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sábado, 24 de agosto de 2024

“Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?”



(Domingo XXI - TO - Ciclo B - 2024)

“Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6, 60-69). Luego de la revelación de Jesús a sus discípulos de la necesidad de “comer su Carne y beber su Sangre” para tener “vida eterna” y además de la necesidad ineludible de cargar la cruz de cada día para seguirlo a Él por el Camino de la cruz, muchos de sus discípulos, que evidentemente estaban sólidamente aferrados a la vida terrena, mundana y carnal y que no tenían previsto abandonar este mundo para ingresar en el Reino de los cielos por el Camino de la cruz, se oponen frontalmente al plan divino de redención, que implica ineludiblemente el sacrificio de sí mismo en unión con Jesús en el altar de la cruz, en el Monte Calvario y así lo expresan con sus palabras: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?”. Es decir, mientras Jesús hace milagros que implican la curación de enfermedades corporales incurables, o cuando multiplica milagrosamente panes y peces para que la multitud quede más que saciada en su apetito corporal, o cuando hace milagros de resurrección corporal, devolviendo a la vida terrena a seres queridos que habían fallecido recientemente, como al hijo de la viuda de Naím, a la hija del jefe de la sinagoga, provocando alivio ante el dolor de la muerte terrena, todos están contentos con Jesús, todos lo aclaman, todos están satisfechos con Jesús, todos quieren proclamarlo rey. Pero cuando Jesús les dice que deben dejar la vida terrena, que deben dejar de alimentarse solo con alimentos terrenos para comenzar a alimentarse con su Cuerpo y su Sangre para así tener vida eterna; cuando les dice que deben dejar la vida de pecado; cuando les dice que deben dejar su propio “yo” y que para eso deben cargar la cruz de cada día, para seguirlo a Él pro el Camino del Calvario, para así morir al hombre viejo y nacer al hombre nuevo, al hombre regenerado por la gracia, ahí entonces, cuando Jesús no hace los milagros que ellos quieren, cuando Jesús les pide, por su propio bien, que se preparen para la vida eterna por medio de la cruz y que se alimenten no con carne de pescado y con pan sin vida, sino con la Carne del Cordero de Dios y con el Pan Vivo bajado del cielo, la Sagrada Eucaristía, es entonces cuando Jesús y su mensaje de salvación les parece “duro”: “Son duras estas palabras, ¿quién puede escucharlas?”. Ante la perspectiva del sacrificio personal en el ara de la cruz, ineludiblemente necesario, para alcanzar el Reino de los cielos, muchos de los discípulos de Jesús, muchos de los hasta entonces llamados “cristianos”, dejan de seguirlo, porque prefieren la pereza al sacrificio, prefieren la  molicie y la vida fácil, sin complicaciones, olvidando qué es lo que Dios mismo dice acerca de la vida del hombre en las Sagradas Escrituras: “Lucha es la vida del hombre sobre la tierra” (cfr. Job 7, 1ss) y esa lucha es para ganar el Cielo y el Cielo sólo se conquista por medio de la Cruz, muriendo al hombre viejo y naciendo al hombre nuevo, el hombre que vive de la gracia que le concede la Sagrada Eucaristía.

“Son duras estas palabras”. Al contrario de lo que dicen los discípulos, las palabras de Jesús son suaves y llevaderas: “Mi yugo es suave y mi carga liviana”, porque es Él mismo quien lleva la cruz por nosotros, pero son duras las palabras de Jesús para quien vive según la materialidad de la humanidad y no según la vida que otorga el Espíritu Santo: “El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida”. Jesús les hace ver que ellos analizan sus palabras sin el Espíritu Santo, solo con la luz de la razón y es por eso que no pueden trascender la horizontalidad de esta vida terrena: “la carne de nada sirve”. Quien analiza las palabras de Jesús sin la luz del Espíritu Santo permanece en sus razonamientos humanos y no puede trascender su límite humano, quedándose en un análisis meramente racional de las palabras de Jesús.

Una gran parte de los discípulos de Jesús se encuentra en el mismo dilema de los judíos: al igual que los judíos, que no poseen el Espíritu Santo y por eso mismo no pueden comprender que “comer la Carne y beber la Sangre de Jesús” se refiere a la “Carne y la Sangre glorificados” de Jesús”, es decir, a la Eucaristía, a la Carne y a la Sangre de Jesús habiendo ya pasado por su misterio pascual de muerte y resurrección, como no pueden entender eso, no pueden trascender esas palabras y se quedan en la materialidad de esas palabras, se niegan a renunciar a sí mismos, a cargar la cruz de cada día y por eso abandonan a Jesús: “Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo”. Quienes así obran, son los hombres terrenales, carnales, que están tan aferrados a esta vida terrena, a las pasiones y a los bienes materiales, que arrojan fuera de sí a la cruz y abandonan el seguimiento de Cristo; son las semillas que caen en terreno infértil, en terreno pedregoso, son las semillas que no dan fruto, son los corazones en los que la Palabra de Dios no arraiga, porque son corazones fríos y duros como piedras. Lo mismo que sucede con los discípulos de Jesús en el Evangelio, sucede con una inmensa mayoría de bautizados en nuestros días, quienes, ante la exigencia de la Iglesia de vivir los Mandamientos de Dios, de cumplir con los Preceptos de la Iglesia, de frecuentar los Sacramentos, de obrar las Obras de Misericordia, para así preparar el alma para afrontar el Juicio Particular de cara a la vida eterna en el Reino de los cielos, repiten a coro, con los discípulos del Evangelio: “Son duras estas palabras, ¿quién puede escucharlas?” y, al igual que ellos, arrojan fuera de sí la cruz de Jesús y se marchan en dirección contraria al Camino del Calvario, el Único Camino que conduce al Cielo.

Pero no todos abandonan a Cristo Jesús: aquellos que, a pesar de sus miserias y pecados, aquellos que, a pesar de sus debilidades y caídas, poseen el Espíritu Santo, es éste Espíritu Santo Quien les hace comprender que la Cruz es un “yugo suave” porque Jesús la lleva por nosotros y que además es el Único Camino para llegar al Cielo y es por esto que no abandonan a Jesús, sino que lo reconocen como al Dios encarnado cuyas palabras son Palabras pronunciadas por Dios, son Palabras de Dios y por lo tanto, son Palabras de Vida eterna, son Palabras que dan Vida eterna a quien las escucha con fe, con amor y con devoción: “Jesús preguntó entonces a los Doce: “¿También ustedes quieren irse?”. Simón Pedro le respondió: “Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”. Simón Pedro dice esto porque sí está iluminado por el Espíritu Santo y por eso reconoce, en las palabras de Cristo, a la Divina Sabiduría encarnada, que le revela que el único camino posible al Cielo es alimentar el alma con la Carne y la Sangre glorificados del Hijo de Dios y así alimentados con este Alimento Celestial, cargar la Cruz de cada día, para poder llegar a la Jerusalén celestial. De ahí su respuesta, exacta y precisa: “Sólo Tú tienes palabras de Vida eterna”. Jesús no solo tiene Palabras de Vida eterna, sino que Él Es, en Sí mismo, la Palabra Eternamente pronunciada del Padre, que se encarna en el seno de la Virgen Madre y que prolonga su Encarnación en el seno Virgen de la Madre Iglesia, el Altar Eucarístico, para donársenos como Pan de Vida eterna, para que alimentándonos de este Pan Vivo bajado del cielo, comencemos ya, desde esta vida, a dejar de vivir la vida del tiempo terreno y comencemos a vivir la vida eterna, la vida del Reino de los cielos.



        

 

 


martes, 15 de marzo de 2022

“Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida”

 


(Domingo IV - TC - Ciclo B - 2022)

         “Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida” (Lc 15, 1-3. 11-32).  En la parábola del hijo pródigo, cada elemento de la parábola hace referencia a un misterio sobrenatural. Así, el padre de la parábola es Dios Padre; el hijo pródigo es el cristiano que, habiendo sido creado por Dios, fue adoptado como hijo por Dios Padre al recibir la gracia de la filiación divina en el Bautismo; la herencia o riqueza malgastada del hijo pródigo es la gracia santificante, que se pierde por causa del pecado; la situación de carestía en la que se encuentra el hijo pródigo luego de malgastar su fortuna, la gracia, es el estado en el que queda el alma luego de cometido el pecado, puesto que queda desolada en la profundidad de su ser, al perder la unión vital con Dios que le concedía la gracia; el deseo que el hijo pródigo experimenta, en ese estado de desolación, de regresar a la casa del padre, es la gracia de la conversión perfecta del corazón, la contrición, es decir, es cuando el alma experimenta un profundo dolor interior, de orden espiritual, al tomar conciencia de su malicia al obrar contra su Padre, Dios; el regreso a la casa del padre y el abrazo y beso con que éste lo recibe, representan al Amor de Dios, que se derrama por medio de la Sangre de Cristo en cada Confesión sacramental, concediendo el perdón de los pecados y el don de la Divina Misericordia trinitaria, que no quiere que ninguno de sus hijos se pierda, sino que se convierta y salve su alma; la fiesta que organiza el padre, con comida exquisita y buena música, representan la alegría del Cielo y sus habitantes -participación de la Alegría de Dios, que es Alegría Infinita- cuando se produce la conversión de un pecador en la tierra, porque ese pecador arrepentido ha dejado de lado el camino que lo llevaba a la eterna perdición y ha elegido el camino de la eterna salvación, el seguimiento de Cristo por el Camino Real de la Cruz; los elementos con los cuales el padre de la parábola adorna a su hijo, revelan que el padre trata a su hijo pródigo, no como a un siervo, sino como a un verdadero hijo, porque son todos signos que revelan filiación: el anillo, la vestimenta, las sandalias, porque nada de esto usan los siervos, sino solo aquel que es hijo verdaderamente. Finalmente, todo esto demuestra, por un lado, la insensatez del pecado –sobre todo, el pecado mortal-, que hace perder al cristiano la unión vital con la Trinidad; por otro lado, demuestra el inmenso Amor que el Padre tiene por sus hijos adoptivos, nosotros, los bautizados católicos, porque en el hijo pródigo estamos representados aquellos que hemos sido adoptados como hijos por Dios, hemos pecado y luego hemos recibido el Sacramento de la Penitencia.

         “Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida”. El amor y la misericordia del padre de la parábola para con su hijo pródigo se hacen realidad ontológica, celestial y sobrenatural en el Sacramento de la Penitencia y en la Eucaristía: por el Sacramento de la Penitencia, Dios Padre derrama sobre nosotros la Sangre de su Hijo amado, Jesucristo y limpia nuestros pecados y nos devuelve la gracia santificante, colmándonos con su Amor; por el Sacramento de la Eucaristía, Dios Padre nos alimenta con un alimento exquisito, la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, de manera que cada vez que nos alimentamos con el Pan del Altar, nuestras almas y corazones se ven inundados con el Amor Misericordioso del Padre, Cristo Jesús.     

viernes, 16 de abril de 2021

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”


 

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52-59). Los judíos se escandalizan ante las palabras de Jesús, cuando les dice que deben “comer su carne y beber su sangre” para tener vida en ellos. El motivo del escándalo es que interpretan las palabras de Jesús en sentido material; no tienen presente que Jesús les está hablando de comer su Cuerpo y beber su Sangre, sí, pero luego de haber pasado por su misterio pascual de muerte y resurrección. Es decir, los judíos creen que Jesús les dice que deben comer su carne y beber su sangre, al modo material, sin haber pasado por la Pasión, Muerte y Resurrección, pero Jesús está hablando de su Cuerpo y de su Sangre ya glorificados y resucitados, luego de haber pasado por el Viernes, el Sábado Santo y el Domingo de Resurrección. Jesús les dice que deben comer su Cuerpo glorificado y beber su Sangre divinizada, en la Sagrada Eucaristía, porque está hablando de su misterio pascual de Muerte y Resurrección.

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. A muchos católicos les sucede con la Eucaristía lo que a los judíos con Jesús: así como los judíos veían a Jesús como a un hombre más y no como al Hombre-Dios, así muchos católicos ven a la Eucaristía como a un trozo de pan y no como al Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, glorificados por el Fuego del Espíritu Santo, ocultos en la apariencia de pan. Por eso, muchos católicos le preguntan a la Iglesia: “¿Cómo puede darnos a comer la Carne y a beber la Sangre de Jesús?”, cuando la Iglesia lo dice claramente en la fórmula de la Consagración: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo; tomen y beban, esta es mi Sangre”. La Iglesia lo dice claramente, por medio del sacerdocio ministerial, que da a sus hijos a comer la Carne del Cordero de Dios y a beber su Sangre, pero visto que la inmensa mayoría de los católicos desprecia al Santísimo Sacramento del altar, eso es una muestra de que repiten, sin saberlo, el escándalo racionalista de los judíos: “¿Cómo puede la Iglesia darnos a comer la Carne del Cordero y beber su Sangre?”. Muchos católicos, porque racionalizan su fe, se escandalizan de pensar que la Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre de Cristo y así, escandalizados como los judíos, se alejan irremediablemente de la Fuente de la Vida eterna, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

jueves, 14 de marzo de 2019

“Pidan y se les dará”



“Pidan y se les dará” (Mt 7, 7-12). Jesús nos anima no solo a llamar a Dios “Padre”, como en la oración del Padre Nuestro[1], sino que nos anima a “pedir”, a “buscar”, a “llamar”, a las puertas del corazón del Padre: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá, porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le  abre”. Para que nos demos cuenta de cuán grande es la bondad de Dios, que nos dará lo que le pidamos, hace una comparación entre un padre terreno y su hijo: si el hijo le pide pan, el padre no va a ser tan malo de darle una piedra y si le pide pescado, no le dará una serpiente: finaliza Jesús el ejemplo diciendo que si nosotros que “somos malos” en razón del pecado original, damos cosas buenas, cuánto más el Padre “dará cosas buenas a los que se las pidan”.
Entonces, la cuestión radicará en qué cosas pedir, si estamos seguros de que Dios nos dará lo que le pidamos. Ante todo, hay que tener en cuenta que Dios nos dará sólo lo que sea bueno y verdadero y, sobre todo, necesario y conveniente para la salvación de nuestras almas y las de nuestros seres queridos. Muchos, si interpretan equivocadamente este pasaje, pueden pensar que Dios los puede colmar de bienes materiales y de riquezas terrenas. Dios puede hacerlo, pero no siempre eso es una bendición ni tampoco es necesario para nuestras almas, de modo que debemos pedir lo que Dios quiera darnos y que sea conveniente para la nuestra salvación.
En otro pasaje y en referencia al pedido que hacemos a Dios, la Escritura nos dice que “no sabemos pedir lo que conviene”[2] y es precisamente por esto, porque nuestra mira espiritual es muy corta o inexistente y pedimos cosas que no nos convienen para la salvación. En este mismo sentido, Jesús nos anima a pedir algo que ni siquiera podríamos imaginarnos que podríamos recibir, y es el Espíritu Santo: “El Padre dará el Espíritu Santo al que lo pida en mi Nombre”[3].
“Pidan y se les dará”. Pidamos entonces lo que conviene a nuestra salvación: el Pan de Vida eterna y la Carne del Cordero de Dios y con ambos, nos vendrá algo que es un don inimaginable de parte de Dios: su Amor Divino, el Espíritu Santo. No pidamos, entonces, otra cosa, que no sea la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo y la Carne del Cordero de Dios, que contiene al Amor de Dios, el Espíritu Santo.


[1] Cfr. Lc 11, 2.
[2] Rm 8, 26.
[3] Lc 11, 3.

viernes, 14 de agosto de 2015

“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”



(Domingo XX - TO - Ciclo B – 2015)

                “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 51-59). Jesús se auto-revela como “verdadera comida y verdadera bebida”, comida y bebida que, a diferencia del alimento natural, da “vida eterna”: quien “coma de esta comida y beba de esta bebida, tendrá vida eterna”. La auto-revelación se completa manifestando que “esta comida y bebida” es “su Cuerpo que es Pan y Pan que da la vida al mundo”. Es decir, Jesús se revela como “Pan que da Vida eterna” y ese Pan es su Cuerpo y su Sangre: Él, con su “carne”, es decir, con su Cuerpo, es la “vida del mundo”, de las almas.
Sin embargo, los judíos no entienden las palabras de Jesús, porque no comprenden de qué manera Jesús pueda darles a comer su carne: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Lo han visto crecer, saben quiénes son sus padres, piensan de Jesús como uno más del pueblo, y ésa es la razón del escándalo de sus palabras: “¿Cómo puede éste, que ha nacido y vive entre nosotros, darnos a comer su carne y beber su sangre? ¿Cómo puede ser éste, que ha crecido entre nosotros, “Pan de Vida eterna”?”. La razón por la que los judíos se escandalizan, es porque piensan de un modo carnal y material: no pueden entender que Jesús está hablando de su Carne y de su Sangre glorificados, que ya han pasado el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección, y por eso mismo, están impregnados o embebidos, si se puede decir así, de la gloria de Dios. Cuando Jesús dice que “su carne es verdadera comida” y su sangre es “verdadera bebida”, está hablando sí, de su Cuerpo, pero una vez glorificado, luego de la Pasión, Muerte y Resurrección. Y puesto que Él con su Cuerpo glorificado se hace Presente por medio del misterio de la liturgia eucarística, en la Santa Misa, Jesús está hablando, en realidad, de la Santa Misa y de la Eucaristía, porque es la Santa Misa en donde los cristianos comemos su Carne, la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, en la Eucaristía, y bebemos su Sangre, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que es el Cáliz de la salvación, el Cáliz del altar eucarístico.
“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Cuando Jesús hace esta revelación, los judíos no entienden de qué habla Jesús y se escandalizan, porque piensan que deben comer su carne y beber su sangre así como lo ven, antes de la Resurrección y glorificación de su Cuerpo. Piensan que Jesús les dará de comer su Cuerpo y de beber su Sangre, sin haber pasado por el misterio pascual de Muerte y Resurrección y, por lo tanto, glorificación de su Humanidad Santísima y ésa es la razón por la cual se escandalizan de sus palabras. Los judíos se escandalizan, pero no hay lugar para el escándalo, porque Jesús está hablando de la Santa Misa, de la Eucaristía, el Banquete celestial que Dios Padre nos sirve a nosotros, los comensales encontrados “a la vera de los caminos” (cfr. Mt 22, 1-14) e invitados a la Mesa celestial, porque es en la Santa Misa en donde verdaderamente comemos la Carne del Cordero de Dios y bebemos su Sangre, porque su Carne y su Sangre glorificados, están en la Eucaristía, en donde Él se encuentra en Persona, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
“El Pan que Yo daré es Mi Carne para la salvación del mundo (…) el que coma de este Pan, tiene Vida eterna”. Por supuesto que Jesús habla de quien está en gracia, pero precisamente, quien consume la Eucaristía en estado de gracia, tiene en sí la salvación de Dios y tiene en sí la vida de Dios: “Este Pan es mi Carne para la salvación del mundo (…) el que coma de este Pan, tiene vida eterna”. Quien se alimenta de la Eucaristía recibe un doble beneficio de parte de Dios: salvación y vida. Ahora bien, la salvación de la que habla Jesús, no es temporal, terrena, histórica o material, sino celestial y sobrenatural: no se trata de una salvación temporal -aunque puede hacerlo–porque Jesús no ha venido a salvarnos de la crisis económica, ni de la angustia existencial, ni de nuestras enfermedades, sino de los tres enemigos mortales del alma: el demonio, el mundo y el pecado. En cuanto a la “vida” que recibe quien se alimenta de la Eucaristía, no es una vida tal como la conocemos, la vida nuestra creatural, limitada, finita, que finaliza en el tiempo y cuyo fin biológico natural es la muerte: la “vida” de la que habla Jesús, que es la que reciben quienes se alimentan de “su Cuerpo y su Sangre” glorificados, la Eucaristía, es una vida desconocida para el hombre, porque es la vida misma de Dios Uno y Trino, la Vida eterna, la vida divina que fluye del Acto de Ser trinitario divino.
Quien se alimenta espiritualmente de la Eucaristía y sólo de la Eucaristía –sin contaminar su fe con elementos extraños a la Fe de la Iglesia-, adquiere y posee entonces en sí mismo la salvación de Dios, al tiempo que su alma se alimenta con la substancia misma de Dios, quedando plena su alma de la gracia divina, gracia que brota del Sagrado Corazón Eucarístico como de una fuente inagotable. Esto es lo que Jesús quiere decir cuando afirma: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”.
Ahora bien, si esto es cierto, como lo es, lo contrario también es cierto: quien rehúsa alimentarse de la Eucaristía, ni tiene la salvación ni el alimento que proporciona la Eucaristía, por lo que se ve librado a su suerte –por propia decisión- frente a los tres grandes enemigos del alma: el demonio, el pecado y el mundo y además muere de hambre espiritual. 
Es decir, quien rehúsa el alimento eucarístico, no está a salvo de lo que salva la Eucaristía y tampoco tiene la vida eterna que concede la Eucaristía. Al carecer del alimento divino, su alma languidece hasta morir de hambre espiritual, porque nada que no sea la Eucaristía, Pan de Vida eterna y Carne del Cordero de Dios, puede satisfacer el hambre espiritual de Dios, que Es en sí mismo luz, paz, amor y alegría, y que sólo la Eucaristía puede conceder. Quien se priva de la Eucaristía, se priva de la vida de Dios y su alma agoniza hasta literalmente morir, del mismo modo a como el cuerpo languidece y agoniza hasta morir, cuando se ve privado del alimento y del agua.
“Mi carne es verdadera comida y sangre es verdadera bebida”. El Cuerpo y la Sangre de Jesús, su Alma y su Divinidad, en la Eucaristía, sacian al alma con el alimento celestial, alimento que contiene la substancia de Dios y con la substancia de Dios, el alma recibe su Amor, su Luz, su Paz, su Alegría, su Fortaleza, su Sabiduría. Ésta es la razón por la cual la Iglesia llama “dichosos”[1] a quienes encuentran este alimento celestial y se nutren sólo de Él –en estado de gracia-, y esto lo dice la Iglesia, cuando desde el altar eucarístico, luego de la consagración y de la Transubstanciación, que convierte al pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, proclama la Nueva Bienaventuranza: “Dichosos los invitados a la Cena del Señor, dichosos los que se alimentan de la Carne del Cordero, embebida en el Amor de Dios, dichosos los que satisfacen su hambre espiritual con el Pan de Vida eterna, impregnado en el Fuego del Amor Divino, el Espíritu Santo, dichosos los que comen la Carne resucitada y beben la Sangre glorificada del Cordero, dichosos los que se alimentan de la Eucaristía”.




[1] Cfr. Misal Romano.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

“Ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena”


“Ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena” (Lc 14, 15-24). Jesús narra una parábola en la que un hombre rico decide organizar un banquete y, cuando ya está listo, envía a sus sirvientes para llamar a los invitados todos los cuales, sin excepción, declinan la invitación para dedicarse a sus propios asuntos, considerados como más interesantes que el banquete. El hombre, despechado, envía nuevamente a sus sirvientes a invitar a los “pobres, lisiados, ciegos y paralíticos”, luego de lo cual, y como todavía quedan lugares en la mesa, los envía a que “inviten a la gente para que entre”, hasta que “se llene su casa”. El enojo del dueño del banquete para con los primeros invitados es tal, que decide que ninguno de estos “ha de probar su cena”.
La parábola se explica teniendo en cuenta que todos sus elementos hacen referencia a realidades sobrenaturales: el hombre que organiza un banquete, es Dios Padre, que festeja las bodas de su Hijo con la humanidad, es decir, la Encarnación; el banquete, en el que se sirven manjares exquisitos, no probados jamás en banquetes de la tierra –Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, Pan Vivo bajado del cielo, horneado en el Horno ardiente de caridad, el seno eterno del Padre, y Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Hombre-Dios-, es la Santa Misa; los sirvientes que salen a los cruces del camino a invitar al banquete, son los ángeles de Dios, que infunden santos pensamientos sobre la necesidad de asistir a Misa los domingos; los primeros invitados, los que rechazan el banquete prefiriendo sus asuntos –comprar, casarse-, son los cristianos neo-paganos que, invitados a Misa por la fe de la Iglesia, prefieren los domingos asistir a espectáculos de toda clase –deportivos, musicales, políticos, etc.-, despreciando así el banquete del Padre; el segundo y tercer grupo de invitados –ciegos, paralíticos, pobres, y luego la “gente” en general- son quienes no recibieron el don del bautismo ni de la fe y por eso desconocen qué es la Misa, pero una vez anoticiados, es decir, una vez que recibieron la gracia de la conversión, no dudan en asistir a la Santa Misa toda vez que pueden.

“Ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena”. Debemos estar muy atentos, para no solo no escuchar la recriminación de parte de Jesús, sino para no perder oportunidad de asistir a la Santa Misa, el Banquete celestial que Dios Padre organiza para sus hijos pródigos.

jueves, 18 de abril de 2013

“¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”



“¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?” (Jn 6, 51-59). Ante la afirmación de Jesús de que Él es “Pan de Vida” y de que ese Pan “es su carne”, los judíos que lo escuchan se escandalizan y se preguntan entre sí: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”. La causa del escándalo está en la formulación misma de la pregunta: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”. Los judíos no ven en Jesús a Dios Hijo hecho hombre; no creen en sus palabras, en las que Él afirma su divinidad: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo”, y como Él es Dios Hijo, “habla de lo que vio” en la eternidad, en el seno eterno del Padre, y lo que vio es la Verdad eterna y absoluta de Dios Trino; pero tampoco creen en los signos o milagros que Él hace, con los cuales corrobora sus palabras, porque son signos o milagros que solo pueden ser hechos con el poder de Dios: resucitar muertos, expulsar demonios, calmar tempestades, curar toda clase de enfermos, multiplicar panes y peces, etc.
La consecuencia de esta doble incredulidad es el oscurecimiento acerca de la identidad de Jesús: no ven en Jesús al Hombre-Dios, sino solamente a Jesús hombre, al “hijo de José y María”, al “carpintero”, al que “vive entre nosotros”. Y si Jesús es solo un hombre, y este hombre les viene a decir que para salvarse tienen que comer su cuerpo y su sangre, entonces se comprende la pregunta de los judíos, puesto que piensan en un acto de antropofagia: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne y su sangre?”.
Pero Jesús no es un mero hombre, sino el Hombre-Dios; su condición divina ha sido revelada por Él y ha sido suficientemente confirmada por sus milagros, de modo que cuando dice que Él es “el Pan de Vida eterna” y que para obtener la salvación todo hombre debe “comer su carne y beber su sangre”, significa literalmente eso, aunque como Él es Dios, Él “hace nuevas todas las cosas”, y una de las cosas que hace nuevas es el pan y el modo de comerlo.
Jesús hace nuevo el pan porque en la Santa Misa, con el poder de su Espíritu, insuflado por Él y el Padre a través del sacerdote ministerial a través de las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, hace desaparecer la substancia material, creada, con acto de ser participado y creatural del pan, para hacer aparecer en su lugar la substancia inmaterial, increada, con Acto de Ser Puro, de la Divinidad, unida hipostáticamente a su substancia humana glorificada, su Cuerpo, su Sangre y su Alma, es decir, su naturaleza humana, la misma que sufrió la muerte y crucifixión el Viernes Santo y que resucitó el Domingo de Resurrección. De esta manera, por las palabras de la consagración, el Pan Nuevo que hay sobre el altar eucarístico se parece al pan material, terreno, solo por su aspecto exterior, por su sabor y por sus características físicas: parece pan, sabe a pan, pesa lo mismo que el pan, al tacto se lo siente como pan, se disgrega en el agua, como el pan, pero ya no es más pan, porque ya no está la substancia del pan: está la substancia divina gloriosa y la substancia humana, glorificada y resucitada, del Hombre-Dios Jesús de Nazareth. Las especies del pan –sabor, color, peso, etc.- son sólo “receptáculos” de la substancia divina, y ya no más sostenes de la substancia creada del pan, que ha desaparecido y no está más. Por lo tanto, el Pan del altar eucarístico es un “Pan Nuevo” porque ya no es pan ácimo, compuesto de harina y trigo, sino que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma, la Divinidad y el Amor de Jesucristo.
Y si es nuevo el Pan, es nuevo también el modo de comerlo, porque cuando Jesús dice que si alguien quiere salvarse debe “comer su Cuerpo y beber su Sangre”, está hablando literalmente de “comer su Cuerpo y beber su Sangre”, pero su Cuerpo y su Sangre eucarísticos, es decir, su Cuerpo y su Sangre que han recibido la glorificación en la Resurrección. Cuando Jesús les dice a los judíos que deben alimentarse de su Cuerpo y Sangre, no les está diciendo que deben comer de su Cuerpo muerto en la Cruz el Viernes Santo y depositado en el sepulcro el Viernes y el Sábado; les está diciendo que deben comer de su Cuerpo y su Sangre glorificados el Domingo de Resurrección, el Cuerpo con el cual Él se levantó triunfante del sepulcro, que es el mismo Cuerpo con el cual Él está de pie, triunfante, glorioso y resucitado, en la Eucaristía, que es Pan de Vida eterna.
Las palabras de Jesús solo se entienden a la luz de la totalidad de su misterio pascual de muerte y resurrección; podríamos decir que el Cuerpo resucitado, que está en la Eucaristía, está apto para ser consumido, porque ha sido cocido en el Fuego del Espíritu Santo el Domingo de Resurrección.
“Yo hago nuevas todas las cosas”, dice Jesús en el Apocalipsis, y nuevo es el Pan, y nuevo es el modo de comer este Pan, que es la comunión eucarística. En este modo nuevo de comer, la comunión de la Eucaristía, no es el hombre quien asimila un alimento material y terreno, sino que es Dios quien asimila al hombre, incorporándolo, con la fuerza de su Espíritu, a sí mismo, convirtiéndolo en sí mismo y haciendo de quien lo consume "un mismo cuerpo y un mismo espíritu" con Él. Y este modo nuevo de comer es nuevo porque como este Pan ya no es más pan material, terreno, sino que es su Carne gloriosa y su Sangre resucitada, y como esta Carne gloriosa y su Sangre resucitada contienen la Vida de Dios, el que come este Pan eucarístico come verdaderamente la Carne del Cordero y bebe su Sangre y así recibe la Vida eterna: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene Vida eterna”. 

martes, 16 de abril de 2013

“Yo Soy el Pan de Vida; el que viene a Mí no tendrá hambre ni sed”

“Yo Soy el Pan de Vida; el que viene a Mí no tendrá hambre ni sed” (Jn 6, 35-40). Jesús utiliza para sí la figura de un alimento que no solo es común a todas las culturas y a todas las civilizaciones, sino que se trata probablemente del primer alimento conocido por la humanidad desde la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. En tiempos de Jesús, los hebreos consumían un pan sin levadura, llamado por esto “pan ácimo”, y lo hacían para conmemorar la intempestiva salida de Egipto hacia el desierto, la cual no les dio tiempo para preparar otro pan más elaborado.



El pan ácimo, aun en su sencillez, representa un alimento de vital importancia para el hombre, porque aunque este se encuentre en situaciones de graves carestías alimentarias, mientras tenga pan, no morirá de hambre. El pan representa un soporte vital para el cuerpo del hombre, puesto al ser ingerido, sus elementos constitutivos se disgregan por acción de los jugos gástricos para luego ser absorbidos en el intestino y así pasar al torrente sanguíneo, desde donde serán distribuidos a los diversos órganos. Puede decirse, por lo tanto, que el pan concede vida, en el sentido de que impide la muerte del cuerpo.



Jesús utiliza la figura del pan, y sobre todo del pan ácimo, sin levadura, para aplicársela a sí mismo, llamándose Él mismo “Pan de Vida eterna” y “Pan Vivo bajado del cielo”, y utiliza este alimento para graficar su acción en el hombre. Jesús utiliza la figura del pan y se la aplica a sí mismo, pero la analogía con el pan material es solo en el nombre, porque su obrar en el hombre trasciende infinitamente el obrar del pan material.



Ante todo, es Pan, pero no es un pan compuesto de harina y trigo, sino que este Pan es su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; alimenta, al igual que el pan ácimo, pero más que el cuerpo, alimenta el alma del hombre, con la substancia misma de la divinidad; se cuece al fuego, como el pan ácimo, pero no el fuego creado, material, terreno, sino el Fuego que es el Espíritu Santo, Espíritu que es Fuego Increado, espiritual, celestial; al igual que el pan ácimo, es ingerido y consumido, pero en vez de ser digerido y asimilado por el hombre, es Él quien con su poder divino convierte al hombre en sí mismo y lo asimila a sí, convirtiendo a quien lo consume en una imagen viviente suya; al igual que el pan ácimo, concede vida, pero no el simple sustento de la vida corporal, porque no alimenta con la substancia del pan, que ha desaparecido y no está más, sino que alimenta con la substancia divina, que es eterna, y que por lo tanto concede la Vida eterna, y así es la Vida eterna del Hombre-Dios el alimento substancial con el cual el alma es alimentada; por último, mientras el pan ácimo alimenta y calma el hambre corporal pero no la sed, porque no es líquido ni agua, el Pan de Vida eterna que es la Eucaristía, calma el hambre de Dios que de Dios tiene toda alma humana, y calma también la sed del Amor divino que tiene toda alma humana, porque este Pan contiene el Cuerpo, la Sangre, el Alma, la Divinidad y el Amor de Dios, y este Amor que es como agua fresca para el alma sedienta, se derrama como torrentes inagotables en el corazón humano, extra-saciando la sed de Amor divino que toda alma humana tiene. Esta es la razón por la cual Jesús dice que todo aquel que “coma de este Pan”, la Eucaristía, “no tendrá más hambre y jamás volverá a tener sed”, porque al comer de este Pan Vivo comerá la Carne del Cordero y beberá del Amor de Dios, que es eterno.