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jueves, 30 de marzo de 2017

“Las Escrituras dan testimonio de Mí”


“Las Escrituras dan testimonio de Mí” (cfr. Jn 5, 31-47). Los judíos se caracterizaban, en el Antiguo Testamento, por ser el Pueblo Elegido, es decir, por ser la única nación de la tierra que había recibido, de modo extraordinario –no por medio de la elucubración de la razón- la Verdad de que Dios era Uno. Así, los judíos poseían esta verdad y se distinguían del resto de las naciones, que creían en múltiples dioses. Como depositarios de la Verdad, los judíos, como dice Jesús, “escudriñaban las Escrituras, buscando la vida eterna”. Sin embargo, no la encuentran, por el hecho de estar centrados en la vanidad que implica la búsqueda de sí mismos[1].
Pero no solo no lo encontrarán a Dios en las Escrituras, porque se buscan a sí mismos: tampoco lo encontrarán cuando ese Dios, que transmite la Vida eterna por la Palabra sagrada, se les revele como Hombre-Dios, porque a pesar de que quien da testimonio de Él es Dios Padre, sus milagros y el profeta más grande del Antiguo Testamento, Juan el Bautista, terminarán crucificándolo. La lección que aprendemos del Pueblo Elegido es que la vanidad de la búsqueda de sí en vez de buscar a Dios, es reflejo de un pecado anterior, que está a la raíz, y es la soberbia, el pecado capital del Demonio en el cielo, pecado del que todo soberbio humano participa.
“Las Escrituras dan testimonio de Mí”. Que los judíos, por la vanidad de buscarse a sí mismos, no hayan encontrado a Dios, ni en las Escrituras, ni en Jesús de Nazareth, puesto que Jesús era ese mismo Dios de las Escrituras, en cuerpo y alma humanos, no nos garantiza que nosotros hayamos de encontrarlo. ¿Dónde está Dios para nosotros, los católicos, el Nuevo Pueblo Elegido? Está, en Persona, en la Eucaristía. Desde el sagrario, Jesús nos dice: “La Eucaristía da testimonio de Mí, porque la Eucaristía Soy Yo, Dios Hijo encarnado”. Al igual que con los judíos del Evangelio, hoy pasa lo mismo con muchos católicos: no encuentran a Dios, porque no encuentran la Eucaristía, es decir, buscan a Dios por fuera de la Eucaristía. Y fuera de la Eucaristía no está Dios, porque la Eucaristía es el Único Dios Verdadero, que nos da la Vida eterna, la misma vida de su Ser divino trinitario.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 707.

miércoles, 2 de abril de 2014

“El Amor de Dios no está en ustedes”



“El Amor de Dios no está en ustedes” (Jn 5, 31-47). Sorprenden, por la dureza de su contenido, las palabras de Jesús dirigidas a los fariseos: “El Amor de Dios no está en ustedes”. Jesús no es, ni mucho menos, un advenedizo. Es el mismo Dios en Persona, es Dios Hijo en Persona, es el Dios al que los fariseos escudriñan en las Escrituras, tal como Él les acaba de decir que hacen. Pero los fariseos, escudriñan las Escrituras no para buscar la gloria de Dios, sino para buscar la gloria humana, como también se los reprocha el mismo Jesús y ésa es la falta más grave que Jesús les echa en cara. Jesús conoce el corazón de los fariseos y sabe que en sus corazones no hay Amor de Dios, a pesar de que ellos aparenten ser hombres religiosos; Jesús sabe que los fariseos, aun cuando por fuera vistan como hombres religiosos, y acudan al templo, y hablen de religión, y ocupen puestos y cargos religiosos, y escudriñen las Escrituras, y hablen de Dios y de sus Mandamientos todo el tiempo, y obliguen a los hombres a cumplir las pesadas prescripciones de la ley en nombre de Dios, aun cuando hagan esto, Jesús sabe que Dios, es decir, Él, que es Dios, no está en sus corazones, porque Dios es Amor, y ellos no tienen Amor en sus corazones, y eso es lo que Él les está diciendo: “El Amor de Dios no está en ustedes”. Quien escudriña las Escrituras con el sincero deseo de encontrar a Dios, lo encuentra, porque Dios se hace el encontradizo y como “Dios es Amor”, encuentra al Dios-Amor y su corazón se llena de Amor y entonces, el que encuentra al Dios-Amor, transmite a su prójimo aquello que encontró, que es Amor. Por el contrario, el que busca la vanagloria y la gloria mundana, la gloria que pueden dar los hombres, como es el caso de los fariseos –“ustedes se glorifican unos a otros”, les dice Jesús-, no encuentra al Dios-Amor, y solo encuentra el vacío de la vanidad, de la hipocresía religiosa, de la soberbia y del orgullo y se convierte, para su prójimo, en uno de los seres más peligrosos de la tierra, en un nuevo Judas Iscariote, en una serpiente escondida, el fariseo, el hipócrita religioso, el cristiano católico malo, el lobo disfrazado de oveja, que no duda en crucificar a sus hermanos, los otros cristos, obedeciendo las órdenes de su amo, el Príncipe de las tinieblas, recibiendo el pago de treinta monedas de plata.
“El Amor de Dios no está en ustedes”, les dice Jesús, a pesar de que los fariseos escudriñan las Escrituras, pero Jesús escudriña sus corazones, y no encuentra amor en ellos, sino vanagloria y soberbia, desenmascarando de esa manera al hipócrita religioso, al lobo disfrazado de oveja.
“El Amor de Dios no está en ustedes”. Cuidémonos mucho de no ser nosotros estos fariseos; examinémonos en el Amor de Dios y si nos hallamos faltos de Él, imploremos de rodillas, al pie del crucifijo y al pie del sagrario, con el Rosario en la mano, ser colmados del Divino Amor, única razón de ser de nuestras vidas.

martes, 26 de abril de 2011

Lo reconocieron al partir el pan

En la fracción del pan,
Jesús efunde el Espíritu Santo,
que ilumina las mentes de los discípulos,
para que estos lo reconozcan
como al Mesías resucitado.

“Lo reconocieron al partir el pan” (cfr. Lc 24, 13-35). Jesús les sale al paso a los discípulos de Emaús, y camina con ellos hasta llegar a Emaús. Durante todo el camino, los discípulos no reconocen a Jesús, y a pesar de haber sentido la noticia de la resurrección, no han dado crédito a la misma, y por eso se sienten tristes y desalentados. Esto les vale un reproche de parte de Jesús, quien les dice que son “necios” para entender las Escrituras, puesto que ahí estaba ya escrito qué era lo que debía padecer el Mesías.

Al llegar a Emaús, Jesús hace ademán de seguir, pero son los mismos discípulos quienes le piden que se quede con ellos. Jesús los acompaña, y comparte con ellos la cena. En un momento determinado, sucede algo que cambiará para siempre la vida de los discípulos de Emaús: Jesús “parte el pan” y, en ese mismo momento, los discípulos, que hasta entonces no habían reconocido a Jesús, se dan cuenta de que es Jesús en Persona. Inmediatamente después de reconocerlo, Jesús desaparece.

¿Qué fue lo que sucedió, para que los discípulos lo reconocieran? Para saberlo, es necesario tener en cuenta un gesto de Jesús, el de partir el pan, porque es ahí, en ese momento, en el que los discípulos lo reconocen: “lo reconocieron al partir el pan”.

Es allí cuando sucede algo que permite a los discípulos saber que el forastero con el cual están compartiendo la cena no es un desconocido, sino Jesús, aquel a quien ellos aman, y por cuya muerte se han mostrado entristecidos.

¿Por qué los discípulos reconocen a Jesús en el momento en el que parte el pan? Porque no se trata de una acción cualquiera. Como sostienen muchos autores, muy probablemente, la cena que comparten con Jesús no es una cena más, sino una celebración eucarística, es decir, una misa, y por lo tanto, el gesto de partir el pan no es el partir el pan de alguien que comparte una simple cena, sino un acto litúrgico y sacramental, en el cual y a través del cual, opera el Espíritu Santo, actualizando el misterio pascual de Jesucristo.

La fracción del pan, por parte de Jesús, es un acto que sólo material y exteriormente se asemeja a la fracción del pan en una cena cualquiera; aquí se trata de una acción sacramental, en donde es el Espíritu Santo quien se encuentra operando desde dentro del sacramento, y es el sacramento el vehículo a través del cual el Espíritu de Dios obra sobre las almas.

Los discípulos reconocen a Jesús al partir el pan, porque en ese momento, en la fracción del pan, el Espíritu Santo ilumina sus mentes con la luz sobrenatural de la fe, capacitando a sus almas para descubrir en Cristo al Hombre-Dios, y no a un forastero desconocido.

Por su parte, los discípulos de Emaús se muestran con la misma actitud de falta de fe en las palabras de Jesús, que revelaba María Magdalena, y al igual que ella, se encuentran desesperanzados y tristes por la muerte de Jesús, como si Jesús no hubiera resucitado. No creen en Cristo resucitado, a pesar de haber recibido ya la noticia. Será necesario que Cristo les infunda el Espíritu, a través de la Eucaristía, para que lo reconozcan.

Muchos en la Iglesia, tanto laicos como sacerdotes, a pesar de haber recibido el Catecismo, a pesar de haber recibido la Comunión sacramental, se comportan como los discípulos de Emaús, mostrándose tristes y sin esperanzas, al no creer en la resurrección de Jesús.

“¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?”, se preguntan los discípulos de Emaús, recordando el ardor místico del corazón que les producía la cercanía de la Presencia de Jesús. Tal vez no experimentemos ese ardor místico que sintieron los discípulos de Emaús, pero no es necesario ya que, en cada Santa Misa, Jesús no solo está a nuestro lado, como estuvo al lado de los discípulos, sino que, más que eso, parte el Pan para nosotros, por medio del sacerdote ministerial y se nos entrega como Pan de Vida eterna.