miércoles, 28 de septiembre de 2022

“Señor, auméntanos la Fe”

 


(Domingo XXVII - TO - Ciclo C - 2022)

“Señor, auméntanos la Fe” (Lc 17, 5-10). Los Apóstoles le piden a Jesús que “les aumente la Fe”. Esto nos lleva a considerar qué es la Fe y de qué Fe se trata. Según la Escritura, la Fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Heb 11). En nuestro caso, nuestra Fe católica se basa en las Palabras de Nuestro Señor Jesucristo, las cuales son el fundamento de nuestra fe; por ejemplo, que Él es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad; que Él se encarnó por obra del Espíritu Santo; que permanece con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Sagrada Eucaristía hasta el fin de los tiempos; que ha de venir a juzgar a vivos y muertos en el Día del Juicio Final, dando el Cielo a los que se esforzaron por vivir en gracia y cumplir sus Mandamientos y el Infierno a quienes no hicieron caso de sus palabras.

Nuestra Fe Católica, entonces, se basa en la Sagrada Escritura, en donde está contenida la Revelación de Dios a los hombres en Cristo Jesús, pero además nuestra Fe Católica se complementa con la Tradición de los Padres de la Iglesia y con el Magisterio, de manera que lo que no comprendemos o no está explícito en las Sagradas Escrituras, está contenido y explicitado en la Tradición y el Magisterio. Por eso es un error pretender que lo que no está en la Biblia no hay que tenerlo en cuenta, como hacen los protestantes: esto es un grave error, el criterio de la “sola Escritura”, porque como dijimos, para nosotros los católicos, la Fe no solo se basa en las Escrituras, sino en la Tradición y en el Magisterio.

         Ahora bien, para los católicos, otro elemento muy importante a tener en cuenta es que la Fe en la Sagrada Escritura no puede ser nunca de interpretación privada, como erróneamente sostienen los evangelistas o protestantes y otras sectas; es necesario que sea Cristo Dios quien, a través de su Espíritu, nos ilumine, para que seamos capaces de aprehender el verdadero sentido sobrenatural de las Escrituras. Dice así el Catecismo de la Iglesia Católica[1]: “Sin embargo, la fe cristiana no es una «religión del Libro». El cristianismo es la religión de la «Palabra» de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo» (San Bernardo de Claraval, Homilia super missus est, 4,11: PL 183, 86B). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24, 45)”. En otras palabras, para no caer en el error de interpretar las Sagradas Escrituras según el limitado límite de nuestra razón humana, debemos pedir siempre, antes de leer la Sagrada Escritura, la asistencia del Espíritu Santo, para que ilumine nuestras inteligencias y nos evite caer en el error del racionalismo, error que literalmente destruye el sentido sobrenatural de la Palabra de Dios e impide que la misma se aprehendida en su verdadero sentido por parte del alma humana.

         “Señor, auméntanos la Fe”. Jesús dice que si nuestra fe fuera del tamaño de un grano de mostaza, seríamos capaces de mover montañas. En la práctica, no sucede así, lo cual quiere decir que nuestra fe es verdaderamente pequeña. Sin embargo, la Fe de la Iglesia Católica es enormemente grande, porque por esta fe, el Hijo de Dios desciende de los cielos, obedeciendo a las palabras de la consagración que pronuncia el sacerdote ministerial, para quedarse en persona en la Eucaristía. Es por esto que, si nuestra fe personal es frágil, debemos unirnos a la Santa Fe de la Iglesia Católica, para que nuestra fe en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía sea capaz de trasladar, mucho más que una montaña, al mismo Dios Hijo en Persona, desde el cielo al altar eucarístico. Por esto, también nosotros pidamos, como los Apóstoles, que el Señor, a través de la Virgen, nos aumente la Fe, la cual está codificada en el Credo de los Apóstoles, pero sobre todo le pidamos que aumente en nosotros la Santa Fe Católica en lo más preciado que tiene la Iglesia y que es la Santa Misa como renovación incruenta y sacrificial del Sacrificio del Calvario: “Señor, auméntanos la Fe en la Misa como renovación sacramental de tu Santo Sacrificio de la Cruz”.

 



[1] Cfr. Primera Parte, Capítulo II, Artículo 3, 108.

martes, 20 de septiembre de 2022

“Un hombre rico murió y fue al Infierno; un mendigo murió y fue llevado al Cielo”

 

(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2022)

         “Un hombre rico murió y fue al Infierno; un mendigo murió y fue llevado al Cielo” (Lc 16, 19-31). Esta parábola de Jesús debe ser interpretada en su correcto sentido católico, para no caer en reduccionismos de tipo socialistas y comunistas propios de la Teología de la Liberación y de la Teología del Pueblo.

         Ante todo, el rico se condena -es llevado al Infierno, dice el Evangelio-, no por sus riquezas, sino por haber hecho un uso egoísta de las mismas. En efecto, según la Doctrina Social de la Iglesia, el hombre tiene derecho a la propiedad privada, tiene derecho a tener bienes materiales, siempre que sean ganados con el trabajo honesto y sin defraudar a nadie. El problema con Epulón, el hombre rico, es que hace un uso egoísta de sus bienes, utilizándolos sólo en él, sin preocuparse por su prójimo, en este caso, Lázaro. En efecto, mientras Epulón vestía con hábitos púrpuras de lino finísimo, muy costosos, y organizaba banquetes todos los días, comiendo y bebiendo hasta la saciedad, no sentía compasión por Lázaro quien, a causa de su vejez y de sus enfermedades, no podía trabajar y debía mendigar por algo de comida. Epulón, preocupándose sólo por él mismo, no tenía la más mínima compasión por Lázaro, dejándolo que padeciera hambre sin convidarle ni siquiera las sobras de su abundante mesa. Por esta razón se condena en el Infierno, en donde la situación se revierte, porque las penas del Infierno se dan en los sentidos con los que se pecó en esta tierra: en este caso, el pecado de Epulón, además del egoísmo, es la glotonería, por lo que en el Infierno sufre, por toda la eternidad, de hambre insoportable y al haber rechazado el amor al prójimo y por lo tanto a Dios, se ve obligado a odiar a los otros condenados y a Satanás por toda la eternidad. Ahora bien, hay algunos autores que sostienen que Epulón no fue al Infierno de los condenados, sino al Purgatorio, porque demuestra algo de bondad, al pedir que se avise a sus hermanos para que no cometan el mismo error y este gesto de bondad sería imposible si estuviera en el Infierno, en donde no hay ni el más mínimo gesto de bondad. Sin embargo, la interpretación que prevalece es la de que se condenó en el Infierno, a causa de su egoísmo y de su glotonería.

         En el caso de Lázaro, que al morir fue llevado al cielo, hay que decir que se salvó, pero no por ser pobre, sino porque aceptó, con paciencia, con humildad y sobre todo con amor a Dios, todos los males que le sobrevinieron en esta vida: la enfermedad, el dolor, la carencia absoluta de bienes materiales, la carencia de ayuda y afecto por parte de familiares y amigos, ya que los únicos que se le acercaban eran los perros, a lamer sus heridas. Lázaro entonces se salvó no por se pobre, sino por no solo no quejarse de Dios, sino por aceptar con amor, humildad y resignación todos los males que le sobrevinieron en esta vida.

         “Un hombre rico murió y fue al Infierno; un mendigo murió y fue llevado al Cielo”. La interpretación falsa de esta parábola la da la Teología de la Liberación y la Teología del Pueblo que, al ser marxistas, se fijan solo en el aspecto material y así el rico, según estas falsas teologías, se condena por ser rico, mientras que el pobre se salva por ser pobre. Nada más lejos de la verdadera interpretación católica: el rico se condena por su egoísmo y glotonería, mientras que el pobre se salva por su paciencia, su piedad y su amor a Dios, a quien ama aun en medio de su pobreza y su tribulación.

martes, 13 de septiembre de 2022

“No podéis servir a Dios y al dinero”

 


(Domingo XXV - TO - Ciclo C – 2022)

          “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 1-13). Jesús nos advierte acerca de una realidad presente en el mundo desde la caída de Adán y Eva en el pecado original: no se puede servir a Dios y al dinero. La razón es que el hombre debe elegir entre Dios y el dinero y lo que sucede es que en el corazón del hombre no hay lugar para dos amores, para el amor a Dios y el amor al dinero. Ambos amores, aunque son muy distintos porque los objetos de sus amores son muy distintos -no es lo mismo amar a Dios que amar al dinero-, ocupan la totalidad del corazón del hombre. Es decir, en el corazón del hombre sólo hay lugar, podemos decir así, para un solo amor; en otras palabras, el hombre puede tener un solo objeto de su amor y ese objeto puede ser o Dios o el dinero; no pueden ser los dos al mismo tiempo.

          Ahora bien, no es indiferente o indistinto el amar a Dios y el amar al dinero, porque no solo los objetos son distintos, sino que también, para conseguir ambos tesoros -el tesoro espiritual, que es Dios Uno y Trino y el tesoro material, que es el dinero-, el hombre debe realizar acciones que, en la mayoría de los casos, se contraponen entre sí. Además, no es indistinto amar a Dios que amar al dinero, porque la satisfacción que dan ambos amores son muy distintas.

          En cuanto a los objetos, quien ama a Dios, ama a la Santísima Trinidad, a las Tres Divinas Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y esto quiere decir que entabla con Dios una relación de tipo personal y por lo tanto es un amor personal; en cambio, quien ama al dinero, ama a un objeto inanimado, con el que por definición es imposible entablar una relación personal.

          En cuanto a las acciones que el hombre debe realizar para conseguir ambos tesoros, son muy distintas: para conseguir el Tesoro Espiritual infinito y eterno que es Dios Uno y Trino, el hombre debe observar la Ley de Dios, sus Diez Mandamientos, además de los Consejos evangélicos de Jesús; así, el hombre debe acudir al templo el Día de Dios, el Domingo, para adorarlo en la Eucaristía; debe cargar la cruz de cada día; debe amar a su prójimo como a sí mismo; debe amar a sus enemigos personales; debe perdonar setenta veces siete, y así con toda la Ley de Dios. Por el contrario, quien ama al dinero, no tiene una ley divina y por lo tanto moral y ética que regule su obrar, porque quien dicta los Mandamientos es Dios y no el dinero; quien ama al dinero y no a Dios, no guarda los Mandamientos de Dios, no acude a adorar a Dios el Día del Señor, no se preocupa por recibir al Don de Dios por excelencia que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y, lo más grave, como no tiene regla moral que ordene su actuar, con tal de conseguir el dinero, no dudará en cometer todo tipo de maldades contra su prójimo.

          En cuanto a las satisfacciones que brindan ambos tesoros, Dios y el dinero, son muy distintas: Dios concede, a quien lo ama, la Santa Cruz de Jesús, para luego coronarlo de gloria en los cielos por toda la eternidad, concediéndole, por una breve tribulación que supone la vida en esta tierra unido a Cristo en la Cruz, toda una eternidad de felicidad y de alegría para siempre. Por el contrario, el dinero, da satisfacciones meramente materiales, superficiales y pasajeras, porque aunque el hombre viva ciento veinte años en la tierra, siendo el hombre más rico del mundo, no se llevará a la otra vida ni un solo centavo, con lo cual todas sus posesiones en la tierra quedarán aquí en la tierra, mientras que el hombre que amó al dinero antes que a Dios, quedará con las manos vacías y, lo más grave, con el corazón vacío del amor de Dios y lleno del odio del Infierno, para toda la eternidad.

          “No podéis servir a Dios y al dinero”. Cada cual tiene la libertad de elegir a quién servir, si a Dios, o al dinero. Dios nos ha elegido primero a nosotros, para que lo sirvamos en el amor en esta vida, unidos a Cristo en la Cruz, porque nos ha predestinado a la gloria y a la alegría eterna del Reino de los cielos. No cometamos la necedad de dejar de lado a ese Tesoro Infinito y Eterno que es Dios Uno y Trino, por unas miserables monedas de oro y plata que de nada nos servirán para la vida eterna. Sirvamos a Dios en esta vida terrena y la Santísima Trinidad nos colmará de dicha, de gloria y de felicidad para toda la eternidad, en el Reino de los cielos.

martes, 6 de septiembre de 2022

“Hay más alegría en el Cielo por el pecador que se convierte que por los justos que no necesitan conversión”


 

(Domingo XXIV - TO - Ciclo C – 2022)

“Hay más alegría en el Cielo por el pecador que se convierte que por los justos que no necesitan conversión” (Lc 1. 10). Jesús afirma que en el cielo, Dios Uno y Trino, la Virgen, los santos y los ángeles, se alegran más por un pecador que en la tierra se convierte de su pecado y comienza el camino de la conversión, que por los justos que, ya convertidos, han iniciado hace tiempo ese camino.

Esto nos lleva a preguntarnos por la conversión y si es que la necesitamos, para saber en qué lado de la parábola de Jesús nos encontramos. Ante todo, hay que decir que la conversión es una conversión eucarística; esto quiere decir que el alma necesita la conversión y para graficar la conversión, podemos tomar la imagen del girasol: el girasol, de noche, tiene su corola inclinada hacia la tierra y sus pétalos plegados sobre la corola; cuando comienza a amanecer, cuando la Estrella de la mañana hace su aparición en el cielo, anunciando la salida del sol y el comienzo de un nuevo día, el girasol comienza un movimiento en el que, girando sobre sí mismo, se levanta con su corola y, orientándola hacia el cielo, al mismo tiempo que abre sus pétalos, comienza a orientarse en dirección al sol, siguiendo el recorrido del sol por el cielo. En este proceso del girasol podemos vernos reflejados nosotros, los pecadores: el girasol somos nosotros, en cuanto pecadores; la corola orientada hacia la tierra, durante la noche, significan nuestros corazones que, en las tinieblas de un mundo sin Dios, se orientan hacia la tierra, hacia las pasiones, hacia las cosas bajas de este mundo; los pétalos cerrados sobre la corola indican el cierre voluntario del alma a la gracia santificante que proviene de Jesucristo; la Estrella de la mañana, que indica el momento en el que el girasol comienza a rotar para orientarse hacia el sol, desplegando al mismo tiempo sus pétalos, indica a la Virgen María, Mediadora de todas las gracias que, apareciendo en nuestras vidas, nos concede la gracia de la conversión, la cual nos permite abrir las puertas del alma y del corazón a Cristo, Sol de justicia; la Estrella de la mañana, la Santísima Virgen, indica el fin de las tinieblas de una vida sin Cristo, al mismo tiempo que la llegada de un nuevo día para nuestras vidas, el día del conocimiento, del amor y del seguimiento de Cristo Jesús; finalmente, el sol que aparece en el firmamento y al cual el girasol sigue durante su desplazamiento por el cielo, representa a Jesucristo Eucaristía, Sol de justicia, que con sus rayos de gracia santificante, ilumina nuestras almas y nos da una nueva vida, la vida del día nuevo, la vida de los hijos de Dios, que viven con la vida misma de la Trinidad, al recibir la gracia santificante por los sacramentos, que hacen que el alma viva una vida nueva, la vida misma de Dios Uno y Trino.

Con esta imagen entonces graficamos el proceso de conversión y a la pregunta de si necesitamos convertirnos, la respuesta es “sí”, porque la conversión es un proceso de todos los días, de todo el día, hasta que finalice nuestra vida terrena, porque no podemos decir que “ya estamos convertidos”, puesto que al ser pecadores, necesitamos constantemente de la gracia santificante de Jesucristo para vivir en gracia y no en pecado, así como el girasol necesita de los rayos del sol y del agua para poder vivir y no morir por la sequía.

“Hay más alegría en el Cielo por el pecador que se convierte que por los justos que no necesitan conversión”. Es necesario pedir en la oración, todos los días, la gracia de la conversión eucarística a Jesucristo Eucaristía, para recibir de Él la gracia santificante que nos hace vivir la vida nueva de los hijos de Dios. En esta vida terrena nuestra lucha es por la conversión eucarística, conversión que será plena, total y definitiva, en el Reino de los cielos, en la otra vida, en la vida eterna. Mientras tanto, debemos hacer el esfuerzo de convertirnos, todos los días, a Jesús Eucaristía. Y así habrá alegría en el cielo.