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sábado, 8 de julio de 2023

“Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón, carguen mi yugo, que es suave y tendrán descanso”

 


(Domingo XIV - TO - Ciclo A - 2023)

          “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón, carguen mi yugo, que es suave y tendrán descanso” (Mt 11, 25-30). De entre toda la inmensa cantidad de virtudes que puede adquirir un cristiano, la mansedumbre y la humildad son las dos virtudes pedidas explícitamente por Jesús a sus discípulos. La razón no es el adquirir las virtudes por las virtudes en sí mismas, aun cuando por sí mismas sean buenas: la razón es que el que estas virtudes hacen que el alma se asemeje al mismo Dios Uno y Trino, porque Dios es un Dios de infinita mansedumbre y de infinita humildad.

Ahora bien, hay una razón más por la que el cristiano debe esforzarse por adquirir estas virtudes, si no las tiene -y no las tenemos, desde el momento en que Jesús nos dice que aprendamos de Él- y es que estas virtudes asemejan al alma a Dios, la hacen semejante a Dios y así lo imita, pero por la gracia santificante, el alma no solo imita la mansedumbre y la humildad de Dios, sino que participa de las virtudes divinas, lo cual es distinto y a la vez mucho más profundo: una cosa es la imitación y otra muy distinta -porque es infinitamente más profunda- es la participación, por la gracia, a la mansedumbre y la humildad del mismo Dios. Si alguien quiere saber cuál es la medida de la mansedumbre y de la humildad que debe adquirir, lo único que debe hacer es contemplar a Jesús Crucificado y a Jesús Eucaristía: Jesús es el representante perfectísimo de ambas virtudes, como así también la Virgen Santísima: en el caso de Jesús, Él es el Cordero de Dios, se auto-revela a Sí mismo como cordero y la característica principal del cordero es la mansedumbre; además, la representación de Jesús como cordero es muestra de humildad extrema, porque quien se compara con una naturaleza inferior, la naturaleza animal, es nada menos que el mismo Dios Uno y Trino, cuya naturaleza divina es infinitamente superior a cualquier naturaleza creada.

         Otro elemento a tener en cuenta es que quien no se esfuerza por adquirir las virtudes de los Sagrados Corazones de Jesús y María, la mansedumbre y la humildad, terminará indefectiblemente haciéndose similar y participando del corazón del Ángel caído, quien posee los vicios opuestos: la violencia irracional y la arrogancia infernal. El ser humano, entonces, se encuentra en el medio, por así decirlo, entre la oposición que hay entre el corazón del Cordero, manso y humilde y el corazón del Ángel caído, feroz y orgulloso. El ser humano está llamado a participar del Corazón de la Trinidad, pero si no lo hace, entonces participa del corazón del Ángel caído.

          “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón, carguen mi yugo, que es suave y tendrán descanso”. Aprendamos de Jesús la mansedumbre y la humildad, virtudes que recibimos en germen por la gracia y carguemos su yugo, que es la cruz de cada día y así daremos paz a los demás y tendremos paz en el corazón, en esta vida y sobre todo en la vida eterna.

 

miércoles, 3 de agosto de 2016

“Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!”


“Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!” (Mt 15, 21-28). Jesús alaba la fe de la mujer cananea porque su fe en Él, en su condición de Hombre-Dios, capaz de hacer milagros y de expulsar demonios con la orden de su vez, supera todas las pruebas a las que la somete el mismo Jesús. La fe de la mujer cananea es verdaderamente fuerte: por un lado, a pesar de no pertenecer ella al Pueblo Elegido, cree en Jesucristo, que es hebreo de raza; supera el obstáculo puesto por el mismo Jesús en Persona, que no le concede el milagro de buenas a primera, sino que le hace ver que los milagros como los que ella pide –exorcizar a su hija para ahuyentar al demonio que la posee- están reservados “a los hijos”, es decir, a los miembros del Pueblo Elegido; finalmente, supera la prueba más dura de todas, que es la de soportar la humillación que significa ser comparada con un perro, cuando Jesús le dice que “no está bien que los perros –es decir, ella, que es pagana- coman –reciban milagros- de la mesa de los hijos –los judíos, el Pueblo Elegido-, a lo que la mujer cananea responde que eso es verdad –acepta, implícitamente, con mansedumbre y humildad, el calificativo que le da Jesús, de “perro”-, pero que también es cierto que los perros, o los cachorros –los paganos como ella-, comen de las migajas que caen de la mesa de los hijos –es decir, los paganos pueden recibir un milagro “menor”, la migaja, como lo es la expulsión del demonio-. Con esta última respuesta, en la que la mujer cananea utiliza las mismas palabras y el mismo argumento de Jesús, la mujer termina por dar el ejemplo perfecto de fe, pero también de mansedumbre y humildad –no se ofende por ser comparada con un perro-, aunque también de inteligencia y astucia evangélicas –el mismo Jesús nos dice que seamos “mansos como palomas y astutos como serpientes”[1]-, todo lo cual significa que la mujer, pagana, está iluminada, como primicia del sacrificio de Jesús, por el Espíritu Santo, ya que son virtudes sobrenaturales, imposibles de ser “producidas” por la naturaleza humana. Todo esto motiva el asombro de Jesús –hay que agregar la docilidad a la gracia por parte de la mujer cananea-, con lo cual le concede, como premio a su fe, lo que le ha pedido, es decir, que su hija se vea libre de la posesión demoníaca.
“Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!”. Ahora bien, nosotros, desde el momento en que formamos parte del Nuevo Pueblo Elegido y que por lo mismo poseemos la fe desde el bautismo, injertada como una semilla del cielo en nuestras almas, ¿podemos decir que tenemos la fe de la mujer cananea? ¿Creemos en Jesucristo como Hombre-Dios, capaz de hacer milagros sorprendentes? ¿Creemos en su poder divino, que en la Santa Misa convierte, por el milagro de la transubstanciación, el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre? Y si lo creemos, ¿comulgamos con la piedad, el fervor, la devoción y, sobre todo, el amor que la Eucaristía se merece? ¿O, por el contrario, hacemos todo de manera mecánica, automática, como quien no tiene fe, o una fe superficial? ¿Pretendemos el auxilio divino, siendo nuestra fe sumamente débil, si la comparamos con la de la mujer cananea?




[1] Cfr. Mt 10, 16.

viernes, 8 de julio de 2016

“Yo los envío como a ovejas en medio de lobos”


“Yo los envío como a ovejas en medio de lobos” (Mt 10, 16-23). Los discípulos de Jesús, en medio del mundo, son comparados, por el mismo Jesús, a “ovejas en medio de lobos”. ¿Por qué esta comparación? Una oveja es un animal manso, en tanto que el lobo es un animal agresivo y carnívoro y depredador, siendo la oveja uno de sus blancos preferidos y más fáciles de conseguir. La mansedumbre del cristiano-oveja se debe a que, por la gracia, se hace partícipe de la mansedumbre del Cordero de Dios, en tanto que la agresividad y hostilidad del mundo sin Dios, participan de la furia deicida del Ángel caído y de la malicia que brota del corazón del hombre en pecado. A primera vista, pareciera como si los cristianos en el mundo estuvieran inermes e indefensos y en grave peligro de muerte, así como un rebaño de ovejas está en peligro inminente de ser devorado por una manada de lobos que rodea al redil. Sin embargo, la indefensión de los cristianos es sólo aparente, porque mientras las ovejas sí están indefensas y nada pueden hacer contra las dentelladas de los lobos, si estos alcanzan a hundir sus dientes en sus tiernas carnes, los cristianos, por el contrario, están protegidos por la Sangre del Cordero de Dios, que ahuyenta a los lobos, los ángeles caídos, y los protege de la malicia de los hombres sin Dios. Si un pastor terreno dejara a su redil a merced de una manada de lobos, desentendiéndose de su suerte, se podría decir, con toda justicia, que ese pastor es desalmado y que no le importa nada el destino de sus ovejas, pues es inevitable que los lobos terminen desgarrando, con sus filosos dientes, los cuerpos indefensos de las ovejas, terminando con el rebaño entero en muy poco tiempo. Pero no es este el caso del Pastor Eterno, Cristo Jesús, porque aunque sus ovejas están en el mundo, rodeadas de lobos y de peligros para la eterna salvación, es Él mismo en Persona quien las asiste, las protege y las cuida para que nada malo les suceda, protegiéndolas con su Amor divino, de manera que ni todo el mal del mundo, ni todo el odio del infierno, puede siquiera tocar un cabello de un cristiano, si Jesús no lo permite (cfr. Mt 10, 29-30). Si Jesús nos envía a los cristianos a un mundo sin Dios, es para que, asistidos por su Sangre, por su Amor y por el Espíritu Santo, sea Él quien conquiste el mundo, por medio de nuestro testimonio, venciendo el odio con el Divino Amor y la violencia con la mansedumbre de su Sagrado Corazón.

jueves, 25 de febrero de 2016

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro”


Lázaro y Epulón.

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro” (Lc 16, 19-31). Con la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro Jesús nos advierte acerca de las enormes consecuencias que, para la vida eterna, tienen el apego al dinero y a los bienes materiales, además del egoísmo y la indiferencia para con el prójimo más necesitado. Con esta parábola, Jesús revela, además, lo que sucede en el momento de la muerte: un juicio divino particular para cada uno en persona –en la parábola está implícito, porque el destino de cada uno depende de sus obras- y luego los destinos finales –eternos- para las almas: o el cielo –el Purgatorio es temporal, como una antesala del cielo- o el infierno, en compañía del Demonio y sus ángeles y los condenados.
Además de la revelación de los novísimos –muerte, juicio, infierno, cielo-, lo importante en esta parábola es la causa de la condena de Epulón y de la salvación de Lázaro: un análisis superficial llevaría a concluir que el rico se condena por sus riquezas –la simple posesión de estas serían, en sí mismas, las que lo llevan al infierno-, mientras que el pobre se salva por su pobreza –la pobreza en sí misma sería lo que lo lleva al cielo-. Sin embargo, no es así, porque lo que condena a Epulón no es la posesión de bienes materiales, sino su posesión egoísta, desde el momento en que nunca se preocupó, mientras vivía en la tierra, de auxiliar a su prójimo necesitado, Lázaro. Hubiera bastado el gesto de socorrer a Lázaro en sus necesidades, pero no lo hizo y no lo hizo porque en su corazón no había lugar para el amor, la compasión, la caridad, la misericordia y puesto que Dios es Amor, Compasión, Caridad y Misericordia, no había nada de común entre Él y Dios en la otra vida y es por eso que fue apartado de la Presencia de Dios para siempre. Epulón se condena, entonces, no por el hecho de ser rico, sino por usar de modo egoísta sus riquezas y por no apiadarse ni tener compasión por el prójimo más necesitado.
A su vez, Lázaro no se salva por el simple hecho de ser pobre materialmente: se salva porque, en su pobreza material y en la tribulación que le supone vivir, además, de pobre, enfermo, no solo no reniega de Dios ni se queja por su suerte, sino que sufre de modo paciente y sereno, aceptando con mansedumbre de corazón su penosa existencia en esta vida (pobreza, enfermedad, soledad). En Lázaro brillan las virtudes de la humildad, de la mansedumbre y de la piedad y además del amor fraterno, porque no guarda rencor contra su prójimo Epulón,  a pesar de que este se comporta de forma tan egoísta para con él. En definitiva, son todas estas virtudes las que le valen ganar el cielo a Lázaro, y no el simple hecho de no poseer bienes materiales.

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro”. Jesús nos advierte acerca de la realidad del más allá, no para infundirnos temor, sino para que comprendamos el valor de la caridad para con el prójimo y practiquemos las obras de misericordia, de manera de alcanzar el Reino de los cielos.

martes, 9 de diciembre de 2014

“Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”


“Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré” (Mt 11, 28-30). Para quienes estén “afligidos y agobiados”, Jesús promete alivio; sin embargo, contrariamente a lo que pudiera parecer, el alivio no se dará por el quite del peso que provoca la aflicción y el agobio, sino por el intercambio de ese peso por otro peso: quien acuda a Él, debe darle el peso de la aflicción y el agobio, pero tomar a cambio, el peso de su yugo: “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes Mi yugo…”. 
Es decir, quien acuda a Jesús agobiado por el peso de la aflicción, se verá libre de este peso, pero recibirá en cambio otro peso, el peso del “yugo de Jesús”, el cual deberá cargarlo; paradójicamente, sin embargo, este intercambio de pesos –el afligido le da el peso de su aflicción y Jesús le da el peso de su yugo- provocará el alivio de la aflicción de quien acude a Jesús: “Yo los aliviaré”. Pareciera entonces una contradicción: estar agobiados por un peso –el de la aflicción- y para ser aliviados de la misma, hay que recibir otro peso –el del “yugo de Jesús”-. 
Parece, pero no lo es, porque toda la cuestión se centra en qué es el “yugo de Jesús”: como Jesús lo dice, es “suave y ligero”, es decir, no es pesado, por lo que, en el intercambio de cargas, Jesús queda con la parte más pesada, mientras que quien acude a Jesús con el peso de la aflicción, recibe el peso del “yugo de Jesús”, que en realidad es “suave y ligero”, es decir, es prácticamente igual a no llevar nada de peso. Quien acude a Jesús, descarga sobre Él el peso de la aflicción, y se lleva en cambio su yugo, que no pesa nada. ¿Y en qué consiste este “yugo de Jesús”? El yugo de Jesús es su cruz y la cruz de Jesús se la lleva como Él mismo la lleva, con mansedumbre y humildad de corazón: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. 
Quien está afligido y agobiado, debe entonces acudir a Jesús, descargar sobre Él el peso de su aflicción y recibir a cambio su “yugo”, que es su cruz, y llevarla con mansedumbre y humildad, y así encontrará alivio, porque el corazón humano no ha sido hecho para otra cosa que para ser una imitación del Sagrado Corazón de Jesús, manso y humilde como un cordero.

Por último, Jesús dice que “vayamos a Él” los que estemos “afligidos y agobiados”. ¿Dónde está Jesús, para ir a descargar el agobio de nuestra aflicción y recibir a cambio la suavidad de su yugo, para llevarlo con mansedumbre y humildad de corazón y así ser aliviados por Él? Jesús está en el sagrario, está en la Eucaristía, porque Él es el Dios del sagrario, el Dios oculto en la Eucaristía, que se revela a los ojos del alma a quien lo busca con humildad, con fe, con amor, y con un corazón contrito y humillado.

miércoles, 19 de marzo de 2014

“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”


“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham” (Lc 6, 19-31). En la parábola de Epulón y Lázaro, ni el rico Epulón se condena por sus riquezas, ni el pobre Lázaro se salva por su pobreza. Sostener lo contrario, sería sostener las tesis de la teoría marxista, materialista y atea, contraria al Evangelio y promotora de movimientos de revolución social que por medio de la violencia y la muerte propician la lucha de clases. El rico Epulón se condena no por sus riquezas, sino por el uso egoísta que hace de ellas, ya que en vez de compartirlas con Lázaro, que padece hambre a la puerta de su casa, banquetea espléndidamente todos los días y se viste de seda y lino, sin preocuparse por Lázaro, que no tiene con qué vestirse y además está enfermo y todo cubierto de heridas. Epulón se condena porque, según se desprende del diálogo que tiene con Abraham, es un hombre sin fe, ya que tanto él como sus hermanos, son personas adineradas, pero sin fe, porque no hacen caso de las Escrituras: cuando Epulón le dice que envíe a Lázaro para que les advierta a sus hermanos acerca de la terrible realidad de la condenación eterna en el infierno para quienes viven despreocupadamente apegados a la riqueza como ellos, Abraham le responde que “si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco escucharán a alguno que resucite de entre los muertos”, lo cual es un indicio de que se trata de gente sin fe. Esas son las causas de la condenación de Epulón –avaricia, codicia, egoísmo, falta de fe-, y no las riquezas en sí mismas. En el fondo, la actitud de Epulón es la participación al pecado de rebelión contra el plan divino de salvación del ángel caído.
A su vez, Lázaro no se salva por su pobreza, sino porque no reniega de ella, ni tiene envidia de los bienes materiales de Epulón, ni tampoco se queja amargamente contra Dios por la suerte adversa que le toca vivir. En otras palabras, Lázaro se salva porque bendice a Dios en su corazón a pesar del infortunio –aparente- que significa la enfermedad y acepta con mansedumbre y humildad los designios de Dios sobre su vida, designios que no son otra cosa que la participación a la cruz de Jesús, y esa es la causa de su salvación.

“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”. Como católicos, no podemos nunca hacer una interpretación materialista y reduccionista de la riqueza y de la pobreza materiales, porque  corremos el riesgo de falsear el Evangelio de Jesús. La verdadera riqueza y la verdadera pobreza están en la cruz: riqueza, porque allí abunda la gracia; pobreza, porque nos despojamos de lo material y de las pasiones, que son un estorbo para ir al cielo. Toda otra dialéctica que enfrente al rico-malo contra el pobre-bueno, es falsa y viene del maligno.

martes, 10 de diciembre de 2013

“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré”


“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré” (Mt 11, 28-30). Jesús promete el alivio a los que acudan a Él, pero luego hace una afirmación que parece contradecir lo que promete, porque dice que a los que se acerquen a Él, en busca de alivio, les dará a “cargar su yugo”. Es decir, mientras por un lado ofrece alivio al que se le acerque, inmediatamente, al que se le acerque, le da a cargar un yugo, y así no se ve de qué manera alguien que busca ser aliviado del peso de su aflicción y agobio, pueda ser aliviado con una nueva carga, la carga del yugo de Jesús, aun cuando este sea “suave y su carga liviana”. Es decir, se trata de una paradoja que, a primera vista, no se entiende: si alguien está “afligido y agobiado”, ¿de qué manera va a ser aliviado de esa carga, si se le aumenta una carga más, la carga del yugo de Jesús, aun cuando esta carga sea “suave y liviana”?
La paradoja –aparente- se entiende un poco más adelante, cuando Jesús dice: “Carguen mi yugo y aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. Es esto lo que permite entender por qué el hecho de cargar su yugo es un alivio: el yugo de Jesús es la Cruz y como en la Cruz está todo aquello que nos agobia, es decir, el pecado –el pecado oprime y agobia al corazón del hombre porque el hombre no ha sido hecho para el pecado, sino para Dios y su gracia-, y como Cristo en la Cruz destruye el pecado con el poder de su Sangre, se sigue que quien carga la Cruz y la lleva como la lleva Él, con mansedumbre y humildad de corazón, ve destruido aquello que provocaba agobio, al ser reemplazado por las virtudes del Sagrado Corazón, la mansedumbre y la humildad, virtudes que alivian al corazón del hombre agobiado y oprimido por la ira y la soberbia.

“Vengan a Mí los que estén afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”. El yugo de Jesús, suave y ligero, su Cruz empapada en su Sangre Redentora, no solo nos alivia de todas nuestras aflicciones y agobios, sino que nos colma con la Alegría infinita de su Ser divino, la Alegría de su Sagrado Corazón.

lunes, 17 de junio de 2013

“Si alguien te pega en una mejilla preséntale también la otra”


“Si alguien te pega en una mejilla preséntale también la otra” (Mt 5, 38-42). Si bien se trata de una norma de comportamiento que caracteriza al cristiano, la indicación de Jesús de presentar la otra mejilla a quien nos golpea en una, trasciende absolutamente las normas morales. En realidad, se trata de imitarlo a Él, por medio de la participación a su vida, porque Jesús, durante toda su vida, pero especialmente en su Pasión, obró de esta manera. No se trata por lo tanto de una abolición de la Ley del Talión, ley que era la expresión de la justicia, puesto que impedía una venganza excesiva contra quien había provocado algún daño al prescribir la igualdad en la compensación –ojo por ojo, diente por diente-; cuando Jesús da por finalizada la Ley del Talión y prescribe que el cristiano no solo no debe reclamar lo que en justicia le corresponde –si alguien da una bofetada, según la Ley del Talión, se debe responder con una bofetada-, sino que se debe colocar la otra mejilla. Parece un despropósito, pero no lo es, porque Jesús ha venido a “hacer nuevas todas las cosas”, y entre ellas, las relaciones humanas, que ya no se rigen más por la Antigua Ley, sino por la Ley Nueva de la caridad, es decir, del Amor que brota de su Corazón de Dios, Corazón que late en el pecho del Hombre-Dios, Jesús de Nazareth.
         Esto quiere decir que el cristiano, al no solo no responder a la agresión según la Ley del Talión, es decir, devolviendo una bofetada, sino al ofrendar la otra, lo que está haciendo en realidad, no es demostrar cómo se practica una nueva norma de convivencia: está participando de la mansedumbre y humildad del Hombre-Dios en la Pasión, mansedumbre y humildad por la cual permitió no solo que lo abofeteen, sino que lo golpeen de todas las maneras posibles y permitió todo tipo de ultrajes, que llegaron hasta la injuria máxima que puede sufrir un hombre en esta vida, como dice Santo Tomás, y es el permitir que le quiten la vida. Cuando el cristiano permite que lo golpeen en la otra mejilla, lo que hace es participar de la humillación sufrida voluntariamente por Jesús, quien permitió que lo humillen para así conquistar el corazón de los pecadores, dando la muestra más grande de amor que alguien pueda dar, y es el dar la vida por aquellos a quienes ama con locura, los hombres.
         Presentar la otra mejilla –sea literalmente, o de modo figurado, aceptando pacientemente cualquier humillación sufrida- significa, para el cristiano, participar de la humildad de Jesús, humildad que es redentora y santificadora, porque por su Pasión, Jesús nos perdona nuestros pecados, nos redime y nos santifica.

          “Si alguien te pega en una mejilla preséntale también la otra”. Cuando Jesús nos aconseja actuar así frente a quien nos agrede –sea física, verbal o moralmente-, no nos está enseñando un modo “cívico” de comportarnos: nos está invitando a ser co-rredentores con Él, al invitarnos a participar de su Pasión salvadora. Llevado al extremo, es lo que hicieron los mártires, quienes unidos al Rey de los mártires, dieron sus vidas por sus verdugos, por quienes les quitaban la vida. De esta manera, consiguieron la vida eterna para ellos y para sus enemigos, y este es el fin último de no solo no responder con la Ley del Talión, sino de ofrecer la otra mejilla.

martes, 26 de marzo de 2013

Miércoles Santo



(Ciclo C – 2013)
         “Voy a celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Los discípulos preguntan a Jesús acerca del lugar en donde celebrarán la Pascua; Jesús responde diciéndoles que “vayan a la ciudad, a la casa de tal persona”, y que le den el siguiente mensaje: “El Señor dice: Se acerca mi hora; voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”. La respuesta al pedido es positiva, porque inmediatamente el evangelista da cuenta del éxito de la misión: “Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua”.
         ¿Quién es el enigmático dueño de la casa en donde se llevó a cabo el Cenáculo de la Última Cena? Aunque no existen datos en el Evangelio sobre esta persona, sí se sabe que se trataba de una persona real, de carne y hueso, que era el propietario de la casa del Cenáculo. Además, era un discípulo fiel a Jesús; era alguien que conocía y amaba a Jesús, y acerca del cual Jesús tenía una gran amistad y confianza, porque envía a los discípulos con el recado con total confianza. Jesús sabe que su amigo no se negará a prestarle la casa para celebrar la Pascua, a pesar de los múltiples peligros que supone alojar a Jesús, comenzando por los judíos, que han multiplicado sus amenazas de muerte, tanto a Jesús como a sus discípulos, como por ejemplo, a Lázaro. Los judíos habían amenazado con matar a Jesús y quien estuviera en su compañía, sería también considerado como objetivo de sus planes homicidas, pero Jesús sabe que su amigo no se arredrará ante el peligro, y que el amor que tiene por Él es más grande que el temor a los enemigos. Jesús confía en el dueño de casa, que es también discípulo suyo, porque sabe que basta con que le exprese el deseo de “celebrar la Pascua” en su casa para que esa persona le ceda inmediatamente el lugar para la Última Cena.
         Teniendo en cuenta que en el Evangelio el concepto de “casa” se traslada y aplica al de “alma”, “persona”, “cuerpo”, haciéndolo equivalente –“el cuerpo es templo del Espíritu”; “Estoy a la puerta y llamo, el que me abra cenaré con él y él conmigo”-, podemos decir que Jesús hace este mismo pedido a todo hombre: “Quiero celebrar la Pascua en tu alma, quiero celebrar la Pascua contigo, quiero compartir contigo la Última Cena”.
         Ahora bien, ¿qué quiere decir “celebrar la Pascua” con Jesús?
“Celebrar la Pascua” y la “Última Cena” con Jesús no es una experiencia, al menos humanamente hablando, que pueda decirse “alegre”, al menos no como se entiende entre los hombres, porque no se trata de una cena más entre amigos, en donde todo es risas y despreocupación.
         Jesús recuerda al discípulo, en el momento de pedirle la casa, que “se acerca mi hora”, es decir, la hora en la que se dará cumplimiento a las profecías mesiánicas como las de Isaías, en las que se retrata al “Siervo sufriente de Yahvéh” como “triturado” a causa de las iniquidades de los hombres; como “Varón de dolores”, como alguien que, a causa de la deformación en el rostro que le han provocado los golpes, ante su vista “se da vuelta el rostro”, por la compasión que despierta.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir ver en Persona al Hijo de Dios en un gesto de humildad jamás vista, que asombra a los ángeles de Dios, porque significa ver al mismo Dios Creador arrodillarse como si fuera un esclavo ante sus discípulos para lavarles los pies, haciendo una tarea propia de esclavos y sirvientes. Con este gesto, Jesús nos enseña la auto-humillación, la mansedumbre y la humildad, como virtudes a practicar para crecer en su imitación.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús, es ser tratado por Él como “amigo”, y no como “siervo”, y esto porque nos dona su Espíritu, que nos comunica los admirables y misteriosos secretos acerca de Jesús y su sacrificio redentor, secretos que sólo conoce el Padre y que nos los hace participar, porque ya no nos considera siervos, sino amigos.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús significa también recibir de Él el mandato de la caridad: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”, mandato y virtud, la de la caridad, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, que deben ser el sello distintivo de quien ama a Jesús.
         Pero “celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir participar  también de su “Hora”, la hora de la Pasión, de la amargura, del dolor, de la traición, de la tristeza infinita del Sagrado Corazón, al ver que muchísimas almas se perderán irremediablemente porque no lo aceptarán como Salvador, haciendo vano su sacrificio en Cruz.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir ser testigos directos de la traición de uno a quien Jesús llama “amigo”, que cena con Él, pero que pacta con sus enemigos en la sombra y lo vende por treinta monedas de plata, Judas Iscariote.
         “Celebrar la Pascua” quiere decir ser testigos de la “hora de las tinieblas”, hora en la cual el Príncipe de las tinieblas y Padre de la mentira, el demonio, se infiltra en el corazón mismo de la Iglesia naciente, el Cenáculo de la Última Cena, logrando conquistar el alma y poseer el cuerpo de uno de sus sacerdotes, Judas Iscariote, para arrastrarlo consigo a lo más profundo del infierno, como medio de venganza contra Jesús.   
“Celebrar la Pascua” quiere decir ser también testigo de la tristeza que experimenta Jesús al ver la condenación de Judas, porque Jesús ama tanto a una persona sola como a toda la humanidad, y así su Sagrado Corazón se ve desgarrado por el dolor, al no ver correspondido su sacrificio en Cruz.
“Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir entonces beber del cáliz de sus amarguras y sentir sus mismas penas, y significa ser también partícipes de la redención del mundo, convirtiéndonos en co-rredentores junto a Jesús y María, porque por las penas y amarguras de la Pasión Jesús salvará a toda la humanidad, a todos aquellos que deseen ser salvados y lo acepten como Salvador.
“Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. También a nosotros nos invita Jesús a celebrar la Pascua con Él: “Quiero celebrar la Pascua en tu corazón, quiero que tu corazón sea el Cenáculo de la Última Cena, para hacerte partícipe de mis tristezas y de mis agonías, para que luego participes de mi gloria y de mi alegría. Dame tu corazón y déjame entrar, para celebrar la Pascua contigo”.


domingo, 16 de septiembre de 2012

“Señor no soy digno de que entres en mi casa”




“Señor no soy digno de que entres en mi casa” (Lc 7, 1-10). El centurión pide un milagro a Jesús, pero se considera indigno de que Jesús entre en su casa. La muestra de humildad agrada a Jesús, y le dedica un elogio: “No he encontrado a nadie con más fe en Israel”.
La humildad del centurión es tan valiosa y ejemplar, que la Iglesia toma sus palabras para aplicarla al momento antes de la comunión sacramental de los fieles, con la esperanza de que cada fiel la incorpore para sí en el momento de la comunión.
La humildad, junto a la caridad, es lo que más asemeja al Sagrado Corazón de Jesús, “manso y humilde”, puesto que son las virtudes, junto con la pureza y la inocencia, que mejor reflejan el Ser divino trinitario.
En otras palabras, cuando más humilde, caritativa y pacífica sea un alma, tanto más reflejará la humildad, la caridad y la mansedumbre del Ser divino, y tanto más se asemejará a Él.
Ahora bien, para que esta declaración de humildad sea causa efectiva de crecimiento espiritual, el cristiano tiene que estar convencido de que su alma es un lugar "sórdido y oscuro", como lo dice la liturgia oriental, refiriéndose a la persona que está por comulgar, y debe estar convencido de que ese lugar "sórdido y oscuro" es él mismo, y no el prójimo que tiene al lado.
“Señor no soy digno de que entres en mi casa”. No sólo con los labios, sino además, y ante todo, con el corazón contrito, cada cristiano que se acerca a comulgar, debe elevar esta plegaria a Jesús Sacramentado, para que al ingresar a esa casa que es el alma, pueda derramar los innumerables dones y gracias que trae consigo en cada comunión.

miércoles, 7 de marzo de 2012

El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado



“El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Mt 23, 1-12). En el Evangelio, Jesús insiste, una y otra vez, en la virtud de la humildad. De hecho, pide que el cristiano lo imite a Él en su mansedumbre y en su humildad: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.
La insistencia no es en vano, puesto que la humildad, junto a la caridad, son las virtudes humanas que mejor traducen la esencia del Ser divino. En otras palabras, la perfección infinita del Ser divino se manifiesta en actos humanos perfectos, como la caridad y la humildad. Por lo tanto, sólo un corazón que posea esas virtudes en grado eminente, podrá estar en la Presencia de Dios Trino, infinitamente misericordioso y humilde.
Por el contrario, en el lado opuesto, se encuentran el odio y el orgullo, expresiones humanas del espíritu del mal. El ángel caído, inventor y creador del mal, inexistente antes de él, se manifiesta en el plano humano a través de estos dos vicios del alma, el odio y el orgullo, muestras de suma imperfección. Una persona que odia –o, todavía más, que mantiene el rencor contra su prójimo, o que difama-; una persona que es orgullosa y soberbia –alguien que no soporta una corrección, o que no perdona ni tampoco pide perdón-, manifiesta con esos actos imperfectos que en su corazón no solo no brilla la luz del Ser perfectísimo de Dios Trino, sino que está oscurecido por la presencia del mal. 
Nada hay en el mundo tan terrible y catastrófico y con tan graves consecuencias como el orgullo espiritual, porque priva al orgulloso de la comunión don Dios en esta vida y de su contemplación en la otra.
Nadie puede llegar a Dios si no es por medio de la lucha consigo mismo por alcanzar la mansedumbre y la humildad de Jesucristo, por medio de la penitencia, de la oración, de la misericordia.
Solo los que posean un corazón humilde y puro, a quienes el pecado, propio y ajeno, les provoca verdadero dolor espiritual porque el pecado implica ofensa a Dios; sólo los que buscan encarnar en sus vidas el consejo de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”; sólo esos entrarán en el Reino de los cielos.