que querían aplicar la salvaje costumbre de esos tiempos, de lapidar hasta la muerte a quien era encontrado en pecado –el mártir San Esteban, sin cometer pecado, es lapidado también hasta la muerte-; Jesús los detiene no con la fuerza física, sino con la fuerza de la argumentación de la Sabiduría divina: si todos tienen pecados, ¿por qué razón lapidar a la mujer? Siguiendo esta lógica, todos deberían ser lapidados, porque todos los hombres tienen el pecado original y todos cometen pecados todos los días, hasta el más justo, según la Escritura: “El justo peca siete veces al día”. Jesús también salva el alma de la mujer pecadora, porque le perdona los pecados con su poder divino, le concede la gracia santificante y desde ese momento, la mujer queda predestinada a la vida eterna. De ahora en más, dependerá de ella corresponder a la gracia, alejándose del pecado, tal como le dice Jesús: “Tus pecados están perdonados, vete y no peques más”, para así poder ingresar al Reino de Dios en la vida eterna. De hecho, así lo hizo, porque según la Tradición, esta mujer pecadora es María Magdalena, quien después del encuentro con Jesús y después de recibir su perdón, abandonó por completo su vida de pecado y acompañó al Señor Jesús en su tarea de predicar el Evangelio, junto a las otras santas mujeres de Jerusalén.

         El otro aspecto sobre el que podemos meditar es el de la actitud de los fariseos en relación a la mujer pecadora: se comportan en relación a ella en forma diametralmente opuesta a la del Hombre-Dios Jesucristo: si Jesucristo la trata con compasión, perdonando sus pecados y salvando su vida, los fariseos se comportan de modo inmisericordioso, con una actitud fría y dura de corazón, ya que no solo no perdonan el comportamiento de la mujer –no podían perdonar los pecados, pero podrían haberla dejado seguir su camino, luego de advertirle acerca de su mala conducta, para que se corrija-, sino que pretenden quitarle la vida. En este aspecto, demuestran los fariseos un comportamiento salvaje –la lapidación- pero también hipócrita y cínica: es salvaje, porque la lapidación es una costumbre vigente en la época de Jesús entre los pueblos semíticos -y que continúa siendo actual en ciertas regiones donde se practica el islamismo-, pero es también hipócrita y cínica por dos motivos: porque también se debería castigar al varón, que es igualmente culpable de adulterio y no se hace y por otra parte, porque como dice Jesús, “nadie está exento de pecado y de culpa” y por eso, nadie puede levantar la mano para castigar a otro, desde el momento en que todos los hombres nacemos con el pecado original.

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”. En la mujer pecadora, debemos vernos a nosotros mismos, porque todos somos pecadores; en el perdón de Jesús, está prefigurado y anticipado el perdón que todos nosotros recibimos de Jesús en cada confesión sacramental; en la actitud de los fariseos, debemos ver si no estamos representados nosotros mismos, porque es verdad que tenemos tendencia a condenar con dureza de corazón al prójimo, pero somos incapaces de ver el propio pecado, como lo hacen los fariseos. Debemos tener mucho cuidado de no comportarnos como los fariseos, que levantan la mano para condenar el pecado del prójimo, pero se cuidan mucho de no decir nada sobre sus propios pecados. El Evangelio nos enseña entonces en la Persona de Jesús cuán grande es la Misericordia Divina, que perdona todos nuestros pecados; nos enseña, en María Magdalena, que nuestros pecados nos llevan a la muerte eterna y que para librarnos de ellos, debemos acudir al Sacramento de la Confesión, haciendo el propósito de no volver nunca más a cometer el pecado del cual nos confesamos; por último, nos enseña que no debemos ser como los fariseos, es decir, no debemos condenar a nuestros prójimos, sino ser misericordiosos como Jesús, porque también nosotros somos pecadores y si lapidamos a nuestro prójimo con la lengua, también nosotros seremos lapidados con la lengua, de la misma manera.

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”. Que el perdón y el amor que recibimos de Jesús en cada Confesión Sacramental, haga crecer en nuestras almas, cada vez más, el Amor a Jesús Eucaristía, tal como ocurrió con María Magdalena.

viernes, 25 de febrero de 2022

“Que no separe el hombre lo que Dios ha unido”

 


“Que no separe el hombre lo que Dios ha unido” (Mc 10, 1-12). Los fariseos, citando a Moisés, que permitía el divorcio, le preguntan a Él qué es lo que piensa acerca de la separación o divorcio entre quienes se han unido en matrimonio. Jesús no les responde directamente, sino que se remonta al origen de la creación de la raza humana por parte de Dios, para hacerles ver que, por un lado, Dios los creó “varón y mujer” -con lo cual da por sentado que no hay ningún otro modelo o forma de unión marital posible-; por otro lado, les recuerda que esta unión es indisoluble, ya al unirse en matrimonio, ambos “forman una sola carne”; por último, les dice que si Moisés permitió el divorcio, eso era solo por la dureza de corazón de los hombres, pero ahora, a partir, de Él, eso ya no será posible, es decir, ya no será posible el divorcio. La razón de la unidad e indisolubilidad del matrimonio es que, a partir de Jesús, el matrimonio será elevado a sacramento, lo cual quiere decir que los contrayentes son unidos a Cristo y su misterio salvífico por medio de la gracia y así se hacen partícipes del misterio de la unión esponsal, mística, celestial y sobrenatural, que existe en el Matrimonio Primordial, que es el de Cristo Esposo con la Iglesia Esposa. A partir de Cristo, los esposos ya no se unen con el solo amor humano, sino que este amor humano es hecho partícipe, por la gracia del sacramento del matrimonio, del Amor Divino y así como el Amor Divino une inseparablemente, en el Amor, a Cristo con la Iglesia, así los esposos cristianos, unidos sacramentalmente en matrimonio, reciben también este Amor Divino que los une y los une de tal manera, que solo la muerte los puede separar.

“Que no separe el hombre lo que Dios ha unido”. Al unirse por el sacramento del matrimonio, los esposos son hechos partícipes de la unión esponsal mística entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa y es de esta unión –“admirable misterio”, dice la Escritura-, de donde reciben todas las características de su matrimonio, como la fecundidad, la fidelidad y sobre todo, la unidad y la indisolubilidad. El gran problema de los esposos cristianos que se divorcian, es que no han entendido que esta separación no es posible, porque están unidos en el Amor de Cristo, que los hace ser, con la fuerza divina y no ya con la fuerza humana, “una sola carne” y que por lo tanto están unidos por la fuerza del Divino Amor, el Espíritu Santo. Esto es lo que quiere decir Jesús cuando dice: “Que no separe el hombre lo que Dios ha unido”.

 

sábado, 19 de febrero de 2022

“No se dejen llevar de la levadura de los fariseos”

 


“No se dejen llevar de la levadura de los fariseos” (Mt 16. 5-23). El consejo de Jesús a sus discípulos se entiende en su sentido sobrenatural, cuando se comprende qué quiere decir Jesús con “levadura”: la “levadura”, espiritual y simbólicamente, es la soberbia y el orgullo. Así como la levadura fermenta la masa y hace que ésta se hinche e infle, aumentando su tamaño, así la soberbia y el orgullo, actuando sobre el alma, hacen que ésta se hinche y se infle, creyéndose ser más de lo que es, una simple creatura que, por añadidura, es pecado, como lo dicen los santos: “Somos nada más pecado”.

El pecado de soberbia es de especial gravedad porque además de ser el origen de muchos otros pecados, la soberbia hace que el alma sea partícipe del pecado capital del demonio en el cielo, que fue precisamente la soberbia, al pretender, irracionalmente, ser más que Dios.

El soberbio es partícipe y cómplice de modo particular del demonio y su pecado y es por eso que merece la advertencia por parte de Jesús, de que rectifique su camino hacia la dirección opuesta, que es la humildad: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.

Al pecado de soberbia se le opone entonces la virtud de la humildad, porque con esta virtud el alma se asemeja al Sagrado Corazón de Jesús, que es “manso y humilde”.

Pidamos por lo tanto la gracia de evitar a toda costa el pecado de soberbia y pidamos también la gracia de participar de la humildad de los Sagrados Corazones de Jesús y María.

jueves, 10 de febrero de 2022

“Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas”

 


“Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas” (Mt 15, 19). Jesús corrige un grave error de los fariseos, quienes pensaban que bastaba con la purificación legal de manos y de utensillos, para que el hombre quedara purificado.

Jesús corrige este error, haciéndoles ver que el espíritu humano no se contamina con cosas externas, sino que es del propio corazón del hombre de donde sale todo el mal que el hombre hace.

Esto se debe a que el pecado original provocó una herida interior en los más profundo del ser del hombre, no sólo privándolo de la gracia, sino además inclinándolo al mal. Es entonces a causa del pecado original que el hombre se inclina por el mal y no por elementos externos.

De esto se deduce que el hombre, para quedar purificado, necesita de la gracia santificante que se dona por los sacramentos y no le sirve de nada, para quitar el pecado, la higiene de las manos o de los utensillos, como sostenían los fariseos.

Purifiquemos nuestras almas en el Sacramento de la Confesión y seremos agradables ante la Presencia de la Trinidad.

“Dejan de lado los Mandamientos de Dios para seguir las tradiciones de los hombres”

 


“Dejan de lado los Mandamientos de Dios para seguir las tradiciones de los hombres” (Mc 7, 8-13). Jesús critica duramente a los fariseos, pero no por las medidas de higiene, como la purificación de manos, vajillas y elementos de bronce, sino porque los fariseos habían pervertido de tal manera la religión verdadera, que hacían consistir la religión en prácticas puramente humanas, surgidas de la mente humana y no de la mente de Dios.

Así, habían olvidado la esencia de la religión, que es el amor a Dios y al prójimo como a uno mismo y la habían cambiado por ritos inventados por ellos mismos.

De esa manera, para los fariseos era más importante la purificación de manos y utensillos, antes que el culto a Dios y el amor al prójimo, incluidos los padres.

“Dejan de lado los Mandamientos de Dios para seguir las tradiciones humanas”. También a nosotros nos puede suceder que olvidemos la esencia de la religión, que es la adoración a Cristo Eucaristía y la misericordia para con el prójimo y la cambiemos por ideologías humanas, como el ecologismo, la migración, el pobrismo, la justicia social y toda clase de falsedades ideológicas como estas. No caigamos en el error de los fariseos; no nos preocupemos tanto por el alcohol en gel y pidamos la gracia de no olvidar nunca que la esencia de la religión es la adoración al Cordero de Dios, Cristo Eucaristía y el amor al prójimo.

jueves, 9 de diciembre de 2021

“Los fariseos frustraron el designio de Dios para con ellos”

 


“Los fariseos frustraron el designio de Dios para con ellos” (Lc 7, 24-30). Los fariseos y los maestros de la ley rechazan a Juan el Bautista y, al rechazar al Bautista, rechazan luego a Jesús. Es lógico, porque si el Bautista predica una conversión de orden moral, es para que el alma, convertida de mala en buena, se disponga a recibir la gracia santificante, que convierte al alma buena en santa. Ése es el plan o designio que Dios tiene, no solo para con los fariseos y maestros de la ley, sino también para con toda la humanidad. Sin embargo, los fariseos y maestros de la ley rechazan al Bautista y también a Jesús de Nazareth y así frustran el plan de la Santísima Trinidad para salvar sus almas. Ahora bien, no son los únicos en rechazar los planes de Dios Trino: también los cristianos, los que han recibido el Bautismo, la Comunión y la Confirmación, pero abandonan la vida de la gracia y se inclinan por el pecado, también estos cristianos frustran los planes que la Trinidad tiene para salvar sus almas de la eterna condenación. Muchos, al rechazar la Eucaristía, al rechazar la Confesión Sacramental, al abandonar la vida de la gracia, no se dan cuenta de que están dejando de lado lo único que puede salvar sus almas de la eterna perdición. Muchos de estos cristianos se darán cuenta de esta verdad, pero para algunos será demasiado tarde, cuando ingresen para siempre en el lugar donde no hay redención. No frustremos los planes que la Trinidad tiene para salvar nuestras almas.

 

sábado, 23 de octubre de 2021

“¿Está permitido curar en sábado o no?”


 

“¿Está permitido curar en sábado o no?” (Lc 14, 1-6). Jesús, Médico Divino, cura con su omnipotencia y con su Divino Amor a un enfermo de hidropesía. Este milagro de curación corporal es muy frecuente a lo largo de los Evangelios pero en este caso, tiene una particularidad: es realizado en día sábado y delante de los fariseos y este hecho es importante porque para los fariseos, estaba prohibido realizar cualquier tipo de trabajo en día sábado. La razón de esta prohibición es que debían mantener el sábado como día sagrado, por lo cual no se podía trabajar. De hecho, en la actualidad, los judíos tienen tantas reglas y sub-reglas para el sábado, que está prescripto cuántos pasos se debe dar en sábado y cuántas palabras se puede escribir[1].  Al curar al enfermo de hidropesía delante de los fariseos y en día sábado, Jesús no solo anula la ley sabática farisaica, sino que establece una nueva ley, en la que el Domingo reemplazará al sábado como Día del Señor, porque el Domingo será el Día de la Resurrección y además, en esta ley la caridad estará por encima del cumplimiento meramente exterior de los Mandamientos. El exceso de reglas y sub-reglas tiene como consecuencia el centrar los esfuerzos espirituales en cumplir este exceso de mandamientos humanos, al mismo tiempo que se descuida lo esencial de la religión: el amor y la piedad a Dios y la caridad con el prójimo. Jesús cura en sábado y así quebranta deliberadamente el sistema de reglamentación elaborado por los fariseos; de esa manera, les enseña en primera persona que lo que Dios quiere del hombre es amor, compasión, caridad y no cumplimiento exterior de leyes meramente humanas.

 



[1] “Para seguir el reglamento de no trabajar en sábado, hay literalmente miles de sub-reglas a seguir, incluyendo la cantidad de pasos que puedes tomar, y el número de letras que puedes escribir en el día de reposo”. Cfr. https://www.buscadedios.org/el-reglamento-de-los-fariseos/

jueves, 7 de octubre de 2021

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!”


 

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!” (cfr. Lc 11, 47-54). Jesús dirige nuevamente “ayes” y lamentos, a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la ley. La gravedad de estos ayes y lamentos aumenta por el hecho de que aquellos a quienes van dirigidos, son hombres, al menos en apariencia, de religión. Entonces, surge la pregunta: si son hombres de religión, si son hombres que están en el Templo, cuidan el Templo y la Palabra de Dios, ¿por qué Jesús les dirige ayes y lamentos? Porque si bien fueron los destinatarios de la Revelación de Dios Uno, por un lado, pervirtieron esa religión y la reemplazaron por mandatos humanos, de manera tal que ese reemplazo los llevó a olvidarse del Amor de Dios, como el mismo Jesús se los dice; por otro lado, se aferraron con tantas fuerzas a sus tradiciones humanas, que impidieron el devenir sucesivo de la Revelación, al perseguir y matar a los profetas que anunciaban que el Mesías habría de llegar pronto, en el seno del mismo Pueblo Elegido. Es esto lo que les dice Jesús: “¡Ay de ustedes, que les construyen sepulcros a los profetas que los padres de ustedes asesinaron! Con eso dan a entender que están de acuerdo con lo que sus padres hicieron, pues ellos los mataron y ustedes les construyen el sepulcro. Por eso dijo la sabiduría de Dios: Yo les mandaré profetas y apóstoles, y los matarán y los perseguirán”.

“¡Ay de ustedes, fariseos y doctores de la ley!”. Los ayes y lamentos también van dirigidos a nosotros porque si tal vez no hemos matado a ningún profeta, sí puede suceder que “ni entremos en el Reino, ni dejemos entrar” a los demás, toda vez que nos mostramos como cristianos, pero ocultamos el Amor de Dios al prójimo. Cuando hacemos esto, nos convertimos en blanco de los ayes de Jesús, igual que los fariseos, escribas y doctores de la ley. Para que Jesús no tenga que lamentarse de nosotros, no cerremos el paso al Reino de Dios a nuestro prójimo; por el contrario, tenemos el deber de caridad de mostrar a nuestro prójimo cuál es el Camino que conduce al Reino, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis y esto lo haremos no por medio de sermones, sino con obras de misericordia, corporales y espirituales.

 

“¡Ay de ustedes, fariseos, porque pagan diezmos pero se olvidan del Amor de Dios!”

 


“¡Ay de ustedes, fariseos, porque pagan diezmos pero se olvidan del Amor de Dios!” (cfr. Lc 11, 42-46). Los “ayes” o lamentos de Jesús, dirigidos a los fariseos, no se deben a que estos paguen el diezmo, puesto que el sostenimiento del templo es algo que todo fiel tiene la obligación de hacer, sino que se debe a que los fariseos han desvirtuado tanto la religión del Dios Uno, que han llegado a pensar que el pago del diezmo constituye la esencia de la religión, olvidando lo que es verdaderamente la esencia de la religión, que es el Amor de Dios y el amor al prójimo por amor a Dios. Algo similar sucede con los doctores de la ley, a quien también van dirigidos los “ayes” o lamentos: en este caso, la perversión de la religión consiste en hacer cumplir a los demás reglas humanas, innecesarias, inútiles para la salvación, surgidas de sus mentes entenebrecidas y de sus corazones corruptos, con el agravante de que hacen cumplir a los demás estas reglas inútiles y puramente humanas, mientras que ellos, los doctores de la ley, no las cumplen.

En los dos casos los ayes o lamentos están plenamente justificados porque en ambos, en los fariseos y en los doctores de la ley, el amor dinero en los primeros y el apego al formalismo de reglas puramente humanas en los segundos, tiene una consecuencia devastadora para la vida del alma, porque apaga en el alma el Amor de Dios; hace que la inteligencia pierda de vista la Verdad Divina y que el corazón, olvidado de la ternura y de la dulzura del Amor Divino, se apegue con dureza a las pasiones humanas y a las riquezas terrenas. En ambos casos, se desvirtúa y pervierte la religión verdadera porque se deja de lado la esencia de la religión, el Amor a Dios por sobre todas las cosas y el amor al prójimo por amor a Dios.

“¡Ay de ustedes, fariseos (…) ay de ustedes, doctores de la ley, porque se olvidan del Amor de Dios!”. No debemos creer que los ayes y lamentos de Jesús se dirigen solo hacia ellos. Cada vez que nos apegamos a las pasiones y a esta vida terrena, indefectiblemente nos olvidamos del Amor de Dios, porque deseamos esas cosas y no a Dios Uno y Trino, Quien merece ser amado en todo tiempo y lugar por el sólo hecho de Ser Quien Es, Dios de infinita bondad, justicia y misericordia. Por eso, Jesús nos dice desde la Eucaristía: “¡Ay de ustedes, cristianos, porque se apegan a los placeres del mundo y se olvidan del Amor Eterno que arde en mi Corazón Eucarístico y así me dejan solo y abandonado en el Sagrario! ¡Ay de ustedes, porque si no vuelven a Mí en la Eucaristía, permaneceréis sin Mi Presencia por toda la eternidad”.

 

sábado, 21 de agosto de 2021

“Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas”

 


(Domingo XXII - TO - Ciclo B – 2021)

         “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas” (cfr. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23). Al ver que los discípulos de Jesús no cumplen con los requisitos legales del lavatorio ritual de las manos antes de comer, los fariseos ven la oportunidad de atacar a Jesús para hacerlo quedar en evidencia, a Él y a sus discípulos, por la presunta falta cometida[1]. Para los fariseos, constituía una grave falta el comer sin lavarse las manos, pero no porque se tratara de una medida higiénica, sino porque los fariseos no sólo se preocupaban por la observancia de los preceptos escritos de la ley mosaica relativos a la impureza legal, sino también por la tradición de los ancianos, la interpretación de la ley escrita y las demás disposiciones establecidas por los antiguos rabinos. En otras palabras, para los fariseos, la interpretación que los rabinos hacían de la ley de Moisés estaba al mismo nivel que la ley de Moisés, de ahí el reproche a Jesús y sus discípulos: los discípulos de Jesús habían transgredido una de estas tradiciones rabínicas, lo cual equivalía a transgredir la ley misma, porque para los fariseos tenían el mismo nivel de obligatoriedad[2].

         Ahora bien, Jesús, lejos de darles la razón, les reprocha a su vez y les pone en tela de juicio el principio de estas tradiciones y denuncia la falta de sinceridad y la hipocresía que caracteriza a la conducta de los fariseos. Jesús cita a Isaías y aplica la cita a los fariseos: “¡Qué bien profetizó Isaías sobre ustedes, hipócritas, cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden, porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos!”. Y luego agrega: “Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres”. Lo que Jesús les quiere hacer notar con esta cita de Isaías y con su reproche es que los fariseos, en sus deseos por mantener las tradiciones que se originaban en los hombres –en los rabinos-, se olvidaban de las obligaciones fundamentales de la ley de Dios. En otras palabras, los fariseos tenían dos tradiciones: una, de origen humano, la interpretación de los rabinos; la otra, la ley de Dios y el error consistía en que ponían al mismo nivel la interpretación rabínica, humana, de la ley de Dios y a la ley de Dios en sí misma, llegando incluso a hacer prevalecer la ley rabínica por encima de la ley de Dios. Es este grave error el que les reprocha Jesús, porque en la vida cotidiana, el poner en práctica la tradición rabínica, llevaba a anular la ley de Dios. Es decir, por lavarse las manos antes de comer, por ejemplo, se olvidaban del amor a Dios y al prójimo; para ellos era más importante el aspecto sanitario de la ley rabínica, por así decirlo, que el aspecto espiritual de la ley de Dios, que mandaba amar a Dios y al prójimo. Otro ejemplo de esta hipocresía farisaica se da en el cumplimiento del Cuarto Mandamiento, que manda asistir a los padres cuando estos se encuentran en necesidad: para esquivar este mandamiento y para no tener que dar a los padres ninguna ayuda material, los fariseos declaraban a sus bienes materiales como sagrados, utilizando la palabra “corbán”, con lo cual, según ellos, quedaban exentos de ayudar a los padres. En otras palabras, si tenían cinco monedas de plata con la que podían ayudar a los padres, los fariseos decían: “Estas cinco monedas son corbán”, es decir, las declaraban como destinadas al templo, con lo cual, la acción que realizaban se ponía en clara contradicción con la ley de Dios, que mandaba en el Cuarto Mandamiento ayudar a los padres. De estos graves abusos está repleto el Talmud, que es el libro de las interpretaciones rabínicas de la ley, al cual ponen por encima de la ley de Dios: para los judíos, tiene más valor lo que los rabinos interpretan de la ley de Dios, que la ley de Dios misma, por eso Jesús les dice que siguen preceptos humanos y no la ley de Dios.

         Por último, luego de desenmascararlos en su cinismo e hipocresía y en su falso cumplimiento de la ley de Dios, porque anteponen las leyes rabínicas a la ley divina, Jesús revela cuál es la verdadera impureza del hombre, que no es material, corpórea, sino inmaterial y es el pecado, que nace del corazón mismo del hombre, corrompido por el pecado original: “(Es) del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre”. Es decir, todo lo malo que mancha al hombre, se origina en esa mancha original con la que nace el hombre en su corazón y es el pecado y lo único que nos limpia de esa mancha espiritual, es la gracia santificante, que se nos comunica por los sacramentos, sobre todo el Sacramento de la Penitencia, que perdona pecados mortales y veniales y también el Sacramento de la Eucaristía, que perdona pecados veniales y nos concede a la Fuente Increada de la Gracia, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

         Hagamos entonces el propósito de vivir en la verdadera pureza de cuerpo y alma, la que nos concede la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.

 

 

 



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei, Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 512.

[2] Cfr. Orchard, ibidem, 512.