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lunes, 18 de noviembre de 2019

“Al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”




“Al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene” (Lc 19, 11-28). Jesús compara al Reino de Dios con un hombre que debe partir de viaje para ser coronado rey y reparte tres onzas de oro a otros tantos trabajadores, para que la hagan rendir y le den las ganancias cuando él regrese. Cada uno de ellos recibe una misma onza de oro, pero el resultado es distinto: el primero hace rendir diez y recibe en recompensa el gobierno de diez ciudades; el segundo hace rendir cinco y recibe el gobierno de cinco ciudades; en cambio el tercero, en vez de hacerla rendir y producir más dinero, entierra la onza de oro, por temor a perderla y recibir el reproche de su señor. Éste último, al enterarse de lo que hizo, lo trata de “holgazán” y le dice que le quiten la onza de oro y se la den al que ya tenía diez.
Para entender la parábola, hay que sustituir los elementos naturales por los sobrenaturales: el noble que viaja para ser nombrado rey y luego regresar ya coronado como rey, es Jesucristo que, con su misterio pascual de muerte y resurrección, muere en cruz, resucita y sube a los cielos y desde allí, ya coronado como Rey Victorioso y Vencedor Invicto, ha de volver en su Segunda Venida para juzgar a vivos y muertos; la onza de oro que el noble reparte a sus criados, es la gracia santificante que Dios nos concede por los méritos de la muerte de Cristo en la cruz; los trabajadores somos nosotros, en esta vida terrena, el primer y segundo trabajadores, que hicieron fructificar la onza de oro y recibieron diez y cinco ciudades en recompensa, son los santos que hacen fructificar la gracia, dando frutos de santidad: en la otra vida, son recompensados con distintos grados de gloria –eso representan las ciudades-, según fueron sus obras aquí en la tierra; el trabajador holgazán es el cristiano que ha recibido la onza de oro, es decir, la gracia santificante, pero no la hace fructificar porque no trabaja para el Reino; es el que entierra sus talentos para Dios y la Iglesia y se dedica a vivir mundanamente, sin importarle la santidad de vida a la que está llamado. El hecho de que le quiten la onza de oro es un preludio de su eterna condenación, porque significa que le es quitada, por su holgazanería, la gracia que tenía y un alma sin gracia no puede salvarse, sino que se condena. Por último, un detalle que pasa muchas veces desapercibido: cuando el noble parte para ser nombrado rey, hay algunos enemigos suyos que manifiestan explícitamente que no quieren que él sea rey de ellos; a estos enemigos, el noble, cuando vuelve ya como rey, los hace traer ante su presencia y los hace degollar delante suyo. Parece un detalle muy escabroso, pero es para significar la gravedad del destino de quien se opone a Cristo y su Reino: los enemigos del Rey –los enemigos de Cristo- no son otros que los demonios y los hombres condenados: para ellos, en la otra vida, no hay ya misericordia alguna, sino solo Justicia Divina y esa Justicia es la que exige su eterna condenación en el infierno, que es lo que significa que estos sean degollados.

viernes, 11 de marzo de 2016

“Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”


Jesús perdona a la mujer adúltera
(Pieter Van Lint)

(Domingo V - TC - Ciclo C – 2016)

         “Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más” (Jn 8, 1-11). Jesús, en cuanto Divino Legislador y Sumo y Eterno Juez, es también Dios de misericordia infinita, y ante el caso de la mujer adúltera, muestra cómo la misericordia prevalece sobre la Divina Justicia: “Yo tampoco te condeno”. Ahora bien, no hay que entender esta misericordia divina de modo falsificado, porque Jesús perdona a la mujer adúltera –que muchos dicen que es María Magdalena- y en esto la Misericordia triunfa sobre la justicia, pero al mismo tiempo, le advierte que no vuelva a pecar: “Vete y no peques más”. Es decir, si bien la misericordia triunfa sobre la justicia, la justicia siempre está y está dispuesta a pasar por sobre la misericordia si el alma se obstina, sin arrepentimiento, en el mal. Al decirle Jesús: “Vete y no peques más”, le está diciendo que se aleje del pecado, que viva en la gracia que acaba de recibir. Esto también les cabe a los jueces que pretenden apedrearla, porque Jesús los desenmascara y les evidencia su hipocresía: pretenden apedrear a una mujer por su pecado, cuando ellos mismos están llenos de pecado, pero esto no significa una justificación del pecado de la mujer ni mucho menos, sino que los pretendidos jueces justicieros quedan evidenciados en su hipocresía y que a ellos mismos les vale la advertencia de Jesús: “No pequen más”. Si esto no es así, entonces los jueces, por ser hipócritas, justificarían el pecado de la mujer adúltera, lo cual es falso, porque Jesús no justifica el pecado de nadie: los perdona, por su misericordia, pero al mismo tiempo advierte que no se debe volver a pecar, porque con la misericordia de Dios no se juega: “De Dios nadie se burla” (Gál 6, 7).
La escena, real, anticipa el Sacramento de la Penitencia, en donde el penitente expone, ante la Divina Misericordia, sus pecados, pero para que estos queden destruidos por el poder de la Sangre de Jesús; ahora bien, la condición de la actuación de la misericordia de Dios, en el Sacramento de la Penitencia, es el arrepentimiento del penitente –y si es una contrición, es decir, un arrepentimiento perfecto, mucho mejor-, es decir, que el penitente tome conciencia de la malicia del pecado que anida en su corazón, de la magnitud de la ofensa que esta malicia significa hacia la bondad y la majestad divina, y también la repercusión que tiene sobre el Cuerpo real de Cristo, pues la corona de espinas, los golpes, las flagelaciones y la misma crucifixión, se deben a nuestros pecados personales, los que confesamos en el Sacramento de la Penitencia. Es requisito indispensable, para la absolución, que el penitente se arrepienta de sus pecados, para recibir la Misericordia de Dios, porque si el corazón se cierra en su pecado y se convierte en impenitente, se vuelve voluntariamente impermeable  al perdón de Dios y la Misericordia Divina nada puede hacer. Jesús le dice a la mujer pecadora: “Vete y no peques más”, le está diciendo claramente que es necesario su arrepentimiento y su propósito de enmienda y esto lo recuerda la Iglesia en la fórmula que el penitente dice al final: “Propongo firmemente no pecar más y evitar toda ocasión próxima de pecado”. Si no está esta condición, la de hacer el propósito de no volver a pecar, no están dadas las condiciones para la absolución.

“Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”. Cada vez que nos confesamos, Jesús nos repite las mismas palabras: “Vete y no peques más” y para eso es que hacemos el propósito de “evitar las ocasiones próximas de pecado”: sólo así el alma se asegura de vivir siempre en la gracia de Dios, con Jesús inhabitando en Persona en el alma.

domingo, 16 de marzo de 2014

“Perdonen y serán perdonados”


“Perdonen y serán perdonados” (Lc 6, 36-38). Jesús pone como requisito para poder ser perdonados –y por lo tanto, para poder entrar en el Reino de los cielos-, el perdonar a nuestros enemigos. En realidad, se trata de imitarlo a Él, que desde la cruz nos perdonó a nosotros, que con furia deicida, le quitamos la vida con nuestros pecados. Pero yendo aun más lejos, se trata de imitar a Dios Padre, porque en última instancia, a quien ofendimos con el decidio de la cruz, fue a Dios Padre, porque al matar a Jesús en la cruz, matamos al Hijo de Dios, al Hijo de Dios Padre, pero Dios Padre, en vez de aniquilarnos, como lo exigía la Divina Justicia, abrió de par en par las puertas de la Divina Misericordia, el Corazón traspasado de su Hijo en la cruz, dejando que fluyeran los torrentes inagotables de la Divina Misericordia, la Sangre y el Agua que contienen el Espíritu Santo, que no solo perdona todos los pecados, sino que concede la filiación divina y enciende con el Fuego del Amor Divino el corazón de todo aquel que se postra en adoración ante Cristo crucificado, pidiendo perdón por sus pecados con un corazón contrito y humillado.

“Perdonen y serán perdonados”. Quien se niega a perdonar, no solo niega a su prójimo el perdón: se niega a sí mismo la posibilidad de recibir el perdón divino, porque es el requisito indispensable para recibir el perdón de Dios concedido con la efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Por el contrario, el que perdona, abre para sí y para su prójimo los torrentes inagotables de la Divina Misericordia, que fluyen ininterrumpidamente del Sagrado Corazón de Jesús.