sábado, 30 de junio de 2018

“¡Niña, Yo te lo ordeno, levántate!”



(Domingo XIII - TO - Ciclo B – 2018)

“¡Niña, Yo te lo ordeno, levántate!” (Mc 5, 21-43). Jesús hace dos milagros, el milagro de la curación de la hemorroísa y un milagro llamado de resurrección, un milagro que demuestra que Él es Dios. Nos detendremos en el segundo milagro: ¿por qué se llama de resurrección y en qué consiste? ¿Por qué demuestra que Él es Dios? Cuando Jairo, el jefe de la sinagoga, acude a Jesús arrojándose a sus pies para pedirle por su hija, ésta se encuentra todavía viva, pero gravemente enferma, según se deduce de las palabras de Jairo: “Mi hijita se está muriendo”. No hay lugar a dudas de que aún está viva, pero está en un grave estado, incluso pareciera, por estas palabras, que ya ha entrado en agonía. El Evangelio no dice de qué enfermedad se trata, pero sea cual sea, es obvio que está en una fase terminal, que está grave y que, de no mediar una medicación adecuada, entrará en agonía y morirá, lo cual es lo que efectivamente sucede.
Jesús accede al pedido de Jairo y mientras se dirige a su casa para “imponerle las manos y curarla”, según el pedido de Jairo: “Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva”, sucede en el entretiempo el episodio con la mujer hemorroísa. Una vez finalizado este episodio, en el que Jesús hace un milagro de curación corporal, se acercan amigos y parientes de Jairo para avisarle que la niña ya ha muerto: “Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: “Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?”. Por lo breve del episodio con la hemorroísa, no se puede decir que este episodio haya sido el causante de la demora de Jesús, sino que la enfermedad de la niña era tan grave, que entró en agonía y murió mientras Jesús se dirigía al lugar. Jesús no hace caso de las palabras de los amigos de Jairo, que le aconsejan que ya “no moleste al Maestro” porque la niña ya está muerta. Jesús le dice algo clave a Jairo: “No temas, basta que creas. Es decir, “No temas a la muerte; Yo Soy Dios, basta que creas que Yo Soy Dios Hijo encarnado, para que la niña vuelva a vivir”. Cuando Jesús llega, es evidente que la niña ha muerto, porque sucede todo lo que sucede cuando un ser querido fallece: el resto de los seres humanos, ante la muerte, entra en estado de conmoción y llora: “Sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba”. La gente lloraba y gritaba porque la niña había muerto. Es importante recalcar la muerte de la niña, porque los racionalistas argumentan que en realidad no estaba muerta, sino que había entrado en una especie de estado catatónico, con lo cual se reduce la grandeza del milagro de Jesús. El hecho de que sea Jesús quien diga que “la niña duerme” no es para desmentir su muerte, sino simplemente para calmar la angustia de los presentes: “Al entrar, les dijo: “¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme”. Que la niña esté muerta y no dormida cuando llega Jesús, lo demuestra el hecho de que, cuando lo escuchan decir esto, muchos de los asistentes “se burlan” de Jesús –“ Y se burlaban de Él”-, porque es evidente que cualquier ser humano, con un mínimo de sentido común, distingue entre el estar dormidos y el estar muertos. Es entonces cuando Jesús, acompañado de los padres de la niña y también de Santiago, Pedro y Juan, ingresa en la casa y obra el milagro de la resurrección: “Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: “Talitá kum”, que significa: “¡Niña, Yo te lo ordeno, levántate!”. En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro”.  
Se trata de un milagro de resurrección y no de simple curación, como en el caso de la hemorroísa, porque el alma de la hija del jefe de la sinagoga, Jairo, ya se había desprendido de su cuerpo, es decir, ya no estaba unida al cuerpo, ya no le comunicaba de su energía vital y es este hecho el que define a la muerte. La niña estaba muerta, irremediablemente muerta. Y Jesús la trae a la vida porque Él es el Dios que creó esa alma, que es vida, porque Él es la Vida Increada. No es que Jesús rogó a Dios para que la niña resucitara: Él, que es Dios Hijo en Persona, con su poder divino, unió el alma de la niña a su cuerpo muerto y la volvió a la vida. Que Jesús sea Dios Hijo encarnado queda entonces patente y de manifiesto no solo por el milagro en sí, sino por las palabras que utiliza al hacer el milagro: “Yo te lo ordeno, levántate”, es decir, “Yo, que Soy el que Soy; Yo, que Soy Dios Hijo encarnado, ordeno a tu alma que vuelva a unirse a tu cuerpo, para que vivas; Yo, que tengo el poder de dar la vida porque soy la Vida Increada, te devuelvo a esta vida terrena, uniendo tu alma a tu cuerpo, para que des testimonio de Mí y de mi divinidad, ante tus padres, ante esta gente y ante toda la humanidad, a lo largo del tiempo. Yo, que Soy tu Dios que te ha creado, que se ha encarnado para redimirte y que enviará al Espíritu Santo para santificarte, Yo te lo ordeno, levántate, vive, camina, da gloria a Dios con tu vida”.
En ambos milagros, en la hemorroísa y en Jairo, es la fe en su condición de Hijo de Dios encarnado, el elemento determinante para la realización de los milagros. Tanto la hemorroísa como Jairo creen que Jesús es Dios y por eso se postran ante Él.
Lo mismo que sucedió entre Jesús y la hemorroísa y Jairo, debe suceder con nosotros y la Eucaristía: debemos tener fe, la fe de la Iglesia Católica, en que la Eucaristía es el mismo y único Jesús, el Hijo de Dios, encarnado por nuestra salvación, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y postrarnos ante la Eucaristía, como lo hicieron la hemorroísa y Jairo. También con nosotros Jesús obra milagros de sanación y de resurrección espiritual, concediéndonos el perdón en la Confesión sacramental y su vida divina en la Eucaristía; también a nosotros, que estamos muertos por el pecado, nos dice: “Yo te lo ordeno, alma niña, alma pequeña, levántate por mi poder, el poder de Dios Salvador y glorifícame con tu vida, obrando la misericordia, evitando el pecado, viviendo en gracia todos los días de tu vida, y así resucitarás algún día para la vida eterna”.

sábado, 23 de junio de 2018

Solemnidad del Nacimiento de Juan Bautista



"Nacimiento de Juan Bautista"
(Jerónimo Cósida)

(Ciclo B – 2018)

Es San Agustín[1] quien hace la observación de que la Iglesia celebra la fiesta de los santos en el día de su muerte porque, en realidad, el día en que muere un santo a su vida terrena, es también el día del nacimiento a la vida eterna; pero en el caso de san Juan Bautista, dice San Agustín, la Iglesia conmemora el día de su nacimiento porque fue santificado en el vientre de su madre y anunció a Cristo ya antes de nacer y luego con toda su vida y también con su muerte martirial.
La Iglesia celebra entonces la Solemnidad de la Natividad de san Juan Bautista, Precursor del Señor, debido a que, cuando se produjo la Visitación de la Virgen, con la Virgen llegó Jesús y Jesús sopló sobre el Bautista al Espíritu Santo, por lo cual el Bautista quedó lleno del Espíritu Santo, saltando de gozo en el seno de Santa Isabel al saber que llegaba la Madre de Dios y, con Ella, el Salvador del mundo. Es decir, ya desde el vientre materno Juan el Bautista está ejerciendo su función de anunciar la Primera Venida del Salvador de los hombres, Cristo Jesús. El Bautista salta de gozo porque el Espíritu Santo, enviado por Jesús y el Padre, le anuncia que en el seno virgen de María viene el Redentor de los hombres, Cristo Jesús, que habrá de salvar a los hombres de la oscuridad en la que están inmersos, la triple oscuridad del pecado, del error y de las tinieblas vivientes, los demonios.
El Bautista es llamado el Precursor por este motivo, porque su vida toda es un anuncio de la Llegada del Mesías y este anuncio lo hace desde el seno materno. Luego, con su Nacimiento, profetiza también la Llegada de Cristo, porque anticipa la Natividad de Cristo el Señor; más tarde, a lo largo de su vida, dedicará toda su vida terrena a anunciar a Jesús, predicando en el desierto la conversión para la preparación para la Llegada del Redentor hasta que finalmente entregue su vida por el Mesías.
Toda su vida terrena y también su muerte martirial, fueron un canto al Redentor; todo en el Bautista señalaba a Jesús y como último profeta del Antiguo Testamento tuvo una vida tan pura y santa por la gracia, que el mismo Jesucristo dijo no haber entre los nacidos de mujer nadie tan grande como Juan el Bautista.
No es casualidad que San Lucas dedique todo un largo capítulo, el primero de su obra, al nacimiento milagroso del Precursor, ya que el nacimiento de Juan no es un acontecimiento menor ni circunstancial ni en la vida de Jesús ni en el anuncio del Evangelio: es quien anunciará a los hombres el más grande anuncio que la humanidad jamás haya escuchado: ya viene el Redentor de la humanidad, ya llega el Salvador de los hombres; ya llega el Mesías, que viene a rescatarnos y a liberarnos de las tinieblas vivientes que nos acechan y a iluminar las tinieblas en las que vivimos inmersos sin darnos cuenta.
En el plan salvador de Dios era completamente necesario el Precursor y tanto lo era, que Dios mismo proveyó de ese Precursor a los hombres, y lo proveyó de manera milagrosa. La pregunta entonces es la siguiente: ¿en qué consiste ese “plan salvador” que hacía necesario un precursor? Simplemente porque Dios dispuso que la salvación, si bien es un hecho divino, porque Él mismo es el Salvador, se hiciera con la colaboración del hombre: por esto es que Él decide encarnarse, esto es, sin dejar de ser Dios, asumir una naturaleza humana y por eso es también que el Nacimiento del Hombre-Dios debía ser en el seno de una familia humana por lo que, si bien Él es Eterno, nació en el tiempo de la Virgen Madre. Es decir, todo en el Salvador ocurre por canales humanos y divinos, por lo que era necesario que el Anuncio de que Él ya estaba en la tierra y que había comenzado su plan de salvación fuera hecho por medios divinos –las señales que preceden al nacimiento del Bautista- y por medios humanos –el mismo Bautista, actuando como el Precursor del Salvador, preparando a la humanidad para que reciba al Salvador-.
Como católicos, estamos llamados a imitar a Juan el Bautista; obviamente, no en su nacimiento, pero sí en su tarea de anunciar al Mesías. El Bautista, al ver pasar a Jesús, iluminado por el Espíritu Santo que le enviaba el Padre, decía de Jesús: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Mientras los demás veían en Jesús solo “al hijo del carpintero”, el Bautista veía en Jesús al Hijo de Dios encarnado. De la misma manera, nosotros debemos anunciar al mundo, iluminados por el Espíritu Santo y en la fe de la Iglesia, que la Eucaristía es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Mientras los demás ven en la Eucaristía solo un poco de pan bendecido, nosotros vemos lo que parece pan, pero es el Mesías de Dios, que vino como Niño, que ahora viene a nosotros oculto en apariencia de pan y que vendrá al fin de los tiempos para juzgar a los hombres. Así como el Bautista en el desierto, al ver a Jesús, decía: “Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”, así nosotros, en el desierto de la vida humana, debemos señalar la Eucaristía y anunciar a los hombres: “Éste es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo; la Eucaristía es el Dios Mesías que ha de venir a juzgar a vivos y muertos al fin de los tiempos; postrémonos ante su Presencia y adorémoslo por su infinito Amor y Misericordia”.



[1] Cfr. Sermón 292,1

sábado, 16 de junio de 2018

“El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra (…) el Reino de Dios (…) se parece a un grano de mostaza”



(Domingo XI - TO - Ciclo B – 2018)

         “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra (…) el Reino de Dios (…) se parece a un grano de mostaza” (cfr. Mc 4,26-34). Jesús compara al Reino de Dios con dos semillas: con una semilla de trigo y luego con una semilla de mostaza. Con respecto al primer ejemplo, Jesús describe el proceso que realiza la semilla al ser arrojada en tierra; cómo se hunde en la misma y comienza a crecer hasta germinar, cumpliendo este proceso sin que el hombre se dé cuenta, completando el proceso cuando la semilla germinada da fruto hasta llegar a dar fruto, el “grano abundante en la espiga”: “Sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha”.
         En este primer ejemplo, podemos decir que el Reino de Dios no es el Reino de Dios que está en los cielos, sino el Reino de Dios que “está en el hombre” en estado de viador, es decir, es el Reino de Dios que Jesús dice que “ya está entre ustedes”, lo cual es evidente que no se trata del Reino de Dios en los cielos, sino el Reino de Dios que está incipiente en el alma del justo. Si esto es así, entonces, para entender la parábola, tenemos que considerar que en la misma, cada elemento hace referencia a un elemento espiritual y sobrenatural. Así, la semilla de trigo es la gracia; la tierra es el corazón del hombre, en donde se siembra la gracia; el sembrador es Dios Padre o Jesucristo; el grano abundante en la espiga son los frutos de santidad que da una persona por acción de la gracia santificante y el hecho de que la semilla germine “sin que el hombre sepa cómo”, no se refiere a que el hombre no sepa cómo es el proceso de germinación, sino que la gracia actúa de modo imperceptible a los sentidos, es decir, la gracia obra en el alma del justo, convirtiéndola en imagen y semejanza de Jesucristo, sin que él, el hombre, se dé cuenta, porque no se trata de un proceso natural, como el crecimiento corporal, sino sobrenatural, que es la configuración del alma a Jesucristo.
         En el segundo ejemplo, en el que el Reino de Dios es comparado con un grano de mostaza, Jesús agrega otros elementos, además del elemento común del crecimiento, presente en los dos ejemplos. En efecto, tanto en el ejemplo de la semilla de trigo que germina hasta dar el fruto que es la espiga cargada de granos, como en el de la semilla de mostaza, en el que ésta, siendo “la más pequeña de todas las semillas de la tierra”, crece y “llega a ser la más grande de todas las hortalizas”, al punto de “extender tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra”, hay una evidente idea de crecimiento. En una, el crecimiento consiste en dar fruto; en otra, el tamaño, ya que llega a convertirse en un árbol en el que los pájaros del cielo encuentran cobijo. En éste segundo ejemplo, también para entender la parábola, es necesario hacer una transposición con los elementos que aparecen y tener en cuenta que los elementos naturales –semilla, árbol, pájaros- están representando realidades sobrenaturales. Así, la semilla de mostaza es el alma humana sin la gracia; el árbol crecido al que van a hacer nido los pájaros, es el alma que ha crecido hasta la estatura de Cristo, convirtiéndose en su imagen y semejanza y en esto se parece al primer ejemplo, en donde el fruto es el fruto de santidad y el mejor fruto de santidad es aquel en el que el alma se convierte en imagen y semejanza perfecta de Jesucristo. Pero en la segunda parábola hay un elemento que no está presente en la primera y que agrega un dato misterioso y son “los pájaros del cielo que se cobijan en sus ramas”. ¿Quiénes son estos misteriosos “pájaros del cielo”? Los pájaros del cielo que van a hacer nido son las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad que, por la gracia santificante, hacen nido o más bien morada en el alma del justo, en el alma del que está en estado de gracia. En esta segunda parábola, entonces, se agrega un dato que no está en la primera y es la inhabitación trinitaria de las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad en el alma de los justos.
         Ser como grano de trigo y como grano de mostaza no son meras figuras poéticas ni deben quedarse para el cristiano en meros sentimientos: significa que el Reino de Dios en la tierra implica el crecimiento, por la gracia santificante, del alma hasta ser imagen y semejanza de Cristo y que una vez alcanzada la estatura de Cristo, el alma se convierte en morada de las Tres Divinas Personas. Las dos parábolas nos dicen que debemos empeñarnos al máximo para que, por la gracia, ya no seamos nosotros, sino Cristo quien viva en nosotros y que nuestros corazones deben convertirse en morada de la Santísima Trinidad. En esto consiste vivir, en el tiempo, y en forma anticipada, el Reino de Dios en la tierra, como anticipo del Reino de Dios en los cielos.


jueves, 14 de junio de 2018

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”




“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). ¿En qué consiste esta “justicia superior”, necesaria para entrar en el Reino de los cielos? Consiste en que, a partir de Jesús, Dios ya no está solo en las alturas inaccesibles y si bien continúa siendo Dios Todopoderoso, Omnisciente, ahora, por la gracia santificante que nos granjea Jesús por su sacrificio en cruz, inhabita, en su Trinidad de Personas, en el alma del justo, es decir, en el alma del que está en gracia. Esto hace que, a diferencia del Antiguo Testamento, en el que bastaba con un cumplimiento meramente exterior de la ley –por ejemplo, bastaba con “No matar” para cumplir la ley en ese punto-, ahora, en el Nuevo Testamento, ya no basta con simplemente “No matar”: ahora, puesto que Dios está en el interior del corazón y por lo tanto el alma está en su Presencia noche y día, cualquier pensamiento malicioso, por pequeño que sea, dirigido hacia el prójimo, es pronunciado en la mente delante de Dios y ésa es la razón por la cual el cumplimiento de la ley es mucho más exigente con Cristo que antes de Él.
“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”. Como cristianos, debemos tomar conciencia de la inhabitación trinitaria en el alma del que está en gracia, que es como un anticipo de la visión beatífica, ya en esta vida mortal. Si en el cielo, delante de la Trinidad, no cabe pensamiento ni deseo maligno alguno, por pequeño que sea, tampoco lo cabe en esta vida, cuando el alma está en gracia y por lo tanto, está ante la Presencia de Dios Uno y Trino en todo momento. En esto es en lo que consiste la “justicia superior” a la de los escribas y fariseos y sin ella, no podemos ingresar en el Reino de los cielos.

sábado, 9 de junio de 2018

Audio-libro: "¿Qué es la Misa? - Parte V - El sacerdote inciensa el alta...

"El que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre”



(Domingo X - TO - Ciclo B – 2018)

         “Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre” (Mc 3, 20-35). ¿En qué consiste y qué es el pecado contra el Espíritu Santo, tan grave, que es causa de eterna condenación? Nadie mejor para responder esta pregunta que su Santidad San Juan Pablo II[1], quien dice así, citando a Santo Tomás de Aquino: “¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿En qué sentido hay que entender esta blasfemia? Santo Tomás de Aquino responde que se trata de un pecado “irremisible por su misma naturaleza porque excluye los elementos gracias a los cuales se concede la remisión de los pecados”. Es decir, según Santo Tomás de Aquino, el pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable –irremisible- porque “excluye los elementos gracias a los cuales se concede la remisión de los pecados” y esos elementos son el arrepentimiento sincero y perfecto, la contrición del corazón y el deseo de la gracia santificante, elementos esenciales  para el perdón de los pecados. Pecar contra el Espíritu Santo quiere decir desear permanecer en el pecado y rechazar de plano la gracia santificante, cerrando el corazón, voluntaria y libremente, a la acción de la gracia y a todo posible arrepentimiento. Es no solo rechazar el Bien Supremo e Infinito que es Dios, sino también es desear el Mal en sí mismo, por el mal mismo. Para que Dios perdone un pecado, necesita que el hombre desee ser perdonado, lo cual implica desear la gracia y aceptar la gracia que nos lleva a desear ser perdonados. Cuando no se quiere recibir la gracia, es porque se desea permanecer en el pecado, libre y voluntariamente, lo cual es un rechazo voluntario y libre de la santidad otorgada por el Santificador, Dios Espíritu Santo, lo cual a su vez constituye un agravio al Espíritu Santo, que es imperdonable.
Continúa el Papa Juan Pablo II, analizando a Santo Tomás: “Según tal exégesis, esta blasfemia no consiste, propiamente, en decir palabras ofensivas contra el Espíritu Santo, sino que consiste en no querer recibir la salvación que Dios ofrece al hombre a través del Espíritu Santo que actúa en virtud del sacrificio de la cruz”. El pecado contra el Espíritu Santo no es decir palabras ofensivas contra el Espíritu Santo, sino no querer que el Espíritu Santo actúe en el propio corazón a través de la gracia, removiendo el pecado y concediendo la justificación, el estado de gracia, merecido para nosotros por Jesucristo, por su sacrificio en cruz.
Dice el Papa: “Si el hombre rechaza la “manifestación del pecado” que viene del Espíritu Santo (Jn 16,8) y que tiene un carácter salvífico, rechaza, al mismo tiempo, la “venida” del Paráclito (Jn 16,7), “venida” que tiene lugar en el misterio de Pascua, en unión con el poder redentor de la Sangre de Cristo, Sangre que “purifica la conciencia de las obras muertas” (Heb 9, 14). Sabemos que el fruto de una tal purificación es la remisión de los pecados. En consecuencia, quien rechaza al Espíritu y la Sangre (cfr. 1 Jn 5, 8) permanece en las “obras muertas”, en el pecado”[2]. Es decir, el Espíritu Santo, con su luz, nos ilumina para que nos demos cuenta del pecado en el que estamos inmersos y a esto se refiere con la “manifestación del pecado” que viene del Espíritu Santo; si se rechaza esta luz del Espíritu Santo que nos hace ver nuestro pecado, se rechaza al mismo tiempo al Espíritu Santo que viene con la Sangre de Cristo, Sangre que “purifica al alma de las obras muertas”, al remitir los pecados. Quien rechaza al Espíritu Santo rechaza la Sangre de Cristo –y también, el que rechaza la Sangre de Cristo rechaza al Espíritu Santo, que viene con la Sangre de Cristo- y por lo tanto, permanece en las obras muertas del pecado, permanece en el pecado.
Puesto que el Espíritu Santo es Dios Santificador, ya que a Él se le atribuye la obra de la santificación de las almas –a Dios Padre se le atribuye la Creación y a Dios Hijo la Redención-, el rechazo del Espíritu Santo constituye una blasfemia contra la Tercera Persona de la Trinidad porque no se lo quiere, ni a Él, ni a su obra, que es la remisión de los pecados y la santificación del alma, según afirma el Papa Juan Pablo II: “Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste, precisamente, en el rechazo radical de esta remisión de la cual él es el dispensador íntimo, y que presupone la verdadera conversión que él opera en la conciencia”[3]. Si se rechaza al Espíritu Santo, se rechaza su acción santificadora y se impide la verdadera conversión, permaneciendo el alma en el pecado por su propia decisión.
El pecado contra el Espíritu Santo no puede perdonarse, ni en este mundo ni en el otro, porque el alma voluntariamente rechaza a Aquél que es el único que puede convertirla, dándole la gracia del arrepentimiento perfecto del corazón y llenando el alma de la gracia santificante. En otras palabras, el alma peca contra el Espíritu Santo cuando no desea convertirse ni hacer penitencia: “Si Jesús dice que el pecado contra el Espíritu Santo no puede ser perdonado ni en este mundo ni en el otro es porque esta “no-remisión” está ligada, como a su causa, a la “no-penitencia”, es decir, al rechazo radical de convertirse...”[4].
Los que así obran, cierran libremente las puertas de sus corazones a la acción santificadora del Espíritu Santo, para permanecer en el pecado: “El hombre permanece encerrado en el pecado, haciendo, pues, por su parte, imposible la conversión y, por consiguiente, también la remisión de los pecados, la cual él no juzga esencial ni importante para su vida. En este caso, hay una situación de ruina espiritual, porque la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de la cárcel en la cual él mismo se ha encerrado”.
Continúa el Papa Juan Pablo II: “La blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que presume y reivindica el “derecho” a perseverar en el mal –en el pecado, cualquiera que sea su forma- y por ahí mismo rechaza la Redención”. Tomar al pecado como “derecho humano”, es la máxima expresión de la malicia del corazón humano y la máxima ofensa contra el Espíritu Santo: en esta situación se comprenden todos aquellos pecados que el hombre reclama como “derechos”, como por ejemplo, el homomonio o unión marital entre personas del mismo sexo; la eutanasia, considerada como el derecho al suicidio; el aborto, es decir, el asesinato del niño por nacer, considerado como derecho humano, como derecho de la mujer. Enarbolar estos crímenes, estos pecados que claman venganza al cielo, como si fueran “derechos humanos” es propiamente pecar contra el Espíritu Santo, es blasfemar contra la santidad de Dios Trino, porque es elegir al mal y al pecado en lugar de la santidad divina.
El suicidio asistido encubierto bajo la falsa piedad de la eutanasia; la unión de tipo marital entre personas del mismo sexo; el asesinato salvaje del niño por nacer en el vientre de la madre por medio del crimen del aborto son, entre muchos otros, pecados contra el Espíritu Santo. Dios Trino nos libre de llamar “al mal bien y al bien mal”[5], que es en lo que se manifiesta el pecado contra el Espíritu Santo y que por intercesión de María Santísima abramos nuestros corazones, siempre y en todo momento, a la acción santificadora del Santo Espíritu de Dios.




[1] Cfr. Encíclica Dominum et vivificantem, n. 46; Libreria Editrice Vaticana.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. Is 5, 20: “¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!”.

miércoles, 6 de junio de 2018

“Los que resuciten serán como ángeles en el cielo”



“Los que resuciten serán como ángeles en el cielo” (cfr. Mc 12, 18-27). Los saduceos, que niegan la resurrección, tienen un concepto materialista y carnal de la vida eterna, puesto que la conciben como una prolongación de esta vida terrena y este error se manifiesta en la pregunta que hacen a Jesús, acerca de quién sería el esposo en el cielo de una mujer que en vida tuvo siete esposos. Así narra el Evangelio: “Se le acercaron unos saduceos, que son los que niegan la resurrección, y le propusieron este caso: “Maestro, Moisés nos ha ordenado lo siguiente: “Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda”. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda y también murió sin tener hijos; lo mismo ocurrió con el tercero; y así ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos ellos, murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”.
Jesús les revela no solo la resurrección, que es en lo que los saduceos no creen, sino cómo es la vida de los resucitados: como “ángeles del cielo”: “Jesús les dijo: “¿No será que ustedes están equivocados por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios? Cuando resuciten los muertos, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo”. Los que resuciten serán “como ángeles en el cielo” porque la gloria de Dios glorificará sus almas y sus cuerpos y sus cuerpos serán espirituales, o más bien, de materia espiritualizada y glorificada. Pero hay algo más, que también lo dice Jesús en otra parte: los resucitados serán no solo como “ángeles”, sino que “serán como Dios”, puesto que los ángeles de luz están glorificados, pero no tienen la gracia de la filiación divina como los que recibieron el bautismo en la Iglesia Católica. Los que recibieron el bautismo participan del Acto de Ser divino trinitario al haber recibido la filiación divina del Hijo de Dios y en esto, son infinitamente superiores a los ángeles. En otras palabras, los que resuciten “serán como ángeles”, pero también “serán como Dios”, porque , en cierto sentido, “serán Dios, en Dios”, por la gracia de la  filiación divina recibida en el bautismo sacramental.
Por supuesto, que esto es para aquellos que resuciten para la bienaventuranza, porque para quienes resuciten para la condenación eterna, el alma y el cuerpo serán no glorificados, sino que se parecerán, en la otra vida, al alma y al cuerpo de esta vida terrena.