sábado, 3 de mayo de 2025

“¡Es el Señor!”

 


(Domingo III - TP - Ciclo C - 2025)

          “¡Es el Señor!” (Jn 6, 16-21). Luego de resucitar, Jesús se aparece a sus discípulos -entre los cuales se encuentran Pedro y Juan Evangelista- y lo hace en la orilla del mar, a la madrugada, ubicado de pie a unos cien metros de la barca en la que los discípulos han estado pescando infructuosamente. La secuencia de la interacción entre Jesús y los discípulos es la misma de la de todas sus apariciones ya resucitado: Jesús se aparece resucitado, los discípulos no lo reconocen en primera instancia; luego de este primer momento de desconocimiento, Jesús sopla su Espíritu sobre las inteligencias y los corazones de los discípulos y estos, recibiendo la gracia santificante que los ilumina y los hace capaces de reconocer a Jesús glorioso, lo reconocen como al Señor Jesús resucitado. En esta escena en particular, a la cual podemos llamar la “segunda pesca milagrosa”, el Señor les dice que “echen las redes” y, luego de hacer lo que Jesús les manda, las redes se llenan tanto de peces, que corren incluso el riesgo de naufragar. Es en este momento, inmediatamente después del milagro de la segunda pesca milagros, que el Evangelista Juan habiendo recibido la gracia santificante que ilumina su intelecto y con la luz divina lo reconoce, exclama: “¡Es el Señor!”. La misma gracia de reconocer a Jesús la recibe Pedro, quien inmediatamente se lanza al mar en pos de Jesús. En la playa, el Señor los espera con pescado asado y pan y les convida a sus discípulos. Terminado el refrigerio, Jesús pregunta a Pedro tres veces si lo ama, para darle la oportunidad de reparar su triple negación y así lo hace Pedro, reparando con eso la triple negación en la Pasión. Pero el objetivo de Jesús no es solo que Pedro repare su negación, sino además prepararlo para la misión que le ha de encomendar: ejercer como su Vicario, como el Vicario de Cristo, apacentando a las ovejas del rebaño del Buen Pastor, lo cual significa guiar al pueblo fiel en la fe hacia la Jerusalén celestial bajo el Estandarte Ensangrentado de la Santa Cruz.

          A partir de entonces, la tarea del Vicario de Cristo, cualquiera que este sea y cualquiera sea el tiempo en el que éste ejerza su tarea, será siempre la misma: que el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, sean confirmados en la Única Verdad acerca de Jesucristo: Él es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en el seno virgen de María que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. De nada sirve proclamar que Cristo ha resucitado glorioso con su Cuerpo y su Sangre, si no se proclama al mismo tiempo que ese mismo Cristo, glorioso y resucitado, está Presente en Persona, real, verdadera y substancialmente, en la Eucaristía.

          La tarea de Pedro, de “apacentar el rebaño”, implica, por un lado, defender al rebaño -la Iglesia Católica- del Lobo infernal, de sus insidias, de sus ataques, que procurarán, por todos los medios, destruir a la Iglesia incluso desde su seno mismo, tal como lo demostró atacando a la Iglesia en la misma Cena Pascual, induciendo primero a Judas a traicionar a Jesús y luego poseyéndolo en alma y cuerpo. Por otro lado, la tarea de Pedro en cuanto Vicario de Cristo implica proclamar “a tiempo y a destiempo” la Verdad Inmutable acerca del Hombre-Dios Jesucristo, de su misterio pascual de muerte y resurrección y de su prolongación de la Encarnación en la Eucaristía. El misterio pascual de Jesucristo se actualiza en la administración de los sacramentos, por los cuales no solo se perdonan los pecados, sino que se concede al alma la filiación divina del Hijo de Dios y se la alimenta con la substancia misma de la naturaleza divina trinitaria, a través de la Sagrada Eucaristía.

          “¡Es el Señor!”, exclama Juan con asombro y sobrenatural estupor y sin dudarlo ni un solo instante, tanto él como Pedro, se dirigen al encuentro de Jesús resucitado. También nosotros, iluminados por el Espíritu Santo, debemos exclamar, al contemplar la Sagrada Eucaristía, “¡Es el Señor!”. De la misma manera a como el Evangelista Juan al contemplar a Cristo en la playa, lo reconoció como al Hombre-Dios encarnado y exclamó “¡Es el Señor!”, también nosotros, al contemplar por la luz de la fe al mismo Señor Jesucristo en la Eucaristía, debemos exclamar: “¡Es el Señor!” y adorar a Jesús resucitado en el Santísimo Sacramento del altar. Y el Señor Jesús, por la Eucaristía, no nos convidará con pescado asado en el fuego, sino que nos dará a comer Carne de Cordero, la Carne gloriosa del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo. Jesús, glorioso y resucitado, no se nos aparece a la orilla del mar, para que lo podamos ver visiblemente y tampoco nos da a comer pescado asado: se nos aparece, invisible pero personal, real, substancial y verdaderamente, en la Hostia Consagrada, la Sagrada Eucaristía, para alimentar nuestras almas con algo infinitamente más exquisito que carne de pescado asado: nos alimenta con la Carne del Cordero de Dios, su Carne gloriosa y resucitada, en la Eucaristía. Es por esto que, cada vez que contemplemos a la Eucaristía, iluminados por el Espíritu Santo, exclamemos asombrados y llenos de amor, junto con Juan, en la fe de Pedro: “¡Es el Señor!” y vayamos en pos de Él, de pie en el Altar Eucarístico.