(Domingo XXIII - TO - Ciclo C - 2025)
“Quien no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi
discípulo” (cfr. Lc 14, 25-33). Jesús es el Maestro y
como todo maestro, tiene una cátedra, es decir, un lugar, una sede de honor,
desde donde imparte su sabiduaría a aquellos que lo escuchan y que, por
definición, son sus discípulos, los cristianos. La cátedra de Jesús es la Cruz,
la Santa Cruz del Calvario, de ahí la necesidad imperiosa de tomar la cruz para
todo aquel que quiera ser considerado “discípulo” de Jesús. La cruz del
Calvario es condición “sine qua non” no se puede ser considerado mínimamente
discípulo de Jesús. Quien no toma la cruz y lo sigue, no puede ser llamado
“discípulo de Jesús” y la razón es que Jesús es el Maestro por antonomasia, es
el Maestro por excelencia, pero que enseña una sabiduría que no es humana sino
divina y su cátedra, el lugar desde donde imparte esta divina enseñanza, no es
una tarima de honor alfombrada, sino los leños verticales y horizontales,
enttrecruzados, de la cruz, en el Monte Calvario. Las lecciones que se aprenden
en esta divina cátedra no se pueden aprender en ninguna de las más prestigiosas
cátedras humanas.
Jesús, Divino Maestro, nos enseña a nosotros, sus discípulos,
desde la Cátedra Sagrada, la Cátedra de la Santa Cruz del Calvario: nos enseña
con su Cabeza coronada de gruesas, dolorosas y filosas espinas, que laceran su cuero
cabelludo llegando incluso a provocar lesiones en la calota craneal, provocando
la salida abundante de Sangre, la Sangre Preciosísima del Cordero, derramada
para la remisión de nuestros pecados, Sangre que luego corre abundante por su
frente, sus ojos, su Santa Faz. Jesús es el Divino Maestro que nos enseña desde
la Cátedra Sagrada de la Santa Cruz del Monte Calvario a nosotros, sus indignos
discípulos y esas lecciones nos las da crucificado con gruesos clavos de hierro
que atraviesan sus manos y sus pies, enseñándonos así a unir nuestros dolores,
del orden que sea, a sus dolores en la Cruz, antes que cometer un pecado mortal
o venial deliberado, con tal de conservar, acrecentar y aumentar la gracia
santificante que nos configura con su Sagrado Corazón y ya desde la tierra nos
anticipa la eternidad del Reino de los cielos.
Jesús desde la Sagrada Cátedra de la Cruz del Monte
Calvario nos enseña que el sufrimiento, el abandono, la soledad, la
tribulación, la amargura existencial, la humillación, el vacío aparente de todo,
incluso hasta el abandono aparente de Dios -porque Dios no abandona nunca a nadie,
solo puede dar la apariencia de abandono-, si se unen a sus sufrimientos en la
Cruz, son fuente de santificación, de santidad, tanto personal, propia, para aquel
que la sufre y la ofrece, como para sus seres queridos o para aquellos por los
que ofrece los sufrimientos, siempre y cuando estén unidos a los sufrimientos
de Cristo en la Cruz, porque Cristo en la Cruz santificó todos los
sufrimientos, desde el más pequeño hasta el más grande; Él santificó el
sufrimiento humano al haber sufrido todos y cada uno de todos los dolores de
los hombres, de manera que no hay sufrimiento humano que Cristo no lo haya padecido
y por eso nadie puede decir, sin faltar a la verdad, que su sufrimiento
personal, no ha sido sufrido por Cristo en la Cruz y no solo sufrido, sino
llevado por Cristo, aliviado por Cristo, sanado por Cristo y devuelto por
Cristo en alegría, santidad y gracia. Quien sufre y se desespera en el
sufrimiento, es porque no ha acudido a Cristo, sea porque no quiso acudir a
Cristo, sea porque no sabía que debía acudir a Cristo, pero nadie, ningún ser
humano en la tierra, puede decir que Cristo no ha aliviado, suprimido su dolor
y convertido su dolor en santidad y alegría al haberlo Él, Cristo, sufrido en
la Cruz. Como decimos, incluso hasta la aparente ausencia de Dios, que alguien
puede experimentar en algún momento de crisis existencial en la vida, ha sido
sufrido por Cristo, en el momento en el que Cristo exclama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, pero ni
Dios abandonó a Cristo, ni Cristo abandona a ningún alma que se confía a Él,
por eso jamás nadie puede decir que quien se confía a Cristo ha sido
desamparada por Él.
Desde la Cruz, Jesús, Divino Maestro, enseña la Sabiduría
Divina del sufrimiento, una sabiduría que no puede ser enseñada por ninguna
mente humana ni angélica: Jesús enseña que todo dolor, del orden que sea, unido
a sus dolores en la Cruz, y también unidos a los dolores morales y espirituales
de la Virgen al pie de la Cruz, a la par de que se convierten en dolores salvíficos,
es decir, adquieren valor redentor, se alivian, porque cuando los dolores
humanos son ofrecidos a la Virgen y a Jesús en el Calvario, estos dolores son
sufridos por Jesús y por la Virgen y así el ser humano se ve aliviado en su sufrimiento.
Pero cuando el ser humano se obstina en su ceguera y no quiere cargar la cruz,
no quiere ser discípulo de Jesús, y no quiere dar sus dolores a Jesús, entonces
se queda solo con sus dolores, que ni adquieren valor redentor, ni tampoco experimentan
un alivio; de ahí que no dé lo mismo el cargar la cruz y ser discípulo de Jesús,
a no querer cargar la cruz y no querer ser discípulo de Jesús. Por el contrario, el cristiano que ofrece cualquier tipo
de sufrimiento que pueda acontecerle en la vida diaria -moral, espiritual,
físico, el sufrimiento por la pérdida de un ser querido; por una enfermedad-, cuando
se ofrece a Cristo crucificado, se convierte misteriosamente en sufrimiento del
mismo Cristo, y así el discípulo de Cristo no solo no reniega de la cruz, sino
que participa con amor y con alegría de la cruz de Cristo y obtiene el don del
Espíritu Santo que es donado por medio de la Santa Cruz.
De esto vemos, por
contraste, la tentación demoníaca, verdaderamente luciferina, de las sectas que
rechazan el sufrimiento y que hacen, precisamente, del rechazo del sufrimiento,
no solo su principal eslogan, sino también su estribillo para captar a
católicos incautos e ignorantes de su propia religión y también para ganar adeptos
y dinero, como por ejemplo, la secta que, basándose en la blasfemia de los
sacerdotes judíos contra Jesús el Viernes Santo después de la Crucifixión le
decían “Bájate de la cruz” (Mt 27, 40); basándose en esa blasfemia, las
sectas modernas, desconociendo la riqueza santificante del dolor, santificado
por Cristo en la Cruz, dicen: “Pare de sufrir”.
Por último, Jesús, Divino Maestro,
nos enseña la Sabiduría Divina desde la Cruz y nos ofrece la Cruz, pero no solo
hace veinte siglos, en el Monte Calvario, sino en cada Santa Misa, al hacerse
Presente, en Persona, con Santo Sacrificio del Calvario, renovado incruenta y
sacramentalmente en el Altar Eucarístico. Por esto mismo, la Santa Misa es la
oportunidad, no para pedirle a Cristo que nos quite la Cruz, ni mucho menos; no
para pedirle que nos quite el sufrimiento que nos aqueja, ni mucho menos; porque
tanto el sufrimiento, el dolor, la cruz, son regalos del Cielos para imitar y
asemejarnos, por la gracia, al Hombre-Dios Jesucristo y por eso mismo, cometeríamos
el más grande de los errores, el peor error de nuestras vidas, si pidiéramos que
nos fuera quitado lo que nos configura a Cristo Crucificado. La Santa Misa es
el momento para que, en la adoración y en la contemplación silenciosa del Sacrificio
del Cordero de Dios en la Cruz, ofrezcamos nuestra propia, pobre y sencilla
cruz al Hombre-Dios, que se hace Presente sobre el Altar Eucarístico,
crucificado, entregando su Cuerpo en la Eucaristía y derramando su Sangre en el
Cáliz, al igual que en el Monte Calvario. Y no puede faltar el elemento que
conduce al alma a desear verdaderamente llevar la cruz de Jesús, para así ser
verdaderamente su discípulo: según los santos de todos los tiempos, este
elemento, este ingrediente, es el Amor a Cristo crucificado. De ahí la
necesidad imperiosa de pedir la gracia de amar a Jesús crucificado por encima
de todas las cosas, por encima de nuestra propia vida; solo así seremos capaces
de llevar la cruz de cada día y seguir a Jesús camino del Calvario.
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