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sábado, 29 de junio de 2024

“Talitha qum (A ti te digo, niña: levántate”)

 


(Domingo XIII - TO - Ciclo B – 2024)

         “Talitha qum (A ti te digo, niña: levántate”). (Mc 5, 2-43). En este episodio del Evangelio podemos ver uno de los más asombrosos casos de resurrección por parte de Jesús, aunque propiamente hablando, no se trate de la “resurrección” gloriosa de los muertos al fin de los tiempos, sino más bien de una re-animación del alma de la niña en su cuerpo mortal, para luego seguir viviendo en esta vida mortal. El milagro de Jesús consiste en que Él, en cuanto Hombre-Dios, le ordena al alma de la niña, quien efectivamente ya había fallecido, regresar desde el más allá y re-unificarse o re-unirse a su cuerpo; le ordena a su alma que vuelva a unirse a su cuerpo para darle vida, tal como hace toda alma con su cuerpo desde el momento de la concepción. Jesús puede hacer este milagro porque Él es Dios Hijo encarnado; Él tiene el poder necesario para hacer este milagro; Él es dueño de las almas; Él nos creó y por lo tanto, es el Dueño de todas las almas y todas las almas -todos los seres humanos- le debemos obediencia, adoración y amor por sobre todas las cosas y por sobre toda creatura.

         Otro aspecto a considerar es la muerte, puesto que es el elemento central hasta la aparición de Jesús. En la Sagrada Escritura, en el Libro de la Sabiduría, se dice: “Dios no creó la muerte[1] (…) la muerte entró en el mundo por la envidia del Diablo y por el pecado del hombre”[2]. Entonces, los dos responsables de la muerte en la raza humana son el Diablo, quien al hacer caer en la tentación a Adán y Eva les hizo perder la vida de la gracia y la vida inmortal que la gracia conllevaba, y el hombre mismo, por cuanto es pecador. Dios no es autor de la muerte; por el contrario, Dios envió a su Hijo Jesucristo para que derrotara a los tres grandes enemigos del hombre: la muerte, el pecado y el Demonio.

         Precisamente, esta es la tercera consideración que podemos hacer en este Evangelio: cómo y cuándo Jesús derrota a estos tres grandes enemigos. El “cuándo” es en el Viernes Santo, en el día de la Crucifixión, en el día de la muerte de Jesús en el Calvario -aunque comienza su triunfo en el momento de la Encarnación, siendo en la Crucifixión el momento en el que este triunfo se consuma; el “cómo”, podríamos graficarlo de la siguiente manera, haciendo una aplicación de sentidos, como enseña San Ignacio de Loyola: imaginemos que estamos al pie de la Cruz, al pie de la Virgen, nos hacemos muy pequeños, la Virgen nos toma y nos introduce por el Costado abierto del Redentor, que ha sido ya traspasado por la lanza. Ingresamos a su Sagrado Corazón, según lo describen los santos y el mismo Jesús, es un “horno ardiente de Amor”, imaginemos entonces que estamos en un horno ardiente, pero con llamas que no queman sino que encienden las almas en el fuego del Divino Amor; sentimos el crepitar de las llamas que envuelven al Sagrado Corazón; escuchamos el respirar de Jesús; escuchamos y vemos los torrentes de su Sangre Preciosísima, que sin cesar se derraman por el Costado traspasado; ahora vemos cómo un frío helado, el frío de la muerte, pretende apoderarse del Cuerpo y del Corazón de Jesús, pero no lo logra, porque el calor de ese horno ardiente es tan grande, que no le deja ninguna posibilidad a la muerte de ingresar en su Cuerpo: Jesús ha vencido a la muerte; ahora una negra gangrena, que representa el pecado, insinúa apropiarse del Cuerpo de Jesús, pero no puede hacerlo ni siquiera por un instante y desaparece para siempre, dando lugar en cambio al fluir de la Sangre Preciosísima que expulsa en cada latido el Sagrado Corazón: Jesús ha vencido al pecado; por último, Satanás y el infierno todo, en un desesperado intento suicida, intentan apoderarse del Cuerpo de Jesús, pero son precipitados al instante a los más profundo del Infierno, por el poder de la Sangre gloriosa del Cordero y por las llamas de Amor del Sagrado Corazón: Jesús ha vencido a Satanás y al infierno todo. Jesús ha vencido así, desde la Cruz, en el día y el momento en el que los tres grandes enemigos de la raza humana creían haber triunfado, a estos tres -la muerte, el pecado y el demonio-, para dar paso, para nosotros, por medio de la comunicación de su Sangre Preciosísima, que brota de su Sagrado Corazón y se nos transmite a través de los sacramentos, sobre todo la Penitencia y la Eucaristía, en vez de la muerte, su Vida gloriosa y divina de Hombre-Dios; en vez del pecado, la gracia santificante en el tiempo y la gloria divina en la eternidad; en vez del Demonio, el Don de Sí mismo, de su Acto de Ser divino Trinitario y con Él, el don de las Tres Divinas Personas: nos da su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía para que, unidos a Él en el Amor del Espíritu Santo, seamos conducidos al Padre, para adorarlo por toda la eternidad.

“Talitha qum (A ti te digo, niña: levántate”). El mismo Jesús que resucitó a la niña en el Evangelio; el mismo Jesús que derrotó a la muerte, al pecado y al demonio en la Cruz, en el Monte Calvario; ese mismo Jesús está en Persona en el sagrario, en la Eucaristía y es Quien nos concederá su vida gloriosa y eterna en el Día del Juicio Final, si nos mantenemos fieles a su gracia. Le pidamos a la Virgen, Mediadora de toda Gracia, que interceda para que recibamos la gracia de unirnos y fusionarnos a ese horno ardiente que es el Sagrado Corazón de Jesús, así como el leño seco, convertido en brasa por la acción de las llamas, se fusiona y une al fuego y se convierte en uno solo con él, de tal manera que nada nos aleje de la felicidad eterna que significa adorar a su Hijo Jesús, primero en la tierra y en el tiempo y luego en el Cielo y por los siglos sin fin.



[1] Cfr. Sab 1, 13-14.

[2] Cfr. Sab 2, 23.


lunes, 3 de abril de 2023

Viernes Santo

 


Nuestros pecados personales no quedan en el aire ni se pierden en el vacío: se materializan, por así decirlo, e impactan en el Cuerpo de Nuestro Señor, abriendo heridas y derramando Sangre; tanto más grande es la herida y tanta más Sangre brota, cuanto más grave es el pecado. Somos nosotros los que flagelamos, coronamos de espinas y crucificamos al Hombre-Dios Jesucristo. Perdónanos, Señor, porque no sabemos lo que hacemos.

El Viernes Santo la Santa Iglesia Católica conmemora la Pasión y Muerte de Jesús. En este Día Santo, la Esposa de Cristo no celebra la Santa Misa, en señal de duelo por la Muerte de su Esposo Místico, Cristo. De hecho, este es el sentido de la postración del sacerdote ministerial, en el ritual que comienza a las tres de la tarde, hora de la muerte de Jesucristo: el sacerdote ministerial se postra porque, al haber muerto el Sumo y Eterno Sacerdote en la Cruz, el sacerdote ministerial no tiene razón de ser, pierde toda su propiedad, todo su ser, toda su esencia. El sacerdote ministerial cobra sentido solo en Cristo, Persona Segunda de la Trinidad que se encarna en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, Quien en la Última Cena, que es la Primera Misa de la historia, entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el Cáliz, completando este don sacrificial de Sí mismo en el Ara Santa de la Cruz, en donde entrega su Cuerpo y derrama su Sangre en el Monte Calvario, para la salvación de los hombres. El sacerdote ministerial obra in Persona Christi, en la Persona de Cristo, en la Santa Misa, pero si Cristo está muerto, entonces el sacerdote ministerial no puede obrar nada, porque su poder sacerdotal es participación al Sacerdocio del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo. El sacerdote se postra en señal de duelo y con él también lo hace toda la Iglesia, porque la Iglesia pierde a su Esposo y este duelo de la Iglesia está representado en el duelo de la Virgen Santísima al pie de la Cruz. 

La Muerte de Jesús en la Cruz es el cumplimiento de las palabras de Jesús: en el momento de ser entregado por el traidor Judas Iscariote, Jesús anuncia que "es la Hora de las tinieblas" y esa Hora, Hora siniestra, lúgubre, tenebrosa, llega a su culmen con la Muerte del Señor Jesús en la Cruz. Al morir Jesús, las tinieblas cubren la tierra, pero no se trata solo del eclipse solar, que efectivamente sucedió en la muerte de Jesús, sino que se trata de las tinieblas vivientes, es decir, el Demonio y todos los ángeles caídos, que cubren no solo la tierra, sino las almas de los hombres, envolviéndolos en su siniestra oscuridad. Es un verdadero eclipse espiritual, porque muere en la Cruz el que es el Sol de justicia, el Sol Increado, Cristo Jesús. Al morir en la Cruz, las tinieblas vivientes, esto es, el Infierno todo, celebra con gozo y alegría su aparente triunfo, porque en realidad el Infierno piensa haber triunfado sobre el Hombre-Dios Jesucristo. Pero el triunfo de las tinieblas es solo aparente, porque en el momento en el que más prevalecen las tinieblas, en el momento de mayor oscuridad infernal sobre las almas, la Muerte de Jesús en la Cruz, es el momento, al mismo tiempo, del máximo triunfo, total y absoluto, de Jesucristo, sobre los tres grandes enemigos del hombre: el pecado, la muerte y el Demonio. 

Por eso, si bien el Viernes Santo es un día de duelo, de llanto interior y de dolor, por la Muerte de Jesús -y es también un día de dolor por nuestros pecados, porque son nuestros pecados los que crucifican a Jesús-, es un día también de serena paz y alegría, porque si bien Cristo muere como Hombre, resucitará por el hecho de ser Dios, el Día del Sol Victorioso, el Domingo y su Luz Eterna brillará para siempre. Hasta que eso ocurra, la Iglesia, partícipe de su Pasión y Muerte, hace duelo y llora, como el llanto por el hijo único, el Viernes Santo.

miércoles, 29 de marzo de 2023

Domingo de Ramos, ingreso triunfal de Jesús en Jerusalén

 


(Domingo de Ramos - Ciclo A – 2023)

         En el Evangelio del Domingo de Ramos se relata el ingreso triunfal de Jesús en la Ciudad Santa de Jerusalén. Podemos considerar el hecho histórico en sí mismo, como así también su significado espiritual y sobrenatural, además de la relación que se establece entre nosotros y el hecho histórico, por medio de la liturgia eucarística.

         En cuanto al hecho histórico, los habitantes de Jerusalén, al enterarse de la llegada de Jesús, salen todos, absolutamente todos, desde el más pequeño hasta el más anciano, a recibir a Jesús con cantos de alegría, tendiendo ramos a su paso y aclamándolo como al Rey y Mesías. La razón es que el Espíritu Santo les ha hecho recordar todo lo que Jesús ha hecho por ellos, por todos y cada uno de ellos, puesto que no ha habido ni un solo habitante de Jerusalén que no haya recibido al menos un milagro, una gracia, un don, de parte de Jesús. Todos se acuerdan de lo que Jesús hizo por ellos y, llenos de alegría, salen a aclamarlo como a su Rey y Señor.

         Sin embargo, estos mismos habitantes que lo reciben el Domingo de Ramos con cánticos de alegría, son los mismos que lo expulsarán el Viernes Santo, en medio de insultos, gritos, blasfemias, escupitajos, trompadas, patadas, latigazos. Es como si hubieran olvidado, repentinamente, todo lo que Jesús hizo por ellos y ahora, todos, desde el más pequeño hasta el más anciano, expulsan a Jesús en medio de insultos y horribles blasfemias.

         Para explicarnos el cambio radical de actitud de la población de Jerusalén, es necesario considerar y reflexionar acerca del significado espiritual y sobrenatural del ingreso en Jerusalén y es el siguiente: la Ciudad Santa de Jerusalén representa a cada bautizado, que ha sido convertido en morada santa por la gracia santificante recibida en el Bautismo sacramental; la recepción triunfal del Domingo de Ramos es cuando el alma recibe a Cristo por medio de la gracia santificante que se comunica por los sacramentos, sobre todo la Confesión y la Eucaristía; los habitantes de Jerusalén somos nosotros, los bautizados, porque todos hemos recibido dones infinitos de Jesús, empezando por el don de la Redención y la gracia santificante del Bautismo sacramental, de tal manera que ninguno de nosotros puede decir que no ha recibido nada de Jesús; la Ciudad Santa de Jerusalén del Viernes Santo, que expulsa a Jesús, quedándose sin Él, para darle muerte en el Calvario, representa al alma que, por el pecado mortal, expulsa a Jesús de sí misma, quedándose sin la Presencia de Jesús, sin su gracia santificante y por lo tanto sin la vida divina trinitaria, es el alma que está en pecado mortal.

         En cuanto a la relación que hay entre el hecho histórico y nosotros, podemos decir, con toda certeza y de acuerdo a las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, de los Doctores y Santos de la Iglesia y por su Magisterio, que la liturgia eucarística de la Santa Misa es la renovación, incruenta y sacramental, del Santo Sacrificio del Calvario y como en la cruz del Calvario el que entrega su vida es Jesús, Dios Eterno, nuestro tiempo queda, por así decirlo, “impregnado” de eternidad, por lo que participamos, misteriosamente, de los misterios salvíficos de Jesucristo, de su Pasión, Muerte y Resurrección y también del hecho histórico del Domingo de Ramos.

         ¿Cuál de los dos tipos de habitantes de Jerusalén queremos ser? ¿Los que reciben a Jesús con cantos de alegría, porque viven en estado de gracia, cumplen sus mandamientos y reciben sus sacramentos, reconociéndolo como al Rey y Señor de la humanidad? ¿O queremos ser como los habitantes del Viernes Santo, que expulsan a Jesús por el pecado mortal, quedándose sin la Presencia de Jesús, viviendo la vida sin cumplir los Mandamientos, prefiriendo el pecado y la muerte del alma, a la vida de la gracia? Por supuesto que queremos ser los habitantes del Domingo de Ramos, por lo tanto, hagamos el propósito de vivir en gracia, de recuperarla por la Confesión sacramental si la hemos perdido y abramos las puertas de nuestros corazones, purificados por la gracia, al ingreso triunfal de Jesús Eucaristía en nuestras almas.

domingo, 28 de marzo de 2021

Viernes Santo

 



(Ciclo B – 2021)

         El Viernes Santo es un día de luto para la Iglesia Católica, porque muere en la Cruz Aquel que es su Roca basal, su fundamento, su razón de ser y existir: Cristo Jesús, el Hombre-Dios. Sin Jesucristo, la Iglesia no tiene razón de existir; sin Jesucristo, el sacerdocio ministerial pierde todo su poder y todo su significado; sin Jesucristo, no hay sacramentos y por lo tanto no hay gracia santificante para los hombres. La postración del sacerdote ministerial ante el altar, en el inicio de la celebración litúrgica del Viernes Santo, simboliza la muerte simbólica del sacerdocio ministerial, al morir en la Cruz el Sacerdote Sumo y Eterno, Jesucristo: sin el Sumo y Eterno Sacerdote, el sacerdocio ministerial carece de poder, de sentido y de significado.

El Evangelio narra que luego de agonizar durante tres horas en medio de dolores indescriptibles, inimaginables, inenarrables, desde las doce del mediodía hasta las tres de la tarde, Jesucristo, dando un fuerte grito, expira y entrega su espíritu al Padre. Si se observa esta escena solo con la razón humana, sin el auxilio de la fe, su muerte parece ser la mayor derrota de Dios Padre, del Espíritu Santo y del Hombre-Dios Jesucristo: con su muerte en cruz, todo parece perdido, todo parece terminado. Parece la derrota de Dios Padre, porque la Encarnación del Verbo tenía el objetivo preciso de salvar a la humanidad y ahora el Verbo Encarnado aparece crucificado sobre la Cruz del Calvario, sin vida, derrotado, rodeado de enemigos; parece la derrota de Dios Espíritu Santo, el Divino Amor, porque como consecuencia de la Encarnación del Verbo de Dios, Éste habría de infundir su Espíritu Santo sobre los hombres, para convertir los corazones de piedra de los hombres en corazones de carne, llenos del Divino Amor y ahora, que está muerto Jesús, esa efusión del Espíritu Santo parece imposible, con lo que el odio humano y satánico parece haber prevalecido por sobre el Amor de Dios; parece la derrota de Dios Hijo, porque sus enemigos, por medio de mentiras y calumnias de todo tipo, lograron apresarlo, enjuiciarlo inicuamente y condenarlo a muerte y lograron también darle muerte de cruz y por eso ahora más que nunca, en el Calvario, parece que Jesucristo ha fracasado en su empresa de salvar a los hombres, porque Él mismo está muerto, rodeado de enemigos y asistido solo por su Madre, la Virgen de los Dolores.

Sin embargo, la derrota de Dios Uno y Trino es sólo aparente y en realidad, puesto que la luz de la fe nos dice algo distinto: la muerte de Cristo en la cruz representa el más rotundo e impresionante y definitivo triunfo por sobre todos los enemigos de Dios Trino y de los hombres. La muerte de Cristo en la cruz es el triunfo magnífico de Dios Padre, porque su plan de salvación se concreta con el derramamiento de Sangre de su Hijo, el Cordero de Dios, Sangre que cayendo sobre las almas de los hombres les quitará el pecado y les concederá la gracia santificante y los convertirá en hijos adoptivos de Dios Padre; la muerte de Cristo en la cruz es el triunfo más rotundo de Dios Espíritu Santo, el Amor de Dios, que es efundido sobre las almas y el mundo entero por medio de la Sangre del Cordero, a través de sus heridas abiertas y por medio de la herida de su Costado traspasado y así el Amor y la Misericordia Divina se derraman como un océano infinito de amor divino que inunda a las almas y al mundo entero, haciendo desaparecer para siempre el odio de los corazones humanos y llenándolos del Amor de Dios; la muerte de Cristo en la cruz representa el triunfo más grandioso del Hombre-Dios Jesucristo, porque aunque aparece rodeado de enemigos, su muerte constituye la derrota definitiva, para siempre, de los tres grandes enemigos de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte y así Jesús, que parece derrotado en la cruz, es en realidad el Vencedor Invicto y Eterno sobre los enemigos de Dios y los hombres.

El Viernes Santo es día de luto para la Iglesia Católica, porque muere en la cruz el Hombre-Dios Jesucristo, su fundamento, su razón de ser y existir, pero es también un día de esperanza, porque es el día en el que las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, que parecen haber triunfado en apariencia, en verdad han sido derrotadas para siempre; es un día de esperanza porque el Hombre-Dios ha derrotado para siempre a la Muerte y al Pecado y con su Sangre Preciosísima nos ha abierto las Puertas del Reino de los cielos.

jueves, 18 de marzo de 2021

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor


 

(Domingo de Ramos en la Pasión del Señor - Ciclo B – 2021)

         Jesús ingresa a Jerusalén “montado en un borrico”, tal como lo habían anticipado los profetas y en su ingreso, es aclamado por todos los habitantes de Jerusalén, quienes entonan cánticos de alegría a su paso, le tienden mantos y lo saludan con palmas. En esa multitud se encuentran todos los habitantes de Jerusalén, sin exceptuar ninguno, porque todos quieren aclamar y alabar a Quien les ha concedido algún milagro: a algunos una curación, a otros la resurrección, a otros los ha exorcizado, expulsando a los espíritus malignos. Todos los habitantes de Jerusalén, sin excepción, han recibido dones, gracias y milagros de parte de Jesús y es por eso que todos, sin excepción –niños, jóvenes, adultos, ancianos-, han acudido a las puertas de Jerusalén, para celebrar la llegada de Aquel a quien ahora, el Domingo de Ramos, reconocen como al Mesías, como al Enviado de Dios para el Pueblo Elegido.

         Sin embargo, este clima de alegría desbordante y generalizada cambiará en pocos días cuando, el Viernes Santo, después de haber sido apresado y enjuiciado y condenado a muerte por medio de calumnias y mentiras, Jesús sea expulsado de la Ciudad Santa, por los mismos que el Domingo lo recibieron con alegría. Es decir, mientras el Domingo de Ramos lo reciben con palmas y cánticos de alabanza y lo reconocen como al Mesías, el Viernes Santo lo expulsan de Jerusalén, sentenciado a muerte de cruz, acusándolo de blasfemo y de mentiroso, por intentar suplantar a Dios, haciéndose pasar por Dios. Todos los habitantes de Jerusalén, todos los que habían recibido de Jesús un milagro, una gracia, un don, están ahí, el Viernes Santo, para expulsar a Jesús de la Ciudad Santa y para acompañarlo a lo largo del Via Crucis, del Camino del Calvario, no para ayudarlo a llevar la cruz, sino para insultarlo, apedrearlo y golpearlo con puños, trompadas y puntapiés.

         ¿Cómo se explica tan inmenso cambio en la actitud de los habitantes de Jerusalén? No se explica sólo por la ingratitud humana: la explicación última es de orden espiritual y está en lo que la Escritura llama el “misterio de iniquidad”, es decir, el misterio de maldad y falsedad en el que está inmersa la humanidad desde la caída de Adán y Eva al cometer el pecado original. Esto es lo que debemos ver entonces, en la actitud de los habitantes de Jerusalén: la presencia y actividad del misterio de iniquidad, esto es, del pecado, en el corazón del hombre.

         Pero hay otro elemento que podemos ver y es el siguiente: tanto el Domingo de Ramos como el Viernes Santo, prefiguran los diversos estados espirituales del alma. En efecto, el Domingo de Ramos, en el que los habitantes de Jerusalén están felices por la llegada de Jesucristo, se representa al alma que posee la dicha y la alegría que le concede la gracia de Dios; en el ingreso de Jesucristo a Jerusalén, se representa el ingreso de Cristo al alma por medio de la gracia sacramental y también por la fe; la Ciudad Santa, la ciudad de Jerusalén, representa el alma humana, destinada a la santidad, para ser morada de Dios Uno y Trino; los habitantes de Jerusalén, que han recibido multitud de dones y gracias por parte de Jesús, representan a las almas que han recibido, a lo largo de la historia, innumerables dones y gracias de parte de Cristo, por medio de su Iglesia.

         ¿Qué representa el Viernes Santo? El Viernes Santo, día en el que Cristo es expulsado de la Ciudad Santa, día en el que la Ciudad Santa, por libre decisión, se queda sin Cristo, representa al alma que, por el pecado –sobre todo el pecado mortal- rechaza a Cristo y su cruz y lo expulsa, libre y voluntariamente, de sí misma, puesto que esto es lo que significa el pecado, la expulsión de Cristo del alma; el Viernes Santo es día también de oscuridad espiritual –simbolizada en el eclipse total de sol luego de la muerte de Jesús en la cruz-, porque si Cristo, que es Luz Eterna, es expulsado del alma, entonces el alma no solo se queda sin la luz de Cristo, sino que es envuelta en tinieblas, pero no en las tinieblas cosmológicas, como las de un eclipse, sino en las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, los demonios y es esto lo que sucede cuando el alma comete un pecado mortal.

         Por último, debemos reflexionar cuál de las dos ciudades santas queremos ser: si la del Domingo de Ramos, en la que reina la alegría porque Jesús ingresa al alma y es reconocido como Dios, como Mesías y como Rey y es cuando el alma está en gracia santificante, o la del Viernes Santo, en la que Cristo es expulsado por el pecado, quedando el alma inmersa en las tinieblas vivientes, los demonios. Lo que elijamos ser, eso se nos dará, según lo dice el mismo Dios en las Escrituras: “Pongo ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida –Cristo Dios en la Eucaristía- para que vivas tú y tu descendencia” (cfr. Deut 30, 19).

 

viernes, 22 de mayo de 2020

“Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”




“Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón” (Jn 16, 20-23a). Cuando Jesús muera en la Cruz el Viernes Santo, los discípulos se entristecerán y llorarán, porque al no haberles sido dado todavía el Espíritu Santo, no recordarán o no creerán en las palabras de Jesús, de que Él habría de resucitar “al tercer día”. Esta tristeza y llanto, causados por el descreimiento en sus palabras, es característica de todos los discípulos en los primeros encuentros con Jesús resucitado. Por ejemplo, María Magdalena, llora a la entrada de la tumba porque cree que Jesús está muerto y que “se han llevado” su cuerpo; los discípulos de Emaús están con el “semblante triste” porque si bien conocían a Jesús, se han quedado con los sucesos del Viernes Santo y al no tener la perspectiva de la resurrección del Domingo, se sumergen en la tristeza; Santo Tomás, a su vez, es el incrédulo por antonomasia, porque a pesar de recibir el testimonio de los demás discípulos de que han visto a Jesús resucitado, no quiere creer hasta que “toque con sus manos” sus heridas y su costado.
“Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”. Si bien la tristeza es la nota predominante de los discípulos antes de ver a Jesús resucitado e incluso antes de recibir el Espíritu Santo que les permite reconocerlo, luego de que se encuentran con Jesús y Él les sopla el Espíritu Santo para que sus mentes y corazones lo reconozcan como resucitado, lo que predomina y abunda en los discípulos es la alegría: “No podían creer de la alegría”, dice el Evangelio. A esto se refiere Jesús cuando les dice: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”. Él morirá en la Cruz y sus discípulos se entristecerán, pero resucitará y volverá a verlos y les dará una alegría que “nadie podrá quitarles”, porque es la Alegría Increada que brota de su Sagrado Corazón la que embargará sus espíritus.
“Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”. Si la tristeza se adueña de nuestras vidas, por el motivo que sea, acudamos a los pies de Jesús Eucaristía, para que Él “vuelva a vernos” y así nos comunique de su alegría y se alegre nuestro corazón.

lunes, 6 de abril de 2020

Jueves Santo: La Última Cena


La última cena de Jesús fue un miércoles
(Ciclo A – 2020)

          En la Última Cena y sabiendo Jesús que “había llegado la Hora de partir de este mundo al Padre” (Jn 13, 1), movido por su amor misericordioso, deja para la Iglesia dos dones, dos instituciones, el sacerdocio ministerial y la Sagrada Eucaristía. La Sagrada Eucaristía, para que sirva de alimento exquisito y super-substancial, que alimente con la vida eterna de Dios Trino, a todas las generaciones de fieles discípulos suyos, que lo seguirán hasta el fin del mundo; el sacerdocio ministerial, para que la Iglesia pueda confeccionar la Sagrada Eucaristía y “hacerlo en memoria suya” hasta que Él vuelva. Tanto uno como otro sacramento, entonces, son de institución divina, es decir, no son invención del hombre: la Eucaristía no puede ser confeccionada sin el sacerdocio ministerial, y el sacerdocio ministerial no tiene sentido sin la Eucaristía.
          Eucaristía y Sacerdocio ministerial son, entonces, dones del Sagrado Corazón de Jesús, del amor de infinito de su divina misericordia, que prevé con anticipación que los hombres necesitarán el alimento eucarístico, el Pan del cielo, que concede la vida eterna a quien lo consume y, por otro lado, necesitarán del sacerdocio y de sacerdotes, que estén en grado de perpetuar el Santo Sacrificio del altar.
          En la Última Cena, Jesús lleva a cabo lo que podemos decir que es la Primera Santa Misa, porque convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, aunque sea todavía necesario que se consume el Santo Sacrificio de la Cruz. A partir de entonces, cada Santa Misa celebrada por un sacerdote ministerial, renovará, de forma incruenta y sacramental, al Santo Sacrificio del Calvario, constituyendo la Santa Misa -y por lo tanto la Eucaristía- una sola unidad y un solo sacrificio, el de la Santa Cruz. Quien asiste a la Santa Misa, asiste por lo tanto al Santo Sacrificio del Viernes Santo, llevado a cabo en la Cruz. Allí Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, por nuestra redención, por nuestra salvación; en la Santa Misa, de modo invisible, insensible, incruento y sacramental, Jesús realizará sobre el altar eucarístico -a través de la persona del sacerdote ministerial- el mismo y único Santo Sacrificio de la Cruz. De ahí que quien asista a la Santa Misa debe asistir como si asistiera al Sacrificio del Gólgota, realizado hace veintiún siglos.
          Al conmemorar el Jueves Santo de la Pasión del Señor, recordemos los dones del amor misericordioso del Sagrado Corazón de Jesús, la Eucaristía y el Sacerdocio ministerial; agradezcamos con toda el alma por ello y asistamos a la Santa Misa como si Jesús estuviera en el altar, en lugar del sacerdote ministerial y como si la Santa Misa fuera el Santo Sacrificio del Viernes Santo.

viernes, 19 de abril de 2019

Viernes Santo - Meditación de los dolores de la Virgen



          Luego de agonizar por tres horas en la Cruz, Jesús murió a las tres de la tarde, luego de lo cual, su Cuerpo fue depuesto de la Cruz, envuelto en una sábana mortuoria y llevado al sepulcro nuevo de José de Arimatea, excavado en la roca, tal como lo relata el Evangelio. Son los discípulos los que piadosamente descuelgan el Cuerpo de Cristo muerto en la Cruz y lo depositan en los brazos de la Virgen. Las lágrimas de la Virgen, que brotan de su Corazón Inmaculado y se vierten a través de sus ojos, limpian el Santo Rostro de Jesús, cubierto de sangre seca, de barro, de tierra, de lágrimas. La Virgen llora la muerte del Hijo de su Amor: con Él ha muerto la Vida porque Él es la Vida Increada y por eso la Virgen siente que en la muerte de su Hijo ha muerto una parte de Ella, que Ella ha muerto con Él. Pero la Virgen no se desespera ni se lamenta de su suerte: sabe que la muerte de su Hijo Jesús es del Divino Designio por medio del cual Dios ha de salvar a los hombres y por eso la acepta, la comparte y la ofrece con todo el Amor de su Inmaculado Corazón. Pasado un tiempo, los fieles discípulos, encabezados por José de Arimatea, se dan a la tarea de retirar a Jesús de los brazos de la Virgen y de colocarlo en la Sábana Santa, para trasladarlo en fúnebre procesión hasta el sepulcro nuevo, excavado en la roca. Allí será colocado el Cuerpo muerto de Jesús. La Virgen, caminando lentamente y con el rostro bañado en lágrimas, tanto es su dolor, acompaña al cortejo fúnebre hasta el sepulcro. Los discípulos depositan el Cuerpo de Jesús en el sepulcro nuevo y, luego de un respetuoso silencio, abandonan todos el lugar, siendo la Virgen la última en hacerlo. La Virgen llora en silencio, pero en su más profundo interior, está convencida de que su Hijo ha de resucitar, tal como Él lo ha prometido. Ella confía en las palabras de su Hijo Jesús y sabe que Él no miente y que cumple todo lo que promete. Esta dulce espera en la Resurrección es lo que calma, a duras penas, el dolor que la invade como de a oleadas, cada tanto, porque en el Corazón de la Virgen se encuentra todo el dolor del mundo, todo el dolor de la humanidad, que por el pecado se aleja de su Hijo Dios y hasta tal punto, que lo ha crucificado.
         El hecho de que el Cuerpo de Jesús haya sido depositado en un sepulcro nuevo, sin usar, y que sea la Virgen la que acompañe a los discípulos a depositarlo allí, tiene un significado sobrenatural: el sepulcro nuevo indica el corazón del hombre que, por la mediación de la Virgen, comienza de a poco a vivir la vida de la gracia, recibiendo a Jesús en su corazón, el cual habrá de iluminarlo con el esplendor de la gloria de la divinidad, la misma gloria del día de Resurrección.
         Llora la Virgen en silencio la muerte de su Hijo Jesús, y llora también por la muerte de sus hijos adoptivos, que por el pecado está muertos a la vida de Dios; pero el llanto está acompañado por la dulce espera de la Resurrección. La Virgen sabe que su Hijo, depositado en el sepulcro nuevo, resucitará y volverá a la vida de la gloria, para ya no morir más, el tercer día, como lo prometió. La Virgen sabe también que con la Resurrección de su Hijo Jesús, habrán de volver a la vida todos aquellos que reciban en sus corazones, como otros tantos sepulcros excavados en la roca, al Cuerpo de su Hijo Jesús, el Cuerpo glorioso y resucitado de Jesús en la Eucaristía.
         Llora la Virgen en silencio, llora la muerte de su Hijo y de sus hijos adoptivos, pero en el llanto hay un dulce dejo de alegría por la futura y próxima Resurrección del Hijo de su Amor.


Viernes Santo: Adoración de la Santa Cruz


Imagen relacionada

(Ciclo C – 2019)


Si la cruz era, para los antiguos paganos, un signo de tortura, de humillación y de muerte, ¿por qué nosotros, los cristianos, adoramos la Cruz? ¿No estamos acaso adorando un instrumento de tortura extrema y de muerte? Los romanos habían elegido la muerte de cruz como ejemplo máximo de muerte humillante y dolorosa, reservada para los criminales más contumaces, para que viendo los demás cómo se moría en la cruz, se guardaran bien de atentar contra el imperio y el emperador. Por esto es que nos preguntamos: ¿por qué adoramos la cruz, los cristianos, si es un instrumento de dolor, de humillación extrema y de muerte? ¿No estamos adorando un signo de muerte?
De un modo particular, los cristianos adoramos la Santa Cruz en el Viernes Santo, y luego también en la fiesta litúrgica de la Exaltación de la Cruz. Es decir, adoramos la Cruz no una, sino dos veces al año. Pero la pregunta sigue abierta: ¿no nos comportamos como paganos, al adorar un signo de tortura y de muerte? Esta pregunta exige que los cristianos entendamos de forma adecuada la adoración de la Cruz, para no caer en el error de los paganos. La respuesta nos la da la fe, porque solo la fe es la que, al mismo tiempo, muestra que en el signo de la Cruz se nos manifiesta el Misterio de Dios y al mismo tiempo lo esconde, porque quien no tiene fe, no puede ver este Misterio de la Cruz. Y quien no ve el signo de la Cruz por la luz de la fe, odia a la Cruz con rabia satánica[1], que es lo que les sucede a los infieles y a los paganos. La fe nos dice que los cristianos, cuando adoramos la Cruz, no es al leño o al madero en sí al que adoramos[2], sino que adoramos a Aquel que en la Cruz fue exaltado por encima de todo, Cristo Jesús. Cuando los cristianos adoramos la Cruz, la adoramos porque está impregnada, empapada, bañada en la Sangre del Cordero. Es al Cordero de Dios, que estuvo en la Cruz colgado, al que adoramos, cuando adoramos la Cruz y adoramos la Sangre del Cordero que empapó la Santa Cruz y con la cual fuimos salvados. Cuando adoramos la Cruz, adoramos al Señor Jesucristo, que es el Hombre-Dios que triunfó en la Cruz, transformándola con su omnipotencia, de signo de oprobio, ignominia y muerte, en signo de gloria, de triunfo y de vida[3] y vida eterna. Porque que el que yace en el madero es el Kyrios, el Señor de la gloria, es que los cristianos adoramos el signo sacrosanto de la Cruz. Para los cristianos, la Cruz es el resumen, la síntesis, de todo lo que de Dios y en Dios amamos y adoramos: su Ser, su sacrificio, su Muerte, su Redención, su Amor.
Los cristianos tenemos por lo tanto muchos motivos para adorar la Santa Cruz de Jesús[4]:
Porque en la Cruz murió de muerte humillante Jesús, el Hombre-Dios y puesto que Él es el Hombre-Dios y es omnipotente, Él “hace nuevas todas las cosas”[5] y es así que a la Cruz la hizo nueva, porque de instrumento que era de tortura y de muerte, la convirtió, con su Presencia, en instrumento de gloria y de vida eterna.
Los cristianos adoramos la Cruz porque allí Jesús convirtió, el dolor y la muerte del hombre, que eran castigos por el pecado, en caminos de santificación y redención, de manera tal que todo el que sufre en la Cruz y muere en la Cruz, obtiene la Vida eterna.
Los cristianos adoramos la Cruz porque en ella el Cordero Degollado, al derramar su Sangre Preciosísima, lavó con su Sangre nuestros pecados, destruyéndolos para siempre, además de comunicarnos, con esta Sangre divina suya, su Vida divina, la Vida de Dios Trinidad.
Los cristianos adoramos la Cruz porque si en la Cruz Jesús aparecía humillado y débil, la Santísima Trinidad convirtió esta humillación y debilidad en fuerza omnipotente divina, de manera tal que, a partir de la muerte del Hombre-Dios en la Cruz, toda rodilla, en los cielos, en la tierra y en el Infierno, se dobla ante el Cordero de Dios crucificado.
Los cristianos adoramos la Cruz porque por medio de ella el Cordero de Dios venció para siempre a los enemigos mortales de la humanidad, el pecado, el demonio y la muerte, y los venció de una vez y para siempre.
Los cristianos adoramos la Cruz porque en ella el Redentor entregó su Cuerpo y su Sangre, unidos a su Alma y por su Alma, su Humanidad unida a la Divinidad, de manera que quien se postra ante la Cruz no se postra ante un hombre más, sino al Dios Tres veces Santo, y quien recibe su Cuerpo y su Sangre entregados en el Altar de la Cruz y en la Cruz del Altar, en el sacramento de la Eucaristía, recibe de Él la Vida eterna de Dios Uno y Trino.
Los cristianos adoramos la Cruz porque en ella el Salvador nos dio, además de su Cuerpo y Sangre como alimentos del alma que nos dan la vida y la substancia divina, a su Madre amantísima por Madre nuestra, de modo que la Cruz se convierte en nuestro lugar de nacimiento para el cielo; la Cruz es  el lugar en el que nacemos para, después de esta vida terrena, ser conducidos al cielo, si morimos en gracia y por la misericordia de Dios. Por la Santa Cruz, los cristianos tenemos una Madre que nos ama con todo el Amor de su Inmaculado Corazón, que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo; nos cubre con su manto y así nos transporta, desde esta vida terrena, a la vida eterna en los cielos.
Los cristianos adoramos la Cruz porque en ella Jesús hizo lo mismo que hace en cada Santa Misa: entrega su Cuerpo y derrama su Sangre y es por eso que para nosotros la Cruz es como la Misa y la Misa como la Cruz, porque en la Misa obtenemos lo que en la Cruz nos dio, su Cuerpo y su Sangre Preciosísimos.
Por todos estos motivos, nosotros los cristianos, veneramos, exaltamos, celebramos y adoramos la Santa Cruz de Jesús.



[1] Cfr. Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 244.
[2] Cfr. Casel, ibidem, 244.
[3] Cfr. Casel, ibidem, 245.
[4] Llegados a este punto y ante la difusión masiva que ha tenido entre los cristianos el “árbol de la vida” de origen cabalístico, esotérico y ocultista (cfr. https://www.destinoytarot.com/simbologia-esoterica-el-arbol-de-la-vida/), debemos decir que el único “Árbol de la vida” y de vida eterna, para el cristiano, es la Santa Cruz de Jesucristo. El “árbol de la vida” cabalista es un amuleto mágico utilizado en rituales de magia (cfr. https://www.tarotvidenciacristina.com/el-amuleto-del-arbol-de-la-vida/) y es un talismán que se utiliza en la Cábala o Qabalah  y representa el crecimiento, el desarrollo, el progreso, la trasmutación de energías y la reencarnación (…) En el aspecto más esotérico el árbol de la vida podemos decir que significa recepción. Representa todas las enseñanzas espirituales que se han recibido y cuya finalidad es alcanzar un estado superior de conocimiento, especialmente del conocimiento del “YO” (cfr. https://www.tarotvidenciacristina.com/el-amuleto-del-arbol-de-la-vida/) por lo tanto se opone frontalmente al Árbol de la Vida que es la Santa Cruz de Jesucristo.
[5] Ap 21, 5.

viernes, 30 de marzo de 2018

Viernes Santo



(Ciclo B – 2018)

         “Cuando Yo sea elevado en lo alto, atraeré a todos hacia Mí” (Jn 12, 32). El Viernes Santo es un día de luto para la Iglesia Católica. No por el recuerdo de la muerte del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, sino porque la Iglesia, por el misterio de la liturgia, participa del Viernes Santo y de la muerte del Redentor. En otras palabras, para la Iglesia Católica, el Viernes Santo es día de luto porque está, misteriosamente presente, en el momento en el que el Señor Jesús muere sobre la cruz. La expresión de este día de luto y dolor y la gravedad que significa, se representa en la posición del sacerdote ministerial al inicio de la ceremonia: sobre una alfombra roja, se extiende de cara al suelo y allí permanece postrado en señal de luto y duelo por la muerte del Señor. Si el Sumo y Eterno Sacerdote ha muerto, entonces el sacerdote ministerial ha perdido todo su poder y toda su razón de ser y si el sacerdote ministerial ha perdido su poder y su razón de ser, la grey de Dios, los bautizados en la Iglesia Católica, han quedado sin pastores, porque ha muerto el Pastor Sumo y Eterno y así queda la grey inmersa en tinieblas, las tinieblas del error, del pecado y de la muerte, pero también inmersa y envuelta en las tinieblas vivientes, los Demonios. Cuando Jesús murió el Viernes Santo, el Evangelio narra que el sol se oscureció y el mundo se oscureció. Ese eclipse cósmico era solo la figura y el anticipo de las tinieblas espirituales en las que la humanidad y la Iglesia habrían de quedar inmersas luego de la muerte del Redentor. Jesús es el Sol de justicia y su muerte el Viernes Santo equivale a algo más que un eclipse: es como si el astro sol se apagara repentinamente y dejara de emitir su luz. En el mundo del espíritu, la muerte del Hombre-Dios en la cruz es algo análogo, en el sentido de que las almas dejan de recibir la luz de su gracia y quedan envueltas en las más profundas tinieblas espirituales, las tinieblas del error, del pecado, de la herejía y del cisma, además de quedar las almas humanas dominadas y subyugadas por las tinieblas vivientes, los demonios, a cuya mando se encuentra la Serpiente Antigua.
         El Viernes Santo, además de día de duelo y dolor, parece ser el día del triunfo total del Demonio, del pecado y de la muerte sobre el Hombre-Dios y, por lo tanto, sobre la humanidad entera porque entre los tres enemigos de la raza humana han logrado dar muerte al Hombre-Dios. Sin embargo, esto es solo en apariencia, porque en realidad, es el día del más completo triunfo de Dios Trino y el Cordero sobre estos tres grandes enemigos de la humanidad. En el mismo momento en el que el Señor Jesús muere en la cruz, el Demonio queda vencido para siempre, porque muerde el anzuelo que le da la muerte, el Cuerpo de Jesucristo crucificado; la muerte queda destruida, porque el Dios de la Vida mata a la muerte con su muerte y derrama sobre los hombres la Vida divina por medio de la Sangre y el Agua que brotan de su Corazón traspasado, que se comunican por los sacramentos; el pecado queda cancelado, quitado, borrado, porque el que muere en forma vicaria y expiatoria es el Cordero Inmaculado, el Cordero sin mancha, que con su muerte y la ofrenda de su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, no solo cancela para siempre la deuda del hombre con Dios, sino que concede al hombre algo que ni siquiera podía imaginar y es la adopción del como hijo adoptivo de Dios y el don de la vida de la gracia.
Al morir en la cruz, el Hijo de Dios cumple con su palabra: “Cuando Yo sea levantado en alto, atraeré a todos hacia Mí”: al ser crucificado, y al ser su Corazón traspasado, derrama sobre los hombres el Espíritu Santo junto con su Sangre Preciosísima y el Espíritu Santo, descendiendo sobre los hombres, los atrae hacia el Corazón traspasado del Hijo de Dios con un movimiento ascendente para que, del Corazón del Hijo, los hombres sean llevados al seno del Eterno Padre.
         El día Viernes Santo es un día de luto, de duelo, de dolor, para la Iglesia Católica, porque muere en la cruz el Redentor. Pero es también día de serena alegría y de confiada espera en la Resurrección, porque es el día del cumplimiento de las palabras de Jesús: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33); es el día en el que Dios desde la cruz vence sobre los tres grandes enemigos del hombre, el Demonio, el Pecado y la Muerte. El Viernes Santo es día de dolor y de luto, pero también de serena calma: junto a la Virgen, la Iglesia, guardando el duelo y el dolor, espera confiada en las promesas de su Señor hasta el Domingo de Resurrección, en que Él saldrá del sepulcro triunfante, victorioso, glorioso, para no morir jamás.


sábado, 24 de marzo de 2018

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor



"Entrada de Jesús en Jerusalén"

(Pedro de Orrente)

(Ciclo B – 2018)

Jesús ingresa en Jerusalén, tal como estaba profetizado en el Antiguo Testamento, montado en una cría de asno: “Tu rey viene a ti, oh Jerusalén, montado en una cría de asno” (cfr. Zac 9, 9). Le salen al encuentro todos los habitantes de Jerusalén, sin exceptuar ninguno. Todos están jubilosos, alegres, y le cantan hosannas y aleluyas, porque todos han recibido milagros y favores de Jesucristo y todos los recuerdan y todos se lo agradecen. A las puertas de Jerusalén, con palmos en las manos, están los que han sido vueltos a la vida; los que han sido curados de toda clase de enfermedades; los que han sido liberados de los demonios que los atormentaban; los que han sido alimentados con los milagros de los panes y los peces multiplicados por la  omnipotencia divina de Jesucristo. El Domingo de Ramos todos está exultantes, alegres, y entonan cánticos en honor de Jesucristo. Todos reconocen en Jesucristo al Mesías de Dios.
         Pero solo unos días más tarde, el Viernes Santo, esa misma multitud exultante, cambiará radicalmente: sus semblantes alegres se volverán furiosos; sus cánticos de alabanza, se convertirán en blasfemias; sus hosannas y aleluyas, se convertirán en improperios y amenazas de muerte. Si el Domingo de Ramos todos amaban a Jesús y lo reconocían como al Mesías, ahora todos rechazan a Jesucristo como Mesías, lo tratan de impostor y desean su muerte.         ¿Por qué se produce entre los habitantes de Jerusalén un cambio tan radical? ¿Por qué el Domingo de Ramos están exultantes y el Viernes Santo, llenos de odio hacia Jesús? La razón del abrupto cambio de ánimo de los habitantes de Jerusalén entre el Domingo de Ramos y el Viernes Santo se encuentra en el hecho de que ambas escenas son representaciones de realidades sobrenaturales relacionadas con el misterio de la salvación. En otras palabras, cada elemento de las dos distintas escenas representa una realidad sobrenatural en relación directa con el misterio salvífico de Jesucristo. Así, Jesús es Dios Salvador; la Ciudad Santa de Jerusalén es figura del alma; los habitantes que aclaman a Jesús entre cánticos de alegría, es el alma en estado de gracia; los mismos habitantes de Jerusalén que el Viernes Santo cubren de insultos, escupitajos y puñetazos a Jesús, son la misma alma, pero en estado de pecado mortal, sin la gracia santificante. Esto es entonces lo que representan, simbólicamente, las dos escenas: Jesús entrando en Jerusalén el Domingo de Ramos, siendo reconocido como el Mesías y siendo recibido con cánticos de alegría, es el alma que recibe a Jesús Eucaristía en estado de gracia: Jerusalén es figura del alma y el canto y la alegría es figura de la gracia. Cuando el alma está en gracia, reconoce a Jesús como a su Salvador y lo recibe como tal.
Por el contrario, Jesús siendo expulsado de la Ciudad Santa el Viernes Santo, es la representación del alma que, por el pecado mortal, expulsa a Jesús de su corazón, de su alma, de su vida, y lo crucifica con sus pecados. No debemos creer que nuestra vida espiritual –en gracia o en pecado- es indiferente al Hombre-Dios Jesucristo: cuando estamos en gracia, somos como la Jerusalén del Domingo de Ramos, que recibe a su Rey Mesías con cánticos de alegría y demostraciones de amor; cuando el alma está en pecado mortal, es esa misma Jerusalén que condena a muerte a su Redentor, le carga una cruz y lo expulsa de sí misma, para matarlo. El pecado no es sino el deseo de que Dios muera en el propio corazón, de manera tal de poder hacer la propia voluntad y no la voluntad de Dios, que está expresada en los Diez Mandamientos.
El pecado, que nace de lo profundo del corazón humano sin Dios, es causado por el libre albedrío humano, instigado al mal por el Tentador del hombre, Satanás. El pecado no es ni será jamás una metáfora utilizada como un símbolo para indicar a los hijos de Dios el camino a evitar. El pecado es una realidad espiritual, es la ausencia de la gracia en el alma; es la muerte ontológica del espíritu humano que sin la gracia no sobrevive y muere a la vida de Dios. El pecado separa al hombre de Dios y de sus hermanos; lo aparta, lo aísla, y lo convierte en presa fácil del Demonio. Dios perdona el pecado, pero hay un pecado que no perdona, y es el pecado del cual el hombre no se arrepiente. Dios es Misericordia Infinita y perdona toda clase de pecados, pero hay un pecado que no puede perdonar y es el pecado del cual el hombre no se arrepiente, porque para que Dios nos perdone, es necesario que libremente pidamos su Misericordia y libremente hagamos el propósito de no volver a cometer ese pecado. Dios perdona al pecador que se arrepiente sinceramente, que toma conciencia de su pecado, que se duele de haber cometido el mal y que hace el propósito de no volver a cometerlo. La expulsión de Jesús de Jerusalén el Viernes Santo es la expresión gráfica de que no puede coexistir en el alma el pecado –la Jerusalén que expulsa a Jesús- y la Santidad Increada, Cristo Jesús. O en el alma está la gracia de Dios y con ella Cristo Jesús –Jerusalén en el Domingo de Ramos- o en el alma no está la gracia de Dios y el Hombre-Dios es expulsado de ella –Jerusalén el Viernes Santo-. No hay convivencia posible entre la santidad de Jesucristo y el pecado y lo que era pecado para Adán y Eva, al inicio de los tiempos, seguirá siendo pecado hasta el fin de los tiempos, hasta el Último Día de la historia humana, hasta el Día del Juicio Final. No hay autoridad humana –eclesiástica o no eclesiástica- ni angélica que pueda cambiar la realidad ontológica del pecado de ser ausencia de bien, ausencia de gracia y por ende, presencia del mal. El pecado es y seguirá siendo pecado hasta el fin del tiempo.
El pecado jamás puede ser visto como algo “natural” que en algún momento deberá ser aceptado. Es verdad que Dios ama al pecador, pero esto no cambia la realidad de malicia y ausencia de gracia que es el pecado y si Dios nos ha dado los Diez Mandamientos, es porque por esos Mandamientos evitamos el pecado y a partir de Jesucristo, podemos vivir en su Presencia porque la gracia de Jesucristo es la que nos concede la fuerza divina necesaria para no caer en ningún pecado. Hagamos el propósito, en esta Semana Santa, de que nuestras almas sean siempre como la Jerusalén del Domingo de Ramos, el alma en gracia, que reconoce a Jesús como a su Mesías, Rey y Señor y lo ama y lo adora con todas sus fuerzas y se alegra y perfuma con la alegría y el perfume de la gracia. Que en nuestros corazones siempre sea reconocido Jesucristo, el Dios de la Eucaristía, como nuestro Único Rey y Señor.


jueves, 24 de marzo de 2016

Viernes Santo



(Ciclo C - 2016)

         El Viernes Santo, día de la muerte del Señor Jesús en la cruz, es el día más oscuro, más triste y más doloroso para la Iglesia Católica, porque es el día en el que las fuerzas de las tinieblas parecen haber prevalecido sobre ella, al dar muerte a su fundador. Sin Jesucristo, el Hombre-Dios, el ser humano está perdido, porque queda a merced de sus tres grandes enemigos: el Demonio, el pecado y la muerte; tres enemigos mortales que sólo buscan su destrucción, su ruina y su eterno dolor. Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote, muere en la cruz, y si los hombres, enceguecidos por el pecado, no pueden darse cuenta de que han matado a Dios Hijo encarnado, la naturaleza y el universo entero sí, y es por eso que, al morir Jesús, se produjo un eclipse del sol que “cubrió toda la tierra” (cfr. Mt 27, 45). Estas tinieblas cósmicas, que sobrevienen sobre toda la tierra al morir Jesús, son solo una figura, pálida, de otras tinieblas, mucho más densas y siniestras, porque son tinieblas vivientes, los ángeles caídos, que se abalanzan sobre los hombres a quienes ya nadie protege, porque ha muerto en cruz el Único que podía derrotarlos, Jesucristo, el Cordero de Dios. El Viernes Santo se eclipsó el sol cosmológico, el astro sol, cubriéndose la tierra de tinieblas, pero esas tinieblas son igual a nada, comparadas con las tinieblas vivientes, los ángeles apóstatas, y las tinieblas que significan el pecado y la muerte. Al morir Jesús en la Cruz, se abate sobre la humanidad el más completo terror, porque el Sumo y Eterno Sacerdote, Aquel que tenía el poder de Dios, porque era Dios, para vencer para siempre a los enemigos del hombre, ya no vive más, porque está muerto, con su Cuerpo sin vida, colgado sobre la cruz.
La Iglesia expresa este momento de triunfo aparente de las tinieblas sobre ella, con la ceremonia del Viernes Santo: por una lado, la postración del sacerdote ministerial, indica que el sacerdote, sin Cristo, cae por tierra, porque si el sacerdote tiene poder para convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero, es porque participa del poder sacerdotal del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, pero ahora, en el Viernes Santo, el Sumo y Eterno Sacerdote ha muerto, por lo que el sacerdote ministerial queda reducido a la nada, ya que por sí mismo no puede, de ninguna manera, obrar el milagro de la Transubstanciación. La postración por tierra del sacerdote ministerial significa, por lo tanto, el momento más dramático para la Iglesia Peregrina, porque su Señor ha muerto en la cruz y ya no está, y sus enemigos parecen haber triunfado sobre ella.
El otro signo dramático con el que la Iglesia llora y lamenta la muerte de su Señor, a la par que advierte al mundo de la catástrofe espiritual que eso significa, es el hecho de que en este día, es el único en todo el año en el que no se celebra la Santa Misa, por el motivo de que el sacerdote ministerial, sin la participación al poder sacerdotal de Jesucristo, no tiene poder en sí mismo para convertir el pan y el vino en la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Al no haber Sumo Sacerdote, no hay Misa, no hay Confesión sacramental, no hay sacramentos, no hay sacramentales, y la Voz de la Verdad eterna de Dios parece haber callado, por lo que la confusión reina entre los miembros de la Iglesia. Parece, el Viernes Santo, que la promesa de Jesús: “Las puertas del Infierno no prevalecerán contra mi Iglesia” (Mt 16, 18), no se ha cumplido y jamás podrá cumplirse. Todo parece humanamente perdido, por cuanto parece que hasta el mismo Dios ha sido vencido por las tinieblas, dando así razón a las palabras de Jesús al ser detenido: “Esta es la hora de las tinieblas” (cfr. Lc 22, 53).
La muerte de Cristo en la cruz nos tiene que hacer tomar conciencia, por lo tanto, acerca del poder del pecado, un poder tan grande, que es capaz de llegar al deicidio.
En el Viernes Santo, todo en la Iglesia es luto, dolor, tristeza, silencio, porque su Dueño y Señor, el Sumo y Eterno Sacerdote, el Cordero de Dios, el Hijo de Dios encarnado, el que venía a “deshacer las obras de Satanás” (cfr. 1 Jn 3, 8), ha muerto en cruz.
Pero hay alguien que da una esperanza a la Iglesia toda en medio del dolor y es la Virgen, Nuestra Señora de los Dolores, que está de pie, al lado de la cruz; a pesar de que a la Virgen le parece que muere en vida, porque ha muerto la Vida de su Corazón, la Virgen tiene esperanza porque confía en las palabras de su Hijo, que había dicho que al tercer día resucitaría, y es por eso  que, si bien su Inmaculado Corazón está triturado por el dolor, desde lo más profundo de su Corazón Purísimo, la Virgen conserva la esperanza, la serenidad e incluso hasta la alegría, porque sabe, con toda certeza, que su Hijo es Dios y que Él, cumpliendo su Palabra, vencerá a la muerte, al Demonio y al pecado, al surgir triunfante, glorioso y resucitado del sepulcro.

Pero mientras tanto, hasta que se cumpla el tiempo fijado para la Resurrección, la Virgen llora por la muerte del Hijo de su Amor, y también la Iglesia llora y hace duelo con María, al pie de la cruz, porque ha muerto el Redentor. 

miércoles, 16 de abril de 2014

Viernes Santo - Adoración de la Santa Cruz


(Ciclo A – 2014)
         ¿Por qué los cristianos adoramos la cruz? Vista con ojos humanos, la cruz es signo de tortura, de barbarie, de locura, de humillación. No hay lugar más humillante que la cruz; no hay lugar más doloroso que la cruz; no hay lugar más triste que la cruz; no hay lugar más penoso que la cruz. Y sin embargo, los cristianos, todos los años, todos los Viernes Santos, adoramos la cruz. ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo?
Fueron los romanos los que establecieron la muerte en cruz como escarmiento público reservado para los peores criminales, para que los que los vieran, supieran cuán terribles eran los tormentos que les esperaban si a alguien se le ocurría infringir la ley o desafiar al imperio. La cruz era sinónimo, en la Antigüedad, de delito, de castigo, de condena, y también de maldición, como lo dice la misma Escritura: “maldito el que cuelga del madero” (Dt 21, 23Gal 3, 13). Para la Sagrada Escritura, la cruz era sinónimo de maldición, porque significaba que el que colgaba de la cruz, era porque ese se había apartado de los caminos de Dios y había terminado su vida de esa manera, alejado de la bendición divina. Entonces nosotros nos volvemos a preguntar la pregunta del inicio: si la cruz es sinónimo de tortura, de locura, de barbarie: ¿por qué los cristianos adoramos la cruz?
         Ante todo, tenemos que saber que los cristianos no adoramos al madero de la cruz, sino que adoramos a Cristo crucificado en la cruz y a la Sangre de Cristo que ha embebido y ha penetrado el leño de la cruz. Adoramos la cruz que está empapada con la Sangre de Cristo; adoramos la Sangre de Cristo que está en la cruz y es la Sangre de Cristo en la cruz la que nos salva y es eso lo que adoramos y no un simple madero. No adoramos al madero en sí, sino al Rey Jesús que está clavado en la cruz[1] y que empapa al leño de la cruz con su Sangre Preciosísima y que con sus brazos extendidos se ha hecho cruz; adoramos al Sumo Pontífice Jesús, al Sumo y Eterno Sacerdote Jesús, que con sus brazos extendidos se ha hecho cruz y que con su Sangre que brota de sus heridas abiertas ha empapado la cruz y ha impregnado el madero.
         Adoramos a Jesús que triunfó en la cruz y que transformó el signo de humillación, de dolor, de ignominia y de muerte en símbolo y misterio de vida eterna y de gloria divina. A partir de Jesús, la cruz ya no es más sinónimo de castigo, muerte y humillación, sino de vida y de gloria, pero no de vida y de gloria humanos, sino de vida y de gloria divinas, porque el que está en la cruz es el Hombre-Dios y es Dios el que, con su poder divino, transforma y cambia todo, invierte todo, dándole un nuevo significado. ¿De qué modo le da Dios un “nuevo significado” a la cruz? Para saberlo, tenemos que saber cuál es el significado que nosotros, los hombres, le damos  a la cruz con nuestros pecados.
Nosotros, los hombres, le damos a la cruz el significado que le daban los antiguos romanos: un significado de tortura, de humillación, de muerte. Jesús cargó con nuestros pecados, con todos, absolutamente todos, los de todos los hombres de todos los tiempos, y recibió el castigo que la Justicia Divina tenía reservados para todos los pecados, desde el más leve, hasta el más grave. Eso es lo que dice el profeta Isaías: “Él fue castigado por nuestras rebeldías, molido por nuestras iniquidades. El castigo por nuestra paz cayó sobre Él y por sus heridas hemos sido sanados” (53, 5ss). La Sagrada Escritura, el profeta Isaías, es decir, el Espíritu Santo, que habla a través del profeta Isaías, es muy explícito: “fue castigado por nuestro pecados; sus heridas nos han sanado”. Nosotros, los hombres, le matamos a Dios a su Hijo en la cruz, con nuestros pecados, cometiendo el pecado de deicidio. Éste es el significado que nosotros, los hombres, le damos a la cruz; humillación, tortura, dolor, muerte. Jesús es la Vid Verdadera que ha sido triturada en la Vendimia de la Pasión y que ha dado el Vino exquisito, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, su Sangre derramada a través de sus heridas abiertas y sus heridas han sido abiertas por causa nuestra, por nuestros pecados, que Él tomó sobre sus espaldas.



Il trasporto di Cristo al sepolcro,
Antonio Ciseri

Pero nuestro Padre, Dios, que es Amor infinito, pero que es también infinita Justicia, hizo prevalecer su Misericordia por encima de su Justicia, y no nos pagó con nuestra misma moneda y tuvo compasión de nosotros y nos perdonó, nos tuvo misericordia y Amor infinitos; Dios nos perdonó en Cristo; Dios nos tuvo misericordia en Cristo, y en vez de castigarnos por haber matado a su Hijo, nos dio Amor y Misericordia; en vez de condenarnos, nos abrió las Puertas de su Divina Misericordia, el Corazón traspasado de su Hijo Jesús, el Sagrado Corazón, de donde fluyen la Sangre y el Agua, el Agua que justifica las almas y la Sangre que da vida a las almas[2]. Nosotros, todos los hombres, matamos a su Hijo en la cruz, y Dios Padre, en vez de descargar su Justicia, como lo merecíamos, derramó sobre el mundo su insondable Misericordia Divina, cuando el soldado romano, siguiendo los designios divinos, traspasó el costado de Jesús y abrió una brecha en el Sagrado Corazón de Jesús, dejando así escapar Sangre y Agua, la Sangre, la Sangre, que da vida a las almas, y el Agua, que las justifica, y que a lo largo del tiempo, se transmite a los hombres por medio de los sacramentos de la Iglesia. Esta es la razón por la cual nosotros, los cristianos, adoramos la Santa Cruz: porque en ella Dios Padre nos redimió, nos perdonó y nos salvó, porque en vez de juzgarnos y condenarnos con su Justicia, nos abrió los abismos insondables de su Divina Misericordia, las entrañas del Corazón de su Hijo Jesús traspasado en la cruz. Nosotros descargamos sobre Jesús en la cruz, golpes de martillo y flagelos e insultos; Jesús derramó desde la cruz, sobre nosotros, Sangre y Agua desde su Corazón traspasado, y con su Sangre y Agua, todo el Amor y la Misericordia Divina, porque con la Sangre y el Agua, iba el Espíritu Santo, que es la Persona-Amor de la Santísima Trinidad.
Por último, hay un motivo más por el cual adoramos la Santa Cruz, sobre todo en el oficio litúrgico del Viernes Santo, y es que por el misterio de la liturgia, nos hacemos misteriosamente partícipes de los acontecimientos sucedidos hace veinte siglos en Tierra Santa; es decir, nos unimos, por la liturgia, y por la gracia bautismal, ya que somos miembros del Cuerpo Místico, al Hombre-Dios Jesucristo, que por su Pasión, nos redime. Por la liturgia, no hacemos una mera conmemoración simbólica, ni ejercitamos simplemente la memoria psicológica de nuestras mentes humanas; como miembros vivos de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo e injertados por el Bautismo en Cristo, Hombre-Dios, participamos, misteriosamente, de su Pasión redentora, de manera tal que, de un modo que no entendemos, pero que es real, participamos en cierta forma de su Pasión llevada a cabo hace más de veinte siglos. Adoramos la cruz porque en cierto sentido, estamos ante Cristo que muere por nosotros, en el Calvario, siendo nosotros, por el misterio de la liturgia, co-presentes a ese momento histórico y por eso adoramos a Cristo, Hombre-Dios, que por nosotros muere en la cruz.








[1] Cfr. Odo CaselMisterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 19642, 244.
[2] Cfr. Sor Faustina Kowalska, Diario, 300.