jueves, 28 de septiembre de 2023

“Ven a trabajar a mi viña”


 

(Domingo XXVI - TO - Ciclo A – 2023)

         “Ven a trabajar a mi viña” (cfr. Mt 21, 28-32). Con el fin de graficar ya sea el llamado de Dios a trabajar en su Iglesia, como también la respuesta de los elegidos, Jesús relata la parábola del dueño de una viña, que convoca a sus dos hijos para que vayan a trabajar en su viña. Al llamar al primero para que vaya a trabajar, éste le contesta que no va a ir, pero finalmente termina yendo. Acto seguido llama al segundo y lo invita también a que vaya a trabajar en su viña; le contesta que sí irá, pero luego no lo hace. Jesús pregunta a sus discípulos cuál de los dos cumplió el pedido del padre y estos le responden que el primero, es decir, el que había dicho que no, pero luego fue a trabajar. Como en estos dos hermanos están representados tanto los religiosos de vida consagrada como laicos, llamados desde el Bautismo para trabajar en la Iglesia, Jesús finaliza con una dura advertencia para quienes se niegan voluntariamente a ir a trabajar en su viña, que es la Iglesia: los publicanos y mujeres de mala fama entrarán antes que ellos al Reino de los cielos, porque estos escucharon la prédica de Juan el Bautista para la conversión del corazón al Mesías y realmente lo hicieron, mientras que aquellos que se tienen por religiosos, consagrados o laicos, entrarán mucho después. Jesús da el ejemplo de dos categorías de pecadores públicos porque, a pesar de no ser religiosos, se convirtieron por la prédica de Juan el Bautista, a diferencia de muchos que, sin ser pecadores públicos, no se convirtieron por la prédica del Bautista que anunciaba la llegada del Mesías.

La parábola se comprende y la podemos aplicar a nosotros, cristianos del siglo XXI, si reemplazamos sus elementos naturales por elementos sobrenaturales: así, el dueño de la vid es Él, Jesucristo, Dios; la viña es la Iglesia Católica; los hijos llamados a trabajar, somos los hijos adoptivos de Dios, los bautizados en la Iglesia Católica; el trabajo es el que se entiende tanto en sentido material (mantenimiento estructural de los templos) cuanto al trabajo espiritual, que es deber de todo cristiano y que implica el trabajar espiritualmente en la salvación de su alma y en la cooperación para la salvación de sus hermanos.

         En esta parábola se reflejan dos tipos de bautizados: muchos que aparentemente han respondido afirmativamente al llamado del Señor pero que sin embargo, con sus comportamientos anticristianos, como la falta de perdón, la acepción de personas, los juicios malévolos sobre el prójimo, la codicia, el deseo de cargos eclesiásticos para obtener prestigio y poder, y tantos otros anti-ejemplos, demuestran que no están trabajando para el bien de las almas, sino para sí mismos. Es el caso del hijo de la parábola que dice “Sí, voy a trabajar”, pero no trabaja para la salvación de las almas, ya que sigue su propia voluntad y busca su propio interés. En cambio, el otro hijo de la parábola, el que dice “No”, pero sí va a trabajar, representa a muchos bautizados que no están en la Iglesia por diversas razones, pero sin embargo se muestran caritativos, compasivos, comprensivos con el prójimo, demostrando así un corazón noble, al que solo le falta el acceso a los sacramentos, por lo que, con su buen obrar, aunque pareciera que no, sin embargo, trabajan para Dios.

         Al comentar esta parábola, Santa Teresa Benedicta de la Cruz reflexiona acerca del pedido de Jesús acerca de la voluntad de Dios: “que se haga tu voluntad”, resaltando el hecho de que el Hijo de Dios vino a la tierra no solo para expiar la desobediencia del hombre, sino para reconducirlos al Reino de Dios por medio de la obediencia. Dice así: “¡Qué se haga tu voluntad!” (Mt 6, 10) En esto ha consistido, toda la vida del Salvador. Vino al mundo para cumplir la voluntad del Padre, no sólo con el fin de expiar el pecado de desobediencia por su obediencia (Rm 5,19), sino también para reconducir a los hombres hacia su vocación en el camino de la obediencia”[1]. Entonces, en la obediencia a Dios y a su llamada a la santidad, es en donde el alma demuestra que ama o no ama a Dios: esto quiere decir que si alguien está en la Iglesia, pero no cumple los Mandamientos de Dios y de Jesucristo, entonces ese alguien no está haciendo la voluntad de Dios, y es como el hijo de la parábola que dice: “Voy”, pero no va, porque no hace la voluntad de Dios, sino su propia voluntad.

         Al respecto, dice Santa Edith Stein que la libertad dada a los hombres, no es para “ser dueños de sí mismos”, sino para unirse a la voluntad de Dios: “No se da a la voluntad de los seres creados, ser libre por ser dueño de sí mismo. Está llamada a ponerse de acuerdo con la voluntad de Dios”. Si el hombre, libremente, une su voluntad a la de Dios, participa de la obra de Dios: “Si acepta por libre sumisión, entonces se le ofrece también participar libremente en la culminación de la creación”. Pero si el hombre, haciendo mal uso de la libertad, rehúsa unir su voluntad a la de Dios, entonces pierde la libertad, y la razón es que se vuelve esclavo del pecado: “Si se niega, la criatura libre pierde su libertad”. La clave para discernir si se cumple la Voluntad de Dios en la propia vida, es el cumplimiento de la Ley de Dios, de sus Divinos Mandamientos. Así, el hombre que cumple los Mandamientos de Dios y de Cristo, es verdaderamente libre –“la Verdad os hará libres”-, mientras que el que no lo hace, el que no cumple los Mandamientos de la Ley de Dios, aun cuando esté en la Iglesia todo el tiempo, es esclavo de sus propias pasiones, del pecado e incluso del Demonio.

Si el hombre se deja seducir por las cosas del mundo, se encadena al mundo, pierde su libertad y se vuelve vacilante e indeciso en el bien, además de endurecer su inteligencia en el error. El mal católico, el que no cumple la voluntad de Dios, haciendo oídos sordos a su Ley de la caridad, se vuelve esclavo del error y además, su corazón se endurece, al no tener en sí el Fuego del Divino Amor. La única opción posible para que el hombre sea plenamente libre, es seguir a Cristo, quien cumple la voluntad del Padre a la perfección: Dice Santa Edith Stein: “Frente a esto, no hay otro remedio que el camino de seguir a Cristo, el Hijo del hombre, que no sólo obedecía directamente al Padre del cielo, sino que se sometió también a los hombres que representaban la voluntad del Padre”. Quien sigue a Cristo, dice Santa Edith Stein, no solo se libera de la esclavitud del mundo, sino que se vuelve verdaderamente libre y se encamina a la pureza de corazón, porque se une a Cristo, el Cordero Inmaculado y la Pureza Increada en sí misma y por la gracia se hace partícipe de la Pureza Increada del Cordero de Dios, Cristo Jesús: “La obediencia tal como Dios quería, nos libera de la esclavitud que nos causan las cosas creadas y nos devuelve a la libertad. Así también el camino hacia la pureza de corazón”. El peor error que puede cometer el hombre –y es lo que está haciendo el hombre de hoy- es dejar de lado la voluntad y los Mandamientos de Dios, para hacer su propia voluntad, constituyéndose en rey de sí mismo y cayendo en el mismo pecado de soberbia del Ángel caído en los cielos.

“Ven a trabajar a mi viña”, “Ven a trabajar en mi Iglesia”, nos dice Jesús a todos, laicos y religiosos y el bautismo sacramental constituye ya ese llamado a trabajar por las almas; Jesús nos llama a trabajar en su Iglesia, cada uno en su estado de vida, para salvar el alma propia y para ayudar a salvar las almas de nuestros hermanos, de la eterna condenación en el Infierno. Esto es lo que Jesús quiere significar cuando dice “trabajo”, es el trabajo para salvar el alma de la eterna condenación en el Infierno, el cual es real y dura para siempre, y no está vacío, sino que está ocupado por innumerables ángeles rebeldes y almas de condenados, de bautizados que precisamente se negaron a trabajar por su salvación y la de los demás. Jesús nos llama a trabajar en su Iglesia, para que ayudemos al prójimo, no a que solucione sus problemas afectivos ni económicos, sino a que salve su alma y llegue al Reino de los cielos, y el que esto hace, salva su propia alma, como dice San Agustín: “El que salva el alma de su prójimo, salva la suya”.

“Ven a trabajar a mi viña”, nos dice Jesús, y la única forma de decir “Sí” e ir, verdaderamente, es tomando la Cruz de cada día, seguirlo a Él camino del Calvario, cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios y los Mandamientos de Cristo, evitar el pecado, vivir en gracia. Es la única forma en la que no defraudaremos el llamado de Dios a trabajar en su Iglesia, llamado que es para salvar almas y no para obtener puestos de poder.   



[1] Cfr. Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, Meditación para la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.

 

martes, 26 de septiembre de 2023

“Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios”

 


“Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios” (Mc 3, 13-15). Mientras Jesús se encuentra rodeado por una multitud que escucha con atención sus palabras de sabiduría, llegan su Madre, la Virgen y sus primos; entonces, sus discípulos le avisan que se encuentran ellos, con estas palabras: “Tu Madre y tus hermanos te esperan”. La respuesta de Jesús, aunque pudiera parecer lo contrario, de ninguna manera implican el más mínimo rechazo a los vínculos de sangre que existen con la familia biológica y mucho menos llevan a rechazar el reconocimiento de las obligaciones que surgen a raíz del parentesco[1]. Todavía más, en las enseñanzas de Jesús se puede encontrar una exigencia muy grande en relación al trato con los progenitores, como cuando condena la casuística farisea que facilitaba a los hijos desamorados desatender las obligaciones relativas al cuarto mandamiento[2] -Jesús condena que no se ayude a los padres, con la excusa de que se debe ayudar al altar- y por otra parte, en su agonía en la Cruz, muestra un Amor incondicional a su Madre (cfr. Jn 19, 26) y también la solicitud por Ella, al pedirle al Apóstol Juan que cuide de la Virgen “como a su Madre. Es decir, Jesús siempre se mostró sumamente exigente con relación al trato debido a los progenitores. Por otra parte, y como un agregado para comprender la respuesta de Jesús a sus discípulos, hay que saber primero que la palabra “hermanos” tiene, entre los semitas, un sentido más amplio que en Occidente, puesto que abarca a los “primos” en diversos grados, por lo que no necesariamente se trata de “hermanos” biológicos según lo entendemos en el sentido occidental, lo cual tampoco podría ser de ninguna manera, puesto que Jesús es el Unigénito de Dios. Todo el testimonio del Nuevo Testamento y de la Tradición nos prueban que los “hermanos” de Jesús eran, biológicamente, “primos” de Cristo y en ningún caso “hermanos” de sangre.

Lo que se debe tener en cuenta en relación a la enseñanza que Jesús quiere dar con su respuesta, es que Jesús quiere enseñar que, si bien hay exigencias insoslayables con el parentesco natural, estas relaciones naturales están de hecho subordinadas a una exigencia mayor que es el hacer la voluntad de Dios[3].

Entonces, según Jesús, por un lado, no se puede poner a Dios como excusa para no auxiliar a los padres, pero por otro lado, el cumplimiento de la voluntad de Dios está por encima del precepto de “Honrar padre y madre”. Lo que debemos entender ante todo es que, a partir de Jesús, Él establece una relación familiar nueva entre los seres humanos, relación familiar que establece unos lazos de unión en el amor filial y parenteral que son inmensamente más profundos que los lazos de unión por la sangre, puesto que se originan en la Trinidad, en el don que la Trinidad hace de la gracia santificante a partir de su Sacrificio en Cruz. La relación nueva dada por la gracia santificante inaugura y establece una nueva forma de relación familiar, de orden sobrenatural. En efecto, hasta Jesús, los seres humanos, al nacer en el seno de una familia y al pertenecer a esta misma por los lazos sanguíneos (también se puede pertenecer a una familia a través de la adopción), adquieren inmediatamente obligaciones de respeto, de amor, de solidaridad, de comprensión, para con su familia, empezando por los mismos padres biológicos o quienes hacen de ellos; ahora, a partir de Jesús y su gracia santificante por Él donada, se origina en la raza humana una nueva forma de familia, una familia que está unida no únicamente por lazos de sangre, sino por la gracia de la filiación divina recibida en el Bautismo Sacramental, filiación divina que es más fuerte que la filiación natural o biológica y que hace que los bautizados tengan, en la realidad y no como un mero título, a Dios por Padre, a la Virgen por Madre, y a Jesús por Hermano. En otras palabras, por medio del Bautismo Sacramental el bautizado comienza a formar parte de esta nueva familia humana, la familia de los hijos de Dios, la familia de los hijos de la Virgen, la familia de los hijos de la Iglesia Católica, la familia de los hijos de la Luz Eterna que es Dios Uno y Trino, familia cuyo distintivo primordial, derivado de la unión por la gracia a Dios, es la caridad o amor sobrenatural que es debido a padres y hermanos, Amor que se demuestra en el cumplimiento, también por Amor de la Voluntad Divina. Así los bautizados, que se convierten verdaderamente en hijos adoptivos de Dios por el bautismo sacramental al recibir la gracia de la filiación divina, se reconocen entre sí como miembros de una misma familia, la familia de los hijos de Dios, unidos por un lazo infinitamente más fuerte que el biológico, la gracia santificante, cuyo deseo es cumplir la Voluntad de Dios Padre, expresada en Jesucristo. Los bautizados, los integrantes de la familia de Jesús, se caracterizan por cumplir la Voluntad de Dios, expresada en el Primer Mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”. Así es como se entiende la frase de Jesús: “Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios”.

 

 



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 502.

[2] Cfr. Mc 7, 9-13.

[3] Cfr. ibidem.

viernes, 22 de septiembre de 2023

“¿Porqué tienes a mal que yo sea bueno?”

 


(Domingo XXV - TO - Ciclo A – 2023)

         “¿Porqué tienes a mal que yo sea bueno?” (Mt 20, 1-16). Jesús ejemplifica el Reino de los cielos con toda la situación en la que se ven envueltos tanto el dueño de la viña como los obreros de la viña[1]. El dueño de la viña va a la plaza, al amanecer, alrededor de las seis de la mañana, a buscar obreros que están esperando que alguien los contrate para trabajar. Conversa con ellos y conviene en que el jornal del día de trabajo será un denario. Luego el propietario regresa más tarde, a las nueve, al mediodía y a las tres de la tarde. En estas últimas contrataciones no se menciona ninguna suma concreta, sino solo “un jornal justo”. Esto, considerado en conformidad con los negocios humanos, supondría para cada obrero tres cuartos, la mitad y un cuarto de denario, respectivamente. Una hora antes de la puesta del sol, el propietario contrata a los últimos, que estaban sin hacer nada, para que también trabajen en su viña.

         Al finalizar la jornada de trabajo, el capataz, por orden del dueño de la viña, da la orden de que se pague a los obreros su jornal y que a todos se pague la misma cantidad: en este último hecho, reside lo esencial de la parábola. La segunda orden es la de comenzar por los “últimos”, es decir, los que acaban de llegar, ya al terminar el día. La finalidad de esto es que los primeros sean testigos -los cuales son murmuradores y hostiles y luego pondrán objeción al dueño de la viña- de la cantidad que se paga a cada uno, lo cual a su vez hará que el dueño de la viña responda a sus objeciones. En esta respuesta, la del dueño de la viña, se contiene la enseñanza de la parábola.

         Los que han llegado primero y reciben la misma paga que los que llegaron al último, se quejan de lo que ellos consideran una “injusticia”, esto es, que a todos se les pague con el mismo jornal, con la misma cantidad de dinero; además, se quejan de que sólo han trabajado una hora y con el fresco de la tarde, mientras que ellos, los primeros, han trabajado todo el día y con el peso del sol y de las altas temperaturas, por lo cual consideran que merecen una suma de dinero mayor.

         El amo se dirige al portavoz o jefe de los que están descontentos con la situación y lo hace con un tono suave, ya que lo trata de “amigo”; tampoco hay un tono de enojo o de irritación cuando dice: “toma lo que es tuyo y vete”. Le recuerda con mucha calma el acuerdo previo, observado de común acuerdo entre las dos partes. “Es mi deseo”, dice él, “dar al último lo que le he dado al primero”. Con esto quiere decir que, si hay un trato justo, nadie tiene derecho a quejarse de la bondad que él ejerce de su parte. El entendimiento no debe ver el mal dónde solo existe el bien y si lo hace, es decir, si ve el mal donde hay bien, entonces el entendimiento está “enfermo”.

         Jesús concluye diciendo: “Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”. En esta parábola se insinúa que, por encima de las obras buenas en sí mismas, se encuentra la generosidad divina, que da más allá de la justicia estricta. La frase final implica simplemente que los “primeros” y los “últimos” (jornada de trabajo larga o corta) son todos unos ante Dios. Esto no quiere decir que Dios no haga distinciones, sino que su misericordia no tiene límites, es infinita.

Un elemento que nos permite apreciar el sentido sobrenatural de la parábola es que hacer una extrapolación o sustitución de los elementos naturales por los sobrenaturales: así, el dueño de la viña es Nuestro Señor Jesucristo; la viña es la Santa Iglesia Católica; los primeros en llegar somos nosotros, los que hemos sido bautizados en los primeros días de nuestra vida, además de haber recibido los Sacramentos como la Comunión, la Confirmación y el Sacramento de la Penitencia; el pago final es el Reino de los cielos; los “últimos en llegar”, son los gentiles o los paganos, es decir, aquellos que no pertenecen al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica y que, sin embargo, reciben el mismo premio, esto es, la gloria del Reino de los cielos, simbolizada en el denario con el que paga su trabajo el dueño de la viña y que, por su fe en el Mesías, Cristo Jesús, ingresarán antes que muchos católicos en el Reino de Dios.

Por último, la parábola va dirigida ante todo al Nuevo Pueblo Elegido, los que integramos la Iglesia Católica por medio del Bautismo, recibido desde los primeros días de nuestro nacimiento. Que los primeros serán los últimos y los últimos los primeros, significa que si no obramos la misericordia, si no seguimos a Nuestro Señor por el Camino de la Cruz, el Via Crucis, si no nos alimentamos del Pan de Vida eterna, si no lavamos nuestros pecados con la Sangre del Cordero en la Confesión Sacramental, nos pasará lo que a los primeros trabajadores de la parábola: primero entrarán los paganos recién conversos y recién al final, por la Divina Misericordia, entraremos nosotros, siendo ellos los primeros y nosotros los últimos.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1956, 432.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1956, 432.

domingo, 17 de septiembre de 2023

“Muchacho, a ti te digo, levántate”

 


“Muchacho, a ti te digo, levántate” (Lc 7, 11-17). Jesús, el Hombre-Dios, realiza un milagro admirable, un milagro que revela a todo el que lo contempla el infinito poder de Dios, su omnipotencia, su omnisciencia, su Amor, infinito y eterno, por la humanidad. En el Evangelio se relata algo que es común para los hombres desde la caída de Adán y Eva y es la muerte: según el relato, al acercarse Jesús a la ciudad de Naín, se encuentra con una muchedumbre que acompaña a una madre viuda que acaba de perder a su hijo el cual, ya envuelto en la sábana mortuoria, es llevado en procesión hasta su lugar de sepultura. Jesús, siendo Él el Dios que creó a ese muchacho, siendo Él el Dios que creó al hombre y lo dotó de vida, ahora, con su poder divino, no solo restablece el cuerpo rígido del joven muerto, sino que ordena a su alma que regrese al cuerpo, para que así el cuerpo, restablecido por Jesús, cobre vida por el alma, que es la que le da la vida natural. Así Jesús demuestra no solo su gran poder divino, sino también su gran amor por los hombres, porque solo por su gran misericordia y nada más que por su gran misericordia, regresa a la vida natural al hijo único de la viuda de Naín, concediéndole a esta la más grande de sus alegrías terrenas, el ver volver a la vida a su hijo muerto.

Pero este milagro de resurrección corporal es figura de otro milagro, inmensamente más asombroso y es otra resurrección, pero esta vez espiritual, por acción de la gracia santificante. En efecto, toda vez que el alma comete un pecado mortal, muere a la vida de la gracia, a la vida de los hijos de Dios y esa es la razón por la que se llama “mortal” y el alma queda así, irremediablemente muerta, sin posibilidad alguna de volver a vivir, porque ninguna fuerza humana ni angélica puede dar al alma la gracia santificante, la participación en la vida de la Trinidad. Pero Jesús, siendo Dios Hijo, siendo Él la Gracia Increada, de cuyo Corazón traspasado en la cruz brota la vida de las almas, la Sangre y el Agua que es la gracia santificante, actuando a través del sacerdote ministerial, en el Sacramento de la Confesión, con su divino poder no solo borra el pecado mortal confesado, sino que además le concede nuevamente la participación en la vida divina, en la vida de la Santísima Trinidad, haciendo que el alma regrese a su  vida nueva de hija adoptiva de Dios.

         “Alma, a ti te digo, levántate”. Cada vez que nos confesamos sacramentalmente, resuena en lo más profundo de nuestro la Sagrada Voz que nos creó, nos redimió y nos santificó.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz

 



Como fieles católicos, podemos preguntarnos cuál es la razón por la que “adoramos” la Santa Cruz, porque esta adoración podría parecer que está en contradicción con nuestro deber de cristianos, de adorar al Único Dios Verdadero, Dios Uno y Trino. Este conflicto aparece ya en los primeros siglos del cristianismo, al punto de ser negada la adoración de la cruz, incluso por escritores y apologistas cristianos, como Minucio Félix, quien dice así a los paganos: “Nosotros no adoramos la cruz y tampoco la deseamos. Ustedes, los paganos, adoran dioses de madera, en los cuales imitan la figura de un hombre crucificado”[1].

         A esta objeción, los cristianos respondemos que sí adoramos la Cruz, pero de un modo diverso a como adoran los paganos a sus ídolos: no adoramos un trozo de madera; adoramos al Hombre-Dios Jesucristo, Rey de reyes y Señor de señores, quien está representado, simbólicamente, por la Santa Cruz. Adoramos la Santa Cruz como símbolo y signo del misterio de la salvación, porque es en la Cruz en donde fuimos redimidos, al precio de la Sangre Preciosísima del Cordero[2]. Cuando adoramos la Cruz, adoramos al Cordero de Dios que ha sido inmolado en el altar de la Cruz; cuando adoramos la Cruz, no adoramos al madero en sí mismo, sino a la Sangre del Cordero que empapa e impregna el leño de la Cruz; cuando adoramos la Cruz, adoramos la Sangre de Dios Hijo encarnado, que, brotando como un torrente de sus heridas abiertas, impregnó la Cruz para luego caer sobre nuestras almas. Entonces, los cristianos, no adoramos el leño, sino a Cristo, el Cordero, que se hizo Cruz para nuestra salvación, impregnando el madero con su Sangre Preciosísima. Los cristianos adoramos la Santa Cruz, bañada y empapada por la Sangre del Cordero de Dios. Adoramos, amamos, besamos la Santa Cruz de Jesús, porque está cubierta por la Divina Sangre del Cordero de Dios, inmolado en el Monte Calvario para nuestra eterna salvación.

         Adoramos la Cruz en el Santo Calvario, adoramos la Cruz en la Santa Misa, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, adoramos la Santa Cruz de Jesús, implantada en lo más profundo de nuestros corazones.



[1] Cfr. Minucio Félix, Octavius 29, 6s; cit. Odo Casel, Presenza del mistero di Cristo, 1995, Editorial Queriniana, 94-95.

[2] Cfr. Odo Casel, Presenza del mistero di Cristo, 1995, Editorial Queriniana, 94-95.

"Perdona setenta veces siete, sed perfectos, como mi Padre del cielo es perfecto"

 


(Domingo XXIV TO Ciclo A 2023)

         La parábola (cfr. Mt 18, 21-35) trata acerca de dos cosas: una, es la figura del Sacramento de la Confesión, en donde Dios nos perdona nuestros pecados, sean leves o mortales; la otra, es acerca de nuestra actitud, como cristianos, acerca de cuando nosotros debemos perdonar a nuestros prójimos.

         En la parábola, el rey es Nuestro Señor Jesucristo; el deudor del rey, somos nosotros, o cualquier cristiano que comete un pecado, sobre todo mortal; la deuda que tiene el deudor del rey es muy grande y esto se ve en el hecho de que tiene que “vender incluso a su familia”, esta deuda es, ante todo, un pecado mortal, además de todo lo que tiene, para tratar de compensar a su rey por el perdón; el perdón del rey, que perdona a su deudor la enorme deuda, es la absolución de los pecados que recibimos en el Sacramento de la Confesión, en la que Dios Padre, por medio del Sacrificio de su Hijo, derrama la Sangre del Cordero sobre nuestras almas, dejándonos libre de toda culpa, cancelando el pecado del cual nos habíamos confesado, sin importar la gravedad de este, con la condición de que estemos verdaderamente arrepentidos del mismo. Al salir, el deudor del rey, al que le ha sido perdonada una enorme deuda -el pecado mortal-, se encuentra con un prójimo, el cual le debe solo una cantidad muy pequeña de dinero; el deudor del rey, a pesar de haber sido perdonado, no tiene compasión para con su prójimo y le exige el pago total de la pequeña deuda y como no tiene para pagarle, lo hace encarcelar: es el rencor, el enojo y la falta de perdón que tenemos para con nuestro prójimo, a pesar de haber sido perdonados. El enojo del rey -más que justificado, para con el deudor primero, que no quiso perdonar a su prójimo la escasa deuda que tenía para con él- es lo que Dios percibe en nuestras almas, esto es, falta de caridad para con nuestro prójimo y falta de amor agradecido para con Él, cuando, habiendo sido perdonados por Él al precio altísimo de la Sangre de su Hijo derramada en la cruz, nosotros nos olvidamos del perdón que recibimos en el Sacramento de la confesión y lejos de ser agradecidos para con Dios y compasivos para con nuestro prójimo, nos mostramos desagradecidos y olvidadizos con el perdón de Dios en la Confesión y nos mostramos crueles e impiadosos para con nuestro prójimo, al cual no le perdonamos ni la más mínima ofensa que pueda hacernos.

         De esto se sigue la importancia de obrar compasivamente para con nuestro prójimo que nos hace daño, el “perdonar setenta veces siete”, lo cual quiere decir “siempre”, porque si hacemos de esta manera, estaremos dando gracias a Dios por el perdón de los pecados recibidos en el Sacramento de la Confesión, a la vez que imitaremos a nuestro Padre del cielo en su compasión para con nosotros, siendo compasivos para con nuestro prójimo que ha cometido una falta contra nosotros. Solo así, además, seremos como Jesús quiere que seamos, perfectos, como el Padre del cielo: “Sed perfectos, como mi Padre del cielo es perfecto”.

lunes, 11 de septiembre de 2023

“Pasó la noche orando”


 

“Pasó la noche orando” (Lc 6, 12-19). El Evangelio nos relata un aspecto esencial en la vida de Jesús de Nazareth y es la oración. En diversos pasajes del Evangelio, se narra cómo Jesús se retira a solas para orar, también ora durante cuarenta días en el desierto, antes de su Pasión; reza en el Huerto de los Olivos, hasta momentos antes de ser apresado por los esbirros de los fariseos, quienes lo encuentran a través de la traición de Judas Iscariote.

Cuando se habla de Jesús de Nazareth, el cristiano debe ser sumamente prudente, ya que precisamente, debido a las erróneas concepciones acerca de quién es Jesús de Nazareth, es que se han producido, a lo largo de los siglos, diversas rupturas en la unidad eclesial y en la comunión de vida y amor que debe predominar en la Iglesia Católica.

Dicho esto, recordemos lo que el Magisterio de la Iglesia nos enseña acerca de Jesús: Jesús no es un hombre santo, sino Dios tres veces Santo; Él es la Palabra de Dios, el Verbo Eterno del Padre, la Sabiduría divina que se encarna en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth. La fe de la Iglesia Católica en Cristo Jesús nos enseña que Jesús es Dios Hijo encarnado y por eso el “Nombre sobre todo nombre” es el Nombre de Jesús: Él es la Segunda Persona de la Trinidad que se encarna en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth y que asume hipostáticamente, esto es, en su Persona Divina, a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth. Así el Verbo Divino, el Logos, la Palabra del Padre, es quien habla, a través de la humanidad santísima de Jesús y esto es sumamente trascendente para nuestra fe, porque si es el Verbo de Dios el que habla a través de Jesús, entonces la Palabra de Jesús es la Palabra de Dios. En Jesús, nos enseñan el Magisterio de la Iglesia y el Catecismo de la Iglesia Católica, se unen, sin mezcla alguna, las dos naturalezas, la humana y la divina, en una Única Persona, la Persona Segunda de la Trinidad.

De esto se sigue que, cuando Jesús ora, Él sabe qué es lo que va a pasar, porque en su omnisciencia divina conoce absolutamente todo, desde toda la eternidad. Según esto, nos podemos preguntar cuál es la relación entre la oración de Jesús de Nazareth y nuestra vida personal, la vida personal de todos y cada uno de los miles de millones que habitamos el planeta tierra desde el comienzo de la historia humana con Adán y Eva, hasta el último hombre que nazca en el último Día de la historia humana, el Día del Juicio Final: en su oración, Jesús ora por cada uno de nosotros, como si cada uno de nosotros fuéramos los únicos habitantes humanos en la tierra. En su oración, Jesús ora por cada uno de nosotros, pidiendo al Padre que acepte el Santo Sacrificio de su Humanidad Santísima en el Calvario de la Cruz, para que con su Sangre sacratísima seamos salvados de la eterna condenación y al final de nuestras vidas terrenas, seamos llevados al Reino de los cielos.

“Pasó la noche orando”. No solo una noche, sino toda su vida terrena, Jesús rezó por mí, por mi salvación; no solo durante su vida en la tierra, los treinta y tres años de vida que vivió en la tierra, Jesús rezó por mí: desde toda la eternidad, el Hombre-Dios Jesucristo pide al Padre eterno por mi salvación. Por esta razón, citando a San Ignacio de Loyola, debemos preguntarnos: “¿Qué hago por Cristo, que entregó su Vida por mí en la Cruz?”.

 

viernes, 8 de septiembre de 2023

“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”

 


(Domingo XXIII - TO - Ciclo A - 2023)

“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 15-20). En el cristianismo, la oración es esencial para la vida del espíritu: así como el respirar es esencial para la oxigenación del cuerpo y así como el alimento material es esencial para la vida del cuerpo, así la oración es esencial para mantener al espíritu vivo, con la vida de Dios Trinidad. Ahora bien, esta oración puede ser de varias maneras; entre ellas, puede ser oración individual, recomendada por el mismo Jesús, cuando dice que al orar “entremos en nuestra habitación y cerremos la puerta, porque el Padre todo lo ve”: la habitación es nuestra alma o nuestro corazón, por lo que Jesús nos induce a orar de forma privada, en recogimiento, en silencio, sin grandes exteriorizaciones, sin que nadie se dé cuenta de que estamos orando. Esto es así porque, aunque los hombres no se den cuenta de que estamos orando, si hacemos caso del método enseñado por Jesús, el de la oración del corazón, se trata de una oración que es conocida sólo por Dios y nadie más que Él, por lo que es una oración que le agrada mucho, ya que no se hace para ser admirado por los hombres, sino para establecer una verdadera comunión de vida y amor con Dios Trinidad.

Antes de continuar y siempre con respecto a la oración, debemos tener en cuenta el siguiente refrán que dice: “Lex credendi, lex orandi”, esto es, la ley de la fe es la ley de la oración. ¿Qué quiere decir? Que nuestra fe debe ser pura, inmaculada, sin mezcla ninguna de ninguna otra fe que no sea la fe católica y en esto la Virgen es nuestro modelo: así como la Virgen es pura e Inmaculada, así debe ser nuestra fe, pura e inmaculada, sin estar contaminada por ninguna fe que no pertenezca a la fe católica. De modo concreto, esto se refiere tanto a las religiones monoteístas como el Islam, el Protestantismo y el Judaísmo, como a las sectas de todo tipo, incluidas las sectas satánicas que pretenden infiltrarse en nuestra fe católica, como por ejemplo, las devociones satánicas como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, San La Muerte: nada de esto puede contaminar nuestra fe católica, ya que así estaríamos mancillando nuestra Santa Fe. Tampoco se deben incluir, bajo ningún pretexto, oraciones dirigidas a demonios, como a la Pachamama, ni tampoco se deben incluir oraciones o ritos que pertenecen a Iglesias que no pertenecen a la Iglesia Católica, como el Protestantismo, el Islamismo y el Judaísmo.

Haciendo un paréntesis, y para ver cómo quienes viven en la oscuridad espiritual del satanismo, del ocultismo, de la brujería, de la Wicca, del esoterismo, creen efectivamente en el poder de la oración -más bien, habría que decir de la “anti-oración”, en estos casos-, está el caso de una sociedad secreta, la masonería, que promueve la anti-oración de varias formas, una de ellas, es haciendo que los miembros de las logias vayan rotando cada día, de manera que queden cubiertas las veinticuatro horas del día y los treinta días del mes, con blasfemias a la Virgen: lo que tienen que hacer estos oscuros personajes, es proferir cincuenta blasfemias a la Virgen por turno. En otras palabras, la Santísima Virgen es ofendida por estos voceros del Demonio, cincuenta veces por vez, en lo que podríamos llamar algo así como un anti-Rosario o un “Rosario satánico”, en donde el fin explícito es ofender a nuestra Madre del cielo, todo el día, todos los días. Cuando se piensa que hay católicos que no rezan el Rosario, lo cual contrarresta y anula las blasfemias de estos personajes siniestros, y no lo hacen simplemente por pereza, entonces podemos darnos cuenta de porqué el mundo está como está: porque se alaba a Satanás, por un lado, con la religión del Anticristo, la Nueva Era y, por otro, se ofende a la Santísima Virgen con cincuenta blasfemias por turno, mientras los hijos de la Virgen, los que deberían defenderla de estas horribles blasfemias, ponen las excusas más banales y torpes, para no rezar el Rosario, lo cual da una muestra del escaso o nulo amor que tienen a la Madre del cielo, la Virgen María, la Madre de Dios. Podemos decir también que en estas reuniones de anti-oración, se reúnen dos o tres o más, pero obviamente no “en Nombre de Jesús”, sino en nombre de Satanás y lo hacen para ofender y blasfemar contra los Sagrados Corazones de Jesús y María y para adorar sacrílegamente al Ángel caído, Satanás.

Continuando con la oración ya propiamente cristiana, podemos decir que la otra forma de oración es la oración realizada en forma grupal y es también recomendada y enseñada por Jesús en el Evangelio: “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. Esta oración, a diferencia de la anterior, se realiza en compañía de otros fieles; en esta forma de oración -que no excluye a la oración del corazón, sino que la complementa-, ya no es el alma sola la que se dirige a Dios, sino que lo hace en compañía de otras almas que, por la oración, buscan la unión espiritual con la Trinidad. Tanto la oración del corazón, individual, como la oración grupal, realizada en compañía de otras almas, son válidas y queridas por el Cielo, como forma de comunión de vida y amor del alma con Dios.

“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. Si estimamos la salud y la vida de nuestras almas, hagamos oración -oración personal, el Santo Rosario, la Adoración Eucarística, la Santa Misa, entre otras tantas-, sea individual o grupal y así nuestra alma estará viva, ya que, al unirse con Dios por la oración, recibirá de Él su vida divina.


 

 

miércoles, 6 de septiembre de 2023

La primera pesca milagrosa

 



         Para entender la dimensión sobrenatural de ese episodio, debemos reemplazar los elementos naturales por los sobrenaturales.

Así, la Barca de Pedro, es la Santa Iglesia Católica; el mar es el mundo, en donde viven los hombres; la noche, es la historia humana, con el tiempo y el espacio que la caracteriza; los peces que nadan en el mar, son los hombres que viven en el mundo, fuera de la Iglesia, sin siquiera saber que existe o también, sabiendo que existe, pero a la cual no le dan importancia; la pesca infructuosa, es la actividad de los hombres de la Iglesia, cuando intentan hacer apostolado, pero sin Cristo, es decir, con sus solas fuerzas humanas: toda la actividad apostólica y evangelizadora de la Iglesia, que no tenga a Cristo como principio y como fin, es infructuosa, es decir; la pesca abundante, luego de las indicaciones de Cristo, significa el fruto de la evangelización de la Iglesia, cuando la evangelización se realiza siguiendo los Mandatos y Consejos Evangélicos de Jesucristo.

La pesca infructuosa, el intento de evangelizar sin la adoración previa a Nuestro Señor en la Santa Misa y en la Sagrada Eucaristía, sin la oración, como por ejemplo el Santo Rosario, es un intento vano e inútil, porque falta el alma de toda evangelización, que es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que es a su vez el Alma de la Iglesia, la Iglesia se convierte en una gran Organización No Gubernamental, que podrá hacer obras buenas, pero que de ninguna manera obrará para el Reino de los cielos.

La pesca abundante nos enseña que, al contrario de la pesca infructuosa, cuando la Iglesia está guiada por el Espíritu del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, consigue una pesca sobreabundante, es decir, consigue la conversión eucarística de las almas, la única y verdadera conversión que necesita todo ser humano que habita en este mundo y en la historia.

Es por eso entonces que nosotros mismos, como miembros de la Iglesia Católica, debemos pedir incesantemente el don del Espíritu Santo, para que nos acompañe en nuestra misión evangelizadora, que comienza en el hogar, comienza con los más próximos a nosotros, hasta extenderse hasta el último hombre en la tierra.

“También a los otros pueblos he sido enviado para anunciar el Reino de Dios”

 


“También a los otros pueblos he sido enviado para anunciar el Reino de Dios” (Lc 4, 38-44). El Evangelio nos relata a Jesús, el Hombre-Dios, obrando curaciones milagrosas -no solo cura a la suegra de Pedro, sino a cualquier enfermo- y realizando exorcismos -le llevan posesos y Jesús, con la sola orden de su voz, expulsa a los demonios- y así lo dice el Evangelio: “Los que tenían enfermos con el mal que fuera, se los llevaban y Él, poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando (…) de muchos de ellos salían demonios”.

La gente, al comprobar por sus propios ojos el poder divino que emanaba Jesús, ya que curaba cualquier clase de enfermedad y expulsaba todo tipo de demonios, sin importar su jerarquía y su poder demoníaco, pretenden que Jesús se quede con ellos: “La gente lo andaba buscando (…) e intentaron retenerlo para que no se les fuese”.

Jesús les contesta indirectamente que no puede quedarse, porque ha sido enviado no solo para ellos, sino para todo el mundo: “También a los otros pueblos tengo que anunciarles el Reino de Dios, para eso me han enviado”. Ahora bien, de esta respuesta de Jesús, debemos afirmar dos cosas: por un lado, Jesús no ha venido solo pura y exclusivamente para el Pueblo Elegido: ha venido para “todo el mundo”; por otro lado, Jesús no ha venido para curar todo tipo de enfermedad y para expulsar demonios, sino que ha venido para “anunciar el Reino de Dios” entre los hombres, algo que excede infinitamente la curación de enfermos y el exorcismo de demonios: la Llegada del Reino de Dios, anunciada por el Rey del Reino de Dios, Cristo Jesús, es la mejor y más maravillosa noticia que jamás los hombres puedan escuchar, porque no solo significa que el poder del Infierno sobre los hombres, ejercido impiadosamente desde la Caída Original de Adán y Eva, está a punto de finalizar, sino que, a partir de ahora, a partir de Cristo Jesús, por su Santo Sacrificio en Cruz y por su gloriosa Resurrección, las Puertas del Reino de los Cielos estarán abiertas para todos los hombres que quieran ingresar en el Reino, para lo cual deben vivir y morir en gracia, evitando el pecado y viviendo según la Ley de Dios y los Consejos Evangélicos de Jesús.

“También a los otros pueblos he sido enviado para anunciar el Reino de Dios”. Cuando la Iglesia Católica anuncia la Llegada del Reino de Dios a todas las naciones, no hace proselitismo, sino que cumple con el Mandato de Nuestro Señor Jesucristo: “Id y haced que todos los hombres se bauticen en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el que se convierta se salvará y el que no, se condenará”. Nuestro deber como Iglesia es, entonces, anunciar que el Reino de Dios ha llegado, para salvar a toda la humanidad, recibiendo la gracia santificante que fluye, como un mar impetuoso e infinito, del Sagrado Corazón de Jesús, traspasado en la cruz.

lunes, 4 de septiembre de 2023

“Sé quién eres: el Hijo de Dios”

 


“Sé quién eres: el Hijo de Dios” (Lc 4, 31-37). En este episodio podemos ver diferentes elementos que pertenecen a nuestra fe católica. Por un lado, la existencia de los ángeles caídos o espíritus inmundos, seres espirituales malignos que perdieron la visión beatífica de la Trinidad para siempre, al rebelarse contra Dios y negarse a servirlo y amarlo; por otro lado, vemos también cómo estos espíritus malignos no están encerrados en el Infierno, sino que andan sueltos por el mundo, “buscando a quién devorar”, como dice la Escritura y de hecho lo hacen de diversas maneras, ya sea haciendo caer a los hombres en la tentación o bien tomando posesión de sus cuerpos, como en este caso, lo cual se llama “posesión demoníaca”. La posesión demoníaca entonces es una realidad y no una fantasía y lo grave es que el hombre moderno, al dejar de lado la doctrina católica, se vuelve hacia las doctrinas de demonios, quienes son los que, en algunos casos, toman posesión de sus cuerpos.

Otro elemento que podemos destacar es que el demonio que posee al ser humano, en este Evangelio, sabe quién es Jesús, no por visión beatífica, que no la tiene, sino por deducción, con su inteligencia angélica, de lo que realiza Jesús: el demonio ve que Jesús, siendo hombre, hace obras propias de Dios, como las curaciones milagrosas, la resurrección de muertos, la multiplicación de panes y peces. Al ver todo esto, el demonio hace lo que no hacen muchos de los hebreos de la época, a quienes Jesús les dice: “Si no me creen a Mí, al menos crean a mis obras” y las obras de Jesús son los milagros. En definitiva, el demonio tiene más fe en Jesús como Dios Hijo, que los mismos judíos e incluso más que los propios discípulos de Jesús.

Por último, el Evangelio nos enseña que Jesús, siendo Dios Hijo, siendo el Sumo y Eterno Sacerdote, con su omnipotencia divina, tiene fuerza más que suficiente para expulsar a los demonios con su propia palabra: Jesús le ordena al demonio que abandone a esa persona a la que había poseído y el demonio obedece en el acto. Es de este poder sacerdotal de Cristo, de quienes los sacerdotes ministeriales participan y es por eso que los sacerdotes que se dedican a este ministerio, el del exorcismo, pueden expulsar demonios en Nombre de Jesús.

“Sé quién eres: el Hijo de Dios”. Muchos cristianos deberían, paradójicamente, aprender de este demonio que, aunque son mentirosos, algunas veces dicen la verdad, como en este caso, al reconocer a Jesús como Hijo de Dios. Como hijos de Dios y de la Iglesia, también nosotros deberíamos decir a Jesús Eucaristía: “Sé quién eres, Señor: el Hijo de Dios, Presente en la Eucaristía con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad”.

domingo, 3 de septiembre de 2023

“El Espíritu del Señor me ha ungido y me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres”

 


“El Espíritu del Señor me ha ungido y me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres” (Lc 4, 16-30). Jesús entra en la sinagoga el sábado, se pone en pie para hacer la lectura. Le entregan el libro del Profeta Isaías y Jesús, desenrollándolo, busca y encuentra el pasaje en donde el Mesías revela que ha sido ungido “por el Espíritu del Señor” y que el Mesías “ha sido enviado a los pobres, para dar la Buena Noticia”. Hasta aquí, no sería nada fuera de lo común: un hebreo, que practica la religión judía, lee el pasaje de un profeta, el Profeta Isaías, en la sinagoga, en un día sábado. Lo que sí provoca, primero la admiración y luego la furia, es que Jesús se atribuye a Sí mismo ese pasaje de la Escritura: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.

Es decir, Jesús se atribuye para Sí mismo el título de “Mesías”, del Salvador que habría de salvar a Israel, del Redentor que viene a dar la Buena Noticia de la salvación a los pobres, los cuales no son simplemente los pobres materiales, sino los pobres de espíritu, los que no poseen a Dios en sí mismos.

Sus palabras provocan admiración en un primer lugar, porque siendo Jesús la Sabiduría Encarnada, provoca un profundo respeto “por las palabras de gracia que salían de su boca”.

Sin embargo, en un segundo momento, los asistentes a la sinagoga se enfurecen con Jesús, al punto de querer intentar asesinarlo -lo conducen a un precipicio para despeñarlo- y la razón es que Jesús les dice, indirectamente que ellos, los judíos, no serán destinatarios de la gracia divina si no cambian sus corazones, si no se convierten a Dios y para hacer esto, trae a la memoria dos episodios -el de la viuda de Sarepta y la curación milagrosa de Naamán el sirio- en los que los paganos y no los judíos, son los favorecidos por la Divina Bondad. Los judíos de la sinagoga, en vez de aceptar humildemente su error y procurar la conversión, es decir, vivir según la Ley de Dios y sus Mandamientos, endurecen sin embargo sus corazones y, con una temeridad propiamente satánica, intentan matar al Ungido de Dios, Jesucristo, el Mesías.

“El Espíritu del Señor me ha ungido y me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres”. Lo que Jesús les dice a los judíos en la sinagoga, nos lo dice a nosotros desde el sagrario: a pesar de ser los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, no nos vamos a salvar por el solo hecho de serlo y si no vivimos buscando la gracia y evitando el pecado, recibirán el favor de Dios aquellos que no pertenecen a la Iglesia Católica, los paganos, quienes entrarán en el Reino de los cielos mucho antes que nosotros.