jueves, 11 de diciembre de 2025

En las últimas dos semanas del tiempo de Adviento, esperamos al Mesías en su Primera Venida

 


(Domingo III – TA – Ciclo A – 2025-2026)

En las últimas dos semanas del tiempo de Adviento, esperamos al Mesías en su Primera Venida. Espiritualmente, tanto de modo personal, así como Cuerpo Místico de Cristo, como Iglesia, nos ubicamos en el mismo estado espiritual en el que se encontraban los justos del Antiguo Testamento que, conociendo las profecías, sabían que estas estaban a punto de cumplirse y que el Mesías habría de llegar de un momento a otro. Es verdad que Jesús ya cumplió su misterio pascual de muerte y resurrección, pero nosotros, en este último tramo del Adviento, espiritualmente lo esperamos como si todavía no hubiera nacido y lo esperamos con la alegría con la que lo esperaban los justos del Antiguo Testamento. En las dos últimas semanas del tiempo de Adviento, nos preparamos para el Nacimiento del Señor Jesús, para su Natividad en el Portal de Belén, de la misma manera a como los profetas y los justos antes de Jesús esperaban la Venida del Mesías.

Si esto es así, debemos preguntarnos entonces cómo era el mundo antes de la Venida de Jesús.

La respuesta es que el mundo, desde la caída de Adán y Eva, hasta la Venida de Jesús, estaba espiritualmente envuelto en tinieblas también espirituales; estaba envuelto en la oscuridad, una oscuridad no material, ya que sí había luz solar y luz artificial, pero faltaba la luz que viene de Dios. Esta oscuridad tiene un doble origen: el corazón del hombre sin Dios, envuelto en el pecado original, que es tinieblas, y la presencia en el mundo de los ángeles caídos, los demonios, quienes provenientes del Infierno, infectan la tierra y con su oscuridad demoníaca oscurecen todo a su alrededor. Dice así el Apocalipsis: “¡Ay de los habitantes de la tierra, porque el demonio ha caído en la tierra!” (cfr. Ap 12, 12). Los demonios, oscuros por la malicia de sus corazones angélicos sin Dios y sin luz divina, solo agregan más oscuridad, tinieblas y maldad a la oscuridad, tinieblas y maldad que reina en los corazones de los hombres sin Dios. Es decir, antes de la Venida de Jesús, el mundo estaba lleno de demonios y de oscuridad demoníaca. Por esta razón, aquellos que sabían que el Mesías habría de nacer, sabían que el Mesías, con su santidad, los iluminaría y disiparía la oscuridad de sus almas y del mundo, como dice el Profeta Isaías: “El Señor llega e iluminará los ojos de sus siervos” (19, 24). Los justos sabían que Jesús, Dios de Dios y Luz de Luz, iluminaría el mundo con la luz de Dios e iba a expulsar a los demonios y, lo más importante de todo, nos iba a conceder la filiación divina.

De entre todos aquellos justos que esperaban la Venida del Mesías, se destacan los Reyes Magos, quienes deseaban ver a Jesús con mucha esperanza y alegría en el corazón. Para eso, miraban ansiosos al cielo, esperando la aparición de la señal que les indicaría que el Mesías ya había nacido y dónde estaba y esa señal era la estrella de Belén, la estrella que indicaba que la Virgen había concebido por el Espíritu y había dado a luz al Mesías. Al ver a la estrella, se dijeron a sí mismos: “¡Ha nacido el Mesías, vamos a adorarlo!” y se pusieron en marcha.

Los Reyes Magos son así un ejemplo para nosotros, los bautizados, de cómo esperar al Mesías que viene para Navidad: tener muchos deseos de ver a Jesús en el Portal de Belén, estar alegres por su Venida, alegrarnos esperando la Navidad, la Natividad, el Día del Nacimiento de Jesús. Y esto es lo que significa el tiempo de Adviento: de la misma manera a como la aurora, la estrella de la mañana, anuncia la salida del sol, así el Adviento anuncia la Navidad, la llegada del Sol de justicia, Dios encarnado, Jesucristo.

Los Reyes Magos llevaron oro, incienso y mirra al Niño Dios, porque sabían que era Dios en Persona, revestido de Niño. Pero llevaban un regalo mucho más importante que estos regalos materiales y era el regalo de sus corazones: “…se llenaron de alegría y lo adoraron”, dice el Evangelio[1], y adorar quiere decir regalarle a Dios el corazón.

Nosotros no podemos ir a Belén –que quiere decir “Casa de Pan”-, pero sí podemos suponer que cada misa es como un Nuevo Portal de Belén, porque así como en Belén, por el Espíritu Santo, nació Jesús, Pan de Vida, así también en el altar, por el Espíritu Santo, nace Jesús Eucaristía, que es Pan de Vida. Imitando a los Reyes Magos, que esperaron al Mesías y se alegraron cuando llegó Jesús en Belén y le hicieron el regalo de sus corazones, así nosotros, en la misa, esperamos al Mesías que Viene en la consagración y nos alegramos por Jesús Eucaristía y le hacemos el regalo de nuestros corazones cuando comulgamos.

Ahora bien, esta comunión, tratándose específicamente del Tercer Domingo de Adviento, tiene características especiales, porque es el Domingo en el cual la Iglesia interrumpe, precisamente en vistas de la Venida del Mesías, lo que es propio del Adviento, la penitencia, para dar lugar a la alegría y por esta razón este Domingo Tercero de Adviento se llama “Gaudete” o “Alegría”.

En vistas de la Venida del Mesías, el Profeta Isaías llama a los justos a la alegría: “Contemplarán la gloria del Señor (…) alegría sin límite en sus rostros; los dominan el gozo y la alegría” y el Apóstol llama a “tomar como ejemplo a los profetas que hablaron en nombre del Señor”, es decir, ambos llaman a la alegría por el Mesías que Viene. La razón de esta alegría no es de origen humano o terrenal, sino celestial y divina, porque se origina en el mismo Mesías, en Jesucristo, que es Dios y, en cuanto Dios, es la “Alegría Increada”, es “Alegría Infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes. Jesucristo Dios es Causa de alegría para la Iglesia en Navidad, porque nace como Niño en Belén, Casa de Pan, para entregarse en la Última Cena como Pan de Vida eterna, para donar su Cuerpo y su Sangre de forma cruenta en la cruz y para luego continuar la donación de Sí mismo, de todo su Ser divino trinitario, en cada comunión eucarística.

La alegría que invade a la Iglesia en Navidad y que se expresa en el Domingo Tercero, en el “Gaudete”, se deriva del Ser trinitario del Niño Dios, del cual brota la Alegría como de su Fuente Increada y por eso la alegría de la Iglesia es una alegría que no solo no es mundana, humana, terrenal, sino que se trata de una alegría sobrenatural, celestial, divina, porque la alegría con la que se alegra la Iglesia es la alegría que le comunica el Niño de Belén, que es la Alegría Increada en sí misma.

Además de la alegría, a la Iglesia en Navidad le sucede algo más, proveniente del Mesías y es el ser iluminada con el resplandor de la luz divina que procede del Ser divino trinitario del Niño Jesús. Debido a que el Niño que nace en Belén es Dios, es también Luz Increada, Luz Eterna, Divina e Indeficiente y es por esto que la Iglesia no solo se alegra con alegría celestial para Navidad, sino que es resplandece con fulgor divino porque es iluminada con un resplandor de luz eterna y divina que proviene del Niño de Belén. Para Navidad, amanece para la Iglesia el glorioso y luminoso resplandor de la Alegría divina del Niño Dios, como lo dice el Profeta Isaías: “¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! La gloria del Señor brilla sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se cierne sobre los pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti” (cfr. Is 60, 1-2). La Iglesia es iluminada con divino resplandor porque sobre Ella resplandece con divino fulgor la luz de la gloria divina trinitaria, porque el Niño que nace en Belén es la Gloria Increada de Dios Trino y esa gloria es luz y luz eterna, que hace resplandecer a la Iglesia con el esplendor de la Trinidad.

Nosotros, que somos hijos de la Iglesia, podemos parafrasear al Profeta Isaías y decir, mientras contemplamos el Nacimiento del Niño Dios: “¡Levántate, resplandece, Esposa del Cordero, Iglesia de Dios, Iglesia Santa y Católica! ¡Revístete de la luz y de la gloria divina de la Trinidad, porque ha nacido Aquel que es la Majestad Increada, el Esplendor de la gloria del Padre, Dios Hijo revestido de Niño, sin dejar de ser Dios! ¡Levántate, Nueva Jerusalén, Iglesia Católica y alégrate, porque el Mesías te librará de todos tus enemigos y te colmará de su paz y de su alegría y te iluminará con la gloria de su Ser divino trinitario!”. Podemos decir, con toda razón, que en Tercer Domingo de Adviento, el Domingo de la Alegría, la Iglesia Católica vive, con anticipación, la alegría celestial que desde la gruta de Belén la inundará para Navidad.

Para Navidad, la Santa Iglesia Católica se alegra con alegría sobrenatural, celestial, divina, con el Nacimiento del Niño Dios en el Portal de Belén, porque este Niño es Dios y en cuanto Dios es la Alegría Increada; también para Navidad la Iglesia resplandece, pero no por las luces artificiales navideñas, sino porque sobre Ella resplandece la Luz Eterna e Increada que brota del seno virgen de la Madre de Dios en el Portal de Belén.

El Niño de Belén es Dios y en cuanto Dios es Alegría, Luz y Vida Divina Increadas y comunica la Alegría, la Luz y la Vida Divina a todo aquel a quien se acerque a adorarlo, en el Portal de Belén y en el Altar Eucarístico, Nuevo Portal de Belén. La Presencia real, verdadera y substancial del Niño Dios en la Eucaristía, que ilumina, alegra y da vida divina trinitaria a quien lo adora en la Eucaristía, es la razón de nuestra alegría como católicos en Navidad: porque ha nacido en Belén el Hijo de Dios encarnado, que es la Luz Eterna y la Alegría Increada en sí misma y que nos comunica de su Luz, de su Alegría y de su Vida divina en cada Comunión Eucarística.

 



[1] Cfr. …


miércoles, 3 de diciembre de 2025

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos, rellenad los valles, aplanad las montañas”



(Domingo II - TA - Ciclo C - 2025 – 2026)

         “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos, rellenad los valles, aplanad las montañas (cfr. Mt 3, 1-12; Lc 3, 1-6). Juan el Bautista cita al Profeta Isaías para indicar la llegada de la plenitud de los tiempos mesiánicos, es decir, para indicar que la Llegada del Mesías es inminente. En la profecía de Isaías se toma una figura del mundo material, en la que se dice que se deben “aplanar montañas, rellenar valles y enderezar caminos”, pero se aplica y se traslada al mundo espiritual.

         Esta imagen citada por el profeta Isaías y que es citada por Juan el Bautista –una montaña, un camino tortuoso, un valle profundo-, indica ante todo dificultad para ver o alcanzar el horizonte. Por ejemplo, cuando una montaña es muy alta, impide ver el horizonte; cuando un sendero da muchas vueltas, al dar tantas vueltas, hace perder de vista el horizonte, ya que algunas veces permite verlo y otras no; cuando un valle es profundo, tampoco deja ver el horizonte, porque por su forma cóncava, el caminante debe introducirse dentro de él y sólo cuando ha salido del valle, puede contemplar el horizonte. La altura, la sinuosidad, la concavidad, de los elementos geográficos, son todos elementos que impiden ver el horizonte.

         Entonces, el Profeta Isaías, en su profecía, profecía citada a su vez por Juan el Bautista, pide quitar estos elementos para poder ver el horizonte, siempre desde el punto de vista espiritual. Si esto es así, tenemos que preguntarnos entonces, ¿qué representan estas formaciones –montañas, valles, senderos- que dificultan la mirada hacia el horizonte? ¿qué es lo que hay que ver en el horizonte? ¿qué o quién está en el horizonte y es tan importante como para tener que remover todos estos elementos?

         Podemos decir que, desde el punto de vista espiritual, las montañas, los valles y los senderos, representan al propio yo, que por las pasiones y el pecado, es incapaz de mirar al Mesías que llega; pero, por otro lado, estas figuras representan también al Mesías, porque el Mesías es de origen divino y su Venida es tan misteriosa y tan lejos del alcance de la vista humana, que los accidentes geográficos describen la inmensidad del misterio sobrenatural que es imposible de ser conocido y comprendido por la razón humana si no es revelado y explicado por la Santísima Trinidad: el Mesías es el Hombre-Dios, es el Verbo de Dios Encarnado, que muere en la cruz para luego resucitar y dejar su Cuerpo y su Sangre en el Pan Vivo del Altar, la Sagrada Eucaristía.

         ¿Qué es lo que se debe contemplar en el horizonte? En el horizonte espiritual del alma y de la humanidad, una vez removidos los obstáculos espirituales, lo que se debe contemplar en el horizonte es al Mesías que llega, ya que según algunos autores, la palabra “Adviento” significa “aparición luminosa de la divinidad”[1] y esto se corresponde con el Mesías católico, Jesús de Nazareth, por que siendo Dios Hijo en Persona, es la Luz Increada, según Él lo dice de Él mismo en el Evangelio: “Yo Soy la Luz del mundo”-.

Aquí encontramos la principal y única razón por la cual las montañas deben ser aplanadas, los valles rellenados, los caminos enderezados: para que tanto el alma como la humanidad puedan ver -mediante la ayuda de la gracia santificante- en el horizonte de la eternidad, la luminosa aparición del Mesías que llega al alma. Y esta aparición del Mesías es luminosa porque “Dios es luz” (Mt 24, 36), como dice el evangelista Juan y el Mesías, Cristo, es Dios Hijo, “Luz de Luz”, como rezamos en el Credo. La aparición del Mesías es una aparición interior, espiritual, personal, a cada alma en particular y al Cuerpo Místico de la Iglesia en general y se trata de una aparición luminosa, porque Él mismo es luz y luz de vida eterna, porque es Luz Increada, Luz Divina y gloriosa trinitaria, que brota del Acto de Ser divino trinitario. Es para ver esta aparición del Mesías, que procediendo eternamente del Padre se encarna en María, es que se deben aplanar las montañas y enderezar los senderos.

La remoción de los obstáculos que impiden ver al Mesías - las montañas deben ser aplanadas, los valles rellenados, los caminos enderezados-, es una tarea que debe ser realizada de modo personal por cada bautizado; es de orden espiritual y se llama “conversión” y es una tarea que es imposible de realizar sin el auxilio de la gracia santificante y esto porque mirar al Mesías quiere decir mirar a Dios Hijo encarnado que viene de lo alto, para dejar de lado las criaturas y se manifiesta exteriormente por la misericordia y la caridad.

La conversión significa que el alma deja de contemplar a las creaturas para contemplar interior y espiritualmente al Mesías que llega a su alma en el esplendor de su divinidad de Dios Hijo; esta conversión se significa en la tarea de aplanar las montañas, se expresa exteriormente por la penitencia y las obras de caridad, y debido a que es una tarea imposible de realizar con las solas fuerzas humanas, es necesaria la actuación de la gracia santificante. Sólo el Espíritu Santo puede obrar en el alma lo que el Bautista y el Profeta Isaías anuncian. Sólo el Espíritu Santo, obrando en el interior del espíritu humano, puede preparar, en el Adviento, al alma, para que reciba al Mesías que viene, traído por el mismo Espíritu Santo.

Entonces, en la cita del Profeta Isaías por parte de Juan el Bautista, se encuentra la esencia del tiempo del Adviento, la Espera del Mesías que Viene, que Llega, como Niño en Belén, como Pan de Vida Eterna en la Eucaristía y como Justo Juez en el Día del Juicio. Así, el Mesías, Dios Hijo, procede eternamente del Padre, se encarna en María y nace como Dios Niño en Belén; el Espíritu prolonga este milagro por medio de la Iglesia, en el altar, continuando la encarnación y el Nacimiento de Belén en la consagración sacramental. Y al final de los tiempos, este mismo Mesías, vendrá para juzgar a la humanidad y dar inicio a su Reino Eterno. Para este Encuentro con el Mesías es necesaria la conversión, la remoción de los obstáculos -montañas, senderos, valles- que impiden ver al Mesías, ayudados por el Espíritu Santo. Por eso es que, para poder ver al Mesías, que nació en Belén, que prolonga su nacimiento en el altar, sea necesaria la acción del Espíritu de Dios. Para ver al Mesías que viene como Niño, que viene como Hostia, que viene como luz divina al alma, el Espíritu nos allana el camino, nos dispone a la conversión y nos sugiere obrar la caridad y la misericordia. Tanto la cita como la figura citados por el Bautista son un símbolo de lo que debe ser el Adviento: preparar el camino espiritual para la llegada del Mesías dentro nuestro. Las obras de misericordia, corporales y espirituales, y la penitencia, no son solo modificaciones exteriores del obrar, sino expresiones de transformación interior por la gracia, de quien ha sido transformado ya por el Espíritu del Mesías.

 



[1] Cfr. Odo Casel, Presenza del mistero di Cristo, Ediciones Queriniana, Brescia 195, 39.


martes, 25 de noviembre de 2025

“¡Ven, Señor Jesús!”

 


(Domingo I - TA - Ciclo A - 20254 - 2026)

         En las semanas previas a la Navidad, la Iglesia ingresa en un nuevo año litúrgico llamado “Adviento”, palabra proveniente del latín “ad-ventus” y que significa “venir”, “llegar”, “venida”- y se refiere a la llegada o venida de Nuestro Señor Jesucristo. El nombre de este tiempo litúrgico no es casual, sino que se corresponde con la gracia especial que Dios concede en este tiempo litúrgico y esta gracia es la de la preparación espiritual de cada alma en particular y de la Iglesia en general para el encuentro con el Señor Jesús que “viene”, que “llega”, de ahí el nombre de “Adviento”: “Adviento” es tiempo de preparación para el encuentro con Cristo que viene y ése es el significado tanto de la palabra “Adviento” como del tiempo litúrgico que lleva este nombre.

Ahora bien, tratándose de un encuentro con Cristo y un encuentro personal -además del encuentro de la Iglesia con su Cabeza que es Cristo-, es necesario tener en cuenta bajo qué aspecto se da este encuentro en el Adviento, para así estar preparados para salir al encuentro de Cristo que viene. En el tiempo litúrgico del Adviento, la Iglesia nos pide que nos preparemos para un doble tipo de encuentro con Cristo: nos pide que nos preparemos espiritualmente para la Segunda Venida en la gloria, esto es, como si supiéramos que es inminente el Día del Juicio Final y nos pide que nos preparemos espiritualmente para esperarlo en su Primera Venida en Belén, es decir, como si todavía no hubiera venido. Esto es lo que explica el tenor de las lecturas de las semanas previas a la Navidad: de las cuatro semanas previas a la Navidad, no todas las semanas del Adviento se dedican a la Navidad: las dos primeras semanas se dedican a meditar sobre la Venida Final del Señor al fin de los tiempos, es decir, se dedican a meditar en su Segunda Venida en la gloria[1], mientras que las dos últimas semanas, estas sí están dedicadas a meditar sobre la Navidad, es decir, están dedicadas a meditar sobre la Encarnación del Verbo de Dios por obra del Espíritu Santo en el seno de María Santísima y su Nacimiento virginal en Belén, Nacimiento virginal por el cual inicia su misterio pascual de redención de toda la humanidad.

El Adviento entonces es un tiempo litúrgico para participar de una manera particular y especial del misterio de Cristo: en este tiempo, el alma se concentra en meditar cómo habría sido su encuentro personal con Cristo en el momento de su Primera Venida en Belén y cómo será su encuentro personal con Cristo en su Segunda Venida en el Día del Juicio Final. Por esta razón la preparación espiritual del Adviento se realiza bajo un doble aspecto o bajo una doble mirada espiritual: una primera preparación es para conmemorar la Primera Venida del Mesías en la humildad del Portal de Belén y para esto el alma puede meditar cómo estarían deseosos los justos del Antiguo Testamento ante la Llegada del Mesías, o cómo sería la alegría de los pastores a los cuales el Ángel anuncia el Nacimiento del Niño Dios en el Portal de Belén; en la segunda preparación del Adviento, la preparación para la Segunda Venida del Señor Jesús en la gloria, el alma debe meditar en cómo sería su Juicio Particular si fuera a tener lugar en estos días; qué es lo que le diría a Jesús, Justo Juez; qué uso hizo de los talentos que Jesús le dio, por ejemplo. El hecho de que el Adviento esté dedicado, en su primera etapa, a la preparación de la Segunda Venida del Señor Jesús en la gloria, es lo que explica que el Evangelio elegido por la Iglesia para este Primer Domingo de Adviento -Lucas (21,25-28.34-36)- se refiera a la Segunda Venida del Señor Jesús y no al Nacimiento del Señor: “Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria”.

Algo a tener en cuenta, no solo en el Adviento, sino en todo tiempo litúrgico, es que el tiempo litúrgico no es una mera conmemoración; es decir, no se trata de una simple recreación de la memoria; no es solo un “recuerdo piadoso” de lo que sucedió hace dos mil años en el tiempo y en la historia, sino que, por el misterio de la liturgia eucarística, el tiempo litúrgico implica, tanto para la Iglesia en su conjunto como Cuerpo Místico, como para cada bautizado en particular, un evento que supera la capacidad de comprensión humana y este evento es la “participación” en el misterio de Cristo, que en el caso del Adviento será, de su Segunda Venida, en las dos primeras semanas, y de su Nacimiento virginal, en las dos últimas semanas. Este hecho es de fundamental importancia y es tan importante, que si no tenemos esto en cuenta, en nada nos diferenciamos de la iglesia protestante o de cualquier secta que conmemore o festeje la navidad. Es de fundamental importancia saber que “participamos” del misterio de Cristo y no simplemente “recordamos” o “conmemoramos”, porque la “participación” está dirigida por el Espíritu Santo, mientras que la “conmemoración” es una mera función de la memoria. La acción del Espíritu Santo nos introduce de lleno en el misterio de Cristo, nos hace partícipes de él, de manera tal que podemos decir que, cuando celebramos la Navidad, participamos de su Nacimiento, mientras que cuando meditamos en su Segunda Venida, en cierta medida estamos participando, ya en forma anticipada, del Día del Juicio Final. Aunque parezca algo imposible, esta participación en el misterio de Cristo es una realidad, tanto para la Iglesia en su conjunto, como para cada bautizado en particular, porque es el Espíritu Santo quien hace que la Iglesia sea partícipe de este misterio pascual de Cristo.

Otro elemento a tener en cuenta y que ayuda a vivir en su plenitud el Adviento es que, si bien en el Adviento se conmemora y participa de la Primera y Segunda Venida del Señor, la Primera que ocurrió en el pasado y la Segunda que ocurrirá en el futuro, hay además otra Venida, Intermedia, no menos importante que la Primera y la Segunda, y es la Venida, la Llegada o el Arribo o la Llegada de Jesús por medio de la Santa Misa, del Sacramento de la Eucaristía al alma, Llegada o Venida que ocurre en el aquí y ahora, en el hoy, en el presente, en cada Santa Misa. Es por esto que podemos decir con toda precisión que el Adviento no solo es preparación para la Primera y Segunda Venida, sino que es también tiempo de preparación espiritual para esta Venida o Llegada Intermedia, el Arribo de Jesús al alma a través del misterio de la Eucaristía que se desarrolla en el tiempo presente, en nuestro aquí y ahora, en cada Santa Misa. Entonces, por el tiempo litúrgico del Adviento, rememoramos y participamos del encuentro en el pasado con Cristo en Belén, vivimos en el presente el encuentro con Cristo en la Eucaristía y nos preparamos para el encuentro futuro con Cristo en el Día del Juicio Final.

En resumen, para el tiempo litúrgico del Adviento, que en latín significa “llegada” o “venida”, Dios nos concede un tiempo de gracia especial para que nos preparemos espiritualmente para el encuentro, tanto personal como Iglesia, como Cuerpo Místico, con Nuestro Señor Jesucristo principalmente en sus dos Llegadas o Venidas: la Primera Venida, ocurrida en el tiempo pasado en el Portal de Belén y la Segunda Venida en la gloria, que ocurrirá en el tiempo futuro, en el Día del Juicio Final. Y a la preparación para estas dos Llegadas, debemos agregarle una Tercera, que es la que ocurre en el tiempo presente y a la que podríamos llamar “Llegada Eucarística” o “Llegada Intermedia”, la cual generalmente pasa desapercibida, pero que sucede realmente en cada Santa Misa, de manera que cada Santa Misa es un misterioso “Adviento”, una “Llegada” misteriosa de Nuestro Señor Jesucristo que desde los cielos “llega” o “viene” hasta el pan y el vino del altar para convertirlos en su Cuerpo y en su Sangre y es para este maravilloso “Adviento Eucarístico”, para el cual también debemos prepararnos espiritualmente y con mucha mayor razón, porque si el Primero, el de Belén ya sucedió hace dos mil años y el Segundo, el del Día del Juicio Final, sucederá en algún momento, conocido sólo por Dios Padre, éste “Adviento Eucarístico”, sucede en cada Santa Misa, en un tiempo conocido por nosotros, por lo que no podemos decir que, o no estábamos presentes, como en Belén, o no sabemos si estaremos en esta vida mortal, como en el Día del Juicio Final, puesto que en la Santa Misa, que es donde sucede este “Adviento Eucarístico”, estamos presentes, en cuerpo y alma y asistimos y somos espectadores y partícipes privilegiados, por la gracia, del más grande y maravilloso milagro jamás realizado por la Santísima Trinidad, el “Adviento Eucarístico”.

Finalmente, sabemos que debemos prepararnos espiritualmente para el Adviento; por lo tanto, debemos preguntarnos cómo debemos hacerlo, es decir, cómo debemos vivir espiritualmente el Adviento. La respuesta la encontramos en el Evangelio, en la parábola del siervo diligente y bueno y el siervo perezoso y malo: el Señor que llega es Cristo, el siervo que espera o no espera a su Señor somos los bautizados. En esta parábola debemos observar que el siervo diligente y bueno espera a su señor con ropa de trabajo -símbolo de las obras de misericordia-, con su lámpara encendida -símbolo de una fe viva y operante- y en paz con los demás -símbolo de humildad y de paz en el corazón, lo cual se obtiene con la gracia santificante, con la oración como el Rosario y con la Santa Misa-; el siervo perezoso y malo, por el contrario, no espera a su señor -símbolo de que no ama a Jesucristo-, se emborracha -ama los placeres carnales-, golpea a los demás -la violencia y la discordia son señales claras de la presencia del espíritu demoníaco, de Satanás- y su lámpara está apagada -porque no tiene fe, no cree, ni espera, ni adora, ni ama a Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía-.

En nuestro libre albedrío está el vivir el Adviento como el siervo perezoso y malo o como el siervo diligente y bueno, quien en lo más profundo de su corazón espera con ansias y con amor la Llegada de su Señor y en cada latido de su corazón dice: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

 

 




[1] https://www.aciprensa.com/noticias/53270/que-es-el-adviento-y-cuando-empieza

 


jueves, 20 de noviembre de 2025

Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo

 



(Ciclo C – 2025)

         “Sobre su cabeza había una inscripción: ‘Este es el Rey de los judíos’” (cfr. Lc 23, 35-43). En el final del año litúrgico, en la ceremonia litúrgica más importante, la Santa Misa, la Iglesia Católica reconoce pública, solemne y oficialmente a todo el mundo que su Rey, su Único Rey, es Jesucristo. Lo que llama la atención en esta proclamación es el pasaje del Evangelio que utiliza la Iglesia para proclamar la reyecía universal de Jesucristo, ya que el pasaje elegido es el de la Crucifixión del Viernes Santo en el Monte Calvario.

         Es decir, la Iglesia nos dice que nuestro Rey es Cristo y la imagen que utiliza es la de Cristo crucificado. Podríamos preguntarnos la razón de esta imagen, ya que parece un contrasentido el proclamar como rey a un hombre que, a simple vista, parece derrotado y vencido, suspendido en una cruz, con sus manos y pies clavados al leño de la cruz por gruesos clavos de hierro. Además, si los reyes tienen coronas de oro y plata y engarzadas de diamantes y todo tipo de piedras preciosas, ¿por qué el Rey de la Iglesia Católica ostenta en cambio una gruesa y dura corona de filosas espinas, que perforan su cuero cabelludo, llegando hasta los huesos del cráneo, haciendo brotar abundante sangre de su cabeza?

         Todos estamos de acuerdo en proclamar a Jesús como Nuestro Gran Rey, pero, precisamente, porque es el Rey del Universo, de todo lo visible e invisible, ¿no sería más apropiado, en la proclamación de su condición de rey, elegir una lectura del Evangelio en donde se lo muestre triunfante y victorioso en la Resurrección? ¿No sería más adecuado, con su condición de Rey Victorioso, proclamarlo con una lectura en la que aparece ante su Iglesia luminoso y glorioso, triunfante en la Resurrección frente al Demonio, la Muerte y el Pecado? En lugar de aparecer crucificado, cubierto de heridas, coronado de espinas, aparentemente derrotado, ¿no debería aparecer ante nuestros ojos con la luz gloriosa de la Resurrección, con la corona radiante de la gloria divina y no con la corona de filosas e hirientes espinas?

         Podríamos preguntarnos también si no sería más apropiado presentar a Jesús Rey del Universo como al Cordero del Apocalipsis, que triunfa de la muerte y es adorado por ángeles y santos en el cielo: “Y se postraron los veinticuatro ancianos, y los cuatro vivientes, y adoraron al Dios sentado en el trono”[1].

Otra figura que sería representativa de Jesús en cuanto Rey del Universo, es la del Apocalipsis, en la que se lo muestra como el Cordero de Dios que es “Señor de señores y Rey de reyes, el Vencedor de la Bestia, como lo dice el Apocalipsis: “El Cordero vencerá (a los reyes de la bestia); porque es Señor de señores y Rey de reyes”[2]?

Mucho mejor aun sería utilizar, para la solemnidad de Cristo Rey, un pasaje del Apocalipsis en el que Jesucristo es descripto es descripto como Rey Victorioso: “Y vi el cielo abierto, y he aquí un caballo blanco, y el que montaba es el que se llama Fiel y Veraz (…). Viste un manto empapado de sangre, y su Nombre es: el Verbo de Dios. (…) En su manto y sobre su muslo tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores”?[3].

Sin embargo, a pesar de todas estas imágenes y lecturas en las que Jesús aparece como lo que Es, Rey Victorioso y Glorioso, revestido de majestad divina, la Iglesia elige para esta solemnidad la lectura del Evangelio en el que Jesús aparece crucificado, dándonos la imagen de un Rey, sí, porque es “Rey de los judíos”, como dice el letrero que cuelgan los romanos en la cruz, pero un Rey derrotado, vencido por sus enemigos, tanto sus enemigos humanos, los judíos y los romanos, como sus enemigos preternaturales, los ángeles caídos, con Satanás a la cabeza, es decir, el Infierno todo. La Iglesia elige un pasaje del Evangelio en el que Nuestro Rey Jesucristo aparece derrotado y humillado y ante el cual todos se burlan y se ríen y lo insultan: “Los jefes (del pueblo) se burlaban de Él (…) los soldados se burlaban de Él (…) uno de los malhechores crucificados lo insultaba”[4].

Es por esto que surge la pregunta: ¿por qué la Iglesia no utiliza las imágenes y los pasajes de la resurrección o las del Apocalipsis, en las que Jesucristo aparece como Rey glorioso y triunfante y en cambio utiliza las imágenes y pasajes de la crucifixión, en donde aparece como un Rey derrotado, humillado y vencido por sus enemigos humanos y angélicos?

La respuesta es que la Iglesia proclama a su Rey con la lectura y con la imagen de la crucifixión porque un rey ostenta gloria y Jesús resucitado ostenta gloria, pero de un modo particular: ostenta gloria divina en la humillación y en el anonadamiento de la Pasión y manifiesta y ostenta esta gloria divina de una manera tal que supera a la gloria de la resurrección[5], porque por la cruz, eleva a la naturaleza humana a la participación de la vida divina trinitaria. ¿Por qué? Porque no es la resurrección en donde Jesús hace partícipe a la humanidad de su vida y de su gloria divina, sino mucho antes, en la Pasión, porque es en la cruz en donde Jesús se hace partícipe de la derrota de la humanidad por el pecado original, y no en la resurrección; es en la cruz en donde Jesús, el Hombre-Dios, al morir, destruye a la muerte con su Vida divina y al mismo tiempo hace partícipe al hombre de su Vida divina trinitaria. En la resurrección, Jesús ya ha triunfado y aparece victorioso, triunfante, glorioso, y esta no es la condición de la humanidad derrotada por el pecado; en cambio, en la cruz, en donde aparentemente Jesús aparece como derrotado, sí se asemeja a la humanidad derrotada por el pecado y es allí, en la cruz, en donde más se asemeja al hombre vencido por el pecado, en donde Jesús, aparentemente vencido pero en realidad triunfante, porque es Dios y Rey Todopoderoso, vence a la muerte, al pecado y al Demonio, al mismo tiempo que hace partícipe al hombre de su Vida divina y por esa razón es que la Iglesia elige la lectura de la Pasión y Muerte en cruz de Jesús para proclamarlo como Rey, como su Único Rey, como Rey Universal de todo lo creado. Apareciendo como vencido y humillado en el Calvario, suspendido por los clavos de hierro en la cruz, Nuestro Rey Jesús manifiesta, paradójicamente, el esplendor de la gloria divina y la majestad de su reyecía divina al primero compartir el sufrimiento y la caída de la naturaleza humana y luego al elevar a esta misma naturaleza que sufre, al no solo vencer a sus tres enemigos, el Demonio, la Muerte y el Pecado, sino al hacerla partícipe de la naturaleza divina trinitaria por la gracia santificante y ése es el motivo por el cual la Iglesia proclama a su Rey con una lectura de la crucifixión.

Jesús, Rey Eterno, reina desde la cruz con majestad y gloria divina; Jesús, Rey de gloria infinita y eterna, no se reserva para sí su reyecía, sino que quiere hacer partícipes de la gloria de la cruz en el cielo y por la eternidad a todos los hombres que a Él se asocien en el tiempo por medio de la de la derrota y de la humillación de la cruz, por medio de la enfermedad, el dolor, la soledad, la tribulación, reflejos y anticipos de la gloria de Cristo en el cielo para quien lleva la cruz con humildad y amor.

A Jesús, Nuestro Rey Eterno, el Cordero que reina en los cielos y que quiere donarnos su gloria y su reyecía; a Jesús, Nuestro Rey Eterno, que como Pan de Vida Divina reina en su Iglesia desde el sagrario; a Jesús, Rey Eterno que como Cordero del sacrificio reina de la cruz, a Él, y sólo a Él, le sean dados todo el honor, la alabanza, la gloria y la adoración, en el tiempo y por toda la eternidad.

 



[1] Cfr. Ap 19, 4.

[2] Cfr. Ap 12, 14.

[3] Cfr. Ap 19, 11. 13. 16.

[4] Cfr. Lc 23, 35-43.

[5] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 451.


martes, 11 de noviembre de 2025

“Os perseguirán y os darán muerte”


 

(Domingo XXXIII - TO - Ciclo C - 2025)

         “Os perseguirán y os darán muerte” (cfr. Lc 21, 5-19). Jesús anuncia proféticamente cuáles serán las señales que precederán a su Segunda Venida; entre ellas, se encuentra la última persecución a la Iglesia Católica, la suprema y última tribulación, la persecución mediante la cual intentarán dar muerte cruenta a los seguidores de Cristo, comenzando desde el Papa. Esta persecución de la cual habla Jesús es la mencionada en el Apocalipsis, la cual es a su vez el compendio y la culminación de todas las persecuciones sufridas por la Iglesia a lo largo de la historia: “Estos son los que vienen de la gran tribulación, y han lavado sus vestidos en la sangre del Cordero”[1]. También esta persecución se encuentra profetizada en el numeral 675 del Catecismo de la Iglesia Católica: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cfr. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cfr. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cfr. 2 Ts 2, 4-12; 1Ts 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22)”.

         Esta persecución contra la Iglesia, si bien en la tierra y en el tiempo aparece como originada por criterios contrapuestos y antagónicos entre la Iglesia y las ideologías anticristianas en temas como el matrimonio monogámico, la ideología de género, el aborto o la eutanasia, en realidad es una persecución que se origina en los cielos, en la lucha entablada entre el demonio, el dragón infernal, contra la Mujer –la Virgen y la Iglesia- y el Niño –Jesús y los bautizados-, según se describe en el Apocalipsis: “Cuando el dragón se vio precipitado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al varón” [2]. La Mujer con el Niño del Apocalipsis es la Iglesia con los bautizados, mientras que el Dragón es el Demonio que persigue militar y políticamente a la Iglesia bajo distintas ideologías anticristianas como el comunismo, el socialismo, el liberalismo, el sionismo, el islamismo. De hecho, en nuestros días, en pleno siglo XXI, la Iglesia Católica es abiertamente perseguida en países en donde gobiernan regímenes totalitarios como el comunismo -China, Corea del Norte, Nicaragua, Venezuela, Cuba, la inmensa mayoría de países asiáticos y africanos- y también en donde gobiernan los regímenes teocráticos autoritarios islámicos, que aplican la pena de muerte a los que se conviertan al catolicismo, como Irán, Arabia Saudita, y la totalidad de países africanos y asiáticos en donde el Islam -calificado junto al comunismo por la Virgen en sus mensaje al Padre Gobbi como “religión del Anticristo”- es mayoría.

         “Os perseguirán y darán muerte”: la persecución a la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, es entonces la continuación y prolongación de la persecución de Jesucristo, Cabeza del cuerpo místico que es la Iglesia, por parte del Demonio, quien lo persigue desde el momento de su Encarnación y esto explica la matanza por parte de Herodes de los niños nacidos en Palestina menores de dos años: era porque el Demonio pretendía asesinar al Hijo de Dios encarnado y como no sabía exactamente quién era, inspiró en Herodes la siniestra idea de la masacre de los Santos Mártires Inocentes. En la última persecución, así como como persiguieron y dieron muerte a Jesús en la cruz, así perseguirán y darán muerte a los cristianos, antes de la Segunda Venida de Cristo. Pero también, de la misma manera, al igual que la muerte de Jesús no solo significó la destrucción de la muerte para la raza humana, sino que su muerte en cruz fue la puerta abierta para que ingresara la vida de Dios en la historia y en la vida de cada uno de los hombres, así también la persecución y muerte de los miembros de la Iglesia al final del tiempo, obrará no solo como el fin del tiempo terreno, el fin de la historia humana medida con la medida del tiempo, sino que actuará como punto de entrada de la vida divina trinitaria para toda la humanidad, lo cual quiere decir el ingreso de la eternidad para la humanidad, porque la vida de la Trinidad es la Vida Eterna en Sí misma. Y así como la Cabeza de la Iglesia, Jesucristo, murió y resucitó, así también le debe seguir la muerte y resurrección del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia, y es por eso que la persecución, la tribulación e incluso la muerte, son signos de esperanza para el cristiano, porque a través de ellos se vislumbra la eternidad en Cristo. Para el cristiano, la persecución no significa desesperanza, sino por el contrario, esperanza de una vida nueva en Cristo Jesús, en el Reino de los cielos.

         “Os perseguirán y darán muerte”. Esta profecía del Señor se relaciona estrechamente con la persecución y derrota de la Iglesia en el tiempo señalados en el Apocalipsis: “¿Quién como la bestia? (…) Le ha sido dado todo poder para blasfemar contra Dios (y) hacer la guerra a los santos y vencerlos”[3]. En otras palabras, Jesús dice lo mismo que el Apocalipsis: Jesús dice: “Persecución y muerte” y el Apocalipsis dice: “Guerra de la bestia contra los santos y triunfo de la bestia”. Es decir, está revelado que antes de la Segunda Venida de Cristo la Iglesia será perseguida y derrotada por la Bestia, a la cual se le unirán el Dragón y el Anticristo; sin embargo, lejos de ser el final para la Iglesia, esta derrota es el comienzo del triunfo de Cristo por toda la eternidad, porque la Iglesia, derrotada con Cristo en la cruz, triunfa con Cristo en la cruz y en la resurrección, surgiendo con Él triunfante del sepulcro y de la muerte: “(El Dragón) ha sido vencido por la sangre del Cordero y por el testimonio de los mártires del Cordero”, dice el Apocalipsis[4]. De la misma manera, así como quien triunfó para siempre es el Gran Derrotado en la cruz por la persecución, Jesucristo, así quienes sean perseguidos con la Iglesia y por la Iglesia, triunfarán para siempre por la sangre del Cordero, y adorarán al Cordero por la eternidad: “Los vencedores de la Bestia cantaban el cántico del Cordero”[5].

         “Os perseguirán y darán muerte”. Si bien Jesús describe una persecución y una muerte físicas hacia la Iglesia Católica, hay sin embargo otras formas de perseguir y de matar a la Iglesia, sin derramamiento de sangre, como por ejemplo el sancionar leyes contrarias a Dios y al Magisterio de la Iglesia. También se persigue y se da muerte a la Iglesia por medio del laicismo de Estado, la negación teórica y práctica de la existencia de Dios y de sus derechos y mediante la promulgación de leyes que eliminan la vida humana en su inicio –el aborto- y en su final –la eutanasia-, porque así se persigue y se da muerte física al ser humano, que está llamado a ser miembro de la Iglesia y miembro del Cuerpo Místico de Cristo. También se la persigue a la Iglesia Católica cuando se la silencia, cuando se la calumnia, cuando se la difama, o cuando se la amenaza, como sucedió esta semana en Mendoza, en donde tuvieron que cerrar las instituciones educativas católicas por amenazas de tiroteos con fusiles AK-47[6]. Otra forma muy sutil y también muy eficaz de perseguir a la Iglesia es la de ocultar sus hechos maravillosos, como el milagro eucarístico, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y muchos otros hechos maravillosos más.

         Porque se trata de un ataque del Dragón contra el Cordero y su Cuerpo, se puede ver que las instituciones de la Iglesia, laicales o religiosas, que defienden la vida humana en cualquier estadio, sea el de embrión unicelular o el de un anciano desechado por la sociedad, sean mucho más que simples sociedades de laicos de buena voluntad, por más que así lo parezcan externamente: las instituciones de la Iglesia que defienden la vida humana son el Cordero en Persona que defiende a las almas del ataque del Dragón infernal.

“Estos son los que vienen de la gran tribulación, y han lavado sus vestidos en la sangre del Cordero”. El Evangelista Juan describe, en su visión, a aquellos que sobrevivieron a la Gran Tribulación, a la Última Persecución, a aquellos que fueron martirizados y lavaron sus vestiduras con la Sangre Purísima del Cordero y ahora por la eternidad forman su cortejo triunfal. No sabemos si hemos de vivir la Gran Tribulación, la última y suprema tribulación y persecución de la Iglesia Católica, o tal vez sí, eso sólo Dios lo sabe; pero lo que sí sabemos es que sí podemos, en medio de la tribulación y persecución del mundo, lavar nuestras almas, ya en el tiempo, antes de entrar en la eternidad, con la sangre del Cordero degollado en la cruz y recogida en el cáliz del altar, en la espera de la Venida definitiva del Justo Juez.  

 

miércoles, 5 de noviembre de 2025

“No conviertan en un mercado la Casa de mi Padre”


 

(Domingo XXII - TO - Ciclo C – 2025)

         “No conviertan en un mercado la Casa de mi Padre” (cfr. Lc 19, 45-48). El Evangelio nos relata que Jesús, acercándose la Pascua de los judíos, sube a Jerusalén e ingresa en el Templo. Una vez dentro contempla con indignación cómo el Templo ha sido convertido en una sucursal del mercado de la plaza, puesto que hay vendedores de bueyes, ovejas y palomas, además de cambistas de monedas; colmada la medida de la indignación de Jesús, hace un látigo de cuerdas y con violencia expulsa a los mercaderes del templo, acusándolos de haber convertido “la Casa de su Padre”, en “un mercado”, aunque en otro Evangelio paralelo dice “cueva de ladrones”. Contrariamente a lo que haría un pacifista a ultranza, Jesús hace un “azote de cordeles” y “echa a los mercaderes del Templo”, incluidos los animales, los bueyes y las ovejas; a los cambistas les tira por el suelo sus mesas de cambio junto con sus monedas y a los que venden palomas y a todos les dice, con una indignación que resuena en el Cielo, en la tierra y en el Abismo: “No conviertan en un mercado la Casa de mi Padre”.

De esta acción de Jesús debemos sacar dos enseñanzas, referidas al templo material, la parroquia en la que nos reunimos para celebrar la acción más sagrada, la Santa Misa y todos los otros sacramentos, pero también referidas a nuestro cuerpo, porque nuestro cuerpo es también templo y templo del Espíritu Santo, como nos enseñan las Escrituras y el Magisterio de la Iglesia: “Vuestro cuerpo es Templo del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 3ss) y esto a partir del Bautismo Sacramental.

Hay quienes critican la reacción de Jesús calificándola de “violenta” y “contradictoria” con su mensaje de paz y de amor universal –“Amar a Dios y al prójimo”, “Amar al enemigo”- pero eso es un error, porque el derecho de Dios de ser respetado y honrado por encima de todas las cosas es superior al pacifismo a ultranza y esto es algo de sentido de común. Es como si un padre de familia, con tal de mantener la paz con un determinado sujeto que es su enemigo, permitiera que ese enemigo invadiera y destruyera su casa, con tal de mantener la paz con su enemigo. La paz familiar no está por encima del respeto y la seguridad de los integrantes de la familia. Si esto se justifica a nivel de simples mortales, mucho más en lo relativo a Dios. Por lo tanto, Jesús tiene no solo el derecho, sino el deber, en cuanto Hijo de Dios, de sacar a rebencazos y latigazos a quienes profanan la Casa de su Padre, el Templo, dedicado pura y exclusivamente a la oración y no al comercio. Jesús es Dios, es el Hijo de Dios y es por eso que defiende con celo divino el derecho de Dios Padre de que su Casa, su Templo, sea utilizado con el fin para el que fue construido: la oración, la adoración, la acción de gracias, la petición. Otro elemento a tener en cuenta es que la acción punitiva de Jesús va dirigida no solo a los mercaderes, sino principalmente a los sacerdotes y escribas porque ellos, siendo los principales responsables del Templo eran los que con su indolencia, indiferencia e incluso complicidad, habían permitido que los mercaderes se apoderaran del Templo y lo convirtieran en un mercado, en donde se vendían animales y se intercambiaban mercaderías y dinero. Al expulsarlos, Jesús devuelve, al Templo, su función única y original, que es la de ser “Casa de oración” y al mismo tiempo dirige su indignación y su reproche hacia los sacerdotes y escribas que han incumplido o cumplido mal su función.

Debemos tener muy presente esta acción de Jesús en relación al Templo material, porque la misma, exactamente la misma acción correctiva que hace con el Templo material, lo hará con el templo que es nuestro cuerpo y esto nos advierten las Escrituras: “Dios destruirá vuestros cuerpos” si nosotros no tenemos cuidado de nuestros cuerpos, porque si el Templo material es propiedad de Dios Padre, el templo que es nuestro cuerpo es propiedad de Dios Espíritu Santo a partir del Bautismo Sacramental, tal como nos enseña la Santa Iglesia Católica en la Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en el Magisterio: “Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo”. Y si nuestro cuerpo es propiedad del Espíritu Santo, eso significa que es templo santo y si es templo santo no es casa profana, porque algo no puede ser dos cosas a la vez y al mismo tiempo: o se es una cosa o se es otra; o se es santo, o se es pagano; o se es puro, o se es impuro; o se es propiedad del Espíritu Santo, o se es propiedad del Demonio. No hay término intermedio. De ahí la necesidad imperiosa de cuidar el Templo del Espíritu Santo que es el cuerpo, manteniéndolo, en la medida de lo posible, sano, y no profanándolo, con substancias alucinógenas, narcóticas o alcohólicas, ni provocándole incisuras ni tatuajes, que son una especie de consagración demoníaca.

Precisamente, lo que debemos ver en este Evangelio es que en esta escena está representada, en el Templo, el alma del cristiano, pero el alma con sus pasiones, sin el control, ni de la razón, ni de la gracia santificante, en la primera parte, cuando el Templo está ocupado con las bestias irracionales. En la segunda parte, cuando Jesús ingresa y expulsa a los mercaderes y a las bestias, se significa a esa misma alma que, por el Bautismo, es convertida en Templo del Espíritu Santo, lo cual quiere decir que es embellecida como un Templo santo, en donde inhabita propiamente el Espíritu Santo y en donde el corazón se convierte en altar viviente para que allí sea adorado Jesús Eucaristía. Sin embargo, cuando el alma, por propia voluntad, elige la oscuridad del pecado en lugar de la luz de la gracia, en ese momento, el alma deja de ser Templo del Espíritu Santo, porque Este se retira del lugar en donde reina la inmundicia de la letrina y también lo hace Jesús Eucaristía, porque Jesús Eucaristía no comparte el altar del corazón en un corazón en donde se adoran ídolos demoníacos; cuando el alma elige el pecado, el cuerpo deja de cumplir su función de ser Templo del Espíritu Santo, para ser refugio de demonios, desde el momento en que no pueden convivir, en el alma, la santidad de Dios, con la malicia del pecado.

Y es aquí en donde se completa la simbología de la escena evangélica: si en el alma reina en el pecado, no está la gracia, sin la gracia, no está Dios y sin Dios, el alma se convierte en refugio de demonios y es dominada por las pasiones, que están simbolizadas estas por las bestias irracionales como los bueyes, las ovejas –lujuria- , por los cambistas de dinero –avaricia- y por los vendedores de mercancía –apego  a los bienes terrenales-.

No conviertan en un mercado la Casa de mi Padre”. Por el Bautismo sacramental y por la gracia santificante, nuestra alma es Casa del Padre y Templo del Espíritu Santo y nuestro corazón es altar de Jesús Eucaristía; no la convirtamos, por el pecado, ni en “mercado”, “cueva de ladrones” y mucho menos en refugio de demonios; para ello, hagamos el propósito de evitar el pecado y de vivir en gracia de Dios todos los días, hasta el último día.

jueves, 30 de octubre de 2025

Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos

 



(Ciclo B – 2015)

         La muerte provoca dolor, angustia y tristeza, porque el ser querido ya no está más entre nosotros. La muerte provoca asombro, nos deja sin palabras, porque no hemos sido creados para la muerte, sino para la vida, y es por eso que nos deja sin palabras, atónitos, estupefactos. Frente a la muerte, el hombre queda sin respuestas, porque la muerte se lleva lo que más amamos, a nuestros seres queridos, y nos deja solos, sin su compañía. Frente a la muerte, es necesario tener presentes las verdades de la Santa Iglesia Católica, porque se puede tener la tentación de que a los seres queridos fallecidos ya no se los va a volver a ver más; la experiencia de la muerte es tan fuerte, que se puede pensar que nunca más vamos a volver a encontrarnos con nuestros seres queridos que han muerto.

         Sin embargo, la Iglesia nos enseña que el reencuentro con nuestros seres queridos es posible, aunque no en esta vida, sino en la otra, y luego de haber atravesado nosotros mismos el umbral de la muerte. El reencuentro es posible gracias al misterio pascual de Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, porque gracias a su Pasión y Muerte en cruz, Jesús destruyó nuestra muerte, nos concedió la vida eterna y nos abrió las puertas del cielo. Porque Jesús resucitó y nos concedió la vida eterna, para el cristiano la muerte no es el final de nada, sino el comienzo del camino, el comienzo de la vida eterna. Ahora bien, para que este reencuentro sea posible, debemos vivir en gracia, evitar el pecado –es lo que nos aparta de Dios- y obrar la misericordia. Si esto hacemos, estaremos seguros de que, por la Misericordia de Dios –por la cual esperamos que nuestros seres queridos ya estén con Dios y si todavía no están con Él, esperamos que estén en el Purgatorio, para lo cual rezamos por ellos-, el día de nuestra propia muerte, luego de atravesar el Juicio Particular, nos reencontraremos, en el Reino de los cielos, en Cristo Jesús, con nuestros seres queridos, para ya nunca más separarnos.

La conmemoración de nuestros seres queridos no debe quedar entonces en una estéril tristeza melancólica, sino que la certeza de su reencuentro en Jesucristo, que es Quien nos devolverá a nuestros seres queridos fallecidos, debe estimularnos a ganar indulgencias, ya sea para ellos o para almas del Purgatorio, para crecer cada vez más en la caridad y en la fe, de modo de estar preparados y listos para cuando llegue el momento del feliz reencuentro en la eternidad, en donde ya nunca más habremos de separarnos.