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sábado, 25 de julio de 2015

“Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó (…) Lo mismo hizo con los pescados (…) llenaron cinco canastas con los panes que sobraron”


El ícono representa la multiplicación milagrosa de panes y pescados realizada por Jesús. En el extremo izquierdo se encuentra Jesús, el Hombre-Dios, quien sostiene en sus manos los cinco panes y dos pescados, proporcionados por el niño relatado por el Evangelio, retratado en el ícono, en la figura pequeña. La aureola dorada de Jesús, propia de los íconos orientales, indica la divinidad de Jesucristo, puesto que Él es el Hijo de Dios encarnado. Jesús acaba de pronunciar la bendición sobre los panes y pescados y acaba de producir el milagro, y todavía se encuentra en oración, cuando sus discípulos se acercan ya a pedir las raciones para servir a la multitud. Los discípulos, a su vez, aparecen en actitud de servicio, con los panes y pescados ya multiplicados, repartiéndolos a la multitud, la cual aparece ordenadamente sentada de a grupos, tal como lo ha ordenado Jesús, esperando su ración. La sobre-abundancia del alimento –el Evangelio señala que “todos comieron hasta saciarse y con las sobras llenaron doce canastos”- se representa con cestos repletos de panes.  El milagro, prodigioso en sí mismo, no representa sin embargo nada para la omnipotencia del Hombre-Dios; en realidad, es un anticipo de un milagro infinitamente más asombroso y maravilloso: la multiplicación, no de pan y de pescado, sino del Pan de Vida Eterna y de la Carne del Cordero, en la Santa Misa.

(Domingo XVII - TO - Ciclo B – 2015)

         “Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó (…) Lo mismo hizo con los pescados (…) llenaron cinco canastas con los panes que sobraron” (Jn 6, 1-15)”. Jesús multiplica los panes y pescados de modo prodigioso, milagroso, para dar de comer a más de cinco mil personas. No es extraño que Jesús obre un milagro de este tipo, ya que Él puede hacerlo, porque es Dios omnipotente, todopoderoso: el que creó el universo visible e invisible, el que creó al mundo de la nada, el que creó a los ángeles de la nada, no tiene ninguna dificultad en crear los átomos y las moléculas materiales del pan y de los pescados, para alimentar los cuerpos y saciar el hambre de la multitud que ha venido a escuchar su Palabra. Y si bien el Evangelio dice que eran unos “cinco mil hombres”, se supone que, contando con los niños y las mujeres, la cifra se elevaría a unos diez mil, con lo que el milagro se acrecienta, puesto que el relato evangélico dice que “llenaron cinco canastas con los panes que sobraron”, es decir, Jesús multiplicó milagrosamente los panes y los pescados, de forma sobre-abundante.
         Con todo, es sólo un milagro insignificante, comparado con el Milagro de los milagros, que Él mismo obrará, más adelante: la Transubstanciación, por el cual no multiplica la materia inerte de panes y pescados, sino su Presencia sacramental en los altares eucarísticos, por medio de la Santa Misa. Por el milagro de la Transubstanciación, producido en el momento en el que el sacerdote ministerial pronuncia las palabras de la consagración, Jesús multiplica no la materia sin vida de panes, sino la Presencia de su Cuerpo glorificado, la Eucaristía, que es Pan de Vida eterna, que alimenta al alma con la vida misma de Dios Uno y Trino; por el milagro de la Transubstanciación, Jesús multiplica no la carne sin vida de pescados, sino la Presencia de su Carne resucitada y llena de la gloria y de la vida de Dios, el Santo Sacramento del altar, la Eucaristía. En otras palabras, el milagro de la multiplicación de panes y pescados, es nada en comparación con el milagro obrado en la Santa Misa, por el cual Jesús multiplica la Presencia del Pan Vivo bajado del cielo y la Carne del Cordero.
         Ahora bien, Jesús hace este milagro de multiplicar panes y pescados y con él satisface el hambre corporal de la multitud; sin embargo, no es éste el objetivo último de Jesús, de su Encarnación, de su misterio pascual. El milagro es sólo prefiguración del Milagro de los milagros, la Eucaristía. Jesús no ha venido a satisfacer nuestra hambre corporal, no ha venido para saciar el hambre y la sed corporales del hombre: Él ha venido para saciar un hambre y una sed mucho más profundas, y es el hambre y la sed que de Dios tiene toda alma humana y esta hambre y esta sed de Dios que tiene toda alma humana, sólo se satisfacen con el mismo Dios, y ése es el motivo por el cual la Iglesia, continuando la obra de Jesús, no multiplica panes y pescados, para satisfacer el hambre del cuerpo de la humanidad, sino que la misión principal de la Iglesia es multiplicar la Presencia sacramental de Jesucristo, la Eucaristía. Así, la Iglesia obra, por medio del sacerdote ministerial, un milagro infinitamente más grande que el obrado por el mismo Jesús en el Evangelio, la Eucaristía, para satisfacer el hambre y la sed que de Dios tiene toda alma humana.
“Quisieron hacerlo rey, pero Jesús se escondió de ellos”. La multitud se da cuenta del milagro producido por Jesús; tratándose de un prodigio tan grande, el milagro no pasa desapercibido por la gente, quien se da cuenta de que Jesús es quien ha obrado la multiplicación prodigiosa de panes y pescados, permitiéndole así satisfacer el hambre del cuerpo, y por eso es que exclaman: “Éste es el profeta que había de venir, hagámoslo rey”. 
Ahora bien, también nosotros, los cristianos, queremos hacerlo rey, pero no queremos hacerlo rey temporal porque multiplicó panes y pescados para dar de comer y satisfacer el hambre corporal de una multitud, sino porque Jesús obra para nosotros un milagro infinitamente más grande, que es la Eucaristía; nosotros queremos que Él reine en nuestros corazones, porque Él es nuestro Rey, por naturaleza y por conquista, por derecho propio, y porque más que multiplicar panes y pescados, convierte la materia inerte del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, por el milagro de la Transubstanciación, en la Santa Misa.
“Quisieron hacerlo rey, pero Jesús se retiró a la montaña”. Cuando pretenden coronarlo como rey, por haber satisfecho el hambre corporal, Jesús “se retira a la montaña”, es decir, escapa de la vista de la multitud, porque Él no es rey terreno, ni ha venido para satisfacer el hambre del mundo. Jesús no desea los tronos del mundo, porque Él es Dios y ser rey del mundo es contrario a su santidad y a su misión. Por el contrario, para quien desee entronizarlo en su corazón y lo busque, Jesús no se esconde, sino que se da a conocer, y se manifiesta y se le aparece, oculto en la apariencia de pan, el Santo Sacramento del altar. Para quien desee hacer de su cuerpo un “templo del Espíritu” (cfr. 1 Cor 6, 19) y de su corazón un altar en donde sea entronizado el Sagrado Corazón Eucarístico, para ese tal, Jesús no solo no se esconde, sino que se hace el encontradizo, va al encuentro de quien lo busca, baja del cielo al altar eucarístico, para darse a sí mismo en la Eucaristía.

“Quisieron hacerlo rey, pero Jesús se retiró a la montaña”. La multitud quiso hacer rey a Jesús, sólo por el hecho de que Jesús multiplicó para ellos la materia sin vida del pan terreno y el cuerpo sin vida de los pescados. Para con nosotros, Jesús obra un milagro que supera infinitamente el milagro obrado en el Evangelio, puesto que multiplica su Presencia sacramental, para alimentarnos con el Pan de Vida eterna y con la Carne del Cordero, y no se esconde de nosotros, como lo hizo con la multitud del Evangelio, sino que se nos manifiesta en Persona, oculto en la apariencia de pan, en la Eucaristía, para que todo el que esté en gracia y comulgue, lo entronice en su corazón. ¿Qué esperamos para hacerlo Rey de nuestros corazones, a Jesús Eucaristía?

viernes, 17 de abril de 2015

“Jesús tomó los panes y los distribuyó (…) lo mismo hizo con los pescados (…) todos comieron y quedaron satisfechos”

   
   
       “Jesús tomó los panes y los distribuyó (…) lo mismo hizo con los pescados (…) todos comieron y quedaron satisfechos” (Jn 6, 1-15). Jesús multiplica milagrosamente panes y pescados y da de comer a una multitud de más de cinco mil personas. La multitud se da cuenta de lo sucedido y busca a Jesús para nombrarlo rey, pero Jesús, sabiendo sus intenciones, “se retira solo a la montaña”. ¿Cuál es la intención de Jesús al realizar el milagro? Su primera intención, obviamente, es la de satisfacer el hambre corporal de la multitud: han acudido en gran número a escuchar su palabra y no tienen qué comer. Sin embargo, no se puede decir que su milagro fuera absolutamente necesario, puesto que bastaba con ordenar a la multitud que se dispersara y que acudiera a los poblados vecinos en busca de alimentos, para solucionar el problema. Sin embargo, Jesús decide utilizar su omnipotencia divina y procede a multiplicar los átomos y las moléculas de los panes y los pescados, lo cual, si bien es un milagro sorprendente, para Él, que es Dios creador -y por lo tanto, Autor y Creador del universo visible e invisible-, es un milagro casi insignificante, en comparación con la Creación misma. En otras palabras, multiplicar panes y pescados para alimentar a una multitud de más de cinco mil personas –algunos calculan hasta diez mil- además de ser una nimiedad para un Dios Creador del universo visible e invisible, es, desde el punto de vista lógico, innecesario, porque bastaba con despedir a la multitud, recomendándole que acudiera a los poblados cercanos. 
¿Cuál era entonces la intención de Jesús al realizar el milagro? Además de saciar temporalmente el hambre corporal de una multitud en el tiempo, la intención de Jesús era la de anticipar y prefigurar un milagro infinitamente más grandioso, operado en la Santa Misa: la conversión del pan y del vino en Pan de Vida eterna y en Carne de Cordero asada en el fuego del Espíritu Santo, los alimentos super-substanciales y celestiales, con los cuales habría de saciar, por la eternidad, el hambre espiritual que de Dios posee la humanidad. En la Santa Misa, Jesús no multiplica la materia inerte y sin vida de pan material y de carne de pescado para saciar el hambre corporal de una pequeña muchedumbre: por el milagro de la transubstanciación obrado por el Espíritu Santo e infundido por Él a través del sacerdote ministerial, Jesús multiplica su Presencia sacramental convirtiendo la substancia inerte del pan y del vino en Pan Vivo bajado del cielo y en Carne de Cordero, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, para saciar el hambre del Amor de Dios que toda alma humana posee desde que nace.

“Jesús tomó los panes y los distribuyó (…) lo mismo hizo con los pescados (…) todos comieron y quedaron satisfechos”. En la Santa Misa, Jesús toma el pan y el vino, por intermedio del sacerdote ministerial y los convierte en su Cuerpo y su Sangre, para darnos su Amor en la Eucaristía, para saciarnos con el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, y esto es un milagro que supera infinitamente la multiplicación de panes y pescados del Evangelio. 

lunes, 7 de enero de 2013

Tomó los panes y pronunció la bendición



          “Tomó los panes y pronunció la bendición” (cfr. Mc 5, 34-44). El milagro de la multiplicación de los panes y peces, por el cual Jesús alimenta a una multitud de más de cinco mil personas, es un signo que anticipa otro milagro, infinitamente más grandioso, y es el milagro de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, con los cuales alimentará a toda la humanidad.
         Si en la multiplicación de panes y peces Jesús obra un prodigio maravilloso, como es el de multiplicar la materia inerte, en la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y su Sangre, Jesús no multiplica la materia de cosas inertes, sino que convierte a la materia sin vida de las ofrendas, el pan y el vino, en fuente de vida y de vida eterna, porque los convierte en su Cuerpo resucitado, en su Sangre preciosísima, en su Alma Inmaculada, y en su Divinidad, que es la Vida Increada y fuente de toda vida creada.
         “Tomó los panes y pronunció la bendición”. Si el milagro de la multiplicación de panes y peces asombra -al comprobar la omnipotencia del Hombre-Dios, quien como Creador de la materia es capaz, más que multiplicar los átomos y las moléculas existentes, crear nuevos átomos y moléculas, obrando un signo que recuerda al Génesis, al instante de la Creación del universo-, aun así, siendo como es un signo admirable, al ser comparado con el Milagro de los milagros, la Eucaristía, es igual a nada, porque si en el milagro de los panes y peces Cristo crea materia inerte para alimentar los cuerpos humanos, en el altar eucarístico Cristo convierte a la materia inerte del pan y del vino en la materia glorificada de su Cuerpo humano resucitado y de su Sangre humana glorificada, a los cuales está unida su Alma humana, unida hipostáticamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
         “Tomó los panes y pronunció la bendición”. El gesto de Cristo es imitado formal y materialmente por el sacerdote ministerial en la consagración eucarística, al tomar el pan de la patena y pronunciar sobre él la fórmula consagratoria, fórmula por la cual las substancias sin vida del ofertorio se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Por esto, si los asistentes al milagro de la multiplicación de panes y peces podían considerarse afortunados, puesto que el Hombre-Dios obraba un milagro prodigioso para saciar el hambre de sus cuerpos, cuánto más debe considerarse afortunado quien asiste a la Santa Misa, en donde el Hombre-Dios no sacia el hambre corporal con trigo y carne de pescado, sino que sacia el hambre espiritual de Dios que todo hombre posee, con Pan de Vida eterna y Carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, alimentando de esta manera al alma con la substancia misma del Ser divino.