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miércoles, 20 de noviembre de 2024

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


 


(Ciclo B – 2024)

         “Pusieron una inscripción encima de su cabeza: ‘Éste es el rey’”” (Lc 23, 35-43). La Iglesia Católica finaliza el ciclo litúrgico con Solemnidad de Cristo Rey, es decir, reconociendo al Hombre-Dios Jesucristo como Rey del universo, tanto visible como invisible. Por esta razón nosotros, los católicos, que reconocemos a Cristo como Rey, debemos preguntarnos: ¿Dónde reina nuestro Rey? (también tenemos que preguntarnos dónde quiere venir a reinar). Porque allí donde esté nuestro Rey, allí debemos ir los católicos a rendirle el homenaje de nuestro corazón, el amor de nuestra adoración. La respuesta es que Cristo, al ser Dios, al ser el Cordero de Dios, ante quien se postran en adoración los ángeles y santos (cfr. Ap 5, 6), reina en los cielos eternos; Cristo también reina en la Eucaristía, porque la Eucaristía no es un simple trocito de pan bendecido, sino que es ese mismo Cordero de Dios, el mismo que es adorado por ángeles y santos, que está oculto en la apariencia de pan, para ser adorado por quienes, lejos de estar en el cielo, se encuentran en la tierra, en el tiempo y en el espacio, reconociéndose pecadores, y sin embargo aun así, con su nada y su pecado, lo aman y se postran en adoración ante su Presencia Eucarística; Cristo reina en el leño de la Cruz, según la inscripción mandada a escribir por Poncio Pilato: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos” (Lc 23, 35-43), y así también lo canta y proclama, con orgullo, la Santa Iglesia Militante: “Reina el Kyrios en el madero”, “Reina el Señor en el madero”, “Reina Cristo en el madero, en el leño de la Santa Cruz”. Cristo reina también en la Santa Misa, cuando desciende con su Cruz gloriosa en el momento de la consagración, acompañado de la Virgen y rodeado de legiones de ángeles y santos, para dejar su Cuerpo en la Eucaristía y su Sangre en el Cáliz y es por eso que la Santa Misa es el lugar y el tiempo de adorar a Nuestro Rey, Cristo Jesús. 

           Luego, cuando queremos saber dónde quiere venir a reinar Nuestro Rey, la respuesta es que Cristo Jesús quiere reinar en los corazones de los hombres, de todos los hombres del mundo, de todos los tiempos, y es por eso que quiere ser entronizado en sus corazones. Siendo Él el Rey del universo visible e invisible y teniendo todo en sus manos, habiendo salido toda la Creación de sus manos, lo único que desea sin embargo es el corazón de cada ser humano; desea amar y ser amado por el corazón de cada hombre y así se lo manifestó a Santa Gertrudis: “Nada me da tanta delicia como el corazón del hombre, del cual muchas veces soy privado. Yo tengo todas las cosas en abundancia, sin embargo, ¡cuánto se me priva del amor del corazón del hombre!”[1]. Cuando contemplamos la Creación, nos asombramos por la perfección -científica y artística- con la que fue hecha y podríamos pensar que a nuestro Rey le basta con tener bajo sus pies a toda la Creación, pero no es así: Cristo Dios no se deleita con los planetas, con las estrellas, y tampoco con los ángeles, sino con el amor de nuestros corazones, y así viene a Encarnarse en el seno de la Virgen, viene a morir en la Cruz del Calvario, derrama su Sangre en el Cáliz, deja su Cuerpo y su Sagrado Corazón en la Eucaristía, para que lo recibamos con amor y para que recibamos su Amor, pero sin embargo, a causa de nuestra ceguera y de nuestra indiferencia y frialdad, Nuestro Rey Jesús se ve privado de ese deleite cuando su trono, que es nuestro corazón, está ocupado por alguien o algo que no es Él; cuando nuestro corazón, que solo tiene espacio para un amor, o Cristo o el mundo, prefiere al mundo y a sus banalidades en vez de a Cristo y al Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Jesús quiere ser entronizado como Rey en nuestros corazones para así darnos el Amor de su Sagrado Corazón, pero para que seamos capaces de entronizar a Cristo Jesús y de amarlo exclusivamente a Él y solo a Él, debemos antes humillarnos ante Jesús y reconocerlo como a nuestro Dios, nuestro Rey y Salvador, como único modo de poder desterrar de nuestro corazón a los ídolos mundanos, el materialismo, el hedonismo, el relativismo, y el propio yo, que ocupan el lugar que en el corazón humano le corresponde solamente a Cristo Rey. Es necesario “morir a nosotros mismos”, es decir, es necesario reconocer que necesitamos ser regenerados por la gracia, nacer de nuevo por la gracia, para que estemos en grado de entronizar a Cristo Jesús como a Nuestro Rey y de amarlo y de adorarlo como solo Él se lo merece.

         Nuestro Rey, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Cordero de Dios, reina en los cielos, reina en la Cruz, reina en la Eucaristía, reina en la Santa Misa y quiere venir a reinar en nuestros corazones, pero para que Él pueda reinar en nuestros corazones, debemos ante todo desalojar y destronar a los falsos ídolos entronizados en nuestros corazones por nosotros mismos y que ocupan el lugar que le corresponde a Jesucristo, y de todos estos falsos ídolos, el más difícil de destronar es nuestro propio “yo”. Este falso ídolo, que somos nosotros mismos, ocupa en nuestros corazones el puesto que sólo le corresponde a Cristo Rey. Cuando no reina Cristo, reina nuestro “yo” y nos damos cuenta de que reina ese tirano que es nuestro propio “yo” cuando, a los Mandamientos de Cristo –perdona setenta veces siete; ama a tus enemigos; sé misericordioso; carga tu cruz de cada día; vive las bienaventuranzas; sé manso y humilde de corazón-, le anteponemos siempre nuestro parecer, y es así que ni perdonamos ni pedimos perdón; no amamos a nuestros enemigos; no cargamos nuestra cruz de todos los días, no somos misericordiosos, no vivimos las bienaventuranzas, somos soberbios y fáciles a la ira y el rencor. De esa manera, demostramos que quien reina y manda en nuestros corazones somos nosotros mismos, y no Cristo Rey, que por naturaleza, por derecho y por conquista, es nuestro Rey.

         Al conmemorar por medio de la Solemnidad litúrgica a Cristo Rey del Universo, para asegurarnos de que verdaderamente nuestros labios concuerdan con nuestro corazón, destronemos a los falsos ídolos que hemos colocado en nuestros corazones, el más grande de todos, nuestro propio “yo” y luego sí postrémonos delante de Cristo Rey en la Cruz y en la Eucaristía, adorándolo, dándole gracias y amándole con todo el amor del que seamos capaces. Sólo así daremos a Nuestro Rey, Jesús Eucaristía, el honor, la majestad, la alabanza, la adoración y el amor que sólo Él se merece.

 



[1] http://www.corazones.org/santos/gertrudis_grande.htm


sábado, 9 de octubre de 2021

“Los jefes de las naciones las oprimen como si fueran sus dueños (…) pero ustedes deben ser esclavos de todos, como el Hijo del hombre (…) que dio su vida por la salvación de todos”

 


(Domingo XXIX - TO - Ciclo B – 2021)

         “Los jefes de las naciones las oprimen como si fueran sus dueños (…) pero ustedes deben ser esclavos de todos, como el Hijo del hombre (…) que dio su vida por la salvación de todos” (Mc 10, 42-45). Jesús no sólo da una regla de comportamiento moral para ser un buen gobernante –“Los jefes de las naciones las oprimen, pero entre ustedes no debe ser así”-, sino que abre una nueva perspectiva en el horizonte de la existencia humana y es el de la salvación eterna del alma por medio de su imitación y participación en el Santo Sacrificio de la Cruz: “El Hijo del hombre ha venido para dar su vida por la salvación de todos”. Más allá de que el cristiano no debe comportarse nunca como un tirano -no es necesario ser un jefe de nación para ser tirano: se puede ser un esposo tirano; se puede ser una esposa tirana, si esta ejerce violencia psicológica, moral o física contra el esposo; se puede ser padre de familia tirano; se puede ser hijo tirano, si se trata con crueldad a los padres, etc.-, el cristiano debe tener presente que a partir de Cristo se abren las puertas del Reino de los cielos para quien quiera seguirlo por el Camino Real de la Cruz; es decir, no estamos en esta vida para ser tiranos de nadie, sino que debemos servir a nuestros hermanos y no de cualquier manera, sino unidos a Cristo crucificado y siendo partícipes de su sacrificio redentor.

         Jesús dice entonces que “los jefes de las naciones las oprimen como si fueran sus dueños” y esto es una tristísima realidad, que si era válida para los tiempos de Jesús, es muchísimo más actual para nuestros tiempos -esto se debe a que la Palabra de Dios es atemporal porque es eterna, lo cual significa que atraviesa e impregna, en un continuo acto presente, toda la historia humana y todo el tiempo humano, desde su inicio con Adán y Eva hasta su final en el Día del Juicio Final-, en los que vemos cómo los políticos –toda la casta política, nacional e internacional, comunista o liberal, marxista o masónica- se ha olvidado de Dios y de la reyecía de Cristo sobre los corazones y las naciones y al haber quitado de en medio a Cristo Rey, se han erigido ellos como verdaderos tiranos que oprimen a los pueblos y a las naciones a los que deberían servir, comportándose sin embargo, contra toda razón, como si fueran sus dueños y no sus simples administradores. El dejar de lado a Cristo Rey de las naciones -Cristo es Rey, no sólo mío de mi persona, sino que también es Rey de la Nación Argentina, es Rey del mundo, es Rey del Universo visible y es Rey del Universo invisible, porque ante su Presencia se postran los ángeles de luz y tiemblan de terror los ángeles caídos, los demonios del Infierno- no es inocuo, no es "igual a nada": al desplazar a Cristo Rey de su corazón, el hombre se entroniza a sí mismo y como está contaminado con el pecado original, se convierte no en servidor de su prójimo, sino en tirano déspota de su prójimo y es esto lo que advierte Jesucristo en este Evangelio. Ejemplos clarísimos de estas tiranías se ven en los países en donde gobierna el comunismo, como China, Rusia, Corea del Norte, Cuba, Venezuela y tantos otros más: sus gobernantes son tiranos crueles y déspotas sanguinarios, que esclavizan a sus propios compatriotas, adueñándose de sus bienes, de sus propiedades, de sus vidas. Por ejemplo, el tirano dictador, sanguinario y genocida Fidel Castro, desde que asumió el poder, hasta su muerte, impuso en Cuba una dictadura brutal, en la que se dedicó a asesinar a todos los opositores, aferrándose luego al poder durante décadas y convirtiendo a toda Cuba en su finca personal; de hecho, la revista Forbes lo ubicó entre las personas más ricas del mundo, con una fortuna calculada en mil millones de dólares. Otro caso indignante es el de Corea del Norte, en el que una familia se ha apoderado del país y lo gobierna literalmente como si fuera de su propiedad, enriqueciéndose ellos y todos los miembros del Partido Comunista, mientras los ciudadanos viven en la mayor de las miserias. Lo mismo sucede en Cuba, en Venezuela y en todo país en donde reinan despótica y tiránicamente el socialismo y el comunismo. En nuestro país también sucede lo mismo: un grupo de políticos ha tomado el poder desde hace años, pero sin proyecto de país, sino solo para enriquecerse personalmente, como por ejemplo Máximo Kirchner, que tiene una fortuna declarada de cuatrocientos millones de pesos, sin que se le conozca ningún trabajo hasta la fecha. ¿Cómo puede una persona poseer cuatrocientos millones de pesos, sin haber trabajado nunca en su vida? En nuestro país y en muchos países del mundo se cumplen las palabras de Jesús: “Los jefes de las naciones las oprimen como si fueran sus dueños”.

         Ahora bien, está claro que el cristiano, si accede al poder, no debe en absoluto tener este comportamiento tiránico, que implica por sí mismo muchos otros delitos, como el enriquecimiento ilícito, la persecución ideológica, el encarcelamiento y asesinato de opositores, etc. Nada de esto debe hacer el gobernante cristiano, porque no solo esto es malo, sino porque el cristiano tiene una perspectiva distinta: está en esta vida para servir a los demás –y mucho más si es un jefe de una nación, es un servidor y un esclavo de sus compatriotas que lo eligieron- e incluso hasta dar su vida en este servicio, en imitación y participación del Hombre-Dios Jesucristo, Rey de reyes, quien dio su vida en la Cruz para nuestra salvación.

         “Los jefes de las naciones las oprimen como si fueran sus dueños (…) pero ustedes deben ser esclavos de todos, como el Hijo del hombre (…) que dio su vida por la salvación de todos”. Seamos jefes de gobierno o seamos empleados públicos o de comercio o cualquier ocupación que tengamos, los cristianos no debemos nunca erigirnos en dictadores y opresores de nuestros prójimos, sino que debemos imitar a Cristo y convertirnos en siervos de los siervos de Dios, unidos a Cristo crucificado, para así ser corredentores de nuestros hermanos, los hombres.

 

viernes, 13 de noviembre de 2020

Solemnidad de Cristo Rey - Ciclo A - 2020

 


(Solemnidad de Cristo Rey - TO - Ciclo A – 2020)

         “Cuando venga el Hijo del hombre (…) apartará a los buenos de los malos” (cfr. Mt 25, 31-46). La manifestación universal de Jesucristo como Rey al final de los tiempos, es directamente proporcional a la negación que de su condición divina hacen los hombres en la actualidad: en otras palabras, así como los hombres -naciones enteras- niegan hoy a Jesucristo como Rey -tanto en la teoría como en la práctica-, así, en el Último Día, toda la humanidad, tanto creyentes como no creyentes, lo reconocerá como Rey de cielos y tierra. Como demostración de que Él es Rey de la humanidad, Jesús anuncia proféticamente dos cosas: que Él ha de venir a juzgar a la Humanidad en el Día del Juicio Final, y que como consecuencia de ese juicio, unos serán destinados al Reino de Dios, en donde la felicidad y la alegría serán eternas, mientras que otros serán destinados a la eterna condenación en el Infierno, en donde el dolor y el llanto serán también eternos. Cristo, que es Dios y en cuanto tal, Rey de la humanidad -Él la creó, la redimió con su Sangre y la santificó con su espíritu, el Espíritu Santo-, ha de venir al fin del tiempo para juzgar a los hombres, concediéndoles a unos la vida eterna en el Cielo y a otros, enviándolos a la eterna condenación en el Infierno. En la magnífica pintura del Juicio Final en la Capilla Sixtina, Miguel Ángel retrata a Jesucristo no como Jesús Misericordioso, con expresión amable y dulce: lo retrata como Rey y como Justo Juez, con el Rostro serio, adusto, dirigiendo la mirada hacia el grupo de condenados, al tiempo que levanta la mano para acompañar con su gesto las palabras que pronunciará a los condenados: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno". A su vez, la Virgen está retratada al lado de Jesús, un poco más abajo, dirigiendo la mirada no hacia los condenados, sino hacia los que se salvan, significando con esto que si Jesús es Rey, la Virgen es Reina de los bienaventurados.

         ¿Qué es lo que hará que unos sean colocados a la derecha y otros a la izquierda de Dios? La práctica de las obras de misericordia, corporales y espirituales, tal como las enseña y recomienda la Iglesia. Es decir, lo que decidirá si vamos al Cielo o al Infierno, es la práctica de las obras de misericordia, corporales y espirituales. Llegados a este punto, hay que decir que una obra de misericordia es algo absolutamente distinto a una obra filantrópica: en la obra de misericordia, se supone que el que obra lo hace en estado de gracia, es decir, obra en Cristo, por Cristo y para Cristo; en la orba filantrópica, el hombre obra movido sólo por su voluntad humana, sin la gracia y por lo tanto, no son obras meritorias para ganar la vida eterna.

Que el obrar la misericordia sobre el prójimo sea lo que determine el destino eterno, es algo que se desprende de las palabras de Jesús: los que se salven serán los que obrarán la misericordia porque verán a Cristo en el prójimo y así, toda obra sobre el prójimo será una obra hecha a Cristo, que Él recompensará con la vida eterna; los que condenen serán, por el contrario, quienes no vieron a Cristo en el prójimo y no obraron en favor del prójimo. Que Jesús esté Presente, misteriosamente, en el prójimo, se desprende de sus palabras, como lo dijimos: “Cuando (obraron la misericordia) con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron” y también “Cuando (no obraron la misericordia), conmigo no lo hicieron”.

“Cuando venga el Hijo del hombre (…) apartará a los buenos de los malos”. Una vez más, Jesús deja nuestro destino eterno en nuestras manos: luego de poseer la gracia, el cristiano, si quiere ganar el Cielo, debe obrar la misericordia, con obras corporales y espirituales, para con su prójimo; quien no quiera ser misericordioso, no obtendrá misericordia y se condenará, también como lo dice Jesús: “(Los que no obraron la misericordia) irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna”. Dice un Padre del desierto, Abbá Antonio: “La vida y la muerte (eternas) dependen de nuestro prójimo. En efecto, si nosotros ganamos a nuestro hermano, ganamos a Dios; pero si escandalizamos a nuestro hermano, pecamos contra Cristo”[1]. Entonces, si amamos a Cristo y si queremos ser contados a su derecha en el Día del Juicio Final, hagamos el propósito de vivir en gracia y de obrar la misericordia, corporal y espiritual, según nuestro deber de estado.



[1] Cfr. Apotegmas de los Padres del desierto, Editorial Lumen, Buenos Aires 1979, 37.

 

 

sábado, 19 de noviembre de 2011

Solemnidad de Cristo Rey



Jesús es Rey, y Él mismo lo proclama: “Yo soy Rey” (cfr. Jn 18, 37). Pero es un rey distinto a los reyes de la tierra.

Los reyes de la tierra, al iniciar su reinado, reciben en sus regias y perfumadas cabezas, una corona que compite en magnificencia, pues está compuesta de oro y plata, y lleva numerosas piedras preciosas, de todo tipo: diamantes, rubíes, zafiros, esmeraldas, a cual más grande y brillante. Debido a que el metal es duro y pesado, la parte inferior de la corona está cubierta por dentro con seda roja, para no lastimar la cabeza del rey.

Cuanto más oro y plata tenga la corona, más poder y grandeza tiene el rey que la lleva.

Su vestimenta es también especial, pues está hecha de telas y géneros costosos, de seda, bordados con hilos de oro.

En sus manos llevan grandes anillos con piedras preciosas, y un cetro dorado, como símbolo de su poder terrenal.

Reinan desde un trono de marfil, esplendoroso, elevado sobre una tarima, como indicando que un rey está por encima de sus súbditos.

Toda la corte le rinde homenaje, y a su paso, se doblan las rodillas en señal de respeto.

Cuando se asoma al balcón, la multitud lo aclama, con gritos de alegría y gozo.

Cuando un rey terreno vuelve vencedor de una batalla, delante suyo van sus enemigos, encadenados; luego avanza su ejército, y al final pasa él, que recibe el saludo entusiasta de la muchedumbre que lo aclama con vítores.

Su reino es un reino terrenal, de este mundo, y gobierna con mano de hierro a sus súbditos.

Jesús, Rey del universo, es distinto a los reyes de la tierra.

Su corona no es de oro y plata, adornada con piedras preciosas: está hecha de gruesas y duras espinas, que se incrustan en su cuero cabelludo, provocándole un dolor enorme y haciendo salir gran cantidad de sangre, que se derrama sobre sus ojos, sus oídos, su boca, su rostro.

Jesús Rey se deja coronar con espinas, para expiar por nuestros malos pensamientos, de todo tipo, y para expiar por nuestro orgullo y nuestra soberbia. Jesús deja que la sangre de su cabeza corra por sus ojos, para expiar y reparar por todas las miradas impuras, indecentes, cargadas de odio, de malicia, de deseos de venganza y de mal, que los hombres se dirigen entre sí.

Jesús Rey deja que la sangre corra por sus oídos, para expiar y reparar por tantas malas palabras, por tantas palabras obscenas, por tantas calumnias, mentiras y ofensas, que los hombres se dicen entre sí, y por las blasfemias e insultos que los hombres dicen a Dios.

Jesús Rey deja que la sangre se deslice por su nariz y por sus pómulos, para reparar y expiar por los deseos desenfrenados, por las pasiones incontroladas, que convierten a algunos hombres en seres más bajos que las bestias irracionales.

Jesús Rey deja que su sangre, que cae de su cabeza a torrentes, inunde su boca, para reparar los insultos, las palabras soeces, las palabras vanas y necias, las palabras groseras, las palabras que en vez de alabar a Dios, se dirigen a Él para insultarlo, y al prójimo para denigrarlo.

Sus vestimentas no son de seda y lino, de armiño y terciopelo rojo, como las vestimentas de los reyes de la tierra, sino una túnica blanca, enrojecida por la sangre que brota de sus heridas, y cubierta de polvo y tierra a consecuencia de sus caídas camino del Calvario. Jesús Rey se deja vestir con su propia sangre, para expiar y reparar por los pecados contra la carne, la lujuria y la lascivia.

Sus manos no están cubiertas por guantes de seda, sino por su sangre, que sale a borbotones de las heridas provocadas por los clavos de hierro. Jesús deja que claven sus manos, para expiar por todos los actos malos que los hombres realizan con sus manos.

Sus pies están descalzos, y atravesados por un grueso clavo que le provoca inmenso dolor. Jesús Rey se deja clavar los pies, para expiar por los pasos malos dados por el hombre, para cometer toda clase de males: robo, homicidios, suicidios, sacrilegios, venganzas, traiciones.

Su trono no es un trono de marfil, sino la Cruz de madera, que se yergue con sus dos brazos, horizontal y vertical: el horizontal, para unir al hombre con Dios, y el vertical, para unir a los hombres, enfrentados por el odio, en el Amor de Dios.

A diferencia de los reyes de la tierra, que reciben alabanzas que no merecen, Jesús Rey recibe, en la cruz, los insultos y los vituperios, las blasfemias de los hombres, con excepción de su Madre y de sus discípulos más amados.

Pero, al igual que los reyes de la tierra, que entran triunfales luego de una batalla, exhibiendo los trofeos arrebatados al enemigo, en medio del resonar de las trompetas, así Jesús Rey, en la Cruz y por la Cruz, entra triunfal en los cielos, aclamado por los ángeles, luego de derrotar en la batalla a los tres grandes enemigos del hombre: el demonio, el pecado y la muerte.

Su reino no es de este mundo, y por eso sus súbditos, los cristianos, a pesar de estar en el mundo, no pertenecen a Él, y por lo tanto, es a Él a quien deben adorar, y no a los falsos ídolos del poder, del dinero y del tener.

Mientras los reyes de la tierra gobiernan a sus súbditos con mano de hierro, Jesús gobierna desde la Cruz y desde la Eucaristía con su Sagrado Corazón, concediendo a quien se le acerca el torrente infinito del Amor divino, y nos da de ese Amor infinito para que nosotros, obrando las obras de misericordia corporales y espirituales para con nuestros prójimos, nos hagamos merecedores de su Reino celestial.

Jesús, Rey del universo, reina desde la Cruz, y desde allí nos llama, con la fuerza de su Amor, para que nos desviemos de los caminos del mal y del pecado, y comencemos a caminar el Camino Real de la Cruz, el único camino que nos lleva a la feliz eternidad, al Reino de los cielos.