miércoles, 28 de mayo de 2025

Solemnidad de la Ascensión del Señor

 



(Ciclo C - 2025)

 

Antes de ascender a los cielos, Cristo resucitado revela a sus discípulos el motivo por el cual el Mesías ha padecido su Pasión de amor: no solo para perdonar los pecados, sino también para para transmitir a todos los hombres la buena noticia de que sus pecados han sido perdonados por su Sacrificio en Cruz, por su Sangre que ha sido derramada en la Cruz. Les dice además que “permanezcan en la ciudad, en Jerusalén hasta que se revistan de la fuerza que viene de lo alto”, es decir, hasta que reciban al Espíritu Santo que Él va a enviar junto al Padre. Y cuando venga el Espíritu Santo, les hará comprender con plenitud el misterio pascual de Jesucristo, que implica otros misterios, otros contenidos salvíficos de la Buena Noticia que los discípulos deben anunciar y es que no sólo han sido perdonados los pecados, sino que además Dios quiere deificar, hacer dioses a cada uno de los hombres mediante la comunicación de su filiación divina, su resurrección y su gloria, para que los hombres, mucho más que vivir como “hombres buenos”, Dios quiere que vivan como hijos de Dios, es decir, como hombres santos, como hombres que participan de la vida divina de la Trinidad y esto es posible porque gracias al Sacrificio de Jesús en el Calvario, la Iglesia les comunicará, a través de los sacramentos, una vida nueva, la vida de la gracia, vida que los hace partícipes de la vida divina de la Santísima Trinidad.

De esta manera Jesús lleva adelante su misterio pascual de muerte y resurrección, ascendiendo a los cielos para luego enviar al Santo Espíritu de Dios sobre su Iglesia, sobre su Cuerpo Místico en Pentecostés, de manera que, por la misión evangelizadora de la Iglesia, toda la humanidad pueda ser conducida, luego de ser glorificada y deificada por Él, hacia el Padre.

Así, luego de la muerte en cruz, luego de la resurrección y glorificación de su Cuerpo que yacía tendido en el sepulcro, Jesús ha cumplido ya su sacrificio redentor, ha ofrecido su vida en holocausto y ahora, resucitado sube a los cielos y asciende como Víctima Inmolada, Santa y Pura, para ofrecerse al Padre como Sacrificio Eterno para la redención de los hombres. Su Encarnación en el seno virgen de María Santísima fue el primer acto de su misterio pascual y esto lo hizo Jesús para tener un Cuerpo humano que pudiera ser ofrecido en holocausto, para que sea quemado con el fuego del Espíritu Santo en el ara de la cruz y así, esa Carne suya sublimada por el fuego del Espíritu en la resurrección, fuera luego ascendida para ser presentada al Padre como la Víctima Perfectísima, Santa y Pura en beneficio de los hombres, para que cada vez que la Ira Divina se encendiera por los crímenes de la humanidad, al ver al Cordero de Dios degollado para la salvación de los hombres, la Ira Divina fuera aplacada y diera paso a la Misericordia Divina.

Pero la ascensión de Jesús no se entiende ni se aprecia en su verdadero sentido sobrenatural, si no se tiene en cuenta su significado místico: tanto la Resurrección como la Ascensión de Jesús llevan a cabo, de una manera místicamente real, lo que en los sacrificios de animales se simboliza mediante la combustión por el fuego de la carne de la víctima[1]. En el Templo de la Antigua Alianza, cuando se hacía el sacrificio de un cordero, se encendía el fuego y se inmolaba su cuerpo en el fuego y el cuerpo, devorado por las llamas, era sublimado y transformado en humo que ascendía al cielo; con eso se quería significar que el don -la carne del cordero- se había transformado en algo superior por la acción del fuego –la materia se hacía humo que subía la cielo, es decir, la materia se convertía en algo inmaterial, espiritual, por la acción del fuego- y este cordero, con su carne así sublimada por el fuego, ascendía al cielo, en donde pasaba a ser propiedad de Dios; la otra parte del sacrificio del cordero consistía en que se introducía la sangre de las víctimas sacrificadas, en el Santo de los Santos, en el Tabernáculo, donde estaba Dios, significando también que la sangre de esa víctima inmolada en su honor, pasaba a ser propiedad divina, ya no pertenecía más a los hombres, sino que desde ese momento, esta sangre se apropiaba a Dios.

Ahora bien, los sacrificios de la Antigua Alianza eran solo una figura y una representación simbólica del Verdadero y Único Sacrificio, el Sacrificio de Cristo en la cruz y de su función en el cielo, por la cual Él apropia y ofrenda su cuerpo y su sangre glorificados, divinizados por el Fuego del Espíritu Santo, continuamente, eternamente, a Dios[2]. Del mismo modo a como el cuerpo del cordero sacrificado en el altar era consumido por el fuego para luego ascender sublimado, transformado en algo superior, a Dios, así, del mismo modo, pero no ya en un sentido figurado y simbólico, sino haciendo realidad lo que era figura, Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, quema su Cuerpo muerto en el altar de la cruz con el fuego de su Espíritu, absorbiendo su muerte y comunicándole su propia vida divina, la vida divina del Ser Divino Trinitario que Él posee como Hijo junto al Padre y el Espíritu Santo, resucitando su Cuerpo, dándole vida divina con la gloria de la Trinidad, para que su Cuerpo, antes muerto, el Cuerpo del Cordero de Dios, ahora resucitado y glorificado, ascendiera sublimado por el Espíritu Santo, hasta el Cielo, ingresando en el Templo del Cielo con su Sangre glorificada, para que tanto su Cuerpo como su Sangre sublimadas y glorificadas por el Espíritu Santo, pasen a ser propiedad exclusiva de Dios Padre. Entonces, a partir de la Pasión, Muerte, Resurrección, Glorificación y Ascensión al cielo de Jesucristo, aquello que sube a los cielos como don sublime y perfectísimo ofrecido en honor de la Trinidad, no es ya el humo que se desprende de un animal muerto, sino que es el Cuerpo glorioso y resucitado y la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios; es el Cuerpo y la Sangre glorificados de Nuestro Señor, que así asciende como don de valor infinito ofrecido a la Trinidad para nuestra salvación.

Aquí es entonces donde encontramos el significado místico y sobrenatural de la Ascensión del Señor: la resurrección, la glorificación, y luego la ascensión, son los actos por los cuales la víctima inmolada, el Verdadero Cordero, el Cordero de Dios Cristo Jesús, empezó a ser posesión verdadera y perpetua de Dios. El Cordero Degollado, Cristo Jesús muerto en la cruz, fue envuelto en el fuego de la divinidad, el Espíritu Santo, el cual infundió una nueva vida, la Vida de la Trinidad, al Cordero que yacía muerto en el Santo Sepulcro y absorbiendo su mortalidad lo asumió y transformó en sí, le comunicó la vida gloriosa trinitaria, lo hizo subir como holocausto de dulce y suavísima fragancia a Dios, para disolverlo y fundirlo, por decirlo así, en Dios[3]. Y esto es lo que se renueva y actualiza en cada Eucaristía: sobre el altar eucarístico se depositan las substancias inertes del pan y del vino y en el momento en el que el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, el fuego del Espíritu Santo desciende sobre el pan y el vino y los convierte en el Cuerpo y la Sangre del Cordero y así la Eucaristía es el Sacrificio Perfectísimo que la Santa Iglesia ofrece a la Trinidad, como holocausto de suave y exquisita fragancia.

De esta manera es cómo toda la vida, toda la existencia terrena del Hombre-Dios Jesucristo es asumida en su supremo culto sacrificial: al encarnarse en el seno de la Virgen, se apropió de un objeto para sacrificar, la naturaleza humana de Jesús de Nazareth y mediante la Encarnación, mediante la unión de esa naturaleza humana a su Persona Divina, la Segunda de la Trinidad, un valor infinito, el valor de ser la naturaleza humana del Hijo de Dios; a través de su Pasión y Muerte consumó la inmolación de este objeto del sacrificio; mediante su Resurrección y glorificación lo transformó en holocausto, y mediante su Ascensión lo subió al cielo ante el acatamiento de su Padre, de manera que por la Ascensión, la naturaleza humana glorificada de Jesús de Nazareth le perteneciese al Padre como prenda eterna del culto más agradable y perfecto[4], como Única Prenda Sacrificial digna del Padre Eterno. Así, tanto la glorificación ocurrida en el sepulcro, como la Ascensión, constituyen las últimas etapas de su misterio pascual, misterio que había iniciado al descender, desde el seno del Padre, hasta el seno virgen de María. El Verbo de Dios baja de los cielos, asume personalmente una carne humana, la ofrenda en el altar de la cruz, la inmola en el sacrificio del Calvario, la resucitó con su propio espíritu de vida y ahora, a esa misma humanidad, glorificada y resucitada, la asciende a los cielos, para depositarla ante los ojos de Dios como un sacrificio espiritual eternamente agradable a la Trinidad.

Con la Ascensión, queda constituido el doble movimiento del misterio pascual de Jesús, consistente en un descenso -la Encarnación- y un ascenso -la muerte en cruz, portal de ingreso al cielo-, cuyo objetivo final es ascender, elevar, junto a Él, en Él y por Él, a toda la humanidad, para conducirla glorificada al Corazón mismo de Dios Uno y Trino.

Este misterio pascual de Cristo, constituido por el doble movimiento de descenso y de ascenso, continúa en el signo de los tiempos y se actualiza en la liturgia, en cada misa: Santo Tomás afirma que Cristo asciende a los cielos para llevarnos a su Sagrado Corazón, y eso es lo que hace en la Eucaristía: desciende en la comunión eucarística hasta nuestra alma para ascendernos a nosotros hasta Su Sagrado Corazón, que es el Corazón de Dios. En otras palabras, Jesús renueva su ascenso y descenso cada vez que se lleva a cabo el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa: por la liturgia eucarística, Jesús desciende desde el seno del Padre hasta la Eucaristía y desde la Eucaristía continúa su descenso hacia nuestras almas, para desde allí ascender a los cielos, ante trono del Dios, llevando consigo nuestra humanidad, nuestras ofrendas, como sacrificio delante de Dios; Cristo Eucaristía, resucitado y glorioso, asciende desde el altar eucarístico, llevándose nuestra humanidad, nuestras vidas, nuestro ser, nuestros ofrecimientos y agradecimientos, como ofrenda agradable a llevada Dios. La misión que deja Jesús a sus discípulos, antes de Ascender a los cielos, es la de propagar el Evangelio: como testigos, deben declarar, deben testimoniar lo que han visto y oído y esta misión es también para nosotros, cristianos del siglo XXI, porque si el misterio pascual de Cristo se actualiza a través del misterio de la liturgia, entonces también se actualizan para nosotros el mandato misionero y también la alegría de la resurrección, porque los discípulos se alegran, aún cuando el Señor asciende y los deja solos, porque saben que Cristo que Asciende a los cielos no los ha dejado solos, sino que está en su Iglesia en la Eucaristía hasta el fin de los tiempos. Por esto mismo, también nuestros corazones deben inundarse de alegría sobrenatural, al contemplar con la luz de la fe cómo el Hijo de Dios desciende desde el cielo, desde el seno del Padre, hasta el altar eucarístico, para luego ingresar a nuestros corazones y ascender nuevamente hasta el seno del Padre, llevando consigo nuestro ser, nuestra existencia, nuestra vida ofrecida, nuestras tribulaciones, nuestros agradecimientos, nuestras penas y dolores y también nuestras alegrías, para ser ofrecidos en Él, por Él y con Él, como sacrificio a Dios Trino, como un anticipo de nuestra ascensión final, en donde ya resucitados por Él, ofreceremos, en Él y con Él, en sacrificio de alabanza, todo nuestro ser, como ofrenda eterna a la Trinidad.

Por esto mismo, la Ascensión de Jesús, aunque en un primer momento pareciera ser el inicio de una vida sin Jesús -porque Jesús deja de ser visible para su Iglesia-, es sin embargo el punto de partida para la misión de la Iglesia Militante en la tierra, con Jesús resucitado y glorioso en la Eucaristía; la Ascensión de Jesús señala el inicio de la Presencia Eucarística de Jesús entre nosotros; la Ascensión de Jesús señala el inicio de una nueva vida para los bautizados, una vida en Jesús Eucaristía, con Jesús Eucaristía, para Jesús Eucaristía; la Ascensión de Jesús señala el inicio de nuestra propia ascensión a los cielos en Él, siempre y cuando permanezcamos unidos a su Cuerpo Místico, por medio de la Eucaristía, hasta el fin de nuestra vida en la tierra.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 461.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 461.

[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 462.

[4] Cfr. Scheeben, ibidem, 462.


martes, 20 de mayo de 2025

“El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo”

 


(Domingo VI - TP - Ciclo C - 2025)

          “El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo” (Jn 14, 23-29). Jesús revela a sus discípulos, poco antes de sufrir su Pasión y muerte en cruz, que Él, junto al Padre, enviarán a la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, sobre la Iglesia -este evento pneumático y santificador recibirá el nombre de “Pentecostés”- pero además Jesús revela cuáles serán las obra o funciones que llevará a cabo el Espíritu Santo. Estas obras o funciones del Espíritu Santo serán esencialmente de dos tipos, mnemónicas -de recuerdo, de memoria- y de inteligibilidad -es decir, conocimiento-; es decir, las funciones del Espíritu Santo serán de recuerdo de lo dicho por Jesús y de enseñanza de los misterios de la vida de Cristo. La doble función del Espíritu Santo, ejercida sobre el Cuerpo Místico de Jesús, es decir, los bautizados en la Igesia Cató.ica, es esencial para que el cristiano pueda no solo ser llamado “cristiano”, sino ante todo que viva como cristiano. Hasta tanto el Espíritu Santo no ejerza esta doble función, mnemotécnica y de inteligibilidad de los misterios, es decir, de recuerdo y de enseñanza de los misterios sobrenaturales absolutos de la religión católica, esta se convierte en una religión más entre tantas, una religión sin misterios sobrenaturales, que racionaliza todo y que todo lo explica con la sola razón y que aquello que no puede explicar, como los milagros o como la Encarnación del Verbo o la Transubstanciación, lo deja simplemente de lado, como sucede con la falsificada religión inventada por Lutero, el Protestantismo. En otras palabras, si no actúa el Espíritu Santo en las almas y corazones de los bautizados, la religión católica se reduce a una religión naturalista, perdiendo su característica esencial, la de ser una religión de misterios y de misterios sobrenaturales absolutos; sin la función del Espíritu Santo, la religión católica se rebaja a la mera capacidad de la razón humana, la cual no puede trascender más allá del horizonte racional y así, sin la ayuda de la gracia que concede el Espíritu Santo, le es imposible -como le es también imposible al intelecto angélico- ni descubrir los misterios del cristianismo, ni alcanzarlos, ni comprenderlos, ni aceptarlos. Y cuando esto sucede, la fe se reduce al sentimiento -Dios es lo que siento, o mejor, para creer en Dios debo “sentir” la experiencia de Dios-; la liturgia se reduce a entretenimiento -por eso los sacrilegios innumerables cometidos en la Santa Misa, como el asistir disfrazados de payasos, o peor aún, con disfraces de la fiesta satánica de Halloween-; la oración se convierte en auto-descubrimiento de sí mismo y no lo que es, relación de diálogo y amor con las Tres Divinas Personas.

          Debemos preguntarnos, entonces, de manera concreta, en qué consiste la doble función del Espíritu Santo, de enseñanza y recuerdo.

          Una función que realiza el Espíritu Santo es la función mnemónica, de memoria, de recuerdo de todo lo que Jesús hizo y dijo, pero no se trata solamente de un simple recuerdo de las palabras de Jesús, sino ante todo el Espíritu Santo hará recordar y comprender, sobrenaturalmente, las enseñanzas de Jesús; el Espíritu Santo permitirá que el recuerdo no sea meramente lógico, racional o natural, sino ante todo sobrenatural y divino. A través de la iluminación del Espíritu Santo, la Iglesia Naciente de Jesús no solo recordará lo que Jesús hizo y dijo, sino que las creerá con sentido sobrenatural: creerá en los milagros de Jesús, como realizados por el Hombre-Dios y creerá en las enseñanzas de Jesús como las enseñanzas provenientes del mismo Dios Hijo en Persona.

          Este recordar, pero no solo recordar, sino comprender con sentido sobrenatural, es lo que les sucede, por ejemplo, a los discípulos de Emaús: antes de que Jesús les done el Espíritu Santo en el momento de la fracción del pan, los discípulos de Emaús son cristianos racionalistas, con cristianos que creen en un Cristo, sí, pero no en Cristo Dios, sino que creen en un Cristo humano, incapaz de resucitar; antes de recibir el Espíritu Santo, los discípulos de Emaús sí se acuerdan de la obras y de las palabras de Jesús, pero las creen en un sentido meramente racional, horizontal, sin sentido sobrenatural, porque les falta precisamente la luz del Espíritu Santo que los hace partícipe del Intelecto Divino y es por esto que son cristianos, pero cristianos que creen en un Cristo que no es Dios y por eso mismo su religión es una religión sin misterios sobrenaturales; es una religión sin trascendencia eterna, es una religión cristiana pero humanizada, rebajada al simple nivel horizontal de la capacidad de comprensión de la inteligencia humana. Pero después de la efusión del Espíritu Santo por parte de Cristo en el momento de partir del pan, es ahí cuando se produce en ellos un cambio trascendental: es ahí cuando se convierten en verdaderos cristianos de la Iglesia Católica, y esto sucede cuando recuerdan las palabras de Cristo en su sentido sobrenatural, dándoles su correcto, verdadero y único sentido sobrenatural y esto significa creer firmemente que Cristo es Dios, la Segunda Persona de la Trinidad y que ha muerto en Cruz, pero como es Dios, ha resucitado, venciendo en la Cruz al demonio, al pecado y a la muerte.

          Cuando no se recibe al Espíritu Santo, el cristiano cree en un cristianismo falso, humanizado, en el que Jesús es una persona humana; sin el Espíritu Santo, se cree en un Cristo falso, revolucionario, rebajado a un mero agitador social o al creador de una religión más entre tantas. El Espíritu Santo enseña que Jesús no es nada de esto; el Espíritu Santo enseña que Jesús no es un simple hombre, ni un profeta, ni un hombre santo y mucho menos un vulgar revolucionario, sino el Hombre-Dios, es decir, Dios Hijo hecho hombre por la asunción hipostática, en su Persona divina, de la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; el Espíritu Santo enseña que Cristo es Dios, el Verbo del Padre, co-substancial al Padre, expirador del Espíritu Santo junto al Padre; el Espírit Santo enseña que Cristo es Dios de igual majestad y honor que el Padre y el Espíritu Santo. El Espíritu Santo enseña que el Verbo, invisible a los hombres e inaccesible a ellos, por amor a Dios y a los hombres, se hizo visible y accesible por los sentidos, porque se encarnó en el seno de María Virgen no por obra humana sino por obra del Amor de Dios, el Espíritu Santo. El Espíritu Santo enseña lo que la mente humana ni tampoco la inteligencia angélica pueden alcanzar ni comprender por sí mismas, esto es, los misterios sobrenaturales absolutos de la religión católica, la Trinidad de Personas en Dios, la Encarnación del Verbo de Dios y la prolongación de la Encarnación en la Sagrada Eucaristía, por el misterio de la liturgia eucarística del Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa. El Espíritu Santo enseña los misterios que convierten a la religión católica en una religión de origen celestial y no humano, como sí lo es el resto de las religiones; el Espíritu Santo enseña los misterios que se originan en la Santísima Trinidad, enseña que la constitución íntima de Dios es la de ser Uno en naturaleza y Trino en Personas y que la Segunda Persona, sin dejar de ser Dios Hijo, se encarnó en el seno Virgen de María Santísima por obra suya, por obra de la Tercera Persona de la Trinidad. El Espíritu Santo enseña también los misterios sobre la Única Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica Apostólica Romana: enseña que la Iglesia no es una ONG cuya función es acabar con el hambre y la pobreza del mundo: es la Esposa Mística del Cordero, creada por Dios a partir del costado abierto del Segundo Adán, Cristo crucificado y traspasado y cuya función primordial es la de arrebatar las almas al Demonio y al Infierno, salvándolas de la eterna condenación para así luego conducirlas al Reino de los cielos. El Espíritu Santo enseña también los misterios de la Sagrada Eucaristía: enseña no sólo que el Verbo se hizo carne en las entrañas purísimas de la Virgen, sino que el Verbo continúa y prolonga esta encarnación en el seno virgen y en las entrañas purísimas de la Iglesia, el Altar Eucarístico, para donarse a las almas como Pan de Vida eterna, como Pan Celestial que hace partícipe al alma de la vida y el amor de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo enseña que los sacramentos no son hábitos culturales sin más valor que el que la sociedad del momento les da, como quiere hacer creer el progresismo católico, sino que son actualizaciones de los misterios de la vida de Cristo por medio de los cuales se produce la gracia santificante, gracia que quita el pecado del alma al tiempo que le concede la filiación divina y la hace partícipe de la vida de las Tres Divinas Personas. Estas son algunas de las enseñanzas del Espíritu Santo, que versan ante todo sobre la constitución íntima de Dios como Uno y Trino, en la Encarnación de la Segunda Persona en el seno de María Virgen y en la prolongación y actualización de esa Encarnación cada vez, en el seno virgen de la Iglesia, el Altar Eucarístico.

          El Espíritu Santo no solo permite el recuerdo y la comprensión de los misterios de Cristo, sino que los actualiza y los hace presentes a través de los sacramentos en general pero sobre todo a través de la liturgia eucarística. Y esta actualización de los misterios se lleva a cabo en Pentecostés, de ahí la necesidad imperiosa, por parte de los bautizados, de recibir al Santo Espíritu de Dios, de manera tal que no solo nunca caigamos en el error protestante luterano y en el error progresista católico, la racionalización de la religión, sino que creamos firmemente en el fundamento de nuestra Fe Católica -Dios es Uno y Trino y la Segunda Persona se encarnó en María Virgen y prolonga su Encarnación en la Eucaristía- y también para que recordemos las palabras de Jesús, sobre todo las referidas a su Presencia Eucarística: “Yo estaré todos los días con vosotros, hasta el fin del mundo” y estas palabras hacen referencia a la Eucaristía, porque es en la Eucaristía en donde Cristo está Presente, en Persona, vivo, glorioso, resucitado, todos los días, hasta el fin del mundo.

 


viernes, 16 de mayo de 2025

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado”

 


(Domingo V - TP - Ciclo C - 2025)

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Jn 13, 31-33a.34-35). Jesús nos deja un mandamiento al que Él llama “nuevo”; “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado”, pero en este mandamiento debemos preguntarnos cuál es la novedad, en qué consiste lo “nuevo”, porque en el Antiguo Testamento ya existía este mandamiento, el del amar al prójimo; de hecho, el Primer Mandamiento de la Ley de Dios, practicada por el Pueblo Elegido, consistía en “amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”. Si nos quedamos en este primer análisis superficial, podemos decir que el mandamiento de Jesús no es tan nuevo como Él lo dice. Sin embargo, el mandamiento de Jesús es nuevo y lo es de tal manera, que es completa y absolutamente nuevo, aun cuando en el Antiguo Testamento ya existiera un mandamiento que mandara amar al prójimo y es tan nuevo el mandamiento de Jesús, que podemos decir que es substancialmente nuevo, a pesar de que su formulación con el mandamiento de la Ley de Moisés es casi idéntica.

Si esto es así, si el mandamiento de Jesús es substancialmente nuevo y tan nuevo que es distinto al mandamiento de la Ley Antigua, debemos preguntarnos en qué consiste la novedad del “mandamiento nuevo” de Jesús. La novedad del mandamiento nuevo de Jesús radica, principalmente, en dos aspectos: el primero se refiere a la consideración del prójimo y el segundo, en la cualidad del amor con que Nuestro Señor Jesucristo manda amar al prójimo. Con relación al prójimo, hay que tener en cuenta que para los judíos se consideraba como “prójimo”, solo a quien pertenecía al pueblo judío -por eso los samaritanos no eran considerados prójimos y no estaban, por lo tanto, incluidos en el Primer Mandamiento-: así, el Primer Mandamiento quedaba limitado solo a los de raza hebrea o solo a quienes profesaran la religión judía; en el mandato de Jesús, queda suprimida toda barrera de raza, de nación, de edad, e incluso de amistad, porque el concepto católico de “prójimo” incluye a todo ser humano, por el solo hecho de ser un ser humano; la segunda diferencia, que hace verdaderamente nuevo al mandamiento de Jesús, se refiere a la cualidad del amor con el que se debe amar al prójimo: en el Antiguo Testamento, el mandamiento mandaba amar al prójimo -con las limitaciones que mencionamos- con las solas fuerzas del amor humano, ya que así lo dice explícitamente la formulación del mandato: “Amarás a Dios -y al prójimo- con todas tus fuerzas” y el amor humano, además de estar contaminado por el pecado original, está también condicionado por nuestra naturaleza humana, de ahí que el amor humano, aun cuando sea genuino, es limitado, se deja llevar por las apariencias, es superficial en muchos casos; en cambio, el tipo de amor con el que Jesucristo nos manda amar al prójimo es substancialmente distinta, porque Jesús nos manda a amar con el Amor con el que Él nos ha amado y ese Amor es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, el Amor que el Padre dona al Hijo desde la eternidad y el Amor con el que el Hijo ama al Padre desde la eternidad y así lo dice Jesús: “Ámense los unos a los otros como Yo os he amado”, es decir, con el Amor con el que Jesús nos ha amado y ese Amor es el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, el Divino Amor, el Espíritu Santo. Por último, hay otro elemento que estaba totalmente ausente en el mandamiento del Antiguo Testamento y ese elemento es la cruz: Jesús nos dice que nos amemos los unos a los otros “como Él nos ha amado” y Él nos ha amado con el Divino Amor, el Espíritu Santo, y hasta la muerte de Cruz, porque nos dona ese Divino Amor a través de la efusión de Sangre de su Corazón traspasado en la Cruz. Estas son entonces las diferencias que hacen que el mandamiento de Jesús sea verdadera y substancialmente nuevo, porque implica amar a todo prójimo, sin distinción de razas, es decir, implica amar a todo ser humano, incluido nuestro enemigo –“Ama a tu enemigo”-; el mandamiento nuevo de Jesucristo implica también amar no ya con el simple y limitado amor humano, sino con el amor de Dios, el Espíritu Santo; por último, implica amar a Dios y al prójimo, no hasta cuando nos parezca, sino hasta la muerte Cruz. Todos estos son elementos que hacen que el mandamiento de Jesús sea un mandamiento verdaderamente nuevo y de origen celestial, sobrenatural, divino.

Finalmente, cuando nos decidimos a cumplir este mandamiento nuevo de Jesús, nos enfrentamos con la realidad, la realidad de no tener un amor suficiente y capaz de cumplir el mandamiento como Jesús nos pide. Entonces, nos preguntamos: ¿dónde conseguir el Amor Divino, el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, el Amor de Dios, con el cual sí podemos amar a todo prójimo, incluido el enemigo; con el cual podemos amar con el Divino Amor, el Santo Espíritu de Dios; con el cual podemos amar a nuestros hermanos hasta la muerte de Cruz? ¿Dónde encontrar este Amor verdaderamente celestial? Encontraremos este Amor Divino allí donde reside como en su sede natural, el Sagrado Corazón de Jesús. ¿Y dónde está el Sagrado Corazón de Jesús, vivo, glorioso, resucitado, palpitante con el Divino Amor? En la Sagrada Eucaristía. Entonces, si queremos vivir el mandamiento nuevo de Jesucristo, recibamos con el corazón en gracia al Divino Amor que el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús derrama sobre nuestras almas, por medio de la Comunión Eucarística.

 


sábado, 3 de mayo de 2025

“¡Es el Señor!”

 


(Domingo III - TP - Ciclo C - 2025)

          “¡Es el Señor!” (Jn 6, 16-21). Luego de resucitar, Jesús se aparece a sus discípulos -entre los cuales se encuentran Pedro y Juan Evangelista- y lo hace en la orilla del mar, a la madrugada, ubicado de pie a unos cien metros de la barca en la que los discípulos han estado pescando infructuosamente. La secuencia de la interacción entre Jesús y los discípulos es la misma de la de todas sus apariciones ya resucitado: Jesús se aparece resucitado, los discípulos no lo reconocen en primera instancia; luego de este primer momento de desconocimiento, Jesús sopla su Espíritu sobre las inteligencias y los corazones de los discípulos y estos, recibiendo la gracia santificante que los ilumina y los hace capaces de reconocer a Jesús glorioso, lo reconocen como al Señor Jesús resucitado. En esta escena en particular, a la cual podemos llamar la “segunda pesca milagrosa”, el Señor les dice que “echen las redes” y, luego de hacer lo que Jesús les manda, las redes se llenan tanto de peces, que corren incluso el riesgo de naufragar. Es en este momento, inmediatamente después del milagro de la segunda pesca milagros, que el Evangelista Juan habiendo recibido la gracia santificante que ilumina su intelecto y con la luz divina lo reconoce, exclama: “¡Es el Señor!”. La misma gracia de reconocer a Jesús la recibe Pedro, quien inmediatamente se lanza al mar en pos de Jesús. En la playa, el Señor los espera con pescado asado y pan y les convida a sus discípulos. Terminado el refrigerio, Jesús pregunta a Pedro tres veces si lo ama, para darle la oportunidad de reparar su triple negación y así lo hace Pedro, reparando con eso la triple negación en la Pasión. Pero el objetivo de Jesús no es solo que Pedro repare su negación, sino además prepararlo para la misión que le ha de encomendar: ejercer como su Vicario, como el Vicario de Cristo, apacentando a las ovejas del rebaño del Buen Pastor, lo cual significa guiar al pueblo fiel en la fe hacia la Jerusalén celestial bajo el Estandarte Ensangrentado de la Santa Cruz.

          A partir de entonces, la tarea del Vicario de Cristo, cualquiera que este sea y cualquiera sea el tiempo en el que éste ejerza su tarea, será siempre la misma: que el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, sean confirmados en la Única Verdad acerca de Jesucristo: Él es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en el seno virgen de María que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. De nada sirve proclamar que Cristo ha resucitado glorioso con su Cuerpo y su Sangre, si no se proclama al mismo tiempo que ese mismo Cristo, glorioso y resucitado, está Presente en Persona, real, verdadera y substancialmente, en la Eucaristía.

          La tarea de Pedro, de “apacentar el rebaño”, implica, por un lado, defender al rebaño -la Iglesia Católica- del Lobo infernal, de sus insidias, de sus ataques, que procurarán, por todos los medios, destruir a la Iglesia incluso desde su seno mismo, tal como lo demostró atacando a la Iglesia en la misma Cena Pascual, induciendo primero a Judas a traicionar a Jesús y luego poseyéndolo en alma y cuerpo. Por otro lado, la tarea de Pedro en cuanto Vicario de Cristo implica proclamar “a tiempo y a destiempo” la Verdad Inmutable acerca del Hombre-Dios Jesucristo, de su misterio pascual de muerte y resurrección y de su prolongación de la Encarnación en la Eucaristía. El misterio pascual de Jesucristo se actualiza en la administración de los sacramentos, por los cuales no solo se perdonan los pecados, sino que se concede al alma la filiación divina del Hijo de Dios y se la alimenta con la substancia misma de la naturaleza divina trinitaria, a través de la Sagrada Eucaristía.

          “¡Es el Señor!”, exclama Juan con asombro y sobrenatural estupor y sin dudarlo ni un solo instante, tanto él como Pedro, se dirigen al encuentro de Jesús resucitado. También nosotros, iluminados por el Espíritu Santo, debemos exclamar, al contemplar la Sagrada Eucaristía, “¡Es el Señor!”. De la misma manera a como el Evangelista Juan al contemplar a Cristo en la playa, lo reconoció como al Hombre-Dios encarnado y exclamó “¡Es el Señor!”, también nosotros, al contemplar por la luz de la fe al mismo Señor Jesucristo en la Eucaristía, debemos exclamar: “¡Es el Señor!” y adorar a Jesús resucitado en el Santísimo Sacramento del altar. Y el Señor Jesús, por la Eucaristía, no nos convidará con pescado asado en el fuego, sino que nos dará a comer Carne de Cordero, la Carne gloriosa del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo. Jesús, glorioso y resucitado, no se nos aparece a la orilla del mar, para que lo podamos ver visiblemente y tampoco nos da a comer pescado asado: se nos aparece, invisible pero personal, real, substancial y verdaderamente, en la Hostia Consagrada, la Sagrada Eucaristía, para alimentar nuestras almas con algo infinitamente más exquisito que carne de pescado asado: nos alimenta con la Carne del Cordero de Dios, su Carne gloriosa y resucitada, en la Eucaristía. Es por esto que, cada vez que contemplemos a la Eucaristía, iluminados por el Espíritu Santo, exclamemos asombrados y llenos de amor, junto con Juan, en la fe de Pedro: “¡Es el Señor!” y vayamos en pos de Él, de pie en el Altar Eucarístico.