jueves, 28 de noviembre de 2019

Adviento, tiempo de preparación para el encuentro con Cristo



(Domingo I - TA - Ciclo A - 2019 - 2020)

En el primer Domingo de Adviento, la Iglesia comienza un nuevo ciclo litúrgico, de manera equivalente a como la sociedad civil, al finalizar el año viejo, comienza un año nuevo. Es decir, finaliza un ciclo y comienza otro, aunque a diferencia de la sociedad civil, cuyo tiempo puede ser representado por una línea del tiempo, una línea horizontal, en la Iglesia se grafica con un círculo, que es símbolo de la eternidad. En el caso de la Iglesia, a diferencia de la sociedad civil, hay algo mucho más profundo que un simple cambio de fechas: se trata de la celebración de un misterio sobrenatural, celestial: por medio del tiempo litúrgico, la Iglesia participa del misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo, misterio que va más allá de la capacidad de comprensión de la creatura.
Este misterio de Jesús sobrepasa la capacidad de comprensión de la creatura racional porque se trata de la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en María Santísima, encarnación que se prolonga en la Eucaristía; es el misterio del Hombre-Dios que Vino en Belén por primera vez, viene cada vez en la Santa Misa en el tiempo de la Iglesia y ha de venir al fin de los tiempos para juzgar a todos los hombres.
El Adviento es un tiempo especial de gracia mediante el cual la Iglesia se prepara para participar del misterio de Cristo, por lo que se trata de un tiempo de preparación y espera a Cristo que Vino, que Viene y que Vendrá. El Adviento es por lo tanto un tiempo de doble preparación espiritual para que el alma se encuentre con Cristo: una primera preparación es para la conmemoración y celebración del misterio de la Primera Venida de Jesucristo en Belén, que es en lo que consiste la Navidad; la segunda preparación del Adviento es para la Segunda Venida del Señor Jesús en la gloria.
Pero entre la Primera y la Segunda Venida de Jesús hay una Venida Intermedia que se verifica cada vez en la Santa Misa: Jesús baja del cielo para continuar y prolongar su Encarnación en la Eucaristía, por lo que se puede decir que el Adviento es tiempo de preparación también para esta Venida Intermedia, la Venida de Jesús al altar, a la Eucaristía.
Por el Adviento entonces, el alma se prepara para participar, por el misterio de la liturgia, de la Primera Venida en Belén, al tiempo que se prepara para esperar la Segunda Venida en la gloria del Rey de cielos y tierra, que vendrá para juzgar a vivos y muertos al fin del tiempo; por último, en Adviento el alma se prepara para recibir espiritualmente a Aquel que viene cada vez en la Santa Misa, en el misterio de la Eucaristía. Entonces, más que doble preparación, el Adviento es el tiempo litúrgico por el que el alma se prepara para un triple encuentro con Cristo: para Navidad, al fin de los tiempos y en cada comunión eucarística. Es para este triple encuentro que el alma debe estar “vigilante y atenta”, con la lámpara encendida de la fe” y con las manos llenas de obras de misericordia, para encontrase con Aquel que Vino en el Portal de Belén, que Viene en cada Hostia y que Vendrá al fin del mundo, Dios Hijo encarnado.
La esencia del Adviento es el estar preparados para encontrarnos personalmente con el Cordero de Dios, Cristo Jesús –que Vino, que Viene y que Vendrá-. Esto es lo que explica la siguiente oración de la Iglesia ambrosiana en el fin del año litúrgico: “Nuestros años y nuestros días van declinando hacia su fin. Porque todavía es tiempo, corrijámonos para alabanza de Cristo. Están encendidas nuestras lámparas, porque el Juez excelso viene a juzgar a las naciones. Alleluia, alleluia”[1]. “Nuestros años y nuestros días van declinando hacia su fin”, es decir, el tiempo terreno transcurre y cada segundo que pasa es un segundo menos que nos separa de la eternidad y por lo tanto del encuentro con Cristo que Vendrá como Justo Juez y es para este encuentro que la Iglesia dispone un tiempo especial de gracia, el Adviento, para que el espíritu esté preparado para el momento más importante de la vida, que es la muerte y el encuentro personal con Cristo Jesús.
Estar en estado de gracia es el mejor –y único- modo para el alma, para encontrarse con Dios Hijo, Aquel que Vino en Belén, Viene en cada Eucaristía y ha de Venir al fin de los tiempos. Para este encuentro con Cristo, para que nos preparemos adecuadamente para encontrarnos con Cristo, es que la Iglesia dispone de este tiempo especial de gracia que es el Adviento[2]. Y es la razón por la cual la Iglesia reza así en el inicio del Adviento, para prepararnos para el encuentro con Cristo: “Despierta en tus fieles el deseo de prepararse a la venida de Cristo por la práctica de las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino celestial”[3].


[1] Miss. Ambros., Último Domingo antes del Adviento: Transitorium; en Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 189.
[2] Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 189.
[3] Cfr. Liturgia de las Horas, I Vísperas, http://www.liturgiadelashoras.com.ar/

martes, 26 de noviembre de 2019

“Cuando sucedan estas cosas, está cerca el Reino de Dios”



“Cuando sucedan estas cosas, está cerca el Reino de Dios” (Lc 21, 29-33). Jesús distingue entre Parusía y la venida del Reino de Dios, que de algún modo y está “dentro de vosotros” o “en medio de vosotros”[1]. Cuando habla de “redención” se puede considerar como la liberación de los discípulos de los restringidos lazos del judaísmo, que no solo comprenden las persecuciones procedentes de la sinagoga, sino también de las dificultades que ocasionaron los judaizantes entre los judíos convertidos. La destrucción de Jerusalén y del templo proporcionó la oportunidad para la expansión del Reino de Dios por todo el mundo. Luego Jesús dice: “Cuando echan ya brotes, viéndolos, conocéis por ellos que ya se acerca el verano. Así también vosotros”. Por consiguiente no se trata de la Parusía, sino de algo que los discípulos llegarán a ver, algo cuya fecha se puede fijar de un modo aproximativo: se trata, por tanto, de la ruina de la ciudad.
Nosotros, en cuanto Nuevo Pueblo Elegido, nos encontramos en una situación intermedia: ya pasó la destrucción del templo, pero la Parusía no ha ocurrido todavía. Vivamos con el alma en gracia y con la esperanza de que la Parusía, antes o después, ha de ocurrir y preparemos nuestras almas para el encuentro con Jesús.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 640.

lunes, 25 de noviembre de 2019

“Verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad”




“Verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad” (Lc 21, 20-28). Nuestro Señor Jesucristo profetiza acerca de la destrucción de Jerusalén –acaecida en el año 70 d. C.- y acerca de su Segunda Venida –todavía tiene que ocurrir, para poner fin al tiempo y a la historia y dar inicio a la eternidad de Dios- y cuando se refiere a su Segunda Venida, da algunas señales que ocurrirán en ese tiempo: “Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán”. Luego continúa: “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”. Lejos de ser lo que parecen –las palabras parecen predecir tiempos de terror y de angustia universales, de las cuales nadie podrá escapar-, las señales de la Segunda Venida en la gloria del Hijo de Dios son lo mejor que le puede pasar a la Humanidad y será el evento más grandioso desde la Encarnación del Verbo.
¿Por qué? Porque aunque haya angustia en las gentes y aunque los astros tambaleen, esas cosas no serán señales de que algo malo está por ocurrir: por el contrario, será señal de que algo muy bueno, excelentísimo y de origen sobrenatural y divino, está por ocurrir: ¡vendrá Nuestro Señor Jesucristo a juzgar a vivos y muertos y a dar a cada uno lo que cada uno se mereció por sus obras! Como dijimos, será un evento tan grandioso como el evento de la Encarnación del Verbo, porque Cristo Dios vendrá a nuestro mundo para finalizar con el tiempo y la vida terrena y para dar inicio a su reinado eterno en el Reino de los cielos. Será el momento en el que se acabará esta vida terrena y humana, cargada de pecado y de muerte y bajo el dominio del Príncipe de este mundo, el Demonio: Cristo vendrá y pondrá a todos sus enemigos –el Demonio, el Pecado y la Muerte- bajo sus pies y, como Rey Invicto y Victorioso que es, dará inicio a su reinado de paz, de justicia, de libertad, de amor; un reino que durará para siempre y en el que reinarán como reyes quienes aquí en la tierra dieron testimonio en favor de Cristo Dios.
“Verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad”. No sabemos si estaremos vivos para cuando venga Nuestro Señor Jesucristo por Segunda Vez, pero obremos como si lo fuéramos a estar, es decir, vivamos en gracia, evitemos el pecado, seamos misericordiosos y así podremos ver, cara a cara, para siempre, a Nuestro Señor Jesucristo, que ha de venir por Segunda Vez en gloria y majestad para juzgar al mundo.

“Tendréis ocasión de dar testimonio”




“Tendréis ocasión de dar testimonio” (Lc 21, 12-19). Al profetizar acerca de su Segunda Venida en la gloria, Cristo revela que sus discípulos serán perseguidos y encarcelados “a causa suya” y que incluso muchos serán asesinados. Es decir, cuando esté por venir Jesucristo por Segunda Vez, se desencadenará una persecución hacia la Iglesia Católica, la cual será de una magnitud nunca antes conocida, que superará a las persecuciones ocurridas en la historia hasta ese entonces. Será una situación de persecución universal, en la que todos los cristianos católicos, seguidores de Cristo, serán perseguidos, encarcelados, interrogados, torturados, e incluso asesinados. Parecerá como si Dios estuviera ausente, porque no Dios, aunque sí podría hacerlo, no enviará legiones de ángeles desde el cielo para defender a los seguidores de su Hijo Jesús. Sin embargo, esto no significa que Dios, en ese entonces, esté ausente o sea indiferente a la persecución. Por el contrario, será una persecución deseada y querida por Dios, con un objetivo: el que los cristianos católicos den testimonio de que Cristo es Dios y está Presente en la Eucaristía con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Será ocasión para que los cristianos den sus vidas por todas y cada una de las frases del Símbolo de los Apóstoles o Credo, que es una síntesis de nuestra santa religión católica.
Será una persecución universal y cruenta, en la que Dios aparentará estar ausente, pero no será así, porque como lo dijimos, la persecución misma será querida por Dios, para que los cristianos puedan dar testimonio, incluso con sus vidas, de que Cristo es Dios y está Presente en Persona en la Eucaristía. A quien le toque vivir en esa época, le tocará ser perseguido y dar testimonio de Cristo; sin embargo, aunque con ese testimonio pierdan su vida terrena, todo su ser quedará intacto y además ganarán la vida eterna, y es esto lo que significan las palabras de Jesús” Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Parece una paradoja, porque muchos morirán y perderán, más que los cabellos de la cabeza, la vida terrena; sin embargo, por el testimonio dado en favor de Cristo, “ni un cabello de sus cabezas perecerá” y además, “con su perseverancia, salvarán sus almas”, es decir, con el testimonio de Cristo Dios Eucarístico conquistarán el Reino de los cielos y así vivirán para siempre, aun muriendo a la vida terrena.

“Muchos vendrán usurpando mi nombre”



“Muchos vendrán usurpando mi nombre” (Lc 21, 5-11). Ante la pregunta de cuándo será la Segunda Venida del Mesías, Jesús no responde dando fechas, sino que responde dando señales acerca de las cosas que sucederán cuando Él esté próximo a su Segunda Venida. Una de estas señales es la aparición de falsos mesías, de fundadores de sectas que se usurparán el nombre de Cristo y se harán pasar por Él. En nuestros días, abundan las sectas en las que sus fundadores afirman que son Cristo, el Mesías, que han venido para salvar a la humanidad. Entre otras sectas, se encuentran las siguientes[1]: la Suprema Orden Universal de la Santísima Trinidad (SOUST), cuyo líder se hace llamar “INRI Cristo”; una secta en la que el supuesto Jesús es de color negro y se hace llamar Bupete Chibwe Chishimba, afirmando ser Jesús resucitado; Alan John Miller, líder de la secta Verdad Divina de Kingaroy, Australia, quien se presenta con su amante, que se hace llamar María Magdalena y cuyo verdadero nombre es Mary Luck; otra secta es la fundada por el peruano Ezequiel Ataucusi Gamonal, quien fundó la Iglesia Israelita del Nuevo Pacto Universal y decía ser un enviado de Dios para transformar el mundo: cuando murió, sus numerosos fieles depositaron su cuerpo en una urna y se sentaron a esperar y al ver que al tercer día no resucitaba, lo enterraron, aunque Ezequiel Ataucusi dejó un hijo, llamado Ezequiel Jonás, que tuvo la  ocurrencia de decir que su padre había resucitado en él, auto-coronándose como Jonás DIOS de Israel; en Rusia, Sergey Torop afirmó tener una revelación por la cual se convirtió en Vessarion, “la reencarnación de Jesucristo” (sic). Y así, podríamos seguir, contando por decenas y decenas las sectas en las que sus fundadores se hacen llamar Cristo y se auto-proclaman como el Redentor.
“Muchos vendrán usurpando mi nombre”. Ante esta constatación, nos podemos preguntar: ¿estamos en los tiempos próximos a la Segunda Venida de Cristo? No lo sabemos, pero lo que sí sabemos es que al menos una de las señales dadas por el mismo Cristo en Persona, se está dando en nuestros días y es la proliferación de falsos mesías. Un motivo más para estar “vigilantes y atentos”, como el siervo atento de la parábola, que espera a su amo con la vela encendida y la túnica ceñida. Hoy más que nunca, debemos tener encendida la luz de la fe y estar con las túnicas ceñidas, es decir, debemos obrar obras de misericordia, en la espera de la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo.

martes, 19 de noviembre de 2019

Solemnidad de Cristo Rey



(Ciclo C - 2019)

          Cristo es nuestro Dios y es también nuestro Rey. Ahora bien, no es un rey al modo terreno, sino que se diferencia de ellos. Los reyes terrenos gobiernan desde mullidos tronos de oro y madera finísima, sentados en cómodos almohadones; están rodeados por cortesanos que obedecen prontamente sus órdenes y permanentemente lo están halagando y pendientes de sus órdenes; los reyes de la tierra están coronados con coronas de oro y plata, adornadas con toda clase de piedras preciosas, revestidas en su interior con terciopelo; los reyes de la tierra tienen un cetro de madera de roble que indica su poder y majestad; están vestidos con costosísimos trajes de seda, de lino, de púrpura y de toda clase de telas finísimas; sus pies están calzados con medias de seda y los zapatos son finísimos, bordados en oro y con incrustaciones de piedras preciosas. Los reyes de la tierra gobiernan despóticamente a sus súbditos, quienes a pesar de eso, los aclaman y obedecen sus órdenes sin rechistar por un segundo. Los reyes de la tierra mandan sobre ejércitos compuestos por miles de soldados y guerreros que luchan a sus órdenes y están dispuestos a invadir tierras y propiedades ajenas con tal que su señor se los pida y están dispuestos a ir a la guerra, aun cuando éstas sean injustas y estén sólo motivadas por la codicia y la ambición del rey. Los reyes de la tierra han heredado sus reinos de sus padres, por lo general, y lo transmiten a su vez a sus descendientes, aunque no pueden transmitirlo más que a uno o a dos, o a lo sumo tres o cuatro, para lo cual tiene que dividir su reino en tantas partes cuantos herederos sean. Los reyes de la tierra llegan a ocupar el trono, sin haber tenido más méritos que el haber sido hijos de sus padres, de quienes heredaron su reino y no hacen más méritos que acrecentar, por la violencia y la codicia, el mismo reino, reino que por lo tanto está viciado de injusticias de todo tipo.
          Nuestro Rey, Cristo Dios, es Rey, pero no al modo a como lo son los reyes de la tierra. Ante todo, su trono no es de oro, sino de madera tosca y rústica, porque su trono es el Trono Real de la Santa Cruz; no está sentado cómodamente, sino que está de pie, con manos y pies clavados con duros, gruesos y filosos clavos de hierro, que atenazan sus manos y pies al leño de la cruz. No está sentado en cómodos almohadones de seda, sino que está de pie, luchando agónicamente por respirar en cada movimiento que hace, porque la posición de crucificado le hace respirar con mucha dificultad, al tiempo que cada movimiento que hace para respirar, es fuente de infinitos dolores en todo el cuerpo; el cetro que ostenta nuestro rey no es de ébano finísimo, sino de hierro, porque su cetro son los clavos que fijan cruelmente sus manos y pies al madero de la cruz; nuestro Rey no está vestido con vestidos costosos y finísimos, sino con un manto que cubre su humanidad -según la Tradición es el velo de la Virgen- y está recubierto con un manto púrpura, que cubre todo su cuerpo y que no es otra cosa que su Sangre preciosísima, que brota de sus heridas abiertas y sangrantes; nuestro Rey no está rodeado por cortesanos que lo halagan y están pendientes de sus órdenes, sino por una multitud incontable de seres humanos de todos los tiempos, que con sus pecados lo crucifican y le provocan dolores acerbos a cada respiración, siendo la presencia de su Madre y la de Juan Evangelista su único consuelo ante tanta ingratitud; nuestro rey no está coronado con corona de oro y plata y revestida por dentro con seda: su corona está formada por espinas duras, gruesas y filosas, que rodean por completo su cabeza y le provocan dolor y sangrado abundante, porque rasgan su cuero cabelludo, haciendo brotar ríos de Sangre Preciosísima que desde su cabeza se derrama por su cara y por su cuerpo sagrado, ensangrentándolos. Sus pies están desnudos y clavados a la cruz, al igual que sus manos, por duros y filosos clavos de hierro, que apenas si le permiten respirar con gran dificultad y dolor. Nuestro Rey gobierna desde la cruz no de manera despótica, sino con gran amor, entregando su vida por nuestra salvación, por la salvación de sus súbditos que somos nosotros, pero aún así somos rebeldes a su Amor y nos empecinamos en desobedecer su mandato de Amor, aun cuando son órdenes dadas con Amor y para nuestra salvación. Nuestro Rey manda sobre hombres y ángeles, estando estos últimos listos para acatar sus órdenes, que si Él quisiera, seríamos aniquilados en un instante, finalizando así su sufrimiento, pero nuestro Rey no da esas órdenes a los ángeles, porque quiere salvarnos con su Cruz. Nuestro Rey no ha heredado su reino de hombre alguno, sino de su Padre Dios, quien desde la eternidad le comunicó su Ser y su Naturaleza, por lo que Cristo es Dios y es Rey desde toda la eternidad, de cielos y tierra y si bien ahora está en la Cruz, con sus manos y pies crucificados, ha de venir al fin de los tiempos para juzgar a la humanidad, separando a buenos de malos, llevando al cielo a los buenos y condenando a los malos al Infierno eterno. Nuestro Rey no se queda con el Reino para Él sólo, ni lo comparte a uno o a dos, sino que lo da a todo aquel que lo sigue por el Camino Real de la Cruz y por amor se hace partícipe de su Pasión. Finalmente, nuestro Rey reina desde la Cruz, pero reina también desde la Eucaristía y desde allí nos pide que vayamos a demostrarle nuestro amor y a proclamar que Él es el Rey de nuestras almas, hasta que vuelva con gloria y esplendor, cuando por su misericordia, lo proclamaremos Rey por toda la eternidad en el Reino de los cielos.



lunes, 18 de noviembre de 2019

“Al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”




“Al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene” (Lc 19, 11-28). Jesús compara al Reino de Dios con un hombre que debe partir de viaje para ser coronado rey y reparte tres onzas de oro a otros tantos trabajadores, para que la hagan rendir y le den las ganancias cuando él regrese. Cada uno de ellos recibe una misma onza de oro, pero el resultado es distinto: el primero hace rendir diez y recibe en recompensa el gobierno de diez ciudades; el segundo hace rendir cinco y recibe el gobierno de cinco ciudades; en cambio el tercero, en vez de hacerla rendir y producir más dinero, entierra la onza de oro, por temor a perderla y recibir el reproche de su señor. Éste último, al enterarse de lo que hizo, lo trata de “holgazán” y le dice que le quiten la onza de oro y se la den al que ya tenía diez.
Para entender la parábola, hay que sustituir los elementos naturales por los sobrenaturales: el noble que viaja para ser nombrado rey y luego regresar ya coronado como rey, es Jesucristo que, con su misterio pascual de muerte y resurrección, muere en cruz, resucita y sube a los cielos y desde allí, ya coronado como Rey Victorioso y Vencedor Invicto, ha de volver en su Segunda Venida para juzgar a vivos y muertos; la onza de oro que el noble reparte a sus criados, es la gracia santificante que Dios nos concede por los méritos de la muerte de Cristo en la cruz; los trabajadores somos nosotros, en esta vida terrena, el primer y segundo trabajadores, que hicieron fructificar la onza de oro y recibieron diez y cinco ciudades en recompensa, son los santos que hacen fructificar la gracia, dando frutos de santidad: en la otra vida, son recompensados con distintos grados de gloria –eso representan las ciudades-, según fueron sus obras aquí en la tierra; el trabajador holgazán es el cristiano que ha recibido la onza de oro, es decir, la gracia santificante, pero no la hace fructificar porque no trabaja para el Reino; es el que entierra sus talentos para Dios y la Iglesia y se dedica a vivir mundanamente, sin importarle la santidad de vida a la que está llamado. El hecho de que le quiten la onza de oro es un preludio de su eterna condenación, porque significa que le es quitada, por su holgazanería, la gracia que tenía y un alma sin gracia no puede salvarse, sino que se condena. Por último, un detalle que pasa muchas veces desapercibido: cuando el noble parte para ser nombrado rey, hay algunos enemigos suyos que manifiestan explícitamente que no quieren que él sea rey de ellos; a estos enemigos, el noble, cuando vuelve ya como rey, los hace traer ante su presencia y los hace degollar delante suyo. Parece un detalle muy escabroso, pero es para significar la gravedad del destino de quien se opone a Cristo y su Reino: los enemigos del Rey –los enemigos de Cristo- no son otros que los demonios y los hombres condenados: para ellos, en la otra vida, no hay ya misericordia alguna, sino solo Justicia Divina y esa Justicia es la que exige su eterna condenación en el infierno, que es lo que significa que estos sean degollados.

domingo, 17 de noviembre de 2019

“Hoy ha llegado la salvación a esta casa”



“Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19, 1-10). Al pasar Jesús a la altura de la casa de Zaqueo, es el mismo Jesús quien le dice a Zaqueo, que estaba subido a un sicómoro, que quiere entrar en su casa. Es decir, no es Zaqueo quien invita a Jesús, sino Jesús quien quiere entrar en casa de Zaqueo. Algunos de los presentes critican la actitud de Jesús, puesto que Zaqueo era un pecador y por lo tanto, visto humanamente, no era correcto que quien era la santidad en Persona, Cristo Jesús, entrara en casa de un pecador. Sin embargo, esto es precisamente lo que Jesús ha venido a hacer, ya que Él mismo lo dice en otro lado: “No he venido por los justos, sino por los pecadores”. Zaqueo era un pecador, luego el ingreso de Jesús en su casa es aquello para lo cual ha venido Jesús.
El hecho de ingresar Jesús a casa de Zaqueo no deja las cosas indiferentes, porque se produce en Zaqueo un gran hecho: su corazón se convierte, debido a la santidad de Jesús y esa conversión no se queda en palabras, sino que pasa decididamente a la acción, ya que promete dar la mitad de sus bienes a los pobres, además de devolver cuatro veces más a quien pudiera haber decepcionado en algún negocio. Es decir, el ingreso de Jesús en la casa de Zaqueo trae como consecuencia la conversión de Zaqueo, la cual se manifiesta en obras y así Zaqueo pasa de ser un pecador a un hombre justificado por la gracia.
“Hoy ha llegado la salvación a esta casa”. Cada vez que comulgamos, se repite la escena evangélica, puesto que Jesús quiere entrar no en nuestras casas materiales, como en el caso de Zaqueo, sino en nuestra casa espiritual, que es nuestro corazón. A nosotros también nos dice Jesús desde la Eucaristía: “Quiero entrar en tu casa, quiero alojarme en tu corazón, quiero ser amado y adorado por ti, en tu santuario, tu alma”. Con la comunión eucarística Jesús demuestra para con nosotros un amor infinitamente más grande que el que demostró para con Zaqueo, porque si bien a Zaqueo lo santificó, no le dio en cambio su Cuerpo y su Sangre, en cambio a nosotros nos da, por la comunión eucarística, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Zaqueo respondió con amor, demostrado en obras, al Amor demostrado por Jesús al entrar en su casa. Si Jesús entra en nuestras almas por la comunión, devolvamos a Jesús aunque sea una mínima parte del Amor con el que Él nos trata, obrando la misericordia para con nuestro prójimo más necesitado.

“Llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra (…) tendréis ocasión de dar testimonio”



(Domingo XXXIII - TO - Ciclo C – 2019)

         “Llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra (…) tendréis ocasión de dar testimonio” (Lc 21, 5-19). Jesús trata dos temas distintos en un mismo discurso: el tema de la destrucción del templo y el tema de su Segunda Venida; el primer suceso sería la señal para la huida de los discípulos; el segundo constituiría una catástrofe de la que era imposible huir; el primero es anunciado como cercano y sería visto por los discípulos; del segundo, Jesús se abstiene de predecir el tiempo, porque es un secreto de su Padre Dios[1].
La pregunta es: ¿por qué trató los dos asuntos de forma unida, dando con esto motivo a que se produjese un posible error? Lo que hay que tener en cuenta es que, por un lado, el error de que el fin del templo sería el fin del mundo era una convicción de los israelitas; no se imaginaban la continuación del mundo después de la destrucción completa de Jerusalén y del templo, con el colapso del judaísmo y de la ley mosaica. Por lo tanto, era necesario que Jesús sacara del error de manera inequívoca a sus propios discípulos acerca del triunfo de Israel y la eterna supremacía de la ley mosaica. Jesús hace esto para que sus discípulos sepan que Él no es el Mesías terreno que esperaban los judíos. En efecto, los judíos esperaban un Mesías terreno que habría de prolongar, para siempre, al judaísmo en la tierra: Jesús les hace ver que Él no es ese Mesías, porque el templo será destruido y con él se dispersará el Pueblo Elegido. Jesús anticipa la inminente ruina del templo cuando dice “vuestra casa quedará desierta”; los discípulos llaman la atención de su Maestro sobre los soberbios edificios y las grandes puertas de bronce que conducían a los atrios interiores; sin embargo, el templo, edificado para la eternidad, pronto no sería más que un montón de piedras. Cuando Jerusalén sea asediada por ejércitos, entonces será la señal para que los discípulos puedan huir de la ciudad; cuando esto suceda, Jerusalén estará bajo los pies de los gentiles, quienes ocuparán el lugar de los judíos en el plan divino.
Por otro lado, cuando los discípulos le preguntan, angustiados, cuándo será eso y cuál será la señal de que todo está por suceder, Jesús pasa a hablar de su Segunda Venida, la cual estará precedida por la aparición de falsos cristos, como así también por guerras generalizadas, aunque no será todavía el final. Tanto la ruina de la ciudad como su Segunda Venida estarán precedidas por la persecución de los cristianos, lo cual será ocasión para ellos para testificar la verdad o bien que serán llevados al martirio, entendido como testimonio cruento. En ese entonces, será el Espíritu Santo el que será fuente de inspiración para los cristianos que den testimonio de Cristo[2]. Los cristianos que pierdan sus vidas por Cristo, salvarán sus almas, de ahí la expresión: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. A diferencia de la destrucción del templo, el terror y la angustia que precederán a la Segunda Venida del Hijo del hombre no se limitarán a Jerusalén, sino que se extenderán a todo el mundo; Nuestro Señor insiste en que no se darán señales anunciadoras de su Segunda Venida, porque vendrá de repente, cuando menos se la espere, como un ladrón durante la noche.
“Llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra (…) tendréis ocasión de dar testimonio”. Nosotros, los cristianos, el Nuevo Pueblo Elegido, nos encontramos en una situación intermedia: ya ha ocurrido la destrucción del templo, pero todavía no se ha producido la Segunda Venida del Señor. De ésta Segunda Venida sabemos que estará precedida por guerras y por la aparición de falsos mesías, como los de las sectas, y que tendremos oportunidad de dar testimonio, incluso martirial, cuando ya la Segunda Venida esté próxima. Debemos mantenernos en gracia, para que sea el Espíritu Santo quien hable a través nuestro y dé testimonio de Cristo Dios, Presente en la Eucaristía, como Rey de cielos y tierra.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentario al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 638.
[2] Cfr. Orchard, ibidem, 639.

lunes, 11 de noviembre de 2019

“Como sucedió en tiempos de Noé y de Lot así sucederá el día que se manifieste el Hijo del hombre”




“Como sucedió en tiempos de Noé y de Lot así sucederá el día que se manifieste el Hijo del hombre” (Lc 17, 26-37). Al profetizar acerca de su Segunda Venida, para graficarla, Jesús toma como ejemplo dos hechos bíblicos, ocurridos en el tiempo: lo sucedido en tiempos de Noé y lo sucedido en tiempos de Lot. Ambos tiempos –previos al Diluvio universal y a la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra- se caracterizaron por el absoluto alejamiento de la humanidad de Dios y por la completa y totalmente ausente vida tanto espiritual como moral. En ambos tiempos, se caracterizaban porque los hombres vivían “como si Dios no existiese”, olvidándose por completo de Él y de su ley y abandonándose al más completo libertinaje. Por otra parte, como consecuencia del olvido de Dios, todos vivían sus vidas con total despreocupación, desarrollando la vida cotidiana como todos los días, como si no existiesen ni el Juicio de Dios ni Dios mismo. Es decir, todos comían, bebían, se casaban, comerciaban, construían, pero sin pensar en Dios. Habían construido una sociedad sin Dios y una sociedad sin Dios es una sociedad no sólo inmoral sino amoral, caracterizada por la ausencia total de valores morales y religiosos. En tiempos de Noé y de Lot, todos vivían despreocupados de Dios y su ley, hasta que llegó el diluvio en épocas de Noé y hasta que llovió fuego y azufre para las ciudades de Sodoma y Gomorra. En ambos casos, el agua y el fuego destruyeron todo, menos a los elegidos.
“Como sucedió en tiempos de Noé y de Lot así sucederá el día que se manifieste el Hijo del hombre”. Jesús nos advierte que, cuando Él se manifiesta por Segunda Vez, la situación de la humanidad será similar a la de los tiempos de Noé y de Lot: habrá una total relajación de las normas morales y habrá una total ausencia de espiritualidad, es decir, de unión del hombre con Dios. Esto ya lo estamos viviendo, con los movimientos que pertenecen a la denominada “cultura de la muerte” y que ganan terreno día a día: se promueve el aborto a escala planetaria, por un lado y, por otro, si Sodoma y Gomorra eran ciudades aisladas en la Antigüedad, hoy podemos decir que todo el planeta se ha convertido en una inmensa Sodoma y Gomorra, porque gracias a los medios de comunicación masivos, las costumbres inmorales se han dispersado por el mundo entero, llegando hasta los más recónditos lugares de la tierra. Podemos decir incluso que hoy, estamos en peor situación, desde el punto de vista moral y espiritual, que en tiempos de Noé y de Lot.
“Como sucedió en tiempos de Noé y de Lot así sucederá el día que se manifieste el Hijo del hombre”. Así como Dios purificó al mundo por el agua del Diluvio universal y por el fuego que cayó sobre las ciudades inmorales de Sodoma y Gomorra, así también Jesús purificará, con el Agua de la gracia y con el Fuego del Espíritu Santo, al mundo, antes de su Venida. Si permanecemos unidos a Él por la fe, la gracia, los sacramentos, la misericordia y la justicia, entonces significará que estaremos preparados para su Segunda Venida y que nada habremos de temer.

“El Reino de Dios está entre vosotros”





“El Reino de Dios está entre vosotros” (Lc 17, 20-25). Ante la pregunta de unos fariseos de cuándo iba a llegar el Reino de Dios, Jesús les contesta diciendo que “el Reino de Dios no llegará espectacularmente”; no se podrá decir: “está allí o está aquí”, al modo de los reinos terrestres y esto porque “el Reino de Dios está dentro de vosotros”.
¿Qué quiere decir Jesús con esto? Ante todo, que el Reino de Dios no tiene una localización geográfica y es por eso que no podrá decirse que está en tal o cual lugar; también, a diferencia de los reinos terrestres, el Reino de
Dios no vendrá espectacularmente, al modo como algunos reinos de la tierra se hacen presentes, que cuando conquistan otros reinos, ingresan de modo espectacular con sus soldados, sus carros de caballería y con todo su ejército. Nada de esto posee el Reino de Dios. Por el contrario, el Reino de Dios, según Jesús, tiene dos características: ya está entre los hombres –sin que estos se hayan dado cuenta- y además “está en los hombres”. ¿Por qué razón? Porque el Reino de Dios es la gracia santificante, que inhiere como don divino en el alma del justo y hace partícipe al hombre de la vida de Dios y por lo tanto de su Reino. En el alma del justo, en el alma del que está en gracia, ahí sí se puede decir que está el Reino de Dios, porque por la gracia santificante –que para nosotros los católicos nos viene ordinariamente por los sacramentos- viene al alma no sólo el Reino de Dios, al hacer partícipe al alma de la vida de Dios, que es Rey, sino que viene el Rey mismo del Reino de Dios, Cristo Jesús, el Hombre-Dios.
“El Reino de Dios está entre vosotros”. El Reino de Dios no viene ostensible ni espectacularmente ni se puede decir “está aquí o está allí”, al modo de los reinos de la tierra, cuyas paredes de los castillos y palacios delimitan bien sus localizaciones: el Reino de Dios está donde hay un alma en gracia y, todavía más, en el alma del que está en gracia no sólo está el Reino de Dios, como dijimos, sino que está el Rey de ese Reino, Cristo Jesús. Esto quiere decir que cada vez que nos confesamos sacramentalmente, cada vez que comulgamos sacramentalmente, se acrecienta en nosotros no solo el Reino de Dios, que es invisible y viene a nosotros por la gracia santificante, sino la Presencia del Rey del Reino, Cristo Jesús.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Jesús cura a diez leprosos



          Mientras va caminando con sus discípulos, van a su encuentro diez leprosos quienes, a la distancia, le piden a Jesús que tenga compasión de ellos. Jesús les dice que vayan a presentarse ante los sacerdotes para que obtengan el favor de Dios; sin embargo, antes de que estos lleguen al templo, se dan cuenta de que están curados. Ha sido Jesús quien, con su poder divino de Hombre-Dios, les ha curado la lepra. Lo que le llama la atención a Jesús es el hecho de la ingratitud de nueve de los leprosos, pues solo uno vuelve sobre sus pasos para dar gracias a Jesús, postrándose ante Él y reconociendo, así, su condición de Hombre-Dios.
          En los leprosos debemos vernos nosotros, porque la lepra es figura del pecado: así como la lepra destruye el cuerpo y al final le quita la vida, así el pecado destruye la vida de la gracia y le quita la vida divina con el pecado mortal. Y también, de la misma manera a como los leprosos fueron curados de su lepra en el Evangelio, así Jesús nos cura la lepra del pecado derramando su Sangre Preciosísima sobre nuestras almas, cada vez que vamos a confesarnos. Si en el Evangelio Jesús quitó la lepra del cuerpo de los leprosos, demostrando así un gran amor hacia ellos, en cada Confesión Sacramental Jesús nos quita la lepra del alma, el pecado, demostrando para con nosotros un amor infinitamente más grande que para con los leprosos del Evangelio, porque mientras a ellos les curó el cuerpo, a nosotros nos cura el alma, quitándonos el pecado.
          “¿Uno sólo volvió a dar gracias? ¿Dónde están los otros nueve?”. No seamos como los nueve leprosos del Evangelio, que se mostraron ingratos ante el milagro obrado por Jesús: más bien nos comportemos como el leproso agradecido, que vuelve sobre sus pasos para postrarse ante Jesús y darle gracias; de la misma manera, nosotros nos postremos ante Jesús Eucaristía, dándole gracias por el infinito Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico.

sábado, 9 de noviembre de 2019

Fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán



         La Iglesia celebra hoy la dedicación o consagración de la majestuosa Basílica de Letrán o San Juan de Letrán. “Basílica” significa “Casa del Rey” y esto es así en sentido literal, pues es la Casa del Rey de los cielos, Jesús Eucaristía. Se le da el nombre de basílica en la religión sólo a ciertos templos que, por algún motivo, son más famosos que los demás y solamente se les puede llamar así a aquellos templos a los cuales el Sumo Pontífice les concede ese honor especial. Esta Basílica es llamada también "madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe -la ciudad de Roma- y del orbe, en señal de amor y de unidad con la Cátedra de Pedro, que como escribió San Ignacio de Antioquía, "preside a todos los congregados en la caridad".
         La Basílica de Letrán fue la primera basílica que hubo en la religión católica y es su consagración o dedicación al uso exclusivo de Dios Uno y Trino lo que celebramos en este día. Era un palacio que pertenecía a una familia que llevaba ese nombre, Letrán. El primer gobernador católicos, el emperador Constantino, fue quien le regaló al Sumo Pontífice el Palacio Basílica de Letrán, que el Papa San Silvestro convirtió en templo y lo consagró el 9 de noviembre del año 324.
         Además de recordar los hechos históricos, hay otro aspecto que debemos ver en esta fiesta y es el hecho de la consagración de la basílica a Dios Uno y Trino: consagrar significa que, de uso profano que tenía, recibe una bendición especial por la cual deja de tener uso profano, es decir, deja de pertenecer a los hombres y al mundo terreno, para pasar a formar una propiedad exclusiva de Dios Trinidad, de manera tal que está absolutamente prohibido el realizar actividades profanas en el templo, a partir de la consagración.
         Este hecho nos debe recordar a nosotros y a nuestro bautismo: antes del bautismo, éramos simples creaturas y nuestros cuerpos eran simples cuerpos humanos de seres humanos comunes y corrientes. A partir del Bautismo Sacramental, tanto nuestra alma como nuestro cuerpo quedaron consagrados a Dios Uno y Trino, siendo el cuerpo en especial modo “templo del Espíritu Santo”. Esto quiere decir que nuestro cuerpo, al ser templo del Espíritu Santo, no puede tener un uso profano, mundano, terreno, sino que todo en él debe estar dirigido a Dios Trino y a su Mesías. Las ventanas de este templo, que son los ojos, deben dejar entrar sólo la luz de la gloria de Dios, siendo indigno de este templo cualquier imagen que no pertenezca a Dios; el cuerpo en sí, el templo de Dios, no puede ser usado en forma profana, sino que debe ser usado para gloria y alabanza de Dios, sea en el camino del matrimonio o en el de la vida consagrada; la cabeza de este templo, el ábside, sólo debe albergar pensamientos provenientes de y dirigidos a Dios Trinidad; nuestros cantos deben ser cantos de alabanza a la Trinidad; finalmente, el corazón de este templo que es nuestro cuerpo, debe ser como un altar sagrado en donde sólo se rinda culto, alabanza, amor y adoración a Dios Uno y Trino y a su Mesías, que viene a nosotros en la Eucaristía.
         Al recordar la consagración de la Basílica de San Juan de Letrán, recordemos entonces que también nosotros hemos sido consagrados, en nuestros cuerpos y almas, a Dios Trino y, por lo tanto, debemos evitar toda clase de acción, pensamiento y obra que sean indignos de tan magnífica consagración, para “no entristecer al Espíritu Santo” que inhabita en el alma del justo.

lunes, 4 de noviembre de 2019

“No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos”



(Domingo XXXII - TO - Ciclo C – 2019)

          “No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos” (Lc 20, 27-38). Unos saduceos –secta judía de los tiempos de Jesús que no creía en la resurrección de los muertos- le presentan a Jesús el caso de una mujer que contrae matrimonio sucesivamente con siete hermanos, a medida que van muriendo uno por uno; la pregunta de los saduceos es de cuál de todos los siete será esposa en el mundo futuro, puesto que los siete la tuvieron por esposa en este mundo.
          Jesús les responde que en la vida eterna las cosas no son como en esta vida: no hay matrimonios, por lo tanto, no hay unión entre varón y mujer y la razón es que los hombres resucitados “serán como ángeles” porque sus cuerpos resucitados adquirirán propiedades que no se poseen en esta vida terrena. En efecto, en la vida eterna, el cuerpo resucitado será sutil –podrá atravesar otros cuerpos-, impasible –no sufrirá dolor, ni enfermedad ni muerte-, ágil –se moverá al instante-, luminoso –porque los cuerpos de los bienaventurados dejarán traslucir la gloria de Dios, como Cristo en el Tabor, aunque también los cuerpos de los condenados dejarán traslucir el fuego del Infierno, apareciendo como brasas incandescentes-: con respecto a la luz que transmitirán los bienaventurados, hay que tener en cuenta que dependerá del grado de gloria que tengan –no todos tendrán la misma gloria- y la gloria a su vez depende de los merecimientos en esta vida.
          Entonces, la resurrección sí existe para los católicos, a diferencia de los saduceos, quienes no creían en ella, pero lo que hay que tener en cuenta es que esa resurrección puede ser para la gloria eterna en la bienaventuranza, o para la condenación eterna en los infiernos. En la bienaventuranza los que se salven traslucirán la gloria de Dios como Cristo en el Tabor; en el infierno, los condenados dejarán traslucir el fuego del infierno, como una brasa incandescente.
          Ahora bien, ya que la fe católica nos enseña que la resurrección existe, nos preguntamos: ¿cuándo sucederá esto? La respuesta es que, en el fin del mundo, donde se realizará el Juicio Final, la Parusía o Segunda Venida de Cristo[1], aunque el Catecismo nos enseña que ya, inmediatamente después de la muerte, el alma, luego del Juicio Particular, va al Cielo –los que mueren en gracia ya reinan con  Cristo-[2], al Purgatorio[3] o al Infierno[4], según hayan sido sus obras[5]. La Resurrección de los cuerpos, esto es, la unión del cuerpo y el alma, sucederá recién en el Juicio Final. Recordemos también que Jesús dejó incierto el momento en que verificaría su Segunda Venida: al final de su discurso sobre la Parusía, Jesús dijo: “En cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,32).
          “No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos”. Si queremos estar con Cristo por la eternidad –en eso consiste el cielo- comencemos por recibir con frecuencia su Cuerpo resucitado en esta vida, en la Eucaristía, puesto que así tendremos el germen de la gloria y de la vida eterna en nuestros corazones; vivamos en gracia, evitemos el pecado, luchemos contra la concupiscencia: de esta manera, nos aseguraremos de ir al cielo luego de esta vida y, luego del Juicio Final, con el cuerpo glorificado, reinaremos gloriosos y resucitados por la eternidad, en el Reino de los cielos.



[2] Catecismo, 1029: “En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22, 5; cfr. Mt 25, 21.23).
[3] Catecismo, 1030: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo”.
[4] Catecismo, 1032: “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno” (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12).”.

“Los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz”




“Los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz” (Lc 16,1-8). Esta parábola debe leerse con atención, porque si no se pueden sacar conclusiones apresuradas y erróneas. Ante todo, tanto el dueño de la parábola como el administrador deshonesto, son “hijos de este mundo”, es decir, hijos de las tinieblas, por cuanto de ninguna manera se puede hacer ninguna transposición entre el dueño y Dios Padre, que es Dios Perfectísimo y de Bondad infinita. Lo que hay que tener en cuenta es que el dueño de la parábola –y no Nuestro Señor Jesucristo- alaba el proceder astuto del administrador infiel, pero no aprueba su deshonestidad. Es decir, ni en la parábola ni mucho menos Jesús, aprueban la deshonestidad del administrador infiel, sino que se ensalza su proceder astuto, sagaz, con el cual el administrador infiel pretende ganarse amigos para cuando quede en la calle.
“Los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz”. ¿Qué nos enseña la parábola? Ante todo, tenemos que vernos en la figura del administrador, pues también nosotros somos administradores de los bienes de Dios y por lo tanto debemos administrar estos bienes para que, cuando sea la hora de nuestra muerte –que sería el momento en el que administrador de la parábola queda despedido-, no nos veamos desamparados ante el Juicio de Dios. Si hacemos uso correcto de los bienes materiales y espirituales que Dios nos ha dado –por ejemplo, si los compartimos con los más necesitados-, entonces nos ganaremos el favor, no sólo de aquellos a quienes auxiliamos, sino que obtendremos el favor de nada menos que de una Gran Abogada, la Santísima Virgen María, Nuestra Madre del cielo, que intercederá por nosotros en el momento del Juicio Particular, para que el destino nuestro final no sea la eterna condenación, sino el cielo o el purgatorio.
“Los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz”. Aprendamos del administrador infiel, no en su pecado, que es el robo, sino en su astucia, en el saber obrar para hacerse amigos que luego lo puedan ayudar; obremos la misericordia espiritual y corporal y así obtendremos almas que intercedan por nosotros cuando lo necesitemos –sobre todo en el Juicio Particular- y, sobre todo, obtendremos el favor de la Abogada de los pobres, María Santísima.

domingo, 3 de noviembre de 2019

“Hay alegría entre los ángeles por cada pecador que se convierte”



“Hay alegría entre los ángeles por cada pecador que se convierte” (Lc 15,1-10). ¿Por qué los ángeles se alegran cuando un pecador se convierte? Porque significa que esa persona abandonó el camino de la perdición, que lo conducía a la eterna condenación y encontró el camino que lo lleva al cielo, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Los ángeles se alegran por la conversión de los pecadores porque significa que hay potencialmente menos habitantes en el Infierno y más moradores del Reino de Dios; los ángeles se alegran cuando se convierte un pecador porque quiere decir que un alma menos dejará de ofender a Dios Trinidad y a su divina majestad y comenzará a glorificarlo con su propia vida; los ángeles se alegran cuando se convierte un pecador porque eso significa que hay un integrante más para la Iglesia Militante y uno menos para la Iglesia Apóstata, la Iglesia que pacta con el mundo; los ángeles se alegran cuando se convierte un pecador porque eso significa más oración, más penitencia, más ayunos y por lo tanto más flujo de gracia entre el Cuerpo Místico de Cristo; los ángeles se alegran cuando se convierte un pecador porque eso significa que habrá más adoración eucarística y más ofrecimientos de la propia vida a Cristo que por nosotros se ofrece en el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa; los ángeles se alegran cuando se convierte un pecador porque eso significa menos mundanismo y más vida de la gracia; menos ofensas a Dios Trinidad y más alabanza, adoración y acción de gracias a Dios Uno y Trino y a su Mesías.
“Hay alegría entre los ángeles por cada pecador que se convierte”. Si los ángeles se alegran por los pecadores que se convierten, también se entristecen por los justos que caen en pecado. Si nos encontramos en este grupo, no dudemos en acudir prontamente al Sacramento de la Confesión, para que la alegría de los ángeles sea completa.

“Quien no lleve su cruz detrás de Mí no puede ser discípulo mío”




“Quien no lleve su cruz detrás de Mí no puede ser discípulo mío” (Lc 14,25-33). Jesús advierte que, para ser discípulo suyo, hay que llevar la cruz de cada uno, de lo contrario, no se puede: “Quien no lleve su cruz detrás de Mí no puede ser discípulo mío”. Muchos piensan que, por haber recibido el Bautismo, por haber hecho la Comunión y la Confirmación, con eso ya basta para ser cristianos. Llevados por este pensamiento, no se preocupan por combatir sus propias pasiones, ni por evitar el pecado, ni por conseguir la gracia. Piensan que ser cristianos es solamente eso, tener el nombre de cristianos por el solo hecho de haber recibido los sacramentos. Quien así piensa y así vive, es solo cristiano de nombre, es decir, es un cristiano nominal y no real, porque en realidad solo lleva el nombre de cristiano, estando su alma muerta a la vida de la fe y de la gracia. Esta clase de cristianos demuestra, con su ausencia de fe, que hacen caso omiso de las palabras de Jesús, acerca de la necesidad de llevar la cruz de cada día: “Quien quiera ser mi discípulo, que cargue su cruz de cada día y me siga”. Jesús lo dice tanto en forma positiva como en negativa: “Quien no lleve su cruz detrás de Mí no puede ser discípulo mío” y esto nos debe hacer ver la importancia capital que tiene el llevar la cruz –combatir contra las pasiones, contra el pecado y vivir la vida de la gracia- para poder ser llamados verdaderamente cristianos y por lo tanto discípulos de Cristo.
“Quien no lleve su cruz detrás de Mí no puede ser discípulo mío”. Si no nos preocupamos por llevar la cruz, es decir, si no nos preocupamos por evitar las ocasiones de pecado; si no nos preocupamos por luchar contra nuestras pasiones; si dejamos de lado la vida de la gracia, no podemos llamarnos verdaderamente cristianos: somos cristianos nominales, pero no reales. ¿Qué es lo que lleva a un alma a desear verdaderamente llevar la cruz? Nos lo dicen los santos, con sus vidas: el Amor a Cristo crucificado. Pidamos entonces la gracia de amar a Jesús crucificado y así podremos llevar la cruz de cada día y seguir a Jesús camino del Calvario.