(Domingo
III - TP - Ciclo C - 2025)
“¡Es el Señor!” (Jn
6, 16-21). Luego de resucitar, Jesús se aparece a sus discípulos -entre los cuales
se encuentran Pedro y Juan Evangelista- y lo hace en la orilla del mar, a la madrugada,
ubicado de pie a unos cien metros de la barca en la que los discípulos han
estado pescando infructuosamente. La secuencia de la interacción entre Jesús y
los discípulos es la misma de la de todas sus apariciones ya resucitado: Jesús
se aparece resucitado, los discípulos no lo reconocen en primera instancia;
luego de este primer momento de desconocimiento, Jesús sopla su Espíritu sobre
las inteligencias y los corazones de los discípulos y estos, recibiendo la
gracia santificante que los ilumina y los hace capaces de reconocer a Jesús
glorioso, lo reconocen como al Señor Jesús resucitado. En esta escena en
particular, a la cual podemos llamar la “segunda pesca milagrosa”, el Señor les
dice que “echen las redes” y, luego de hacer lo que Jesús les manda, las redes
se llenan tanto de peces, que corren incluso el riesgo de naufragar. Es en este
momento, inmediatamente después del milagro de la segunda pesca milagros, que
el Evangelista Juan habiendo recibido la gracia santificante que ilumina su
intelecto y con la luz divina lo reconoce, exclama: “¡Es el Señor!”. La misma
gracia de reconocer a Jesús la recibe Pedro, quien inmediatamente se lanza al
mar en pos de Jesús. En la playa, el Señor los espera con pescado asado y pan y
les convida a sus discípulos. Terminado el refrigerio, Jesús pregunta a Pedro
tres veces si lo ama, para darle la oportunidad de reparar su triple negación y
así lo hace Pedro, reparando con eso la triple negación en la Pasión. Pero el
objetivo de Jesús no es solo que Pedro repare su negación, sino además prepararlo
para la misión que le ha de encomendar: ejercer como su Vicario, como el Vicario
de Cristo, apacentando a las ovejas del rebaño del Buen Pastor, lo cual
significa guiar al pueblo fiel en la fe hacia la Jerusalén celestial bajo el Estandarte
Ensangrentado de la Santa Cruz.
A partir de entonces, la tarea del Vicario de Cristo, cualquiera
que este sea y cualquiera sea el tiempo en el que éste ejerza su tarea, será siempre
la misma: que el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica,
sean confirmados en la Única Verdad acerca de Jesucristo: Él es la Segunda
Persona de la Trinidad encarnada en el seno virgen de María que prolonga su
Encarnación en la Eucaristía. De nada sirve proclamar que Cristo ha resucitado
glorioso con su Cuerpo y su Sangre, si no se proclama al mismo tiempo que ese
mismo Cristo, glorioso y resucitado, está Presente en Persona, real, verdadera
y substancialmente, en la Eucaristía.
La tarea de Pedro, de “apacentar el rebaño”, implica, por un
lado, defender al rebaño -la Iglesia Católica- del Lobo infernal, de sus
insidias, de sus ataques, que procurarán, por todos los medios, destruir a la
Iglesia incluso desde su seno mismo, tal como lo demostró atacando a la Iglesia
en la misma Cena Pascual, induciendo primero a Judas a traicionar a Jesús y
luego poseyéndolo en alma y cuerpo. Por otro lado, la tarea de Pedro en cuanto Vicario
de Cristo implica proclamar “a tiempo y a destiempo” la Verdad Inmutable acerca
del Hombre-Dios Jesucristo, de su misterio pascual de muerte y resurrección y
de su prolongación de la Encarnación en la Eucaristía. El misterio pascual de
Jesucristo se actualiza en la administración de los sacramentos, por los cuales
no solo se perdonan los pecados, sino que se concede al alma la filiación
divina del Hijo de Dios y se la alimenta con la substancia misma de la
naturaleza divina trinitaria, a través de la Sagrada Eucaristía.
“¡Es el Señor!”, exclama Juan con asombro y sobrenatural
estupor y sin dudarlo ni un solo instante, tanto él como Pedro, se dirigen al
encuentro de Jesús resucitado. También nosotros, iluminados por el Espíritu Santo,
debemos exclamar, al contemplar la Sagrada Eucaristía, “¡Es el Señor!”. De la
misma manera a como el Evangelista Juan al contemplar a Cristo en la playa, lo
reconoció como al Hombre-Dios encarnado y exclamó “¡Es el Señor!”, también nosotros,
al contemplar por la luz de la fe al mismo Señor Jesucristo en la Eucaristía,
debemos exclamar: “¡Es el Señor!” y adorar a Jesús resucitado en el Santísimo Sacramento
del altar. Y el Señor Jesús, por la Eucaristía, no nos convidará con pescado
asado en el fuego, sino que nos dará a comer Carne de Cordero, la Carne
gloriosa del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo. Jesús,
glorioso y resucitado, no se nos aparece a la orilla del mar, para que lo podamos
ver visiblemente y tampoco nos da a comer pescado asado: se nos aparece,
invisible pero personal, real, substancial y verdaderamente, en la Hostia
Consagrada, la Sagrada Eucaristía, para alimentar nuestras almas con algo infinitamente
más exquisito que carne de pescado asado: nos alimenta con la Carne del Cordero
de Dios, su Carne gloriosa y resucitada, en la Eucaristía. Es por esto que,
cada vez que contemplemos a la Eucaristía, iluminados por el Espíritu Santo,
exclamemos asombrados y llenos de amor, junto con Juan, en la fe de Pedro: “¡Es
el Señor!” y vayamos en pos de Él, de pie en el Altar Eucarístico.