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viernes, 3 de septiembre de 2021

“Un ciego no puede guiar a otro ciego”

 


“Un ciego no puede guiar a otro ciego” (Lc 6, 39-49). Tomando un ejemplo de la vida real, Jesús da una enseñanza para la vida espiritual. Efectivamente, de la misma manera a como un ciego, un no vidente, no puede guiar a otro que se encuentra en la misma condición, porque los dos tropezarán de la misma manera o caerán en el mismo pozo, así también, en la vida espiritual, es que es ciego, espiritualmente hablando, no puede guiar a otro que también es ciego desde el punto de vista espiritual.

Esto nos lleva a preguntarnos: ¿qué es un ciego espiritual? Para comprender qué es un ciego espiritual, debemos recordar qué es lo que caracteriza a la ceguera y es la oscuridad, las tinieblas, la incapacidad de ver la luz; por otra parte, tenemos que recordar que es la luz la que nos permite ver la realidad de las cosas y del mundo que nos rodea, porque es una verdad de Perogrullo que si no hay luz, entonces no podemos ver nada. Dicho esto, podemos decir que, espiritualmente hablando, la Luz celestial, que nos permite ver la vida y el mundo espiritual, es Jesucristo, uno de cuyos nombres es “Luz del mundo”, tal como Él mismo lo dice: “Yo Soy la Luz del mundo”. Esto quiere decir que si alguien no está iluminado por Cristo, Luz Eterna e Increada, vive en las tinieblas y aunque pueda ver con los ojos del cuerpo, es un ciego espiritual, es un no-vidente, espiritualmente hablando. Es aquí entonces cuando comprendemos las palabras de Jesús: “Un ciego no puede guiar a otro ciego”, quiere decir que alguien que no conoce a Cristo, que no tiene la gracia santificante y que por lo tanto vive en tinieblas, no puede guiar, siempre espiritualmente hablando, a nadie, porque él mismo vive en la oscuridad, en las tinieblas del alma. De esto surge otra verdad: si Cristo es la Luz Eterna e Increada, las tinieblas espirituales están constituidas por todo aquello que es oscuridad: errores en la verdadera fe católica, pecados de todo tipo e incluso las tinieblas vivientes, que son los demonios, los ángeles caídos. En otras palabras, quien no está iluminado por Cristo, quien es un ciego espiritual, está envuelto en las tinieblas del error, del pecado y está rodeado por las tinieblas vivientes, los demonios.

“Un ciego no puede guiar a otro ciego”. Que sea Cristo, Luz Eterna e Increada, quien ilumine y disipe las tinieblas de nuestras almas, con su gracia santificante; sólo así podremos ser “luz del mundo” para un mundo envuelto en las tinieblas del error, de la ignorancia, del pecado y dominado por las tinieblas vivientes, los demonios, los ángeles caídos.

sábado, 28 de agosto de 2021

“Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”


 

(Domingo XXIII - TO - Ciclo B – 2021)

         “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 31-37). Le presentan a Jesús a una persona sorda y muda y le piden que “le imponga las manos” para curarlo. Jesús toca los oídos y los labios del sordomudo, dice “Éfeta”, que significa “Ábrete” y de inmediato el sordo mudo recupera sus funciones auditivas y su capacidad de hablar.

         Se trata claramente de un milagro corporal, pero en el que está prefigurado otro milagro, de orden espiritual, que Jesús realizará, por su Espíritu, mediante su Iglesia –más concretamente, por medio del Sacramento del Bautismo-, sobre las almas, abriendo los oídos y los labios del alma. Para entender este milagro espiritual que obra la Iglesia en cada bautizado hay que recordar primero que, por causa del pecado original, toda alma que nace en este mundo, nace ciega, sorda y muda a la Verdad sobrenatural de Dios revelada en Jesucristo. Por medio del Bautismo sacramental, la Iglesia, con el poder de Jesucristo, concede al alma, por la gracia, algo que el alma no tenía naturalmente, esto es, la vista sobrenatural, la audición sobrenatural y la función de hablar, sobrenaturalmente hablando, y esto significa que por el Bautismo sacramental, la Iglesia hace capaz al alma de poseer y profesar la fe en los misterios sobrenaturales del misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo.

         Que el milagro de la curación del Evangelio esté prefigurando otro milagro, de orden espiritual, por el que se abren la audición y la capacidad de hablar espirituales, se ve en el hecho de que la Iglesia toma las palabras de Jesús y las utiliza en el Sacramento del Bautismo, pidiendo que los oídos y la boca del alma se abran al Evangelio, de manera que el nuevo bautizado pueda escuchar la Palabra de Dios y proclamar el Evangelio, con un sentido sobrenatural y no meramente humano. Podríamos decir que el otro sentido espiritual, el de la vista, con la cual el bautizado puede contemplar a Jesucristo como Dios, Presente en Persona en la Eucaristía, es en el momento en el que se derrama el agua bendita y se proclama la fórmula del Bautismo, nombrando a la Santísima Trinidad.

         Por último, hay que decir que todos los bautizados hemos recibido un milagro infinitamente más grande que el de la curación del sordomudo, porque por el Bautismo, nuestra alma ha recibido la luz de la gracia y de la fe, que nos habilitan para contemplar a Cristo en la Eucaristía, para escuchar la Palabra de Dios con sentido sobrenatural y no meramente humano y para proclamar la Palabra de Dios a quien no la conoce; esto hemos recibido de Dios, pero lo debemos poner en práctica y hacerlo o no hacerlo, ya no depende de Dios, sino de nuestra libertad. De todas maneras, de una u otra forma, habremos de rendir cuentas, en el Juicio Final, de los talentos recibidos en el día de nuestro Bautismo sacramental.


miércoles, 28 de enero de 2015

“No se enciende una lámpara para ponerla bajo el cajón, sino sobre el candelero”


“No se enciende una lámpara para ponerla bajo el cajón, sino sobre el candelero” (Mc 4, 21-25). Jesús da un ejemplo que puede resultar obvio, el de una lámpara que, cuando se la enciende, no se la enciende para esconderla bajo un cajón o bajo la cama, sino que se la enciende para colocarla sobre el candelero, para que esparza e irradie su luz con mayor eficacia. Sin embargo, Jesús no dice obviedades, y la figura de la lámpara encendida que debe ser colocada en un candelero y no en un cajón, se entiende cuando se hace una traslación a la vida espiritual, en donde las cosas no parecen ser tan obvias, como lo vamos a ver. Para apreciar el significado de la imagen utilizada por Jesús, hay que tener en cuenta que cada elemento de la imagen, posee un significado sobrenatural: la lámpara, que primero está sin encender –y por lo tanto no ilumina-, representa al alma humana, oscurecida por el pecado; el fuego que enciende la lámpara, y que permite que esta pueda cumplir su función de iluminar, es esa misma alma humana, pero que ha recibido el don de la gracia santificante, que por ser participación de la naturaleza divina, que es luminosa en sí misma –por eso Jesús dice de sí: “Yo Soy la luz del mundo”-, es también luz y, por lo tanto, ilumina al alma al hacerla ser partícipe de la luminosidad celestial y sobrenatural del Ser trinitario de Dios. 
Es aquí, entonces, cuando comenzamos a comprender que el ejemplo de lámpara que se enciende, no para ser colocada bajo el cajón o bajo la cama, lo cual puede resultar una obviedad en la vida cotidiana, no resulta tan obvio en la vida espiritual, porque quien enciende la lámpara, esto es, el alma humana, con la luz de la gracia, es Jesucristo, y si la enciende, es para que esa alma, iluminada con la luz de la gracia –y también con la luz de la fe, porque la fe es un don infuso con la gracia, y que al abrir los ojos a la realidad sobrenatural del misterio pascual de Jesucristo, actúa también como luz que ilumina el alma-, irradie a su vez esa luz recibida, para iluminar a un mundo que se encuentra sumergido en “tinieblas y en sombras de muerte”, esto es, sumergido en las tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia, de la muerte, y acechado por las sombras vivientes, los ángeles caídos. 
Precisamente, la lámpara que se coloca sobre el candelero, y en un lugar adecuado para que pueda irradiar su luz, la cual disipará las tinieblas, es figura del cristiano en gracia y con fe, que de esta manera se convierte en un faro de luz, en una antorcha encendida, que proclama al mundo la Verdad de Jesucristo. Cuando Jesús ilumina a un alma con la luz de la gracia y de la fe, lo hace para que esa alma sea como un faro de luz, en medio de las densas tinieblas en las que se encuentra inmerso el mundo de hoy, un mundo sin Dios, un mundo ateo, materialista, hedonista, relativista, y que por lo mismo, se encuentra en peligro inminente de precipitarse en el abismo del cual no se retorna. Sin embargo –y aquí está la explicación de porqué no es una obviedad la figura dada por Jesús-, la lámpara encendida por Jesucristo, esto es, el hombre que recibe el don de la gracia y de la fe católica, es un ser libre que, en muchos casos –y sobre todo en nuestros días-, libremente decide dejar de iluminar, para convertirse ella misma en parte de las tinieblas, todo lo cual forma parte del “misterio de iniquidad” denunciado por las Escrituras (cfr. 2 Tes 2, 7). 
Esta es la razón por la cual Jesús tiene que aclarar que la lámpara encendida no debe ser colocada bajo el cajón o la cama, sino que debe ser puesta en el candelero, para que se aproveche al máximo la luz que ella irradia: el cristiano que recibe la luz de la gracia y de la fe, no la recibe para que apostate y reniegue de la luz de Dios, sino para que sea portador de la luz, así como la lámpara es portadora de la luz, para que el resto de sus hermanos sean iluminados con la luz de Cristo.

“Una lámpara no se enciende para ponerla bajo el cajón, sino sobre el candelero”. Si hemos recibido la luz de la gracia y de la fe, no es para que ocultemos nuestra fe, en las situaciones cotidianas que nos toca vivir, sino para que proclamemos al mundo, con obras más que con palabras, el luminoso misterio de Jesucristo, el Salvador y Redentor de los hombres, Dios de Dios y Luz de Luz, que ha venido para destruir las tinieblas y sombras de muerte que nos envuelven, y conducirnos a la luz inaccesible en la que Él habita, el Reino de los cielos, el seno de Dios Padre.

lunes, 30 de junio de 2014

“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”


“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” (Mt 8, 23-27). Jesús sube a la barca y los discípulos suben con él. Cansado por las fatigas del camino, Jesús se duerme. Mientras tanto, se desata una tormenta, la cual es tan fuerte, que amenaza con hundir la barca. Los discípulos, a pesar de ser experimentados marineros, puesto que se dedicaban, en su mayoría, al oficio de pescadores, entran en pánico ante la violencia de las olas y del viento y acuden a Jesús, despertándolo y pidiéndole auxilio: “¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!”. Jesús se despierta, les reprocha su miedo y su poca fe -“¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?” – y con una sola orden de su voz, hace cesar inmediatamente la tormenta, sobreviniendo una gran calma. Los discípulos, llenos de admiración, no caen todavía en la cuenta de que Él es el Hombre-Dios, a quien le obedecen los elementos de la naturaleza y el universo todo, y por eso se preguntan: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”.
Toda la escena tiene un significado sobrenatural: la barca es la Iglesia; el mar, es el mundo y la historia humana; el viento y el mar embravecidos, es decir, la tormenta que busca hundir a la barca, son las fuerzas del Infierno, que buscan destruir la Iglesia de Jesucristo; Jesús, es el Hombre-Dios; su actitud de dormir en la barca, es su Presencia Eucarística, sacramental, porque significa que Jesús está Presente verdaderamente en su Iglesia, pero debido a que no se lo escucha sensiblemente, audiblemente, pareciera estar ausente, como dormido, pero está verdaderamente Presente en su Iglesia, y es Él quien gobierna la Iglesia, el mundo y el Universo todo, tanto el visible como el invisible; la tribulación de los discípulos, que entran en pánico frente a la tormenta, significa la falta de fe de los hombres de la Iglesia en tiempos de tribulación y persecución por parte del mundo y de las fuerzas del Infierno, debido, en gran medida, a la falta de vida espiritual y de oración; la intervención de Jesús, por último, demuestra que Él es el Hombre-Dios, a quien están sometidos no solo las fuerzas ciegas de la naturaleza, sino también las potestades del Infierno, porque como dice el himno a los Filipenses, “a su Nombre, se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos” (2, 10ss). El episodio de la barca azotada por la tempestad y la calma que sobreviene a la sola orden de la voz de Jesús, debe hacernos recordar que Jesús en la Eucaristía tiene el poder de aquietar toda tormenta que agite nuestras vidas, puesto que Él es el Gran Capitán de esa hermosísima Nave que es la Iglesia, llamada “Santa María” y jamás permitirá que no solo se hunda, sino que la conducirá, segura y firme, hasta hacerla llegar a la Ciudad de la Santísima Trinidad, en el Reino de los cielos.


lunes, 9 de septiembre de 2013

"Jesús se retiró a una montaña y pasó toda la noche en oración con Dios"

          

      "Jesús se retiró a una montaña y pasó toda la noche en oración con Dios" (Lc 6, 12-19). No es por casualidad que Jesús se retira a orar a la montaña, pues esta posee una simbología que se relaciona estrechamente con la vida espiritual: subir a la montaña significa esfuerzo, fatiga y sacrificio, y así debe ser la oración del alma que se eleva a Dios, quien se encuentra más alto, mucho más alto, que una cima de montaña; en la montaña hay silencio, algo que es indispensable para poder orar, puesto que quien se pone en oración, debe hacer silencio exterior pero sobre todo interior ya que Dios, como dice el profeta Elías, no está "en el terremoto, en el huracán, en el fuego", sino en "el susurro de una brisa suave" (1 Re 19, 9.11-13), y es por esto que quien vive en el aturdimiento del mundo exterior y de su propia mente y pensamientos, no puede escuchar la voz de Dios. Por último, la montaña significa soledad y ausencia del mundo y de toda compañía humana, lo cual es necesario para que el alma concentre sus esfuerzos no en la atención a las creaturas, sino en elevar su corazón en la plegaria solo a Dios.
          "Jesús se retiró a una montaña y pasó toda la noche en oración con Dios". Jesús pasa toda la noche en oración, pero esto no significa que le quite el descanso, porque el alma, en la oración, descansa en Dios, en su seno. Con su oración, Jesús nos da ejemplo de cómo debemos los cristianos dedicarnos a la oración y aunque no es necesario subir literalmente a una montaña para hacerlo, sí se deben recrear las condiciones espirituales significadas en la montaña: soledad y silencio, además de esfuerzo, fatiga y sacrificio, porque se debe vencer la propia acedia espiritual, que lleva a dejar de lado la oración. Jesús ora, y con su oración nos da ejemplo de cómo debemos nosotros orar, ya que la oración es para el espíritu algo mucho más importante que lo que es el alimento al cuerpo, porque a través de la oración el alma recibe de Dios todo lo que es y tiene Dios: amor, luz, paz, fortaleza, sabiduría, alegría, de manera que el alma puede nutrirse de Dios y su vida tanto más, cuanto más hace oración, mientras que también es cierto lo inverso: cuanto menos oración se hace, menos amor, luz, paz, fortaleza y alegría se recibe de Dios, quedando el alma débil, sin fuerzas, y envuelta en tinieblas.
            Pero si de oración se trata, no hay oración más profunda, ni más excelsa, ni más sublime, que la Santa Misa, en donde es Cristo, el Hombre-Dios, quien ora al Padre en nuestro nombre. El cristiano, por lo tanto, si quiere imitar a Cristo en la oración, debe acudir a la Santa Misa, en donde se cumplen todas las condiciones de la oración: es una montaña, porque se trata del Nuevo Monte Calvario, en donde se renueva de modo incruento el sacrificio en Cruz de Jesús; en el altar hay silencio, porque como es un trozo del cielo, callan las voces humanas y las del mundo, porque solo se escucha la voz de Dios Trino; en el altar hay soledad, porque está solo Cristo con su Cruz, y el alma postrada a sus pies; en el altar hay sacrificio, porque es el sacrificio del Cordero de Dios; en el altar el alma recibe no solo el amor, la paz, la alegría, la fortaleza, la sabiduría de Dios, sino a Dios mismo en Persona, que se dona a sí mismo con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía. 
        Por todo esto, el que quiera rezar, que vaya a la montaña sagrada, la Santa Misa.