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lunes, 6 de abril de 2020

Jueves Santo: La Última Cena


La última cena de Jesús fue un miércoles
(Ciclo A – 2020)

          En la Última Cena y sabiendo Jesús que “había llegado la Hora de partir de este mundo al Padre” (Jn 13, 1), movido por su amor misericordioso, deja para la Iglesia dos dones, dos instituciones, el sacerdocio ministerial y la Sagrada Eucaristía. La Sagrada Eucaristía, para que sirva de alimento exquisito y super-substancial, que alimente con la vida eterna de Dios Trino, a todas las generaciones de fieles discípulos suyos, que lo seguirán hasta el fin del mundo; el sacerdocio ministerial, para que la Iglesia pueda confeccionar la Sagrada Eucaristía y “hacerlo en memoria suya” hasta que Él vuelva. Tanto uno como otro sacramento, entonces, son de institución divina, es decir, no son invención del hombre: la Eucaristía no puede ser confeccionada sin el sacerdocio ministerial, y el sacerdocio ministerial no tiene sentido sin la Eucaristía.
          Eucaristía y Sacerdocio ministerial son, entonces, dones del Sagrado Corazón de Jesús, del amor de infinito de su divina misericordia, que prevé con anticipación que los hombres necesitarán el alimento eucarístico, el Pan del cielo, que concede la vida eterna a quien lo consume y, por otro lado, necesitarán del sacerdocio y de sacerdotes, que estén en grado de perpetuar el Santo Sacrificio del altar.
          En la Última Cena, Jesús lleva a cabo lo que podemos decir que es la Primera Santa Misa, porque convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, aunque sea todavía necesario que se consume el Santo Sacrificio de la Cruz. A partir de entonces, cada Santa Misa celebrada por un sacerdote ministerial, renovará, de forma incruenta y sacramental, al Santo Sacrificio del Calvario, constituyendo la Santa Misa -y por lo tanto la Eucaristía- una sola unidad y un solo sacrificio, el de la Santa Cruz. Quien asiste a la Santa Misa, asiste por lo tanto al Santo Sacrificio del Viernes Santo, llevado a cabo en la Cruz. Allí Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, por nuestra redención, por nuestra salvación; en la Santa Misa, de modo invisible, insensible, incruento y sacramental, Jesús realizará sobre el altar eucarístico -a través de la persona del sacerdote ministerial- el mismo y único Santo Sacrificio de la Cruz. De ahí que quien asista a la Santa Misa debe asistir como si asistiera al Sacrificio del Gólgota, realizado hace veintiún siglos.
          Al conmemorar el Jueves Santo de la Pasión del Señor, recordemos los dones del amor misericordioso del Sagrado Corazón de Jesús, la Eucaristía y el Sacerdocio ministerial; agradezcamos con toda el alma por ello y asistamos a la Santa Misa como si Jesús estuviera en el altar, en lugar del sacerdote ministerial y como si la Santa Misa fuera el Santo Sacrificio del Viernes Santo.

miércoles, 1 de abril de 2015

Jueves Santo de la Cena del Señor


La Última Cena, el anticipo incruento y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, 
y la Primera Misa.

(2015)
         “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta al fin” (Jn 13, 1-15). El Jueves Santo, en la Última Cena, Jesús sabe, en su omnisciencia divina, que ha llegado su “Hora”, la “hora de pasar de este mundo al Padre”, la Hora del Calvario, la Hora de la cruz, la Hora de su sacrificio como Víctima Inocente, inmolada en el ara de la cruz, por la salvación de la humanidad. En la Última Cena, Jesús sabe que la Hora de su paso al Padre, la Pascua –eso significa “Pascua”, “paso”-, se aproxima, y por eso, porque sabe que llega a su fin su vida en la tierra -porque habrá de morir en la cruz para dar vida a quienes están muertos por el pecado-, realiza el supremo acto de amor anticipando sacramentalmente, en la Cena Pascual, el sacrificio de la cruz, entregando su Cuerpo en la Eucaristía y convirtiendo la substancia del vino pascual, servido en la cena, en su Sangre. Antes de partir “de este mundo al Padre”, es decir, antes de subir para morir en el leño ensangrentado de la cruz, Jesús anticipa, en la Última Cena, el sacrificio que habrá de realizar en el Monte Calvario y obra sacramentalmente lo mismo que habrá de realizar, cruentamente, en el Monte Calvario, sobre la cruz: así como en el Monte Calvario entregará su Cuerpo en la cruz y derramará su Sangre, así en la Última Cena, entregará su Cuerpo en la Eucaristía y vertirá su Sangre en el cáliz, convirtiendo las substancias del pan y del vino, por la potencia del Divino Amor espirado por Él, en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta al fin”. En el fin de su vida terrena, Jesús “ama a los suyos hasta el fin”, y la muestra de su amor hasta el fin, es que no solo se queda en la Eucaristía, a pesar de que morirá en la cruz, sino que, para asegurarse de que permanecerá “con los suyos hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 20), instituye al mismo tiempo el sacerdocio ministerial, consagrando a sus Apóstoles como sacerdotes, para que por medio del misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, Él pueda obrar, a lo largo de los siglos, y hasta el fin de la historia, por medio de los sacerdotes, lo mismo que hizo en la Última Cena y en el Santo Sacrificio de la Cruz: entregar su Cuerpo y derramar su Sangre para la salvación de los hombres.

“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta al fin”. La Última Cena, el Santo Sacrificio de la Cruz y la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, están unidos por un mismo y único Amor, el Amor de Jesús “hasta el fin”, el Amor que lo llevó a entregar su Cuerpo como Pan Vivo bajado del cielo y a derramar su Sangre en el cáliz, como el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, y es el mismo Amor que se dona en su totalidad en cada comunión eucarística, en su Sagrado Corazón Eucarístico. Es por esto que Jesús no solo “nos amó hasta el fin” en la Última Cena y en la Cruz: nos continúa amando y nos “ama hasta el fin” en cada Santa Misa, porque cada Santa Misa renueva el don de la Eucaristía, que contiene la infinita plenitud del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Así como "nos amó hasta el fin" en la Última Cena, Jesús “nos ama hasta el fin” en cada Eucaristía; por eso mismo, debemos preguntarnos por qué nosotros no hacemos lo mismo con Él en cada comunión eucarística y por qué comulgamos tan distraídamente y por qué no somos capaces de "amarlo hasta el fin" en cada comunión eucarística; es decir, debemos preguntarnos por qué no somos capaces de amarlo en la comunión eucarística así como Él nos amó en la Última Cena.

martes, 26 de marzo de 2013

Miércoles Santo



(Ciclo C – 2013)
         “Voy a celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Los discípulos preguntan a Jesús acerca del lugar en donde celebrarán la Pascua; Jesús responde diciéndoles que “vayan a la ciudad, a la casa de tal persona”, y que le den el siguiente mensaje: “El Señor dice: Se acerca mi hora; voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”. La respuesta al pedido es positiva, porque inmediatamente el evangelista da cuenta del éxito de la misión: “Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua”.
         ¿Quién es el enigmático dueño de la casa en donde se llevó a cabo el Cenáculo de la Última Cena? Aunque no existen datos en el Evangelio sobre esta persona, sí se sabe que se trataba de una persona real, de carne y hueso, que era el propietario de la casa del Cenáculo. Además, era un discípulo fiel a Jesús; era alguien que conocía y amaba a Jesús, y acerca del cual Jesús tenía una gran amistad y confianza, porque envía a los discípulos con el recado con total confianza. Jesús sabe que su amigo no se negará a prestarle la casa para celebrar la Pascua, a pesar de los múltiples peligros que supone alojar a Jesús, comenzando por los judíos, que han multiplicado sus amenazas de muerte, tanto a Jesús como a sus discípulos, como por ejemplo, a Lázaro. Los judíos habían amenazado con matar a Jesús y quien estuviera en su compañía, sería también considerado como objetivo de sus planes homicidas, pero Jesús sabe que su amigo no se arredrará ante el peligro, y que el amor que tiene por Él es más grande que el temor a los enemigos. Jesús confía en el dueño de casa, que es también discípulo suyo, porque sabe que basta con que le exprese el deseo de “celebrar la Pascua” en su casa para que esa persona le ceda inmediatamente el lugar para la Última Cena.
         Teniendo en cuenta que en el Evangelio el concepto de “casa” se traslada y aplica al de “alma”, “persona”, “cuerpo”, haciéndolo equivalente –“el cuerpo es templo del Espíritu”; “Estoy a la puerta y llamo, el que me abra cenaré con él y él conmigo”-, podemos decir que Jesús hace este mismo pedido a todo hombre: “Quiero celebrar la Pascua en tu alma, quiero celebrar la Pascua contigo, quiero compartir contigo la Última Cena”.
         Ahora bien, ¿qué quiere decir “celebrar la Pascua” con Jesús?
“Celebrar la Pascua” y la “Última Cena” con Jesús no es una experiencia, al menos humanamente hablando, que pueda decirse “alegre”, al menos no como se entiende entre los hombres, porque no se trata de una cena más entre amigos, en donde todo es risas y despreocupación.
         Jesús recuerda al discípulo, en el momento de pedirle la casa, que “se acerca mi hora”, es decir, la hora en la que se dará cumplimiento a las profecías mesiánicas como las de Isaías, en las que se retrata al “Siervo sufriente de Yahvéh” como “triturado” a causa de las iniquidades de los hombres; como “Varón de dolores”, como alguien que, a causa de la deformación en el rostro que le han provocado los golpes, ante su vista “se da vuelta el rostro”, por la compasión que despierta.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir ver en Persona al Hijo de Dios en un gesto de humildad jamás vista, que asombra a los ángeles de Dios, porque significa ver al mismo Dios Creador arrodillarse como si fuera un esclavo ante sus discípulos para lavarles los pies, haciendo una tarea propia de esclavos y sirvientes. Con este gesto, Jesús nos enseña la auto-humillación, la mansedumbre y la humildad, como virtudes a practicar para crecer en su imitación.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús, es ser tratado por Él como “amigo”, y no como “siervo”, y esto porque nos dona su Espíritu, que nos comunica los admirables y misteriosos secretos acerca de Jesús y su sacrificio redentor, secretos que sólo conoce el Padre y que nos los hace participar, porque ya no nos considera siervos, sino amigos.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús significa también recibir de Él el mandato de la caridad: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”, mandato y virtud, la de la caridad, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, que deben ser el sello distintivo de quien ama a Jesús.
         Pero “celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir participar  también de su “Hora”, la hora de la Pasión, de la amargura, del dolor, de la traición, de la tristeza infinita del Sagrado Corazón, al ver que muchísimas almas se perderán irremediablemente porque no lo aceptarán como Salvador, haciendo vano su sacrificio en Cruz.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir ser testigos directos de la traición de uno a quien Jesús llama “amigo”, que cena con Él, pero que pacta con sus enemigos en la sombra y lo vende por treinta monedas de plata, Judas Iscariote.
         “Celebrar la Pascua” quiere decir ser testigos de la “hora de las tinieblas”, hora en la cual el Príncipe de las tinieblas y Padre de la mentira, el demonio, se infiltra en el corazón mismo de la Iglesia naciente, el Cenáculo de la Última Cena, logrando conquistar el alma y poseer el cuerpo de uno de sus sacerdotes, Judas Iscariote, para arrastrarlo consigo a lo más profundo del infierno, como medio de venganza contra Jesús.   
“Celebrar la Pascua” quiere decir ser también testigo de la tristeza que experimenta Jesús al ver la condenación de Judas, porque Jesús ama tanto a una persona sola como a toda la humanidad, y así su Sagrado Corazón se ve desgarrado por el dolor, al no ver correspondido su sacrificio en Cruz.
“Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir entonces beber del cáliz de sus amarguras y sentir sus mismas penas, y significa ser también partícipes de la redención del mundo, convirtiéndonos en co-rredentores junto a Jesús y María, porque por las penas y amarguras de la Pasión Jesús salvará a toda la humanidad, a todos aquellos que deseen ser salvados y lo acepten como Salvador.
“Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. También a nosotros nos invita Jesús a celebrar la Pascua con Él: “Quiero celebrar la Pascua en tu corazón, quiero que tu corazón sea el Cenáculo de la Última Cena, para hacerte partícipe de mis tristezas y de mis agonías, para que luego participes de mi gloria y de mi alegría. Dame tu corazón y déjame entrar, para celebrar la Pascua contigo”.