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viernes, 10 de abril de 2020

Lunes de la Octava de Pascua



(Ciclo A – 2020)

“Alégrense” (Mt 28, 8-15). Luego de resucitar, Nuestro Señor Jesucristo se les aparece a las santas mujeres. Estas, “atemorizadas pero llenas de alegría” van a comunicar la Buena Noticia a los discípulos. Lo llamativo en esta aparición particular de Jesús es que no las saluda a las santas mujeres con un saludo formal -lo cual cabría de esperar- o con un saludo familiar -ya que son sus discípulas-, sino que las saluda con una orden imperativa: “Alégrense”. Es decir, Jesús las saluda con una orden y es una orden muy particular: la orden que deben cumplir las santas mujeres es el alegrarse: “Alégrense”. No es de extrañar esta orden de Jesús, porque su resurrección implica novedades sorprendentes para todo el género humano: su muerte y resurrección implican no solo la derrota de los tres grandes enemigos del género humano -el demonio, el pecado y la muerte-, sino también la apertura, para el hombre, del Reino de los cielos, al ser conseguida la gracia santificante para la humanidad por los méritos de Jesús en la Cruz. Es decir, el saludo imperativo de Jesús que manda la alegría, se comprende cuando se comprueba que los motivos de alegría son sobreabundantes. Más allá de lo que las santas mujeres puedan estar experimentando en sus vidas personales -tristezas, tribulaciones, alegrías-, hay un hecho sobrenatural que es causa de una alegría también sobrenatural: con su muerte en Cruz y con su Resurrección, Jesús ha vencido de una vez y para siempre a los mortales enemigos de la humanidad y ha conseguido para esta no sólo el perdón divino de Dios Padre -cuya Justicia estaba ofendida desde el pecaodo original-, sino que con sus méritos en la Cruz ha conseguido la gracia santificante, que suprime el pecado del alma, destruyéndolo y que hace participar al alma de la filiación divina, la misma filiación divina con la cual Jesús es Hijo de Dios Padre desde toda la eternidad.
“Alégrense”. La misma orden de estar alegres -no por motivos humanos, sino sobrenaturales, porque la causa de esta alegría es la Resurrección- que da Jesús a las santas mujeres, nos la da también a nosotros. Y esta orden nos la da desde el lugar en donde Él se encuentra con su Cuerpo resucitado, el mismo Cuerpo con el que está en el Cielo y es la Sagrada Eucaristía. Por esta razón, cada vez que vamos a visitar a Jesús Eucaristía para adorarlo, y más allá de la situación existencial particular que estemos viviendo -alegría, dolor, tristeza, tribulaciones-, recibimos la misma orden dada a las santas mujeres: “Alégrense”.


lunes, 22 de abril de 2019

Lunes de la Octava de Pascua



(Ciclo C – 2019)

          “Alégrense” (Mt 28, 8-15). Cuando las mujeres salen corriendo luego de recibir la revelación de los ángeles de que Jesús ha resucitado, Jesús se les aparece y lo primero que les dice es: “Alégrense”. Es un mandato, podemos decir, que es el mandamiento de la resurrección: “Alégrense”. No se trata de una alegría mundana, superficial, basada en motivos mundanos: se trata de una verdadera alegría, la alegría de Dios, que es “Alegría Infinita”, según Santa Teresa de los Andes. Tampoco se trata de un mandamiento que no tenga fundamento, puesto que Dios no hace nada ni manda nada que no tenga fundamento. La razón por la cual Jesús manda alegrarse a las santas mujeres, es porque Él ha resucitado, está vivo y glorioso, lleno de la vida, de la luz, de la gloria y del Amor de Dios. La alegría de la resurrección se fundamenta en que Jesús no solo ha resucitado, es decir, ha vuelto de la muerte y ahora vive una vida gloriosa, sino que con su misterio pascual de muerte y resurrección, ha vencido para siempre a los tres enemigos mortales de la humanidad, el demonio, el pecado y la muerte, sino que además ha obtenido, para la humanidad, la gracia santificante, que convierte a los hombres en hijos adoptivos de Dios y en templos vivientes del Espíritu Santo. Ése es el motivo de la alegría de la resurrección: Cristo Dios no solo ha vuelto de la muerte, no solo ha resucitado, sino que ha conseguido que el misterio pascual sea para toda la humanidad, es decir, que la “Pascua” o “paso” de esta vida al seno del eterno Padre, esto es, lo que Él cumplió con su muerte en cruz, sea accesible para toda la humanidad. A partir de ahora, todo aquel que se una a su Cuerpo místico por la gracia, recibirá al Espíritu Santo, quien los conducirá, por el misterio de la Cruz, a algo más grande que los cielos, el seno del eterno Padre.
          “Alégrense”. El mandato de Jesús resucitado a las santas mujeres es también para nosotros, cristianos del siglo XXI. Ahora bien, Jesús no se nos aparece visiblemente, pero el mismo Jesús resucitado, con su Cuerpo glorioso y lleno de la luz de la gloria de Dios, está en la Eucaristía y es desde la Eucaristía desde donde Jesús nos dice: “Alégrense”, porque Él está ahí en Persona.
          “Alégrense”. La vida terrena es, con razón, llamada “valle de lágrimas”, en donde abundan las tribulaciones y los sinsabores; sin embargo, nosotros, los cristianos, tenemos un mandato de Jesús resucitado y es el alegrarnos, porque Él ya cumplió su misterio pascual de muerte y resurrección y nos granjeó la gracia santificante, que nos hace partícipes de la vida divina. Entonces, si queremos tener y experimentar la alegría de la resurrección, para cumplir el mandato de Jesús que nos dice que debemos alegrarnos, aun en medio de las tribulaciones de esta vida, lo que debemos hacer es acudir a la Fuente de la Alegría Increada, Jesús Eucaristía.

martes, 7 de abril de 2015

Lunes de la Octava de Pascua


(2015)
         “¡Alégrense!” (Mt 28, 8-15). Jesús resucitado sale al encuentro de las piadosas mujeres y lo primero que les dice, a modo de saludo, es: “¡Alégrense!”. Las piadosas mujeres, a su vez, ya corrían, por sí mismas, alegres, a anunciar la noticia de la resurrección de Jesús, luego de recibir el anuncio de la Resurrección por parte del ángel: “después de oír el anuncio del ángel (…) se alejaron de allí llenas de alegría”, con lo que, con el mandato de Jesús de alegrarse, se alegran aún más.
         “¡Alégrense!”. La nota dominante, entonces, en el Domingo de Resurrección, entre los discípulos, es la alegría, el gozo festivo, el asombro, el estupor, en comparación con el dolor, el llanto, la amargura, del Viernes Santo. Sin embargo, no se trata de un mero cambio de sensaciones, ni de una simple mudanza en las experiencias vitales de los discípulos: el mandato de alegrarse, por parte de Jesús, se debe a que la Resurrección implica, para la humanidad toda, un horizonte de eternidad antes impensable y es la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad. La Resurrección es un don tan grande, que supera infinitamente todo lo que el hombre pueda siquiera imaginar, porque se trata de una participación a la vida divina misma del Ser divino trinitario. Por la Resurrección, la humanidad recibe un principio de vida nuevo, la gracia santificante, principio por el cual comienza a vivir una vida nueva, que no es la vida natural biológica, propia de su humanidad, sino que es la vida misma de la Trinidad, y así se vuelve capaz no solo de entablar relaciones personales con todas y cada una de las Tres Divinas Personas, sino que se vuelve capaz de conocer y amar a todas y cada una de esas Divinas Personas, como ellas mismas se conocen y se aman. Y aquí radica el motivo de la alegría establecida por Jesús casi como un neo-mandamiento post-Resurrección para su Iglesia: el alma, por la gracia santificante, participa de la vida de la Trinidad, lo cual quiere decir participar de la vida misma del Ser divino de Dios Uno y Trino, Ser que es el que actualiza a todas las esencias en su perfección, entre ellas, la alegría, por lo que es la Alegría perfecta y la Alegría personificada en sí misma. En otras palabras, cuando Jesús dice a las piadosas mujeres –y, por su intermedio, a toda la Iglesia universal- “¡Alégrense!”, no está mandando una alegría forzada, superficial, ni meramente emotiva o afectiva: está diciendo que se alegren porque, a partir de Él y de su Resurrección, ahora comenzarán a participar de su vida divina y Él les comunicará de la plenitud infinita de esta su vida, y de entre todos los dones y perfecciones inagotables e inimaginables que tiene su vida divina, se encuentra su Alegría infinita, que es con la cual se alegrarán.

         “¡Alégrense!”. El mismo mandato que da Jesús resucitado a las piadosas mujeres en el jardín de la resurrección, nos lo da a nosotros desde la Eucaristía, en donde se encuentra vivo, glorioso, resucitado, lleno de la vida, de la luz y del amor de Dios Trino. Ahora bien, Jesús nos manda alegrarnos, sabiendo que vivimos en este “valle de lágrimas” y que vivimos en medio de “tribulaciones y persecuciones”, puesto somos hijos de la Iglesia, y por lo tanto, si Él fue perseguido y atribulado (cfr. Mt 5, 11ss), no podemos menos nosotros, como Iglesia, ser también perseguidos y atribulados por el mundo: es decir, nos manda alegrarnos no en situaciones de alegrías mundanas, sino en medio de la persecución y de la tribulación del mundo. Y si Jesús manda alegrarnos, es porque la fuerza de su Alegría divina nos ayudará a llevar nuestra cruz en pos de Él, por el Camino del Calvario, con gozo y alegría, aun con lágrimas en los ojos, lo cual quiere decir que por la tribulación de la cruz, nos conduce a la gloria de su luz y a su eterna bienaventuranza.

domingo, 20 de abril de 2014

Lunes de la Octava de Pascua


(Ciclo A – 2014)
“Alégrense” (Mt 28, 8-15). Jesús resucitado encuentra a las mujeres de Jerusalén y la primera orden que les da, en cuanto Jefe máximo de la Iglesia Católica, es: “Alégrense”. La alegría es la nota distintiva de la Resurrección, pero no se trata de una alegría que pueda compararse, en modo alguno, a la alegría conocida por el hombre en la tierra. No es una alegría humana, que surge de experiencias humanas, ni por motivos humanos. La orden de Jesús dada a las mujeres de Jerusalén: “Alégrense”, no se basa en motivos terrenos, y ellas no pueden cumplir esa orden por ellas mismas, porque la razón última de esa alegría no reside en la tierra, no se origina en la tierra, ni tiene por causa nada que sea conocido por el hombre.
La causa de la alegría es de origen celestial, y es la Resurrección de Jesucristo, por lo tanto, cuando Jesucristo les impera, les manda alegrarse, les comunica al mismo tiempo la gracia de la alegría, lo cual implica comunicarles antes la gracia del conocimiento de Él en cuanto Hombre-Dios resucitado, venido del Abismo de la muerte, Vencedor victorioso del pecado, de la muerte y del infierno. La alegría del cristiano no es por lo tanto una alegría bobalicona, mundana, superficial, antojadiza, terrena, sino celestial, profunda, divina, cimentada en la gracia, y que no solo puede sino que debe estar presente incluso en las más duras tribulaciones, y ejemplo de esto son los mártires, que caminaban hacia el martirio y enfrentaban a sus verdugos con una sonrisa en sus labios y entonaban cantos de triunfo a Cristo Rey mientras se dirigían a la muerte.

“Alégrense”. También a nosotros, cristianos del siglo XXI, que vivimos en medio de las tribulaciones de la vida cotidiana, nos repite lo mismo, desde la Eucaristía, como se lo dijo Jesús resucitado, a las mujeres de Jerusalén. Pero nosotros contamos con una ventaja, que no tuvieron las santas mujeres de Jerusalén: a ellas les dijo que se alegraran, pero no les dio de comer su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. A nosotros, desde la Eucaristía, nos dice: “Alégrense”, y se nos dona con su Cuerpo, su Sangre, su Alma su Divinidad y su Amor, para que nuestra alegría sea completa.

domingo, 31 de marzo de 2013

Lunes de la Octava de Pascua



“Alégrense” (Mt 28, 8-15). Jesús resucitado se les aparece a las santas mujeres que “atemorizadas pero llenas de alegría” van a comunicar la Buena Noticia a los discípulos. Sorprende que Jesús, en vez de saludarlas con una presentación o un saludo formal, como se estila entre quienes no se ven desde hace un tiempo, en vez de hacerlo, las salude directamente con una orden en imperativo: “Alégrense”, y sorprende más, cuanto que el evangelista remarca que ellas estaban “atemorizadas pero llenas de alegría”, es decir, ya se encontraban alegres.
Es como si Jesús quisiera urgirlas a la alegría, una alegría todavía más profunda que la que tienen, y por eso se los ordena y por eso no se presenta ni las saluda como tal vez debería haberlo hecho.
¿Cuál es la razón de esta orden dada por Jesús a las santas mujeres, orden que, por otra parte, es para toda la Iglesia desde el momento en que en ellas está representada la Iglesia naciente?
La razón es que con su resurrección no cabe la tristeza, no importa la tribulación que se deba vivir, ni las circunstancias más o menos desfavorables en la vida de un cristiano: los beneficios, dones, gracias, milagros y prodigios que Jesús ha conseguido para los hombres con su Resurrección, hacen imposible la tristeza, y son el fundamento de la alegría. ¿Cuáles son los motivos por los que el cristiano debe estar siempre alegre?
Existen varios motivos -casi al infinito-; algunos de ellos son los siguientes:  que  Jesús ha resucitado y con su resurrección ha destruido la muerte y ha concedido a todos los hombres la vida divina; ha vencido al demonio y les ha devuelto la amistad con Dios, y los ha convertido en hijos adoptivos por el bautismo; ha destruido al pecado y les ha concedido la gracia santificante; les ha donado su Madre, la Virgen, como Madre celestial; ha dejado la Iglesia, que por las obras de misericordia será la encargada de difundir la Buena Noticia; ha dejado los sacramentos, a través de los cuales les comunica su vida divina; ha abierto la puerta del cielo, cerrada desde Adán y esa Puerta Abierta es su Sagrado Corazón traspasado; ha donado a los hombres, con su Sangre derramada, el perdón divino y ha derramado sobre ellos con esta Sangre, el fuego del Amor divino, el Espíritu Santo; ha dejado a los hombres el Verdadero Maná del cielo, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, Maná que los fortalece en su peregrinar, por el desierto de la vida, a la Jerusalén celestial; ha convertido, por el signo de la Cruz, al dolor humano en fuente de santificación y de salvación eterna; ha cambiado el destino humano, de castigo, dolor y muerte a causa del pecado, por el de salvación eterna, gracias al sacrificio de la Cruz; ha dejado a la Iglesia su Presencia sacramental eucarística, con lo cual cumple su promesa de “quedarse con nosotros hasta el fin del mundo”.
Estos son solo algunos de los motivos por los cuales Jesús ordena a la Iglesia naciente el estar alegres y no dar lugar a la tristeza: “Alégrense”.