(Domingo XV – TO – Ciclo C – 2010)
“Maestro,
¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna”? (cfr. Lc 10, 25-37). Los judíos tenían muy presente el hecho de que
después de esta vida terrena, luego de la muerte, venía la vida eterna y que
esta vida eterna debía ser “ganada”, es decir, “conquistada”; tenían presente
que la vida eterna tenía una doble vertiente, de dicha o de dolor, porque
creían en el cielo y en el infierno, creían en una vida eterna de felicidad o
de dolor y por esto, cuando el doctor de la ley le pregunta a Jesús “qué debe
hacer para ganar la vida eterna”, le está preguntando, implícitamente, qué es
lo que debe hacer para ganar una vida eterna de felicidad en el cielo, junto a
Dios y, obviamente, para evitar una vida eterna de dolor, en el infierno, junto
al Demonio. Jesús responde a su vez con una pregunta, citando la ley de Moisés,
para hacerle ver al doctor de la ley que él ya conoce, en parte, la respuesta,
y el doctor de la ley responde: “Amarás a tu Dios por sobre todas las cosas,
con toda tu mente, con todas tus fuerzas, con todo tu corazón, y al prójimo
como a ti mismo”. Esta respuesta, correcta parcialmente por parte del doctor de
la ley, le vale el ser felicitado por parte de Jesús; el doctor de la ley sabe
que, si quiere ganar la vida eterna para la felicidad, debe amar tanto a Dios
como al prójimo.
Sin
embargo, Jesús ha venido para completar la Revelación Divina; por eso la
respuesta del doctor de la ley, si bien es correcta, lo es parcialmente y para
completar su respuesta, Jesús enseña la parábola la parábola del Buen
Samaritano. En esta parábola el samaritano, alguien que no solo no pertenecía
al Pueblo Elegido sino que por definición era enemigo, realiza una obra de
misericordia con su prójimo que ha sido asaltado y golpeado por ladrones del
camino, mientras que los integrantes del Pueblo Elegido, un levita y un doctor
de la ley, pasan de largo y lo dejan malherido.
Con
la parábola Jesús nos quiere hacer ver varias cosas relacionadas con nuestra
salvación eterna: por un lado, nuestra eterna salvación en el cielo -o nuestra
eterna condenación en el infierno- no es indiferente a las acciones que
nosotros podemos hacer con nuestro prójimo: si obramos la misericordia con el
prójimo, como el buen samaritano de la parábola, salvaremos nuestras almas;
pero si pudiendo ser misericordiosos, no lo somos, estaremos, con toda
seguridad, condenando nosotros mismos, a nuestras almas, al infierno eterno,
por haber negado la misericordia a nuestro prójimo. Esto se debe a las palabras
de Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio: “El que da misericordia, recibe
misericordia; el que no da misericordia, no recibe misericordia, en el Día del
Juicio Final”.
Otro
aspecto a tener en cuenta en la parábola del Buen Samaritano es que nos
previene de caer en la ilusión de engañarnos a nosotros mismos, la del fariseo
del Evangelio, que se creía bueno y el mejor de todos porque asistía al templo
todos los días y porque daba limosnas y en su arrogancia se sentaba en los
primeros bancos y su conciencia orgullosa no le reprochaba ningún pecado,
haciéndole sentir inmaculado y santo delante de Dios, al revés del publicano,
que se de rodillas se colocaba en las últimas columnas del templo, ocultando su
rostro delante de Dios, sintiéndose indigno de estar ante la presencia de Dios,
por ser él un gran pecador, lo cual es cierto, porque todos somos grandes
pecadores mientras estemos en esta vida. Precisamente, la parábola del Buen
Samaritano nos previene de la ilusión de creernos santos, inmaculados, sin
pecados, engañándonos a nosotros mismos y a Dios, pensando que amamos a Dios porque
así nos lo creemos falsamente, pero al mismo tiempo, despreciamos al prójimo al
que consideramos “enemigo”, como sucede con el levita y el sacerdote de la
parábola. Si ellos fueran realmente buenos, si estuvieran realmente en el camino
de la santidad, como el Buen Samaritano, si amara a Dios y también al prójimo,
incluido al enemigo, se habrían detenido a socorrerlo, como hizo el Buen
Samaritano, cumpliendo así el mandato de la caridad de Jesús, “amad a vuestros
enemigos”, lo cual no quiere decir probar un afecto o un sentimiento
inexistente hacia quien es verdaderamente un enemigo, hacia quien nos hizo un
verdadero mal y por eso es nuestro enemigo, sino que “amar al enemigo”
significa pedir a la Virgen, Mediadora de toda gracia, la gracia de Jesucristo de
rechazar de raíz el más mínimo grado de rencor, de enojo, de deseo de venganza,
y más que eso, desear el bien, y más que eso, hacer el bien, de forma concreta,
obrar el bien, si es que se presenta la ocasión, ayudando de forma concreta a
nuestro enemigo en lo que nuestro enemigo necesite cuando se encuentre en
situación de urgencia. Actuaríamos como necios, hipócritas, y malos y falsos
cristianos y católicos de doble cara, merecedores del reproche y del juicio de
Dios y de los hombres, si por un lado venimos al templo a rezar a Dios y cuando
salimos, apenas cruzamos el umbral de la puerta, dejamos de lado nuestro falso
ser católico para que salga a la luz nuestro ser luciferino, vomitando
calumnias contra aquel prójimo al que consideramos, tal vez ni siquiera nuestro
enemigo, pero solo lo hacemos porque solamente no nos cae bien. Pero no nos
engañemos: ni una sola palabra, ni una sola palabra, dicha en vano, pasará sin
ser pesada y medida y juzgada en el Día del Juicio Final. Entonces, esta es
otra lección que nos deja la parábola del Buen Samaritano: no podemos
pretender, cínicamente, burlándonos de Dios, alcanzar la vida eterna, si por un
lado hacemos como que rezamos con los labios, pero por otro, con el corazón, nos
burlamos o, peor aún, maldecimos a nuestro prójimo, aquel al que consideramos
nuestro enemigo, olvidándonos de lo que dice la Escritura: “De Dios nadie se
burla” (Gál 6, 7). Si hacemos así, jamás alcanzaremos la vida eterna, es
decir, la vida feliz en la eternidad del Reino de Dios, porque la vida sin fin
el infierno, esa sí la alcanzaremos, porque nosotros mismos nos estaremos
cerrando las Puertas del Reino de Dios y abriendo las Puertas del Reino de las
tinieblas.
La
razón es que, en nuestra relación con Dios, es muy fácil que nos auto-engañemos:
si rezamos, podemos creer que somos buenos con Dios porque rezamos y amamos a
Dios y que Dios está muy contento con nuestras oraciones, pero si al mismo tiempo
que rezamos a Dios descuidamos nuestra relación con nuestro prójimo, que es
imagen viviente de Dios y no buscamos obrar la misericordia con nuestro
prójimo, entonces nuestra relación con Dios es falsa, porque el prójimo es
imagen de Dios según el Génesis, ya que el hombre fue creado a “imagen y
semejanza de Dios” (cfr. Gn 1, 26-27) y, todavía más, a partir de la Encarnación
del Verbo, el prójimo pasa a ser una imagen viviente de Cristo, es otro cristo,
ya que Cristo asumió una naturaleza humana como la del prójimo. Es decir, mi
prójimo representa a Dios doblemente: primero, a Dios Uno, según el Génesis;
segundo, a Dios Encarnado. Esto quiere decir que, así como yo trato a la
imagen, así es como trato a la realidad. No puedo tratar a la imagen de una
forma y a la realidad de otra. En otras palabras, si no soy misericordioso con
el prójimo, si no amo a mis enemigos, en realidad demuestro que no tengo amor a
Dios: si no amo a su imagen, visible, el prójimo, ¿cómo voy a amar al mismo
Dios, que es invisible, al cual no veo? El prójimo está puesto por Dios para
que yo, a través de él, a través de sus necesidades, pueda acercarme a Dios. Ésta
es la razón por la cual San Juan dice que “el que dice que ama a Dios, a quien
no ve, pero no ama a su prójimo, a quien ve, es un mentiroso” (cfr. 1 Jn
4, 20).
Esto
explica la razón de porqué el primer mandamiento de la Ley de Dios indica al
amor humano una doble dirección: hacia Dios, pero también al prójimo: “Amar a
Dios y al prójimo”. El amor a Dios es inseparable del amor al prójimo, incluido
el prójimo que es mi enemigo, según el mandato de Jesús: “Ama a tu enemigo”. Mi
amor a Dios será verdadero cuando se manifieste en obras de misericordia para
con mi prójimo; al amar a mi prójimo, mi amor a Dios se amplificará al pasar a
través de él, y en ese amor al prójimo amaré a Dios, de quien el prójimo es
imagen y semejanza; por el contrario, si no amo a mi prójimo, mi amor a Dios
disminuirá y terminará por desaparecer.
“Maestro,
¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna”? “Amarás a tu Dios por sobre
todas las cosas, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, con todo tu corazón,
y al prójimo como a ti mismo”. Eso es lo que decía el Antiguo Testamento. Esto era
válido para el Antiguo Testamento. Pero ya no es suficiente para nosotros, los
católicos. Para nosotros, los católicos, eso ya no es suficiente. Para nosotros,
los católicos, es otra la respuesta. Cuando nosotros preguntamos a Jesús: “Jesús,
¿qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?” Jesús nos responde desde el
sagrario: “Amarás a la Trinidad por sobre todas las cosas y amarás al prójimo como
a ti mismo y el amor con el que amarás será el Amor de mi Sagrado Corazón
Eucarístico. Aliméntate con el Amor de mi Corazón Eucarístico para amar a la
Trinidad y al prójimo y así serás capaz de llegar al Reino de los cielos, a la
feliz eternidad en la Jerusalén celestial”.
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