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domingo, 20 de diciembre de 2020

Octava de Navidad 5

 



(Ciclo B – 2020)

         La escena del Pesebre de Belén es la escena de un nacimiento: se ve a una joven madre, primeriza; se ve al padre del niño; se ve al Niño recién nacido, acostado en una pobre cuna de madera. Podría decirse que se trata de la escena de un típico nacimiento de hace dos mil años, en un pueblito perdido de Palestina. Esto es a los ojos de la razón y a los ojos del cuerpo, pero la Fe Católica nos dice algo más profundo y misterioso. La Fe nos dice que es un Nacimiento, sí, pero un nacimiento del todo especial, porque es una nueva forma de nacer, desconocida en absoluto por los hombres. El Niño de Belén nace de la Virgen Madre, pero no nace como nacen todos los niños del mundo y no lo puede hacer, porque su Madre es Madre y Virgen y porque Él no es el hijo humano de un padre humano, sino que Él es el Hijo de Dios encarnado; es decir, es Dios Hijo, que nace y aparece como un niño humano, pero es Dios. Y puesto que es Dios, nace como Dios: los Padres de la Iglesia y los santos nos dicen que el Niño Dios nació así como un rayo de sol atraviesa el cristal: de la misma manera a como el rayo de sol deja intacto al cristal, antes, durante y después de atravesarlo, así el Hijo de Dios encarnado, Sol de justicia, al atravesar las paredes del abdomen superior de su Madre, que estaba de rodillas, dejó intacta su virginidad y por eso la Virgen es Virgen antes, durante y después del Nacimiento y seguirá siendo Virgen por toda la eternidad. El Nacimiento del Niño Dios, por lo tanto, fue milagroso y virginal y no podía ser de otra manera, porque Él es Dios Hijo y como tal, no podía nacer sino milagrosa y virginalmente y su Madre, al mismo tiempo, era Virgen y no podía dejar de ser Virgen, además de ser la Madre de Dios.

         Pero hay otro elemento en el Nacimiento que debemos considerar y es que este Nacimiento prodigioso, llevado a cabo en Belén hace dos mil años, se renueva y prolonga, misteriosamente, en cada Santa Misa: el mismo Espíritu Santo que lo condujo al seno virgen de María en Belén, Casa de Pan, para que se encarnara y naciera como Dios Hijo y así entregarse como Pan de Vida eterna en la Eucaristía, es el mismo Espíritu Santo que convierte, por las palabras de la consagración, al pan y al vino en el Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios, Presente en Persona en la Eucaristía, que así se entrega a Sí mismo como Pan de Vida eterna. Por esta razón, tanto la Encarnación como el Nacimiento se actualiza y prolongan, misteriosamente, en cada Santa Misa.

 

Octava de Navidad 3

 



(Ciclo B – 2020)

         Al contemplar el Pesebre de Belén, vemos a Quien es el personaje central del mismo: el Niño, que yace en una pobre cuna, rodeado de su Madre, de su esposo, de dos animales, un buey y un asno –que proporcionan calor con sus cuerpos-; luego vendrán los pastores y los Reyes Magos, además de un coro de ángeles celestiales. ¿Quién es este Niño del Pesebre? Ante los ojos del cuerpo y ante la luz de la razón humana, aparece como un niño más entre tantos, con la particularidad de que es el primogénito de una madre primeriza y que ha nacido no en un palacio o en una rica posada en Belén, sino en una pobre gruta que, en realidad, es el refugio de los animales que ahora lo rodean, el buey y el asno. Sin embargo, si nos quedamos con sólo los datos que nos proporcionan los ojos del cuerpo y la luz de la razón, nunca podremos ni siquiera acercarnos y mucho menos penetrar en el misterio que se encierra en el Niño de Belén. El Niño de Belén no es un niño más entre tantos otros; es un Niño sumamente especial, porque es Niño-Dios, es decir, es Dios quien, sin dejar de ser Dios, se ha encarnado en el seno virgen de su Madre y ha nacido milagrosamente en el Portal de Belén. En otras palabras, el Niño de Belén es Dios Hijo, es la Segunda Persona de la Trinidad que, por voluntad de Dios Padre y llevado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, se encarnó en María Santísima y nació milagrosamente en el Portal de Belén, para así dar cumplimiento al plan de salvación de la Trinidad para la humanidad, porque este Niño, siendo ya adulto, habría de subir a la Cruz, para entregar su Cuerpo y su Sangre para la salvación de los hombres. Ese Niño, que abre sus bracitos de niño para abrazar a quien se le acerca, es el mismo Salvador que, en la plenitud de su edad, abrirá sus brazos en la Cruz, para abrazar a todos los que se acerquen a Él, para ser salvados. El Niño de Belén, entonces, es Niño y es Dios: es el mismo Dios Hijo, que en cuanto Dios es Invisible a los ojos humanos, que es adorado en la eternidad, en los cielos y que ahora se encarna y nace de una Madre Virgen, para ser visible a los ojos de los hombres y así poder ser adorado, por los hombres, en la tierra. El Niño-Dios nace en Belén, Casa de Pan, para donarse a Sí mismo como Pan de Vida Eterna en la Eucaristía. Al contemplarlo en el Pesebre, pensemos que ese Niño, que abre sus bracitos para abrazar al que se le acerca, es el mismo Jesús, Dios Hijo, que en la Eucaristía, Pan de Vida eterna, se dona a Sí mismo, con todo el Amor de su Sagrado Corazón, a quien lo recibe con fe, en gracia y con amor.

 

jueves, 10 de diciembre de 2020

“Alégrate, Llena de gracia, concebirás por el Espíritu Santo y darás a luz a Dios con nosotros”

 


(Domingo IV - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

         “Alégrate, Llena de gracia, concebirás por el Espíritu Santo y darás a luz a Dios con nosotros” (Lc 1, 26-38). En las palabras del Arcángel Gabriel dirigidas a María y del breve diálogo que se desarrolla entre ellos, se encuentra el fundamento de la Navidad según la Fe católica y está también la explicación del significado de cada una de las principales figuras del Pesebre de Belén.

En efecto, de estas palabras se deduce lo siguiente:

-el padre del Niño que nacerá en Belén no es San José, sino Dios Padre, porque es Dios Padre quien engendra, desde la eternidad, en su seno, a su Palabra y es el Amor del Padre, el Espíritu Santo, quien lleva a esta Palabra al seno virgen de María para que se encarne, para que se una a la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth; de esta manera, otra verdad que se revela es la paternidad del Niño de Belén: si el Padre del Niño de Belén es Dios Padre, entonces queda San José como lo que es, simplemente Padre adoptivo y no biológico del Niño Jesús;

-María, la Mujer a la que saluda el Ángel, es Virgen y es al mismo tiempo Madre de Dios: es Virgen porque lo que engendra no viene de parte de hombre alguno, sino de parte del Amor de Dios, el Espíritu Santo y es Madre de Dios porque lo que Ella engendra por obra del Espíritu Santo no es un niño humano más entre tantos, sino el Niño-Dios, es decir, la Persona de Dios Hijo que se hace Niño –embrión- sin dejar de ser Dios; también se deducen de las palabras del Ángel las características extraordinarias de María Santísima: es Virgen y “Llena de gracia”, lo que significa “Llena del Espíritu Santo”, Llena del Amor de Dios y no puede ser Plena del Divino Amor sino es Virgen en cuerpo y alma;

-el Niño que nacerá en Belén no es un niño humano, sino la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo encarnado y esto se deduce del nombre: el Niño de Belén será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros” y así ese Niño no es un ser humano más, sino el mismo Ser divino Trinitario que se oculta en la Humanidad del Niño Dios: en otras palabras, el mismo Dios Hijo que en cuanto Dios es Espíritu Puro e Invisible y es adorado por los ángeles en el cielo, es el mismo Dios que nace como Niño humano –sin dejar de ser Dios- en Belén, para ser contemplado por los hombres al hacerse visible y así ser adorado en la humanidad del Niño Dios, Jesús de Nazareth;

Por último, se revelan en estas palabras el inicio del plan de salvación de Dios Trino para los hombres, porque la Encarnación del Verbo no tiene otro objetivo que la auto-comunicación de Dios a los hombres por el Amor, para librar a los hombres de la tiranía del Demonio, del Pecado y de la Muerte y así conducirlos al Reino de los cielos y para conseguir este objetivo, Dios Hijo, que nacerá en Belén, Casa de Pan, entregará su Cuerpo y su Sangre en la Cruz, para luego darse cada vez, en cada Santa Misa, como Pan de Vida eterna, al donar su Cuerpo y su Sangre en cada Eucaristía.

“Alégrate, Llena de gracia, concebirás por el Espíritu Santo y darás a luz a Dios con nosotros”. Las palabras del Ángel se cumplen en la Virgen y el milagro de la Encarnación y Nacimiento del Verbo del Padre, Cristo Jesús, se continúan en la Santa Iglesia, en cada Santa Misa, por lo que no solo la verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena, sino que sin la celebración de la Santa Misa de Nochebuena, la celebración de la Navidad carece de significado para el católico.

lunes, 9 de diciembre de 2019

“Dios no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”



“Dios no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños” (Mt 18, 12-14). Para graficar el deseo que Dios tiene acerca de la salvación de toda la humanidad, Jesús pone el ejemplo de un pastor al que se le pierde una oveja: deja a las noventa y nueve a buen reguardo y luego va “en busca de la oveja perdida”. El ejemplo se entiende cuando reemplazamos los elementos naturales por los sobrenaturales: el pastor es Él, Cristo Dios, el Mesías y Salvador de la humanidad; las ovejas en el redil y a buen seguro somos todos los hombres, cuando estamos en gracia; la oveja perdida, somos los hombres, cuando estamos en pecado. Así como la oveja que se extravía corre el riesgo de caer por el barranco y luego ser devorada por el lobo, así el hombre en pecado está en riesgo de eterna condenación, porque por el pecado cae de la vida de la gracia y se pone en manos del Enemigo de Dios y de los hombres, el Demonio, el Lobo Infernal.
“Dios no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”. No se ha perdido una oveja, sino toda la humanidad, a partir del pecado original, vive en las tinieblas del pecado, del demonio y de la muerte; desde el pecado original, toda la humanidad es como una oveja perdida, que no encuentra el rumbo para reencontrarse con Dios, además de estar en peligro mortal, al ser acechada por el pecado, la muerte y el Demonio. Es para rescatar a esta oveja perdida, toda la humanidad, que Dios Padre envía a su Hijo como Niño Dios que nace milagrosamente en Belén, Casa de Pan, para ofrendar su Cuerpo y su Sangre en el ara de la Cruz, como sacrificio de redención y para ofrendarse como Pan de Vida eterna en la Eucaristía. Cada vez que nos acercamos a comulgar, no somos nosotros los que comulgamos: es Cristo Eucaristía, el Buen Pastor, que baja desde el cielo hasta el altar para venir a rescatarnos de este mundo perenne y conducirnos al Reino de los cielos.

jueves, 5 de diciembre de 2019

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; Y toda carne verá la salvación de Dios”



(Domingo II - TA - Ciclo C - 2019 - 2020)

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; Y toda carne verá la salvación de Dios” (cfr. Lc 3, 1-6). Juan el Bautista predica en el desierto la conversión de los corazones, para que estos estén preparados para la Primera Llegada del Mesías sobre la tierra. El Bautista sabe que el hombre está contaminado espiritualmente por el pecado original y que por esta razón necesita imperiosamente convertirse, es decir, convertirse de su concupiscencia y desprenderse de su apego a las cosas bajas de la tierra y el mundo, porque sólo así estará en condiciones de recibir al Mesías que Viene desde lo alto.
Para incitar a la conversión cita al Profeta Isaías, en el pasaje en donde el Profeta hace uso de la imagen de caminos torcidos que deben ser enderezados, de colinas que deben ser abajadas y de valles que deben ser rellenados. No se trata de un mero recurso poético, ya que cada una de estas figuras, tomadas de la naturaleza, hace referencia a una realidad sobrenatural.
De esta manera, por ejemplo, el enderezar los caminos torcidos significa que los corazones humanos, retorcidos por el pecado, deben volverse rectos por la gracia, haciendo además penitencia y obras de caridad; las colinas que deben ser abajadas significan el orgullo humano que se yergue entre el alma y Dios, que debe ser abatido, para que así el hombre, hecho humilde, pueda encontrarse con su Salvador, que es manso y humilde de corazón; rellenar los valles quiere decir elevar el alma, que por el pecado se hunde en las cosas del mundo y así, por la gracia, subir con el espíritu a las cosas del cielo. El elevarse del alma por la gracia implica hacer frente, combatir y extirpar –con la ayuda de la gracia- nuestras pasiones y concupiscencias, que convierten al hombre en algo más cercano al animal que al ángel; por último, convertir lo escabroso en llano significa no solo combatir contra nuestras malas inclinaciones, sino ante todo buscar de adquirir virtudes, no por las virtudes en sí mismas, sino porque las virtudes son las expresiones, a través de la naturaleza humana, de las infinitas perfecciones del Ser divino trinitario; esto quiere decir que en Adviento debemos buscar de adquirir alguna virtud, como modo de participar de las infinitas perfecciones del Ser divino de Dios Uno y Trino.
“Y toda carne verá la salvación de Dios”. Ante todo, esta expresión hace referencia a que la salvación es universal, es decir, está destinada a todo hombre de cualquier tiempo, raza, edad, condición social; significa también que cualquier hombre que haya recibido la gracia de la conversión y que con sinceridad haya respondido a la misma, verá la salvación de Dios, salvación que viene para los hombres en forma de Niño Dios, en forma de Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios. En su Primera Venida, el Salvador viene a nosotros como Niño, siendo Dios, para que nosotros nos hagamos niños por la gracia y Dios por participación. El Niño Dios que viene en Belén es Cristo Dios, el Cordero de Dios que baja del cielo en Belén, Casa de Pan, para que nosotros, unidos a Él por el Pan de Vida eterna, seamos llevados en Espíritu al cielo, el seno de Dios Padre. El Hombre-Dios viene en Belén para llevarnos al cielo, en espíritu, por medio del Pan de Vida eterna, la Eucaristía; al fin de los tiempos, vendrá por Segunda Vez, para juzgarnos según nuestras obras y, si lo merecemos, habrá de llevarnos al cielo eterno, en donde Él reina con el Padre por siempre. El Adviento es el tiempo de gracia que Dios nos concede para que, por la gracia y la misericordia, nos preparemos para el encuentro personal con Cristo Dios, que Vino en Belén, Viene en cada Eucaristía y ha de Venir al fin de los tiempos para dar fin a la historia humana y dar comienzo a la eternidad del Reino de Dios.


martes, 23 de diciembre de 2014

¡Alegrémonos por la Navidad! Un Dios Niño nace, por el Espíritu, de Virgen Madre, en un portal.




Un Dios Niño nace

De Virgen Madre,

Por el Espíritu,

En un portal.


Un Dios Niño nace,

De Iglesia Madre,

Por el Espíritu,

En el altar.

¡Oh misterio de Navidad,

Misterio de Belén, Casa de Pan!

Por la misa,

El Niño Dios,

Viene a nosotros, como en 
Belén,

¡Vestido de Pan!


P. Álvaro Sánchez Rueda
Navidad 2014

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Octava de Navidad 2 2012



         La escena del Pesebre puede parecer una escena familiar más, entre tantas otras, puesto que vemos en el Pesebre a un madre primeriza, con su hijo recién nacido, a quien busca de darle abrigo, protegiéndolo de la inclemencia del tiempo, al tiempo que se dispone a dar de mamar al niño, que llora por el hambre y el frío, luego de haber sido sacado de ese refugio materno en el que vivió nueve meses, y en el que se encontraba tan a gusto, pues no le faltaba abrigo ni nutrientes; vemos también a un hombre de mediana edad, que es el padre adoptivo del niño, quien luego de alegrarse por su nacimiento, comienza inmediatamente a cumplir su deber de padre, y va en busca de leña para el fuego y también de alimento para la madre y el niño. La escena del Pesebre se completa con la presencia de dos animales, un buey y un asno, que con sus cuerpos de gran tamaño, contribuyen a dar calor al grupo familiar, y sobre todo al niño, que sufre por el frío.
         La escena de la familia del Pesebre parece una escena familiar más, entre tantas otras, y sin embargo, no es así, puesto que encierra en sí, al tiempo que manifiesta, un misterio insondable, un misterio originado en el seno mismo de Dios Trinidad, que deja asombrados a los mismos ángeles. La madre primeriza no es una madre más, sino que es la Madre de Dios, la Virgen María, la Mujer que en el Génesis aparece aplastando la cabeza de la Serpiente, y que en el Apocalipsis aparece revestida de sol, con la luna a sus pies, como signo de ser Ella la Emperatriz de cielos y tierra; la Mujer del Pesebre es la Virgen María, concebida Inmaculada y Llena del Espíritu Santo, precisamente para ser Madre del Redentor, y para ser junto a Él Co-rredentora de la humanidad; la frágil mujer, que en el Pesebre de Belén sostiene en sus juveniles brazos a su Niño recién nacido, es la Madre del Salvador, y aunque de apariencia frágil, su fortaleza es tan grande, que lleva en sus brazos nada menos que al mismo Dios Hijo en Persona, y cuando sea grande, la fortaleza que le comunica su amor materno, hará que sea la Única que lo acompañe en su agonía y muerte en Cruz, y con esa fuerza de su amor materno, confortará a su Hijo en el durísimo Camino Real del Calvario; la Mujer que en el Pesebre arropa con amor inefable a su Niño recién nacido, y se dispone para amamantarlo, es la Virgen María, Madre amantísima, llamada también Madre de la Divina Gracia, porque Ella dio a luz en el tiempo a la Gracia Increada, Jesucristo, Dios eterno; la Mujer que abriga a su Hijo, y lo envuelve en pañales, para protegerlo del frío de la noche, es la Virgen María, la Reina de cielos y tierra, que arropa con delicado amor maternal al Creador del universo, a Aquel que luego habrá de ofrecerse a sí mismo como Alimento celestial, como Pan de Vida eterna, a los hombres, en la Eucaristía; a su vez, el Niño que tiembla a causa del frío y que llora por el hambre que experimenta todo recién nacido, es Dios omnipotente, el Dios ante quien los ángeles se postran en adoración extasiada; el Dios ante cuya ira, el Día del Juicio Final, los ángeles temblarán de pies a cabeza; el Dios de toda majestad y santidad, ante cuyo solo nombre el infierno se precipita en el terror; es el Dios que sin embargo viene a los hombres, no en el esplendor fulgurante de su gloria inaccesible, no en la tempestad, en el rayo y el trueno, no en su justa ira encendida por el mal que anida en el corazón del hombre, sino en el cuerpo y en la humanidad de un Niño recién nacido, para que el hombre no tenga excusas para acercársele, porque nadie puede excusarse y decir que teme a un Niño recién nacido, y viene como Niño, sin dejar de ser Dios, como signo visible del Amor incomprensible de la Trinidad por los hombres: el Niño es el don de Dios Padre, que hace nacer a Dios Hijo en Belén, Casa de Pan, para que este sea el alimento de los hombres en el Pan del Altar, la Eucaristía; por último, el padre adoptivo que acompaña a la Mujer primeriza y al Niño recién nacido, no es simplemente un hombre bueno, consciente de sus deberes de padre y de esposo: es San José, el hombre elegido desde la eternidad por la Santísima Trinidad, para ser el padre terreno de Dios Hijo; es el hombre elegido para ser, en la tierra, una imagen de Dios Padre, que cuide y ame a Dios Hijo encarnado con su mismo amor de Dios Padre; es el hombre, elegido desde la eternidad por Dios Trinidad, para ser el Esposo casto y puro de la Madre de Dios, para que la ame con amor fraterno, y cuide y proteja a Ella y al Niño, de parte de Dios Padre.
         La escena del Pesebre puede parecer una escena familiar más, entre tantas otras, pero no lo es, porque encierra, a la par que manifiesta, un misterio insondable.
         

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Jueves de la infraoctava de Navidad 2011



         El Pesebre, el Calvario, el Altar eucarístico
         La contemplación del Niño Dios no debe nunca hacernos quedar en consideraciones puramente naturales y humanas. Si bien lo que contemplamos con los ojos del cuerpo y con la luz de la razón es un niño recién nacido, los ojos del alma iluminados por la luz de la fe nos dicen que hay en este Niño un misterio invisible, insondable: es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encarna en un cuerpo humano para hacerse visible.
         Este es el motivo por el cual la Iglesia dice, en el Prefacio de Navidad, que “la luz de la gloria de Dios se ha hecho visible” en un nuevo modo, como un Niño recién nacido.
         A partir del Niño de Belén, nadie puede decir que no ha visto la gloria de Dios, porque esa gloria se nos ha manifestado en el Niño; a partir del Niño de Belén, nadie puede decir que no ha visto a Dios, porque Dios, siendo Espíritu purísimo, y por lo tanto, invisible, ha tomado un cuerpo y un alma humanos precisamente para hacerse visible, para que lo podamos ver, palpar, escuchar. Dios, sin dejar de habitar en su luz inaccesible, se nos hace cercano, viniendo a nuestro mundo, a nuestras vidas, y a nuestras situaciones existenciales, como un Niño, por eso el Niño de Belén es un misterio insondable.
         Pero el misterio del Pesebre de Belén no finaliza ahí, sino que continúa en el Calvario, porque el mismo Dios que abre sus bracitos en el Pesebre, es el mismo Dios que abrirá sus brazos en la Cruz, para abrazar a toda la humanidad, para conducirla, en sus sangrientas manos paternales, al seno de Dios Padre, luego del don del Espíritu por su Sangre. El misterio del Calvario es entonces una continuación y prolongación del misterio de Belén, y el misterio de Belén a su vez no se explica sin el misterio del Calvario. Uno y otro, Belén y Calvario, se entrelazan, se fusionan, se explican, se iluminan mutuamente, y entre ambos tiene que desarrollarse el tiempo de nuestro paso por la tierra, para que nos conduzcan al cielo.
         Y ambos misterios, a su vez, quedan inconclusos e incompletos sino se los contempla a la luz de la Eucaristía, porque el Niño Dios nace de María Virgen, por el poder del Espíritu, surgiendo como el rayo de sol que atraviesa el cristal, en Belén, que significa “Casa de Pan”, para donarse como Pan de Vida eterna, y esa donación se concreta en el Calvario, en la Cruz, en donde el Hombre-Dios entrega su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, que no es otra cosa que la Eucaristía, que se confecciona en el Altar eucarístico, en la Santa Misa.
         Si en Belén nace el Niño Dios para entregarse como Pan de Vida eterna, y si en la Cruz del Calvario concreta el don de su Cuerpo, su Sangre, Alma y Divinidad, es en la Santa Misa en donde se actualiza y se hace vivo, real, Presente, el Pan Vivo bajado del cielo, que es Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo.
         Belén, Calvario, Altar eucarístico.
El misterio del Niño Dios continúa por la eternidad.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Martes de la infraoctava de Navidad 2011



El Nacimiento del Niño Dios supone el cumplimiento de las profecías mesiánicas, que anunciaban el advenimiento de una gran luz que iluminaría a la humanidad yaciente en las tinieblas: "Sobre el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte, se levantó una gran luz".

Es el cumplimiento también de lo que narra el evangelista Juan: "La Palabra estaba junto a Dios, era Dios, era la Vida y la luz de los hombres, vino a las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron" (cfr. Jn 1, 5), porque la naturaleza divina es luminosa; Dios, en su Ser divino, es luz, y por esto mismo, es luz lo que irradia el Niño Dios en Belén.

Pero la luz que se irradia desde el Niño Dios no es una luz inerte, como la luz artificial o creada; es una luz que es vida y vida divina; es luz que comunica el Amor y la vida eterna; es una luz que disipa las tinieblas, las tinieblas no de la noche cosmológica, que son tinieblas salidas de la bondad del Creador, sino las tinieblas del mal, originadas en el corazón del ángel caído y en el corazón del hombre, contaminado de su rebelión.

El Niño Dios ilumina la noche de Belén con la luz que brota de su Ser divino, y con su luz disipa y dispersa, como anticipo de la derrota definitiva cuando irradie su luz desde la Cruz, a las tinieblas perversas del infierno, a las sombras malignas del Averno que cubren la tierra y las almas de los hombres.

Las tinieblas del infierno, que habían cubierto la tierra con el hedor de la rebelión contra Dios y de la náusea del odio y de la violencia y de todo mal, se retiran aterrorizadas ante la luz que se irradia del Niño de Belén, porque su luz es la luz de Dios, que es Amor, Vida eterna, paz infinita, descanso del alma, dulzura del corazón, alegría sin medida y sin fin.

La luz del Niño Dios ilumina la noche de Belén disipando las tinieblas, como anticipo de la derrota definitiva de estas al fin de los tiempos, y este triunfo es celebrado por la Iglesia en Navidad: “Hoy sabréis que el Señor vendrá, y nos salvará; y mañana veréis su gloria”. “Mañana será borrada la iniquidad de la tierra; y reinará sobre nosotros el Salvador del mundo” (Misa de la vigilia de Navidad).



sábado, 10 de diciembre de 2011

Dios Hijo viene como Niño no por obligación, sino para darnos su Amor


En Adviento nos preparamos, por medio de la oración, la penitencia, la mortificación y las obras de misericordia, para recibir a Dios, que ha de venir para Navidad, como un Niño.
         Y ante la expectativa por su llegada, nos preguntamos acerca del motivo de esta Venida: ¿viene por obligación? ¿Viene por necesidad? ¿Dios se encarna porque tiene necesidad de sus criaturas, los hombres? Si Dios no viniera como Niño, ¿podríamos los hombres, después de esta vida, evitar el infierno y llegar al cielo? Si Dios no viniera como Niño, ¿podríamos los hombres vivir en paz y en armonía con el resto de los seres humanos?
         A esto hay que responder que Dios no viene por obligación ni por necesidad de ninguna índole, puesto que Dios no necesita absolutamente de nada ni de nadie; Él, en su Triunidad de Personas Divinas, es absolutamente feliz y perfecto, y no necesita de sus criaturas para acrecentar mínimamente su eterna bienaventuranza. La otra cosa que debemos saber es que, si Dios no se hubiera encarnado y venido como Niño, jamás podríamos haber llegado al Cielo, porque las puertas del Cielo, luego del pecado de Adán y Eva, quedaron cerradas herméticamente para toda la humanidad, y en cambio las puertas que sí quedaron abiertas, fueron las puertas del Infierno, lugar al que indefectiblemente estaba condenada toda la humanidad, no por voluntad de Dios, que no creó el infierno para los hombres, sino por voluntad de los mismos hombres, que libremente eligieron separarse de Dios.
         Cuando Dios se encarna, entonces, en la Persona del Hijo, y viene a este mundo como Niño, no lo hace ni por obligación ni por necesidad, y con su Encarnación, Muerte y Resurrección, abre las puertas del Cielo para toda la humanidad.
         Y todo esto lo hace por el más puro y gratuito Amor, para comunicarnos de su mismo Espíritu, que es Amor Purísimo, Perfectísimo, Santo, eterno e infinito.
         Es para esto para lo que Dios se encarna en el seno de María Virgen, y es para esto para lo que nace en un pobre Pesebre de Belén.
Él viene a darnos Amor, gratuita y libremente, un Amor que supera infinitamente todo lo que el hombre pueda desear, un Amor que extra-colma de felicidad el corazón del hombre.
Dios Hijo viene como Niño en Belén para darnos su Amor. ¿Y qué es lo que le dan a cambio los hombres?
De los hombres, el Niño Dios recibe sólo indiferencia y frialdad, aún antes de nacer, tal como lo relata el Evangelio, al describir el peregrinar de la Virgen y de San José por las posadas de Belén, mendigando un lugar para que nazca el Rey de cielos y tierra.
Pero también el Evangelio de Juan nos habla acerca del rechazo de Dios, que es luz, por parte de los corazones de los hombres, envueltos en las tinieblas del pecado y de la ignorancia: “En el principio era el Verbo, el Verbo era Dios, el Verbo era la luz y la vida de los hombres (…) La luz vino a las tinieblas, pero las tinieblas la rechazaron”.
Frente al Amor de Dios que se dona en plenitud; frente al Amor de Dios que se dona sin reservas; frente al deseo de Dios de iluminar las tinieblas de los hombres con la luz de su divinidad, la respuesta de los hombres es el más duro rechazo y la más fría de las indiferencias.
Pero los hombres, frente a Dios que se dona con la totalidad de su Ser divino en el Niño de Belén, los hombres, no contentos con el rechazo y la indiferencia, van más allá, y a ese Niño Dios que viene a donar el Amor divino, levantan sus manos para agredirlo con ferocidad, con la intención de dañarlo y, si es posible, de quitarle la vida subiéndolo a la Cruz.
Esto no es invención, sino la realidad de lo que sufrió Dios Hijo al venir a este mundo. Fueron muchos los santos que vieron al Niño recién nacido y cómo era tratado, siendo Él recién nacido, y este trato lo recibía de parte de los niños principalmente. Uno de estos santos es la Beata Ana Catalina Emmerich[1].
Dice así esta santa: “Lo vi recién nacido (al Niño Dios) y vi a otros niños venir al pesebre a maltratarlo. La Madre de Dios no estaba presente y no podía defenderlo. Llegaban con todo género de varas y látigos y le herían en el rostro, del cual brotaba sangre y todavía presentaba el Niño las manos como para defenderse benignamente; pero los niños más tiernos le daban golpes en ellas con malicia. A algunos sus padres les enderezaban las varas para que siguieran hiriendo con ellas al Niño Jesús. Venían con espinas, ortigas, azotes y varas de distinto género, y cada cosa tenía su significación (…) Vi crecer al Niño y que se consumaban en Él todos los tormentos de la crucifixión. ¡Qué triste y horrible espectáculo! Lo vi golpeado y azotado, coronado de espinas, puesto y clavado en una cruz, herido su costado; vi toda la Pasión de Cristo en el Niño. Causaba horror el verlo. Cuando el Niño estaba clavado en la cruz, me dijo: "Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos”.
         Dios Hijo se nos acerca como Niño recién nacido para que no tengamos miedo en acercarnos a Él, y para que no dudemos de sus intenciones, que es la de darnos su Amor. En efecto, ¿quién, en su sano juicio, haría daño a un niño recién nacido? ¿Quién, en su sano juicio, dudaría que un niño recién nacido tenga otro sentimiento que no sea el amor?
         Y sin embargo los hombres, a este Niño recién nacido, lo insultan, lo golpean –en los niños de la visión de Ana Catalina Emmerich estamos representados todos los hombres en nuestra niñez, con todas nuestras acciones malas, nuestros pensamientos malos, nuestros deseos malos- y, no contentos con esto, lo suben a una Cruz, en donde siguen insultándolo, privándolo de todo afecto y amor, hasta lograr su muerte.
         ¡Qué misterio el misterio de iniquidad que anida en el corazón del hombre, que llega al extremo de matar a su Dios en una Cruz!
         Pero si es grande este misterio de iniquidad, es infinitamente más grande el misterio del Amor de Dios que no solo perdona al hombre sus maldades, sino que, en el extremo de la locura de amor, a pesar del rechazo y de la indiferencia de muchos, se dona a sí mismo en su totalidad, con su Ser divino, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, en el sacramento de la Eucaristía.
         Adviento es el tiempo de preparación para recibir a un Dios que es Amor infinito, que se nos dona con todo su Amor en la simplicidad de la Eucaristía.
         No seamos indiferentes y fríos a su Amor, no golpeemos a nuestro Dios que sólo quiere darnos su Amor; démosle, a cambio, la pobreza de nuestro corazón, en acción de gracias por su Nacimiento en Belén.


[1] Cfr. Beata Ana Catalina Emmerich, Nacimiento e infancia de Jesús. Visiones y revelaciones, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 2004, 165-166.

sábado, 1 de enero de 2011

Adoremos al Pan de Vida en Belén, adoremos al Niño Dios en la Eucaristía


“En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios (…) el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (cfr. Jn 1, 1-18).

Juan, llevado por el Espíritu de Dios a las alturas inefables de la contemplación de la Trinidad, ve al Verbo eterno del Padre como procediendo desde la eternidad del seno del Padre; contempla a Dios Hijo en las majestuosas alturas de los cielos, y nos anuncia que ese Verbo es Dios, tan Dios como su Padre. Luego de describir al Verbo de Dios, como Espíritu puro, lo describe en su Venida a esta tierra, revestido del cuerpo de un Niño: “el Verbo se hizo carne”.

Aunque no nos demos cuenta, el evangelio de Juan nos describe el misterio último de Navidad: el Niño de Belén es el Verbo que era en el principio, que estaba junto a Dios y que era Dios, y que, revestido de carne, revestido del cuerpo frágil de un niño recién nacido, viene a este mundo.

Al leer el Evangelio, debemos tener en mente el Pesebre de Belén, y al contemplar el Pesebre de Belén, debemos tener en la memoria el Principio del Evangelio de Juan: ese Niño es el Verbo eterno de Dios, que viene a habitar entre nosotros.

Este Niño es luz (1 Jn 1, 4; Jn 8, 12) y es vida para los hombres, una luz y una vida celestial, sobrenatural, porque se trata de la luz y de la vida de Dios, y viene para donar a los hombres la vida, la gracia y la luz de Dios.

Dios deja el seno del Padre, desde donde pre-existe desde toda la eternidad, para venir a este mundo, para iluminar y dar la vida divina a los hombres, que desde Adán y Eva caminan “en sombras de muerte” (cfr. Is 9, 2; Mt 4, 16)), pero al venir a este mundo, al nacer en este mundo de tinieblas, como un niño pequeño, es rechazado por las tinieblas: “la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron” (Jn 1, 5).

Cuando Dios Hijo, que es la santidad y la bondad en sí mismas, personificadas, viene a este mundo, es rechazado, porque los hombres se apartaron del Él desde Adán y Eva, prefiriendo la muerte a su gracia y a su compañía, y así, inmersos en las tinieblas del pecado, no lo reconocieron en Belén. Vino como niño, para donar el amor de Dios, y la respuesta de los hombres fue la muerte: “Herodes buscaba al Niño para matarlo” (cfr. Mt 2, 13-15). Dios viene a darnos su amor, y los hombres, representados en Herodes, enceguecidos por el pecado, buscamos darle muerte a ese Dios vestido de Niño.

Dice así la beata Ana Catalina Emmerich, en una visión del Niño en el Pesebre: “(...) he visto lo que padeció durante toda su vida y he visto también sus dolores internos (...) He visto en el seno de María una gloria y en ella un Niño resplandeciente. Vi crecer al Niño y que se consumaban en Él todos los tormentos de la crucifixión. (...) Lo vi golpeado, azotado, coronado de espinas, puesto y clavado en la cruz, herido su costado; vi toda la Pasión de Cristo en el Niño. (...) Cuando el Niño estaba clavado en la cruz me dijo: “Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos. (...) También lo vi recién nacido, y vi a otros niños venir al pesebre a maltratarlo. La Madre de Dios no estaba presente y no podía defenderlo. (...) Llegaban con todo género de varas y látigos y le herían en el rostro, del cual brotaba sangre y todavía presentaba el Niño las manos como para defenderse benignamente; pero los niños más tiernos le daban golpes en ellas con malicia. Venían con espigas, ortigas, azotes y varas de distinto género, y cada cosa tenía su significación”[1].

No solemos pensar, al ver el Pesebre de Belén, que Jesús comenzó su Calvario ya en Belén, porque su encarnación redentora y divinizadora de la humanidad comenzó desde su concepción y nacimiento en Belén. Los brazos abiertos del Niño de Belén en la cruz prefiguran y simbolizan los brazos abiertos del Cordero de Dios en la cruz. El llanto del Niño de Belén, no se debe solo al intenso frío de Palestina propio del mes de su nacimiento, ni tampoco al hambre que comienza a sentir el Dios humanado. El llanto de Jesús en el Pesebre se debe a que su Calvario, su camino de retorno al Padre, por medio del cual conducirá a toda la humanidad, ya comenzó en Belén, porque ya desde allí, comenzó a recibir el odio deicida de la humanidad, odio que lo llevaría al fin a la muerte en cruz.

Cuando vemos el Pesebre de Belén, no solemos tener en cuenta que todo este inmenso misterio, del Pesebre de Belén, del Calvario, se renuevan y se actualizan, en el seno de la Iglesia, en medio del altar; no solemos tener en cuenta que el Niño Dios nace en el Nuevo Belén, la Nueva Casa de Pan, la Iglesia, y que viene a nosotros habiendo pasado su misterio pascual de muerte y resurrección, para introducirse en nuestras almas y para comunicarnos de su alegría de Niño Dios por medio de la Eucaristía.

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios (…) el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”. El Principio del Evangelio de Juan describe al Niño de Belén, pero describe también a la Eucaristía, porque la Eucaristía es el Verbo de Dios, que era Dios y que estaba junto a Dios, y que es la vida y la luz de los hombres, y al mismo tiempo, la Eucaristía es ese Verbo que, hecho carne, hecho Niño, sin dejar de ser Dios, continúa y prolonga su Encarnación y su Nacimiento en el sacramento del altar, para continuar donándose a sí mismo, para donar a los hombres la paz, la luz, la vida, la alegría y el amor de Dios.

No seamos como aquellos que, en Belén, se acercaron para darle al Niño con palos y con azotes; acerquémonos como los pastores, con su misma alegría, al enterarse que ese Niño es Dios Salvador, y acerquémonos como los Reyes Magos, que reconociendo la divinidad del Niño del Pesebre, le ofrendaron oro, incienso y mirra; ofrendémosle nosotros al Niño el oro de las obras buenas, el incienso de la oración, y la mirra de un corazón y de un alma y cuerpo puros.

Ellos adoraron a Dios revestido de Niño; nosotros adoramos a Dios revestido de apariencia de pan.

Adoremos al Pan de Vida en Belén, adoremos al Niño Dios en la Eucaristía.


[1] Cfr. Ana Catalina Emmerick, Nacimiento e infancia de Jesús. Visiones y revelaciones, Editorial Guadalupe, Buenos Aires 2004, 166.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

En cada misa, la Iglesia no sólo nos anuncia una gran alegría: nos da a la Alegría en sí misma, Jesús Eucaristía


“Os anuncio una gran alegría: os ha nacido un Salvador” (cfr. Lc 2, 1-14). La nota característica del anuncio del Nacimiento del Mesías por parte del ángel es la alegría: "os anuncio una gran alegría".

¿De qué alegría se trata? Podría ser la alegría que se experimenta en la familia humana cuando nace una nueva criatura: el niño es sinónimo de supervivencia de la raza y de la especie; es sinónimo de continuidad vital, de trascendencia del propio yo y del propio ser, más allá de los límites temporales de la propia existencia. Podría ser a esta alegría a la cual hace referencia el ángel cuando hace el anuncio a los pastores.

Sin embargo, no es esta la alegría anunciada por el ángel: la alegría que anuncia el ángel es una alegría no humana, venida de lo alto, desconocida para el hombre. La alegría de la Navidad, es la alegría del mismo Dios, es Su alegría, la que Él experimenta en la comunión de vida y amor en sus Tres Personas; es una alegría que se contagia a los hombres, que se comunica desde Él a sus criaturas, por desbordamiento sobreabundante: Dios es Alegría infinita, y es de esa alegría infinita, celestial, sobrenatural, la que Él viene a comunicar a los hombres. Es la alegría del encuentro, de un Dios que viene al encuentro de su criatura, sin medir los abismos que la separan en dignidad y majestad: la criatura es nada en comparación al Ser divino, y sin embargo, es Dios quien, en su infinita majestad, decide abajarse, humillarse, para comunicar al hombre su propio Ser, y con su Ser, su Vida, su Amor y su Alegría. Navidad es el gozo de Dios que viene al encuentro del hombre, sumido en la tristeza y en la oscuridad.

Pero hay algo más que la alegría: “Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor” (Lc 2, 9). Otros elementos que acompañan a la alegría de Navidad son la luz, que es la gloria, y el temor, que no es miedo, sino el temor filial, que nace del amor: es el temor del hijo que, descubriendo la bondad de su padre, no sólo desea morir antes que ofenderlo, sino que busca, con todo el ardor y la fuerza de su ser, agradarlo cada vez más, a cada instante. La luz que acompaña al anuncio es la gloria de Dios, y esto es el indicio de que la alegría de Navidad no es humana, ni por motivos humanos, sino que procede toda del cielo: Dios es intrínsecamente alegre, porque es infinitamente feliz en la comunión de Tres Personas, y por eso, a la manifestación de su gloria, que es la luz, le acompaña, de modo indisoluble, la alegría.

“Os anuncio una gran alegría: os ha nacido un Salvador”. La alegría angélica no se limita a Navidad: se renueva, misa a misa, por el santo sacrificio del altar, porque en el altar la Iglesia, reflejándose en la Virgen Madre, su modelo, la imita, y así como la Virgen concibió y dio a luz virginalmente, por el poder del Espíritu, a Dios Hijo en Belén, Casa de Pan, y lo presentó al mundo revestido de Niño humano, así la Iglesia, por el poder del mismo Espíritu, concibe y da a luz en su seno virgen, a Dios Hijo, en el Nuevo Belén, el altar eucarístico, y lo presenta a la asamblea revestido de apariencia de pan.

En cada misa, la Iglesia no sólo nos anuncia una gran alegría: nos da a la Alegría en sí misma, Jesús Eucaristía.