viernes, 26 de febrero de 2021

“Un propietario plantó un viñedo”


 

“Un propietario plantó un viñedo” (Mt 21, 33-43. 45-46). Con la parábola de los viñadores homicidas, Jesús revela y profetiza su misterio pascual de Muerte y Resurrección. En efecto, lo que se debe hacer para interpretarla dentro del misterio de salvación, es reemplazar los elementos naturales por los sobrenaturales. Así, el propietario de la viña, que planta un viñedo, la alquila a unos viñadores y luego se va, es Dios Padre, quien crea el mundo, elige para sí un Pueblo, el Pueblo Elegido y luego se va, metafóricamente, en el sentido de que establece un período de tiempo hasta que llegue la plenitud de los tiempos, con la Encarnación del Verbo; los criados que el dueño envía, cada vez en mayor número y que son apedreados y hasta asesinados por los viñadores, son los santos, profetas y justos del Antiguo Testamento que, en diversos tiempos de la historia, anunciaron la Primera Venida del Mesías, pero no fueron escuchados; el hijo del propietario, a quien éste envía pensando que por ser su hijo le harán caso y le devolverán la viña, es la Segunda Persona de la Trinidad en su Encarnación: es el Verbo de Dios Encarnado; es la Persona de Dios Hijo, encarnada en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; los viñadores, usurpadores y asesinos, son los escribas y fariseos y la parte del Pueblo Elegido que rechaza, primero a Dios y sus profetas y luego al Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazareth; la muerte del hijo del propietario a mano de los viñadores homicidas es la Muerte en Cruz del Hijo de Dios, Jesús de Nazareth, a manos de los romanos y por instigación de los judíos; la viña que es plantada por el propietario es la Sinagoga primero y la Iglesia Católica después; por último, la muerte de los viñadores y el arrendamiento de la viña a otros viñadores que sí darán fruto, es el castigo sufrido por el Pueblo Elegido, que se quedó sin sacrifico desde Jesucristo, por un lado y por otro, es el surgimiento de la Iglesia Católica que da el Fruto de la Redención al ofrecer el Santo Sacrificio del altar, la renovación sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz en el Calvario.

Nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica, somos el Nuevo Pueblo Elegido, los Nuevos Arrendatarios, que deben dar frutos de misericordia, de justicia, de amor a Dios y al prójimo. De lo contrario, si no damos frutos de santidad, correremos la misma suerte que los viñadores homicidas.

 

jueves, 25 de febrero de 2021

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”

 


         “Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (Lc 16, 19-31). La parábola de Jesús del rico Epulón y del pobre Lázaro debe ser meditada a la luz de su misterio pascual de muerte y resurrección; de lo contrario, se puede caer en reduccionismos materialistas y antropológicos extraños a la doctrina católica. En efecto, una interpretación materialista y reduccionista, que elimina lo sobrenatural y el misterio de Cristo y reduce la parábola al mero alcance de la razón humana, derivando en una lectura neo-marxista –tal como lo hace la Teología de la Liberación-, es una interpretación del todo alejada de la doctrina católica y del Magisterio de la Iglesia. Según esta interpretación materialista, el rico se condena por ser rico, mientras que el pobre se salva por ser pobre. Pero interpretar la parábola de esta manera es negar su contenido sobrenatural, su relación con el misterio salvífico de Jesús y la revelación de que existe una vida eterna, más allá de esta vida terrena, en la que nos esperan dos destinos: el Cielo o el Infierno.

         Cuando se reflexiona sobre la parábola a la luz del misterio de Cristo, se puede ver que el rico no se condena por su riqueza, sino por el uso egoísta que hace de la misma: el rico utiliza su riqueza sólo para él, sin pensar en su prójimo, que está necesitado a causa de su enfermedad. Por otra parte, el pobre se salva no a causa de su pobreza, sino porque sufre sus calamidades, enfermedades, miserias y necesidades, con humildad y mansedumbre, sin quejarse nunca de Dios, agradeciendo a Dios por darle el don del sufrimiento. Éste es el verdadero y único sentido de la parábola: ni el rico se condena por su riqueza, ni el pobre se salva por su pobreza; el destino de ambos está sellado por sus actos libres, de egoísmo en el caso del rico y de humildad y mansedumbre con la Voluntad de Dios en el caso del pobre.

         Falsearíamos gravemente la Palabra de Dios si interpretáramos esta parábola con una óptica marxista, según la cual el rico es malo por ser rico y el pobre es bueno por ser pobre: esta interpretación nada tiene que ver con la auténtica Tradición y el auténtico Magisterio de la Iglesia, que nos enseñan que lo que condena al alma es el apego desordenado a los bienes terrenos, mientras que lo que salva al alma no es la pobreza, sino la gracia santificante, que nos hace partícipes de la mansedumbre de Cristo en la cruz.

         “Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. No hace falta ser millonario para estar apegado a las riquezas, porque se puede ser pobre, pero tener afición desordenada al dinero, con un corazón avaro y mezquino; por el contrario, se puede ser rico materialmente hablando, pero al mismo tiempo se puede ser humilde y generoso, siempre y cuando se utilicen las riquezas no en modo egoísta, sino para auxiliar al prójimo más necesitado, en quien se encuentra Presente Cristo misteriosamente. Entonces, no nos condenarán las riquezas materiales, sino el apego desordenado y egoísta a las mismas y no nos salvará la pobreza material en sí misma, sino la pobreza espiritual que nos da la gracia santificante.

 

miércoles, 24 de febrero de 2021

“¿Podrán beber del cáliz que Yo he de beber?”

 


“¿Podrán beber del cáliz que Yo he de beber?” (Mt 20, 17-28). Después de anunciar su misterio pascual de muerte y resurrección, en el que habrá de sufrir la Pasión y Muerte en cruz, los hijos de Zebedeo, junto con su madre, se postran ante Jesús para pedirle a Jesús que les conceda sentarse “a la derecha y a la izquierda de Jesús, en el Reino de los cielos”. Jesús les advierte, por un lado, que no es Él quien concede eso, sino su Padre del cielo; por otro lado, les advierte que, si quieren esos puestos en el Reino de los cielos, deben “beber del cáliz” que Él ha de beber. Es decir, Jesús les hace ver que, para llegar al Reino de Dios, se debe participar, indefectiblemente, de su Pasión y Muerte en cruz, puesto que ése es el cáliz que Él “ha de beber”. Ésa es la razón por la cual les pregunta si ellos van a poder beber del cáliz: para el ingreso en el Reino de Dios, no hay favoritismos de ninguna clase, sólo los que verdaderamente deseen ingresar al Reino lo harán y lo harán siempre y cuando carguen su cruz y vayan en pos de Jesús, en el Via Crucis, en el Camino Real de la Cruz, el Calvario.

“¿Podrán beber del cáliz que Yo he de beber?”. Esto, que es válido para los hijos de Zebedeo, es válido también para todo cristiano: si alguien quiere ingresar en el Reino de Dios, lo debe hacer por medio de la participación en la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, ya que no hay ningún otro modo de hacerlo sino es por la cruz de Jesús. Los hijos de Zebedeo, asistidos por el Espíritu Santo, contestaron afirmativamente, contestaron que sí podían seguirlo por el Camino de la Cruz. Imitándolos a ellos y pidiendo antes la asistencia del Espíritu Santo, digamos al Señor Jesús: “Sí podemos y queremos beber del cáliz amargo de tu Pasión, para así luego ingresar en la dulzura eterna de tu Reino celestial”.

 

“En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos”


 

“En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos” (Mt 23, 1-12). Jesús advierte a sus discípulos acerca de un grave peligro que acecha a la verdadera religión del Pueblo Elegido, la religión del Dios Uno. Lo que Jesús advierte es que, en el lugar de Moisés, quien es el que ha recibido las Tablas de la Ley de parte de Dios, se han instalado “escribas y fariseos”, hombres en apariencia religiosa, que se ocupan de las cosas de Dios y que viven en el Templo y del Templo, pero que con sus conductas perversas y con sus enseñanzas de preceptos puramente humanos han pervertido la religión, convirtiéndola en un mero cumplimiento de preceptos humanos y no divinos.

Ahora bien, en apariencia, continúan el legado de Moisés, pero no cumplen los Mandamientos de Dios, por eso es que Jesús advierte que: “dicen una cosa y hacen otra” y es por esto que instruye a sus discípulos para que “hagan lo que les digan, pero que no imiten sus obras”, porque lo que hablan es santo, pero lo que hacen es puramente humano. En muchos otros lugares Jesús condena esta doble actitud de los escribas y fariseos, quienes hacen consistir la religión en el cumplimiento de costumbres puramente humanas, como el lavado de manos y de vajillas, olvidando al mismo tiempo la esencia de la religión, esto es, “la misericordia, la justicia y la compasión”. Los escribas y fariseos imponen duras cargas a los demás, pero ellos no se las imponen a sí mismos; incluso, son capaces hasta de dejar en la calle a sus propios padres, con tal de quedarse con el dinero del Templo. Al mismo tiempo, la dureza del corazón hacia el prójimo les hace olvidar el amor debido a Dios Uno, además de la piedad, la devoción, el fervor y la adoración debida al Dios de la Alianza; de ahí la advertencia de Jesús a sus discípulos.

“En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos”. La advertencia de Jesús no es solo para los escribas y fariseos y no es solo para su tiempo: es también para nosotros, porque abarca todos los tiempos, hasta el fin del mundo. También nosotros podemos convertirnos en escribas y fariseos, en el sentido de tener un comportamiento farisaico y lo hacemos toda vez que olvidamos que la esencia de la religión es la misericordia, la justicia y la compasión para con el prójimo. No significa que esté mal o que no se deban cumplir los ritos externos del culto, pero si hacemos esto y olvidamos lo otro –la misericordia, la justicia, la compasión-, entonces sí nos estaremos convirtiendo en fariseos, en vaciadores del contenido de la verdadera religión. Tengamos siempre presentes las palabras de Jesús, para que no cometamos el error de escribas y fariseos, de vaciar de contenido sobrenatural, milagroso y misterioso, a nuestra religión católica, convirtiéndola en una sombra racionalista de lo que realmente es.

 

martes, 23 de febrero de 2021

Jesús se transfigura en el Monte Tabor


 

(Domingo II - TC - Ciclo B - 2021)

         “Jesús se transfigura en el Monte Tabor (…) sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr en la tierra” (Mc 9, 2-10). En la transfiguración, Jesús –su humanidad, sus vestiduras- resplandece con un brillo más refulgente que miles de millones de soles juntos. A esto se refiere el Evangelio cuando dice que era una “blancura que no se puede lograr en la tierra”, porque la luz con la que resplandece Jesús no es una luz creada; no se trata ni de la luz del sol, ni de la luz del fuego, ni mucho menos la luz artificial. Se trata de una luz que viene de lo alto; es una luz no recibida por Jesús, sino emanada por Él, desde lo más profundo de su Ser divino trinitario, porque Dios es Luz Eterna y Jesús es Dios, que es Luz Eterna. Entonces, la luz con la que son iluminados los Apóstoles en el Monte Tabor, es la luz de Dios, o mejor dicho, es Dios Trino, que en Sí mismo es Luz Eterna e Increada. También los discípulos son iluminados por la gloria de Dios, porque en el lenguaje bíblico, la luz es sinónimo de la gloria divina. Por esto mismo, al resplandecer Jesús en el Monte Tabor con una luz celestial, ilumina a los discípulos con la luz de la gloria divina, tal como en el Cielo son iluminados por la gloria celestial los ángeles y los santos que adoran a la Trinidad y al Cordero. La manifestación de la luz divina en el Monte Tabor es también similar al resplandor de gloria celestial con el que el Niño Dios manifestó su divinidad en el Pesebre de Belén, que es lo que se conoce como “Epifanía”.

         ¿Por qué resplandece Jesús solamente en estas dos ocasiones, en el Pesebre de Belén, de niño y ahora de adulto en el Monte Tabor? Tanto en la Epifanía como en el Monte Tabor, Jesús resplandece con la luz de la gloria divina porque debía manifestar a sus discípulos que Él era Dios Hijo encarnado: debía revestirse de luz divina, para que cuando lo vieran en el Via Crucis y el Monte Calvario, revestido no ya de luz sino de su propia Sangre, no desfallecieran ante el desolador aspecto de su Maestro cubierto de Sangre, de golpes y de heridas abiertas y así tuvieran ellos fuerzas para subir al Calvario.

         Es decir, el interrogante que surge ante la Transfiguración de Jesús es porqué Jesús no dejó traslucir la luz de su gloria desde el Nacimiento y durante toda su vida terrena, haciéndolo sólo en la Epifanía y en el Monte Tabor: la respuesta es que la transfiguración en la luz de la gloria celestial es el estado habitual de Jesús, por cuanto Él es Dios y Dios es la Luz Eterna en Sí misma; si Jesús hubiera permitido que la luz resplandeciese durante su vida terrena, no habría podido sufrir la Pasión, porque la luz de la gloria, que es lo que glorifica a los cuerpos resucitados, hace que los cuerpos no puedan sufrir el dolor, los vuelve impasibles. Entonces Jesús, haciendo un milagro propio de su omnipotencia divina, oculta la luz de la gloria celestial que debería traslucirse a través de su Humanidad Santísima, para poder sufrir su Pasión y Muerte en Cruz, con la cual salvó a la humanidad de la eterna perdición.

         “Jesús se transfigura en el Monte Tabor (…) sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr en la tierra”. Si Jesús se transfigura en el Monte Tabor para dar fuerzas a sus discípulos, para que estos puedan acompañarlo a lo largo del Via Crucis hasta el Monte Calvario, también a nosotros se nos muestra resplandeciente, con la luz de la gloria divina, pero no a los ojos del cuerpo, sino a los ojos del alma, en la Sagrada Eucaristía. Por eso, para nosotros, asistir a la Santa Misa, sobre todo en el momento de la consagración, y hacer Adoración Eucarística, es el equivalente a estar delante de Jesús Transfigurado de luz en el Monte Tabor. Es en la Santa Misa y en la Adoración Eucarística donde recibimos la Luz Eterna que brota del Sagrado Corazón Eucarístico, que colma nuestras almas con la luz de la gloria y de la vida divina de la Trinidad, dándonos fuerzas para continuar por el Camino de la Cruz, para llegar al Calvario y morir unidos a Cristo en la Cruz, para así nacer al hombre nuevo, el hombre nacido del Costado traspasado de Jesús, el hombre destinado a la gloria, el hombre regenerado por la gracia santificante, que espera el fin de su vida terrena para ser glorificado en los Cielos eternos por el Cordero, la Luz de la Jerusalén celestial.

 

sábado, 20 de febrero de 2021

“Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán ustedes en el Reino de los cielos”

 


“Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán ustedes en el Reino de los cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús es muy claro en su advertencia a sus discípulos: ellos deben ser más “justos”, es decir, más estrictos, en el cumplimiento de la Ley de Dios, que lo que son los escribas y fariseos; de lo contrario, “no entrarán en el Reino de los cielos”. La razón del cumplimiento estricto de la Ley divina es que, a partir de Jesús, que dona al alma la gracia santificante, el alma, por la gracia, participa de la vida divina y a su vez, la Santísima Trinidad inhabita en el alma que está en gracia. Esto quiere decir que, estar en gracia, es el equivalente, aquí en la tierra, a estar en la Presencia beatífica de la Santísima Trinidad: la diferencia, obviamente, es que no contemplamos a la Trinidad con nuestros ojos ni nos damos cuenta de su Presencia cuando estamos en gracia, como sí sucede con los bienaventurados que están en la gloria del Cielo, pero a los efectos, es lo mismo que estar en el Cielo: el alma está ante la Presencia de la Santísima Trinidad. En otras palabras, estar en gracia es el equivalente al estar en la gloria en el Reino de Dios. Es esto lo que justifica la advertencia de Jesús, acerca de lo estrictos que deben ser los cristianos en la observancia de la Ley Divina: porque si están en gracia, están ante la Presencia de Dios Uno y Trino. Por esta razón, un mínimo pecado venial, o incluso una imperfección, no pasan desapercibidas para la Trinidad, porque esta mora en el alma del justo. Antes de Cristo, cuando no existía este estado de gracia y la inhabitación trinitaria, bastaba con un cumplimiento exterior y extremo de la Ley –por ejemplo, “no matarás”-; ahora, después de Cristo, la observancia es mucho más estricta en razón de la inhabitación trinitaria en el alma del justo. Por eso, ya no basta con “no matar”, sino que incluso quien “desprecie”, aunque sea interiormente, con su pensamiento, a su prójimo, “será llevado ante el tribunal supremo”, es decir, es juzgado por la Trinidad que lo está observando desde lo más profundo de su alma.

“Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán ustedes en el Reino de los cielos”. No solo cada acto, sino cada pensamiento producido, es realizado ante la Presencia de la Trinidad cuando estamos en gracia. Por eso mismo, pidamos la gracia de que nuestros pensamientos sean santos y puros como los de Jesús coronado de espinas.

“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; toquen y se les abrirá”


 

“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; toquen y se les abrirá” (Mt 7, 7-12). Jesús no solo nos enseña a llamar a Dios “Padre” –puesto que somos verdaderamente sus hijos adoptivos por la gracia santificante del Bautismo-, sino que nos invita a que tengamos con él una relación verdaderamente filial, en la que pidamos lo que necesitemos para nuestra eterna salvación; en la que busquemos el Camino para llegar a Él y en el que toquemos la Puerta que nos conduce a su seno paterno: “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; toquen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que toca, se le abre”.

Para hacernos ver que nuestra relación con Él, con Dios Padre, debe ser como la de un hijo con su padre, nos da un ejemplo de relación paterna y filial, tal como se da entre humanos: “¿Hay acaso entre ustedes alguno que le dé una piedra a su hijo, si éste le pide pan? Y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente?”. Con esto nos da a entender dos cosas: por un lado, que debemos tratar a Dios como verdadero Padre amoroso, como lo es, puesto que somos sus hijos por la gracia; por otro lado, nos enseña que, si entre los hombres, un padre –aun teniendo el pecado original en él y por lo tanto estando inclinado al mal- no dará a su hijo nada malo, mucho más el Padre de los cielos, que es la Bondad Increada y el Amor Misericordioso en Sí mismos, no dejará de darnos todo lo bueno que necesitemos para nuestra eterna salvación: “Si ustedes, a pesar de ser malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, con cuánta mayor razón el Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quienes se las pidan”.

Pero todavía hay algo más: en otro pasaje del Evangelio, Jesús nos dice que el Padre no sólo dará “cosas buenas” a quienes se lo pidan, sino que dará su mismo Amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo: “Dios Padre dará el Espíritu Santo a quien se lo pida”. Entonces, Jesús nos enseña a pedir cosas buenas, a pedir con amor filial y nos enseña a pedir al mismo Espíritu de Dios, el Espíritu Santo. Pedimos muchas cosas a Dios, pero nunca pedimos al Espíritu Santo, el Espíritu de Amor Divino que el Padre nos da, aun antes de que se lo pidamos, en cada Eucaristía.

“Así como Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para la gente de este tiempo”

 


“Así como Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para la gente de este tiempo” (Lc 11, 29-32). Jesús califica a la gente de su tiempo como “perversa” porque “pide una señal”, pero la señal ya la tienen y es la de Jonás, quien es a su vez un anticipo y prefiguración de su misterio pascual de muerte y resurrección: así como Jonás estuvo tres días en el vientre del pez y luego fue devuelto a la tierra, así el Hijo del hombre estará tres días en el sepulcro y luego resucitará al tercer día, para ascender al Cielo. Jesús se queja de la gente de su tiempo, porque no han sabido reconocer la prefiguración de Jonás, pero tampoco saben reconocerlo a Él, que es en Quien se cumple la figura de Jonás.

“Así como Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para la gente de este tiempo”. Así como Jesús fue la señal de Dios para la salvación de los hombres, en el tiempo de la vida terrena de Jesús, así es para nosotros la Eucaristía, que es el mismo Jesús que prolonga su Encarnación en el Sacramento del altar: la Eucaristía es signo de salvación y quien se adhiere a la Eucaristía, se adhiere a Dios Salvador y Redentor y quien se aleja de la Eucaristía, se aleja de Dios Redentor y Salvador. También en nuestros días “la gente es perversa”, porque a pesar de que Dios da la señal eucarística, que es señal de salvación para la humanidad, la humanidad la desconoce en su inmensa mayoría, la rechaza y se dirige en dirección contraria a la Eucaristía, eligiendo el camino de la cultura de la muerte, del aborto, de la eutanasia, de la idolatría, del materialismo y del ateísmo.

No seamos nosotros mismos perversos; no nos alejemos de la Ley de Dios y de la Eucaristía, signo y señal de la Divina Salvación en medio de nuestra existencia terrena.

martes, 16 de febrero de 2021

Miércoles de Cenizas

 



(Ciclo B – 2021)

         La ceremonia de la imposición de cenizas, con la cual la Iglesia Católica da inicio oficialmente al tiempo litúrgico de la Cuaresma, tiene un significado muy preciso: hacer que reflexionemos acerca del sentido de esta vida terrena y preparar el espíritu para la vida eterna, mediante lo propio de la Cuaresma, que son la penitencia, el ayuno, la oración y las obras de misericordia.

         Una de las frases que el sacerdote pronuncia sobre el fiel al que le impone las cenizas, es: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Para comprender esta frase y saber qué significa la conversión, es necesario remontarnos al inicio de los tiempos, cuando Dios creó a Adán y Eva y estos cometieron el pecado original. Habiendo sido creados en gracia, al cometer el pecado original, los Primeros Padres arrojaron de sí la corona de gracia que Dios les había concedido gratuitamente; perdieron la gracia, empezaron a vivir en pecado y por el pecado entró la enfermedad, el dolor y la muerte, además de ser expulsados del Paraíso. Por el pecado original, a partir de entonces, el corazón del hombre, que había sido creado mirando a Dios, para deleitarse en su amistad y en su amor, giró sobre sí mismo y, apartándose de Dios, se inclinó hacia la tierra, quedando fijo en esta posición. Esto significa que el corazón del hombre se convirtió en algo oscuro, sin vida divina, sin luz divina, además de quedar sometido a la concupiscencia de la carne y de los ojos, apeteciendo desde entonces no ya la amistad y el amor de Dios Trino, sino la satisfacción de sus pasiones más bajas. Otra consecuencia del pecado original fue el quedar el hombre bajo el dominio del Ángel caído, por cuya tentación Adán y Eva cometieron el pecado original. En definitiva, el corazón del hombre, que había sido creado mirando a Dios, por causa del pecado, gira sobre sí mismo y se queda fijo mirando hacia la tierra, deseando las cosas de la tierra y sus bajos placeres.

         La conversión que pide la Iglesia por medio de la imposición de cenizas y a lo largo de todo el tiempo de Cuaresma, consiste entonces en que, por la acción de la gracia, el hombre deje de mirar a la tierra y sus atractivos, aparte de la tierra su corazón y lo gire nuevamente a su posición original, esto es, mirando hacia la Trinidad. La conversión es por lo tanto dejar de apetecer las cosas de la tierra, para empezar a desear y amar los bienes eternos del Reino de Dios en el cielo. Ahora bien, este movimiento de conversión es imposible hacerlo con las solas fuerzas humanas, por lo que son necesarias dos cosas: la gracia santificante y la fe en el Evangelio, fe que es, en definitiva, fe en el Hombre-Dios Jesucristo, que para conseguirnos la gracia santificante que convierte nuestro corazón a Dios, padeció en la cruz y derramó su Sangre Preciosísima.

         En definitiva, con la imposición de las cenizas y con el tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos pide la conversión del corazón a Dios Uno y Trino, conversión que es en realidad una conversión eucarística, porque la Eucaristía es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, y Dios Hijo encarnado es el Camino, la Verdad y la Vida para llegar al seno de Dios Padre, en el Amor del Espíritu Santo. Éste es el sentido, no solo del Miércoles de Cenizas y de la Cuaresma, sino de nuestro paso por esta tierra, prepararnos para la vida eterna, según dice la Escritura: “Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente y que todo vuestro ser, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la Parusía de nuestro Señor Jesucristo” (1Ts 5, 23).

         Iniciemos por lo tanto el tiempo litúrgico de la Cuaresma, haciendo el propósito de responder afirmativamente a la gracia que Dios Trino nos concede en este tiempo, gracia que consiste en la conversión eucarística del corazón.

lunes, 15 de febrero de 2021

“Arrepiéntanse y crean en el Evangelio”

 


(Domingo I - TC - Ciclo B – 2021)

“Arrepiéntanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 12-15). En solo un renglón y con muy pocas palabras, Jesús nos revela dos cosas: cuál es el sentido de nuestra vida en la tierra y qué debemos hacer para conseguir el objetivo final de nuestras vidas. Es decir, nos dice para qué estamos aquí, y nos dice qué es lo que debemos hacer, pero no para superarnos como personas, sino para alcanzar el sentido y objetivo final de nuestra existencia terrena.

Jesús nos dice para qué estamos en esta vida cuando nos dice: “Arrepiéntanse”. ¿Por qué debemos arrepentirnos? Para saberlo, debemos reflexionar acerca del significado bíblico de la palabra “arrepentimiento”. En sentido bíblico, “arrepentimiento” significa: “Arrepentimiento (heb. nâjam, sentir pesar [disgusto]”, “estar triste”; nôjam, “arrepentirse”, y shûb, “volver[se]”, “retornar”; gr. metanoia, “cambiar de opinión [mente, dirección]”, “sentir remordimiento”, “arrepentirse”, “convertirse”; y metánoia, “cambio de opinión [mente, dirección]”, “arrepentimiento”, “conversión”)”[1]. Según su etimología, debemos entonces "sentir remordimiento", "cambiar de dirección", "cambiar de mente", "regresar", "convertirnos". ¿Por qué? Porque el arrepentimiento implica, por una parte, el reconocimiento del pecado personal y, por otra, el alejamiento que el pecado provoca en relación a Dios y su Amor misericordioso. En el arrepentimiento -que es ya una acción del Espíritu Santo en el alma- se tiene noción de algo que no se tenía antes, y es la noción de haber pecado y en consecuencia de haber tomado distancia de Dios, por causa del pecado. Implica también el deseo de “cambiar de dirección”, en el sentido de que, si por el pecado, el alma estaba dirigida a las cosas bajas de la tierra, ahora tiene deseos de elevarse hacia Dios, despegándose de los atractivos de la vida terrena. Es por esto que al verdadero arrepentimiento le sigue de la contrición del corazón, es decir, el dolor del corazón por haber ofendido a Dios con el pecado y le sigue también la conversión, esto es, el deseo de perseverar en la dirección del alma hacia Dios, volviendo la espalda a las cosas de la tierra. Entonces, el arrepentimiento implica los siguientes pasos: primero, se recibe la gracia del Espíritu Santo, que hace ver lo que antes no se veía, el pecado; luego, sigue el arrepentimiento propiamente dicho, que el deseo de desprenderse de las cosas de la tierra y de elevar el alma a Cristo Dios; luego, sigue la contrición del corazón, que es el dolor perfecto del corazón que sobreviene cuando se es consciente tanto del infinito Amor de Dios, como de la despreciable malicia del pecado; por último, sigue la conversión, que es el propósito de permanecer en la dirección que mira hacia lo alto y no volver al estado anterior del pecado (cfr. Hch 3, 19).

Al decirnos que nos arrepintamos, Jesús nos revela el propósito y el sentido de nuestra existencia terrena: luchar contra el pecado, luchar contra nuestra concupiscencia, no ceder a la tentación, rechazar los vanos atractivos y placeres del mundo terreno, porque no hemos sido creados para esta vida -vida terrena que ha sido definida por Santa Teresa de Ávila como "una mala noche en una mala posada"-, sino para la Vida Eterna y es a esta vida a la que debemos aspirar, por medio del arrepentimiento.

Lo segundo que nos dice Jesús y que completa nuestra tarea en la tierra es cómo conseguir el objetivo de conseguir la Vida Eterna: “creer en el Evangelio”. ¿Qué es “creer en el Evangelio”? Es creer, ante todo, que Cristo es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que nos da su gracia a través de los sacramentos, que nos da el don de esta vida para que vivamos en su gracia y que al final de nuestra vida terrena nos espera una eternidad de alegría y felicidad en el Cielo si es que perseveramos en la fe y en las buenas obras hasta el último día de nuestras vidas. “Creer en el Evangelio” es creer que el Reino de Dios ya está en la tierra y está obrando en las almas por medio de la gracia, como preparación para la gloria definitiva en el Reino de los cielos; es creer que no sólo el Reino de Dios está en la tierra, sino que el Rey de ese Reino, Cristo Jesús, está Presente, vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía y que se nos dona en la Eucaristía como Pan de Vida eterna, para donársenos definitivamente en la Vida Eterna.

Para esto estamos en esta vida terrena: para arrepentirnos y creer en el Evangelio y así alcanzar la Vida Eterna en el Reino de los cielos.

 

Viernes después de Cenizas

 


“Ayunarán cuando les sea quitado el Esposo” (Mt 9, 14-15). Los discípulos de Juan, que acostumbran a hacer ayuno religioso al igual que los fariseos, se asombran por el hecho de que los discípulos de Jesús no hagan ayuno y es eso lo que motiva su pregunta: “¿Por qué tus discípulos no ayunan, mientras nosotros y los fariseos sí ayunamos?”. El ayuno -sobre todo a pan y agua- ha sido siempre considerado como una forma de oración que agrada a Dios, siempre y cuando vaya acompañado del ayuno de obras malas y también lo era en la época de Jesús, por eso es que se asombran de que quienes siguen a Jesús no hagan ayuno. Jesús les responde de manera enigmática: “Jesús les respondió: “¿Cómo pueden llevar luto los amigos del esposo, mientras él está con ellos? Pero ya vendrán días en que les quitarán al esposo, y entonces sí ayunarán”.

Para entender la respuesta de Jesús -sus discípulos ayunarán cuando les sea quitado el Esposo-, hay que comprender que el “esposo” al cual Él hace referencia, es Él mismo en Persona. En efecto, uno de los nombres de Jesús es el de “Esposo de la Iglesia Esposa”. En esos momentos, mientras se desarrolla el diálogo, Jesús todavía no ha sufrido la Pasión y no ha muerto en cruz; esto es lo que significa que “el esposo está con sus amigos”, es decir, Jesús está todavía en la tierra y todavía no se ha cumplido su misterio salvífico de muerte y resurrección y por eso sus discípulos no ayunan. Por el contrario, cuando Él muera en la cruz y sea quitado de este mundo por su muerte en el Calvario, entonces sí sus discípulos ayunarán: “Vendrán días en que les quitarán al esposo y entonces sí ayunarán”.

Nosotros sabemos que Cristo ya murió y resucitó y está sentado a la derecha del Padre, así como está Presente, glorioso y resucitado, en la Eucaristía y por esta alegría de su Resurrección, podríamos decir que no tenemos que ayunar, pero lo que debemos tener en cuenta es que somos miembros del Cuerpo Místico de Jesús y por lo tanto, nosotros aún debemos completar la Pasión de Nuestro Señor, en el sentido de que debemos traspasar los umbrales de la muerte terrena, unidos a Él por la gracia, para acceder a la vida eterna. Por esta razón, mientras estemos aquí en la tierra, debemos ayunar y es así como lo manda el Catecismo de la Iglesia: en su número 1249, dice así: “Todos los fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia, sin embargo, para que todos se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia”. Entonces, al estar el ayuno establecido en el Catecismo, es obligación de todo católico obedecer las leyes de la Iglesia, las cuales establecen que todos los viernes se debe guardar abstinencia de carne, mientras que el Miércoles de Cenizas y el Viernes Santo se guardarán ayuno y abstinencia (CIC 1251).

Muchos argumentan que “mejor que ayunar es ayudar al prójimo”: la respuesta es que esto debe hacerse todos los días, incluido el viernes, día de ayuno; también la respuesta a este argumento es que, al ser miembro de la Iglesia, se deben obedecer sus reglas, que establecen el ayuno y la abstinencia.

sábado, 13 de febrero de 2021

Jueves después de Cenizas


 

“Es necesario que el Hijo del hombre sufra su Pasión (…) para resucitar al tercer día” (Lc 9, 22-25). En solo un renglón, con muy pocas palabras, Jesús revela su misterio salvífico de Muerte y Resurrección, además de revelar el sentido de nuestra existencia terrena. En efecto, Él es el Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado, que ha venido a este mundo no solo para “deshacer las obras del Diablo”, sino para también vencer al pecado y a la muerte, a los tres grandes enemigos de la humanidad desde el pecado original; ha  venido para concedernos su gracia santificante, que nos quita el pecado y nos convierte en hijos adoptivos de Dios, para así llevarnos al Cielo.

Ahora bien, este nuevo horizonte de vida que nos trae Cristo, que es el de la vida eterna en el Reino de los cielos, no es obligatorio para nadie, puesto que somos libres y en cuanto tales, tenemos la capacidad de elegir seguir a Jesús o no. Es por esta razón que, después de revelar su misterio de salvación, Jesús dice: “Si alguien quiere seguirme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”. Es decir, Jesús nos revela su misterio pascual y nos revela también que el camino para llegar al Cielo es identificarnos con Él, tomar la cruz de cada día y seguirlo, pero Él dice: “Si alguien quiere” seguirme, lo cual está indicando claramente que deja a nuestro libre albedrío el seguirlo o no seguirlo. Ahora bien, sabemos las consecuencias de seguirlo o no seguirlo: si nos aferramos a la cruz, si nos negamos a nosotros mismos, si vamos en pos de Cristo, alcanzaremos el Reino de los cielos; pero si no nos negamos a nosotros mismos, si no aferramos la cruz y si no lo seguimos, estaremos cumpliendo nuestra voluntad y no la de Dios, pero nos estaremos encaminando por un sendero ancho y espacioso que no conduce al Reino de Dios, sino al reino de las tinieblas y esa será nuestra perpetua morada.

“Es necesario que el Hijo del hombre sufra su Pasión (…) para resucitar al tercer día”. Todo cristiano está llamado a participar de la Pasión del Hijo de Dios; todo cristiano está llamado a seguirlo por el Camino Real de la Cruz; todo cristiano está destinado, por el seguimiento de Jesús en el Via Crucis, a ser salvado en el Reino de los cielos. Pero es cierto también que no todo cristiano alcanzará el Reino de los cielos, no porque Dios no quiera, sino porque es la misma persona la que no quiere seguir a Jesús. Es por esto que es necesario, de toda necesidad, pedir la gracia de la perseverancia final en la fe y en las buenas obras, para así alcanzar el Reino de Dios en la eternidad.

jueves, 11 de febrero de 2021

“Cuídense de la levadura de los fariseos y de la de Herodes”

 


“Cuídense de la levadura de los fariseos y de la de Herodes” (Mc 8, 14-21). Para comprender la recomendación de Jesús a sus discípulos, hay que tener en cuenta que la levadura es la soberbia: así como la levadura, mezclada con la harina, hace que esta aumente su tamaño, así la soberbia, al entrar en el alma, hace que esta aumente su egolatría, hasta el punto de pensar que está por encima de Dios y de los hombres. Es lo contrario a la humildad y a lo que Jesús pide en el Evangelio: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Es también la soberbia el pecado capital del Ángel caído, pecado que le valió la expulsión para siempre del cielo y de la Presencia de Dios Trino y el que comete el pecado de soberbia, en cierto sentido participa del pecado de soberbia cometido por el Demonio en los cielos.

La soberbia es un pecado capital, porque es el mayor acto de malicia que puede el alma cometer libremente: por la soberbia, el alma no solo desplaza a Dios de su corazón, sino que se entroniza a sí misma, dejando de adorar a Dios y comenzando a adorarse a sí misma. Esta es la peor decisión que pueda una persona tomar, porque se priva libre y voluntariamente de la fuente de luz y de vida eterna que es Dios, para sumergirse en un abismo de tinieblas y de muerte espiritual; de ahí el consejo de Jesús de imitarlo a Él, que es “manso y humilde de corazón”, porque por la humildad y la mansedumbre el hombre se reconoce como lo que es, un pecador, y se postra ante la majestad de Dios, adorándolo como a su Dios, su Creador, su Salvador y su Santificador.

“Cuídense de la levadura de los fariseos y de la de Herodes”. La mejor forma de cuidarnos de la levadura de los fariseos y de la Herodes, esto es, la soberbia, es imitar a Jesucristo, que es “manso y humilde de corazón”. Éste debe ser nuestro plan de vida cristiano, no para un día o dos, sino para todos los días que nos queden por vivir en la tierra, hasta el feliz encuentro con Jesucristo, por su misericordia, en el Reino de los cielos.

domingo, 7 de febrero de 2021

“Si quieres, puedes curarme”


 

(Domingo VI - TO - Ciclo B – 2021)

         “Si quieres, puedes curarme” (Mc 1, 40-45). Jesús cura a un leproso. ¿Qué nos enseña este milagro? Ante todo, nos enseña que Jesús es, más que un hombre santo o un profeta a quien Dios acompaña con sus obras, el mismo Dios en Persona, que se ha encarnado en una naturaleza humana: es decir, nos enseña que Jesús es Dios Hijo en Persona, porque sólo Dios puede realizar un milagro de curación física como el relatado en el Evangelio. Por otro lado, nos enseña que, además de curar la lepra, Jesús puede perdonar los pecados, porque la lepra es figura del pecado: así como la lepra destruye el cuerpo, deformándolo e incluso puede hasta quitarle la vida, así el pecado destruye al alma, llegando a quitarle la vida de la gracia cuando se trata de un pecado mortal. Al curar la lepra del cuerpo, Jesús está prefigurando la cura del alma, afectada por la lepra espiritual que es el pecado. Lo que podemos ver entonces es la condición de Jesús como Dios que es Médico del cuerpo y del alma, porque cura la enfermedad corporal, la lepra y además cura la enfermedad del alma, el pecado, la lepra espiritual. Por lo tanto, también podemos ver en este milagro una prefiguración del Sacramento de la Penitencia o Reconciliación, porque en este sacramento es Cristo en Persona quien, a través del sacerdote ministerial, por la acción de su gracia, quita el pecado del alma cuando el penitente confiesa su pecado. La curación del leproso por parte de Jesús debe remitirnos a la figura del penitente que, afligido por la lepra espiritual que es el pecado, acude al Sacramento de la Penitencia para recibir su sanación espiritual por medio de la acción de la gracia.

         Otro elemento importante que debemos contemplar en este milagro es la fe del leproso y la interacción con Jesús. En cuanto a la fe, el leproso tiene fe en Jesús, pero no como un hombre santo, sino como Dios omnipotente, que tiene en cuanto tal el poder de curar su alma. El leproso acude a Jesús con fe en su omnipotencia y tiene fe en Jesús ya sea porque lo ha visto hacer milagros similares, o porque ha escuchado hablar de Él; en todo caso, lo que importa es que su fe en Jesús es una fe verdaderamente católica, en el sentido de que cree en Jesús no al modo protestante o evangelista –para ellos Jesús es solo un hombre; un hombre santo, pero hombre al fin y al cabo-, sino al modo católico, esto es, cree en Jesús como Dios Hijo encarnado, como Segunda Persona de la Trinidad encarnada en una naturaleza humana. Otro aspecto es la interacción o interrelación entre el leproso y Jesús: el leproso no le pide directamente la curación, sino que le dice: “Si quieres” curarme, cúrame, lo cual demuestra la perfección de su fe, porque no quiere la salud a toda costa, sino que quiere lo que Jesús quiere, es decir, si Jesús quiere curarlo, él se curará; si Jesús no quiere curarlo, él no se curará. La fe del leproso es ejemplar, porque imita al mismo Jesús que, en el Huerto de los Olivos, no pide a Dios que le quite el cáliz amargo de la Pasión, sino que le pide que se haga su voluntad: “Padre, si quieres, aparta de Mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Es decir, el leproso, sin saberlo, imita a Jesús y participa de su perfecta oblación al Padre, al someterse a la voluntad divina y no al propio querer. Por eso es que el leproso dice: “Si quieres”: deja a Dios que obre según su voluntad, deja que Dios obre en él según su querer, curándolo o no curándolo. El leproso no impone su voluntad a Dios, sino que le pide a Dios que Él cumpla su voluntad en él. La respuesta de Jesús –“Sí, quiero curarte”- es acorde a su infinita misericordia y por eso lo cura inmediatamente, premiando con la salud corporal la fe perfecta del leproso.

         “Si quieres, puedes curarme”. Además de adorar a Dios y darle gracias por su infinita misericordia demostrada en su Hijo Jesucristo, que nos cura la lepra espiritual del pecado por medio del sacramento de la Penitencia, pidamos la gracia de imitar la fe perfecta del leproso para no imponer a Dios nuestra voluntad, sino para pedirle a Dios que “no se haga nuestra voluntad, sino la suya”, porque la voluntad de Dios es infinitamente sabia, perfecta y misericordiosa.

 


Jesús cura a un sordomudo imponiéndole las manos y diciendo: “¡Efetá!”, que significa “¡Ábrete!” (Mc 7, 31-37). La curación del sordomudo es algo real, es una curación milagrosa del cuerpo afectado por parte de Jesús y es demostrativo de su condición de Dios encarnado en persona. Es decir, el milagro, real, es realizado por Jesús con su omnipotencia divina y por lo tanto demuestra que Jesús no es un hombre santo, sino Dios Tres veces Santo, encarnado en una naturaleza humana.

Ahora bien, además de la curación física, corporal, del sordomudo, en el milagro hay una prefiguración de una curación que va más allá del cuerpo y abarca el espíritu: además de curar la sordera y la mudez corporal, Jesús sana también la sordera y la mudez del espíritu, que impide al hombre, que nace manchado con el pecado original, contemplar en Jesús de Nazareth al Hombre-Dios Jesucristo. En otras palabras, además de la curación corporal, Jesús sana el espíritu del sordomudo y esto lo revela el Evangelio cuando el sordomudo, una vez curado, glorifica a Dios en Cristo. Es por esta razón que la Iglesia Católica utiliza el mismo gesto y las mismas palabras de Jesús en el sacramento del Bautismo: todo ser humano nace, por efecto del pecado original, sordo y mudo a la Palabra de Dios y esta herida espiritual se cura por acción de la gracia sacramental del Bautismo. Es por esto que el sacerdote, al bautizar, traza la señal de la Cruz en los labios y en los oídos del bautizando, pidiendo al mismo tiempo que “se abran” al Evangelio, es decir, que el nuevo miembro de la Iglesia pueda escuchar espiritualmente la Palabra de Dios y pueda, con fe, proclamar el Evangelio al prójimo.

En la curación del sordomudo, entonces, no solo hay un doble milagro –la curación del cuerpo y del espíritu-, sino que también está prefigurada una parte del Bautismo sacramental, en la cual los oídos y los labios espirituales se abren al Evangelio, por acción de la gracia, al trazar sobre ellos la señal de la Cruz. Todos hemos sido curados de la sordera y de la mudez espiritual, al recibir el Bautismo, por lo tanto, no tenemos excusa para no escuchar y no proclamar el Evangelio, el misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo, al mundo.

“Curaba a la gente y expulsaba demonios (…) predicaba y expulsaba demonios”

 


(Domingo V - TO - Ciclo B  2021)

          “Curaba a la gente y expulsaba demonios (…) predicaba y expulsaba demonios” (cfr. Mc 1, 29-39). De entre todas las actividades de Jesús relatadas por el Evangelio, hay una que se repite con frecuencia y es la de “expulsar demonios”. Esto tiene varios significados: por un lado, forma parte de nuestra fe católica creer en la existencia del demonio y en su accionar en medio de los hombres; por otra parte, revela que Jesús es Dios encarnado, porque sólo Dios tiene el poder necesario para expulsar, con el solo poder de su voz, al demonio de un cuerpo al que ha poseído; por otra parte, revela que, aunque Jesús haya realizado exorcismos y expulsado demonios, la presencia y actividad de los demonios no ha cesado ni disminuido, sino que, por el contrario, se ha ido intensificando cada vez más y lo irá haciendo cada vez más intensa a medida que la humanidad se acerque al reinado del Anticristo, el cual precederá al Día del Juicio Final. Entonces, lejos de disminuir y mucho menos de cesar la actividad demoníaca, ésta irá en aumento con el correr del tiempo, intensificándose cada vez más hasta lograr su objetivo, que es la instauración del reino de Satanás en medio de los hombres. La actividad demoníaca está encaminada a lograr dos objetivos: el provocar la condena eterna en el Infierno de la mayor cantidad posible de almas y el instaurar, en la tierra, el reino de las tinieblas, en contraposición al Reino de Dios.

          Probablemente hoy no se vean posesos por la calle, como sucedía en el Evangelio, pero esto no quiere decir que la actividad demoníaca esté ausente o en disminución: todo lo contrario, podemos decir que en nuestros días, la actividad del demonio es tal vez la más intensa de toda la historia de la humanidad y esto se puede comprobar por la inmensa cantidad de males de todo tipo que se han abatido sobre la humanidad, males que son ante todo de tipo morales y espirituales, además de males físicos como la actual pandemia. Algunos de los males que podemos enumerar y que certifican la intensa actividad demoníaca son: el avance, prácticamente sin freno, de la cultura de la muerte, que promueve el aborto como derecho humano, algo que ha alcanzado ya niveles planetarios; la legislación de la eutanasia, de modo de terminar con la vida del paciente terminal; la proclamación de los pecados contra la naturaleza como “derechos humanos”, a través de la Organización de las Naciones Unidas, por medio de la difusión de la ideología de género y de otras ideologías que atentan contra la naturaleza humana y que están en abierta contradicción con los Mandamientos de Dios y los Preceptos de la Iglesia; la difusión, a través de los medios masivos de comunicación, de una mentalidad atea, materialista, agnóstica, relativista, consumista, hedonista, que busca instaurar la falsa idea de que esta tierra debe convertirse en un paraíso terrenal, con el goce y disfrute de las pasiones, el único paraíso para el hombre; el ocultamiento o silenciamiento de ideologías “intrínsecamente perversas”, como la ideología comunista, que es esencialmente atea y anti-cristiana y que con sus genocidios demuestra su origen satánico y su colaboración directa con el reinado del Anticristo (dicho sea de paso, la actual pandemia se atribuye a un virus de diseño de laboratorio, proveniente de un laboratorio perteneciente al Partido Comunista Chino, con lo que la actual pandemia se debe sumar a la larga lista de crímenes contra la humanidad cometidos por el comunismo a lo largo de la historia); la difusión masiva de las herejías, blasfemias, sacrilegios y errores de todo tipo de la secta planetaria Nueva Era, secta ocultista y luciferina, considerada como la religión del Anticristo, puesto que propicia todo lo que es contrario a Cristo. Todos estos elementos, junto a muchos otros más, nos muestran que la actividad demoníaca es la más intensa, en nuestros días, que en toda la historia de la humanidad, lo cual hace suponer que está cercano el reinado del Anticristo, junto al Falso Profeta y a la Bestia, nombrados y descriptos en el Apocalipsis.

          “Curaba a la gente y expulsaba demonios (…) predicaba y expulsaba demonios”. No se trata de atribuir todo lo malo que sucede al demonio, puesto que el hombre, contaminado por el pecado original, obra el mal, la mayoría de las veces, sin necesidad de la intervención del demonio. Sin embargo, es necesario discernir el “signo de los tiempos”, como nos dice Jesús y lo que comprobamos es esto: que la actividad demoníaca es tan intensa en nuestros días, que pareciera que está pronto a instaurarse el reinado del Anticristo. Ahora bien, si esto es cierto, es cierto también que nada debemos temer si estamos con Cristo, si vivimos en gracia, si recibimos los Sacramentos, si nos aferramos a la Cruz y si nos cubre el manto celeste y blanco de la Inmaculada Concepción. Es la Iglesia la que continúa la tarea del Hombre-Dios de “deshacer las obras del diablo” y, por otro lado, es una promesa del mismo Jesús, que nunca falla, de que “las puertas del Infierno no prevalecerán contra la Iglesia”. Por eso, aunque las tinieblas parezcan invadirlo todo, debemos acudir a la Fuente de la Luz Increada y divina, Jesús Eucaristía y, postrándonos en adoración ante su Presencia sacramental, implorar su asistencia en estos tiempos de tinieblas.

 

jueves, 4 de febrero de 2021

“¡Hipócritas! Dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres”


 

“¡Hipócritas! Dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres” (Mc 7, 1-13). Jesús critica duramente a los fariseos y a los escribas y la razón es que han pervertido la religión del Dios Único y Uno y sus Mandamientos, cambiándola por mandamientos puramente humanos, como la ablución de manos y el lavado de la vajilla. Es decir, para los fariseos y escribas, eran más importantes las costumbres puramente humanas, que los Mandamientos de la Ley de Dios y es por eso que Jesús los critica tan duramente. No es que esté mal hacer abluciones y lavar la vajilla: lo que está mal es hacer consistir, a estas costumbres humanas, la verdadera religión. Esto nos lleva a considerar qué es la religión y como respuesta podemos decir que la esencia de la religión -específicamente, de la religión católica- es la unión del alma con Dios por medio del Amor y de la gracia –la palabra “religión” significa, precisamente, “re-ligar”, re-unir al alma con Dios- y si no se cumple esta condición, toda costumbre humana, aun cuando sea cumplida a la perfección, no conduce a la unión con Dios, quedando simplemente en eso, en el cumplimiento de un acto humano, pero sin unir al alma con Dios. Jesús los critica a los fariseos y escribas porque siendo, al menos en apariencia, hombres religiosos, han falsificado a tal punto la religión, que la han convertido en un acto, paradójicamente, anti-religioso, porque se centraban en el cumplimiento de ritos externos humanos y no en la unión espiritual del alma con Dios por medio del Amor.

“¡Hipócritas! Dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres”. No debemos pensar que los reproches de Jesús a los fariseos y escribas son sólo para ellos: también nosotros podemos caer en el mismo error de ellos y en verdad lo hacemos, toda vez que nos olvidamos que la religión católica consiste en la unión de nuestras almas por el Amor de Dios, el Espíritu Santo y por la gracia, a Dios Uno y Trino, por medio de Nuestro Señor Jesucristo. Si nos olvidamos de esto, de la esencia de la religión, que incluye, además de la unión con Dios Trino, el amor misericordioso –no el simple amor humano, sino el amor misericordioso, que es el Amor de Cristo- hacia el prójimo, estaremos vaciando a nuestra religión católica de toda su esencia y la estaremos convirtiendo en un mero cumplimiento de ritos externos. Por lo tanto, debemos estar atentos para no caer en el error de racionalizar y humanizar –en el sentido de desacralizar- a nuestra religión católica, la Única Religión Verdadera.