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miércoles, 28 de junio de 2023

“El que no toma su cruz no es digno de Mí”


 

(Domingo XIII - TC - Ciclo A - 2023)

         “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10, 37-42). Jesús establece un muy claro requisito para ser un digno discípulo de Él: cargar la cruz de cada día y seguirlo. ¿Qué significan estas dos cosas, cargar la cruz y seguirlo?

         Cargar la cruz quiere decir negarnos a nosotros mismos, negarnos en nuestro hombre viejo, no viejo en el sentido biológico sino en el sentido espiritual, en el sentido de que el pecado envejece al alma; cargar la cruz es negarnos a nosotros mismos en nuestros vicios o pecados, para comenzar a vivir la vida nueva de los hijos de Dios, que se nos comunica por medio de la gracia santificante a través de los sacramentos. Cargar la cruz quiere decir creer en Jesús como Hombre-Dios, que está Presente, en Persona, en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; cargar la cruz quiere decir vivir, en el día a día, según los mandamientos de Jesús en el Evangelio y no seguir nuestra propia voluntad, esto significa que cuando Jesús nos dice “ama a tus enemigos”, debemos amarlo o al menos procurar hacerlo y no ceder a la fácil tentación de la venganza, del enojo, del rencor; cargar la cruz de cada día quiere decir desear vivir en gracia, alejándonos de toda ocasión de pecado, para que el corazón esté siempre dispuesto a recibir a Jesús Eucaristía como en un altar, para adorarlo en la Comunión.

         La otra pregunta que debemos contestar es qué significa “seguir” a Jesús: significa pedir la gracia de que nuestros pasos se encaminen siempre en dirección a Jesús, marchando detrás de Él, con la cruz a cuestas, para así llegar al Monte Calvario y morir al hombre viejo para nacer al hombre nuevo. Seguir a Jesús quiere decir pedir la gracia de que nuestros pasos no se dirijan nunca en dirección opuesta a Dios, en dirección al pecado, sino que nuestros pasos sigan las huellas ensangrentadas del Hombre-Dios Jesucristo en el Via Crucis, el Camino de la Cruz, único camino para llegar al Cielo.

“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”. Ser discípulos de Jesús no consiste en conocer de lejos la doctrina de la fe, sin procurar investigar sobre la misma fe, puesto que no nos podemos quedar con lo que aprendimos en Catecismo; ser discípulo de Jesús significa tener como eje y centro de la vida a Jesús Eucaristía, apartándose de los que nos aleje de Él, para así recibirlo en estado de gracia; ser discípulo de Jesús no se reduce a recibir fríamente los sacramentos, sino a profundizar la unión con Cristo que nos procura la gracia de los sacramentos, para que sea Él y solo Él, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, quien reine en nuestros corazones. Y para quien se esfuerce por llevar la cruz detrás de Cristo, en el Camino del Calvario, la Trinidad tiene preparada una eternidad de gloria, de alegría, de belleza celestial inimaginable. Así lo testimonian los santos, como por ejemplo la Hermana Santa María de Jesús Crucificado: la santa fue llevada al cielo estando aún en la vida terrena y por permisión divina, un alma, que había sido virgen en esta vida terrena, le mostró las hermosuras del Cielo, resplandeciendo infinitamente más en hermosura la Santísima Virgen María. Narra así su experiencia en el Cielo, la Hermana Santa María de Jesús Crucificado: “La virgen -el alma virgen- me dijo, mostrándome a la Virgen María: “Amas mucho a esta buena y tierna Madre, ¿verdad? Eres testigo de la gloria que la rodea, aunque no la veas como la verías si estuvieras siempre aquí. Díganme, ¿vale la pena el esfuerzo que hacen para merecer la gloria del cielo? Y, repito, no son las grandes cosas las que hacen digno el cielo[1]. El alma no debe decir: quisiera sufrir; quisiera tal cruz, tanta privación, tanta humillación, porque la propia voluntad lo arruina todo, es mejor tener menos privación, menos sufrimiento, menos humillación por la voluntad de Dios, que gran número por el propio deseo. 

Lo esencial es aceptar, con amor y en total conformidad a su voluntad, lo que el Señor quiera enviarnos. Hay almas en el Infierno que le habían pedido a Dios cruces y humillaciones: Dios les concedió, pero no supieron aprovecharse de tales gracias y el orgullo los perdió". También podemos afirmar lo opuesto: si hay quienes quieren más cruces, porque su orgullo los hace presuntuosos, hay quienes no quieren, de ninguna manera, las cruces que Dios les envía -enfermedad, tribulación, etc.- y a toda costa quieren salirse con la suya, acudiendo incluso a la magia, terreno del Demonio, para obtener lo que Dios no les concede porque Él ve que eso que piden no es bueno para sus almas; también con este tipo de almas, está ocupado el Infierno.

Continúa la virgen a Santa María de Jesús Crucificado: "Sin cuestionar nada, acepta con gratitud lo que el Buen Señor te envíe. ¡Cuántas ilusiones hay todavía, cuando Dios manda la enfermedad! En lugar de aprovecharla, dices: “¡Ah! Si estuviera sano, haría tal cosa, tales obras para Dios, para mi alma!”. Si pides sanidad, siempre lo haces poniendo esta condición: “Dios mío, si es tu voluntad; si el interés de tu gloria lo exige; si el bien de mi alma lo exige!”. El alma que ama a Dios Trino demuestra verdaderamente su amor por la Trinidad cuando cumple su voluntad, dejando de lado la propia voluntad.

“El que no toma su cruz no es digno de Mí”. La cruz personal es un don del Cielo, para ganarnos el Cielo, porque en la cruz nos unimos a Jesús Crucificado, a su Sagrado Corazón, que es la Puerta que conduce al seno del Eterno Padre. No solo no debemos renegar nunca de la cruz, sino que debemos abrazarla y amarla y llevarla por los días que nos queden de vida terrena, para así llegar al Reino de Dios.

 



[1] Extracto del libro: “La vida de Santa María de Jesús Crucificado”.


jueves, 2 de julio de 2020

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”




“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24-28). Jesús nos da las condiciones para ser su discípulo. Primero, es querer seguirlo: “El que quiera venir detrás de Mí”: Jesús no impone ni ordena su seguimiento; el seguimiento de Jesús es libre, no depende de una imposición, por eso Jesús dice: “El que quiera” venir detrás de Mí. Quien desee seguir a Jesús, lo debe hacer movido por amor a Él, no por imposición. Es lo mismo que sucede con el Cielo: nadie entrará en el Cielo obligado; quienes vayan al Cielo, lo harán porque así lo desean y para eso se prepararon.
“Que renuncie a sí mismo”: es la segunda condición para seguir a Jesús. No se puede seguir a Jesús siendo el hombre viejo, apegado a las pasiones terrenas; para seguir a Jesús, hay que seguirlo renunciando al hombre viejo y su apego a este mundo y sus atractivos.
“Que cargue su cruz y me siga”: No basta con dejar atrás al hombre viejo para seguir a Jesús: hay que seguirlo “cargando la cruz”, porque Jesús va delante nuestro no de cualquier manera, sino cargando la cruz a cuestas. Jesús marcha con la cruz a cuestas por el Camino Real de la Cruz, el Calvario, el camino que conduce al Cielo, porque es allí donde el alma, compartiendo la crucifixión de Cristo, termina de morir al hombre viejo y nace a la vida del hombre nuevo, el hombre que vive con la vida de la gracia, el hombre que vive su filiación divina, viviendo los Mandamientos de nuestro Padre Dios.
“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Si el seguimiento de Jesús implica cargar la cruz y seguir a Jesús que va camino del Calvario, este seguimiento implica, en primer lugar y antes que cualquier otra cosa, el estar en gracia de Dios y asistir a la Santa Misa, porque la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, sacrificio en donde Jesús se inmola al Padre para nuestra salvación, para que tengamos en nosotros la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios.

domingo, 3 de noviembre de 2019

“Quien no lleve su cruz detrás de Mí no puede ser discípulo mío”




“Quien no lleve su cruz detrás de Mí no puede ser discípulo mío” (Lc 14,25-33). Jesús advierte que, para ser discípulo suyo, hay que llevar la cruz de cada uno, de lo contrario, no se puede: “Quien no lleve su cruz detrás de Mí no puede ser discípulo mío”. Muchos piensan que, por haber recibido el Bautismo, por haber hecho la Comunión y la Confirmación, con eso ya basta para ser cristianos. Llevados por este pensamiento, no se preocupan por combatir sus propias pasiones, ni por evitar el pecado, ni por conseguir la gracia. Piensan que ser cristianos es solamente eso, tener el nombre de cristianos por el solo hecho de haber recibido los sacramentos. Quien así piensa y así vive, es solo cristiano de nombre, es decir, es un cristiano nominal y no real, porque en realidad solo lleva el nombre de cristiano, estando su alma muerta a la vida de la fe y de la gracia. Esta clase de cristianos demuestra, con su ausencia de fe, que hacen caso omiso de las palabras de Jesús, acerca de la necesidad de llevar la cruz de cada día: “Quien quiera ser mi discípulo, que cargue su cruz de cada día y me siga”. Jesús lo dice tanto en forma positiva como en negativa: “Quien no lleve su cruz detrás de Mí no puede ser discípulo mío” y esto nos debe hacer ver la importancia capital que tiene el llevar la cruz –combatir contra las pasiones, contra el pecado y vivir la vida de la gracia- para poder ser llamados verdaderamente cristianos y por lo tanto discípulos de Cristo.
“Quien no lleve su cruz detrás de Mí no puede ser discípulo mío”. Si no nos preocupamos por llevar la cruz, es decir, si no nos preocupamos por evitar las ocasiones de pecado; si no nos preocupamos por luchar contra nuestras pasiones; si dejamos de lado la vida de la gracia, no podemos llamarnos verdaderamente cristianos: somos cristianos nominales, pero no reales. ¿Qué es lo que lleva a un alma a desear verdaderamente llevar la cruz? Nos lo dicen los santos, con sus vidas: el Amor a Cristo crucificado. Pidamos entonces la gracia de amar a Jesús crucificado y así podremos llevar la cruz de cada día y seguir a Jesús camino del Calvario.

lunes, 2 de septiembre de 2019

“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”



(Domingo XXIII - TO - Ciclo C – 2019)

“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 25-33). Después de decir esto, Jesús pone dos ejemplos en los que son necesarias la previsión y el cálculo antes de comenzar una empresa, si es que se quiere llegar a buen fin. Primero da el ejemplo de alguien que quiere construir una torre: si quiere construirla, debe calcular el material, los gastos, el tiempo, etc.; de otra manera, si comienza a construirla, pero sin haber hecho esos cálculos, comenzará a construir la torre y no podrá terminarla, porque los materiales serán escasos, el dinero se le terminará, etc. El otro ejemplo que pone Jesús es el de un rey, que, con un ejército inferior, debe enfrentarse en una batalla con otro superior: con toda seguridad, perderá la batalla, porque la diferencia entre ambos ejércitos es muy importante, por lo que buscará, por todos los medios, para lograr su fin, que es el de no ir a la guerra, hacer un tratado de paz con el otro rey. Si hace un tratado de paz, habrá logrado su objetivo, el no enfrentarse en una guerra en la que seguramente habría salido perdedor.
Jesús da estos dos ejemplos y luego refuerza la idea principal: quien quiera ser su discípulo, no puede serlo si no está dispuesto a cargar su cruz de cada día y a renunciar a todo lo que posee. Es decir, el cristiano que, puesto a pensar, quiera alcanzar el Reino de los cielos y ser discípulo de Jesús, debe pensar que debe estar dispuesto a dos cosas: cargar la cruz de cada día y dejar todo lo que tiene. De lo contrario, será como el que quiso construir la torre y no pudo hacerla, o como el rey que con un ejército inferior salió a combatir y perdió la batalla: si no carga la cruz y no deja todo lo que tiene, el cristiano no puede llamarse cristiano y no puede ser discípulo de Cristo y, en consecuencia, no podrá entrar en el Reino de los cielos.
“Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío (…) quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”. Ser discípulos de Jesús no consiste en fríos cálculos para construir una torre terrena o ganar una batalla terrena: consiste en tener el amor suficiente para seguir a Jesús por el Camino Real de la Cruz, sin importar nada más. Pero para seguir a Jesús, para ser sus discípulos, sí hay que hacer el siguiente cálculo: sin la Cruz, no soy discípulo de Jesús, no lo sigo por el Via Crucis y no llego al Reino de los cielos, no salvo mi alma de la eterna condenación ni alcanzo la felicidad eterna. Como decimos, no se trata de un frío cálculo terreno, pero sí de un pensamiento movido, más que por el deseo de ganar el Reino de los cielos, de ser un discípulo de Jesús. Si quiero serlo, debo cargar la cruz de cada día y debo dejarlo todo para seguirlo por el camino del Via Crucis, camino que finaliza en el Monte Calvario, con la muerte del hombre viejo y el nacimiento del hombre nuevo, el hombre nacido “del agua y del Espíritu”, el hombre que vive la vida de la gracia. Jesús nos aconseja en el Evangelio ser “mansos como palomas y astutos como serpientes” y aquí, es astuto –sagaz, inteligente- el que se da cuenta que sin la cruz no puede ir a ningún lado que no sea la eterna condenación. Y como dice Santa Teresa, al final, “el que se salva sabe, y el que no, no sabe nada”. Esta vida no consiste en otra cosa que esto: en saber que debemos salvar el alma y que, para hacerlo, la única manera es seguir a Jesús, movidos por el amor, cargando la cruz de cada día y dejándolo todo por amor a Jesús.

viernes, 2 de septiembre de 2016

“El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo


(Domingo XXIII - TO - Ciclo C – 2016)

“El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo (…) Cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo (…) Cualquiera que no me ame (…) más que a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 25-33). Jesús enumera las condiciones necesarias para ser discípulo suyo, lo cual nos hace ver que ser cristianos no es solamente haber recibido el bautismo, la Primera Comunión y la Confirmación, y que tampoco alcanza con la asistencia dominical a la Santa Misa: además de todo esto, ser cristianos, es decir, discípulos de Jesús, es “cargar la cruz”, “renunciar a todo lo que se posee”, “amar a Cristo más que a la propia vida”. ¿Cómo podemos entender estas palabras de Jesús?
Se pueden entender en un sentido literal, como es en el caso de los consagrados, que renuncian a los bienes materiales y a la posibilidad de formar una familia, y también en el sentido espiritual, entendiendo por la “renuncia de todo lo que se posee”, a todo aquello que impide la unión con Dios: la concupiscencia, el pecado, los vicios, el mal, etc. Es decir, Jesús nos advierte que para ser su discípulo se debe renunciar, en el caso de los consagrados, a los bienes materiales y al hecho de formar una familia, pero sobre todo, se trate de consagrados o no, la renuncia es a todo lo que nos impide la unión con Dios y pertenece al hombre viejo: el orgullo, la soberbia, la vanidad, el materialismo, etc. No puede ser discípulo de Jesús quien no esté dispuesto a renunciar a los bienes terrenos y a la concupiscencia de la carne y de la vida.
Quien quiera ser discípulo de Jesús, debe estar dispuesto ya sea a renunciar a todo lo material y a la posibilidad de formar una familia, como los consagrados, y también a renunciar a todo lo que es propio de la naturaleza humana sometida bajo el yugo del pecado original. Este es el significado de “cargar la cruz de todos los días, ir detrás de Jesús y dejar la propia vida”: la cruz no es el problema afectivo que puedo tener; no son los problemas económicos; no son los problemas familiares; no son las circunstancias externas: la cruz es el hombre viejo, el hombre carnal, el hombre al que le atraen las concupiscencias de la carne y de la vida; el hombre que se resiste a orar; el hombre que se resiste a la gracia; el hombre que no desea morir a sí mismo, porque eso implica comenzar a cumplir los Mandamientos de Jesucristo y no los de Satanás; cargar la cruz es cargar a ese hombre viejo, cargado de malicia, de tendencia al mal, lleno de vanidad y de orgullo, y es a ese hombre viejo al que hay que crucificar en el Calvario, para que muera y así nazca el hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia santificante, el hombre nacido del Agua y la Sangre que brotan del Corazón traspasado de Jesús, que tiene a la Virgen por Madre, a Dios por Padre, a Jesús por Hermano y al Espíritu Santo como el Amor con el cual amar su nueva vida de hijo de Dios y a su Nueva Familia, la familia que Dios le regala por la gracia. Pero para que esto suceda, es decir, para que el hombre viejo pueda morir, es necesario llevarlo al Calvario, yendo detrás de Jesús, cada día, todos los días, para así terminar de morir a esta vida terrena para comenzar a desear la vida eterna, para dejar de ansiar los bienes de este mundo “cuya figura pasa” (cfr. 1 Cor 7, 31) pronto porque ya llega “el cielo nuevo y la tierra nueva” (cfr. Ap 21, 1) prometidos por Jesús, que “hace nuevas todas las cosas”.
Estas son entonces las condiciones para seguir a Jesús y ser sus discípulos, aunque también hay que agregar que Jesús da las condiciones para el martirio: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”. Este “renunciar a la vida”, se entiende en sentido literal, es decir, el que quiera ser discípulo de Jesús, tiene que estar dispuesto, literalmente, a entregar su vida terrena en pos de este seguimiento –de manera tal que deba ser su cuerpo sin vida colocado en un ataúd para luego ser sepultado- , lo cual puede darse en el marco de una persecución sangrienta, y es el caso de los mártires, aunque se refiere también al caso de estar dispuestos a perder la vida, también literalmente, antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, tal como lo pidió Santo Domingo Savio el día que hizo su Primera Comunión: “Morir antes que pecar”. En el mismo sentido, San Ignacio de Loyola afirma: “Que se pierda el mundo, antes que decir una sola mentira”. Santa Teresa de Ávila: “En esto de hipocresía y vanagloria, gloria a Dios, jamás me acuerdo haberle ofendido que yo entienda; que en viniéndome primer movimiento, me daba tanta pena, que el demonio iba con pérdida y yo quedaba con ganancia, y así en esto muy poco me ha tentado jamás”[1].
Jesús nos advierte que debemos estar dispuestos a morir, literalmente hablando, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado –esto quiere decir dispuestos a morir antes que decir una “mentira leve”, y aquí vemos la magnitud y las exigencias de lo que significa el seguimiento de Jesucristo y sus exigencias-, si es que queremos ser sus discípulos: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”. Hasta que no estemos dispuestos a perder la vida, literalmente hablando, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, no podemos ser discípulos de Nuestro Señor Jesucristo.
La renuncia tiene por objeto poseer a Jesús; quien no está dispuesto a renunciar, se queda con sus bienes, pero se pierde de tener a Jesús, lo cual significa una gran pérdida y el caer en manos del enemigo de las almas, como dice Santa Teresa de Ávila: “Acordaos, hijas mías, aquí en la ganancia que trae este amor consigo y de la pérdida por no le tener, que nos pone en manos del tentador, en manos tan crueles, manos tan enemigas de todo bien y tan amigas de todo mal”[2]. Para poseer a Jesús, que está en la Eucaristía, y al Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, es que el cristiano debe “cargar la cruz”, “renunciar a todo lo que posee”, “amar a Jesús más que a la propia vida”.




[1] V 7,1.
[2] C 40, 8. Cfr. CE 70, 3.

domingo, 2 de noviembre de 2014

“El que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”


“El que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 25-33). Los proselitistas humanos hallarían muy sorprendente esta política de Jesús: cuando inmensas multitudes lo siguen, Él, en lugar de atraerlas con fáciles promesas, como suele hacerse, pone sin embargo en el más fuerte aprieto la sinceridad de su adhesión, obligando a quien quiera seguirlo, a desprenderse de absolutamente todo lo que no sea el amor a Él. Es decir, contrariamente a lo que harían los políticos y los líderes de religiones meramente humanas, que con tal de ganar adeptos fácilmente, los atraen con promesas de dádivas –las cuales, en la gran mayoría de los casos, no pueden cumplir-, Jesús, por el contrario, se muestra sumamente exigente para con aquellos que quieran seguirlo: deben despojarse absolutamente de todo lo que poseen; de lo contrario, no son dignos de ser discípulos de Él: “El que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”.
De esta manera, los que siguen a Jesús confían en la Divina Providencia -según su enseñanza de Lc 12, 22: “No andéis solícitos por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis”-, pero además, tienen que estar libres de toda preocupación mundana, que es lo que está significado en la frase: “los muertos que entierren a sus muertos” (cfr. Lc 9, 57): son los que, absortos en las preocupaciones mundanas, no tienen inteligencia del Reino de Dios; los que así obran no tienen el espíritu de infancia y prefieren su propio criterio al de Jesús[1]. Es decir, el discípulo que sigue a Jesús, debe tener su corazón desapegado de los bienes materiales y su razón libre de su juicio propio y adherida a Jesucristo, la Verdad Absoluta de Dios.
“El que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”. Entonces, lo que Jesús quiere decir es que si las riquezas, el amor familiar, e incluso el juicio propio y el amor a la vida impiden su seguimiento, ese tal no puede ser su discípulo, por lo que hay que estar desprendidos y desapegados de ellos. Por otra parte, lo que hay que notar es que, para el seguimiento de Jesús, las cosas son al revés que cuando se trata de los negocios del mundo: cuando se trata de lograr el éxito en negocios mundanos, son elementos esenciales el dinero y los bienes materiales[2]; pero cuando se trata del seguimiento de Jesús, el dinero y los bienes materiales, y toda clase de asuntos mundanos, son más bien una carga y un lastre pesados, que hacen difícil y hasta imposible su seguimiento.
La razón es que, para seguir a Jesús por el camino de la cruz, se necesita estar desapegado de todos esos amores y tener solo el amor a Jesús y a la cruz, cualquier otro amor, hace imposible llevar la cruz por el camino del Calvario, porque el corazón humano solo tiene espacio para un solo amor: o el amor a sí mismo, a su juicio propio y a los bienes materiales, o el amor a Jesús y a su cruz. Uno de los amores, pero no los dos, y esa es la razón por la cual, quien no renuncia a todo lo que posee, no puede ser discípulo de Jesús.



[1] Straubinger.
[2] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1953, 620.