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lunes, 9 de julio de 2012

Rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores para la cosecha



“Rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores para la cosecha” (Mt 9, 32-38). La analogía es clara: la mies es la Iglesia, el dueño es Dios Padre, los trabajadores son los sacerdotes, que deben cosechar los frutos para llevárselos al dueño, es decir, deben adoctrinar a las almas y administrarles los sacramentos, para que salven sus almas y eviten la condenación.
La oración pidiendo trabajadores es necesaria, porque la cosecha es abundante, mientras que los trabajadores, es decir, los sacerdotes, son pocos, aunque también se refiere a laicos practicantes. La consecuencia directa de esta desproporción de relación entre el trabajo a realizar y la cantidad de obreros, es nefasta para la viña y sus frutos: sin suficientes trabajadores, los frutos se vuelven agrios y terminan arruinándose y cayendo en tierra, para ser comidos por las aves del cielo; además, sin trabajadores, la viña comienza a deteriorarse cada vez más, y a ser invadida por toda clase de animales salvajes, que terminan por destruirla.
También en este caso la analogía es clara: sin sacerdotes, y sin laicos practicantes que cooperen con los sacerdotes, no hay sacramentos, ni catequesis, ni formación doctrinal, ni retiros espirituales, y así las almas se alejan del Dios verdadero, fuente de Amor, de paz, de luz y de alegría, para internarse en las sombrías doctrinas de sectas y de falsas religiones; sin sacerdotes, las almas son presas fáciles del ocultismo, de la magia, del esoterismo, y también de la avaricia, del materialismo, de la lujuria, del egoísmo y del hedonismo, tal como se ve en nuestros días.
Esta es la razón por la cual Jesucristo pide la oración por los trabajadores para su viña, es decir, sacerdotes y laicos, y esta la razón de la súplica de la Iglesia por las vocaciones sacerdotales.
        

lunes, 22 de agosto de 2011

Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas



“Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas” (Mt 23, 23-26). Según la Real Academia, “hipocresía” es “Fingimiento de sentimientos, ideas y cualidades, generalmente positivos, contrarios a los que se experimentan”[1]. Es decir, el hipócrita finge exteriormente bondad, mientras que en su interior experimenta lo opuesto, es decir, la maldad.

El hipócrita es alguien esencialmente falso y mentiroso, porque su falsa bondad exterior esconde la malicia interior, verdadero motor de su corrompido corazón.

El engaño y la falsedad del hipócrita son tanto más dañinos, cuanto más oculta está la malicia, y cuanto más debería el hipócrita, por su condición, reflejar la bondad, porque la bondad que refleja es falsa y mentirosa, ya que sus verdaderos pensamientos, sentimientos, cualidades, son esencialmente malos. Cuanto más alto y grande es el bien que el hipócrita, en su hipocresía, oculta, tanto mayor es el daño producido, porque la ausencia de bien significa presencia del mal.

Esto, que es válido para todos los órdenes de la vida, lo es mucho más cuando el Bien que debe ser presentado es el Bien en sí mismo, el Bien en Persona, el Bien en Acto Puro y perfectísimo de Ser, es decir, Dios. Cuando el hipócrita finge poseer a Dios, en realidad lo oculta, dejando sin Dios a quienes debería mostrarlo.

Es lo que sucede con los fariseos, los religiosos del tiempo de Jesús, y es lo que sucede con los laicos y sacerdotes de todo tiempo en la Iglesia –podemos ser nosotros mismos, si no tomamos las debidas precauciones-, cuando fingiendo piedad, devoción, religiosidad, esconden la malicia de sus corazones; es lo que sucede cuando el cristiano, laico o sacerdote, vive una religiosidad superficial, de barniz exterior; una religiosidad de oraciones realizadas con los labios pero no con el corazón; de comuniones distraídas; de falta de amor, de caridad y de compasión para con el prójimo más necesitado, y de perdón para con el enemigo.

“Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas”. El remedio contra ese cáncer espiritual que es el fariseísmo, es decir, la hipocresía del religioso, es la comunión con el Corazón de Cristo, que enciende al alma en el verdadero amor a Dios y al prójimo.

[1] Cfr. Diccionario de la Real Academia Española.