En el Niño que reposa en el Pesebre de Belén y que extiende
sus bracitos, como hace todo niño recién nacido, hay un misterio inefable,
insondable, que encierra en sí mismo el destino de felicidad y alegría eterna
para el hombre. Pero este misterio no se explica ni se entiende, sino se
contempla, a la escena del Pesebre, a la luz de otra escena, igualmente
misteriosa e inefable, la del Hombre-Dios crucificado en el Calvario, el
Viernes Santo. En otras palabras, el Pesebre no se explica sin la Cruz, así
como la Cruz no se entiende sino se contempla la escena del Pesebre y el Niño
que en él yace, envuelto en pañales, a la luz de la fe. El Pesebre y la Cruz
son dos escenas que encierran un único misterio y que por lo mismo forman una
sola y única unidad: el misterio de la Encarnación redentora del Salvador,
Cristo Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, que viene a nuestro mundo como
Niño Dios, como Niño recién nacido, tomando Cuerpo y Sangre en el seno de la Virgen,
para ofrecer este Cuerpo y Sangre, junto con su Alma y su Divinidad, en el
Altar sacrosanto de la Cruz, como expiación por nuestros pecados y salvación de
nuestras almas. Los ángeles que adoran al Niño y cantan gozosos la gloria de
Dios en el Nacimiento, son los mismos ángeles que, en el Viernes Santo, llenos
de pesar y tristeza, recogerán la Sangre del Cordero de Dios, que brotará a
manantiales de las heridas de sus manos, de sus pies y de su Costado
traspasado. Y serán también los mismos ángeles que adorarán al Cordero que,
prolongando su Encarnación en la Eucaristía y renovando sacramentalmente su
sacrificio en cruz en el Altar Eucarístico, ofrecerá su Cuerpo como Pan de Vida
eterna y su Sangre como Vino de la Alianza Nueva y Eterna en la Santa Misa.
Pesebre, Calvario, Santa Misa y Eucaristía, misterios insondables de un Dios
que se hace Niño, para inmolarse en el Altar de la Cruz y ofrecerse a nuestras
almas como Pan Vivo bajado del cielo.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.

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miércoles, 4 de enero de 2017
martes, 3 de enero de 2017
Infraoctava de Navidad 4 2016
El Evangelio narra que José y María, con la Virgen ya pronta
a dar a luz, recorrieron las posadas de Belén en busca de refugio, calor,
reposo, pero no encontraron lugar en ellas: “no había sitio para ellos en el
mesón” (cfr. Lc 2, 7). Las posadas
ricas de Belén, bien iluminadas, calefaccionadas, llenas de gente
despreocupada, en donde resuenan las risotadas, en donde se baila y se festeja
mundanamente, en donde no hay lugar para Dios que está por nacer, representa a
los corazones de los hombres sin Dios y que no aman a Dios y que no quieren
recibir a Dios en sus vidas; las posadas ricas de Belén, que no tienen lugar
para recibir al Niño Dios que ha de nacer, representan a los hombres mundanos,
cuyos corazones están llenos de amores mundanos, profanos, y en cuyas vidas no
hay cabida para Dios, porque su lugar está reemplazado por ídolos: el dinero,
el placer, el goce desenfrenado de las pasiones, las alegrías ilícitas y
perversas. Como en las posadas ricas de Belén, en estos corazones no hay lugar
para Dios, que “es Amor” (cfr. 1 Jn
4, 20), porque sólo hay amor egoísta de sí mismo.
Por el contrario, el pobre Portal de Belén, un refugio de
animales –un buey y un asno-, oscuro, frío, indigno de ser habitado por el
hombre, con restos de deshechos fisiológicos de los animales, representa al
corazón del hombre pecador, el hombre que también está sin Dios, como el hombre
mundano, pero que a diferencia de este, desea ardientemente recibir a su Dios
que nace, ofreciéndole la pobre miseria de su corazón, considerándose indigno
de la Presencia de Dios en él, humillándose en su miseria y pobreza, pero no
obstante –o más bien, a causa de su miseria y pobreza-, abre sus puertas de par
en par a Dios, para que Dios Niño purifique su corazón con su gracia, lo
ilumine con su gloria, lo vivifique con su Vida divina.
¿Cómo saber si nuestro corazón es un corazón sin Dios y que
no desea recibir a Dios, como las ricas posadas de Belén o, por el contrario,
es un corazón de un pecador, y por eso sin Dios, pero que desea recibir a Dios,
a pesar de su miseria y pecado?
Si
dejamos entrar a María Virgen en nuestras almas, porque La que trae a Jesús, en
su seno virginal y purísimo, es la Madre de Dios. Si abrimos las puertas de
nuestros corazones a María Santísima, entonces nuestros pobres y míseros
corazones serán como el Portal de Belén, porque en ellos nacerá, por la gracia,
Aquel ante el cual los ángeles se postran en adoración día y noche, el Niño
Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios.
jueves, 29 de diciembre de 2016
Infraoctava de Navidad 3 2016
Después de la Virgen y San José, los primeros seres humanos
en recibir la noticia del Nacimiento del Redentor en Belén fueron un grupo de
pastores, y los encargados de darles la Buena Nueva fueron los ángeles: “Había
en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno
durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del
Señor los envolvió en su luz: y se llenaron de temor. El ángel les dijo: ‘No
temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os
ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor, en
la ciudad de David. Esto tendréis por señal: encontraréis al Niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre’. Al instante se juntó con el ángel una
multitud del ejército celestial, alabando a Dios, diciendo: ‘Gloria a Dios en
las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad’. Y sucedió que
cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos
a otros: “Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos
ha manifestado”. Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al
niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho
acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los
pastores les decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba
en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por
todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho” (Lc 2, 8-20).
Para poder vivir un verdadero espíritu navideño, es
necesario meditar en la aparición de los ángeles y en la actitud y respuesta de
los pastores, para tomar ejemplo de ellos. Cuando los pastores reciben la Buena
Noticia, algunos “dormían” por turnos, vigilando sus rebaños, es decir, los
pastores estaban cumpliendo con su deber de estado, una condición necesaria e
indispensable para recibir al Mesías, según la parábola del siervo prudente. Por
otra parte, el hecho de ser pastores, además del oficio en sí mismo, indica la
predilección de Dios por los pobres y humildes, pero no una pobreza meramente
material, sino ante espiritual, al igual que la humildad: esto es necesario en
el alma, para ser del agrado de Dios, que “enaltece los humildes y humilla a los soberbios. Cuando
aparecen los ángeles, los pastores son envueltos en la “gloria del Señor”, y
esto es lo que les permite recibir y comprender el mensaje angélico, que es
celestial y sobrenatural, y no rebajarlo al nivel de la pobre razón humana la
cual, sin la ayuda de la gracia de Dios, es incapaz de comprender el misterio
del Nacimiento de Dios Hijo y desvía la Buena Noticia, confundiéndola con
ideologías humanas. Recibida la noticia, los pastores, dando crédito a los
ángeles, acuden al Pesebre, en donde adoran al Hijo de Dios encarnado, Cristo
Jesús, que está “envuelto en pañales” y en brazos de María Virgen; luego “dan a
conocer” lo que han visto, al tiempo que “glorifican y alaban a Dios por todo
lo que habían visto y oído”.
Como
dijimos, los pastores son nuestros modelos para vivir una verdadera y auténtica
Navidad, pero también, para vivir la Santa Misa en su verdadera y auténtica
esencia, porque tanto la disposición de siervos prudentes, el estado de gracia de
los pastores, y la apertura del espíritu –pobre y humilde- a la gloria de Dios
que se manifiesta en el Niño de Belén, constituyen las mismas disposiciones
espirituales que debemos tener nosotros, no solo ante el Pesebre, sino ante la
Misa, en donde, “guiados por el Espíritu Santo”, como el anciano Simeón (cfr. Lc 2, 27), encontramos al mismo Niño
Dios de Belén que los pastores encontraron, pero no envuelto en pañales, sino
oculto en apariencia de pan, en la Eucaristía.
miércoles, 28 de diciembre de 2016
Infraoctava de Navidad 2 2016
En Navidad, una joven madre, primeriza, abraza a su Niño
recién nacido para darle su calor materno; lo envuelve en pañales, le da de
amamantar, lo acuna y le canta hermosas canciones con las cuales busca calmar
el llanto del Niño, que llora de hambre y de frío, aunque llora también porque,
como todo recién nacido que acaba de salir del vientre de su madre, experimenta
el brusco pasaje de serenidad, seguridad y calidez del seno materno, al frío y
la incertidumbre del mundo exterior. Vista con los solos ojos humanos, la
escena no se diferencia en mucho de las centenares de miles que se registran a
diario en todas las partes del mundo, con la sola excepción del lugar en el que
se produjo el Nacimiento, un Pesebre, es decir, un refugio para animales.
Esta joven madre, que amorosa y premurosamente atiende, con
dulzura y suavidad materna, las necesidades más básicas del Niño, de
alimentación, abrigo y calor –la única fuente de calor la constituyen, en la
fría noche, la fogata encendida por San José y el calor aportado por los
humildes animales que acompañaron el nacimiento, el burro y el buey-, aunque
vista con los ojos humanos parece ser una madre más de las tantas madres
dedicadas de Palestina, no es, sin embargo, una madre más entre tantas: es la
Madre de Dios, la Siempre Virgen, Perfecta y Purísima Virgen María, Madre del
Único Dios por el que se vive; Madre del Creador de todas las cosas, del
Universo visible e invisible. Es Madre de Dios porque engendró, en el tiempo,
virginal y milagrosamente, a la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, el
Unigénito del Padre que, procediendo eternamente del Padre, se encarnó en el
seno de María por obra del Espíritu Santo –en su concepción no hubo
intervención alguna de hombre-, fue revestido de carne y alimentado con los
nutrientes maternos en el seno virgen de María, y nació milagrosamente en
Belén, Casa de Pan, para donarse al mundo como Pan de Vida eterna, como Pan
bajado del cielo, como el Verdadero Maná del Padre, que alimenta a las almas
con la substancia, la vida y el Amor divinos.
La madre del Niño de Belén no es una madre más entre tantas,
es la Madre de Dios.
martes, 27 de diciembre de 2016
Infraoctava de Navidad 1 2016
En la escena de Navidad, destaca la Madre del Niño: aunque su
apariencia es humilde, no es una madre más entre tantas: es la Inmaculada
Concepción, la Llena de gracia, la Purísima, la Reina de los ángeles, la Reina
de cielos y la tierra. Es María, la Madre de Dios. Es madre primeriza, pero es
Virgen y Madre al mismo tiempo, porque el Niño que ha salido de sus entrañas,
no fue concebido por hombre alguno, sino por el Espíritu Santo, el Amor de
Dios, y ese Niño fruto de sus entrañas, no es un niño más entre tantos, sino el
Niño Dios, es decir, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, para que los
hombres, hechos como niños por la pureza e inocencia que concede la gracia,
seamos Dios por participación.
La Madre de este Niño ha dado a luz, pero permanece Virgen,
porque el Niño salió de sus entrañas sin comprometer su pureza virginal:
estando la Virgen arrodillada y con las manos unidas a la altura del pecho, en
posición de profunda oración, al momento de dar a luz, de su abdomen superior
salió una luz celestial, que iluminó con su resplandor eterno al pobre Pesebre
de Belén y se materializó en el Niño Dios. Así fue el Nacimiento del Salvador,
el Mesías, puro, límpido, cristalino, precisamente como lo describen los Padres
de la Iglesia, “como un rayo de sol atraviesa el cristal”. Y así como el rayo
de sol deja intacto al cristal, antes, durante y después de atravesarlo, así
sucedió con el Hijo de Dios en su Nacimiento, dejando intacta la virginidad de
su Madre antes, durante y después del parto.
Gracias a esta Madre, el Niño de Belén, que es Dios
Invisible, se volvió visible, al tejerle esta Madre y Virgen un cuerpo humano,
en su seno materno, para que así este Niño Dios pudiera ser visto por todos los
hombres y así ninguno pueda decir, en adelante, que “no ha visto a Dios”, porque
quien ve a este Niño, ve a Dios. También gracias a esta Madre y Virgen, el Niño
que crecía en su seno virginal, que era el Dios Creador de todas las cosas,
recibió nutrientes de la substancia materna durante los nueve meses de
gestación, y así el Dios que da alimento a hombres y animales, recibió alimento
de su Madre, para crecer en su seno virginal como un Niño robusto y bien
alimentado.
Gracias a esta Madre, que le tejió un cuerpo y lo alimentó
con la substancia de sus entrañas, el Dios Tres veces Santo, Espíritu Puro,
adquirió un Cuerpo para ser ofrendado en la Cruz y ser donado a los hombres, en
cada Misa, como Pan de Vida eterna.
La Madre del Niño de Belén parece una madre más, pero no lo
es, porque es la Madre de Dios, la siempre Virgen, Perfecta y Purísima María
Santísima.
miércoles, 6 de enero de 2016
Infraoctava de Navidad 7 - Los ángeles y los pastores
Los ángeles, cuyo nombre indica su función –mensajeros de
Dios-, se alegran por contemplar a Dios Uno y Trino en su esencia y por tener que comunicar a los hombres la
más hermosa y alegre noticia que pueda jamás recibir la Humanidad, y es la
Encarnación de la Persona Segunda de la Trinidad y su Nacimiento como un Niño
humano, de María Virgen. Lo que contemplan extasiados los ángeles en el cielo,
es lo que adoran los pastores y Reyes Magos en la tierra y es lo que describe
el evangelista Juan en su Prólogo: los ángeles contemplan a la Palabra de Dios,
que era Dios, que estaba junto a Dios, que era la vida y la luz de los hombres;
los pastores y Magos adoran a esa misma Palabra, hecha Carne, hecha Niño-Dios,
que vino a los suyos para donarse como Pan Vivo bajado del cielo, como Pan
celestial, un Pan que es la Carne gloriosa del Cordero de Dios, que al precio
de su Sangre derramada en la Cruz, quitará los pecados del mundo. Para que los
hombres pudieran alegrarse con la alegría de los ángeles y para que se alimentaran
con Pan de ángeles, es que el Verbo, el Logos, la Palabra de Dios, que estaba
junto a Dios desde la eternidad y era Dios por ser engendrado y no creado,
viene a este mundo y se reviste de carne y sangre, de un cuerpo humano y un
alma humanas, para que así el hombre pudiera, al igual que el ángel, contemplar
con sus propios ojos la gloria de Dios, porque el Niño de Belén es el Dios de
la gloria que se manifiesta en la humildad de la carne, de la naturaleza
humana. A partir de la Encarnación, los hombres no tienen nada que envidiar a
los ángeles, porque si estos se alegraban en la contemplación de la Palabra en
los cielos y se extasiaban en su gloria, ahora los hombres, contemplando a la
Palabra hecha Carne, que manifiesta visiblemente la gloria de Dios a través del
Cuerpo del Niño, también se alegran y regocijan porque ha venido hasta ellos,
hasta este “valle de lágrimas”, el Dios de gloria, de majestad y de alegría
infinitas, para aliviar sus penas y alegrar sus días, hasta el Día del Juicio
Final. Y esa misma alegría y regocijo sobrenaturales experimentan los hombres
cuando adoran al Niño de Belén, con su Cuerpo ya glorioso y resucitado, que ha
pasado ya por el misterio de su Pasión y Resurrección, en el Pan de Vida
eterna, la Eucaristía.
Los pastores
En los pastores se cumple el adagio que dice: “Haz lo que
debes y está en lo que haces”, porque al momento del anuncio de los ángeles
acerca del nacimiento del Niño Dios, se encuentran realizando su labor, la de
cuidar el rebaño. Por el mismo hecho, son una confirmación de que el trabajo,
realizado con honestidad y con la mayor perfección posible, es un lugar de
santificación. Pero lo más importante es el motivo por el cual son elegidos
para recibir el anuncio del Nacimiento: su sencillez, su humildad de corazón y
su amor a Dios, todo lo cual queda de manifiesto en la prontitud con la que
aceptan el mensaje angélico y el amor y el candor que demuestran al acudir a
adorar al Niño Dios. De esta manera, los pastores, hombres de escasa cultura humana
pero que, súbitamente, se vuelven sabios al adquirir sabiduría divina –saber
que el Niño que nace no es un niño más entre tantos, sino Dios que se hace Niño
sin dejar de ser Dios- y se oponen así a las almas soberbias, a las almas centradas
en sí mismas, que piensan que porque poseen sabiduría -sea de las ciencias
divinas, sea de las ciencias humanas-, son superiores a los demás, con lo cual
se vuelven impermeables tanto al mensaje celestial revelado y transmitido directamente
por los ángeles, como en el Nacimiento, como al Magisterio de la Iglesia, tal como
sucede, por ejemplo, con la transmisión ordinaria de la Verdad Revelada
(Catecismo, Credo, Dogmas). Esto quiere decir que, al aceptar el mensaje
angélico sin dudar ni por un instante y al adorar a Dios hecho Niño con alma
humilde, los pastores nos dan ejemplo de cómo debe ser nuestra disposición
–intelecto y voluntad- con respecto a las verdades de la fe, la principal de
ellas, la relativa a la doctrina eucarística: como ellos, que creyeron sin
dudar en lo que los ángeles les decían y así se dirigieron a adorar a Dios, de
igual manera también nosotros, con la misma disposición y humildad, debemos
creer en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor en la
Eucaristía y postrarnos ante ese Dios que, hecho Niño en Belén, se nos
manifiesta oculto, bajo apariencia de pan, en la Eucaristía.
Infraoctava de Navidad 6 - El Portal de Belén, la Cruz del Calvario, el Altar Eucarístico
Cuando se contempla el Pesebre de Belén, no debe dejarse de
lado el hecho de que la tierna escena del Niño Dios que abre sus brazos
esperando ser recibido con amor, es el mismo Hombre-Dios que, en el Calvario,
extiende los brazos en la cruz para abrazar con ellos a todos los hombres y
comunicarles el Amor del Padre, y es el mismo Hombre-Dios que, como Sumo y Eterno
Sacerdote, extiende los brazos por medio del sacerdote ministerial, en la Santa
Misa, para perpetuar, de modo incruento y sacramental, sobre el Altar
Eucarístico, el Santo Sacrificio de la Cruz. Así, el Pesebre, la Cruz y el
Altar Eucarístico, no son escenas aisladas de una piedad sentimentalista y
fragmentada, sino tres etapas, intrínseca e indisolublemente conexas, de la
vida del Redentor, el Hombre-Dios, que naciendo como Niño humano, como “Hijo de
hombre” (cfr. Mt 24, 44), se dona a
sí mismo en Belén, Casa de Pan, como Pan Vivo bajado del cielo; este Niño Dios
es el mismo que, como Hombre-Dios, en el Calvario, dona su Alma y su Divinidad
junto con su Cuerpo y su Sangre; este Niño Dios es el mismo que, en el Altar
Eucarístico, Nuevo Calvario y Nuevo Belén, se dona cada vez, en la Eucaristía,
como Pan Vivo bajado del cielo, con su Cuerpo resucitado, su Sangre inhabitada
por el Espíritu Santo, su Alma glorificada y su majestuosa Divinidad. Pesebre,
Cruz y Altar, tres lugares en donde el alma recibe el Amor de Dios, tres
lugares en donde el alma tiene la oportunidad de darle su pequeño amor a Dios,
que se nos dona como Niño-Dios, como Hombre-Dios y como Pan Vivo bajado del
cielo, como Eucaristía.
Infraoctava de Navidad - 5 El Portal
Luego de pedir infructuosamente asilo en las ricas posadas
de Belén (cfr. Lc 2, 1-7), San José y
María Santísima, ya a punto de dar a luz al Verbo Eterno de Dios, deben
dirigirse a las afueras del poblado, en donde finalmente encuentran un pobre
refugio de animales. Las mesones de Belén, llenos de gente que ríe, canta y
baila despreocupadamente, abrigadas con el calor de las chimeneas, no tienen
lugar para Dios, que viene a este mundo como un Niño indefenso y necesitado de
todo. Las posadas -ricas, luminosas, colmadas de personas que ríen a
carcajadas, que comen y beben sin pensar en Dios y sin temor de Dios-,
representan a las almas mundanas que, henchidas de soberbia e inmersas en el
ruido y en el falso atractivo del mundo, sus brillos, sus luces y sus fastos,
no tienen tiempo para dedicar a Dios, ni lugar en sus oscuros corazones para
amarlo y tampoco tienen tiempo para dedicarle, porque todo su amor, toda su
atención, todas sus metas, están en el mundo y sólo en el mundo. Por el
contrario, el Portal de Belén, pobre, frío, oscuro, incluso maloliente, por ser
refugio de animales -que a diferencia de las ricas posadas de Belén, sí tiene
lugar para recibir al Niño Dios que está por nacer y que viene en el seno de la
Virgen-, representa a los corazones de los hombres humildes que, sabiéndose
indignos de toda indignidad, porque no tienen amor de Dios, o es muy escaso;
sabiéndose pobres, porque no tienen en sí la riqueza de la vida de Dios;
reconociendo en sí mismos la debilidad, al experimentar las fuerzas de las
pasiones sin el control de la razón ni de la gracia -las cuales están
representadas en las bestias irracionales, el buey y el asno del Pesebre-;
conociendo la propia oscuridad y frialdad de sus corazones, que no poseen la
luz del Amor de Dios, sin embargo –o más bien, a causa de esto-, sí tienen
lugar para alojar, primero a la Madre de Dios que trae al Niño y luego a Dios
que nace como Niño. Entonces, tener un corazón pobre, oscuro y frío, que a
imitación del Portal de Belén, desea que Dios habite en él, es ya un signo de
la presencia de Aquella que trae al Niño Dios en su seno, la Virgen María. Y
cuando llega María, llega Jesús, y así como el Portal de Belén, oscuro y frío,
se iluminó con la luz de la gloria del Niño de Belén cuando este nació, así el
corazón, por más pobre y oscuro que sea, se ve colmado con el resplandor de la
Luz Eterna, Cristo Dios, que nace en él, cuando llega la Madre de Dios.
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Infraoctava de Navidad 4 - El Hijo
El Niño que yace en el pobre Portal de Belén, ese Niño que
llora debido al frío y al hambre –experimentando en su pequeño cuerpo humano,
todos los sufrimientos que experimenta un niño recién nacido, desvalido-, ese
Niño es Dios Eterno, el mismo Dios Creador de los cielos y de la tierra, que ha
nacido como un niño indefenso, para que los hombres no tuvieran temor en
acercarse a Él. Este Niño, es Dios Invisible e Intangible, inaccesible a los
sentidos del hombre, pero que ahora aparece como un niño humano, como un “hijo
de hombre” (cfr. Mt 8, 20), para
volverse visible, tangible, accesible a los sentidos del hombre, para que el
hombre pueda abrazar a su Dios, hecho Niño; el Dios omnipotente aparece a los
hombres como un niño que acaba de nacer, para que el hombre no tenga temor en
acercarse a Dios: ¿quién puede tener miedo de un Niño recién nacido?; el Dios de
infinita majestad, cuya gloria no puede ser contemplada por los hombres, viene
a nuestro mundo como un niño, para que el hombre pueda contemplar, con sus propios
ojos, la gloria del Dios invisible, hecha visible en el Cuerpo del Niño de
Belén. El Dios, que es Espíritu Puro, se presenta ante los hombres como un
Niño, con un cuerpo humano, un cuerpo cuyos miembros le fueron proporcionados
por la Virgen y Madre, durante los nueve meses en los que este Niño se alojó en
su seno virginal. Fue allí en donde la Madre de Dios, donando de su substancia
materna al Verbo de Dios en Ella alojado, le tejió un cuerpo de carne y sangre
al Dios que es Espíritu Puro, para que este Dios, naciendo milagrosamente en
Belén, se entregara al mundo como Pan de Vida eterna, ofrendando su Cuerpo en
la cruz y derramando su Sangre en el cáliz de bendición, en el altar
eucarístico. Gracias a María Santísima, la Virgen y Madre, que lo nutrió y lo
envolvió en su seno virginal con su substancia materna, el Logos, la Palabra de
Dios, se volvió visible a los ojos de los hombres, al revestirse de carne y
sangre, la misma Carne y la misma Sangre que habría de entregar un día en el
Santo Sacrificio de la Cruz para la salvación de los hombres; la misma Carne y
la misma Sangre que entregaría cada vez, en la renovación incruenta del
Sacrificio del Calvario, el Santo Sacrificio del Altar. Por la Virgen Madre, el
Dios Invisible adquiere un Cuerpo, para entregarlo en la Cruz; por la Iglesia,
el Dios hecho visible en Belén, se reviste de apariencia de pan para entregar
su Cuerpo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía.
Infraoctava de Navidad 3 - El Padre adoptivo
San José es el varón santo y justo que destaca por sobre
todos los varones santos y justos por su pureza, su castidad y su santidad.
Pero también destaca porque es el elegido por la Trinidad beatísima para ser el
reemplazante de cada una de las Tres Divinas Personas en la tierra: es elegido
por Dios Padre, para que continúe y prolongue en la tierra la paternidad
celestial que Él ejerce por haber engendrado al Verbo Unigénito desde la
eternidad: Dios Padre quiere que San José, ejerciendo la paternidad adoptiva
con su Hijo Unigénito, sea para Dios Hijo su imagen viviente y su recuerdo
permanente, de manera que Dios Hijo, al ver a San José, vea reflejado al Padre
Eterno; Dios Hijo lo elige para que sea su padre adoptivo, de manera de ver
reflejado en San José, en tanto lo permiten los límites de la naturaleza
humana, a su Padre Dios, para amarlo con el mismo Amor con el que ama a su
Padre celestial, el Espíritu Santo: en otras palabras, Dios Hijo, engendrado
por el Padre desde la eternidad, quiere que San José sea su padre adoptivo en
el tiempo, para ser criado y educado por él en su naturaleza humana y así poder
amarlo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo; Dios Espíritu Santo, Esposo de
María Santísima, elige a su vez a San José, para que sea una prolongación de su
divina esponsalidad, siendo para María Santísima un esposo casto, puro, amable
y respetuoso, que la ame en su condición de esposo meramente legal, con el Amor
Santo de Dios. Por último, la Trinidad en su conjunto elige a San José para que
sea el Jefe de la Sagrada Familia de Nazareth, de manera que, con su trabajo terreno, sea instrumento de la
Divina Providencia, que asiste en toda necesidad a la Madre y al Hijo. Por todo
esto, la santidad de San José, varón casto, puro y santo, excede, con mucho, la
santidad de los más santos entre los santos.
Infraoctava de Navidad 2 - La Madre
El Niño que yace en
el Pesebre no es un niño más entre tantos: es el Niño-Dios, es Dios hecho Niño,
sin dejar de ser Dios; es Dios Hijo, la Persona Segunda de la Trinidad, el Dios
Invisible, Intangible e Inaccesible, que se hace Visible, Tangible y Accesible
a los hombres, gracias a su Madre, que por ser la Madre del Unigénito, es la
Madre de Dios. Y al igual que sucede con el Niño -que aunque parece ser uno más
entre tantos, no lo es, porque es Dios Hijo encarnado-, de la misma manera
sucede con la Madre: aun cuando a la vista de los ojos del cuerpo, la Madre se
asemeje a cualquier otra madre del mundo, no es una más, porque se trata de la
Madre y Virgen, la Madre de Dios que, por ser Inmaculada Concepción y Llena de
gracia, inhabitada por el Espíritu Santo desde la creación de su naturaleza
humana, es Madre y Virgen, puesto que da a luz al Verbo Eterno del Padre sin
perder su virginidad, permaneciendo Virgen antes, durante y después del parto milagroso.
La Virgen y Madre, María Santísima, se comportó con el Logos Eterno al modo
como se comportan los diamantes con la luz del sol: así como estos, piedras
cristalinas, que atrapan a la luz que proviene del sol y la encierran en su
interior antes de emitirla -y esa es la razón de su brillo-, del mismo modo, la
Virgen Santísima, luego del Anuncio del Ángel, encerró en sí misma, en su seno
virginal, al Verbo Eterno de Dios, Luz de Luz, Dios de Dios, Cristo Jesús, y la
retuvo dentro de sí durante nueve meses, para darlo luego finalmente a la luz
–y esa es la razón por la cual la Virgen brilla y resplandece en los cielos
como “la Mujer revestida de sol” (Ap
12, 1)-. Y puesto que Aquel a quien dio a luz era la Luz Eterna de Dios –Dios,
que es Luz eterna-, fue por la Virgen y Madre que los hombres, que vivían en
“oscuridad y sombras de muerte” (Lc
1, 79), recibieron la Luz divina, que al mismo tiempo que ilumina, vivifica a
las almas con la vida misma de Dios Trino. ¡Bendito y adorado sea el Niño Dios nacido
en Belén y alabada sea la Madre de Dios por quien vino a nosotros la Luz Eterna
de Dios!
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