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miércoles, 4 de enero de 2017

Infraoctava de Navidad 6 2016



         En el Niño que reposa en el Pesebre de Belén y que extiende sus bracitos, como hace todo niño recién nacido, hay un misterio inefable, insondable, que encierra en sí mismo el destino de felicidad y alegría eterna para el hombre. Pero este misterio no se explica ni se entiende, sino se contempla, a la escena del Pesebre, a la luz de otra escena, igualmente misteriosa e inefable, la del Hombre-Dios crucificado en el Calvario, el Viernes Santo. En otras palabras, el Pesebre no se explica sin la Cruz, así como la Cruz no se entiende sino se contempla la escena del Pesebre y el Niño que en él yace, envuelto en pañales, a la luz de la fe. El Pesebre y la Cruz son dos escenas que encierran un único misterio y que por lo mismo forman una sola y única unidad: el misterio de la Encarnación redentora del Salvador, Cristo Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, que viene a nuestro mundo como Niño Dios, como Niño recién nacido, tomando Cuerpo y Sangre en el seno de la Virgen, para ofrecer este Cuerpo y Sangre, junto con su Alma y su Divinidad, en el Altar sacrosanto de la Cruz, como expiación por nuestros pecados y salvación de nuestras almas. Los ángeles que adoran al Niño y cantan gozosos la gloria de Dios en el Nacimiento, son los mismos ángeles que, en el Viernes Santo, llenos de pesar y tristeza, recogerán la Sangre del Cordero de Dios, que brotará a manantiales de las heridas de sus manos, de sus pies y de su Costado traspasado. Y serán también los mismos ángeles que adorarán al Cordero que, prolongando su Encarnación en la Eucaristía y renovando sacramentalmente su sacrificio en cruz en el Altar Eucarístico, ofrecerá su Cuerpo como Pan de Vida eterna y su Sangre como Vino de la Alianza Nueva y Eterna en la Santa Misa. Pesebre, Calvario, Santa Misa y Eucaristía, misterios insondables de un Dios que se hace Niño, para inmolarse en el Altar de la Cruz y ofrecerse a nuestras almas como Pan Vivo bajado del cielo.

martes, 3 de enero de 2017

Infraoctava de Navidad 4 2016


         El Evangelio narra que José y María, con la Virgen ya pronta a dar a luz, recorrieron las posadas de Belén en busca de refugio, calor, reposo, pero no encontraron lugar en ellas: “no había sitio para ellos en el mesón” (cfr. Lc 2, 7). Las posadas ricas de Belén, bien iluminadas, calefaccionadas, llenas de gente despreocupada, en donde resuenan las risotadas, en donde se baila y se festeja mundanamente, en donde no hay lugar para Dios que está por nacer, representa a los corazones de los hombres sin Dios y que no aman a Dios y que no quieren recibir a Dios en sus vidas; las posadas ricas de Belén, que no tienen lugar para recibir al Niño Dios que ha de nacer, representan a los hombres mundanos, cuyos corazones están llenos de amores mundanos, profanos, y en cuyas vidas no hay cabida para Dios, porque su lugar está reemplazado por ídolos: el dinero, el placer, el goce desenfrenado de las pasiones, las alegrías ilícitas y perversas. Como en las posadas ricas de Belén, en estos corazones no hay lugar para Dios, que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 20), porque sólo hay amor egoísta de sí mismo.
         Por el contrario, el pobre Portal de Belén, un refugio de animales –un buey y un asno-, oscuro, frío, indigno de ser habitado por el hombre, con restos de deshechos fisiológicos de los animales, representa al corazón del hombre pecador, el hombre que también está sin Dios, como el hombre mundano, pero que a diferencia de este, desea ardientemente recibir a su Dios que nace, ofreciéndole la pobre miseria de su corazón, considerándose indigno de la Presencia de Dios en él, humillándose en su miseria y pobreza, pero no obstante –o más bien, a causa de su miseria y pobreza-, abre sus puertas de par en par a Dios, para que Dios Niño purifique su corazón con su gracia, lo ilumine con su gloria, lo vivifique con su Vida divina.
         ¿Cómo saber si nuestro corazón es un corazón sin Dios y que no desea recibir a Dios, como las ricas posadas de Belén o, por el contrario, es un corazón de un pecador, y por eso sin Dios, pero que desea recibir a Dios, a pesar de su miseria y pecado?
Si dejamos entrar a María Virgen en nuestras almas, porque La que trae a Jesús, en su seno virginal y purísimo, es la Madre de Dios. Si abrimos las puertas de nuestros corazones a María Santísima, entonces nuestros pobres y míseros corazones serán como el Portal de Belén, porque en ellos nacerá, por la gracia, Aquel ante el cual los ángeles se postran en adoración día y noche, el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios.


jueves, 29 de diciembre de 2016

Infraoctava de Navidad 3 2016


         Después de la Virgen y San José, los primeros seres humanos en recibir la noticia del Nacimiento del Redentor en Belén fueron un grupo de pastores, y los encargados de darles la Buena Nueva fueron los ángeles: “Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz: y se llenaron de temor. El ángel les dijo: ‘No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David. Esto tendréis por señal: encontraréis al Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre’. Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, alabando a Dios, diciendo: ‘Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad’. Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: “Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado”. Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho” (Lc 2, 8-20).
         Para poder vivir un verdadero espíritu navideño, es necesario meditar en la aparición de los ángeles y en la actitud y respuesta de los pastores, para tomar ejemplo de ellos. Cuando los pastores reciben la Buena Noticia, algunos “dormían” por turnos, vigilando sus rebaños, es decir, los pastores estaban cumpliendo con su deber de estado, una condición necesaria e indispensable para recibir al Mesías, según la parábola del siervo prudente. Por otra parte, el hecho de ser pastores, además del oficio en sí mismo, indica la predilección de Dios por los pobres y humildes, pero no una pobreza meramente material, sino ante espiritual, al igual que la humildad: esto es necesario en el alma, para ser del agrado de Dios, que “enaltece  los humildes y humilla a los soberbios. Cuando aparecen los ángeles, los pastores son envueltos en la “gloria del Señor”, y esto es lo que les permite recibir y comprender el mensaje angélico, que es celestial y sobrenatural, y no rebajarlo al nivel de la pobre razón humana la cual, sin la ayuda de la gracia de Dios, es incapaz de comprender el misterio del Nacimiento de Dios Hijo y desvía la Buena Noticia, confundiéndola con ideologías humanas. Recibida la noticia, los pastores, dando crédito a los ángeles, acuden al Pesebre, en donde adoran al Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús, que está “envuelto en pañales” y en brazos de María Virgen; luego “dan a conocer” lo que han visto, al tiempo que “glorifican y alaban a Dios por todo lo que habían visto y oído”.
Como dijimos, los pastores son nuestros modelos para vivir una verdadera y auténtica Navidad, pero también, para vivir la Santa Misa en su verdadera y auténtica esencia, porque tanto la disposición de siervos prudentes, el estado de gracia de los pastores, y la apertura del espíritu –pobre y humilde- a la gloria de Dios que se manifiesta en el Niño de Belén, constituyen las mismas disposiciones espirituales que debemos tener nosotros, no solo ante el Pesebre, sino ante la Misa, en donde, “guiados por el Espíritu Santo”, como el anciano Simeón (cfr. Lc 2, 27), encontramos al mismo Niño Dios de Belén que los pastores encontraron, pero no envuelto en pañales, sino oculto en apariencia de pan, en la Eucaristía.


miércoles, 28 de diciembre de 2016

Infraoctava de Navidad 2 2016


         En Navidad, una joven madre, primeriza, abraza a su Niño recién nacido para darle su calor materno; lo envuelve en pañales, le da de amamantar, lo acuna y le canta hermosas canciones con las cuales busca calmar el llanto del Niño, que llora de hambre y de frío, aunque llora también porque, como todo recién nacido que acaba de salir del vientre de su madre, experimenta el brusco pasaje de serenidad, seguridad y calidez del seno materno, al frío y la incertidumbre del mundo exterior. Vista con los solos ojos humanos, la escena no se diferencia en mucho de las centenares de miles que se registran a diario en todas las partes del mundo, con la sola excepción del lugar en el que se produjo el Nacimiento, un Pesebre, es decir, un refugio para animales.
         Esta joven madre, que amorosa y premurosamente atiende, con dulzura y suavidad materna, las necesidades más básicas del Niño, de alimentación, abrigo y calor –la única fuente de calor la constituyen, en la fría noche, la fogata encendida por San José y el calor aportado por los humildes animales que acompañaron el nacimiento, el burro y el buey-, aunque vista con los ojos humanos parece ser una madre más de las tantas madres dedicadas de Palestina, no es, sin embargo, una madre más entre tantas: es la Madre de Dios, la Siempre Virgen, Perfecta y Purísima Virgen María, Madre del Único Dios por el que se vive; Madre del Creador de todas las cosas, del Universo visible e invisible. Es Madre de Dios porque engendró, en el tiempo, virginal y milagrosamente, a la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, el Unigénito del Padre que, procediendo eternamente del Padre, se encarnó en el seno de María por obra del Espíritu Santo –en su concepción no hubo intervención alguna de hombre-, fue revestido de carne y alimentado con los nutrientes maternos en el seno virgen de María, y nació milagrosamente en Belén, Casa de Pan, para donarse al mundo como Pan de Vida eterna, como Pan bajado del cielo, como el Verdadero Maná del Padre, que alimenta a las almas con la substancia, la vida y el Amor divinos.
         La madre del Niño de Belén no es una madre más entre tantas, es la Madre de Dios.


martes, 27 de diciembre de 2016

Infraoctava de Navidad 1 2016


         En la escena de Navidad, destaca la Madre del Niño: aunque su apariencia es humilde, no es una madre más entre tantas: es la Inmaculada Concepción, la Llena de gracia, la Purísima, la Reina de los ángeles, la Reina de cielos y la tierra. Es María, la Madre de Dios. Es madre primeriza, pero es Virgen y Madre al mismo tiempo, porque el Niño que ha salido de sus entrañas, no fue concebido por hombre alguno, sino por el Espíritu Santo, el Amor de Dios, y ese Niño fruto de sus entrañas, no es un niño más entre tantos, sino el Niño Dios, es decir, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, para que los hombres, hechos como niños por la pureza e inocencia que concede la gracia, seamos Dios por participación.
         La Madre de este Niño ha dado a luz, pero permanece Virgen, porque el Niño salió de sus entrañas sin comprometer su pureza virginal: estando la Virgen arrodillada y con las manos unidas a la altura del pecho, en posición de profunda oración, al momento de dar a luz, de su abdomen superior salió una luz celestial, que iluminó con su resplandor eterno al pobre Pesebre de Belén y se materializó en el Niño Dios. Así fue el Nacimiento del Salvador, el Mesías, puro, límpido, cristalino, precisamente como lo describen los Padres de la Iglesia, “como un rayo de sol atraviesa el cristal”. Y así como el rayo de sol deja intacto al cristal, antes, durante y después de atravesarlo, así sucedió con el Hijo de Dios en su Nacimiento, dejando intacta la virginidad de su Madre antes, durante y después del parto.
         Gracias a esta Madre, el Niño de Belén, que es Dios Invisible, se volvió visible, al tejerle esta Madre y Virgen un cuerpo humano, en su seno materno, para que así este Niño Dios pudiera ser visto por todos los hombres y así ninguno pueda decir, en adelante, que “no ha visto a Dios”, porque quien ve a este Niño, ve a Dios. También gracias a esta Madre y Virgen, el Niño que crecía en su seno virginal, que era el Dios Creador de todas las cosas, recibió nutrientes de la substancia materna durante los nueve meses de gestación, y así el Dios que da alimento a hombres y animales, recibió alimento de su Madre, para crecer en su seno virginal como un Niño robusto y bien alimentado.
         Gracias a esta Madre, que le tejió un cuerpo y lo alimentó con la substancia de sus entrañas, el Dios Tres veces Santo, Espíritu Puro, adquirió un Cuerpo para ser ofrendado en la Cruz y ser donado a los hombres, en cada Misa, como Pan de Vida eterna.
         La Madre del Niño de Belén parece una madre más, pero no lo es, porque es la Madre de Dios, la siempre Virgen, Perfecta y Purísima María Santísima.

         

miércoles, 6 de enero de 2016

Infraoctava de Navidad 7 - Los ángeles y los pastores


         Los ángeles, cuyo nombre indica su función –mensajeros de Dios-, se alegran por contemplar a Dios Uno y Trino en su esencia  y por tener que comunicar a los hombres la más hermosa y alegre noticia que pueda jamás recibir la Humanidad, y es la Encarnación de la Persona Segunda de la Trinidad y su Nacimiento como un Niño humano, de María Virgen. Lo que contemplan extasiados los ángeles en el cielo, es lo que adoran los pastores y Reyes Magos en la tierra y es lo que describe el evangelista Juan en su Prólogo: los ángeles contemplan a la Palabra de Dios, que era Dios, que estaba junto a Dios, que era la vida y la luz de los hombres; los pastores y Magos adoran a esa misma Palabra, hecha Carne, hecha Niño-Dios, que vino a los suyos para donarse como Pan Vivo bajado del cielo, como Pan celestial, un Pan que es la Carne gloriosa del Cordero de Dios, que al precio de su Sangre derramada en la Cruz, quitará los pecados del mundo. Para que los hombres pudieran alegrarse con la alegría de los ángeles y para que se alimentaran con Pan de ángeles, es que el Verbo, el Logos, la Palabra de Dios, que estaba junto a Dios desde la eternidad y era Dios por ser engendrado y no creado, viene a este mundo y se reviste de carne y sangre, de un cuerpo humano y un alma humanas, para que así el hombre pudiera, al igual que el ángel, contemplar con sus propios ojos la gloria de Dios, porque el Niño de Belén es el Dios de la gloria que se manifiesta en la humildad de la carne, de la naturaleza humana. A partir de la Encarnación, los hombres no tienen nada que envidiar a los ángeles, porque si estos se alegraban en la contemplación de la Palabra en los cielos y se extasiaban en su gloria, ahora los hombres, contemplando a la Palabra hecha Carne, que manifiesta visiblemente la gloria de Dios a través del Cuerpo del Niño, también se alegran y regocijan porque ha venido hasta ellos, hasta este “valle de lágrimas”, el Dios de gloria, de majestad y de alegría infinitas, para aliviar sus penas y alegrar sus días, hasta el Día del Juicio Final. Y esa misma alegría y regocijo sobrenaturales experimentan los hombres cuando adoran al Niño de Belén, con su Cuerpo ya glorioso y resucitado, que ha pasado ya por el misterio de su Pasión y Resurrección, en el Pan de Vida eterna, la Eucaristía.
         Los pastores

         En los pastores se cumple el adagio que dice: “Haz lo que debes y está en lo que haces”, porque al momento del anuncio de los ángeles acerca del nacimiento del Niño Dios, se encuentran realizando su labor, la de cuidar el rebaño. Por el mismo hecho, son una confirmación de que el trabajo, realizado con honestidad y con la mayor perfección posible, es un lugar de santificación. Pero lo más importante es el motivo por el cual son elegidos para recibir el anuncio del Nacimiento: su sencillez, su humildad de corazón y su amor a Dios, todo lo cual queda de manifiesto en la prontitud con la que aceptan el mensaje angélico y el amor y el candor que demuestran al acudir a adorar al Niño Dios. De esta manera, los pastores, hombres de escasa cultura humana pero que, súbitamente, se vuelven sabios al adquirir sabiduría divina –saber que el Niño que nace no es un niño más entre tantos, sino Dios que se hace Niño sin dejar de ser Dios- y se oponen así a las almas soberbias, a las almas centradas en sí mismas, que piensan que porque poseen sabiduría -sea de las ciencias divinas, sea de las ciencias humanas-, son superiores a los demás, con lo cual se vuelven impermeables tanto al mensaje celestial revelado y transmitido directamente por los ángeles, como en el Nacimiento, como al Magisterio de la Iglesia, tal como sucede, por ejemplo, con la transmisión ordinaria de la Verdad Revelada (Catecismo, Credo, Dogmas). Esto quiere decir que, al aceptar el mensaje angélico sin dudar ni por un instante y al adorar a Dios hecho Niño con alma humilde, los pastores nos dan ejemplo de cómo debe ser nuestra disposición –intelecto y voluntad- con respecto a las verdades de la fe, la principal de ellas, la relativa a la doctrina eucarística: como ellos, que creyeron sin dudar en lo que los ángeles les decían y así se dirigieron a adorar a Dios, de igual manera también nosotros, con la misma disposición y humildad, debemos creer en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor en la Eucaristía y postrarnos ante ese Dios que, hecho Niño en Belén, se nos manifiesta oculto, bajo apariencia de pan, en la Eucaristía.

Infraoctava de Navidad 6 - El Portal de Belén, la Cruz del Calvario, el Altar Eucarístico



         Cuando se contempla el Pesebre de Belén, no debe dejarse de lado el hecho de que la tierna escena del Niño Dios que abre sus brazos esperando ser recibido con amor, es el mismo Hombre-Dios que, en el Calvario, extiende los brazos en la cruz para abrazar con ellos a todos los hombres y comunicarles el Amor del Padre, y es el mismo Hombre-Dios que, como Sumo y Eterno Sacerdote, extiende los brazos por medio del sacerdote ministerial, en la Santa Misa, para perpetuar, de modo incruento y sacramental, sobre el Altar Eucarístico, el Santo Sacrificio de la Cruz. Así, el Pesebre, la Cruz y el Altar Eucarístico, no son escenas aisladas de una piedad sentimentalista y fragmentada, sino tres etapas, intrínseca e indisolublemente conexas, de la vida del Redentor, el Hombre-Dios, que naciendo como Niño humano, como “Hijo de hombre” (cfr. Mt 24, 44), se dona a sí mismo en Belén, Casa de Pan, como Pan Vivo bajado del cielo; este Niño Dios es el mismo que, como Hombre-Dios, en el Calvario, dona su Alma y su Divinidad junto con su Cuerpo y su Sangre; este Niño Dios es el mismo que, en el Altar Eucarístico, Nuevo Calvario y Nuevo Belén, se dona cada vez, en la Eucaristía, como Pan Vivo bajado del cielo, con su Cuerpo resucitado, su Sangre inhabitada por el Espíritu Santo, su Alma glorificada y su majestuosa Divinidad. Pesebre, Cruz y Altar, tres lugares en donde el alma recibe el Amor de Dios, tres lugares en donde el alma tiene la oportunidad de darle su pequeño amor a Dios, que se nos dona como Niño-Dios, como Hombre-Dios y como Pan Vivo bajado del cielo, como Eucaristía.

Infraoctava de Navidad - 5 El Portal



         Luego de pedir infructuosamente asilo en las ricas posadas de Belén (cfr. Lc 2, 1-7), San José y María Santísima, ya a punto de dar a luz al Verbo Eterno de Dios, deben dirigirse a las afueras del poblado, en donde finalmente encuentran un pobre refugio de animales. Las mesones de Belén, llenos de gente que ríe, canta y baila despreocupadamente, abrigadas con el calor de las chimeneas, no tienen lugar para Dios, que viene a este mundo como un Niño indefenso y necesitado de todo. Las posadas -ricas, luminosas, colmadas de personas que ríen a carcajadas, que comen y beben sin pensar en Dios y sin temor de Dios-, representan a las almas mundanas que, henchidas de soberbia e inmersas en el ruido y en el falso atractivo del mundo, sus brillos, sus luces y sus fastos, no tienen tiempo para dedicar a Dios, ni lugar en sus oscuros corazones para amarlo y tampoco tienen tiempo para dedicarle, porque todo su amor, toda su atención, todas sus metas, están en el mundo y sólo en el mundo. Por el contrario, el Portal de Belén, pobre, frío, oscuro, incluso maloliente, por ser refugio de animales -que a diferencia de las ricas posadas de Belén, sí tiene lugar para recibir al Niño Dios que está por nacer y que viene en el seno de la Virgen-, representa a los corazones de los hombres humildes que, sabiéndose indignos de toda indignidad, porque no tienen amor de Dios, o es muy escaso; sabiéndose pobres, porque no tienen en sí la riqueza de la vida de Dios; reconociendo en sí mismos la debilidad, al experimentar las fuerzas de las pasiones sin el control de la razón ni de la gracia -las cuales están representadas en las bestias irracionales, el buey y el asno del Pesebre-; conociendo la propia oscuridad y frialdad de sus corazones, que no poseen la luz del Amor de Dios, sin embargo –o más bien, a causa de esto-, sí tienen lugar para alojar, primero a la Madre de Dios que trae al Niño y luego a Dios que nace como Niño. Entonces, tener un corazón pobre, oscuro y frío, que a imitación del Portal de Belén, desea que Dios habite en él, es ya un signo de la presencia de Aquella que trae al Niño Dios en su seno, la Virgen María. Y cuando llega María, llega Jesús, y así como el Portal de Belén, oscuro y frío, se iluminó con la luz de la gloria del Niño de Belén cuando este nació, así el corazón, por más pobre y oscuro que sea, se ve colmado con el resplandor de la Luz Eterna, Cristo Dios, que nace en él, cuando llega la Madre de Dios.  

Infraoctava de Navidad 4 - El Hijo



         El Niño que yace en el pobre Portal de Belén, ese Niño que llora debido al frío y al hambre –experimentando en su pequeño cuerpo humano, todos los sufrimientos que experimenta un niño recién nacido, desvalido-, ese Niño es Dios Eterno, el mismo Dios Creador de los cielos y de la tierra, que ha nacido como un niño indefenso, para que los hombres no tuvieran temor en acercarse a Él. Este Niño, es Dios Invisible e Intangible, inaccesible a los sentidos del hombre, pero que ahora aparece como un niño humano, como un “hijo de hombre” (cfr. Mt 8, 20), para volverse visible, tangible, accesible a los sentidos del hombre, para que el hombre pueda abrazar a su Dios, hecho Niño; el Dios omnipotente aparece a los hombres como un niño que acaba de nacer, para que el hombre no tenga temor en acercarse a Dios: ¿quién puede tener miedo de un Niño recién nacido?; el Dios de infinita majestad, cuya gloria no puede ser contemplada por los hombres, viene a nuestro mundo como un niño, para que el hombre pueda contemplar, con sus propios ojos, la gloria del Dios invisible, hecha visible en el Cuerpo del Niño de Belén. El Dios, que es Espíritu Puro, se presenta ante los hombres como un Niño, con un cuerpo humano, un cuerpo cuyos miembros le fueron proporcionados por la Virgen y Madre, durante los nueve meses en los que este Niño se alojó en su seno virginal. Fue allí en donde la Madre de Dios, donando de su substancia materna al Verbo de Dios en Ella alojado, le tejió un cuerpo de carne y sangre al Dios que es Espíritu Puro, para que este Dios, naciendo milagrosamente en Belén, se entregara al mundo como Pan de Vida eterna, ofrendando su Cuerpo en la cruz y derramando su Sangre en el cáliz de bendición, en el altar eucarístico. Gracias a María Santísima, la Virgen y Madre, que lo nutrió y lo envolvió en su seno virginal con su substancia materna, el Logos, la Palabra de Dios, se volvió visible a los ojos de los hombres, al revestirse de carne y sangre, la misma Carne y la misma Sangre que habría de entregar un día en el Santo Sacrificio de la Cruz para la salvación de los hombres; la misma Carne y la misma Sangre que entregaría cada vez, en la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, el Santo Sacrificio del Altar. Por la Virgen Madre, el Dios Invisible adquiere un Cuerpo, para entregarlo en la Cruz; por la Iglesia, el Dios hecho visible en Belén, se reviste de apariencia de pan para entregar su Cuerpo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía.

Infraoctava de Navidad 3 - El Padre adoptivo



         San José es el varón santo y justo que destaca por sobre todos los varones santos y justos por su pureza, su castidad y su santidad. Pero también destaca porque es el elegido por la Trinidad beatísima para ser el reemplazante de cada una de las Tres Divinas Personas en la tierra: es elegido por Dios Padre, para que continúe y prolongue en la tierra la paternidad celestial que Él ejerce por haber engendrado al Verbo Unigénito desde la eternidad: Dios Padre quiere que San José, ejerciendo la paternidad adoptiva con su Hijo Unigénito, sea para Dios Hijo su imagen viviente y su recuerdo permanente, de manera que Dios Hijo, al ver a San José, vea reflejado al Padre Eterno; Dios Hijo lo elige para que sea su padre adoptivo, de manera de ver reflejado en San José, en tanto lo permiten los límites de la naturaleza humana, a su Padre Dios, para amarlo con el mismo Amor con el que ama a su Padre celestial, el Espíritu Santo: en otras palabras, Dios Hijo, engendrado por el Padre desde la eternidad, quiere que San José sea su padre adoptivo en el tiempo, para ser criado y educado por él en su naturaleza humana y así poder amarlo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo; Dios Espíritu Santo, Esposo de María Santísima, elige a su vez a San José, para que sea una prolongación de su divina esponsalidad, siendo para María Santísima un esposo casto, puro, amable y respetuoso, que la ame en su condición de esposo meramente legal, con el Amor Santo de Dios. Por último, la Trinidad en su conjunto elige a San José para que sea el Jefe de la Sagrada Familia de Nazareth, de manera que,  con su trabajo terreno, sea instrumento de la Divina Providencia, que asiste en toda necesidad a la Madre y al Hijo. Por todo esto, la santidad de San José, varón casto, puro y santo, excede, con mucho, la santidad de los más santos entre los santos.

Infraoctava de Navidad 2 - La Madre



         El Niño  que yace en el Pesebre no es un niño más entre tantos: es el Niño-Dios, es Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios; es Dios Hijo, la Persona Segunda de la Trinidad, el Dios Invisible, Intangible e Inaccesible, que se hace Visible, Tangible y Accesible a los hombres, gracias a su Madre, que por ser la Madre del Unigénito, es la Madre de Dios. Y al igual que sucede con el Niño -que aunque parece ser uno más entre tantos, no lo es, porque es Dios Hijo encarnado-, de la misma manera sucede con la Madre: aun cuando a la vista de los ojos del cuerpo, la Madre se asemeje a cualquier otra madre del mundo, no es una más, porque se trata de la Madre y Virgen, la Madre de Dios que, por ser Inmaculada Concepción y Llena de gracia, inhabitada por el Espíritu Santo desde la creación de su naturaleza humana, es Madre y Virgen, puesto que da a luz al Verbo Eterno del Padre sin perder su virginidad, permaneciendo Virgen antes, durante y después del parto milagroso. La Virgen y Madre, María Santísima, se comportó con el Logos Eterno al modo como se comportan los diamantes con la luz del sol: así como estos, piedras cristalinas, que atrapan a la luz que proviene del sol y la encierran en su interior antes de emitirla -y esa es la razón de su brillo-, del mismo modo, la Virgen Santísima, luego del Anuncio del Ángel, encerró en sí misma, en su seno virginal, al Verbo Eterno de Dios, Luz de Luz, Dios de Dios, Cristo Jesús, y la retuvo dentro de sí durante nueve meses, para darlo luego finalmente a la luz –y esa es la razón por la cual la Virgen brilla y resplandece en los cielos como “la Mujer revestida de sol” (Ap 12, 1)-. Y puesto que Aquel a quien dio a luz era la Luz Eterna de Dios –Dios, que es Luz eterna-, fue por la Virgen y Madre que los hombres, que vivían en “oscuridad y sombras de muerte” (Lc 1, 79), recibieron la Luz divina, que al mismo tiempo que ilumina, vivifica a las almas con la vida misma de Dios Trino. ¡Bendito y adorado sea el Niño Dios nacido en Belén y alabada sea la Madre de Dios por quien vino a nosotros la Luz Eterna de Dios!