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sábado, 28 de julio de 2012

La multiplicación de panes y peces, anticipo del Pan de Vida eterna y de la Carne del Cordero



(Domingo XVII – TO – Ciclo B – 2012)
         “Jesús multiplicó panes y peces y dio de comer a la multitud” (cfr. Jn 6, 1-15). En una de las predicaciones de Jesús en Palestina, se reúne una multitud de más de diez mil personas, entre niños, jóvenes y adultos, según los cálculos del evangelista. Llegada la hora del almuerzo, y debido a la cantidad de gente que necesita ser alimentada, Jesús reúne a sus discípulos para deliberar acerca de las medidas a tomar para poder alimentar a tanta gente.
         En un primer momento, parecería una situación que en nada se diferencia de otras situaciones humanas, en las que se aglomeran cientos y miles de personas. Para afrontar la situación, Jesús quiere saber cuáles son las reservas alimenticias de los Apóstoles, las cuales consisten en nada más que “cinco cebadas de pan y dos pescados”, lo que resulta, a toda luces, completamente insuficiente. Agrava más la situación el hecho de que no hay tiempo, ni dinero, ni tampoco lugares disponibles en los cuales se pueda conseguir alimento. La situación parece insoluble, tanto más que, a la pregunta de Jesús acerca de dónde comprar pan, la respuesta es negativa. Jesús pregunta no porque no supiera qué hacer, sino porque quería poner a prueba a sus discípulos.
         Como en otras reuniones multitudinarias, la situación parecería ser la misma que se da cuando se congregan grandes multitudes: los organizadores del evento, deben procurar el acceso fácil a la alimentación, para que la gente no desfallezca de hambre.
         Hasta aquí, el episodio no se diferencia en nada a lo que sucede con los eventos multitudinarios en los que la muchedumbre supera las expectativas de los organizadores.
        Pero en donde empieza a diferenciarse de las situaciones humanas, es cuando interviene Jesús, quien obra un milagro que supera absolutamente a cualquier intento de solución por parte de los hombres: Jesús multiplica los panes y la carne de los peces, y de modo tan abundante, que todos comen hasta saciarse, y encima sobran doce canastos.
         La intervención de Jesús no está destinada a solamente satisfacer el hambre de la multitud: con la multiplicación milagrosa de panes y peces, quiere dar una señal, un signo, un anticipo, de otro milagro, infinitamente más grandioso que multiplicar milagrosamente panes y carne de pescado, y es el Milagro de los milagros, en el cual, por el poder omnipotente de Dios Trino, en al altar el pan se convierte en la carne del Cordero de Dios y el vino en su Preciosísima Sangre.
A su vez, el milagro de la multiplicación de panes y pescados, que anticipa y prefigura la multiplicación del Pan de Vida eterna y de la carne del Cordero en el altar eucarístico, está prefigurado en el episodio del Antiguo Testamento, en el que Yahveh alimenta a la multitud que peregrina hambrienta en el desierto, dándoles de comer a los israelitas, carne de codornices y pan, el maná del cielo (cfr. Éx 16, 11-15).
Este hecho milagroso, acaecido en el Antiguo Testamento, es también, al igual que la multiplicación de panes y peces en el Nuevo Testamento, un anticipo y una figura del Milagro de los milagros, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús en la Santa Misa.
      Así como en el desierto, en su peregrinación a la Tierra Prometida, el Pueblo Elegido, Yahvéh obra para ellos el milagro del maná del cielo y de las codornices, además del agua que brota de la roca luego de golpear Moisés su bastón: “(…) Entre las dos tardes comeréis carne  y por la mañana os hartaréis de pan; y conoceréis que Yo soy Yahvéh, vuestro Dios” (cfr. Éx 16, 12), así también Jesús, en la Santa Misa, multiplica el Pan de Vida eterna y la carne del Cordero en el altar eucarístico, para que el alma se colme de esa agua límpida que es la gracia del Sagrado Corazón.
     Al donarles el maná, pan milagroso bajado del cielo, y al donarles también milagrosamente carne de codornices, Dios muestra su amor sin límites hacia el Pueblo Elegido, ya que no los deja perecer de hambre; del mismo modo, el milagro de Jesús, de multiplicar panes y peces, es una muestra sin par del mismo amor misericordioso de Yahvéh, porque así como Yahvéh obró con misericordia, así, por misericordia, obra Jesús, multiplicando el alimento para que los discípulos no  padezcan hambre.
       Pero hay alguien que continúa la obra de amor misericordioso de Yahvéh y de Jesús, y es la Santa Madre Iglesia: así como el Pueblo Elegido recibió el maná del cielo y carne de aves; así como Jesús, Hombre-Dios de amor infinito, obrando en Persona, multiplica los panes y la carne de pescado, así también la Santa Madre Iglesia multiplica, en cada santa misa, la Carne del Cordero de Dios y el Pan Vivo bajado del cielo.
       Este último milagro, anticipado por el episodio del desierto y por la multiplicación de panes y peces, es un milagro infinitamente más grande; es el Milagro de los milagros, que muestra, en sí mismo, la inmensidad infinita del Amor eterno que Dios Trino experimenta por el hombre.
        La conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre obrada por la Iglesia en cada Santa Misa, constituye un milagro incomparablemente mayor que los realizados por Yahvéh en el  Antiguo Testamento y por el mismo Jesús en la multiplicación de panes y peces, puesto que mientras en el episodio del Evangelio Jesús multiplica solamente pan material, hecho de harina y agua, y carne de pescado, y lo hace para satisfacer el hambre corporal de la multitud, alimentándolos con alimentos puramente materiales.
       Por el contrario, en la Santa Misa, Jesús dejará para su Iglesia el don de su  Cuerpo y su Sangre de resucitado, con lo cual demuestra un amor infinitamente más grande que el maná del desierto y que el mismo milagro suyo de los panes y peces, ya que la Eucaristía extra-colma y extra-sacia el apetito del alma con la substancia divina y humana del Hombre-Dios, de Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios.
         Yahvéh en el Antiguo Testamento, Jesús en Palestina, la Iglesia en el mundo y en la historia: los tres obran milagros portentosos, multiplicando, respectivamente, carne de codornices y pan del cielo, carne de pescado y pan de harina y agua, y carne del Cordero de Dios y Pan de Vida Eterna. De estos tres milagros portentosos, es la Iglesia la que obra un milagro infinitamente más portentoso que el de Yahvéh en el Antiguo Testamento y que el de Jesús en el evangelio, porque Yahvéh multiplica carne de codornices y pan, Jesús, panes y peces, mientras que la Iglesia santa multiplica el Pan de Vida Eterna y la Carne del Cordero de Dios.
       En el Nuevo Testamento, los que se dan cuenta de que Jesús ha obrado un milagro, la multiplicación de panes y peces, dicen, asombrados: “Éste es, verdaderamente, el Profeta que debía venir al mundo”. Así mismo, nosotros, que en la iglesia santa asistimos a la multiplicación de la carne del Cordero y del Pan de Vida eterna, el cuerpo resucitado de Jesús de Nazareth, debemos exclamar, llenos de asombro y de admiración agradecida: “La Iglesia Católica es la verdadera Iglesia del único Dios verdadero”.
        Por último, los cristianos debemos considerarnos inmensamente más afortunados que los israelitas peregrinando en el desierto, y que la multitud que recibió el milagro relatado por el Evangelio, porque para ellos, Jesús multiplicó panes y peces, pero no les dió a comer de su Cuerpo y de su Sangre; a nosotros nos alimenta con un manjar de ángeles, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Para recibir dignamente este alimento celestial, es que el alma debe vivir de Dios y de su Amor, rechazando aunque sea la más mínima deliberación en obrar el mal, y perdonar a sus enemigos, y obrar la misercordia para con el prójmo.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Viernes de la infraoctava de Navidad 2011



            Contemplar al Niño de Belén no significa nunca contemplar a un niño más, uno más entre tantos. Quien lo contempla, contempla en Él al Dios invisible que se ha hecho visible, y contempla su gloria: “Lo que hemos visto, os lo anunciamos (…) hemos visto su gloria (…), gloria como de unigénito”. Quien contempla al Niño de Belén, contempla a Dios, según los Padres de la Iglesia: “El que nació de María es Dios” [1].
Esta verdad, repetida por Proclo de Constantinopla y revelada por la Iglesia Santa del Dios Uno y Trino, debería bastar para sumir al alma en un estupor contemplativo que no debería dejar lugar a ninguna otra consideración, que debería dejar sin aliento y sin respuestas a quienes contemplen la Verdad y el Nacimiento. Pero, lejos de acallar nuestras preguntas, despierta más y más preguntas, que surgen del mismo maravillado estupor.
“El que nació de María es Dios”. ¿Cómo puede ser posible? ¿No es acaso María una mujer, un ser humano? Si María es una mujer, ¿no nacen acaso de las mujeres, seres humanos iguales a ellas? ¿Si María es una mujer, no debería engendrar y dar a luz a otro ser humano, como ella? ¿Y si en todo caso ella es una mujer santa, no debería dar a luz a un hombre santo, como ella, pero de ninguna manera al mismo Dios? ¿Cómo es posible que nazca Dios? ¿Acaso Dios no es eterno, es desde la eternidad, sin principio ni fin, y no es acaso María un ser humano, que nació en el tiempo? ¿Cómo puede el Dios Trino, que es la eternidad en persona, nacer en el tiempo? Si es Dios el que nació de María, ¿no tiene acaso apariencia y aspecto de un hijo de hombre? ¿Si Dios es Espíritu puro, invisible, inaccesible, cómo puede ser que se revista de carne, se haga accesible, visible, en este Niño hermoso que llora de frío y de hambre? ¿No llora, como lloran todos los niños al nacer? ¿Ese Niño, tan hermoso, que salió del vientre de María como un rayo de luz atraviesa un cristal, es verdad que es Dios? ¿Y si es Dios hecho Niño, por qué llora? ¿No necesita de cariño, de ropa, de alimentos, como todo otro niño recién nacido? ¿Si es Dios, porqué los ángeles del cielo no vienen a asistirlo, para que no llore y deje de sufrir?
“El que nació de María es Dios”. ¿No es algo imposible? ¿No es algo contradictorio? ¿Cómo puede Dios eterno nacer de una mujer en el tiempo? ¿Si Dios es luz inaccesible, luz resplandeciente, luz eterna, por qué su nacimiento está rodeado de frío y de oscuridad? ¿No debería nacer rodeado de plata, de oro, de alhajas? ¿Dónde están los grandes del mundo, que no vienen a hacer fiesta al Dios de los cielos que nace de una Virgen hermosa en un pobre establo de Belén?
“El que nació de María es Dios”. ¿Quién podría saberlo, si alguien no nos lo revela? ¿No es acaso Dios, un ser absolutamente perfecto, ilimitado en su perfección omnipotente, absolutamente inaccesible por su misteriosa grandeza? ¿Por qué ahora aparece indefenso, necesitado de todo y de todos, siendo Él omnipotente? ¿Por qué extiende sus pequeños brazos, para que lo levanten y lo acurruquen, si en su cielo los ángeles tiemblan ante Su Presencia?
Y Tú, Mujer Hermosa, que has concebido, engendrado y alumbrado virginalmente a la luz de los cielos, ¿no eres acaso Tú misma la luz hermosa? ¿No eres acaso el único lugar en el que el Dios Inaccesible podía venir, de sus cielos eternos, a esta tierra de dolores? ¿No eres acaso, Pequeña y Grande María, el altar inmaculado sobre el que reposa sereno el Cordero del Apocalipsis? ¿No eres acaso la Madre de Dios?
Bendita, amada, glorificada seas Tú, Madre de Dios, y bendita sea en Ti nuestra naturaleza, porque el que nació de Ti ¡es Dios!



[1] Proclo de Constantinopla, Siglos IV-V, Sermón 1. Alabanzas de la Virgen, pronunciado ante el patriarca Nestorio, en el año 428, en una fiesta de la Virgen; cit. La Virgen María. Padres de la Iglesia, Editora Patria Grande, Buenos Aires 1978, 75-77.