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jueves, 6 de agosto de 2020

“Su rostro resplandecía como el sol”



“Su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 1-9.). Jesús se transfigura delante de sus discípulos en el Monte Tabor. La luz con la que resplandecen su rostro y sus vestiduras y su humanidad toda, no es una luz ajena a Él; no es una luz que venga de afuera, que le haya sido prestada o concedida. Es la luz de su Ser divino trinitario, que en cuanto Ser divino es luz y Luz Eterna. En realidad, resplandece más que miles de soles juntos, porque es una luz inefable, desconocida, celestial, sobrenatural, viva, que vivifica con la Vida divina a todo aquel que ilumina. La otra cuestión que hay que considerar en la Transfiguración es la razón por la cual Jesús se transfigura, es decir, se reviste de luz y es porque en poco tiempo se revestirá también, pero esta vez no de luz, sino de sangre, de su propia sangre, en otro monte, el Monte Calvario. Por eso esta transfiguración en el Monte Tabor hay que contemplarla a la luz de otro monte, el Monte Calvario, en donde será la Sangre y no la luz la que cubrirá el Rostro y la Humanidad Santísima del Redentor. Jesús se reviste de luz eterna, antes de la Pasión, para que los discípulos, cuando lo vean cubierto por su Sangre y con sus heridas abiertas, convertido en un guiñapo sanguinolento, no desfallezcan y recuerden que ese Hombre malherido, que va camino del Calvario portando la Cruz, es el Hombre-Dios, es Dios, que es Luz eterna, que ahora está cubierto de Sangre, que brota de sus heridas abiertas, porque con su Sangre salvará a la humanidad.

“Su rostro resplandecía como el sol”. No es necesario que estemos en el Monte Tabor para contemplar el Rostro transfigurado de Jesús: lo contemplamos, con la luz de la fe, cada vez que contemplamos la Eucaristía, porque allí se encuentra Jesús, vivo, glorioso, radiante, resplandeciente de luz eterna. Y no es necesario que acudamos al Monte Calvario para verlo cubierto de Sangre: cada vez que asistimos a la Santa Misa, asistimos a la renovación, incruenta y sacramental, de su Santo Sacrificio de la Cruz y cada vez que comulgamos, bebemos su Sangre, la Sangre que derramó en el Monte Calvario.

 


jueves, 25 de junio de 2015

“El que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como el que construye sobre roca..."


“El que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como el que construye sobre roca, porque ni la lluvia, ni los ríos ni el viento, podrán derrumbarla (…) el que no las pone por práctica, es como el que construye sobre arena, ve su casa destruida cuando soplan los vientos y crecen los ríos” (cfr. Mt 7, 21-27). Escuchar las palabras de Jesús y ponerlas en práctica es como “construir sobre roca”, porque significa que el alma, movida por la gracia, toma su cruz de cada día y sigue a Jesús por el camino del Calvario. Así, da muerte al hombre viejo con sus pasiones, naciendo el hombre nuevo, el hijo de Dios, y cuando arremeten las pasiones, las tentaciones, las tribulaciones, no pueden derribar al alma, en quien está Cristo, Roca firme. Poner en práctica las palabras de Cristo significa obrar en estado de gracia, y como el obrar le sigue al ser, significa que se está en estado de gracia santificante, esto es, unido a Cristo o, dicho en el lenguaje de la parábola, cimentado en Cristo. Es esta gracia divina, que fluyendo del Hombre-Dios se introduce en la raíz más profunda del acto de ser del hombre, la que le concede al hombre la fortaleza sobrenatural que le permite el resistir “la lluvia, los ríos y el viento”, es decir, las tentaciones de las pasiones, las tribulaciones de la vida cotidiana y los asaltos del demonio. Sólo quien está afianzado en la Roca firme que es Cristo, puede resistir a los embates de estos enemigos del alma, que la asedian y azotan constantemente, así como una casa es asediada y azotada constantemente, por el viento y las lluvias, si está construida a la ribera de un río que, por añadidura, desemboca en el mar. Quien obra no por voluntad propia, sino porque Cristo se lo ordena, obra movido por la gracia, y eso significa obrar por impulso divino y porque su alma está firmemente anclada a la Roca firme del Ser divino trinitario de Jesús, de quien fluye la gracia como de una fuente inagotable, y es esta gracia la razón de su fortaleza frente al embate de las pasiones, del mundo y del demonio.
         Por el contrario, quien escucha las palabras de Cristo y no obra según ellas, sino según su propia voluntad, es como quien construye sobre arena: sus propias fuerzas humanas no podrán, de ninguna manera, resistir, cuando sea asediado y asaltado por las tentaciones, por las tribulaciones y por las acechanzas del enemigo de las almas.
“El que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como el que construye sobre roca…”. No seamos sordos al Amor que nos habla en Cristo y pongamos por obra las palabras del Amor crucificado –amar a los enemigos, vivir la pobreza y la castidad, obrar la misericordia- y cuando arrecien las oscuras fuerzas del mal será el Amor quien nos fortalezca y nos dé la victoria.
        


martes, 9 de abril de 2013

“La luz vino al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz”



“La luz vino al  mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz” (Jn 3, 16-21). Jesús es luz, porque Él es Dios, y como la naturaleza del Ser divino trinitario es una naturaleza luminosa, Él es luz, pero no una luz creada, artificial, inerte, sino que es una luz celestial, sobrenatural, Increada, viva, que comunica de su vida divina a quien ilumina. La luz de Jesús, siendo la luz de Dios, derrota y vence a las tinieblas, así como la luz del sol derrota y vence a las tinieblas de la noche; ante su Presencia, los seres tenebrosos, los habitantes de las tinieblas, los ángeles caídos, huyen y desaparecen, así como desaparece la oscuridad cuando en una habitación se abren sus puertas y ventanas para que entre los luminosos rayos del sol.
Es esta luz, que es Él mismo, la luz de la cual habla Jesús; es la que “vino al mundo” en la Encarnación para iluminar a los hombres, para rescatarlos de las tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia, de la muerte y del infierno, pero que fue rechazada porque los hombres “prefirieron las tinieblas” a la luz. Al decir esto, Jesús profetiza su Pasión, en el momento en el que Él será pospuesto a un malhechor, Barrabás, porque la Luz Increada que es Él es vida, luz, bondad, mientras que Barrabás –el malhechor en quien está representada toda la humanidad- es sinónimo de muerte –está condenado por homicidio-, tinieblas, malicia. A pesar de que Él es la luz que da vida a los hombres, estos prefieren a Barrabás, en quien habitan las tinieblas, y es por eso que Jesús dice que “los hombres prefirieron las tinieblas a la luz”.
Jesús da la razón del porqué de esta elección de los hombres: porque “sus obras eran malas” y las obras del hombre son malas a causa del pecado que oscurece su mente y su corazón, inclinándolo a pensar, desear y obrar el mal. Las consecuencias de la elección del mal son funestas porque implican al mismo tiempo pedir para sí mismo, libre y voluntariamente, la maldición divina, tal como la hace la multitud enfurecida: “Crucifícalo (…) Que su Sangre caiga sobre nosotros” (Mt 27, 25). El que vive en las tinieblas, elige el mal y obra el mal, y encuentra connaturalidad en las tinieblas y en el mal.
Jesús ha venido, precisamente, para derrotar a las tinieblas que entenebrecen el corazón del hombre, tanto a las tinieblas del pecado como a las tinieblas del infierno, pero para que la luz de Cristo y su gracia ilumine el corazón, es necesario que el hombre libremente acepte a Cristo como su Salvador, como Luz, Verdad y Vida de Dios, y que conforme su vida y obrar a sus mandamientos y enseñanzas: “el que obra conforme a la Verdad se acerca a la Luz”.
“La luz vino al  mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz”. En cada Santa Misa Jesús nos ilumina desde la Eucaristía; está en nosotros dejarnos iluminar por su luz para así obrar el bien, o permanecer en las tinieblas, obrando el mal.

miércoles, 24 de octubre de 2012

“¡He venido a traer fuego sobre la tierra y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”



“¡He venido a traer fuego sobre la tierra y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49). Jesús no habla en un sentido figurado, ni sus palabras son metáfora semítica: el fuego que Él trae es Él mismo, puesto que uno de sus nombres, según los Padres de la Iglesia, es “carbón ardiente”: su humanidad es el carbón encendido al contacto con su divinidad, en el momento de la Encarnación en el seno de María Virgen.
El fuego que Jesús ha venido a traer es el Ser de Dios Trino, que es fuego de Amor divino, según la descripción de San Juan: “Dios es Amor”, y es ese Amor de Dios, que une al Padre y al Hijo, el que es manifestado por Cristo como fuego en Pentecostés.
El Ser divino no es otra cosa que Amor en Acto Puro, Amor Perfectísimo, eterno, que se representa en la tierra, para los hombres, como fuego, para dar a los hombres al menos una idea lejana de lo que es la naturaleza divina, que actúa con lo que ama como el fuego con lo que abrasa.
Así como el fuego abrasa la madera y la convierte, de madera seca, en leño ardiente; así como el fuego enciende el carbón y lo convierte, de piedra fría y negra en brasa ardiente y luminosa, así el Amor de Dios, al encender el corazón del hombre, frío por la falta de caridad y oscuro por la falta de luz divina en él, lo convierte en brasa ardiente de caridad, que ilumina con el resplandor de las llamas de la divina caridad.
Es a esto a lo que Jesús se refiere cuando dice que ha venido “a traer fuego sobre la tierra”: ha venido a traer el fuego de la divinidad, que busca materia apta para encenderse. Él ha venido a traer fuego, y ese fuego es el que arde en su Sagrado Corazón Eucarístico, que está envuelto en las llamas del Amor divino, llamas que desean propagarse al contacto con los corazones de los hombres.
 “¡He venido a traer fuego sobre la tierra y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”. Lo que Jesús desea es que su Amor, que late en la Eucaristía, se propague en los corazones como el fuego en el pasto seco.

viernes, 20 de abril de 2012

Cada Misa es como un Cenáculo en el cual se aparece el Señor resucitado a su Iglesia


            

(Domingo III – TP – Ciclo B – 2012)
            “Los discípulos se llenaron de alegría y admiración”. (cfr. Lc 24, 35-48). Es notoria la diferencia en el estado anímico y espiritual de la totalidad de los discípulos en relación a Jesús, antes y después de su encuentro con Él resucitado: antes, están todos "apesadumbrados y tristes", como los discípulos de Emaús; "llorando", como María Magdalena; "con el rostro sombrío", como en el caso de los discípulos en el Cenáculo. Después del encuentro con Jesús resucitado, el Evangelio describe un estado anímico y espiritual radicalmente distinto:
         ¿A qué se debe este cambio? Podríamos intentar una explicación, desde el punto de vista humano. Entre los hombres, se da esta situación, luego de reencontrar a alguien a quien se amaba mucho, y por algún motivo, se lo daba ya por muerto, como por ejemplo, en una guerra: cuando esto sucede, se llora su ausencia, se hace un período de luto, se resigna a no verlo más, se siente nostalgia y, cuando ya se pensaba que su ausencia sería definitiva, en un determinado momento, inesperadamente, se lo vuelve a ver, lo cual provoca gran alegría entre sus seres queridos.
         Podría ser este el motivo de la alegría que experimentan los discípulos, pero en la Iglesia los hechos de Jesús no se explican por motivos humanos, sino por motivos divinos.
         La razón por la cual los discípulos se alegran y se admiran, es porque ven a su Maestro y Amigo vivo, que ha regresado de la muerte, que se encuentra lleno de la luz y de la gloria divina, cuyo resplandor emana a través de sus heridas.
La sorpresa es grande porque la última vez que habían visto a su amado Señor, había sido el Viernes Santo, crucificado, con su Cabeza coronada de espinas, con su Cuerpo lleno de hematomas, de heridas abiertas de las que manaba abundante sangre, y sin embargo, ahora lo ven con su Cuerpo resplandeciente, con la marca de sus heridas, pero de las cuales ya no brota más sangre, sino luz divina, y por esto se alegran y se admiran.
Pero no es esta la causa última de la alegría de los discípulos; si esta fuera, entonces en poco y en nada se diferenciaría de una situación puramente humana, como la que describimos al principio, es decir, se trataría sólo de la alegría y admiración de quienes creían que un ser querido había muerto, y en vez de eso, descubren que está vivo.
En la alegría y admiración de los discípulos hay algo más, que causa una alegría y una admiración infinitamente más grandes que la de simplemente ver a alguien que se pensaba muerto y está vivo: la alegría y la admiración de los discípulos está causada por el encuentro con el Ser divino que inhabita en Jesucristo, que se manifiesta en todo su esplendor a través de su Cuerpo resucitado. La alegría y la admiración que provoca al hombre descubrir al Ser divino, es tan grande, que no se puede expresar con palabras humanas, al tiempo que provoca en el alma un estupor de tal magnitud, por la contemplación de la majestad divina, que al alma le parece imposible creer que sea verdad. Es esto lo que el evangelista quiere expresar cuando dice: “Era tal la alegría de los discípulos, que se resistían a creer”. En otras palabras, lo que causa la alegría, la admiración, el estupor, el gozo, incontrolables, sin límites, en los discípulos que están en el cenáculo cuando se les aparece Jesús resucitado, es la contemplación del Ser divino trinitario que inhabita en Jesús, puesto que Jesús no es una persona humana, sino la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo encarnado, que manifiesta toda su gloria, todo su esplendor, toda su infinita majestad divina, a través de su Cuerpo humano resucitado.
Ese es el motivo último de la alegría y de la admiración de los discípulos en el cenáculo: contemplan, fascinados por la atracción del ser divino, a Dios Hijo encarnado, que los envuelve con su luz y con su gloria divinas.
La presencia Personal de Dios puede producir en el alma humana diversos estados, como por ejemplo, el temor –incluso hasta los ángeles más poderosos tiemblan ante la sola idea de la Justicia divina encendida en ira, según revela la Virgen a Sor Faustina Kowalska-, pero también por el amor y la alegría que lo desbordan, y es esto lo que les sucede a los discípulos en el cenáculo, a quienes la Aparición de Jesús, glorioso y resucitado, los llena de temor sagrado, de amor jubiloso y de fascinación maravillada, al punto tal de dejarlos estupefactos, sin poder articular palabra.
Pero no debemos creer que la aparición y manifestación de Jesús resucitado a sus discípulos se produjo por única vez hace dos mil años, en el cenáculo en Jerusalén: en cada Santa Misa, por el misterio de la liturgia eucarística, se aparece el Señor Jesús, resucitado, en Persona, con su Cuerpo glorioso, llena de la luz y de la vida divina, oculto bajo algo que a los ojos del cuerpo parece ser pan, pero que a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe y del Espíritu Santo, es el Hombre-Dios Jesucristo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Cada Santa Misa renueva y actualiza la aparición y manifestación gloriosa de Jesús resucitado, como lo hizo en el cenáculo hace veinte siglos, solo que para nosotros lo hace oculto bajo las especies eucarísticas.
Por lo tanto, cada Santa Misa, debería ser vivida, para los bautizados, con la misma alegría, con el mismo gozo, con la misma admiración y estupor, con los que los discípulos vivieron la experiencia de contemplar a Cristo resucitado, e incluso deberían vivir cada Misa con muchísima más alegría que los discípulos, porque Cristo se les apareció a los discípulos, y comió con ellos, pero no les dio su Cuerpo y su Sangre como alimento del alma, mientras que sí lo hace con los bautizados, al donarse todo Cristo en Persona en cada comunión eucarística.
Si alguien escribiera la historia de cada misa, ¿podría decir que quienes asistimos a ella nos alegramos y nos admiramos, como los discípulos, por la iluminación interior del Espíritu de Cristo, por la aparición de Cristo en medio nuestro como Pan de Vida eterna?
Cada misa es como un cenáculo en el cual se aparece el Señor resucitado a su Iglesia, para comunicarle de su alegría y de su amor por la comunión. Está en el bautizado pedir y aprovechar interiormente ese don del Espíritu, que le permite alegrarse y admirarse en Jesús resucitado en la Eucaristía, además de donarse a sí mismo como víctima, ofreciéndose a Cristo en el sacrificio de la Cruz, en acción de gracias por tanto amor demostrado por Dios, o permanecer indiferente, como si solo hubiera recibido un poco de pan, como si solo hubiera asistido a una rutinaria ceremonia religiosa.

domingo, 8 de abril de 2012

Domingo de Resurrección



Si el Viernes Santo la Iglesia estaba sumida en la tristeza, el dolor, el llanto y la amargura, al contemplar a su rey muerto en la Cruz, con su Cuerpo cubierto de sangre, de heridas abiertas, de tierra, de barro, de golpes, de latigazos, ahora, el Domingo de Resurrección, la Iglesia exulta de alegría porque su rey ha triunfado sobre la muerte, resucitando con la vida y la gloria del Ser divino. La Iglesia canta de alegría al comprobar que la fuerza vital del Ser divino es infinitamente superior a la fuerza de la muerte, la cual queda destruida y reducida a la nada con la resurrección de Jesús. La Iglesia se alegra, el Domingo de Resurrección, por la resurrección de Cristo, que es el triunfo de la Vida divina sobre la muerte. La Iglesia exulta porque al final de los tiempos, no vencerán los que propician el aborto, la eutanasia, la eugenesia, y todo tipo de delitos que atentan contra la vida humana. La iglesia se alegra porque la muerte, producto y consecuencia del pecado original, ha sido vencida para siempre por la gracia divina, que brota del Corazón de Jesús resucitado como de su fuente.

Si el Viernes Santo la Iglesia contemplaba, atónita, sin palabras, el pavoroso espectáculo que significa ver al Hombre-Dios muerto en la Cruz, vencido en apariencia por las fuerzas del infierno aliadas con la malicia de los hombres, el Domingo de Resurrección, en cambio, exulta de gozo, al contemplar a Jesús resucitado, Invicto Vencedor del Demonio y de todo el infierno, y también de la malicia del corazón humano. La Iglesia celebra con gozo interminable el triunfo de la Bondad del Ser divino, que triunfa sobre el mal, producido y creado en el corazón del ángel negro y en el corazón del hombre caído en el pecado original. La Iglesia se alegra, con alegría celestial, al comprobar que la maldad angélica y la maldad humanas, unidas, son igual a nada frente a la poderosísima fuerza de la Bondad divina. La Iglesia se alegra, con alegría incontenible, porque en el Domingo de Resurrección el mal fue vencido para siempre por la fuerza incontenible de Dios Trino, infinitamente bueno y amable. La Iglesia se alegra el Domingo de Resurrección porque al final de los tiempos serán derrotados para siempre todos aquellos que rinden culto al demonio, invocándolo por medio de la música, la hechicería, la brujería.

Si el Viernes Santo la Iglesia contempla, absorta, el Cuerpo muerto de Jesús, crucificado como consecuencia de la visión mundana del hombre, que lo lleva a negar la condición divina de Jesús, visión mundana que no se contenta con rechazarlo, sino que busca y consigue matarlo en la Cruz, el Domingo de Resurrección la Iglesia canta de alegría al comprobar que Cristo ha resucitado y que por lo tanto toda existencia humana está destinada no a esta vida mundana, terrena, caduca, superficial y efímera, sino a la vida eterna, a la feliz eternidad en la contemplación de Dios Uno y Trino. La Iglesia se alegra el Domingo de Resurrección porque el mundo, la vida mundana, que niega toda trascendencia, que condena al hombre a vivir una existencia sin esperanzas, y por lo tanto lo conduce a la desesperación, esa vida mundana, y ese mundo sin futuro, terminarán para siempre, y serán derrotados al fin de los tiempos, para dar inicio a la vida eterna en Dios, gracias a la Resurrección de Jesús.

La Iglesia se alegra en el Domingo de Resurrección porque los tres enemigos del hombre, la muerte, el demonio, y el mundo, han sido vencidos para siempre en la Cruz, y a partir de Jesús y su resurrección, una nueva fuerza, la fuerza del Amor del Ser divino, es la que conducirá a toda la humanidad a un nuevo destino, insospechado antes, el destino de feliz eternidad.

Finalmente, la Iglesia se alegra con alegría angélica el Domingo de Resurrección, porque su rey, Cristo, con el mismo Cuerpo glorioso, lleno de la luz y de la gloria del Ser divino de Dios Trino, con el que resucitó en el sepulcro, reina, majestuoso, en la Eucaristía.

Que nuestros corazones, que son muchas veces duros, fríos y oscuros como el sepulcro de José de Arimatea, en donde reposó el Cuerpo muerto de Jesús, sean como otros tantos sepulcros, esta vez de carne, que alojen al Cuerpo resucitado de Jesús Eucaristía, para inundados con su Luz celestial, con su Vida divina, con su Amor eterno, un Amor más fuerte que la muerte.



miércoles, 28 de marzo de 2012

La Verdad os hará libres; el pecado os hará esclavos



“La Verdad os hará libres; el pecado os hará esclavos” (cfr. Jn 8, 31-42). No se trata de un juego de palabras, sino de una realidad ontológica. La Verdad libera al hombre porque el hombre ha sido hecho para conocer la verdad con su inteligencia y para amar al bien con su voluntad, y en esto encontrar su felicidad. Como en el Ser divino se identifican la Verdad Absoluta, el Bien infinito y la felicidad suprema, el hombre encuentra su máxima felicidad en el conocimiento y amor de este Ser divino, y debido a que el orden natural es un reflejo de la sabiduría y del amor divinos, el hombre encuentra su libertad y su felicidad en el conocimiento y amor de ese orden natural, expresado en los Mandamientos.
Cuando Dios le dice al hombre: “Ama a Dios y a tu prójimo”, y cuando le dice: “No matarás”, “No robarás”, “No cometerás adulterio”, etc., le está indicando, tanto por la vía positiva, como por la vía negativa, el camino a la felicidad. Si el hombre sigue el consejo, o más bien, el mandato divino, será libre, porque será máximamente feliz, ya que fue creado para el conocer la Verdad y amar el Bien, que es la finalidad que persiguen los Mandamientos.
Pero cuando el hombre, dando rienda suelta al misterio de iniquidad que anida en su corazón, producto de su participación en la rebelión demoníaca en los cielos, deja de lado a Dios y piensa, desea, actúa, como si Dios no existiera, entonces comienza a vivir el camino que lo conduce a la esclavitud del error y de la ignorancia.
Homomonio, divorcio exprés, adopción homosexual, fertilización asistida, alquiler de vientres, aunque sean presentadas como logros del progreso humano, constituyen gravísimas violaciones al ordenamiento divino, en donde se encuentran ausentes la Verdad y el Bien, y por lo tanto, la felicidad. Al intentar construir una sociedad sin Dios, el hombre se vuelve esclavo del error, de la ignorancia y del mal, y se dirige a un abismo irreversible de maldad, de tristeza, de dolor y de amargura.

sábado, 24 de marzo de 2012

Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí



(Domingo V – TC – Ciclo B – 2012)
         “Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí” (cfr. Jn 12, 20-33). Jesús dice que cuando sea “levantado en alto”, es decir, crucificado, “atraerá a todos” hacia Él. Contrariamente a lo que pudiera parecer, no se refiere solamente a los que, hace XX siglos, fueron testigos de la crucifixión; se refiere a toda la humanidad de todos los tiempos, y esto porque su crucifixión pone en acto un poderoso movimiento centrífugo, que originado en el Ser divino, como en su centro y su origen, abarca todos los tiempos de la historia humana y a todos los hombres, sin excluir a ninguno.
Ante semejante evento, podríamos preguntarnos: ¿qué cosa es esta poderosa fuerza centrífuga, que describe un movimiento ascendente, en dirección a la Cruz –podríamos darnos una idea imaginando a un poderosísimo imán que atrae con su fuerza magnética a minúsculos pedacitos de hierro-, que conduce a Cristo crucificado a todos los hombres de todos los tiempos?
Y la respuesta es que esta poderosísima fuerza de atracción, que surgiendo del Ser divino se desencadena y derrama con toda su fuerza sobre la humanidad entera a través de la herida abierta del Sagrado Corazón, la envuelve, y la conduce de retorno al Ser divino, introduciéndola en el Corazón de Jesús, no es otra cosa que el Amor divino, el Amor infinito, el Amor sin límites, eterno, de Dios.
Es a esto a lo que se refiere Jesús, cuando dice que cuando sea crucificado, atraerá a todos hacia Él, y los atraerá hacia su Corazón traspasado, con una fuerza celestial, divina, sobrenatural, la fuerza misma del Ser divino trinitario.
Ahora bien, si usamos la imagen de un poderoso imán que atrae con su fuerza magnética a minúsculos fragmentos de hierro, hay que tener en cuenta que, en la realidad, tanto Dios Trino como los seres humanos, somos personas, y no cosas sin vida, sin inteligencia y sin voluntad.
Esto es necesario considerarlo, porque aunque la fuerza del Amor divino, haya sido derramado sobre la humanidad con toda su infinita potencia en la crucifixión de Jesús, y esa fuerza baste y sobre para atraer a sí a toda la humanidad y a todos los ángeles juntos, y todavía le sobre fuerza, al tratarse de seres personales, es decir, de seres libres, la atracción no es automática.
Aún más, esta fuerza de atracción, irresistible en sí misma, puede ser duramente resistida y, paradójicamente, hasta vencida, por la voluntad del hombre, porque si una persona, con plena conciencia y plena voluntad, haciendo ejercicio de toda la dignidad de su libertad, decide no dejarse atraer por esta fuerza de amor divino, entonces no es atraída. Dios Trino respeta en tal grado la libertad de su criatura, aquello que la hace más semejante a Él, que se detiene, por así decirlo, ante el hombre, y sólo después de que el hombre le dice “sí” a su plan salvífico en Cristo, recién entonces obra sobre Él. De otra manera, si el hombre decide decirle “no”, Dios Trino deja de ejercer sobre la persona la fuerza de su Amor divino, para empezar a ejercer sobre él la fuerza de la justicia divina, porque Dios es misericordia infinita, pero también es justicia infinita, y quien no quiere dejarse atraer por la fuerza irresistible de su Amor, será rechazado, con la misma intensidad con la cual antes se lo quería atraer, por la fuerza de la Justicia divina, para siempre.
“Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí”. Todo ser humano siente, en algún momento, la fuerza del Amor divino que se irradia desde la Cruz, desde el Corazón traspasado de Jesús. A todo ser humano le es dada la oportunidad de adherirse al Amor de Dios, de dejarse arrastrar en sentido ascendente, para ser introducido en el costado abierto de Jesús, o de rechazar esta atracción, para dirigirse en dirección contraria.
El hombre demuestra una u otra elección, con sus obras: si se arrepiente del mal camino, si deja de lado todo lo que lo aparta de Dios Trino, si lucha contra la tentación, si asistido por la gracia presenta lucha contra sus pasiones, contra el mundo, contra la carne y contra el demonio, entonces la fuerza de atracción del Amor de Jesús, terminará por introducirlo en las Puertas del Cielo, abiertas de par en par, el Corazón traspasado de Jesús.
Si, por el contrario, se obstina en el mal camino, y persiste en el mal obrar; si continúa haciendo el mal a su prójimo, si no se arrepiente de pactar con el demonio y el mundo, si no pide perdón a su prójimo y a Dios, entonces voluntariamente se aparta de la dirección ascendente que lo conducía al cielo, para ingresar en otra corriente, descendente, la corriente de la Justicia divina, que lo aleja de Dios Trino con tanta fuerza como antes con su Amor quería atraerlo hacia sí.
“Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí”. De la libertad de cada uno depende dejarse arrastrar por la fuerza irresistible del Amor divino, o sucumbir bajo el peso de su Justicia divina, para siempre.
La humildad, la mansedumbre, la caridad, la compasión, el amor, la piedad, el perdón, son ya la presencia en el alma de esa fuerza de Amor divino, operante bajo la forma de virtudes, por eso quien las practica, o quien se esfuerza por practicarlas, es que ya se ha dejado atraer hacia la Cruz.
Por el contrario, la soberbia, el orgullo, la impiedad, la calumnia, la falta de compasión para con el prójimo, la avaricia, la lujuria, la ira, y cualquier manifestación del mal, son signo evidente de que el alma ha decidido, libremente, oponerse al Amor divino.
         Jesús no es, como el mundo ateo piensa, un personaje más de la historia, que yace en un sepulcro: es Dios Hijo en Persona, que atrae a aquellos que quieren ser salvados y, respetando la libertad de quienes no lo aman, deja que se aparten de Él para siempre.
         Quien no duda del Amor de Jesús, será atraído por su Cruz.

miércoles, 7 de marzo de 2012

El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado



“El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Mt 23, 1-12). En el Evangelio, Jesús insiste, una y otra vez, en la virtud de la humildad. De hecho, pide que el cristiano lo imite a Él en su mansedumbre y en su humildad: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.
La insistencia no es en vano, puesto que la humildad, junto a la caridad, son las virtudes humanas que mejor traducen la esencia del Ser divino. En otras palabras, la perfección infinita del Ser divino se manifiesta en actos humanos perfectos, como la caridad y la humildad. Por lo tanto, sólo un corazón que posea esas virtudes en grado eminente, podrá estar en la Presencia de Dios Trino, infinitamente misericordioso y humilde.
Por el contrario, en el lado opuesto, se encuentran el odio y el orgullo, expresiones humanas del espíritu del mal. El ángel caído, inventor y creador del mal, inexistente antes de él, se manifiesta en el plano humano a través de estos dos vicios del alma, el odio y el orgullo, muestras de suma imperfección. Una persona que odia –o, todavía más, que mantiene el rencor contra su prójimo, o que difama-; una persona que es orgullosa y soberbia –alguien que no soporta una corrección, o que no perdona ni tampoco pide perdón-, manifiesta con esos actos imperfectos que en su corazón no solo no brilla la luz del Ser perfectísimo de Dios Trino, sino que está oscurecido por la presencia del mal. 
Nada hay en el mundo tan terrible y catastrófico y con tan graves consecuencias como el orgullo espiritual, porque priva al orgulloso de la comunión don Dios en esta vida y de su contemplación en la otra.
Nadie puede llegar a Dios si no es por medio de la lucha consigo mismo por alcanzar la mansedumbre y la humildad de Jesucristo, por medio de la penitencia, de la oración, de la misericordia.
Solo los que posean un corazón humilde y puro, a quienes el pecado, propio y ajeno, les provoca verdadero dolor espiritual porque el pecado implica ofensa a Dios; sólo los que buscan encarnar en sus vidas el consejo de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”; sólo esos entrarán en el Reino de los cielos.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Yo Soy el Pan que da la Vida eterna

Cristo en la Eucaristía
nos dona la Vida eterna,
la vida absolutamente plena y feliz
de la Santísima Trinidad.


“Yo Soy el Pan que da la vida eterna” (cfr. Jn 6, 44-51). Jesús se da a sí mismo el nombre de “pan”, un alimento cotidiano, familiar a todas las culturas y razas del mundo, de modo que todos pudieran tener un punto de referencia para poder meditar en sus palabras.

¿En qué consiste la vida eterna? Dice Jesús: “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo” (Jn 17, 1-3). Este conocimiento que aquí se dice constituir la vida eterna, es, en la enseñanza de San Juan, un conocimiento vital, íntimo y amoroso, no abstracto; es un conocimiento que es vida, porque por el conocimiento de Dios, hecho posible por la gracia, Dios mismo se auto-comunica al alma que lo conoce, y así el alma recibe un principio de vida nueva, distinta, celestial, brotada del seno mismo de Dios Uno y Trino.

La vida eterna no es la vida inmortal, la que posee el alma del hombre por su propia naturaleza espiritual; por naturaleza, el alma humana es inmortal, porque es espiritual, y porque es espiritual, no tiene partes que entren en descomposición, como sí lo hace la materia, y por eso perdura de manera indefinida, sin perecer.

Pero esto no es la vida eterna; la vida eterna es una vida absolutamente plena, que se encuentra en Acto Presente perpetuo porque emana del Ser divino, que es Acto Puro, es decir, que posee todas sus perfecciones sin límites: sabiduría, verdad, bondad, belleza, unidad, alegría.

El Ser divino, al ser Acto Puro perfectísimo, no tiene necesidad del tiempo, para desplegar las perfecciones que brotan de él, puesto que sus perfecciones están todas en acto, en un mismo instante perpetuo. Al revés sucede con el ser participado, que sí necesita del tiempo para desplegar estas perfecciones, que necesariamente son limitadas. Así, necesita tiempo para adquirir sabiduría, que es limitada, o para adquirir bondad, o para llegar a la verdad.

Poseer la vida eterna significa poseer todas estas perfecciones como las posee el mismo Dios Uno y Trino, es decir, perfectísimas y para siempre: sabiduría, verdad, belleza, bondad.

Todo esto, más la comunión con las Tres Divinas Personas, es donado por Cristo en la Eucaristía.

lunes, 21 de marzo de 2011

El que se humillla será ensalzado, y el que se ensalza será humillado

Dios Hijo se humilla en la Encarnación,
al asumir una naturaleza inferior
y caída en el pecado

“El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” (cfr. Mt 23, 1-12). Algunos han criticado negativamente el conjunto de enseñanzas dadas por Jesús, sosteniendo que se trata, en realidad, de normas morales. Reducen el cristianismo a un mero conjunto de preceptos de moral, y rebajan de esta manera el mensaje de Jesús a la exhortación a un simple cambio de comportamiento destinado a la obtención de una sociedad más fraterna y más justa.

El consejo de Jesús, el de auto-humillarse, podría muy bien ubicarse en estas consideraciones: el buen cristiano es el que evita la soberbia, y busca ser humildes. En realidad es así, es decir, el cristiano sí debe ser humilde y evitar la soberbia, pero no como un mero cambio de conducta.

El hecho de que el cristiano deba buscar la humildad, y rechazar la soberbia, tiene su fundamento no en la tierra, en el comportamiento del corazón humano, sino en el cielo, en el misterio de Dios Uno y Trino.

El Ser divino es perfectísimo, con una perfección infinita, sin sombra alguna de error, de defecto, de mal, de mancha; el Ser divino es absolutamente perfecto, en la grandiosidad majestuosa de su Ser, y al encarnarse, manifiesta la perfección y la gloriosa grandeza de su Ser, por medio de la virtud de la humildad. La humildad es un reflejo, en esta tierra y en este tiempo, de la perfección majestuosa del Ser divino de Dios Uno y Trino; la humildad es la concreción o actuación, en la historia humana, y en medio de los hombres, de la absoluta simplicidad del Ser de Dios.

Es por este motivo que Jesucristo, Dios Hijo encarnado, se humilla en la Encarnación, asumiendo una naturaleza inferior y, además, caída por el pecado, como la naturaleza humana, y es por eso que se humilla en la cruz, porque por la humildad, se manifiesta a los hombres la perfección de la divinidad.

La Madre de Dios da muestras también de una humildad insuperable, humillándose a Ella misma, al llamarse “esclava” del Señor ante el anuncio del ángel, y no podía ser de otra manera, porque en Ella inhabita, desde su Concepción Inmaculada, el Espíritu Santo.

El cristiano entonces debe buscar ser humilde, y si no tiene ocasiones dadas por su prójimo, debe auto-humillarse, pero no porque se trate de simplemente pretender ser “mejor ciudadano”: la humildad debe ser buscada por el cristiano porque es, junto al Amor sobrenatural, lo que más lo asemeja al Ser divino.