miércoles, 25 de junio de 2025

Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo

 



(Ciclo C – 2025)

«Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Jesucristo, el Hombre-Dios, atribuyéndose a sí mismo y ejerciendo poderes divinos, establece personalmente una institución propia y característica de la Iglesia Católica, el Papado. La razón de esta institución es que el Cordero de Dios desea dejar, poco antes de ser inmolado en el altar de la cruz, un signo visible de su presencia en su Iglesia. Antes de cumplir su Pasión y ascender al cielo, Jesucristo desea entregar a su Iglesia el signo visible de su singularidad y universalidad, un signo que garantiza que su Iglesia será guiada en su nombre y con su Espíritu, hasta el fin de los tiempos, y este signo es la institución del Papado.

Al nombrar a Pedro como Papa, es decir, como Vicario suyo, Jesús funda su Iglesia sobre Pedro, dotándola al mismo tiempo de un líder supremo que no solo actuará en su nombre, sino que el papado representará la unidad de la Iglesia -el que está con el Papa está con la Iglesia y la continuidad de la tradición apostólica -quien está unido al Papa está unido a los Apóstoles, de quien el Papa es Sucesor y Cabeza-, además de ser un símbolo de fe -la fe católica que profesa el Papa es la fe de Pedro, la fe de la Iglesia de todos los tiempos. La Iglesia del Hombre-Dios será, por tanto, una sociedad religiosa fundada por Él y guiada por su Vicario, el Papa, al cual lo hará poseedor de un poder sobrehumano que deriva de la Persona divina de Jesús.

Ahora bien, debemos hacer la siguiente consideración: si nos basamos únicamente en este hecho, si observamos externamente a la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica Apostólica Romana, guiada y gobernada por una cabeza suprema, el Vicario de Cristo, podemos creer que esta sociedad es como cualquier otra sociedad humana, gobernada y guiada por una cabeza suprema, un presidente, como sucede en un reino o en una democracia. Cabría pensar que la Iglesia Católica Romana es, en efecto, una sociedad humana religiosa con una importante labor social y filantrópica, compuesta por hombres y mujeres misericordiosos que alaban a Dios y son gobernados por un presidente, incluso más misericordioso que ellos. De esta manera, la Iglesia Católica solo sería una sociedad humana religiosa con importantes tareas sociales, morales y religiosas, buena y misericordiosa, digna de alabanza; sería como una especie de Organización No Gubernamental religiosa y filantrópica, extendida por todo el planeta, pero ya no sería un misterio sobrenatural, ya no sería la Esposa mística del Cordero, ya no sería el Cuerpo Místico de Jesucristo, el Dios-Hombre, ni el Papado sería su fundamento ni el signo visible de su unidad.

La Iglesia Católica, en cambio, se asemeja solo externa y superficialmente a las sociedades humanas de gobierno, porque ella —y el Papado que la gobierna— se funda en el misterio de Cristo, el Dios-Hombre, esto quiere decir que sin Jesucristo como Segunda Persona de la Trinidad encarnada, no se explica la Iglesia Católica. En una sociedad humana, quien gobierna o guía, la cabeza o presidente, es solo un representante del interés común de los ciudadanos, pero nunca es el fundamento de la sociedad, ni esta se establece sobre la base de esta cabeza de gobierno, ni esta la construye por sí misma. En cambio, en la sociedad sobrenatural de los hijos de Dios, en el Cuerpo Místico de Cristo, quien la gobierna, el Papa, es el fundamento de la unidad en la fe y en la Tradición Apostólica: es sobre él, sobre el Papa, sobre quien la Iglesia se funda y se establece; la Iglesia, fundada por Jesucristo sobre Pedro, no es una ONG cuyo fin es el luchar contra la pobreza en el mundo: es en el Papa en quien la Iglesia se revela visiblemente como una y universal, cuya tarea propia, exclusiva y esencial es la de salvar almas del Infierno para conducirlas al Reino de Dios.

“Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia”. El Papa no solo representa el interés común de la sociedad religiosa, como sucede en las sociedades humanas; no solo es la Cabeza suprema del Cuerpo, ni es la parte más importante y eminente de estas: es su fundamento, su piedra angular y su base, de tal manera que el Cuerpo Místico, la Iglesia, sin la Cabeza, el Papa, no sería el Cuerpo Místico de Cristo, no sería la Iglesia. La Iglesia sin el Papa sería como un cuerpo muerto, sin alma, como una planta sin raíz, como una rama sin vid. Esto se debe a que la Iglesia se funda en el Papa, como el Papa se funda en el misterio de Cristo y su Espíritu, y de ellos recibe, a través del Papa, su vida divina. Cristo y su Espíritu vivifican y edifican la Iglesia, y lo hacen a través del Papa; el Papa actúa como un punto de apoyo visible y concreto a través del cual la Iglesia de Jesús no solo se funda, sino que se construye cada día con su Espíritu Santo. La Iglesia es edificada por el Papa sobre todo en la Misa, porque, siendo la Misa el sacrificio del Cuerpo de Cristo, mediante el cual Cristo da a su Iglesia el Espíritu Santo que la construye como su santo Templo, el Papa, en la Misa, personificando de alguna manera a toda la Iglesia, obra en su nombre y en sí mismo, como sacerdote visible, y la construye como un templo vivo y visible en el que habita Dios. En cada Misa, el Papa, junto con los sacerdotes, construye la Iglesia, pues deposita en su regazo el glorioso Cuerpo de Cristo, la Eucaristía, que contiene el Espíritu de vida divina. Al celebrar la Eucaristía, el Papa deposita en el regazo de la Iglesia a Cristo glorioso, quien infunde su Espíritu Santo y la construye como templo santo del Dios Trino.

Por el hecho de ser la Iglesia nacida de Cristo y su Espíritu, y por el hecho de ser el Papa fundado en Cristo, el Papa es el fundamento que construye la Iglesia como lo que es: una, santa, católica y apostólica. Pero este rol o papel decisivo y fundamental en la estructuración de la Iglesia Católica bajo el mandato jerárquico y visible del Santo Padre, no debe hacer perder de vista lo siguiente: el Papa no es Dios, lo cual quiere decir que no todo lo que el Papa diga es correcto, por el solo hecho de que “lo dice el Papa”; el Papa no es un monarca absoluto, cuya voluntad es ley, tal como lo afirma el Papa Benedicto XVI; el Papa, en cuanto hombre, es un ser frágil como todo hombre, que necesita de la conversión y de la purificación diarias, como todos nosotros. Así se expresaba el Papa Benedicto XVI: “Aquel que es titular del ministerio petrino debe tener conciencia de que es un hombre frágil y débil, como son frágiles y débiles sus fuerzas, y necesita constantemente  purificación y conversión, pero debe tener también conciencia de que del Señor «le viene la fuerza para confirmar a sus hermanos en la fe y mantenerlos unidos en la confesión de Cristo crucificado y resucitado[1]. Si el Papa se aleja de Cristo, de sus Sacramentos, de sus enseñanzas evangélicas, proclamadas en el Evangelio y explicitadas en el Magisterio y en la Tradición, entonces el Papa comete un grave pecado y de ninguna manera se debe seguirlo en su error. Hacerlo, es decir, seguir a un Papa que proclama el error y la enseñanza anticristiana, es caer en el pecado de idolatría, que en este caso sería “papolatría”, un pecado tan condenable y execrable como cualquier pecado mortal. Continúa luego Benedicto XVI, acerca de la función y naturaleza del ministerio petrino, del ministerio del Papa: “El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario: el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo”. Un Papa no debe nunca enseñar y proclamar sus propias ideas, y mucho más cuando estas ideas provienen de ideologías anticristianas como el socialismo y el comunismo; tampoco debe en ningún caso adoptar ni siquiera el lenguaje de las sectas, comenzando por la secta que es la religión del Anticristo, la Nueva Era. Si un Papa proclamase una fe adulterada, en la que se mezclan elementos de la Nueva Era -como, por ejemplo, decir que “manden buenas vibraciones”, en vez de pedir la oración católica-; tampoco debe aceptar ídolos paganos, en un intento de un inútil y equivocado sincretismo religioso, como el hacer ingresar a la Pachamama en la Basílica Vaticana de San Pedro; si eso hiciere, ese Papa está cometiendo un grave pecado, el de adulterar la Santa Fe Católica y en ningún caso se lo debe seguir, ni siquiera poniendo el pretexto de que “lo dice el Papa”. Aceptar un error como algo verdadero y bueno solo porque “lo dice el Papa”, es un insulto a la inteligencia y a la iluminación de la inteligencia que produce la gracia, la cual permite precisamente discernir entre el error de la herejía y la Verdad Eterna de la Revelación de Jesucristo.

Solo haciendo estas consideraciones -es decir, evitando caer en la idolatría papal o papolatría, que es adherir al error herético solo porque “lo dice el Papa”-, entonces sí podemos considerar y aceptar, sin ninguna duda, aquello que es distintivo del papado: es a través del Papado que la Unidad del Cuerpo Místico se convierte en la Unidad de la Iglesia visible: unidos al Papa, nosotros los bautizados formamos el Cuerpo Místico de Cristo. Y como estamos unidos al Papa, decimos junto a Pedro, el Primer Papa, confesando nuestra fe en el Cristo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Viviente”. Y como el Dios Viviente es el Cristo Eucarístico, nosotros, unidos al Papa, parafraseando la respuesta de Pedro a Jesús en el Evangelio, decimos como miembros del Cuerpo Místico de Cristo: “Tú eres el Cristo Eucarístico, el Hijo de Dios Viviente y a ti, Cristo Eucarístico, te adoramos, te bendecimos y te glorificamos”.



[1] Cfr. Cardenal Joseph Ratzinger, Homilía de toma de posesión del ministerio petrino, Basílica San Juan de Letrán, 07 de mayo de 2005; cfr. https://infovaticana.com/2020/11/01/cuando-benedicto-explico-que-es-un-papa-no-es-un-soberano-absoluto-cuyo-pensamiento-y-voluntad-son-ley/#:~:text=Cuando%20Benedicto%20explic%C3%B3%20qu%C3%A9%20es%20un%20Papa:,absoluto%2C%20cuyo%20pensamiento%20y%20voluntad%20son%20ley%C2%BB&text=%C2%ABEl%20Papa%20no%20es%20un%20soberano%20absoluto%2C%20cuyo%20pensamiento%20y%20voluntad%20son%20ley.

viernes, 20 de junio de 2025

Solemnidad de Corpus Christi

 


(Solemnidad de Corpus Christi - Ciclo C - 2025)

    

En la Última Cena, Jesús, el Hombre-Dios, “antes de pasar de este mundo al Padre” (Mt 16, 19), movido por su Amor, sabiendo que partía a la Casa del Padre, quiso cumplir su promesa de “quedarse con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo” y para eso instituyó el sacerdocio ministerial, ordenando a sus Apóstoles sacerdotes y además del sacerdocio ministerial instituyó el Santísimo Sacramento del altar, la Sagrada Eucaristía, sacramento que los sacerdotes ministeriales confeccionan sobre el altar eucarístico, convirtiendo el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús. Entonces, Jesús, antes de su “paso” de esta vida a la vida de gloria con el Padre, antes de su Pascua, instituyó la Eucaristía, anticipando en la Última Cena del Jueves Santo, lo que habría de hacer en el Sacrificio de la Cruz del Viernes Santo: entregar su Cuerpo y derramar su Sangre, solo que en la Última Cena entregó su Cuerpo de modo incruento y sacramental en la Hostia y vertió su Sangre, también de modo incruento y sacramental, en el Cáliz, mientras que en la Cruz entregó su Cuerpo y derramó su Sangre de modo cruento y no sacramental.  

Esta conversión de las especies del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús es lo que la Iglesia llama “Transubstanciación”, lo cual significa que las substancias del pan y del vino se convierten, por obra del Sumo y Eterno Sacerdote Cristo Jesús, quien actúa en Persona en los sacerdotes ministeriales, en las substancias glorificadas de su Cuerpo y de su Sangre. Por esta razón la Última Cena puede llamarse también la Primera Eucaristía, porque es la primera vez en la historia de la Iglesia en que se realiza la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y su Sangre; también en la Última Cena ordena sacerdotes ministeriales a sus Apóstoles varones, dándoles la orden de que hicieran lo mismo que Él hizo, “en memoria suya”, “hasta que Él vuelva” y esto para que, por medio de la Iglesia y del sacerdocio ministerial, Él pudiera quedarse entre nosotros. Por el sacerdocio ministerial, la Santa Madre Iglesia convierte las ofrendas del pan y del vino en las substancias gloriosas del Cuerpo y la Sangre de Jesús.

Es así como Jesús se hace Presente, con su Cuerpo glorificado, con su Alma glorificada, con su Persona Divina, en nuestro tiempo terreno, tal como Es Él en la eternidad, sólo que su Presencia en nuestro aquí y ahora, es oculta a los sentidos; se hace Presente, glorioso y resucitado, bajo el velo sacramental eucarístico, ya que no lo vemos tal como lo ven en los cielos los ángeles y santos, sino que lo que vemos son las especies eucarísticas del pan y del vino, lo vemos oculto, bajo la apariencia de pan y de vino; en otras palabras, por la fe sabemos que la Eucaristía ES Jesús con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, pero no lo vemos con los ojos del cuerpo, aunque sí lo vemos, por así decir, con los ojos de la fe. 

Esta Presencia gloriosa de Jesús bajo la apariencia de pan es el “misterio de la fe”[1] que proclama con estupor, con sagrado asombro, con amor, la Santa Iglesia, luego de pronunciadas las palabras de la consagración, en cada Santa Misa: luego de la consagración, las materias inertes del pan y del vino, se han convertido, por la omnipotencia del Espíritu de Dios, que obra a través de la débil voz del sacerdote ministerial, al pronunciar las palabras: “Esto es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre”, el milagro de la Transubstanciación, es decir, la conversión de las substancias del pan y del vino en las substancias gloriosas de la Humanidad glorificada del Señor Jesús –Cuerpo y Alma glorificados-, unida hipostáticamente, personalmente, a la Persona Divina del Verbo de Dios. Por las palabras de la consagración, por el milagro de la Transubstanciación, el pan y el vino se convierten en la Persona del Hombre-Dios Jesús de Nazareth.

Esto significa que cuando la Iglesia, luego de la consagración a través del sacerdote ministerial, dice: “Éste es el misterio de la fe”, está proclamando el más asombroso milagro de todos los milagros, el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, la conversión de las materias sin vida del pan y del vino, en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Debido a que se trata de un milagro que supera tan infinitamente nuestra capacidad de comprensión y debido a que incluso las explicaciones teológicas son insuficientes para un misterio tan sublime obrado en el altar, Dios mismo decidió hacer un milagro, para que nos diéramos al menos una pálida idea de lo que Él obra en el altar por Amor a nosotros y es el milagro eucarístico de Bolsena, que es el milagro que dio origen a la Solemnidad de “Corpus Domini” o “Corpus Christi”. 

Este milagro eucarístico, conocido como el “Milagro de Bolsena-Orvieto” se produjo en la ciudad italiana de Bolsena, en el verano de 1264[2], y lo que sucedió fue lo siguiente: un sacerdote llamado Pedro de Praga, natural de Bohemia, regresaba de Italia luego de haber obtenido una audiencia con el Papa Urbano IV y el motivo de esta audiencia es que el sacerdote, aunque bueno y piadoso,  tenía sin embargo muchas dudas de fe acerca de la Presencia real de Nuestro Señor en la Eucaristía. Al regresar a Bohemia luego de la audiencia con el Santo Padre, el sacerdote se detuvo en el pueblo de Bolsena, donde celebró la Misa en la capilla de Santa Cristina. Al momento de celebrar la misa, el sacerdote Pedro de Bohemia continuaba con sus dudas sobre la Presencia real de Jesús en la Eucaristía. Cuando llegó el momento de la consagración, mientras Pedro de Praga pronunciaba las palabras que permiten la transubstanciación, sucedió el milagro, del que nos ha llegado la siguiente descripción, la cual traducimos literalmente[3]: “De pronto, aquella Hostia apareció visiblemente como verdadera carne de la cual se derramaba roja sangre, excepto aquella fracción que tenía entre sus dedos, lo cual no se crea sucediese sin misterio alguno, puesto que era para que fuese claro a todos que aquella era verdaderamente la Hostia que estaba en las manos del mismo sacerdote celebrante cuando fue elevada sobre el cáliz”. Continúa el relato: “La sangre que brotaba de la Hostia manchó el corporal –el lienzo que se extiende en el altar para poner sobre él la patena y el cáliz-. Al sacerdote le faltaron las fuerzas para continuar la Misa. Envolvió la Hostia en el corporal y la llevó a la sacristía. Durante el recorrido, algunas gotas de sangre cayeron sobre el pavimento y los escalones del altar, y se conservan hasta hoy día. Gracias a este milagro, el Señor fortificó la fe de Pedro de Praga, sacerdote de grandísima piedad y moral, pero que lamentablemente dudaba de la real presencia de Cristo velado en las Especies, es decir, en las apariencias sensibles del pan y del vino. La noticia del Milagro se difundió inmediatamente, y tanto el Papa como santo Tomás de Aquino pudieron verificar el milagro. Luego de un atento examen, Urbano IV no sólo aprobó su autenticidad, sino también decidió que el Santísimo Cuerpo del Señor fuese adorado a través de una fiesta particular y exclusiva”[4].

Entonces, en el milagro de Bolsena, Jesús permite que veamos de modo visible, con nuestros ojos, lo que proclamamos por la fe: que el pan se convierte en su Cuerpo y el vino en su Sangre, literalmente. Este milagro fue un milagro obrado por el cielo, mediante el cual Dios mismo quería hacernos ver, con los ojos del cuerpo, aquello que debemos contemplar con los ojos de la fe.

A partir de milagro de Bolsena se origina entonces la Fiesta del “Corpus Domini” –“Cuerpo del Señor”- o también “Corpus Christi” –“Cuerpo de Cristo”-, fiesta que se hace extensiva para toda la Iglesia Universal.

Lo que debemos tener en cuenta es que lo que sucedió en Bolsena, la conversión el pan en músculo cardíaco y la conversión del vino en sangre, y que pudo ser visto con los ojos del cuerpo, es lo que sucede invisible, misteriosamente pero realmente en cada Santa Misa y aunque no puede ser visto con los ojos del cuerpo, sí puede ser contemplado con los ojos de la fe: por el poder divino del Sumo Sacerdote Jesucristo que pasa a través de la voz del sacerdote ministerial -como si fuera corriente eléctrica, podríamos decir- el pan se convierte en la Carne de Jesús, en su Sagrado Corazón traspasado, del cual brota Sangre, y esta Sangre se recoge en el Cáliz. Esto sucede invisiblemente en cada Santa Misa, con la particularidad de que en Bolsena sucedió de forma visible, para que todos pudiéramos ser testigos de que lo que enseña la Iglesia sobre la Eucaristía es verdad. Así, el pan se convirtió en el músculo cardíaco, el músculo del Sagrado Corazón y como es un corazón vivo, esta Sangre fue la que, manando abundante del Corazón de Jesús, cayó sobre el corporal y sobre el pavimento, manchándolos e impregnándolos, quedando impregnados con la Sangre de Jesús hasta el día de hoy. Ése es el sentido del milagro de Bolsena: que sepamos que en cada Santa Misa, por el milagro de la Transubstanciación, Jesús se hace Presente, real substancial y verdaderamente, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y también con todo el Amor Eterno de su Sagrado Corazón.

También debemos saber que en la Santa Misa se diferencia del milagro de Bolsena por lo siguiente: en el milagro de Bolsena, la Sangre de Jesús, que brotó milagrosamente de la Carne aparecida en el lugar de la Hostia, se derramó sobre el corporal y el pavimento de mármol y quedó allí impresa, hasta el día de hoy, como reliquia; en la Santa Misa, la Sangre de Jesús, que aparece milagrosamente por la Transubstanciación, de la Carne Eucarística, quiere caer, no sobre el corporal, ni sobre el pavimento, para quedar como una reliquia inerte, sino que quiere derramarse sobre los corazones de los hijos de Dios, para colmarlos con la Vida Eterna y para llenarlos con el Fuego del Divino Amor. Es decir, nuestros corazones y nuestras almas deben ser como corporales y cálices vivientes que reciban, con amor, con piedad y en gracia, el Cuerpo y la Sangre de Jesús resucitado y glorioso en la Eucaristía.

En el Evangelio, Jesús le dice a Tomás que son “dichosos los que creen sin ver”; por esta razón, no hace falta que en cada Santa Misa se repita el milagro de Bolsena para que creamos lo que la Iglesia nos enseña sobre la Eucaristía: lo que sí hace falta es que precisamente tengamos fe firme, sin vacilar y sin ninguna duda, en lo que nos enseña la Santa Madre Iglesia: por las palabras de la consagración que pronuncia el sacerdote ministerial –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y que la Sangre que brota del Corazón Eucarístico de Jesús, Él la quiere derramar, no en el cáliz, ni en el corporal, ni en el mármol, como sucedió en el pueblito de Bolsena, sino que quiere derramarla en nuestros corazones, para que con esa Sangre nuestros corazones reciban al Espíritu Santo, al Amor de Dios.

Entonces, en la Fiesta de Corpus Christi, nos acordamos del milagro que sucedió en el pueblito de Bolsena, en donde el pan se convirtió en el Corazón de Jesús, de donde brotó su Sangre que se derramó en el cáliz; en la Misa, por las palabras del sacerdote, sucede el mismo milagro que en Bolsena, solo que no lo vemos con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe: el pan se convierte en el Sagrado Corazón de Jesús, de donde brota su Sangre, que quiere derramarse en nuestros corazones.

 



[1] Cfr. Misal Romano.

[2] https://www.facebook.com/news.va.es

[3] Cfr. ibidem.

[4] Es así que decidió extender la fiesta del Corpus Domini, hasta ese momento únicamente fiesta de la diócesis de Liegi, a toda la Iglesia Universal, mediante la Bula “Transiturus de hoc mundo ad Patrem”. En ella, se expone la razón de la importancia de la Eucaristía: la presencia real de Cristo en la Hostia.


martes, 10 de junio de 2025

Solemnidad de la Santísima Trinidad

 



(Ciclo C – 2025)

            La religión católica es una religión de misterios y tanto es así, que al comenzar la ceremonia sacramental y litúrgica más importante de la Iglesia, es la Iglesia misma la que nos invita a arrepentirnos de nuestros pecados, a fin de poder asistir con la máxima pureza espiritual al despliegue del más grande de sus misterios, la Santa Misa. En efecto, el Misal Romano dice así, apenas al inicio de la Santa Misa: “Hermanos, reconozcamos nuestros pecados, para que podamos participar dignamente de estos “sagrados misterios””. Como vemos, el Misal Romano llama a la Santa Misa “Sagrados Misterios”. Aquí el misterio al que se hace referencia, es un misterio que va más allá del alcance de nuestra razón y también de la inteligencia angélica. En otras palabras, no se trata de un misterio que pueda ser alcanzado por la razón natural, como por ejemplo, la existencia de una isla remota del Océano Atlántico. Es decir, para nosotros, es un misterio la existencia de dicha isla, en el sentido de que, aun sabiendo si existe, no sabemos cómo es en realidad, aunque sí podemos darnos una idea, podemos imaginarnos de qué se trata, al compararla mentalmente con otras islas que sí conocemos. Pero cuando el Misal Romano llama a la Santa Misa “sagrados misterios”, está haciendo referencia a una clase de misterios que es inalcanzable, en el sentido de que ni siquiera podemos saber que existen si no son revelados y estos misterios son aquellos que originan a la Santa Misa: la Santísima Trinidad, la Encarnación del Verbo en el seno de María Virgen, su prolongación en el tiempo y en el espacio por la liturgia eucarística y el don del Acto de Ser divino trinitario del Hombre-Dios Jesucristo a través de la Eucaristía. Estos se llaman, más que simplemente “misterios”, “misterios sobrenaturales absolutos” y son los misterios que se origina en la Santísima Trinidad, misterio el cual, a su vez, es conocido por nosotros gracias a la revelación de Jesucristo.

Precisamente, la revelación del dogma de la Santísima Trinidad por parte de Jesús, es decir, revelar que en Dios, que es Uno, hay tres Personas, es una de las causas del rechazo y de la condena a muerte por parte de los judíos a Jesús. Para los judíos, quienes a su vez habían sido elegidos para ser el inicio de la revelación de la constitución íntima de Dios y por eso eran el único pueblo monoteísta en medio de pueblos paganos, era algo impensable e inimaginable afirmar que en Dios hay Tres Personas. La mentalidad monoteísta judía no podía ni comprender y muchos menos aceptar la Trinidad de Personas en Dios que es Uno y por eso rechazan a Jesús y lo acusan de blasfemo, porque Jesús no solo revela que en Dios hay Tres Personas, sino que Él es una de esas divinas personas, Él revela que es Dios Hijo, encarnado para la salvación de los hombres. Pero aunque los judíos no lo crean -y hasta el día de hoy siguen sin creerlo-, la constitución íntima de Dios es la que revela Jesús: Dios es Uno en naturaleza, en Acto de Ser divino trinitario y en Él hay Tres Personas Divinas. Esta revelación de Dios como Uno y Trino constituye el misterio más grande y sublime de todos los misterios del catolicismo, el misterio que es la raíz de absolutamente todos los misterios del catolicismo, es el misterio del cual viene todo lo que es sobrenatural, trascendente y vivificante en la religión católica[1]; el misterio de la Santísima Trinidad es el misterio sin el cual no se explica la religión católica. es la substancia misma de la enseñanza evangélica, porque la revelación evangélica de Jesucristo de Dios como Trino en Personas completa la revelación de Dios como Uno en naturaleza; la vida divina que se comunica a los hombres por medio de los sacramentos es la vida de la Trinidad, es decir, los sacramentos comunican, por la gracia, la participación a la vida divina trinitaria y de esta manera, la Santísima Trinidad es el principio y la raíz de la vida divina comunicada y participada al hombre en los sacramentos. El misterio de la Santísima Trinidad es tan alto y sublime, que se encuentra absolutamente por fuera del alcance del intelecto de las creaturas inteligentes, sean hombres o ángeles.

El misterio de la Trinidad es tan importante, que es de este misterio del cual se desprenden y dependen todos los misterios de la Iglesia Católica: la constitución de Cristo como Dios Hijo del Eterno Padre, su Encarnación en el seno virgen de María, la prolongación de su Encarnación, por el misterio de la liturgia eucarística, en cada Santa Misa. Toda la vida de Cristo, su envío por el Padre, su Pasión y Resurrección, el envío del Espíritu Santo, la existencia de la Iglesia como Esposa Mística del Cordero, todo se origina en la Trinidad y todo tiende a la Trinidad.

            Es de la Trinidad de donde surge todo, porque es el Eterno Padre, Principio sin principio de la Trinidad quien, por su divina misericordia, decide enviar a su Hijo a morir en cruz, no sólo para el perdón de los pecados, sino para conceder gratuitamente al hombre la gracia de la filiación divina y esto para que el hombre, dejada la vida sobre la tierra, inhabite en su seno por toda la eternidad.

            Es del misterio de la Santísima de donde se desprenden todos los misterios de Cristo: Cristo es la Segunda Persona de la Trinidad y es por esto que los enfermos quedaban curados al tocarlo; los sacramentos, que son una extensión y prolongación de la Humanidad de Cristo -según afirma Santo Tomás de Aquino- santifican al hombre porque esa humanidad está unida personalmente al Verbo, a la Segunda Persona de la Trinidad, que es la Santidad Increada en Sí misma.

          Del misterio de la Trinidad se desprende el misterio de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia: la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, el Amor substancial de Dios, es enviado por el Padre y el Hijo como Fuego de Amor Divino para encender a las almas en el Amor de Dios: “He venido a traer fuego a la tierra, y cómo quisiera verlo prendido”. El Espíritu Santo es el Fuego Santo, espiritual y divino, que Jesús ha venido a traer, para que los corazones de los hombres se incendien y ardan como brasas ardientes en el Amor de Dios. Y es para esto para lo que ha venido Jesús, para redimir y santificar al hombre, por obra de la Trinidad, porque toda la obra de la Trinidad es redención y santificación del hombre por pura misericordia.

Del misterio de la Trinidad se desprende el misterio de la Iglesia, Esposa Mística del Cordero de Dios, a través de la cual la Trinidad alimenta a los hombres con el Amor substancial de Dios, por medio de la Comunión Eucarística. Es la Trinidad la que obra la redención y santificación de los hombres, que no es solo perdón de los pecados, sino donación de la filiación divina a los hombres, para que los hombres sean incorporados al seno mismo de la Trinidad.

Es del misterio de la Trinidad de donde se desprende el misterio de la Eucaristía, por la cual los hombres reciben, al recibir al Hombre-Dios Jesucristo en el Sacramento del altar, el Amor substancial de Dios y es así como la redención continúa en el signo de los tiempos por medio de la Eucaristía, don del Amor de la Santísima Trinidad a la humanidad caída. La redención continúa por la Eucaristía, porque al unirse el alma al Cuerpo Sacramentado de la Segunda Persona de la Trinidad, Cuerpo unido hipostáticamente al Verbo, la vida de los hombres se enlaza con la vida de la Trinidad.

Es el misterio de la Trinidad el que explica las palabras de Jesús: “Que todos sean una misma cosa y que como Tú estás en mí y yo en Ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros”. Esta unión con Jesús y en Jesús con el Padre, en el Amor Divino, se da en la Comunión Eucarística, porque por la Eucaristía se hace realidad el pedido de unión de los hombres en Jesús y por Jesús a la Trinidad, suprimiendo la distancia infinita entre el hombre y Dios. San Hilario interpreta estas palabras y las aplica al sacramento de la Eucaristía, y sostiene que la unidad de la naturaleza que existe entre Cristo y el Padre se extiende a nosotros a través del Sacramento de la Eucaristía, Sacramento trinitario por excelencia: “Si el Verbo verdaderamente se hizo carne y si nosotros en el pan del Señor manducamos verdaderamente el Verbo humanado (…) Él está en nosotros mediante su carne y nosotros estamos en Él, porque aquello que somos nosotros está con Él en Dios. Así hemos de creer que se ha establecido una unidad perfecta por el Mediador, permaneciendo el Padre en Él, mientras que nosotros permanecemos en Él; y Él, permaneciendo en el Padre, permanece también en nosotros, y así nosotros ascendemos a la unidad del Padre”[3]. Según San Hilario, el Verbo está en el Padre y viene a nosotros en la Eucaristía, y por esto mismo, cuando comulgamos la Eucaristía, nosotros estamos en el Verbo y por el Verbo en el Padre y así el misterio de la Eucaristía se explica en su origen y fin por el misterio de la Trinidad.

El misterio de la Trinidad explica que por la Eucaristía seamos convertidos en “oblación permanente”, tal como lo quiere la Iglesia: en la oración de las ofrendas pedimos que por los dones –el pan y el vino consagrados, la Eucaristía- seamos transformados en oblación permanente, es decir, seamos transformados en Cristo, que es oblación permanente ante el Padre y esto se produce con la Comunión Eucarística: Cristo nos dona el Espíritu Santo, el cual nos transforma en Él y como Él está ante el Padre como el Cordero Degollado, como la oblación perfectísima y pura y eterna y como sacrificio agradable a Dios, así nosotros, al comulgar, presentados en oblación permanente delante del trono de Dios, tal como lo pedimos en la oración de las ofrendas de la misa de la Santísima Trinidad: “…que por estos dones… seamos transformados en oblación permanente…”[4].

            Es Jesús entonces Quien revela el misterio inimaginable para el hombre y para el ángel: la Tri-unidad de Personas en el Dios Uno y Único. Esta revelación de que en Dios Uno hay una Trinidad de Personas provocó estupor y admiración entre los judíos de buena voluntad; de la misma manera, la revelación del sublime misterio de la Presencia Eucarística de Jesús también debe despertar en nosotros admiración y estupor y tanto más, cuanto que a este misterio se le agrega otro igualmente sublime: que en la Eucaristía Jesús no se contenta con revelar el misterio de la Trinidad, sino que Jesús nos hace el don de la Trinidad, de modo tal que es la Trinidad misma quien vendrá a habitar en el alma –si está en gracia- por la Comunión Eucarística. Por la Comunión Eucarística, dice San Hilario, incorporamos la carne divinizada del Verbo, y al Verbo mismo, que como Dios, está en unión íntima y real con Su Padre, del cual procede, y con el Espíritu Santo, al cual espira. De ahí las palabras de Jesús: “Quien me ve, ve al Padre”, “Quien a Mí me recibe, recibe al que me envió”; por eso, quien recibe a Jesús Eucaristía, recibe a la Trinidad divina. Al conmemorar el misterio sobrenatural absoluto de la Santísima Trinidad, la Santa Madre Iglesia va más allá de simplemente recordar la revelación del misterio por parte de Jesús: por medio de la donación del Hijo en la Eucaristía, nos conduce al seno del Padre, en el Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo.

 

 




[1] Cfr. Émile MerschLa téologie du Corps Mystique, 11.

[2] Cfr. Matthias Joseph ScheebenLos misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 430.

[3] Cfr. Scheeben, Los misterios, 430.

[4] Cfr. Misal RomanoOración sobre las ofrendas de la Misa de la Solemnidad de la Santísima Trinidad.

 


sábado, 7 de junio de 2025

Solemnidad de Pentecostés

 


(Solemnidad de Pentecostés - Ciclo C - 2025)

“Sopló sobre ellos el Espíritu Santo” (cfr. Jn ...). Jesús, resucitado y glorioso, se aparece a sus discípulos, y sopla sobre ellos el Espíritu Santo, dando origen a la Solemne Fiesta de Pentecostés, caracterizada por el don de Cristo a su Iglesia, el Espíritu Santo. La fiesta de Pentecostés -en griego “pentekoste” significa “quincuagésimo”- ya existía entre los judíos: para Israel era una fiesta de la cosecha de primavera que terminaba los días de celebración después de la Pascua y era también la celebración de la entrega de la Ley en el monte Sinaí. Pero para la Iglesia Católica, tiene un significado muy distinto: es el “quincuagésimo día”, pero después de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, y se celebra el día en el que Jesucristo concede a su Iglesia el Don del Espíritu Santo[1].

Dice así el Catecismo de la Iglesia Católica (párrafos 731-732): “En el día de Pentecostés, cuando las siete semanas de Pascua habían llegado a su fin, la Pascua de Cristo se cumple en el derramamiento del Espíritu Santo, manifestado, dado y comunicado como una Persona Divina: de su plenitud, Cristo, el Señor, derrama el Espíritu en abundancia. Ese día, la Santísima Trinidad se revela completamente. Desde ese día, el Reino anunciado por Cristo está abierto a los que creen en él: en la humildad de la carne y en la fe, ya comparten la comunión de la Santísima Trinidad”.

Al recibir al Espíritu Santo, los discípulos, que habían sido testigos de su Pasión y su Resurrección, ingresan en un nuevo tiempo, el tiempo del Espíritu Santo y su obra dentro de la Iglesia. De una forma análoga y por medio del misterio de la liturgia, también la Iglesia, en Pentecostés, comienza a vivir el tiempo del Espíritu Santo: hasta antes de Pentecostés, la Iglesia era partícipe de la vida y del misterio de Cristo; ahora, se hace partícipe de la vida y del misterio del Espíritu[2]. Esto quiere decir que antes del envío del Espíritu Santo, la Esposa del Cordero, la Iglesia, celebra y participa del misterio pascual del Verbo Encarnado: su Encarnación, su Vida oculta, su Pasión, Muerte y Resurrección; luego del envío del Espíritu Santo, en Pentecostés, la Iglesia celebra y participa de los misterios y de la misión del Espíritu Santo, enviado por Cristo. Antes de Pentecostés, la misión del Verbo Encarnado, consistía en preparar a los discípulos para la misión del Espíritu Santo, y a su vez, la misión del Espíritu Santo, luego de Pentecostés, es continuar y extender la vida del Verbo en los hombres y en el mundo[3] por medio de la acción evangelizadora de la Iglesia; el Espíritu Santo tiene como misión el prolongar la encarnación del Verbo en cada criatura, mediante la acción de la Iglesia y en la Iglesia, es hacer de cada criatura otro Cristo, mediante la participación de la creatura, por la gracia, a la vida de la Trinidad. De ahora en adelante, el tiempo de la Iglesia estará bajo el influjo especial del Espíritu Santo; después de Pentecostés, la Iglesia recibirá la acción del Espíritu Santo universalmente y en cada uno de sus miembros, y la acción y la misión de este Espíritu es hacer de cada miembro otro Cristo, cada bautizado en la Iglesia Católica, viva con la vida de Cristo; es decir, que el bautizado no viva ya más con su mera vida humana, sino que viva con la vida misma del Cordero de Dios, participando de los misterios del Hombre-Dios Jesucristo por la gracia. Para que el ser humano participara de la vida divina trinitaria, es decir, para que el ser humano se endiosara, por medio de la gracia santificante, que hace que el alma participe de la vida de la Trinidad, es para lo que Cristo sopla el Espíritu Santo: “Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”, dice el evangelio, y lo hace para que los miembros de la Iglesia vivan en Cristo, en su Cuerpo Místico, de Cristo, de su substancia divina, comunicada en la Eucaristía, por Cristo, porque ahora el sentido de la vida del cristiano no es el mundo sino Cristo, para Cristo, porque el cristiano, sea cual sea su estado, debe tener a Cristo como motor de su vida y como el objetivo de su vida. En Pentecostés la Trinidad envíe al Espíritu Santo para que Él comunique a los bautizados en la Iglesia Católica la vida del Hombre-Dios Jesucristo, para que cada bautizado viva no ya con su simple vida humana natural, sino con la vida de Cristo, con la vida divina del Hombre-Dios, y por eso es enviado como soplo, porque el soplo significa y representa la espiración de vida y de amor.   

La razón por la que el Espíritu Santo es enviado como “soplo” -así lo dice el Evangelio: “Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”- es porque el soplo es una expresión que significa espiración vital, espiración de vida -respira el que tiene vida-, una vida que surge de las entrañas de quien espira; en el proceso de la respiración, el inspirar es la fuerza motriz, y el espirar es la emanación de la vida que fluye fuera, y por eso la espiración representa la comunicación de toda la vida[4]; debido a que Cristo es Dios, al espirar, el soplo que Cristo como Dios espira es espiración de vida y de amor no de una persona humana, no es el soplo de un hombre común, es el soplo del Dios Viviente y por eso mismo es la espiración de la Persona-Amor, el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad. Jesús, tanto como Dios y como Hombre, es el Espirador del Espíritu Santo[5], y por eso el don que hace a la Iglesia es un don personal suyo, es un don de su Persona Divina. A diferencia de la oración sacerdotal antes de la Pasión en la Última Cena, en donde Jesús implora al Padre el envío del Espíritu Santo, sino que ahora, resucitado, Él en Persona lo sopla, lo espira, lo concede, lo dona Él mismo en Persona.

Porque significa vitalidad, soplo de vida, es que Cristo dona al Espíritu Santo a través del soplo; esto significa que es de Él, de la profundidad de su Acto de Ser divino trinitario, de donde brota el Espíritu Santo desde la eternidad, como soplo de Espíritu de vida divina. Y puesto que Cristo es Dios-Hombre, esto es, Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios, el Espíritu Santo, procede como soplo de amor eterno del Corazón de Cristo, del Sagrado Corazón de Jesús, que es también el Corazón del Padre; de esta manera el Espíritu Santo como soplo del Divino Amor, surge de la espiración del único Corazón de Dios, el Corazón del Padre y del Hijo y surgiendo de ambos, lleva en Sí mismo toda la vida y todo el amor de las Divinas Personas de la Trinidad. Al comunicarse entre sí el Espíritu Santo -el Padre dona el Espíritu Santo al Hijo y el Hijo ama al Padre desde la eternidad, con el mismo Espíritu Santo, con el mismo Amor Divino- el Padre y el Hijo viven el uno en el otro; entre el Padre y el Hijo, hay un donar y recibir eternos, un aliento infinitamente vigoroso y vivo, que sopla de uno al otro y sale de ambos; la transmisión mutua del Espíritu entre el Padre y el Hijo se da por el latido de un corazón infinito que arde en el ardor supremo del amor; el Espíritu Santo que ambos se transmiten, es la llama flameante de una infinita hoguera de amor[6]: el Espíritu es fuego santo de Divino Amor y por eso se manifiesta y se simboliza su descenso sobre la Iglesia como llamas de fuego. Es este Amor substancial, amor con el cual se aman eternamente el Padre y el Hijo, lo que dona Jesucristo a su Iglesia en Pentecostés. El Espíritu Santo soplado sobre los Apóstoles se manifiesta visiblemente y se simboliza como lenguas de fuego, significando la combustión y la quema del mundo antiguo y la purificación por el fuego de la divinidad, que santifica todo a su contacto, elevándolo puro y santo para Dios.

“Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”. Al soplar con su divino aliento sobre la Iglesia Naciente, Jesús no dona a su Esposa simplemente una protección especial; tampoco es simplemente los dones del Espíritu Santo, los cuales son en sí mismos un tesoro de valor inapreciable: lo que Jesús dona con su soplo junto al Padre, es algo infinitamente más grandioso que una protección para su Iglesia o que los dones del Espíritu Santo, dona a Persona Tercera de la Trinidad, la Persona del Divino Amor, el Espíritu Santo; es decir, no dona sólo los dones del Espíritu, sino al Espíritu mismo.

La razón de este don es para que el Santo Espíritu de Dios una, en el Amor Puro y Santo de la Tercera Persona de la Trinidad, a los hombres con Dios, haciendo de ellos un solo cuerpo y un solo espíritu y esta unión se produce por medio de la sunción del Cuerpo Eucarístico de Cristo, es decir, a través de la Comunión Eucarística. Cristo dona a la Tercera Persona de la Trinidad no solo para que el Espíritu conceda sus dones y sus virtudes al alma, sino para que el alma de los miembros de su Iglesia, sea incorporada a Cristo y se haga su Cuerpo y sea animado por su mismo Espíritu, para que el Espíritu se haga Alma del alma, así como es Alma de la Iglesia; lo dona a su Iglesia para que sea posesión personal del alma que lo recibe y para que el alma se goce y se alegre por esa posesión. “Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”.

Por último, debemos considerar que Pentecostés sucedió en el pasado, en el tiempo y en el espacio, en un momento determinado de la historia humana, pero no por eso debemos pensar que Pentecostés ya pasó, y que para nosotros como Iglesia nos queda sólo hacer memoria o imaginarnos el envío del Espíritu Santo. Cada vez que ingresa a nuestras almas por la Sagrada Comunión, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús sopla el Espíritu Santo sobre nuestras almas, renovando así el día de Pentecostés para el alma, y esto no sucede de manera imaginaria, metafórica, o simbólica, sino real y substancial, porque por la Comunión recibimos a la hipóstasis misma del Espíritu Santo, recibimos al Espíritu Santo en Persona. Esa es la razón por la que rezamos así en la oración colecta de la Misa de Pentecostés: “La comunión que acabamos de recibir, Señor, nos comunique el mismo ardor del Espíritu Santo...”[7]. “La comunión que acabamos de recibir...”: cada comunión eucarística es como un nuevo y pequeño Pentecostés personal, en donde del Corazón Eucarístico de Cristo es espirado en un soplo de amor el Amor substancial del Padre y del Hijo, el fuego del Espíritu Santo, que busca incendiar al alma en el fuego santo del Divino Amor.  

 



[2] Cfr. Divo Barsotti, Il Mistero Cristiano nell’anno liturgico, Libreria Editrice Fiorentina, Florencia 1956, 241.

[3] Cfr. Barsotti, ibidem, 241.

[4] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 111.

[5] Cfr. Èmile  Mersch, La théologie du Corps Mystique, Tomo II, Desclée de Brower, Paris2 1946, 124.

 

[6] Cfr. Scheeben, Los misterios, 110.

[7] Cfr. Misal Romano, Oración colecta para la Solemnidad de Pentecostés.


miércoles, 28 de mayo de 2025

Solemnidad de la Ascensión del Señor

 



(Ciclo C - 2025)

 

Antes de ascender a los cielos, Cristo resucitado revela a sus discípulos el motivo por el cual el Mesías ha padecido su Pasión de amor: no solo para perdonar los pecados, sino también para para transmitir a todos los hombres la buena noticia de que sus pecados han sido perdonados por su Sacrificio en Cruz, por su Sangre que ha sido derramada en la Cruz. Les dice además que “permanezcan en la ciudad, en Jerusalén hasta que se revistan de la fuerza que viene de lo alto”, es decir, hasta que reciban al Espíritu Santo que Él va a enviar junto al Padre. Y cuando venga el Espíritu Santo, les hará comprender con plenitud el misterio pascual de Jesucristo, que implica otros misterios, otros contenidos salvíficos de la Buena Noticia que los discípulos deben anunciar y es que no sólo han sido perdonados los pecados, sino que además Dios quiere deificar, hacer dioses a cada uno de los hombres mediante la comunicación de su filiación divina, su resurrección y su gloria, para que los hombres, mucho más que vivir como “hombres buenos”, Dios quiere que vivan como hijos de Dios, es decir, como hombres santos, como hombres que participan de la vida divina de la Trinidad y esto es posible porque gracias al Sacrificio de Jesús en el Calvario, la Iglesia les comunicará, a través de los sacramentos, una vida nueva, la vida de la gracia, vida que los hace partícipes de la vida divina de la Santísima Trinidad.

De esta manera Jesús lleva adelante su misterio pascual de muerte y resurrección, ascendiendo a los cielos para luego enviar al Santo Espíritu de Dios sobre su Iglesia, sobre su Cuerpo Místico en Pentecostés, de manera que, por la misión evangelizadora de la Iglesia, toda la humanidad pueda ser conducida, luego de ser glorificada y deificada por Él, hacia el Padre.

Así, luego de la muerte en cruz, luego de la resurrección y glorificación de su Cuerpo que yacía tendido en el sepulcro, Jesús ha cumplido ya su sacrificio redentor, ha ofrecido su vida en holocausto y ahora, resucitado sube a los cielos y asciende como Víctima Inmolada, Santa y Pura, para ofrecerse al Padre como Sacrificio Eterno para la redención de los hombres. Su Encarnación en el seno virgen de María Santísima fue el primer acto de su misterio pascual y esto lo hizo Jesús para tener un Cuerpo humano que pudiera ser ofrecido en holocausto, para que sea quemado con el fuego del Espíritu Santo en el ara de la cruz y así, esa Carne suya sublimada por el fuego del Espíritu en la resurrección, fuera luego ascendida para ser presentada al Padre como la Víctima Perfectísima, Santa y Pura en beneficio de los hombres, para que cada vez que la Ira Divina se encendiera por los crímenes de la humanidad, al ver al Cordero de Dios degollado para la salvación de los hombres, la Ira Divina fuera aplacada y diera paso a la Misericordia Divina.

Pero la ascensión de Jesús no se entiende ni se aprecia en su verdadero sentido sobrenatural, si no se tiene en cuenta su significado místico: tanto la Resurrección como la Ascensión de Jesús llevan a cabo, de una manera místicamente real, lo que en los sacrificios de animales se simboliza mediante la combustión por el fuego de la carne de la víctima[1]. En el Templo de la Antigua Alianza, cuando se hacía el sacrificio de un cordero, se encendía el fuego y se inmolaba su cuerpo en el fuego y el cuerpo, devorado por las llamas, era sublimado y transformado en humo que ascendía al cielo; con eso se quería significar que el don -la carne del cordero- se había transformado en algo superior por la acción del fuego –la materia se hacía humo que subía la cielo, es decir, la materia se convertía en algo inmaterial, espiritual, por la acción del fuego- y este cordero, con su carne así sublimada por el fuego, ascendía al cielo, en donde pasaba a ser propiedad de Dios; la otra parte del sacrificio del cordero consistía en que se introducía la sangre de las víctimas sacrificadas, en el Santo de los Santos, en el Tabernáculo, donde estaba Dios, significando también que la sangre de esa víctima inmolada en su honor, pasaba a ser propiedad divina, ya no pertenecía más a los hombres, sino que desde ese momento, esta sangre se apropiaba a Dios.

Ahora bien, los sacrificios de la Antigua Alianza eran solo una figura y una representación simbólica del Verdadero y Único Sacrificio, el Sacrificio de Cristo en la cruz y de su función en el cielo, por la cual Él apropia y ofrenda su cuerpo y su sangre glorificados, divinizados por el Fuego del Espíritu Santo, continuamente, eternamente, a Dios[2]. Del mismo modo a como el cuerpo del cordero sacrificado en el altar era consumido por el fuego para luego ascender sublimado, transformado en algo superior, a Dios, así, del mismo modo, pero no ya en un sentido figurado y simbólico, sino haciendo realidad lo que era figura, Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, quema su Cuerpo muerto en el altar de la cruz con el fuego de su Espíritu, absorbiendo su muerte y comunicándole su propia vida divina, la vida divina del Ser Divino Trinitario que Él posee como Hijo junto al Padre y el Espíritu Santo, resucitando su Cuerpo, dándole vida divina con la gloria de la Trinidad, para que su Cuerpo, antes muerto, el Cuerpo del Cordero de Dios, ahora resucitado y glorificado, ascendiera sublimado por el Espíritu Santo, hasta el Cielo, ingresando en el Templo del Cielo con su Sangre glorificada, para que tanto su Cuerpo como su Sangre sublimadas y glorificadas por el Espíritu Santo, pasen a ser propiedad exclusiva de Dios Padre. Entonces, a partir de la Pasión, Muerte, Resurrección, Glorificación y Ascensión al cielo de Jesucristo, aquello que sube a los cielos como don sublime y perfectísimo ofrecido en honor de la Trinidad, no es ya el humo que se desprende de un animal muerto, sino que es el Cuerpo glorioso y resucitado y la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios; es el Cuerpo y la Sangre glorificados de Nuestro Señor, que así asciende como don de valor infinito ofrecido a la Trinidad para nuestra salvación.

Aquí es entonces donde encontramos el significado místico y sobrenatural de la Ascensión del Señor: la resurrección, la glorificación, y luego la ascensión, son los actos por los cuales la víctima inmolada, el Verdadero Cordero, el Cordero de Dios Cristo Jesús, empezó a ser posesión verdadera y perpetua de Dios. El Cordero Degollado, Cristo Jesús muerto en la cruz, fue envuelto en el fuego de la divinidad, el Espíritu Santo, el cual infundió una nueva vida, la Vida de la Trinidad, al Cordero que yacía muerto en el Santo Sepulcro y absorbiendo su mortalidad lo asumió y transformó en sí, le comunicó la vida gloriosa trinitaria, lo hizo subir como holocausto de dulce y suavísima fragancia a Dios, para disolverlo y fundirlo, por decirlo así, en Dios[3]. Y esto es lo que se renueva y actualiza en cada Eucaristía: sobre el altar eucarístico se depositan las substancias inertes del pan y del vino y en el momento en el que el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, el fuego del Espíritu Santo desciende sobre el pan y el vino y los convierte en el Cuerpo y la Sangre del Cordero y así la Eucaristía es el Sacrificio Perfectísimo que la Santa Iglesia ofrece a la Trinidad, como holocausto de suave y exquisita fragancia.

De esta manera es cómo toda la vida, toda la existencia terrena del Hombre-Dios Jesucristo es asumida en su supremo culto sacrificial: al encarnarse en el seno de la Virgen, se apropió de un objeto para sacrificar, la naturaleza humana de Jesús de Nazareth y mediante la Encarnación, mediante la unión de esa naturaleza humana a su Persona Divina, la Segunda de la Trinidad, un valor infinito, el valor de ser la naturaleza humana del Hijo de Dios; a través de su Pasión y Muerte consumó la inmolación de este objeto del sacrificio; mediante su Resurrección y glorificación lo transformó en holocausto, y mediante su Ascensión lo subió al cielo ante el acatamiento de su Padre, de manera que por la Ascensión, la naturaleza humana glorificada de Jesús de Nazareth le perteneciese al Padre como prenda eterna del culto más agradable y perfecto[4], como Única Prenda Sacrificial digna del Padre Eterno. Así, tanto la glorificación ocurrida en el sepulcro, como la Ascensión, constituyen las últimas etapas de su misterio pascual, misterio que había iniciado al descender, desde el seno del Padre, hasta el seno virgen de María. El Verbo de Dios baja de los cielos, asume personalmente una carne humana, la ofrenda en el altar de la cruz, la inmola en el sacrificio del Calvario, la resucitó con su propio espíritu de vida y ahora, a esa misma humanidad, glorificada y resucitada, la asciende a los cielos, para depositarla ante los ojos de Dios como un sacrificio espiritual eternamente agradable a la Trinidad.

Con la Ascensión, queda constituido el doble movimiento del misterio pascual de Jesús, consistente en un descenso -la Encarnación- y un ascenso -la muerte en cruz, portal de ingreso al cielo-, cuyo objetivo final es ascender, elevar, junto a Él, en Él y por Él, a toda la humanidad, para conducirla glorificada al Corazón mismo de Dios Uno y Trino.

Este misterio pascual de Cristo, constituido por el doble movimiento de descenso y de ascenso, continúa en el signo de los tiempos y se actualiza en la liturgia, en cada misa: Santo Tomás afirma que Cristo asciende a los cielos para llevarnos a su Sagrado Corazón, y eso es lo que hace en la Eucaristía: desciende en la comunión eucarística hasta nuestra alma para ascendernos a nosotros hasta Su Sagrado Corazón, que es el Corazón de Dios. En otras palabras, Jesús renueva su ascenso y descenso cada vez que se lleva a cabo el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa: por la liturgia eucarística, Jesús desciende desde el seno del Padre hasta la Eucaristía y desde la Eucaristía continúa su descenso hacia nuestras almas, para desde allí ascender a los cielos, ante trono del Dios, llevando consigo nuestra humanidad, nuestras ofrendas, como sacrificio delante de Dios; Cristo Eucaristía, resucitado y glorioso, asciende desde el altar eucarístico, llevándose nuestra humanidad, nuestras vidas, nuestro ser, nuestros ofrecimientos y agradecimientos, como ofrenda agradable a llevada Dios. La misión que deja Jesús a sus discípulos, antes de Ascender a los cielos, es la de propagar el Evangelio: como testigos, deben declarar, deben testimoniar lo que han visto y oído y esta misión es también para nosotros, cristianos del siglo XXI, porque si el misterio pascual de Cristo se actualiza a través del misterio de la liturgia, entonces también se actualizan para nosotros el mandato misionero y también la alegría de la resurrección, porque los discípulos se alegran, aún cuando el Señor asciende y los deja solos, porque saben que Cristo que Asciende a los cielos no los ha dejado solos, sino que está en su Iglesia en la Eucaristía hasta el fin de los tiempos. Por esto mismo, también nuestros corazones deben inundarse de alegría sobrenatural, al contemplar con la luz de la fe cómo el Hijo de Dios desciende desde el cielo, desde el seno del Padre, hasta el altar eucarístico, para luego ingresar a nuestros corazones y ascender nuevamente hasta el seno del Padre, llevando consigo nuestro ser, nuestra existencia, nuestra vida ofrecida, nuestras tribulaciones, nuestros agradecimientos, nuestras penas y dolores y también nuestras alegrías, para ser ofrecidos en Él, por Él y con Él, como sacrificio a Dios Trino, como un anticipo de nuestra ascensión final, en donde ya resucitados por Él, ofreceremos, en Él y con Él, en sacrificio de alabanza, todo nuestro ser, como ofrenda eterna a la Trinidad.

Por esto mismo, la Ascensión de Jesús, aunque en un primer momento pareciera ser el inicio de una vida sin Jesús -porque Jesús deja de ser visible para su Iglesia-, es sin embargo el punto de partida para la misión de la Iglesia Militante en la tierra, con Jesús resucitado y glorioso en la Eucaristía; la Ascensión de Jesús señala el inicio de la Presencia Eucarística de Jesús entre nosotros; la Ascensión de Jesús señala el inicio de una nueva vida para los bautizados, una vida en Jesús Eucaristía, con Jesús Eucaristía, para Jesús Eucaristía; la Ascensión de Jesús señala el inicio de nuestra propia ascensión a los cielos en Él, siempre y cuando permanezcamos unidos a su Cuerpo Místico, por medio de la Eucaristía, hasta el fin de nuestra vida en la tierra.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 461.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 461.

[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 462.

[4] Cfr. Scheeben, ibidem, 462.