(Ciclo
B – 2024)
“Pusieron una inscripción encima de su cabeza: ‘Éste es el
rey’”” (Lc 23, 35-43). La Iglesia
Católica finaliza el ciclo litúrgico con Solemnidad de Cristo Rey, es decir,
reconociendo al Hombre-Dios Jesucristo como Rey del universo, tanto visible
como invisible. Por esta razón nosotros, los católicos, que reconocemos a
Cristo como Rey, debemos preguntarnos: ¿Dónde reina nuestro Rey? Porque allí
donde esté nuestro Rey, allí debemos ir los católicos a rendirle el homenaje de
nuestro corazón, el amor de nuestra adoración. La respuesta es que Cristo, al
ser Dios, al ser el Cordero de Dios, ante quien se postran en adoración los
ángeles y santos (cfr. Ap 5, 6), reina
en los cielos eternos; Cristo también reina en la Eucaristía, porque la
Eucaristía no es un simple trocito de pan bendecido, sino que es ese mismo
Cordero de Dios, el mismo que es adorado por ángeles y santos, que está oculto
en la apariencia de pan, para ser adorado por quienes, lejos de estar en el
cielo, se encuentran en la tierra, en el tiempo y en el espacio, reconociéndose
pecadores, y sin embargo aun así, con su nada y su pecado, lo aman y se postran
en adoración ante su Presencia Eucarística; Cristo reina en el leño de la Cruz,
según la inscripción mandada a escribir por Poncio Pilato: “Jesús Nazareno, Rey
de los judíos” (Lc 23, 35-43), y así también
lo canta y proclama, con orgullo, la Santa Iglesia Militante: “Reina el Kyrios en el madero”, “Reina el Señor en
el madero”, “Reina Cristo en el madero, en el leño de la Santa Cruz”. Cristo
reina también en la Santa Misa, cuando desciende con su Cruz gloriosa en el
momento de la consagración, acompañado de la Virgen y rodeado de legiones de ángeles
y santos, para dejar su Cuerpo en la Eucaristía y su Sangre en el Cáliz y es
por eso que la Santa Misa es el lugar y el tiempo de la adorar a Nuestro Rey,
Cristo Jesús. Por último, Cristo Jesús quiere reinar en los corazones de los
hombres, de todos los hombres del mundo, de todos los tiempos, y es por eso que
quiere ser entronizado en sus corazones. Siendo Él el Rey del universo visible
e invisible y teniendo todo en sus manos, habiendo salido toda la Creación de
sus manos, lo único que desea sin embargo es el corazón de cada ser humano;
desea amar y ser amado por el corazón de cada hombre y así se lo manifestó a
Santa Gertrudis: “Nada me da tanta delicia como el corazón del hombre, del cual
muchas veces soy privado. Yo tengo todas las cosas en abundancia, sin embargo,
¡cuánto se me priva del amor del corazón del hombre!”[1]. Cuando contemplamos la
Creación, nos asombramos por la perfección con la que fue hecha y podríamos
pensar que a nuestro Rey le basta con tener bajo sus pies a toda la Creación,
pero no es así: Cristo Dios no se deleita con los planetas, con las estrellas,
y tampoco con los ángeles, sino con el amor de nuestros corazones, y así viene
a Encarnarse en el seno de la Virgen, viene a morir en la Cruz del Calvario,
derrama su Sangre en el Cáliz, deja su Cuerpo y su Sagrado Corazón en la
Eucaristía, para que lo recibamos con amor y para que recibamos su Amor, pero
sin embargo, a causa de nuestra ceguera y de nuestra indiferencia y frialdad, Nuestro
Rey Jesús se ve privado de ese deleite cuando su trono, que es nuestro corazón,
está ocupado por alguien o algo que no es Él; cuando nuestro corazón, que solo
tiene espacio para un amor, o Cristo o el mundo, prefiere al mundo y a sus
banalidades en vez de a Cristo y al Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Jesús
quiere ser entronizado como Rey en nuestros corazones para así darnos el Amor
de su Sagrado Corazón, pero para que seamos capaces de entronizar a Cristo
Jesús y de amarlo exclusivamente a Él y solo a Él, debemos antes humillarnos ante
Jesús y reconocerlo como a nuestro Dios, nuestro Rey y Salvador, como único
modo de poder desterrar de nuestro corazón a los ídolos mundanos, el
materialismo, el hedonismo, el relativismo, y el propio yo, que ocupan el lugar
que en el corazón humano le corresponde solamente a Cristo Rey. Es necesario “morir
a nosotros mismos”, es decir, es necesario reconocer que necesitamos ser
regenerados por la gracia, nacer de nuevo por la gracia, para que estemos en
grado de entronizar a Cristo Jesús como a Nuestro Rey y de amarlo y de adorarlo
como solo Él se lo merece.
Nuestro Rey, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Cordero de
Dios, reina en los cielos, reina en la Cruz, reina en la Eucaristía, reina en
la Santa Misa y quiere venir a reinar en nuestros corazones, pero para que Él
pueda reinar en nuestros corazones, debemos ante todo desalojar y destronar a
los falsos ídolos entronizados en nuestros corazones por nosotros mismos y que
ocupan el lugar que le corresponde a Jesucristo, y de todos estos falsos
ídolos, el más difícil de destronar es nuestro propio “yo”. Este falso ídolo,
que somos nosotros mismos, ocupa en nuestros corazones el puesto que sólo le
corresponde a Cristo Rey. Cuando no reina Cristo, reina nuestro “yo” y nos
damos cuenta de que reina ese tirano que es nuestro propio “yo” cuando, a los
Mandamientos de Cristo –perdona setenta veces siete; ama a tus enemigos; sé
misericordioso; carga tu cruz de cada día; vive las bienaventuranzas; sé manso
y humilde de corazón-, le anteponemos siempre nuestro parecer, y es así que ni
perdonamos ni pedimos perdón; no amamos a nuestros enemigos; no cargamos
nuestra cruz de todos los días, no somos misericordiosos, no vivimos las
bienaventuranzas, somos soberbios y fáciles a la ira y el rencor. De esa
manera, demostramos que quien reina y manda en nuestros corazones somos
nosotros mismos, y no Cristo Rey, que por naturaleza, por derecho y por
conquista, es nuestro Rey.
Al conmemorar por medio de la Solemnidad litúrgica a Cristo
Rey del Universo, para asegurarnos de que verdaderamente nuestros labios
concuerdan con nuestro corazón, destronemos a los falsos ídolos que hemos
colocado en nuestros corazones, el más grande de todos, nuestro propio “yo” y
luego sí postrémonos delante de Cristo Rey en la Cruz y en la Eucaristía, adorándolo,
dándole gracias y amándole con todo el amor del que seamos capaces. Sólo así
daremos a Nuestro Rey, Jesús Eucaristía, el honor, la majestad, la alabanza, la
adoración y el amor que sólo Él se merece.