(Ciclo C - 2025)
Antes de ascender a los cielos, Cristo resucitado
revela a sus discípulos el motivo por el cual el Mesías ha padecido su Pasión
de amor: no solo para perdonar los pecados, sino también para para transmitir a
todos los hombres la buena noticia de que sus pecados han sido perdonados por su
Sacrificio en Cruz, por su Sangre que ha sido derramada en la Cruz. Les dice
además que “permanezcan en la ciudad, en Jerusalén hasta que se revistan de la
fuerza que viene de lo alto”, es decir, hasta que reciban al Espíritu Santo que
Él va a enviar junto al Padre. Y cuando venga el Espíritu Santo, les hará
comprender con plenitud el misterio pascual de Jesucristo, que implica otros
misterios, otros contenidos salvíficos de la Buena Noticia que los discípulos
deben anunciar y es que no sólo han sido perdonados los pecados, sino que
además Dios quiere deificar, hacer dioses a cada uno de los hombres mediante
la comunicación de su filiación divina, su resurrección y su gloria, para que
los hombres, mucho más que vivir como “hombres buenos”, Dios quiere que vivan
como hijos de Dios, es decir, como hombres santos, como hombres que participan
de la vida divina de la Trinidad y esto es posible porque gracias al Sacrificio
de Jesús en el Calvario, la Iglesia les comunicará, a través de los sacramentos,
una vida nueva, la vida de la gracia, vida que los hace partícipes de la vida
divina de la Santísima Trinidad.
De esta manera Jesús lleva adelante su misterio
pascual de muerte y resurrección, ascendiendo a los cielos para luego enviar al
Santo Espíritu de Dios sobre su Iglesia, sobre su Cuerpo Místico en
Pentecostés, de manera que, por la misión evangelizadora de la Iglesia, toda la
humanidad pueda ser conducida, luego de ser glorificada y deificada por Él,
hacia el Padre.
Así, luego de la muerte en cruz, luego de la
resurrección y glorificación de su Cuerpo que yacía tendido en el sepulcro, Jesús
ha cumplido ya su sacrificio redentor, ha ofrecido su vida en holocausto y
ahora, resucitado sube a los cielos y asciende como Víctima Inmolada, Santa y
Pura, para ofrecerse al Padre como Sacrificio Eterno para la redención de los
hombres. Su Encarnación en el seno virgen de María Santísima fue el primer acto
de su misterio pascual y esto lo hizo Jesús para tener un Cuerpo humano que
pudiera ser ofrecido en holocausto, para que sea quemado con el fuego del
Espíritu Santo en el ara de la cruz y así, esa Carne suya sublimada por el
fuego del Espíritu en la resurrección, fuera luego ascendida para ser
presentada al Padre como la Víctima Perfectísima, Santa y Pura en beneficio de
los hombres, para que cada vez que la Ira Divina se encendiera por los crímenes
de la humanidad, al ver al Cordero de Dios degollado para la salvación de los
hombres, la Ira Divina fuera aplacada y diera paso a la Misericordia Divina.
Pero la ascensión de Jesús no se entiende ni se
aprecia en su verdadero sentido sobrenatural, si no se tiene en cuenta su significado
místico: tanto la Resurrección como la Ascensión de Jesús llevan a cabo, de una
manera místicamente real, lo que en los sacrificios de animales se simboliza
mediante la combustión por el fuego de la carne de la víctima[1].
En el Templo de la Antigua Alianza, cuando se hacía el sacrificio de un cordero,
se encendía el fuego y se inmolaba su cuerpo en el fuego y el cuerpo, devorado
por las llamas, era sublimado y transformado en humo que ascendía al cielo; con
eso se quería significar que el don -la carne del cordero- se había
transformado en algo superior por la acción del fuego –la materia se hacía humo
que subía la cielo, es decir, la materia se convertía en algo inmaterial,
espiritual, por la acción del fuego- y este cordero, con su carne así sublimada
por el fuego, ascendía al cielo, en donde pasaba a ser propiedad de Dios; la otra
parte del sacrificio del cordero consistía en que se introducía la sangre de
las víctimas sacrificadas, en el Santo de los Santos, en el Tabernáculo, donde
estaba Dios, significando también que la sangre de esa víctima inmolada en su
honor, pasaba a ser propiedad divina, ya no pertenecía más a los hombres, sino
que desde ese momento, esta sangre se apropiaba a Dios.
Ahora bien, los sacrificios de la Antigua Alianza
eran solo una figura y una representación simbólica del Verdadero y Único
Sacrificio, el Sacrificio de Cristo en la cruz y de su función en el cielo, por
la cual Él apropia y ofrenda su cuerpo y su sangre glorificados, divinizados
por el Fuego del Espíritu Santo, continuamente, eternamente, a Dios[2].
Del mismo modo a como el cuerpo del cordero sacrificado en el altar era
consumido por el fuego para luego ascender sublimado, transformado en algo
superior, a Dios, así, del mismo modo, pero no ya en un sentido figurado y
simbólico, sino haciendo realidad lo que era figura, Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote,
quema su Cuerpo muerto en el altar de la cruz con el fuego de su Espíritu,
absorbiendo su muerte y comunicándole su propia vida divina, la vida divina del
Ser Divino Trinitario que Él posee como Hijo junto al Padre y el Espíritu Santo,
resucitando su Cuerpo, dándole vida divina con la gloria de la Trinidad, para
que su Cuerpo, antes muerto, el Cuerpo del Cordero de Dios, ahora resucitado y
glorificado, ascendiera sublimado por el Espíritu Santo, hasta el Cielo, ingresando
en el Templo del Cielo con su Sangre glorificada, para que tanto su Cuerpo como
su Sangre sublimadas y glorificadas por el Espíritu Santo, pasen a ser
propiedad exclusiva de Dios Padre. Entonces, a partir de la Pasión, Muerte, Resurrección,
Glorificación y Ascensión al cielo de Jesucristo, aquello que sube a los cielos
como don sublime y perfectísimo ofrecido en honor de la Trinidad, no es ya el
humo que se desprende de un animal muerto, sino que es el Cuerpo glorioso y
resucitado y la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios; es el Cuerpo y la
Sangre glorificados de Nuestro Señor, que así asciende como don de valor
infinito ofrecido a la Trinidad para nuestra salvación.
Aquí es entonces donde encontramos el significado
místico y sobrenatural de la Ascensión del Señor: la resurrección, la
glorificación, y luego la ascensión, son los actos por los cuales la víctima
inmolada, el Verdadero Cordero, el Cordero de Dios Cristo Jesús, empezó a ser
posesión verdadera y perpetua de Dios. El Cordero Degollado, Cristo Jesús
muerto en la cruz, fue envuelto en el fuego de la divinidad, el Espíritu Santo,
el cual infundió una nueva vida, la Vida de la Trinidad, al Cordero que yacía muerto
en el Santo Sepulcro y absorbiendo su mortalidad lo asumió y transformó en sí, le
comunicó la vida gloriosa trinitaria, lo hizo subir como holocausto de dulce y
suavísima fragancia a Dios, para disolverlo y fundirlo, por decirlo así, en
Dios[3].
Y esto es lo que se renueva y actualiza en cada Eucaristía: sobre el altar
eucarístico se depositan las substancias inertes del pan y del vino y en el
momento en el que el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración –“Esto
es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, el fuego del Espíritu Santo desciende sobre
el pan y el vino y los convierte en el Cuerpo y la Sangre del Cordero y así la
Eucaristía es el Sacrificio Perfectísimo que la Santa Iglesia ofrece a la
Trinidad, como holocausto de suave y exquisita fragancia.
De esta manera es cómo toda la vida, toda la
existencia terrena del Hombre-Dios Jesucristo es asumida en su supremo culto
sacrificial: al encarnarse en el seno de la Virgen, se apropió de un objeto
para sacrificar, la naturaleza humana de Jesús de Nazareth y mediante la
Encarnación, mediante la unión de esa naturaleza humana a su Persona Divina, la
Segunda de la Trinidad, un valor infinito, el valor de ser la naturaleza humana
del Hijo de Dios; a través de su Pasión y Muerte consumó la inmolación de este
objeto del sacrificio; mediante su Resurrección y glorificación lo transformó
en holocausto, y mediante su Ascensión lo subió al cielo ante el acatamiento de
su Padre, de manera que por la Ascensión, la naturaleza humana glorificada de
Jesús de Nazareth le perteneciese al Padre como prenda eterna del culto más agradable
y perfecto[4],
como Única Prenda Sacrificial digna del Padre Eterno. Así, tanto la
glorificación ocurrida en el sepulcro, como la Ascensión, constituyen las
últimas etapas de su misterio pascual, misterio que había iniciado al
descender, desde el seno del Padre, hasta el seno virgen de María. El Verbo de
Dios baja de los cielos, asume personalmente una carne humana, la ofrenda en el
altar de la cruz, la inmola en el sacrificio del Calvario, la resucitó con su
propio espíritu de vida y ahora, a esa misma humanidad, glorificada y
resucitada, la asciende a los cielos, para depositarla ante los ojos de Dios
como un sacrificio espiritual eternamente agradable a la Trinidad.
Con la Ascensión, queda constituido el doble movimiento
del misterio pascual de Jesús, consistente en un descenso -la Encarnación- y un
ascenso -la muerte en cruz, portal de ingreso al cielo-, cuyo objetivo final es
ascender, elevar, junto a Él, en Él y por Él, a toda la humanidad, para
conducirla glorificada al Corazón mismo de Dios Uno y Trino.
Este misterio pascual de Cristo, constituido por el
doble movimiento de descenso y de ascenso, continúa en el signo de los tiempos
y se actualiza en la liturgia, en cada misa: Santo Tomás afirma que Cristo
asciende a los cielos para llevarnos a su Sagrado Corazón, y eso es lo que hace
en la Eucaristía: desciende en la comunión eucarística hasta nuestra alma para
ascendernos a nosotros hasta Su Sagrado Corazón, que es el Corazón de Dios. En
otras palabras, Jesús renueva su ascenso y descenso cada vez que se lleva a
cabo el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa: por la liturgia eucarística,
Jesús desciende desde el seno del Padre hasta la Eucaristía y desde la
Eucaristía continúa su descenso hacia nuestras almas, para desde allí ascender
a los cielos, ante trono del Dios, llevando consigo nuestra humanidad, nuestras
ofrendas, como sacrificio delante de Dios; Cristo Eucaristía, resucitado y glorioso,
asciende desde el altar eucarístico, llevándose nuestra humanidad, nuestras
vidas, nuestro ser, nuestros ofrecimientos y agradecimientos, como ofrenda agradable
a llevada Dios. La misión que deja Jesús a sus discípulos, antes de Ascender a
los cielos, es la de propagar el Evangelio: como testigos, deben declarar,
deben testimoniar lo que han visto y oído y esta misión es también para
nosotros, cristianos del siglo XXI, porque si el misterio pascual de Cristo se
actualiza a través del misterio de la liturgia, entonces también se actualizan
para nosotros el mandato misionero y también la alegría de la resurrección,
porque los discípulos se alegran, aún cuando el Señor asciende y los deja solos,
porque saben que Cristo que Asciende a los cielos no los ha dejado solos, sino
que está en su Iglesia en la Eucaristía hasta el fin de los tiempos. Por esto
mismo, también nuestros corazones deben inundarse de alegría sobrenatural, al
contemplar con la luz de la fe cómo el Hijo de Dios desciende desde el cielo,
desde el seno del Padre, hasta el altar eucarístico, para luego ingresar a
nuestros corazones y ascender nuevamente hasta el seno del Padre, llevando
consigo nuestro ser, nuestra existencia, nuestra vida ofrecida, nuestras
tribulaciones, nuestros agradecimientos, nuestras penas y dolores y también nuestras
alegrías, para ser ofrecidos en Él, por Él y con Él, como sacrificio a Dios
Trino, como un anticipo de nuestra ascensión final, en donde ya resucitados por
Él, ofreceremos, en Él y con Él, en sacrificio de alabanza, todo nuestro ser,
como ofrenda eterna a la Trinidad.
Por esto mismo, la Ascensión de Jesús, aunque en
un primer momento pareciera ser el inicio de una vida sin Jesús -porque Jesús
deja de ser visible para su Iglesia-, es sin embargo el punto de partida para
la misión de la Iglesia Militante en la tierra, con Jesús resucitado y glorioso
en la Eucaristía; la Ascensión de Jesús señala el inicio de la Presencia Eucarística
de Jesús entre nosotros; la Ascensión de Jesús señala el inicio de una nueva
vida para los bautizados, una vida en Jesús Eucaristía, con Jesús Eucaristía,
para Jesús Eucaristía; la Ascensión de Jesús señala el inicio de nuestra propia
ascensión a los cielos en Él, siempre y cuando permanezcamos unidos a su Cuerpo
Místico, por medio de la Eucaristía, hasta el fin de nuestra vida en la tierra.
[1] Cfr. Matthias
Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo,
Ediciones Herder, Barcelona 1964, 461.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 461.
[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 462.
[4] Cfr. Scheeben, ibidem, 462.