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domingo, 6 de diciembre de 2020

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo”


 

(Domingo III - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo” (cfr. Jn 1, 6-8. 19-28). Juan el Bautista, que predica en el desierto, establece la diferencia entre él y el Mesías: él, el Bautista, bautiza con agua, mientras que el Mesías bautizará con el “Espíritu Santo”. Para entender qué significan las palabras del Bautista, veamos las diferencias entre los dos bautismos. Antes de hacerlo, debemos considerar cómo es el estado de cada alma que nace en este mundo, desde Adán y Eva: toda alma nace con el pecado original y si pudiéramos ver al pecado original con los ojos del alma, lo veríamos como una nube densa y muy oscura, que envuelve y asfixia el alma. En esto consiste la “mancha” del pecado original. Este pecado original es imposible de ser quitado o borrado del alma con las solas fuerzas creaturales, sean del hombre o del ángel; en otras palabras, sólo Dios puede quitar la mancha del pecado original y de cualquier pecado.

Ahora bien, el Bautista predica la conversión del alma, que del pecado tiene que volverse a Dios; como símbolo de esta vuelta a Dios, el Bautista bautiza con agua, ya que el agua es símbolo de purificación: así como el agua limpia y quita la suciedad de las superficies, así el alma debe estar dispuesta a quitarse de sí el pecado. Pero el bautismo del Bautista es sólo un bautismo de orden moral, es decir, que se queda sólo en el plano de la voluntad, sin ninguna incidencia ontológica, en el plano del ser. En otras palabras, su bautismo se acompaña de los buenos deseos del alma de cambiar para bien, aunque el agua sólo resbala en su cuerpo y no le quita la mancha del pecado, que es de orden espiritual.

El Mesías, por el contrario, bautizará con el Espíritu Santo, lo cual implica una diferencia substancial con el bautismo del Bautista: si éste bautizaba sólo con agua y el agua sólo puede limpiar el cuerpo pero no el alma, el bautismo del Mesías, con el Espíritu Santo, purifica al alma al borrar el pecado con su omnipotencia divina, de manera que el alma queda limpia y pura por la acción del Espíritu Santo; es decir, el bautismo del Mesías afecta al plano ontológico, al plano del ser, al plano de la substancia de la naturaleza humana, al quitarle, espiritualmente, una mancha espiritual. Pero no queda ahí el efecto del bautismo de Jesús: no sólo lo purifica, quitándole la mancha del pecado original, sino que lo santifica, puesto que le concede la gracia santificante y, con la gracia santificante, convierte al alma y al cuerpo del bautizando en templo del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es decir, además de purificarlo, lo eleva a morada suya, a morada de Dios Uno y Trino, por acción de la gracia santificante.

Un ejemplo gráfico también es el del oro purificado por el fuego: si al oro, que está arrumbado, se lo trata de limpiar con agua, el oro continúa arrumbado, pero si se le aplica fuego, entonces el herrumbre se le quita y el oro brilla como nuevo: de la misma manera, el bautismo del Bautista no limpia el alma del pecado, porque el agua sólo resbala por el cuerpo, mientras que el Mesías, Cristo Dios, bautiza con el Espíritu Santo, que es Fuego de Amor Divino y que en cuanto tal, elimina las impurezas del alma, del espíritu del hombre, dejándolo purificado y brillante por su acción. Es éste bautismo el que ha venido a traer el Mesías -que viene a nosotros como Niño recién nacido, para Navidad-; es éste el bautismo que hemos recibido en la Iglesia Católica: el que nos quita la mancha del pecado original, nos concede la gracia, convierte nuestros cuerpos en templos del Espíritu Santo, nuestras almas en moradas de la Trinidad y nuestros corazones en altares de Jesús Eucaristía.

 

 

jueves, 12 de noviembre de 2020

“Ustedes han convertido Mi Casa en cueva de ladrones”

 


“Ustedes han convertido Mi Casa en cueva de ladrones” (cfr. Lc 19, 45-48). Jesús expulsa a los mercaderes del templo, acusándolos de haber convertido “Su” casa, en “cueva de ladrones”. Si observamos bien, no se trata de un exceso de celo por parte de un profeta o un hombre de bien, que ante la conversión del Templo en una feria, reacciona con exceso. De ninguna manera es un hombre santo el que expulsa a los mercaderes del Templo: es Dios en Persona quien lo hace y esto se deduce de las palabras de Jesús: “Mi Casa”. Es decir, Jesús no dice que el Templo sea la Casa de Dios, sino que, al citar la Escritura, se la aplica a Sí mismo y por eso lo que dice es que el Templo es “Su Casa”, porque Él es el Dueño del Templo de Dios, porque Jesús Es Dios. Entonces, en la expulsión de los mercaderes, no sólo hay una afirmación de que el Templo de Dios es Casa de oración y no de comercio, sino que hay una afirmación, implícita, de parte de Jesús, de que Él es Dios en Persona; de otro modo, no habría dicho “Mi Casa”, sino que habría dicho “la Casa de Dios”.

Los sacerdotes y escribas, habían permitido que los mercaderes se apoderaran del Templo y lo convirtieran en un mercado, en donde se vendían animales y se intercambiaban mercaderías y dinero. Al expulsarlos, Jesús devuelve, al Templo, su función única y original, que es la de ser “Casa de oración”.

Otro elemento que debemos ver en esta escena del Evangelio, es que está representada, en el Templo convertido en mercado, el alma con sus pasiones: en efecto, el alma ha sido creada para ser convertida, por el Bautismo, en Templo del Espíritu Santo, pero cuando el alma vive en pecado, el alma deja de cumplir su función de ser Templo del Espíritu Santo, para ser refugio de demonios, desde el momento en que no pueden convivir, en el alma, la santidad de Dios, con la malicia del pecado. Y sin la Presencia de Dios por la gracia, el alma se convierte en refugio de demonios y es dominada por las pasiones, simbolizadas estas por las bestias irracionales –lujuria- , por los cambistas de dinero –avaricia- y por los vendedores de mercancía –apego  a los bienes terrenales-.

“Ustedes han convertido Mi Casa en cueva de ladrones”. No permitamos que nuestra alma, convertida en Templo de Dios por el Bautismo, se convierta en “cueva de ladrones” y refugio de demonios; para ello, hagamos el propósito de evitar el pecado y de vivir en gracia de Dios.

sábado, 7 de noviembre de 2020

“El Reino de los cielos se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas”


 

(Domingo XXXIII - TO - Ciclo A – 2020)

“El Reino de los cielos se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas” (Mt 25, 14-15. 19-21). Como todas las parábolas de Jesús, la parábola de los talentos se entiende cuando se reemplazan sus elementos naturales por los elementos sobrenaturales; sólo de esta manera, se entiende su inserción en el misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo. Así, el “hombre que sale de viaje a tierras lejanas” es Nuestro Señor Jesucristo que, luego de morir en la Cruz, resucita al tercer día, asciende a los cielos y “espera” -para luego regresar por Segunda Vez- hasta que sea el Día del Juicio Final, en el que vendrá a juzgar a toda la humanidad; los “servidores de confianza” son los bautizados; los bienes o talentos que entrega a sus servidores, son los bienes, tanto naturales como sobrenaturales, que Dios da a cada bautizado: por ejemplo, los bienes naturales son el ser, la vida, la existencia, la inteligencia, la voluntad, etc.; los bienes sobrenaturales son el Bautismo sacramental, la Primera Comunión, la Confirmación, las Confesiones sacramentales, etc.; el regreso del hombre y el pedido de cuentas a sus servidores es la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo y el juzgamiento a toda la humanidad y a cada persona en particular: cuando tenga lugar el Juicio Final, Jesús pedirá cuentas a cada uno de aquello que recibió: el ser, la vida, la memoria, la inteligencia, el Bautismo, etc., y de acuerdo a cómo hayan sido usados estos bienes o talentos, así será la recompensa; la recompensa para los dos primeros, que hicieron fructificar sus talentos por medio de una vida de santidad, es el Reino de los cielos; en cuanto al tercero, que recibió un talento pero no lo hizo fructificar sino que lo enterró, representa al alma que recibió el don del Bautismo, pero no vivió como bautizado, es decir, como hijo de Dios, sino que vivió mundanamente, como hijo de las tinieblas: el castigo a este servidor perezoso es la eterna condenación, aunque en realidad no es un castigo, sino el concederle a esa persona lo que esa persona quiso para su vida, es decir, el pecado. Esto es lo que significa: “llanto y rechinar de dientes”: la eterna condenación, que es la paga que recibe quien en vida terrena enterró sus talentos, es decir, no vivió como hijo de Dios, como hijo de la Luz, sino como hijo de las tinieblas.

“El Reino de los cielos se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas”. Esta parábola debe ser leída y entendida a los pies de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, y también de rodillas ante el sagrario: sólo así nos daremos cuenta que se trata, en realidad, de un llamado personal, a cada alma, para que se prepare para el encuentro con el Rey de cielos y tierra, Cristo Dios, haciendo fructificar en frutos de santidad los talentos que recibió.

 

lunes, 23 de septiembre de 2019

“(Herodes) Tenía ganas de ver a Jesús”



“(Herodes) Tenía ganas de ver a Jesús” (Lc 9,7-9). En el Evangelio se narra que Herodes “tenía ganas de ver a Jesús”, luego de escuchar cosas maravillosas de Él. Herodes sabía que no podía ser Juan, ya que él mismo lo había mandado a decapitar, por lo que quería, a toda costa, saber quién era Jesús, del cual oía hablar constantemente maravillas y por eso es que quiere verlo: “Tenía ganas de ver a Jesús”.
Frente a las ganas de Herodes de ver a Jesús y sabiendo lo que era Herodes, un disoluto y un asesino, pues había mandado decapitar a Juan, y que a pesar de eso “tenía ganas de ver a Jesús”, nosotros nos podemos preguntar: ¿tenemos ganas de ver a Jesús? Hemos oído hablar cosas maravillosas de Jesús, como por ejemplo, que nos quitó del dominio del Demonio y nos concedió la gracia de la filiación adoptiva en el Bautismo; que se nos dona en Persona, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía; que nos dona el Amor de Dios, el Espíritu Santo en el Sacramento de la Confirmación; que nos perdona nuestros pecados en cada Confesión Sacramental y como estos, miles de hechos milagrosos más en nuestras vidas personales. Aún así, muchos parecerían que no tienen ganas de ver a Jesús; aún más, cuanto más lejos estén de Jesús, tanto mejor para ellos y esto es lo que explica la ausencia de tantos bautizados dentro de la Iglesia.
“(Herodes) Tenía ganas de ver a Jesús”. A Herodes, Jesús no le había hecho ningún milagro personal; sin embargo, “tenía ganas de verlo”, dice el Evangelio. Y si bien al parecer no quería verlo para convertirse, sin embargo, “tenía ganas de verlo”. ¿Qué pasa con nosotros? ¿Tenemos ganas de ver a Jesús, Presente verdadera, real y substancialmente en la Eucaristía, después que Jesús ha hecho tantos milagros por nosotros, dándonos muestras más que evidentes de su Amor? ¿O, por el contrario, somos como aquellos que, a pesar de haber recibido infinitas muestras de Amor de parte de Jesús, no tienen ganas de verlo en el sagrario?

miércoles, 10 de abril de 2013

“El que viene del cielo habla del cielo; el que es de la tierra habla de las cosas de la tierra”


“El que viene del cielo habla del cielo; el que es de la tierra habla de las cosas de la tierra” (cfr. Jn 3, 31-36). Jesús revela su origen divino, porque Él es el que “viene de lo alto”, el que “viene del cielo”, el que “Dios envió”, a quien “Dios le da el Espíritu sin medida”, porque Él es Dios Hijo que procede del seno del Padre desde la eternidad y del Padre recibe su Ser divino trinitario, su Amor y su Poder: “el Padre ama al Hijo –le da el Espíritu Santo- y ha puesto todo en sus manos” –le da su omnipotencia divina-. En Él y sólo en Él está la plenitud de la salvación, porque sólo Él da “la Vida eterna” a quien cree en Él. Por este motivo, quien no cree en Él no puede salvarse de ninguna manera, puesto que desprecia la Misericordia Divina manifestada en Él, haciéndose merecedor de la “ira divina”.
Al revelar su origen divino y su condición de Dios Hijo, Jesús les hace ver a sus discípulos que sus enseñanzas no son las enseñanzas de ningún maestro terreno; sus revelaciones no son inventos de la razón humana; sus milagros no se deben a un despliegue desconocido de las fuerzas de la naturaleza humana. Jesús “viene del cielo” no como un enviado o un profeta más entre tantos, ni como un hombre santo, sino como el Hombre-Dios, como Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, y esta es la razón por la cual sus palabras y sus obras no son las del mundo, sino que dan testimonio de lo que Él “ha visto y oído” en la eternidad, y lo que Él ha visto y oído es que Dios es Uno y Trino, que ha enviado a su Hijo Jesús a encarnarse y morir en Cruz, para que todo aquel que crea en Él tenga “Vida eterna”.
“El que viene del cielo habla del cielo; el que es de la tierra habla de las cosas de la tierra”. Un cristiano, es decir, alguien que ha recibido la gracia de ser hijo de Dios  por el bautismo –“el don más grande del misterio pascual”, como dice el Santo Padre Francisco[1]-; que se alimenta con el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía; que ha recibido los dones del Espíritu Santo y al Espíritu Santo mismo en el sacramento de la Confirmación, no puede poseer el espíritu del mundo, espíritu que es radicalmente contrario al Espíritu de Dios.
Al igual que Cristo, cada bautizado puede decir que “viene del cielo” porque “ha nacido de lo alto” por el bautismo; al igual que Cristo, el bautizado también puede decir que  “contempla y oye las cosas del cielo”, porque por la gracia y la fe ha aprendido en el Catecismo y en el Credo las verdades celestiales y sobrenaturales de Jesucristo Hombre-Dios; al igual que Cristo, el bautizado “da testimonio” –o al menos debe darlo- de esas realidades celestiales que ha visto y oído en el Catecismo y en el Credo; al igual que Cristo, que no es de este mundo porque es del cielo, el cristiano “está en el mundo”, en la tierra, pero “no es del mundo” (cfr. Jn 15, 16), y por eso no puede “hablar cosas de la tierra”, no puede mundanizarse. Un cristiano mundanizado, es decir, un cristiano que consiente con lo que el mundo ofrece: sensualidad, materialismo, hedonismo, relativismo moral, agnosticismo, gnosticismo, ateísmo, paganismo, es un cristiano que ha traicionado su origen, que ha olvidado que es hijo de Dios y, mucho más grave todavía, es un cristiano que se ha convertido, por libre decisión, en un hijo de las tinieblas.

miércoles, 20 de marzo de 2013

“Crean en las obras, aunque no me crean a Mí”



“Crean en las obras, aunque no me crean a Mí” (Jn 10, 31-42). Los judíos intentan “apedrear” a Jesús porque “blasfema”, porque “siendo hombre, se hace Dios”.
Jesús pone sus “obras”, sus milagros, como prueba de que Él es quien dice ser, Dios Hijo encarnado, el Hombre-Dios que “está en el Padre” y que el Padre “está en Él”, y por eso les dice que “crean en las obras”, aunque no le crean a Él. De esa forma, “reconocerán y sabrán que el Padre “está en Él”, y que Él es tan Dios como su Padre Dios, aunque exteriormente se presente como un hombre como cualquier otro.
La prueba que certifica la auto-revelación de Jesús como Dios son las “obras” de Jesús, es decir, sus milagros: sólo Dios puede hacer milagros tales como resucitar muertos, dar la vista a los ciegos, el habla a los mudos, la audición a los sordos; sólo Dios puede expulsar demonios, calmar tempestades, multiplicar panes y peces, curar toda clase de enfermedades.
Lo que Jesús les quiere hacer ver es que si un hombre dice de sí mismo: “Yo soy Dios”, pero no hace los milagros que sólo Dios puede hacer, entonces no dice la verdad; pero si un hombre dice: “Yo soy Dios” y hace los milagros que sólo Dios puede hacer, entonces esos milagros son la prueba más fehaciente de que sus palabras son verdaderas y que su identidad y origen son verdaderamente divinos y no humanos.
Sin embargo, los judíos han cerrado voluntariamente sus ojos, sus oídos y sus corazones, y no quieren ver, ni oír, ni amar a ese Dios encarnado que por ellos ha venido a este mundo, e insisten con acusarlo de blasfemia y apedrearlo. No lo conseguirán en este intento, pero sí lo harán el Jueves Santo, logrando la condena a muerte de Jesús luego de un juicio injusto y plagado de errores, falsedades, contradicciones y mentiras.
Lo mismo que le sucedió a Jesús con los judíos, le sucede a la Iglesia con el mundo: las obras de la Iglesia demuestran fehacientemente que Ella es la Única y Verdadera Iglesia y Esposa de Cristo, porque sólo la Iglesia obra los signos y prodigios que revelan que el poder de Dios está y actúa a través suyo: la Iglesia, ante todo, obra impresionantes sanaciones espirituales, como el dar la vida a un alma muerta por el pecado mortal, a través del sacramento de la Confesión; con el Bautismo, expulsa al demonio y convierte a una simple creatura en hija de Dios; con la Confirmación, dona el Espíritu Santo en Persona a cada alma; con el Matrimonio, convierte a los esposos en imágenes vivientes del Amor esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa; con la unción de los enfermos, concede la gracia al moribundo disponiéndolo para la eternidad, cuando no cura sus afecciones corporales y dolencias físicas; finalmente, con el Sacramento del Orden, obra el Milagro de los milagros, la conversión de un poco de pan y vino en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,la Eucaristía.
Todos estos signos, obras, milagros, demuestran que la Iglesia es la Única y Verdadera Esposa de Cristo, y aun así, el mundo intenta apedrearla y destruirla.
Pero lo más penoso es que dentro de la misma Iglesia, sus mismos hijos, buscan deformar su rostro y convertirla en lo que no es: una Iglesia mundana, del mundo y para el mundo, pagana, sin Cristo, sin caridad, sin el Amor de Dios, volcada hacia el hombre, del hombre y para el hombre, en donde paradójicamente Dios no tiene lugar.
Nuestra tarea como hijos de Cristo y de la Iglesia es, entonces, mostrar su verdadero rostro, el rostro del Amor, de la misericordia, de la compasión por el que sufre, y también el rostro de la piedad, de la devoción, del Amor a Dios que por nosotros baja del cielo en cada Santa Misa y se queda en la Eucaristía. Debemos mostrar el rostro de la Iglesia, que para los hombres es amor misericordioso, y para Dios es amor piadoso y filial. De esa manera, los hombres creerán en Cristo Dios.

viernes, 7 de septiembre de 2012

“Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”



(Domingo XXIII – TO – Ciclo B – 2012)
         “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 31-37). En la curación del sordomudo, hay algo más que la mera curación de una enfermedad que afecta la capacidad de oír y de hablar: el gesto de Jesús es un anticipo del sacramento del Bautismo, en el cual se signan los oídos y los labios del bautizando con la señal de la Cruz, pidiendo que se abran al Evangelio. Y si se pide esto, es porque el hombre, a causa del pecado original, nace espiritualmente sordo y mudo a la Palabra de Dios, -y también ciego-, lo cual sólo puede ser curado por una intervención sobrenatural, proporcionada por la gracia divina. En el rito del bautismo, el pedido de sanación y apertura de los ojos espirituales, está significado con el don del bautismo, ya que por el mismo, se otorga la fe, la cual es una capacidad de ver espiritual y sobrenaturalmente, que se dona gratuitamente al alma.
         Por este motivo, la curación del sordomudo es también un anticipo y una prefiguración de la curación que obra en el alma la gracia santificante, que permite escuchar la Palabra de Dios con los sentidos abiertos y elevados por la vida divina; permite hablar la Palabra de Dios con un nuevo espíritu, el Espíritu Santo, y permite ver las realidades sobrenaturales, con la luz de la fe.
         Mientras no se reciba el bautismo, no se abrirán los sentidos espirituales a la vida de la gracia, y el alma no podrá ver la luz de la gracia ni el rostro de Cristo, no podrá escuchar a Cristo, que es Palabra de Dios, y no podrá ser causa de la verdadera alegría para los demás, anunciándoles el Evangelio, ya que no tendrá la capacidad para hacerlo.
         Mientras el alma no reciba la gracia sacramental del bautismo, por medio de la cual se abren los sentidos espirituales a Cristo, Luz del mundo, el alma vivirá como ciega, en la oscuridad total, ya que es imposible para el hombre percibir el misterio de Cristo Dios con las propias fuerzas; además, vivirá como sorda, ya que no tendrá la capacidad que otorga la gracia santificante, de poder oír la Voz del Padre, la Palabra de Dios encarnada, Cristo Jesús; mientras no se bautice, vivirá como un sordo espiritual, ya que no podrá proclamar a Cristo, porque como dice la Escritura, “Nadie puede pronunciar siquiera el nombre de Cristo, si no lo asiste el Espíritu Santo”.
         En síntesis, quien no recibe el sacramento del bautismo, permanece ciego, sordo y mudo frente al misterio de Jesús. De esto se sigue el enorme daño que se le hace a un niño cuando se dice: “No lo voy a bautizar ahora; que él decida cuando sea grande”, ya que con esa decisión arbitraria, se priva al niño del don de la fe y de la gracia santificante, que además de sustraerlo al influjo del demonio, el Príncipe de este mundo, le concede la sanación espiritual a través de la cual puede ver a Cristo con la luz de la fe, puede oír su Palabra en la Escritura y en el Magisterio de la Iglesia, y puede dar testimonio de Él, ganándose de esta manera un lugar en el Cielo.
         Quienes no quieren bautizar a sus hijos, y lo dejan para cuando “sean grandes”, no son conscientes del enorme daño y de la gran injusticia que cometen contra estos niños.
         Llegados a este punto, muchos podrían decir: “Yo fui bautizado a los pocos días de nacer, y sin embargo, no tengo fe, o tengo muy poca fe, y en cambio tengo muchas dudas, y por eso no sé qué responder a las sectas cuando golpean a mi casa”, o también: “Cuando alguien me habla de otras religiones, a mí me da igual, porque todas son lo mismo”.
         Es cierto que el bautismo sacramental concede la sanación de la ceguera, la sordera y la mudez espirituales, y capacita al alma para conocer a Cristo, oírlo, amarlo y proclamarlo, dando testimonio de Él. Pero también es cierto que el don recibido en el bautismo es como una semilla y, como toda semilla, necesita ser regada, necesita ser abonada, necesita que se remueva la tierra, que se arranquen las malezas, que se ponga un tutor, de manera que el árbol de la fe, que va creciendo de a poco en el alma, pueda dar frutos exquisitos.
         Si esto no sucede, si el cristiano abandona su Iglesia porque no tiene fe, o porque las dudas son mayores a la fe, es porque faltó regar la semilla de la fe con el agua de la gracia santificante, que se obtiene de la fuente cristalina de los sacramentos; faltó arrancar la mala hierba de la soberbia, de la pereza espiritual, de la vanidad y del orgullo; cuando no hay fe, es porque faltó ponerle a la semilla de la fe recibida en el bautismo, un reparo al sol ardiente del mediodía, las pasiones sin control; faltó el abono de la frecuente lectura espiritual y de la Sagrada Escritura; cuando la fe tambalea, y dudo si Jesús está o no en la Eucaristía, o cuando me da lo mismo Sai Baba, Sri Shankar, Claudio Domínguez, y cuanto charlatán aparezca, es porque faltó el tutor, la guía que se pone a los árboles para que no crezcan torcidos, un director o guía espiritual, un sacerdote de la Iglesia Católica; cuando la falta de fe lleva a recoger frutos amargos de soberbia, agrios de avaricia, de lascivia, de pereza, es porque la semilla de la fe, que fue plantada en el bautismo, fue descuidada, y terminó por secarse.
         “Cuando Jesús lo sanó, se le abrieron los oídos, se le soltó la lengua, y comenzó a hablar normalmente (…) En el colmo de la admiración, todos decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos””. En el bautismo sacramental, Jesús ha obrado con nosotros un milagro infinitamente más grande que la mera curación de una sordera y una mudez: nos ha abierto los ojos, los oídos y los labios del alma, capacitándonos para verlo, escucharlo y proclamarlo, más que con palabras, con obras de misericordia. Hemos recibido el don del Bautismo para escuchar la Palabra de Dios, en la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia; para contemplar a Cristo en la Eucaristía; para proclamarlo con obras de misericordia, y es por esto que nuestros prójimos están esperando nuestro testimonio de amor misericordioso y operante.
          Jesús nos ha abierto los ojos, los oídos y los labios del alma; depende de nosotros que abramos nuestro corazón a su gracia y a su Amor.
        

sábado, 26 de mayo de 2012

Solemnidad de Pentecostés – Ciclo B – 2012



“Recibid el Espíritu Santo”. Jesús envía el Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente, dando cumplimiento a sus promesas, realizadas antes de cumplir su Pasión: “Yo os enviaré el Paráclito”.
¿Y qué hace el Espíritu Santo en la Iglesia y en los cristianos, y qué hacen los cristianos ante semejante don?
En la Iglesia, el Espíritu Santo es soplado por Jesús sacerdote y por Dios Padre, a través del sacerdote ministerial, por las palabras de la consagración, y el Espíritu Santo sobrevuela el altar, así como sobrevoló sobre las aguas al inicio de la Creación, convirtiendo el pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, obrando un milagro infinita e incomprensiblemente más grande que la Creación de miles de universos enteros, y los cristianos, ante semejante muestra de poder y de amor divinos, se muestran indiferentes, fríos, lejanos, cuando no ofensivos y blasfemos, despreciando y olvidando la Santa Misa, dejándola de lado por las propias pasiones e intereses.
En los cristianos, el Espíritu Santo soplado en el Bautismo, los adopta como hijos de Dios, concediéndoles la filiación divina, elevándolos a un rango y a una jerarquía más alta que los más altos ángeles, y los cristianos en contrapartida, viven como si no fueran hijos de Dios, como si nunca hubieran recibido tan grande dignidad; en vez de comportarse como hijos de Dios, es decir, en vez de vivir la mutua caridad, el amor misericordioso, la comprensión, la paciencia, el perdón mutuo, la ayuda mutua, como corresponde a los hijos de Dios, los cristianos se comportan, en la gran mayoría de los casos, como paganos, buscando cómo devorarse y destrozarse entre sí; son cristianos los protagonistas de la inmensa mayoría de hechos delictivos y de violencia que se conocen día a día, son provocados por cristianos, que de esta manera muestran que en nada han apreciado el inmenso don de ser hijos de Dios, recibido en el Bautismo por el Espíritu Santo.
El corazón del cristiano, por acción de la gracia santificante, y por la acción del Amor divino, de la oración y de la fe, debería ser, un nido de luz, nido apto para recibir a la dulce paloma del Espíritu Santo, y en vez de eso, es un nido de víboras, un lugar oscuro, frío, babeante, lleno de las más grandes impurezas e inmundicias, producto de las pasiones sin control, de la lujuria, de la avaricia, de la ira, de la venganza, de la gula, y así , en vez de alojar a la blanca paloma del Espíritu Santo, los corazones de muchos de los llamados “cristianos”, alojan a las oscuras y malignas serpientes del Averno, los ángeles caídos.
El Espíritu Santo, al ser soplado en los cristianos, los convierte en nuevas criaturas, nuevas radicalmente, de manera tal que puede decirse que son una Nueva Creación, y a tal punto, que el cuerpo del cristiano, deja de ser simplemente el cuerpo de un ser humano, para convertirse nada menos que en ¡templo de Dios!, pero la gran mayoría, en vez de considerar a sus cuerpos como templos del Espíritu Santo, los convierten en templos de Asmodeo, el demonio de la lujuria, y es así como los corazones de esos cristianos, que deberían ser altares en donde se adore a Cristo Eucaristía, en donde brille iluminando con fulgor divino la luz celestial de la gracia de Jesucristo, en donde se honre a María Santísima, y en donde se huela el perfume de las virtudes, y en donde se escuchen cánticos de alabanza a Dios Trino y de amor al prójimo, son en cambio altares en donde se adoran a los ídolos del mundo, los cantantes, los actores de cine, los futbolistas, los políticos, el dinero, el poder, la lascivia, y así, se escuchan en el interior de estos cristianos, cómo retumban la música estridente –cumbia, rock, música mundana y profana de todo género-, los gritos de venganza, de odio al prójimo, y de alabanzas a los ídolos del mundo.
 “Estando los discípulos con María reunidos, apareció el Espíritu como un viento fuerte y como lenguas de fuego que se posaron sobre las cabezas de María y de los discípulos”. Es una pena constatar cómo el maravilloso don del Espíritu Santo es reducido a la nada por muchísimos cristianos, y la prueba está en que el mundo, en vez de ser un anticipo del Paraíso, como lo sería si los cristianos se dejaran guiar por las dulces y amorosas inspiraciones del Espíritu Santo, dejando de lado a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, obran peor que los paganos, avergonzándolos a estos, al dejarse conducir por sus pasiones más bajas.
Si cada cristiano tomara conciencia que en cada comunión eucarística se renueva el maravilloso prodigio del descenso del Espíritu sobre la Iglesia en forma de lenguas de fuego, puesto que Jesús Eucaristía sopla su Espíritu en cada corazón, convirtiendo cada comunión en un nuevo Pentecostés, envolviendo al alma en el fuego del Amor divino, este mundo sería un anticipo del Paraíso.
Pero el fuego del Amor divino nada puede frente a la indiferencia, frialdad, dureza de corazón de muchos, muchísimos cristianos.
No dejemos caer en el vacío tan inmenso don, el don del Espíritu Santo, renovado misteriosamente en cada comunión sacramental.

viernes, 6 de enero de 2012

Bautismo del Señor



         “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Mc 1, 7-11). En la teofanía trinitaria del Jordán, Dios Padre se dirige a Jesús, en el momento de su bautismo por parte de Juan el Bautista, y le manifiesta su predilección.
Luego, en el Monte Tabor, Dios Padre hablará nuevamente, en la Transfiguración de Jesús, antes de la Pasión, pero esta vez no se dirige a Jesús, sino a nosotros, los cristianos: “Este es mi Hijo muy amado… Escuchadlo” (Mc 9, 1-11).
Como resultado de estas dos intervenciones, en el Jordán y en el Monte Tabor, Dios Padre nos está diciendo que Jesús es su Hijo –por lo tanto, es tan Dios como Él-, y que en Él tiene toda su predilección y que “escuchemos” lo que Jesús nos dice.
Dios Padre nos dice que escuchemos a Jesús, su Hijo muy amado, y nos dice que lo que escuchemos para que, obviamente, hagamos lo que Él nos dice. Esto nos lleva a plantearnos las siguientes preguntas: ¿qué es lo que nos dice Jesús, el Hijo de Dios Padre, y qué es lo que hacemos nosotros en respuesta a lo que Él nos dice? Y aún antes que esto: ¿escuchamos lo que nos dice? Y si lo escuchamos, ¿hacemos lo que nos dice?
         ¿Qué es lo que nos dice Jesús, para hacer lo que nos dice luego de escucharlo?
Jesús nos dice: “Ama a tus enemigos; bendice a los que te persiguen (Mt 5, 43-48); perdona setenta veces siete (Mt 18, 22), es decir, siempre, sin importar la magnitud de la ofensa; perdona, porque Yo te perdoné primero desde la Cruz, y tú debes perdonar a tu prójimo enemigo con mi mismo perdón, que es de valor infinito”. Es esto lo que Jesús nos dice, y sin embargo, cuando por alguna circunstancia, sea banal o seria, un prójimo se convierte en nuestro enemigo, ni se nos pasa por la cabeza perdonar en nombre de Cristo con el mismo perdón con el cual hemos sido perdonados; antes bien, juramos venganza, aunque no la llevemos a cabo, y estamos dispuestos a aplicar la ley maldita del Talión, a devolver “ojo por ojo y diente por diente” (cfr. Éx 21, 24), a no perdonar ni una sola de las afrentas recibidas, con lo cual demostramos que poco y nada nos importan las palabras de Jesús, y que Jesús es para nosotros poco menos que una figurita decorativa.
Jesús nos dice: “El que quiera seguirme, cargue su cruz y me siga” (Mt 16, 24). Jesús no nos obliga a seguirlo, porque nos dice: “El que quiera seguirme”, y el que quiera seguirlo, para hacerlo debe cargar su Cruz, porque Jesús va camino del Calvario cargando su Cruz, y la Cruz es la única puerta que conduce al Cielo. Quien no carga su Cruz, no puede entrar en el cielo.
Pero, ¿qué quiere decir “cargar la Cruz”? Cargar la Cruz quiere decir, por ejemplo, no solo no renegar de la propia enfermedad, del dolor y de las molestias que se derivan, sino considerar esto como un don del cielo, por el cual el alma se configura a Cristo crucificado. Por la enfermedad, por el dolor, por la tribulación, el alma es hecha partícipe, por Jesucristo, a la Suprema Tribulación de la Cruz. Rechazar esto es rechazar la Cruz, y ¡cuántos cristianos, en vez de encarar sus dolencias con la mirada puesta en la Cruz, lo primero que hacen es acudir a los vendedores de ilusiones, que prometen “parar de sufrir”! Si los mercaderes de la religión, que prometen la eliminación de la Cruz, tienen tanto éxito, es porque la inmensa mayoría de los cristianos arroja la Cruz en el suelo, para correr detrás de quien pueda hacerle olvidar, aún a costa de engaños, la Cruz que Cristo le regaló.

Hay muchas otras cruces -cada cual tiene una a su medida y según su capacidad, porque Dios no da nunca una cruz más grande que la que cada uno puede cargar, y cuando da la cruz, da la gracia y la fuerza para llevarla-, y para todas las cruces vale lo del ejemplo: Cristo nos dice que debemos cargar la Cruz y seguirlo camino del Calvario, para morir al hombre viejo, y lo primero que hacemos es renegar de la Cruz, arrojarla a un costado, y empezar a caminar o a correr en el sentido opuesto al del Calvario, para buscar consuelo en las criaturas y en el mundo.
Jesús nos dice: “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo, el que coma de este Pan no morirá (cfr. Jn 6, 51ss); el que coma del Pan que Yo le daré, que es mi carne, tendrá la vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día”. Jesús nos alienta a alimentarnos de un manjar celestial, un Pan de ángeles, un alimento que no es de este mundo, su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, y nos asegura que quien haga esto, alimentarse del Pan vivo bajado del cielo, tendrá la vida eterna, lo cual quiere decir la alegría, la felicidad, el gozo para siempre, porque le será comunicada la vida misma del Hombre-Dios, que es la vida misma de Dios Uno y Trino.
Y a pesar de esta invitación de Jesús, de comer su Cuerpo y beber su Sangre, es decir, de ser alimentados con un alimento espiritual y glorificado, para recibir la gloria, la vida, la luz, la paz y la alegría de Dios, la inmensa mayoría de los cristianos prefieren saciar el vientre y la sed con los manjares del mundo, manjares que engordan el cuerpo al tiempo que enflaquecen el alma, porque proporcionan alimento material pero no espiritual; en vez de acudir a recibir la Carne del Cordero de Dios, servida por Dios Padre en el banquete celestial, la Santa Misa, los Domingos, los cristianos acuden en masa a los modernos templos del placer, de la diversión banal, de las distracciones pasajeras, de los pasatiempos vacíos, y es así como los Domingos, las iglesias están vacías y sobran las comuniones y faltan las confesiones, porque están atiborrados de cristianos tibios y malos los estadios de fútbol, los cines, los centros de compras, los paseos públicos, los parques de diversiones.
Los cristianos demuestran así que no solo no escuchan lo que Jesús, el Hijo de Dios Padre les dice, alimentarse con el Pan que da la Vida eterna, sino que hacen lo contrario, se alimentan con placeres terrenos que destruyen el germen de vida eterna, la vida de la gracia.
Obrando de esta manera, es decir, sin escuchar lo que Jesús dice, y sin hacer nada de lo que dice que un cristiano debe hacer para alcanzar la vida eterna, el cristiano se encuentra en una situación idéntica a la de los discípulos que, con la barca azotada por la tormenta, y a punto de hundirse, ven venir a Jesús caminando sobre las aguas, y lo confunden con un fantasma: “…vino Él hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, viéndole caminar sobre el mar, se turbaron y decían: ‘Es un fantasma’, y de miedo se pusieron a  gritar” (Mt 14, 26). Para muchos cristianos, Jesús en la Iglesia no es más que un fantasma, y por eso no hacen nada de lo que Jesús dice, con lo cual pierden la oportunidad dada por Dios de ganar la vida eterna, al tiempo que se entregan con los ojos cerrados al enemigo de las almas, el demonio.
“Este es mi Hijo muy amado… Escuchadlo”. En la teofanía del Jordán, Dios Padre nos manda escuchar a su Hijo muy amado. En las bodas de Caná, la Virgen Madre, nos manda hacer lo que nos dice: “Hagan lo que Él les dice” (Jn 2, 1-11).
Sólo si escuchamos a Jesús y hacemos lo que Él nos dice, alcanzaremos la vida eterna.

domingo, 3 de abril de 2011

Si no ven signos y prodigios, no creen

Antes, exigían signos para creer,
y cuando los recibían, creían.
Hoy, a pesar de que la Iglesia obra prodigios
y signos maravillosos,
los sacramentos,
los bautizados no creen
(Jesús cura al ciego de nacimiento - Duccio, témpera, )

“Si no ven signos y prodigios, no creen” (cfr. Jn 4, 43-54). Ante la petición de un padre de familia, que implora por la salud de su hijo que está a punto de morir, Jesús hace este reproche: “Si no ven signos y prodigios, no creen”.

Sin embargo, a pesar del reproche, Jesús le concede el milagro, y el niño se cura: cuando el padre se encuentra con los criados que le salen al encuentro, “cae en la cuenta” que su hijo había mejorado en el mismo momento en el que Jesús le decía que su hijo estaba curado.

El padre de familia, al ver el signo de la curación de su hijo, cree, y con él, toda su familia. Necesitaba del signo para creer, aunque no le hacía falta, y Jesús, a pesar de que no le hacía falta, le concede el signo, y cree. Es decir, el padre atribulado pone como condición un signo para ver, y cuando lo recibe, cree.

Hoy, la situación es peor, porque si antes, si no veían signos y prodigios, no creían -pero al final terminaban creyendo luego de verlos-, hoy, aún cuando ven signos y prodigios, no creen.

Hoy en la Iglesia de Cristo, la Iglesia Católica, se dan signos y prodigios infinitamente más grandes y asombrosos que la curación de un niño agonizante, pero aún así, los mismos bautizados, los mismos católicos, no creen.

Ven los signos y prodigios más grandes y asombrosos que jamás puedan se concebidos, y aún así no creen: ven a un alma ser convertida en hija adoptiva de Dios, naciendo del seno mismo de Dios, al recibir al Espíritu Santo en el Bautismo sacramental de la Iglesia, que sobrevuela sobre el alma del que se bautiza, como sobrevoló sobre Jesús en el Jordán, y no creen.

Ven al Espíritu Santo sobrevolar en el altar, por las palabras de la consagración, convirtiendo al pan en el Cuerpo de Cristo y al vino en su sangre, y no creen.

Ven a un Dios prolongar su Encarnación en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico, por el poder del Espíritu Santo, ante las palabras de la consagración, para manifestarse al mundo como Pan de Vida eterna, y no creen.

Ven al Espíritu Santo derramarse a sí mismo y a sus dones en el alma que recibe la Confirmación, para ser tomado con don personal del alma del que se confirma, y no creen; ven al Espíritu Santo descender como lenguas de fuego, espirado por Jesús Eucaristía en el alma del que comulga, convirtiendo a cada comunión sacramental en un Pentecostés personal, para cada uno, y no creen.

Ven signos y prodigios, en la Iglesia, y no creen. Y en cambio, se vuelcan a los ídolos del mundo, a quienes sí creen. Que Dios Trinidad se apiade de nuestra generación y derrame sobre nosotros su Misericordia.

sábado, 8 de enero de 2011

El bautismo de Jesús en el Jordán, anticipo del bautismo del cristiano

“…se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo muy querido’” (cfr. Lc 3, 15-22).

El Bautismo del Señor en el Jordán es el momento de la manifestación de Dios como Uno y Trino, como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esta teofanía trinitaria se hacen presentes las Tres Personas de la Santísima Trinidad: el Hijo se manifiesta visiblemente en su cuerpo humano; el Espíritu Santo aparece como una paloma, y el Padre se deja oír en su voz.

Además de esta revelación trinitaria, novedad absoluta para el judaísmo, que creía en un Dios Uno, pero jamás hubiera podido saber que era a la vez Trino en Personas, podemos ver un anticipo de lo que será el bautismo del cristiano, prefigurado y contenido en el bautismo de Jesús.

El bautismo de Jesús, a la par que teofanía trinitaria, es anticipo del bautismo del cristiano. ¿Qué es lo que sucede en el bautismo de Jesús? En el momento en el que Juan el Bautista derrama agua sobre la cabeza de Jesús, desde el cielo se escucha la potente voz de Dios Padre, que señala a su Hijo: “Este es mi Hijo muy amado”, a la par que el Espíritu Santo aparece como paloma, sobrevolando sobre Jesús.

Lo que sucede en el Jordán, es un anticipo del sacramento del bautismo: en el momento en el que el sacerdote ministerial derrama agua sobre la cabeza del que se bautiza, pronunciando las palabras de la fórmula sacramental: “Yo te bautizo en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, el Espíritu Santo, invisible, sobrevuela sobre el alma del bautizado, donando al alma la filiación divina, con lo cual la fórmula bautismal equivale a que Dios Padre diga: “Yo te adopto como hijo mío muy amado”.

Así como en el Jordán Dios Padre revela que Jesús es su Hijo amado, mientras sobrevuela el Espíritu Santo, el Espíritu que los une en el amor de Padre a Hijo y de Hijo a Padre, así en la pila bautismal, el Nuevo Jordán, Dios Padre adopta como hijo adoptivo suyo muy amado al alma que se bautiza, donándole su Espíritu, el Espíritu Santo.

Es decir, la escena del Jordán, en la que el Bautista derrama agua sobre la cabeza de Jesús, al tiempo que se escucha la voz del Padre y se ve al Espíritu Santo sobrevolar sobre el Hijo de Dios en forma de paloma, es un modelo y anticipo del bautismo sacramental realizado por el sacerdote ministerial católico en nombre de la Iglesia: mientras el sacerdote derrama agua en la cabeza del que se bautiza –preanunciada esta acción en el agua que el Bautista derrama sobre Jesús-, y pronuncia la fórmula bautismal –preanunciada en las palabras del Padre: “Este es mi Hijo muy amado”-, el Espíritu Santo sobrevuela invisible sobre el alma del que se bautiza –prefigurado en el sobrevuelo en forma de paloma sobre Cristo en el Jordán-, concediendo al alma la filiación divina, de manera tal que, luego del bautismo, la Iglesia Santa de Dios, la Esposa del Cordero, utilizando las mismas palabras del Padre en relación a Cristo, puede decir, refiriéndose al nuevo bautizado: “Este es mi hijo muy amado”.

El bautismo sacramental está entonces prefigurado en el modelo, que es el bautismo de Cristo, pero, ¿qué es exactamente el bautismo? En la sociedad secularizada de hoy, no se comprende ni se tiene en cuenta el altísimo significado del bautismo sacramental de la Iglesia Católica, y esto sucede no solo en quien no es católico, sino ante todo en quienes pertenecen a la Iglesia, pero no se dan cuenta de su altísimo valor.

Tanto es así, que hay países -antes cristianos, y hoy inclinados al ateísmo-, en donde el bautismo todavía se da, pero nada más que como una práctica social, como un hábito cultural, ya que se encuentra despojado de todo contenido mistérico, de todo significado sobrenatural; en otros países, como en Holanda, los padres ya no bautizan a sus hijos, por lo que las parroquias se vacían gradualmente de fieles, al punto de tener que cerrar parroquias, no solo por falta de sacerdotes, sino por falta de fieles, y faltan fieles porque los niños no se bautizan más, y no se bautizan más porque se ha apostatado de la verdadera religión.

No hemos respondido todavía a la pregunta: ¿qué es el bautismo? Mucho más que un acontecimiento social, mucho más que un hábito cultural de una sociedad que se dice cristiana, el bautismo es la nueva vida, el “nacimiento de lo alto” (cfr. Jn 3, 3), del que habla Jesús, porque el bautismo es la incorporación al cuerpo místico de Cristo por el Espíritu Santo, y al ser incorporados al Cuerpo de la Cabeza, el cristiano es animado por el mismo Espíritu de la Cabeza, Cristo Jesús, el Espíritu Santo, y como el Espíritu Santo es un Espíritu vivo, que es la fuente de la vida divina, de la vida de Dios, esto significa ser informados y animados por una nueva vida, la vida del Espíritu de Dios. El bautismo representa la deificación, el inicio de la conversión en Dios del alma.

El bautismo nos incorpora orgánicamente al cuerpo de Cristo, nos hace miembros suyos, nos injerta en Él, así como el sarmiento se injerta en la vid, y así como el sarmiento injertado recibe la savia, que es vida para él, así el cristiano incorporado a Cristo, recibe de Él la savia, que es el Espíritu, la vida nueva en el Hombre-Dios.

Pero a esta incorporación orgánica al cuerpo de Cristo, obrada por el Espíritu Santo, es necesario vivificarla, darle vida, y esto se logra por medio de la fe[1]. La fe es la respuesta del sarmiento a la savia que ingresa en él; es la respuesta del cristiano a la gracia que le fue comunicada en el bautismo; la fe es absolutamente necesaria, porque es la fe la que lleva a obrar de acuerdo a lo que se cree, y es lo que hace que el sarmiento se mantenga unido a la vid.

¿Por qué tantos cristianos se alejan de la Iglesia? ¿Por qué tantos cristianos se acercan a los ídolos, a la superstición, a los falsos dioses[2]? Porque se han olvidado de su bautismo, porque han dejado en el olvido su condición de hijos de Dios, y han apagado la fe en el Dios verdadero. ¿Por qué hay tanta oscuridad en los corazones y tanta maldad? ¿Por qué ha crecido tanto la superstición, el ocultismo, la brujería, la idolatría del poder, del dinero? ¿Por qué disminuyen cada vez más los porcentajes de asistencia a misa, mientras crecen las asistencias a los cultos falsos? Todo sucede por un solo motivo: porque los cristianos nunca tomaron en serio su bautismo, su condición de hijos de Dios, su filiación divina, su incorporación a Cristo, Hombre-Dios; porque los cristianos ocultaron el sello del bautismo como una marca vergonzosa; porque los cristianos prefieren llamarse “mundanos” y aparecer como uno más del mundo, antes que mostrarse ante el mundo como lo que son, como hijos de Dios Padre, hermanos de Dios Hijo, y templos de Dios Espíritu Santo.

Hoy en día se asiste a una apostasía generalizada en la Iglesia Católica, porque se ha dejado de lado el contenido mistérico del bautismo, tomándolo no como la auto-revelación de Dios, quien se auto-manifiesta como Trinidad de Personas en Unidad de naturaleza, sino como un hábito cultural sin fuerza normativa, pero la secularización y apostasía del cristiano no se debe a que solo se ha dejado de lado al bautismo como misterio trinitario, sino que se ha dejado de lado a la misa como manifestación de la Trinidad, para verla como un pesado y aburrido deber religioso al cual se puede tranquilamente dejar de lado por cosas más “interesantes” para hacer.

No se ve que la misa, al igual que el bautismo de Jesús en el Jordán, y al igual que el bautismo del cristiano en la Iglesia, es una manifestación de la Trinidad: el Padre envía a su Hijo al altar, el Hijo se encuentra en la Hostia, el Espíritu Santo sobrevuela espirado por el sacerdote ministerial, en cuanto obra in Persona Christi. Obrar in Persona Christi es obrar en la Persona de Cristo, y la Persona de Cristo espira el Espíritu Santo junto al Padre; el sacerdote espira el Espíritu Santo en la consagración.

No se ve, ni a la misa, ni al bautismo, como obras de la Trinidad de las Divinas Personas en medio de su Iglesia, sino como ritos vacíos de contenido, como hábitos sociales y culturales de una época pasada. Es esta visión secularizada de la misa y del bautismo lo que ha sumergido al mundo en las tinieblas en las que se encuentra.

Al celebrar el Bautismo del Señor, recordemos nuestro bautismo, y pidamos en la Santa Misa a Cristo, que pide por nosotros, que se encienda en nuestros corazones la llama de la fe, para que nuestro bautismo se reavive en nuestro nosotros, y así podamos obrar en el mundo las obras de la luz, las obras de los hijos de Dios.



[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, …

[2] Hace unos días, en Corrientes, asistieron unas 250.000 personas al “santuario” del Gauchito Gil, lo cual representa un aumento de casi el 50% con respecto a la asistencia de hace dos años. Cfr. diario Clarín, edición digital del 10 de enero de 2010. ¿Cuántos miles de estos 250.000 son cristianos católicos, que ofenden su dignidad de hijos de Dios creyendo en una superstición?