viernes, 30 de octubre de 2020

Conmemoración de todos los fieles difuntos


 

         La Iglesia nos invita a recordar a los seres queridos difuntos, pero no por una simple conmemoración; es decir, no se trata de un simple recuerdo, de un simple traer a la memoria y al afecto a los seres queridos que han fallecido. Además de esto, es decir, además de dedicar un día en el año para recordarlos con cariño y afecto, la Iglesia nos invita a que elevemos la mirada de la fe y recordemos las verdades de nuestra fe, para que vivamos este día no como un mero recuerdo afectivo de quienes ya no están, sino a la luz del misterio pascual de Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

         Es decir, la Iglesia quiere que recordemos a nuestros seres queridos difuntos, pero no solo para simplemente recordarlos y dedicarles un recuerdo cargado de afecto, sino para contemplar sus vidas y sus muertes a la luz de los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando hacemos esto, nos damos cuenta de que ellos ya vivieron lo que nosotros aun creemos y todavía no hemos vivido, por estar, paradójicamente, vivos y no muertos. Es decir, nuestros seres queridos difuntos ya han vivido algo que nosotros también habremos de vivir en el momento de nuestra muerte y es lo que nos espera el día en el que muramos: han vivido ya el Juicio Particular; han vivido el encuentro personal con el Hombre-Dios Jesucristo; han comprobado, por propia experiencia, que todo lo que la Iglesia nos enseña acerca de las postrimerías –muerte, juicio, purgatorio, cielo, infierno-, es realidad y no invento de la mente humana. Ante todo, entonces, han atravesado el Juicio Particular, algo que todavía nosotros no hemos experimentado, pero hemos de experimentar el día en que muramos. Sabemos que luego del Juicio Particular viene el destino eterno, decidido por la Justicia Divina, que puede ser el Cielo –para muchos, previo paso por el Purgatorio- o el Infierno. Como confiamos en la infinita Misericordia Divina, esperamos que nuestros seres queridos estén ya en el Cielo o en el Purgatorio y es por eso que elevamos oraciones por ellos y ofrecemos misas por ellos; si pensáramos que se han condenado, de nada servirían nuestras oraciones por ellos. Pero como confiamos, como hemos dicho, en la Misericordia de Dios, que es infinita y eterna, esperamos que ya estén en el Cielo y si no lo están, esperamos que al menos estén en el camino al Cielo, en el Purgatorio. Después de todo, Nuestro Señor Jesucristo murió en la Cruz y resucitó al tercer día por todos los hombres, es decir, también por nuestros seres queridos, por eso, es ocasión de no solo recordar a nuestros seres queridos difuntos, sino también de dar gracias a Nuestro Señor Jesucristo, que los amó más que nosotros, al punto de dar la vida en la Cruz por su salvación.

         Entonces, es por esta razón que la Iglesia dedica un día especial en el año a los seres queridos difuntos: no solo para que los recordemos con afecto, que debemos hacerlo, sino para que recemos por ellos, por si se diera el caso de que estuvieran en el Purgatorio y todavía no en el Cielo, para que prontamente se purifiquen e ingresen en el Reino de Dios; también la Iglesia dedica este día como una ocasión para que glorifiquemos a la Divina Misericordia, porque por la Divina Misericordia es que esperamos que se hayan salvado, es decir, que hayan evitado la eterna condenación en el Infierno.

         Por estas razones, la Conmemoración de los Fieles Difuntos no debe quedar, para el cristiano, en un mero recuerdo afectivo: debe ser un día de ayuno y oración, pidiendo por el eterno descanso de nuestros seres queridos, además de ser un día dedicado a glorificar a la Divina Misericordia. Para ambos objetivos, lo más perfecto y agradable a Dios Trino es el ofrecimiento de la Santa Misa, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, realizado por Cristo en el Calvario, para la salvación de nuestros amados difuntos.

sábado, 24 de octubre de 2020

“El que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado”

 


(Domingo XXXI - TO - Ciclo A – 2020)

         “El que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado” (Mt 23, 1-12). Jesús advierte tanto del peligro de la soberbia, como de la importancia de la humildad y para eso, pone como ejemplo de soberbia a los escribas y fariseos y da dos características de esta soberbia: “todo lo hacen para que los vean” –y en consecuencia los alaben y aplaudan, al considerarlos buenos y santos- y se hacen llamar “maestros” y “doctores”, cuando en realidad enseñan doctrinas humanas, mientras que los verdaderos “maestros” y “doctores” serán los discípulos de Jesús que sigan sus enseñanzas, ya que sólo Él es el “Maestro” y “Doctor”, porque sólo Él es la Sabiduría divina.

         La razón de la nocividad de la soberbia es que hace que el alma participe de la soberbia del Ángel caído, ya que la soberbia es su pecado capital, pecado cometido en el momento de su creación, al negarse a servir, amar y adorar a Dios y al decidirse a adorarse a sí mismo: el alma soberbia participa, en cierto modo y en mayor o menor medida, de este pecado capital del demonio en los cielos, que le valió la pérdida de la visión beatífica para toda la eternidad y el ser expulsado del Reino de Dios. Ésta es la razón por la cual todo aquel que se vuelva soberbia, será humillado, así como fue humillado el Ángel caído al perder la gracia y ser precipitado al Infierno.

         Por el contrario, el valor de la humildad radica en que el alma que se humilla a sí misma, imita y participa al Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, que se humilló y se anonadó a Sí mismo al Encarnarse y asumir hipostáticamente, personalmente, una naturaleza humana, la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, para salvar a la humanidad, ya que entregó esa humanidad santísima suya, adquirida en el seno virginal de María, en el santo sacrificio de la cruz. El sacrificio del Calvario fue otra ocasión de humillación para el Hijo de Dios, porque la muerte en cruz es la muerte más humillante de todas las muertes, por eso, el alma que se humilla a sí misma y se reconoce ser “nada más pecado” delante de Dios, participa de la humildad y auto-humillación del Hijo de Dios, Jesús de Nazareth. Jesús se anonada al Encarnarse, se anonada en la cruz y se anonada en la prolongación de la Encarnación, que es la Eucaristía, porque allí oculta su gloria divina, bajo las apariencias de pan y de vino. Quien quiera humillarse y anonadarse, siguiendo e imitando al Hijo de Dios, debe por lo tanto contemplar a Cristo crucificado, humillado en la cruz, y a Cristo Eucaristía, anonadado en la Eucaristía. Y así como Cristo, humillado y anonadado, fue exaltado a los cielos y ahora es glorificado y adorado por la eternidad, así el alma que en esta vida se una a su humillación y anonadación, será exaltada y glorificada en el Reino de los cielos.

         Es en esto entonces en lo que radican, tanto el peligro de la soberbia, que hace al alma partícipe de la soberbia del Demonio, como la salvación implícita en la humillación, porque la humillación hace que el alma participe de la humillación de Cristo en la cruz y de su gloria en los cielos después, por la eternidad.

“La casa de ustedes quedará abandonada”

 


“La casa de ustedes quedará abandonada” (Lc 13, 31-35). Unos fariseos se acercan a Jesús para advertirle que debe abandonar Jerusalén, pues Herodes lo está buscando para matarlo: “Vete de aquí, porque Herodes quiere matarte”. Jesús, a su vez, le envía un mensaje a Herodes, de que Él no se irá de Jerusalén, sino que seguirá “sanando y expulsando demonios”, al tiempo que anuncia veladamente los tres días de su Pasión, Muerte y Resurrección: “Vayan a decirle a ese zorro que seguiré expulsando demonios y haciendo curaciones hoy y mañana, y que al tercer día terminaré mi obra”.

Pero además de anunciar su misterio pascual de muerte y resurrección, Jesús lanza, también veladamente, una profecía acerca de la destrucción del Templo y de la ciudad de Jerusalén –algo que ocurrió efectivamente en el año 70 d. C., al ser arrasada la Ciudad Santa por las tropas romanas-, como consecuencia del rechazo de Jerusalén hacia el Mesías: “La casa de ustedes quedará vacía”. Al rechazar al Mesías y condenarlo a la muerte en cruz, Jerusalén sella su destino, porque por sí misma decide, libremente, quedar sin la protección divina frente a sus enemigos y efectivamente así sucederá, porque será arrasada hasta sus cimientos.

“La casa de ustedes quedará abandonada”. Tanto el Templo, como la Ciudad Santa, Jerusalén, que rechazan al Mesías, son figura del alma que rechaza a Jesús como a su Salvador, quedando así a la merced de sus enemigos naturales, los hombres y sus enemigos preternaturales, los ángeles caídos. El velo del Templo partido en dos y la ciudad sitiada y arrasada, son figura por lo tanto del alma que abandona el Camino de la Cruz y que se encamina por senderos oscuros que la alejan cada vez más de Dios y el Redentor, Cristo Jesús. Tengamos presente esta realidad y pidamos la gracia de no abandonar nunca el Camino Real de la Cruz, que conduce al Cielo, y de no apartarnos nunca de nuestro Salvador y Redentor, Cristo Jesús en la Eucaristía.

“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”

 


“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6, 12-19). Luego de pasar la noche en oración en el monte, Jesús baja al llano, en donde se encuentra una gran cantidad de gente, que había acudido a Él para ser sanada de sus enfermedades y para ser exorcizados, pues muchos de ellos estaban poseídos, según el Evangelio: “los que eran atormentados por espíritus inmundos quedaban curados”.

El mismo Evangelio resalta una situación particular que la gente que acude a Jesús para ser sanada y exorcizada percibe: “Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”. Nos podemos preguntar qué es esta “fuerza” que emana del Cuerpo de Jesús y que produce sanación y expulsión de demonios. Muchos, erróneamente, pueden creer que se trata de una especie de “energía cósmica”, la cual sería canalizada a través de Jesús y sería esta energía universal, impersonal, la causa de la curación de las gentes. Sin embargo, la “fuerza” que emana del Cuerpo de Jesús no es una energía cósmica, impersonal: puesto que Jesús es Dios –es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la humanidad de Jesús de Nazareth-, la fuerza que emana de Él es la Fuerza de Dios, es decir, es su propia fuerza divina, es la fuerza de la divinidad, que brota de su Ser divino trinitario como de su fuente increada. Es una fuerza divina que brota de su Ser trinitario y por lo tanto es una fuerza personal, una fuerza que pertenece a las Tres Divinas Personas pero que se “concentra”, por así decirlo, en el Cuerpo y la humanidad de Jesús de Nazareth y a través de Él se dirige a quienes se acercan a Jesús. Es esta divina fuerza la que produce tanto la sanación de todo tipo de enfermedad, como así también la expulsión de demonios, es decir, el exorcismo.

“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”. Si Jesús es Dios y de Él brota la fuerza divina trinitaria como de su fuente, entonces la Eucaristía, que es Cristo Dios oculto en apariencia de pan y vino, es también la Fuente Increada de la fuerza divina trinitaria, que produce la sanación del alma a quien la consume en gracia, con fe y con amor. Y todavía más: la Eucaristía no sólo produce sanación espiritual, sino que hace partícipe, al alma, de esa misma fuerza divina trinitaria, que inhabita en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y que de Él se comunica a quien comulga.

“El Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza”

 


“El Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza” (Lc 13, 18-21). Jesús compara al Reino de Dios con una semilla de mostaza: ésta es primero una semilla pequeña, pero luego, al crecer, se convierte en un arbusto de gran tamaño, en el que van a hacer su nido las aves del cielo. Para entender un poco mejor la parábola, es necesario reemplazar sus elementos naturales por los sobrenaturales. Así, la semilla de mostaza, pequeña, es el alma sin la gracia de Dios; esa misma semilla de mostaza, plantada y crecida, que alcanza el tamaño de un gran arbusto, es la misma alma del hombre, pero que, con la gracia de Dios, alcanza una estatura enorme, pues se configura y participa de la vida del Hombre-Dios Jesucristo, es decir, la semilla de mostaza convertida en arbusto enorme, es el alma que por la gracia es partícipe de la vida de Jesucristo. El alma, sin la gracia, es pequeña como una semilla de mostaza; con la gracia de Dios, se agiganta espiritualmente, porque se convierte en imagen de Jesucristo. Un último elemento en esta parábola son “los pájaros del cielo” que van a hacer sus nidos en las ramas de la semilla de mostaza devenida en gran arbusto: esos pájaros –que son tres- representan a las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad, que por la gracia, van a inhabitar en el alma del que está en gracia. En efecto, es doctrina de la Iglesia que Dios Uno y Trino inhabita en el alma del justo, en el alma del que está en gracia de Dios.

“El Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza”. Que nuestros corazones, pequeños como un grano de mostaza, se conviertan en imagen del Sagrado Corazón de Jesús, en donde habita “la plenitud de la divinidad”; que por la gracia, nuestros corazones se conviertan en imagen y semejanza del Corazón de Jesús, en donde hagan su nido los pájaros del cielo, las Tres Divinas Personas.

 

viernes, 23 de octubre de 2020

“Hipócritas, sabéis interpretar el clima pero no el tiempo espiritual”

 


“Hipócritas, sabéis interpretar el clima pero no el tiempo espiritual” (Lc 12, 54-59). Jesús utiliza un calificativo muy duro, dirigido hacia la gente que lo está escuchando; en efecto, les dice: “Hipócritas”. Según la definición del diccionario, el hipócrita es aquel que “finge una cualidad, sentimiento, virtud u opinión que no tiene”[1]. Es decir, el hipócrita es alguien esencialmente falaz, mentiroso, falso. ¿Por qué Jesús acusa a la gente que lo escucha de “hipócrita”? La pregunta nos concierne, porque también la debemos entender como una calificación dirigida a nosotros, los cristianos, que escuchamos la Palabra de Dios. Jesús mismo da la razón de porqué les dice “hipócritas”: porque saben discernir el tiempo climatológico –saben que si hay nubes es porque viene lluvia y que si sopla aire caliente subirá la temperatura-, pero no saben, o no quieren saber, o más bien, fingen no saber, discernir, el “tiempo presente”, es decir, el “tiempo espiritual”. Entonces, son hipócritas quienes utilizan su inteligencia para saber si va a llover o si va hacer calor, pero no utilizan su inteligencia para conocer los designios de Dios.

“Hipócritas, sabéis interpretar el clima pero no el tiempo espiritual”. Según las palabras de Jesús, entonces, si sabemos discernir el clima, sabemos por lo tanto discernir “el tiempo presente”, es decir, el “tiempo espiritual”. ¿Cuál es la característica del “tiempo presente”, visto desde el punto de vista espiritual y cristiano? No hace falta ser un experto en teología o en estudios bíblicos para darnos cuenta que, espiritualmente hablando, vivimos tiempos de calamidad, de verdadero desastre espiritual y esto es así porque proliferan, por todas partes, en todo el mundo, ideologías anti-cristianas que arrastran a las almas por caminos que no son los del Camino de la Cruz. Por ejemplo, hoy triunfa en el mundo la ideología atea y materialista del comunismo marxista, la cual tiene prisioneras de su ateísmo a naciones enteras; hoy proliferan por todo el mundo y sobre entre los católicos, las creencias de la secta luciferina de la Nueva Era –yoga, reiki, ocultismo, wicca o brujería moderna, brujería convencional, esoterismo-; hoy prolifera en todos lados la cultura de la muerte, que busca asesinar al hombre desde que nace –por medio del aborto- hasta que muere –por medio de la eutanasia-; hoy proliferan ideologías que no tienen en cuenta no sólo la Ley Divina, como los Diez Mandamientos, sino ni siquiera la ley natural, como la Biología, y es lo que sucede con la ideología de género. Y así podríamos continuar, casi hasta el infinito. Entonces, si sabemos discernir el tiempo climatológico, sepamos discernir también los tiempos espirituales y estos tiempos espirituales que nos toca vivir son de un gran alejamiento, de parte de la humanidad en su casi totalidad, de Dios Trino y su Ley y del Hijo de Dios encarnado, Jesucristo.

Ofrezcamos, en reparación, por tanto amor negado a Dios por parte del hombre de nuestros días, el Santo Sacrificio del altar, en donde se ofrece, por Amor, la Víctima Inmaculada por excelencia, Jesús Eucaristía.

 



[1] De hecho, uno de los sinónimos de “hipócrita” es el de “engañoso” o “falso”. Cfr. https://dle.rae.es/hip%C3%B3crita

lunes, 19 de octubre de 2020

“Amarás al Señor (…) amarás a tu prójimo como a ti mismo”

 


(Domingo XXX - TO - Ciclo A – 2020)

“Amarás al Señor (…) amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 34-40). Un doctor de la ley le pregunta a Jesús cuál es el mandamiento más importante y Jesús le dice: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas”. En síntesis, en la respuesta de Jesús, no hay nada nuevo para agregar a lo que los judíos ya sabían: el mandamiento más importante, tanto para Cristo como para los judíos, es amar a Dios y al prójimo como a sí mismos. Si esto es así, podemos preguntarnos lo siguiente: si no hay diferencias en el mandamiento más importante entre la Iglesia de Cristo y la de los judíos, entonces debemos concluir que Jesús no viene a aportar nada de nuevo, en lo substancial, en cuanto a Mandamientos de Dios se refiere y que por lo tanto, los judíos y los cristianos tienen el mismo mandamiento y la misma ley, con lo cual, en lo esencial, serían una misma cosa.

Sin embargo, Jesús hará algunas profundizaciones acerca del mandamiento de la caridad, que lo harán distanciar substancialmente del mandamiento del amor de los judíos, al punto tal que, aunque se formulen de igual manera, serán substancialmente distintos. ¿Cuáles son esas diferencias que agrega Jesús al Primer Mandamiento y que lo hacen distanciar del mandamiento de la ley judía?

Ante todo, en la ley judía se especifica que se debe amar a Dios y al prójimo, sí, pero con un amor meramente humano, ya que se enfatiza el origen del amor, que es el corazón humano: “Amarás al Señor y a tu prójimo con todas tus fuerzas, con todo tu ser”. Es decir, se manda amar a Dios y al prójimo, pero este amor es solamente humano, con todas las limitaciones que tiene el amor humano; además, el concepto de “prójimo” es distinto en el judaísmo y en el catolicismo: en el judaísmo, es sólo el que comparte la raza y la religión; en el catolicismo, es todo ser humano, sin importar su raza y religión.

Otras diferencias son las siguientes: en un pasaje, Jesús dice: “Ámense como Yo los he amado” (Jn 13, 34-35), con lo cual nos podemos preguntar cómo nos ha amado Jesús y la respuesta es que nos ha amado con amor de Cruz, hasta la muerte de Cruz y así tiene que ser el amor cristiano y esto es algo que no está contemplado en la ley judía.

También dice Jesús: “Amen a sus enemigos” (Mt 5, 443-48) y aquí también está la noción de la Cruz, porque debemos amar a nuestros enemigos no solo porque Jesús lo dice, sino porque Jesús nos amó a nosotros siendo nosotros sus enemigos, porque fuimos nosotros, con nuestros pecados, quienes lo crucificamos y esto también está ausente en el judaísmo.

Por último, en el mandamiento de Jesús está incluido el dar la vida por el prójimo, lo cual no está presente en la ley judía; en efecto, Jesús dice: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13) y el primero en dar la vida por sus amigos es Él, quien nos llama “amigos” en la Última Cena y muere por nosotros en el Calvario, para salvarnos, todo lo cual no está en la ley judía.

Entonces, el mandamiento de la caridad según Jesús y no según la ley judía, queda así: “Amen a Dios y al prójimo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo y no con el simple amor humano; ámense unos a otros como Yo los he amado, hasta la muerte de Cruz, hasta dar la vida por sus hermanos y sólo así serán verdaderamente hijos de Dios y hermanos entre ustedes”.

Como vemos, aunque la formulación del Primer Mandamiento sea similar en el catolicismo y en el judaísmo, su realidad y su aplicación son substancialmente distintos, lo cual hace que sean mandamientos distintos y que el mandamiento de Jesús sea verdaderamente nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo” (Jn 13, 34-35).

Por último, si queremos cumplir con el mandamiento de Jesús de amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos, hasta la muerte de Cruz y con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, como no tenemos ese amor, lo debemos adquirir y a este Amor de Dios lo adquirimos en la Comunión Eucarística, puesto que en cada Comunión Eucarística, Jesús Eucaristía nos comunica el Espíritu Santo, Amor Divino con el cual podemos amar a Dios y al prójimo como Dios quiere que lo amemos.