“…sopló sobre ellos el Espíritu Santo” (cfr. Jn 20, 19-23). Jesús sopla el Espíritu Santo sobre María Santísima y sobre los Apóstoles, y el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Dios, y por lo tanto invisible, se manifiesta visiblemente como lenguas de fuego. El Espíritu de Dios, soplado por Jesús y el Padre, se aparece en medio de la Iglesia como fuego. Todo el misterio pascual de Jesús, su Muerte y su Pasión, su Cruz y su Resurrección, está encaminado a este momento, al don del Espíritu en Pentecostés. Todo lo que Jesús hizo y todo lo que sufrió, estaba encaminado a donar el Espíritu a su Iglesia, y es por eso que ahora, resucitado, lleva a cabo el motivo de su Pasión y muerte en cruz, el don del Espíritu Santo.
Jesús dona el Espíritu Santo, pero ¿qué es lo que hará el Espíritu Santo en la Iglesia? El Espíritu Santo obrará en la Iglesia a dos niveles: en el Cuerpo Místico, y en cada bautizado, para completar la obra de Jesucristo, cumpliendo el designio del Padre: la divinización de los bautizados.
El Espíritu Santo, soplado por Cristo y el Padre, recibido por la Iglesia como fuego sagrado, La Pasión del Hombre-Dios tiene como finalidad el don del Espíritu de Dios a los hombres, para que estos sean convertidos en hijos adoptivos de Dios, en seres que comiencen a participar de la divinidad de Dios. Ya en el Antiguo Testamento se consideraba “dioses” a quienes Dios dirigía la Palabra; ahora, por el don del Espíritu Santo, las almas se convertirán en algo mucho más grande que dioses: se convertirán en hijos de Dios.
“Jesús les respondió: “¿No está escrito en vuestra Ley: ‘Yo he dicho: dioses sois?’ Si llama dioses a aquellos a quienes se dirigió la Palabra de Dios -y no puede fallar la Escritura- a aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: ‘Yo soy Hijo de Dios’?” (Jn 10, 34-36). En este pasaje Jesús afirma, citando al Antiguo Testamento -Salmo 82, 6: “Yo dije: Vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del Altísimo”-, que “son dioses” quienes reciben la Palabra de Dios, aunque son dioses en modo figurado y no en modo real; por la gracia, los hombres se convierten en hijos adoptivos de Dios, porque comienzan a participar de su naturaleza divina, y por esto pueden ser llamados “seres como Dios”, porque son hijos adoptivos de Dios, y esto es algo más grande que ser dioses. No se explica de otra manera, que el participar de la gracia divina, y por lo tanto, participar del poder de Dios, la capacidad de los santos de obrar milagros que sólo Dios puede hacer.
Si los santos obran milagros que sólo Dios puede hacer, no es porque ellos sean Dios, sino porque participan de la naturaleza divina y por lo tanto del poder divino. Esta obra de divinización es la que cumple el Espíritu Santo en las almas de los bautizados, al comunicarles la gracia divina, y es por eso que, por la acción del Espíritu, bien pueden los bautizados en la Iglesia Católica ser llamados “seres que son como Dios”.
Con toda probabilidad, no haremos milagros como hicieron los santos –curar paralíticos, resucitar muertos, multiplicar panes-, pero no por eso no dejamos de ser llamados “hijos de Dios”, y “seres que son como Dios”, porque ya en esta vida participamos de la naturaleza divina y de la vida divina, por medio de la gracia. Sin temor a equivocarnos, podemos decir que “somos como Dios”, cuando estamos en gracia, porque participamos de su naturaleza divina, y podemos conocerlo y amarlo como Él se conoce y se ama. Somos como Dios, aún cuando no hagamos milagros.
Es una pena ver cómo muchos en el mundo, pero también en la Iglesia, se inclinan a los ídolos en busca de poder, de éxito, de fuerza, y no se dan cuenta que, siendo bautizados, son hijos adoptivos de Dios, y un hijo de Dios no necesita nada de lo que los ídolos y los demonios puedan dar, porque tiene lo más grande que hay en el universo, y es el ser hijo de Dios por la gracia.
El Espíritu Santo diviniza y deifica a los hombres por medio de la gracia santificante: es la gracia santificante la que hace que el hombre participe de la naturaleza divina; es la gracia santificante, donada por el Espíritu Santo, la que hace que el hombre deje de ser una simple criatura, y pase a ser hijo adoptivo de Dios, por medio de la participación en la naturaleza divina. Jesús dice, citando el Salmo 82, que seremos “como dioses”, y no en un sentido figurativo, sino en un sentido real, y esta conversión del hombre común y corriente en algo más grande que un dios con minúsculas es posible por la acción de la gracia. En la otra vida, en la vida eterna, se cumplirá a la perfección esta condición de ser como dioses, pero ya en esta vida comenzamos a participar de la naturaleza y de la vida divina, por la gracia del Espíritu soplado en Pentecostés.
Es el Espíritu Santo quien, actuando en la raíz del ser y del alma, la convierte a esta, de una simple criatura creada a imagen y semejanza de Dios, en una imagen viviente del Hombre-Dios Jesucristo. Es el Espíritu Santo quien obra en los hombres la transformación que los lleva a su divinización: por el Espíritu Santo, el bautizado conoce y ama a Dios no como una simple criatura, sino que conoce y ama a Dios así como Dios se conoce y se ama a sí mismo. El Espíritu Santo concede al alma una vida nueva, una vida divina, una vida sobrenatural, que lo hace semejante a Dios; el Espíritu Santo unifica a los hombres en un solo cuerpo y en un solo espíritu, el Cuerpo y el Espíritu de Jesús, y hace que todos, formando un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo, sean uno en Cristo y Cristo sea en todos.
El Espíritu Santo, soplado en forma conjunta por Cristo, Hombre-Dios, y por Dios Padre, es quien obra los prodigios en las almas y también en la Iglesia, manifestándose en esta visiblemente, como lenguas de fuego, porque Él es en sí mismo fuego de Amor divino, que abrasa al alma con un ardor de amor incontenible. El Espíritu Santo es fuego, y así como el fuego penetra con su calor y con su luz al carbón, así el Espíritu Santo penetra con su fuego de amor el ser y el alma del bautizado, inflamándolo con un amor incontenible hacia Dios Uno y Trino.
Pero hay también otra obra maravillosa que realiza el Espíritu de Dios en la Iglesia: en la Iglesia, el Espíritu Santo sobrevuela en el altar, en el momento de la consagración, a través de las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, convirtiendo la materia inerte del pan y del vino en el cuerpo vivo, glorioso y resucitado del Señor Jesús. Cuando el sacerdote dice: “Esto es mi cuerpo … Esta es mi sangre”, en ese momento, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, y esta conversión maravillosa no es obra en absoluto del sacerdote, sino del Espíritu Santo que es soplado sobre el altar a través de la voz del sacerdote ministerial.
El Espíritu Santo sobrevuela como fuego en la consagración, pero también sobrevuela como Paloma, concediendo a la Iglesia el perfume y el suave aroma del Hombre-Dios Jesucristo, que es su gracia vivificadora.
Es para todo esto para lo cual Cristo dona el Espíritu en Pentecostés, pero no debemos pensar que Pentecostés es un hecho del pasado, y que no nos atañe personalmente, puesto que Pentecostés, la manifestación del Espíritu Santo como lenguas de fuego, se renueva en cada comunión eucarística. En cada comunión eucarística, Cristo sopla el Espíritu Santo, provocando un pequeño Pentecostés personal para el alma. La comunión eucarística es como una manifestación del Espíritu, que con su fuego divino quiere encender al alma en el amor de Dios. Para esto comulgamos, para esto recibimos al Espíritu en la comunión: para amar a Dios y al prójimo.
Jesús dona el Espíritu Santo, pero ¿qué es lo que hará el Espíritu Santo en la Iglesia? El Espíritu Santo obrará en la Iglesia a dos niveles: en el Cuerpo Místico, y en cada bautizado, para completar la obra de Jesucristo, cumpliendo el designio del Padre: la divinización de los bautizados.
El Espíritu Santo, soplado por Cristo y el Padre, recibido por la Iglesia como fuego sagrado, La Pasión del Hombre-Dios tiene como finalidad el don del Espíritu de Dios a los hombres, para que estos sean convertidos en hijos adoptivos de Dios, en seres que comiencen a participar de la divinidad de Dios. Ya en el Antiguo Testamento se consideraba “dioses” a quienes Dios dirigía la Palabra; ahora, por el don del Espíritu Santo, las almas se convertirán en algo mucho más grande que dioses: se convertirán en hijos de Dios.
“Jesús les respondió: “¿No está escrito en vuestra Ley: ‘Yo he dicho: dioses sois?’ Si llama dioses a aquellos a quienes se dirigió la Palabra de Dios -y no puede fallar la Escritura- a aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: ‘Yo soy Hijo de Dios’?” (Jn 10, 34-36). En este pasaje Jesús afirma, citando al Antiguo Testamento -Salmo 82, 6: “Yo dije: Vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del Altísimo”-, que “son dioses” quienes reciben la Palabra de Dios, aunque son dioses en modo figurado y no en modo real; por la gracia, los hombres se convierten en hijos adoptivos de Dios, porque comienzan a participar de su naturaleza divina, y por esto pueden ser llamados “seres como Dios”, porque son hijos adoptivos de Dios, y esto es algo más grande que ser dioses. No se explica de otra manera, que el participar de la gracia divina, y por lo tanto, participar del poder de Dios, la capacidad de los santos de obrar milagros que sólo Dios puede hacer.
Si los santos obran milagros que sólo Dios puede hacer, no es porque ellos sean Dios, sino porque participan de la naturaleza divina y por lo tanto del poder divino. Esta obra de divinización es la que cumple el Espíritu Santo en las almas de los bautizados, al comunicarles la gracia divina, y es por eso que, por la acción del Espíritu, bien pueden los bautizados en la Iglesia Católica ser llamados “seres que son como Dios”.
Con toda probabilidad, no haremos milagros como hicieron los santos –curar paralíticos, resucitar muertos, multiplicar panes-, pero no por eso no dejamos de ser llamados “hijos de Dios”, y “seres que son como Dios”, porque ya en esta vida participamos de la naturaleza divina y de la vida divina, por medio de la gracia. Sin temor a equivocarnos, podemos decir que “somos como Dios”, cuando estamos en gracia, porque participamos de su naturaleza divina, y podemos conocerlo y amarlo como Él se conoce y se ama. Somos como Dios, aún cuando no hagamos milagros.
Es una pena ver cómo muchos en el mundo, pero también en la Iglesia, se inclinan a los ídolos en busca de poder, de éxito, de fuerza, y no se dan cuenta que, siendo bautizados, son hijos adoptivos de Dios, y un hijo de Dios no necesita nada de lo que los ídolos y los demonios puedan dar, porque tiene lo más grande que hay en el universo, y es el ser hijo de Dios por la gracia.
El Espíritu Santo diviniza y deifica a los hombres por medio de la gracia santificante: es la gracia santificante la que hace que el hombre participe de la naturaleza divina; es la gracia santificante, donada por el Espíritu Santo, la que hace que el hombre deje de ser una simple criatura, y pase a ser hijo adoptivo de Dios, por medio de la participación en la naturaleza divina. Jesús dice, citando el Salmo 82, que seremos “como dioses”, y no en un sentido figurativo, sino en un sentido real, y esta conversión del hombre común y corriente en algo más grande que un dios con minúsculas es posible por la acción de la gracia. En la otra vida, en la vida eterna, se cumplirá a la perfección esta condición de ser como dioses, pero ya en esta vida comenzamos a participar de la naturaleza y de la vida divina, por la gracia del Espíritu soplado en Pentecostés.
Es el Espíritu Santo quien, actuando en la raíz del ser y del alma, la convierte a esta, de una simple criatura creada a imagen y semejanza de Dios, en una imagen viviente del Hombre-Dios Jesucristo. Es el Espíritu Santo quien obra en los hombres la transformación que los lleva a su divinización: por el Espíritu Santo, el bautizado conoce y ama a Dios no como una simple criatura, sino que conoce y ama a Dios así como Dios se conoce y se ama a sí mismo. El Espíritu Santo concede al alma una vida nueva, una vida divina, una vida sobrenatural, que lo hace semejante a Dios; el Espíritu Santo unifica a los hombres en un solo cuerpo y en un solo espíritu, el Cuerpo y el Espíritu de Jesús, y hace que todos, formando un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo, sean uno en Cristo y Cristo sea en todos.
El Espíritu Santo, soplado en forma conjunta por Cristo, Hombre-Dios, y por Dios Padre, es quien obra los prodigios en las almas y también en la Iglesia, manifestándose en esta visiblemente, como lenguas de fuego, porque Él es en sí mismo fuego de Amor divino, que abrasa al alma con un ardor de amor incontenible. El Espíritu Santo es fuego, y así como el fuego penetra con su calor y con su luz al carbón, así el Espíritu Santo penetra con su fuego de amor el ser y el alma del bautizado, inflamándolo con un amor incontenible hacia Dios Uno y Trino.
Pero hay también otra obra maravillosa que realiza el Espíritu de Dios en la Iglesia: en la Iglesia, el Espíritu Santo sobrevuela en el altar, en el momento de la consagración, a través de las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, convirtiendo la materia inerte del pan y del vino en el cuerpo vivo, glorioso y resucitado del Señor Jesús. Cuando el sacerdote dice: “Esto es mi cuerpo … Esta es mi sangre”, en ese momento, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, y esta conversión maravillosa no es obra en absoluto del sacerdote, sino del Espíritu Santo que es soplado sobre el altar a través de la voz del sacerdote ministerial.
El Espíritu Santo sobrevuela como fuego en la consagración, pero también sobrevuela como Paloma, concediendo a la Iglesia el perfume y el suave aroma del Hombre-Dios Jesucristo, que es su gracia vivificadora.
Es para todo esto para lo cual Cristo dona el Espíritu en Pentecostés, pero no debemos pensar que Pentecostés es un hecho del pasado, y que no nos atañe personalmente, puesto que Pentecostés, la manifestación del Espíritu Santo como lenguas de fuego, se renueva en cada comunión eucarística. En cada comunión eucarística, Cristo sopla el Espíritu Santo, provocando un pequeño Pentecostés personal para el alma. La comunión eucarística es como una manifestación del Espíritu, que con su fuego divino quiere encender al alma en el amor de Dios. Para esto comulgamos, para esto recibimos al Espíritu en la comunión: para amar a Dios y al prójimo.
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