martes, 31 de mayo de 2022

Solemnidad de Pentecostés

 



(Ciclo C – 2022)

         “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 19-23). Cumpliendo su promesa de que enviaría al Espíritu Paráclito luego de su Muerte y Resurrección, Jesús resucitado y glorioso sopla, en acción conjunta con el Padre, el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor del Padre y del Hijo, la Persona Tercera de la Trinidad, sobre los Apóstoles reunidos en oración y esta recepción del Espíritu Santo por parte de la Iglesia es lo que se conoce como “Pentecostés”.

         Ahora bien, una vez enviado por Jesucristo resucitado, ¿qué hará el Espíritu Santo en la Iglesia? Para comprender las acciones del Espíritu Santo en la Iglesia, no debemos olvidar que el Espíritu Santo es una Persona, la Tercera de la Santísima Trinidad y que por lo tanto, en cuanto Persona, tiene Inteligencia, la Inteligencia misma de la Trinidad, tiene Sabiduría, la Sabiduría misma de la Trinidad y tiene Voluntad, la Voluntad misma de la Trinidad. En otras palabras, el Espíritu Santo no es un ente abstracto, sino una Persona, con la cual se puede entablar un diálogo personal, tal como sucede entre personas humanas, pero sin olvidar que el Espíritu Santo es una Persona divina, la Tercera de la Trinidad.

        Al ser enviado por el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo llevará a cabo diversas acciones en el Cuerpo Místico de Jesús, la Iglesia. Estas acciones serán:

         -Obrará en el Sacramento de la Penitencia, derramando sobre las almas la Sangre de Jesús crucificado a través de la absolución del sacerdote ministerial, de acuerdo a las palabras de Jesús: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

         -Obrará la santificación de las almas, también según las palabras de Jesús: “Tomará de lo mío y se lo dará a ustedes” y lo que tiene Jesucristo, por ser Él el Hijo de Dios y la Santidad Increada, es precisamente la santidad, por lo que el Espíritu Santo, Espíritu Santificador por antonomasia, que es al igual que Cristo la Santidad Increada, concederá la gracia santificante de los bautizados, la cual quitará el pecado y convertirá al alma en “templo del Espíritu Santo” y sagrario de Jesús Eucaristía.

         -Les recordará todo lo que Jesús les ha dicho: para entender esta acción, es necesario tener en cuenta que en numerosas ocasiones el Evangelio destaca la incomprensión, de los discípulos, hacia Jesús: “no comprendían lo que Jesús les decía”, “no entendían” las palabras de Jesús e incluso, hasta lo desconocen personalmente, como cuando Jesús camina sobre las aguas para calmar la tormenta y los discípulos lo confunden con “un fantasma”. En otras palabras, antes de recibir el Espíritu Santo, los discípulos, o no entendían nada acerca del misterio pascual de Jesús y acerca de su Persona divina, o bien no tenían una clara comprensión de las palabras de Jesús, como tampoco de su misterio pascual de muerte y resurrección. Esto se puede ver claramente en ciertos episodios, como la tristeza y desolación de los discípulos de Emaús antes de que Jesús soplara sobre ellos el Espíritu Santo en la fracción del pan, momento en que recién lo reconocen; también está el episodio de tristeza y dolor de María Magdalena el Domingo de Resurrección, cuando piensa que no ha resucitado y que el jardinero se ha llevado el cuerpo muerto de Jesús. El Espíritu Santo tendrá la misión, encargada por el Padre y el Hijo, de recordarles que Jesús había dicho que Él era Dios Hijo encarnado y que en cuanto tal, “al tercer día habría de resucitar”, es decir, el Espíritu Santo les recordará que Jesús había prometido vencer a la muerte resucitando al tercer día y no solo les recordará, sino que les iluminará la mente y el corazón con la luz de la gracia, para que comprendan que las palabras de Jesús no son las palabras de un hombre santo, sino del Hombre-Dios, que es Tres veces Santo.

         -Otra acción que hará es el Espíritu Santo es la de “convencer al mundo de un pecado, de una justicia y de una condena”: es decir, revelará a los hombres que el pecado no solo existe, tanto el pecado original como el habitual, sino que el pecado, que nace del corazón del hombre, le cierra las puertas del Cielo y hace imposible la santidad del hombre: la iluminación del Espíritu Santo hará que el alma tome aversión al pecado y le dará fuerzas sobrenaturales para rechazarlo, al tiempo que le hará desear la santidad de la Santísima Trinidad, concedida por la fe, el Amor y los Sacramentos; el Espíritu Santo hará que la Justicia de Dios resplandezca en el corazón del hombre, porque le hará ver que gracias al Sacrificio del Calvario el pecado ha sido vencido y la gracia santificante se ha derramado sobre las almas en el momento en el que el Corazón de Jesús fue traspasado en la Cruz, provocando sobre el mundo un Nuevo Diluvio, un Diluvio Divino de Sangre y Agua, que otorga a las almas de la vida de la Trinidad; el Espíritu Santo mostrará al mundo una condena, la condena del Ángel caído, condena que se hace efectiva a través del Sacrificio de Cristo en la Cruz, Sacrificio por el cual derrotó y condenó por toda la eternidad al Ángel caído, destinándolo para siempre a la prisión sin salida del Infierno, lugar de castigo para el Ángel caído y para los hombres réprobos que negarán a Cristo como Dios Salvador; el Espíritu Santo hará ver al mundo una condena eterna de la Serpiente Antigua, el Diablo o Satanás, el Ángel caído, que por la muerte en Cruz de Jesús ha sido vencido para siempre y para siempre ha sido condenado en las profundidades de los Infiernos, de donde nunca más habrá de salir.

          -El Espíritu Santo concederá a la Iglesia un don de Fortaleza sobrenatural, la misma Fortaleza de Dios Trinidad, la cual les permitirá superar el miedo a los judíos y sus amenazas, por las cuales estaban encerrados y temerosos de salir, según las Escrituras: “Los discípulos estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos”.

          -El Espíritu Santo enviado por el Padre y el Hijo obrará sobre las mentes de los miembros de la Iglesia, iluminándolos con la luz divina trinitaria y encenderá sus corazones con el Fuego del Divino Amor, con el fin de que la Iglesia Naciente esté en condiciones de contemplar el misterio sobrenatural salvífico de Jesús, misterio llevado a cabo no por un hombre santo, sino por Dios Tres veces Santo, el misterio de la Encarnación del Verbo Eterno del Padre, Verbo encarnado en la humanidad de Jesús de Nazareth por obra del Espíritu Santo. Sólo por la luz del Espíritu Santo los hijos de Dios, los hijos de la Iglesia Católica, serán capaces de creer que Jesús de Nazareth no es un hombre más entre tantos, sino la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth. Además de esto, la luz del Espíritu Santo les hará ver a los católicos que Jesús prolonga su Encarnación en la Eucaristía y les concederá el Amor de Dios, para que se enamoren de la Presencia real, verdadera y substancial de Jesús en la Eucaristía.

          -El Espíritu Santo concederá a los miembros de la Iglesia Militante algo más grande que los Cielos, infinitamente más grande que los Cielos y es el conducirlos al seno del Eterno Padre, por medio de la Comunión Sacramental con el Cuerpo glorioso y resucitado de Jesús en la Eucaristía, según las palabras de Jesús: “Nadie va al Padre si no es por Mí” y ese “ir al Padre” se da no solo para quien muere en estado de gracia, sino para quien recibe al Hijo en la Eucaristía en estado de gracia.

          -El Espíritu Santo no solo concederá el don de la Fortaleza a su Iglesia, sino también el don de la Alegría, pero no la alegría mundana y terrena, propia de la condición humana, sino que es una participación a la Alegría del Ser divino trinitario, la Alegría misma de Dios, puesto que “Dios es Alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes y esto se puede contemplar en el Evangelio, en donde abundan las referencias a la alegría que experimentan los discípulos al ver a Jesús vivo, resucitado y glorioso.

          -Por último, el Espíritu Santo “los guiará a la Verdad plena” (Jn 16, 12-15) y esto se comprende según otra frase de Jesús, pronunciada antes de su Pasión:Muchas cosas me quedan por decirles, pero ustedes no las pueden comprender por ahora”. Ellos no estaban en grado de comprender la totalidad del misterio salvífico de Jesús, la inmensidad infinita del Amor que lo llevó a Jesús a sufrir la Pasión en Cruz por la salvación de los hombres; “no podían entender” la Resurrección de Jesús; no podían -y la mayoría de los católicos hoy tampoco pueden entender ni creer- que en la Última Cena dejaba su Presencia real, verdadera y substancial en la Eucaristía, para quedarse con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”. Sólo cuando Jesús, junto al Padre, envíe al Espíritu Santo desde el Cielo, los discípulos que sean iluminados por el Espíritu Santo estarán en grado de comprender el misterio sobrenatural salvífico de Jesús y el misterio absoluto de su Presencia real en el Santísimo Sacramento del Altar.

“El Espíritu Santo los guiará hasta la verdad plena”. De igual manera que los discípulos, también nosotros necesitamos la luz del Espíritu Santo para que nos guíe “a la Verdad plena”, que no consiste en ninguna nueva revelación, sino en la contemplación de los misterios de la fe católica, los cuales no pueden ser comprendidos ni contemplados de ninguna manera sin el auxilio de la luz del Espíritu Santo. Al igual que los discípulos, también nosotros “no podemos entender” que debemos cargar la Cruz de cada día, que debemos morir en el Calvario a nuestro propio yo, para que sea Cristo quien viva en nosotros; no podemos entender que no comulgamos un trocito de pan bendecido, sino que comulgamos a una Persona, la Segunda de la Trinidad, que prolonga su Encarnación en cada Eucaristía. Y como estos, no podemos entender la totalidad de los misterios de los que se comprende nuestra religión católica y como no los podemos entender, los racionalizamos, los rebajamos al nivel terreno en el que puede razonar nuestra inteligencia y así le quitamos la esencia de los misterios de la salvación de Jesús, desplegados en su Iglesia, principalmente en los Sacramentos.  

Al igual que los discípulos, también nosotros somos “duros y tardos de entendimiento” (cfr. Lc 24, 25) y es por eso que necesitamos al Espíritu Santo y a su divina luz para que, enviado por el Padre y el Hijo para Pentecostés, “nos guíe hasta la Verdad plena”.

 

martes, 24 de mayo de 2022

Solemnidad de la Ascensión del Señor

 



(Ciclo C – 2022)

          “Mientras los bendecía (Jesús) subió al Cielo” (cfr. Lc 24, 51). Jesús resucitado y glorioso sube al Cielo, tal como lo había profetizado, para cumplir su misterio pascual de Muerte y Resurrección. La primera parte de este misterio comprendía la Encarnación del Verbo de Dios, su Pasión y Muerte en el Calvario y su Resurrección; la otra parte de este misterio se inicia con su Ascensión y continuará con el envío del Espíritu Santo para Pentecostés, con su Venida Intermedia en cada Eucaristía y se completará al fin de los tiempos, con su Segunda Venida en la gloria, para juzgar a la humanidad. En la Ascensión Jesús, en cuanto Hombre Perfecto, sube al Cielo con su Humanidad glorificada; en cuanto Dios Hijo, regresa al seno del Padre, desde el que procede desde toda la eternidad.

          De esta manera Jesús lleva a cabo su misterio pascual de Muerte y Resurrección y lo hace movido por una sola intención: donar el Amor de Dios, el Amor del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo, a los hombres, para que estos, aceptándolo libremente, salven sus almas de la eterna condenación e ingresen al Reino de los cielos. Esto es así porque todo lo que hizo, hace y hará Cristo, hasta el fin del tiempo y en la eternidad, está movido por un solo motor: la comunicación del Amor de Dios, el Espíritu Santo, a los hombres que creen en Él, como Dios, como Mesías, como Salvador y como Redentor. Cuando estaba en la tierra, antes de subir a los cielos, derramó su Sangre en el Calvario, para la salvación de los hombres; una vez en el cielo, derramará el Espíritu Santo sobre su Iglesia, para la santificación de los que creen en Él; estando en la tierra y en el cielo, derrama el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, que contiene el Espíritu Santo, desde la Eucaristía, para la perseveración en la gracia y el inicio de la vida eterna de aquellos que, todavía militantes en la tierra, esperan algún día alcanzar el Reino de los cielos; por último, estando en el cielo, regresará glorioso y triunfante, como Rey de reyes y Señor de señores, en el Día del Juicio Final, para derramar sobre los hombres la Justicia Divina, que dará a cada uno lo que cada uno mereció libremente según sus obras libremente realizadas: o el Cielo o el Infierno.

Una vez resucitado y luego de encargar la misión a su Iglesia, la Iglesia Católica, de proclamar el Evangelio a todos los hombres y de bautizar a todos los hombres en el nombre de la Santísima Trinidad, Cristo Dios Encarnado sube al Cielo, pero para que no nos quedemos tristes ni pensemos que nos ha dejado desamparados a quienes vivimos en la tierra pero queremos dejar esta tierra y esta vida humana para vivir eternamente ante su Presencia y alegrarnos en la adoración eterna al Cordero, Cristo Dios no nos deja solos: se queda entre nosotros, con su Cuerpo glorificado, tal como está en el Cielo, en la Sagrada Eucaristía. De esta manera, Jesús cumple con la misión encargada por el Padre, la de ofrendar su vida en la cruz para nuestra eterna salvación, y al mismo tiempo, cumple con su promesa de “estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Es en la Eucaristía en donde Jesús se encuentra, resucitado y glorioso, en el seno de su Iglesia, para acompañarnos en nuestro paso por la tierra, para donarnos su Sagrado Corazón Eucarístico como alimento del alma, como viático en nuestro paso por la tierra, para que así, con la eternidad trinitaria en el alma concedida en germen, seamos llevados al Reino de los cielos cuando pasemos de esta vida a la otra. Jesús asciende al Cielo, pero al mismo tiempo se queda en la Eucaristía, resucitado y glorioso, para que nosotros también, al finalizar esta vida terrena, seamos llevados a lo alto del Cielo, ante el trono del Cordero y de la Trinidad, si es que morimos en estado de gracia santificante.

jueves, 19 de mayo de 2022

“La paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo”

 


(Domingo VI - TP - Ciclo C – 2022)

“La paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo” (Jn 14, 23-29). Jesús nos deja su paz, que es la paz de Dios, no es la paz del mundo. Jesús hace esta aclaración porque la paz de Dios y la paz del mundo son muy distintas: la paz de Dios es de orden espiritual, interior, sobrenatural; es la paz que sobreviene al alma cuando el alma recibe el perdón de los pecados por la confesión sacramental, porque la confesión quita del alma aquello que la enemistaba con Dios y le quitaba la paz, que es el pecado. 

La paz del mundo es una mera ausencia de violencia, es una paz falsa, superficial, frágil, basada solo en la ley del más fuerte. Es la paz que utilizan las grandes potencias o imperios, como sucede con los países que poseen armamento nuclear. Esa paz no es la paz de Dios, no es la paz de Cristo, que es Dios. Pero tampoco es la paz de Dios la falsa paz que dicen que dan las falsas religiones, como el budismo, el hinduismo, el islamismo, el protestantismo: ninguna de estas religiones pueden dar la paz de Dios, porque ninguna de estas religiones proviene del Dios Verdadero, Dios Uno y Trino y por eso no es la paz que da Jesús. Muchos dicen que cualquier religión puede dar paz, pero eso es falso, porque solo la Iglesia Católica, a través de los sacramentos, la fe y la oración, puede conceder real y verdaderamente la única paz que pacifica al alma, la paz de Jesús, la paz de Dios. Y con la paz, la gracia de Cristo concede el alivio del sufrimiento humano, porque el sufrimiento está ocasionado por el pecado ya que es a partir del pecado original de Adán y Eva que entra en la humanidad el sufrimiento, el dolor, la enfermedad y la muerte. Es falso afirmar, como lo hace el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, que “las verdades del Buda explican el origen y las causas del sufrimiento” , como así también es falso afirmar que el “camino budista para el cese del sufrimiento” . Esto es absolutamente falso, porque sólo Cristo Dios quita, con el poder de su Sangre derramada en la Cruz, aquello que es fuente de enemistad con Dios Trino y de sufrimiento para el hombre, que es el pecado.

“La paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo”. No es casualidad que la Santa Iglesia haya colocado la frase de Jesús en la Santa Misa, antes de la Comunión sacramental: por la Comunión, Cristo nos comunica su mismo Sagrado Corazón, que contiene en Sí mismo la paz de Dios, porque el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús es el Corazón de Dios, de donde brota la paz de Dios. La Comunión Eucarística comunica la paz de Dios incluso todavía de un modo más substancial y orgánico que en el Evangelio, porque en el Evangelio Jesús promete dejar su paz, pero en la Eucaristía nos da su paz realmente, al darnos de comulgar su Corazón glorioso y transfigurado, envuelto en el Amor de Dios, del cual brota la paz de Dios. Las palabras de Jesús dichas en el Evangelio se hacen realidad en cada Comunión Eucarística: Jesús nos comunica su paz, la paz de su Sagrado Corazón, en cada Eucaristía. Es esa paz de Dios Trinidad, la que recibimos en cada Comunión, la que debemos comunicar a nuestros hermanos, luego de recibirla de parte de Jesús Eucaristía. El cristiano debe ser fuente de paz para sus hermanos, pero no porque él sea pacífico, sino porque Cristo nos dona su paz, a través del Sacramento de la Confesión y a través del Sacramento de la Eucaristía. “La paz os dejo, mi paz os doy”: sólo Jesús, el Hombre-Dios, nos concede la verdadera paz, la paz espiritual, por medio de la fe, del Amor a Dios y de la gracia santificante que se nos concede por medio de los Sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía.


martes, 10 de mayo de 2022

“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”

 


(Domingo V - TP - Ciclo C – 2022)

         “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn 13, 31-33a. 34-35). En la Última Cena, antes de partir al Padre, Jesús deja un mandamiento nuevo, el cual será la característica de los cristianos: el amor de unos a otros como Él nos ha amado.

         Este mandamiento nuevo implica varias cosas: primero, amar como Él nos ha amado, hasta la muerte de cruz y con el Amor del Espíritu Santo; otro elemento es que en el prójimo está incluido el enemigo personal: “Amen a sus enemigos”; este mandamiento no se aplica a los enemigos de Dios, de la Patria y de la familia, sino solo a los enemigos personales. A los enemigos de Dios, de la Patria y de la familia se los combate, con la "espada de doble filo de la Palabra de Dios" y con la Fe de los Apóstoles; a los enemigos personales, se los ama como Cristo nos ha amado.

         Otro elemento a tener en cuenta en este mandamiento nuevo de Jesús es que es una ampliación y profundización del Primer Mandamiento: “Amarás a Dios y al prójimo como a ti mismo”. En cuanto a Dios, debemos amarlo porque Dios es Amor, o también, el Amor es Dios y el Amor no merece otra cosa que ser amado. Es imposible no amar al Amor, por eso, es imposible no amar a Dios. Luego, debemos amar al prójimo y esto es así porque, como dice el Evangelista Juan, nadie puede decir que ama a Dios, a quien no ve, si no ama a su prójimo, a quien ve. En otras palabras, no se puede amar, verdadera y espiritualmente a Dios Uno y Trino -a quien no vemos, porque no estamos en la visión beatífica- si no se ama al prójimo, a quien vemos. La razón es que el prójimo es una creación de la Trinidad, creado “a su imagen y semejanza”; es decir, cada prójimo es una imagen viviente, visible, de la Trinidad invisible, por eso es que no podemos decir que amamos a la Trinidad, a quien no vemos, si no amamos a la imagen de la Trinidad, que es nuestro prójimo, a quien sí podemos ver. Tratar mal a nuestro prójimo, imagen de Dios, no demostrarle amor cristiano, no obrar con él la misericordia, sería como si alguien abofeteara al embajador del presidente de un país, pero al encontrarse con ese presidente, del cual el embajador era el representante, se deshiciera en halagos y lo abrazara y palmeara fingiendo calidez y amistad. Es lo mismo en lo que se refiere a nuestro prójimo y Dios: nuestro prójimo es representante, embajador, vicario, de Dios y por eso, actuamos como hipócritas o cínicos cuando destratamos a su embajador, nuestro prójimo, pero luego en la oración nos deshacemos en alabanzas a Dios.

         Ahora bien, para los católicos, hay algo más que se debe tener en cuenta y es que el prójimo es imagen no solo de Dios Uno y Trino, sino de Dios Hijo encarnado, Jesús de Nazareth, porque Él se encarnó, se hizo imagen nuestra, por así decir, sin dejar de ser Dios. Esto quiere decir que el prójimo, para nosotros, los católicos, es imagen de Dios Hijo encarnado, por lo que el mandamiento nuevo de Jesús es todavía más novedoso, porque ya no sólo se trata de amar a Dios, a quien no se ve, sino de amar a su imagen, el prójimo, a quien se ve, y en quien Dios se encuentra, misteriosamente, presente. En otras palabras, si en la Creación, Dios Trinidad nos hizo a imagen y semejanza suyo, en la Encarnación, el Hijo de Dios “se hizo”, por así decir, a imagen y semejanza nuestra, ya que siendo Dios invisible unió a su Persona divina una humanidad visible, la humanidad santísima de Jesús de Nazareth. Por estas razones no hay que olvidar que Jesús, en el Día del Juicio Final, nos juzgará sobre la base de lo que hicimos o dejamos de hacer con nuestro prójimo, en quien Él estaba misteriosamente presente, tal como se desprende de sus palabras: “Toda vez que hicisteis algo (bueno o malo) a cada uno de estos pequeños, A MÍ me lo hicisteis”. Cada vez que interactuamos con nuestro prójimo, no estamos interactuando sólo con él, sino con Jesús, que está misteriosamente presente en él. Por ejemplo, cuando damos un consejo a un prójimo angustiado, cuando visitamos a un prójimo enfermo, damos un consejo a Cristo presente en el prójimo, visitamos a Cristo misteriosamente presente en nuestro prójimo. Pero también sucede con las obras malas: cada vez que alguien calumnia a un prójimo, calumnia a Cristo que está presente en ese prójimo; cada vez que alguien se enciende en ira con su prójimo, se enciende en ira con Cristo, que está misteriosamente presente en ese prójimo. De ahí la importancia de no solo medir las palabras con las cuales tratamos a nuestro prójimo, sino incluso de rechazar todo pensamiento o sentimiento maligno, perverso, negativo, contra nuestro prójimo, porque si consentimos a esos pensamientos malignos y perversos contra el prójimo, lo estamos haciendo con el mismo Cristo. Y con Cristo, que lee nuestros pensamientos y nuestros corazones, no se juega, porque de Dios nadie se burla.

         “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Sin embargo, no basta con no tener pensamientos ni deseos malvados contra nuestro prójimo; eso es apenas el inicio del mandamiento nuevo: para amar al prójimo como Cristo nos manda, debemos amarlo como Él nos ha amado primero: hasta la muerte de cruz y con el Amor del Espíritu Santo. Puesto que nuestro amor humano es absolutamente incapaz de cumplir con este mandamiento, porque se necesita el Amor de Dios, el Espíritu Santo, debemos implorar el Don de dones, el Espíritu Santo, que se nos dona en cada Eucaristía, para así poder amar al prójimo como Cristo nos amó, hasta la muerte de cruz y con el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

 


miércoles, 4 de mayo de 2022

“Yo doy la Vida eterna a mis ovejas”

 


(Domingo IV - TP - Ciclo C – 2022)

“Yo doy la Vida eterna a mis ovejas” (cfr. Jn 10, 27-30). Jesús es el Buen Pastor, el Pastor Eterno que promete, para quien escuche su voz y lo siga, algo que sólo Dios puede dar: la vida eterna: “Yo doy la Vida eterna a mis ovejas”. Esto es una prueba de que Cristo es Dios, porque de otra manera, si Él no fuera Dios, no podría dar de ninguna manera la Vida eterna, porque sólo Dios es Vida y Vida Eterna, Vida divina, Vida que brota del Ser divino trinitario como de una fuente límpida, purísima e inagotable.

A lo largo del Evangelio, Jesús obra siempre de manera tal que se demuestra que en Él está la vida, ya que Él no solo anuncia que la vida es “más preciosa que el alimento” (Mt 6, 25), sino que Él mismo cura y devuelve la vida, como si no pudiese tolerar la presencia de la muerte, volviendo a la vida a su amigo Lázaro (Jn 11, 15-21), al hijo de la viuda de Naín y a tantos otros más, confirmando al mismo tiempo con estos milagros de regreso a la vida que Él es el Dios de la vida y el Vencedor de la muerte. Con estos milagros, Jesús demuestra que tiene poder sobre la muerte, pero al mismo tiempo, demuestra que tiene poder sobre el pecado (Mt 9, 6), que es el que causa la muerte.

Ahora bien, Jesús es vida, pero no esta vida humana participada, sino que es, en cuanto Dios Hijo, poseedor del Acto de Ser divino trinitario, la Vida Eterna en Sí misma, vida que es divina, celestial, sobrenatural y es el Autor y el Creador de toda vida creada o participada. En cuanto Él es la Vida Increada, no puede ser nunca el autor de la muerte; el autor de la muerte es, por un lado, el Demonio, “por cuya envidia entró la muerte en el mundo”, dice la Escritura y por otro lado, el hombre, que en cuanto pecador, es autor de muerte, porque el fruto del pecado es la muerte. Es por esto que se equivocan grandemente quienes culpan a Dios cuando muere un ser querido, puesto que Dios no creó la muerte, como lo dice la Escritura, ya que Él es la Vida Eterna en Sí misma y el Creador de toda vida participada. Todavía más, Él envió a su Hijo Único para que venciera a la muerte, al Demonio y al pecado, con su sacrificio y muerte en cruz.

En Jesús entonces está la Vida, pero no porque le haya sido donada a Él, como sucede con nosotros o con los ángeles, que hemos recibido la vida participada, sino que Él la tiene, junto con el Padre y el Espíritu Santo, desde toda la eternidad, porque posee, con el Padre y el Espíritu Santo, el Acto de Ser divino trinitario, del cual brota la Vida Eterna e Increada en Sí misma.

Jesús comunica de su Vida Eterna, pero la condición para que la comunique, es tener fe en Él, pero no una fe cualquiera, sino fe católica, la fe del Credo, la fe del Catecismo, la fe de los Padres de la Iglesia, la fe de los Apóstoles, de los Santos y de los Mártires de todos los tiempos. Que sea necesaria la fe en Él en cuanto Dios, para recibir la Vida eterna, es algo que Él mismo lo dice: “El que crea en Mí no morirá” (Jn 11, 25). Esta Vida eterna la comunica Él a aquel que lo recibe en la Sagrada Eucaristía, porque es ahí en donde se encuentra Él con su Acto de Ser divino trinitario, Fuente Inagotable de la Vida divina trinitaria: “Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo, el que coma de este Pan vivirá para siempre”. El que se alimente de la Eucaristía, vivirá para siempre, es decir, para toda la eternidad. El “vivir para siempre”, no significa que quien se alimente de la Eucaristía no morirá a la vida terrena; significa que no morirá “para siempre”, es decir, no se condenará, porque tendrá en su alma la Vida Eterna, la Vida absolutamente divina, sobrenatural, trinitaria.

“Yo doy la Vida eterna a mis ovejas”, dice Jesús en el Evangelio y sus palabras se cumplen en cada Eucaristía, puesto que en cada Eucaristía está Él en Persona, con su Ser divino trinitario del cual brota la Vida divina, pero es obvio que quien desee recibir la Vida Eterna, debe poseer en sí la gracia santificante que concede el Sacramento de la Penitencia, puesto que no se puede recibir la Eucaristía en pecado mortal, ya que quien eso hace, quien comulga en pecado mortal, comete un sacrilegio, como dice la Escritura: “Come y bebe su propia condenación”. La Carne Inmaculada del Cordero Inmaculado, la Sagrada Eucaristía, se debe recibir con el alma inmaculada, es decir, con el alma purificada por la acción de la gracia santificante que concede el Sacramento de la Confesión. Quien esté en pecado mortal no puede recibir el Sacramento de la Eucaristía.