Mostrando entradas con la etiqueta curación corporal. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta curación corporal. Mostrar todas las entradas

miércoles, 15 de marzo de 2023

“Toma tu camilla y echa a andar”


 

“Toma tu camilla y echa a andar” (Jn 5, 1-3. 5-16). Jesús realiza un milagro de curación corporal en la piscina llamada “Betesda”. En esa piscina, se daba una situación muy particular, un don del cielo que hace recordar, por ejemplo, al agua milagrosa del Santuario de Lourdes, o también al agua milagrosa del “Pozo de San Francisco”: un ángel del cielo bajaba -la señal era que las aguas se movían- y quien lograba acercarse a ese lugar, quedaba curado instantáneamente.

En ese lugar se encontraba un enfermo quien, debido a que no tenía nadie que lo ayudase, hacía años que deseaba acercarse a la fuente de sanación, sin poder lograrlo. Jesús, sabiendo lo que le sucedía -al ser Dios omnisciente todo lo sabe-, se acerca para concederle el milagro de la sanación, pero es importante lo que le dice primero: le pregunta “si quiere” curarse y esto porque Jesús respeta a tal punto nuestra libertad, que no nos concede nada sin que nosotros lo deseemos. El enfermo le manifiesta libremente que desea ser curado y es recién entonces cuando Jesús le concede el don de la curación milagrosa.

Al contemplar el milagro, podríamos pensar que el hombre enfermo que es curado por Jesús es muy afortunado al recibir tan grande don del mismo Jesús, y es así, pero al mismo tiempo, no debemos pensar que es el único afortunado, porque Jesús continúa concediendo dones de sanación tanto corporal como espiritual, ya que la piscina de Betesda es imagen de la Iglesia, de donde brota el agua de la gracia santificante, que se comunica a través de los sacramentos, concediendo milagros de sanación corporal y espiritual y sobre todo la conversión del alma a Cristo.

Y al igual que el enfermo del Evangelio, Cristo no nos obliga a acudir a su Iglesia, pero si no lo hacemos, si no recibimos los sacramentos, si no nos confesamos, si no recibimos su Sagrado Corazón Eucarístico, porque no queremos hacerlo, entonces nos perjudicamos gravemente, porque somos como un enfermo a quien se le ofrece gratuitamente la sanación de sus dolencias, pero prefiere quedarse con su enfermedad y su dolor, antes que recibir la gracia santificante que brota de la Fuente de la salvación, el Corazón traspasado de Jesús.

sábado, 19 de junio de 2021

“A ti te digo, niña, levántate”

 


(Domingo XIII - TO - Ciclo B – 2021)

         “A ti te digo, niña, levántate” (Mc 5, 21-43). En este episodio del Evangelio, Jesús realiza dos milagros, uno de curación corporal y otro de resurrección corporal. En el primer caso, cura a una mujer que estaba enferma desde hacía muchos años; en el segundo, resucita a una niña que recién acababa de morir. Sanación y restauración de la naturaleza humana, es lo que Jesús hace con su poder divino. Pero su Venida a la tierra, como Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, no es para sanarnos de nuestras enfermedades, ni siquiera para resucitarnos corporalmente. Su Venida es para algo infinitamente más grandioso que la simple sanación de la humanidad: es para algo que trasciende infinitamente los límites de la naturaleza humana, puesto que Jesús viene para no solo vencer a los tres grandes enemigos que tienen a la humanidad postrada y esclavizada desde la caída de Adán y Eva, sino para conducirla, glorificada y santificada, al Reino de los cielos, al seno del Eterno Padre. Si hubiera venido sólo para sanar nuestras enfermedades, o para resucitarnos corporalmente, para seguir viviendo esta vida natural que vivimos, no sería en definitiva algo propiamente grandioso, pero como Jesús ha venido para deificarnos, para santificarnos con su gracia santificante, entonces sí que su Venida a la tierra adquiere un significado absolutamente sobrenatural.

         Otro aspecto a tener en cuenta en este doble milagro realizado por Jesús es lo que Jesús les dice a los dos destinatarios de los milagros: a la mujer hemorroísa, que se cura con solo tocar el manto, le dice: “Tu fe te ha salvado”, mientras que al jefe de la sinagoga, a quien le resucita su hija, le dice: “No temas, basta que tengas fe”. Es decir, la fe es determinante, según Jesús, para que Dios obre según su voluntad. Ahora bien, nos preguntamos: ¿de qué fe se trata? Ante todo, hay que decir que se trata de una fe –creer sin ver- que no es natural -como cuando alguien dice al otro su nombre y este le cree sin otra prueba más que la de su palabra-, sino que se trata de una fe sobrenatural, es decir, es una fe que viene infusa desde lo alto, puesto que no es un fruto de la naturaleza humana, sino un don celestial, un don de Dios Trinidad. ¿Y de qué fe se trata? Se trata de la fe en Cristo Jesús, pero no una fe al estilo musulmán, evangelista o judío, porque todas estas religiones tienen fe, es decir, creen en Jesús, pero en Jesús que no es el de la fe católica. Así, por ejemplo, para los musulmanes, Jesús es un profeta; para los evangelistas, es un hombre santo; para los judíos, es un impostor, un mentiroso y un blasfemo, porque se hace pasar por Dios Hijo. Lo que tienen en común estas tres religiones, es que el Jesús en el que creen, es un hombre –un profeta, un santo, o un mentiroso- y nada más que un hombre y eso no es la fe católica en Jesús. La fe católica en Jesús, definida por las Sagradas Escrituras, por la Tradición y el Magisterio, es la fe en Jesús como Dios Hijo encarnado; es la fe en Jesús como la Segunda Persona de la Trinidad que se encarna en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth y prolonga su Encarnación en la Eucaristía; la fe católica en Jesús es la que cree que Jesús es el Hijo de Dios que se ha encarnado y ha asumido hipostáticamente a la naturaleza humana de Jesús, es decir, la ha unido a su Persona divina, de manera que en Jesús hay una unidad y una dualidad: la unidad de su Persona Divina, la Segunda de la Trinidad –no hay dos personas en Jesús, una humana y otra divina, sino solo la divina- y la dualidad de sus dos naturalezas, humana y divina, unidas en la Persona del Hijo de Dios, pero sin mezcla ni confusión[1]. Es decir, la fe católica en Jesús nos dice que Cristo es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Es a esta fe a la que hace referencia Jesús cuando habla de la fe a la mujer hemorroísa y al jefe de la sinagoga. Y es esta fe la que nos es infundida en el Bautismo sacramental, porque es una fe sobrenatural, que solo puede ser concedida por la gracia santificante. Si perdemos esta fe, nos encontramos fuera de la Iglesia Católica, porque entonces creemos en un Jesús que no es Dios sino un hombre más y eso no pertenece a la fe católica, sino a otras religiones, por lo que es una fe que no nos sirve para entrar en el Cielo.

         “A ti te digo, niña, levántate”. Cada vez que recibimos la gracia santificante –sea por el Bautismo, por la Confesión o por la Comunión-, recibimos un doble milagro, infinitamente más grandiosos que los relatados en el Evangelio, porque la gracia nos cura el alma al quitarnos la mancha del pecado y, si hemos muerto espiritualmente a causa del pecado mortal, la gracia nos vuelve a la vida de los hijos de Dios. Jesús nos levanta de nuestro estado de postración en el que hemos caído por el pecado original y por el pecado personal y nos dice: “A ti te lo digo, alma, levántate y comienza a vivir, en lo que te queda de tu vida terrena, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, como anticipo de la vida de gloria que vivirás en la eternidad”.



[1] Cfr. Concilio de Calcedonia; cfr. DENZINGER, Enchiridion Symbolorum, n. 289-93 e A. Va. Cant. Dictionnaire de Théologie catholique, T. III, París 1911; cit. Iván Kologrivof, Il Verbo di Vita, Liberia Editrice Fiorentina, Bruges 1951, 86.