jueves, 3 de julio de 2025

“El Reino de Dios está cerca”

 


(Domingo XIV - TO - Ciclo C - 2025)

“El Reino de Dios está cerca” (cfr. Lc 10, 1-20). Jesús nos revela que “el Reino de Dios está cerca”. Frente a esta revelación, debemos preguntarnos lo siguiente: cuán cercano está ese Reino, en qué consiste el Reino de Dios, quién es el Rey de este Reino y cuál es la riqueza que nos trae este Rey Divino, porque de lo contrario no podremos sacar provecho de lo que Dios quiere darnos con su Reino.

Para comenzar a responder a estas preguntas tenemos que saber, ante todo, que el Reino de Dios es espiritual y por eso no tiene una ubicación geográfica, como los reinos de la tierra, y por esto es que no se puede decir “está aquí” o “está allí”, y por esa razón no tiene un lugar determinado, no tiene fronteras físicas. Es un reino principalmente espiritual y lo que es espiritual, no tiene límites físicos: el Reino de Dios es la presencia de la gracia en el alma del bautizado que dan los sacramentos, es una presencia  espiritual, y por eso es que allí donde reina la gracia, allí está el Reino de Dios. Esta es la primera consideración que debemos hacer cuando Jesús nos dice que “el Reino de Dios está cerca”, el considerar que está cerca, tan cerca del alma que está en estado de gracia, porque ahí está el Reino de Dios, en esa alma en gracia, porque el Reino de Dios consiste en la presencia de la gracia santificante en el alma del bautizado. La otra consideración, más importante todavía, sobre el Reino de Dios, es quién es el Rey del Reino de Dios y cuál es la riqueza de ese Rey, porque la riqueza del Rey es inseparable del Rey, porque si el Reino de Dios está cerca, también está cerca el Rey de ese Reino y la riqueza que este Rey viene a traer.

En este sentido, las palabras de Cristo: “El Reino de Dios está cerca”, deben alegrarnos desde un inicio, porque al traernos su Reino a la tierra, Dios ha querido venir a visitarnos en su Hijo Jesús, porque Jesús es el Rey del Reino de Dios y con Jesús, Dios nos dona toda la riqueza divina, que es infinita y eterna: su gracia santificante, su vida divina, su amor celestial, su paz y su Misericordia Divina.

“El Reino de Dios está cerca”, dice Jesús, y es para nosotros una maravillosa noticia, pero lo más maravilloso de la llegada del Reino es que, no solo viene el Reino de Dios al alma, sino que viene el mismo Rey en Persona, Cristo Jesús y el mismo Rey en Persona es el Tesoro Inagotable de la Divinidad para la humanidad. Es decir, más que la llegada del Reino, la Buena Noticia para la humanidad es la Llegada del Rey del Reino, Cristo Jesús, en Quien se encuentran todos los tesoros de la Divinidad, al Ser Él Dios Hijo en Persona.

Es por esto que, para apreciar el don del Reino de Dios, nos conviene hacer una comparación del Rey del Reino de Dios con los reyes de la tierra, porque el Rey del Reino de Dios es el verdadero don del cielo, el verdadero don del Reino de Dios. Con relación al Rey de este Reino, también es diferente a los reyes de la tierra: estos últimos reinan desde tronos de marfil, y coronados con coronas de oro y plata, incrustadas en diamantes y toda clase de piedras preciosas. El Rey del Reino de Dios, Jesucristo, no reina desde un trono de oro y plata, sino desde un trono muy distinto, un trono que tiene forma de cruz, porque Jesucristo reina desde el madero de la cruz, y coronado de espinas. Los reyes de la tierra tienen cetros de ébano y marfil, signos visibles de su poderío terreno y tiránico; el cetro del Rey Jesús está formado por los clavos que sujetan sus brazos, y el escabel lo forman los clavos de hierro que atraviesan sus Sagrados Pies. Los reyes de la tierra se cubren con mantos regios de púrpura y lino finísimo; en cambio, el manto regio de este Rey Divino no es de seda ni está bordado con hilos de plata: el manto sagrado que cubre a este Rey del Cielo, Cristo Jesús, es de color rojo, el rojo sangre, porque su Cuerpo Sacratísimo está cubierto con su Sangre Preciosísima que brota a borbotones de todas sus heridas abiertas y sangrantes. Los reyes de la tierra están rodeados por una corte de aduladores, que alaban y cortejan al rey, aun cuando este rey sea cruel y cometa atrocidades; en cambio, el Rey del Cielo, Jesucristo, tiene por corte a una multitud enceguecida por el pecado y por Satanás, que pide desaforadamente su muerte y su crucifixión, aun cuando este Rey solo quiere dar su Vida Divina para salvarlos a ellos, a los mismos que piden su muerte.

Los reyes de la tierra basan su poder en las riquezas materiales: cuantas más riquezas, cuanto más oro, cuanta más plata, cuantas más tierras posea un rey terreno, tanto más aparentará poder y tanto más será respetado por el mundo. El Rey del Cielo, Jesucristo, aunque en la cruz aparece como despojado de todo tipo de riquezas, es sin embargo el Creador y el Dueño del universo, tanto visible como invisible; a Él le pertenecen todos los hombres, todas las almas, todos los ángeles, todas las potestades y principados del Cielo y por eso, más que ser un rey poderoso, es Dios, que es Rey y es Omnipotente. Y aún cuando Jesús esté crucificado, con su Cuerpo llagado, con sus heridas abiertas y sangrantes, agonizando; aún cuando parezca el último de los hombres y el más indefenso de todos, aún así, Cristo Crucificado es el Hombre-Dios, es Dios Hijo del Eterno Padre, es Dios Eterno, Creador del mundo visible e invisible, Creador de los hombres y de los ángeles y por eso mismo es Rey de Cielos y Tierra y su poder es infinitamente inmenso, inimaginablemente grandioso. Por esto, Cristo es rico, pero su mayor riqueza no proviene de su Creación; su mayor riqueza no consiste en los planetas, en los universos y en los ángeles: su mayor riqueza se encuentra dentro de Él, en su Sagrado Corazón; su riqueza es su gracia y su gracia está contenida, como si fuera un preciosísimo tesoro -es la “perla escondida de gran valor” de la que habla el Evangelio-, en su Sangre Preciosísima.

Otra diferencia con los reyes de la tierra es que cuando estos últimos desean agasajar a sus súbditos, o cuando quieren premiarlos o festejarlos, mandan a que sus arcones, sus cajas fuertes, que contienen oro y plata, diamantes y rubíes, sean abiertas, para ser repartidos para alegría de todos. Pero en el caso del Rey del Cielo, Jesucristo, cuando Él quiere agasajarnos, aun cuando no tenemos ningún mérito para ser agasajados por Él, lo que hace, no es abrir un cofre de tesoros, para sacar un metal dorado como el oro: Él nos agasaja con algo que es imposible de valorar, por ser tan infinitamente grande su valor; Él nos agasaja con un tesoro de valor incalculable, que vale infinitamente más que miles de toneladas de oro y de plata y este tesoro es su Sagrado Corazón, su Preciosísima Sangre, en la Sagrada Eucaristía y así nos colma de dicha, de felicidad, de alegría y de amor sobrenatural, imposibles de ser alcanzados con las riquezas de la tierra.

El arcón en donde se resguarda este divino tesoro se abre en el momento en el cual el Sagrado Corazón de Jesús es traspasado por la lanza del soldado romano; en ese momento, su Preciosísima Sangre se derrama, como un océano inextinguible, sobre las almas de los hombres pecadores, inundando a estas almas con su gracia y su misericordia. El oro de este Rey del Cielo es entonces su Sangre Preciosísima, derramada sobre la humanidad toda en el momento en el que el frío hierro de la lanza del soldado romano atraviesa su Costado, abriendo una brecha sagrada en su Sagrado Corazón. De esta manera es como, desde el corazón abierto del Rey celestial, Cristo Jesús, surge el tesoro de valor incalculable para los hombres: la Sangre Divina del Cordero, vehículo de la divina gracia, Sangre que es recogida con piedad, amor y fervor por su Esposa Mística, la Iglesia, en cada Santa Misa, en cada Cáliz del altar eucarístico.

Al ser atravesado el Sagrado Corazón de Jesús, se abre desde entonces, para toda la humanidad, la Puerta de los cielos, y así abierta, derrama el tesoro de la Divina Misericordia sobre todos los hombres, colmándolos de la gracia y de la Misericordia Divina. El tesoro más preciado para la humanidad no son montañas de oro y plata, sino la Sangre Preciosísima del Corazón de Jesús, vertida desde el Calvario una vez en la historia y cada vez en cada Santa Misa. La Sangre del Cordero, vertida en el Calvario y recogida en el cáliz de la Santa Misa, es el tesoro más preciado de todos los tesoros imaginables para el hombre, porque quita los pecados, satisface a la Ira Divina y nos concede la filiación divina y la participación en la Vida Divina Trinitaria.

Entonces, un signo palpable de la presencia del Reino de Dios en la tierra es el poseer la Iglesia, Esposa Mística del Cordero, la Sangre Preciosísima del Hijo de Dios, Jesucristo, que desde su Sagrado Corazón traspasado se recoge en el Cáliz del altar, para luego ser derramada en los corazones de los que aman a Jesús y lo reciben en gracia, con fe, piedad y amor.

Pero otro signo de la presencia del Reino de Dios es la presencia del Adversario de Dios, el Demonio, quien precisamente desea, en su odio deicida, arrebatar a las almas de los hombres, destinadas a forma parte del Reino de los cielos, para conducirlas al Infierno eterno. Jesús nos advierte acerca de la presencia del Demonio entre los hombres, en la tierra: “Vi a Satanás caer como un relámpago”, advierte Jesús. Esta advertencia la hace Jesús porque el Demonio, que es “la mona de Dios”, quiere imitar en todo a Dios y así como Dios tiene su Reino celestial, así el Demonio establece su reino infernal en la tierra, para atraer a los hombres y conducirlos al Infierno. El corazón del hombre, de cada hombre, es el terreno en donde se libra una batalla espiritual en el que tanto el Reino de Dios como el reino del Demonio, quieren implantar sus banderas. Pero es el hombre, en última instancia, quien decide a qué Reino quiere pertenecer, si al Reino de Dios, o al reino del Demonio. Si queremos pertenecer al Reino de Dios, entonces debemos suplicarle a la Virgen que sea Ella quien clave en nuestros corazones el estandarte ensangrentado de la Santa Cruz, el emblema del Rey de los cielos, Cristo Jesús, y el estandarte celeste y blanco que representa a su Inmaculada Concepción.

“El Reino de Dios está cerca”, dice Jesús y nosotros nos preguntamos cuán cerca está este Reino celestial. La respuesta es que está cerca, muy cerca, más cerca de lo que nos imaginamos: el Reino de Dios está en Cristo crucificado; está en el prójimo; está en la confesión sacramental, que nos concede la gracia santificante, pero sobre todo el Reino de Dios está en la Eucaristía, porque la Eucaristía es el Rey del Reino de Dios, en Persona. El Reino de Dios está cerca, muy cerca, está en la Eucaristía.

 

miércoles, 25 de junio de 2025

Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo

 



(Ciclo C – 2025)

«Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Jesucristo, el Hombre-Dios, atribuyéndose a sí mismo y ejerciendo poderes divinos, establece personalmente una institución propia y característica de la Iglesia Católica, el Papado. La razón de esta institución es que el Cordero de Dios desea dejar, poco antes de ser inmolado en el altar de la cruz, un signo visible de su presencia en su Iglesia. Antes de cumplir su Pasión y ascender al cielo, Jesucristo desea entregar a su Iglesia el signo visible de su singularidad y universalidad, un signo que garantiza que su Iglesia será guiada en su nombre y con su Espíritu, hasta el fin de los tiempos, y este signo es la institución del Papado.

Al nombrar a Pedro como Papa, es decir, como Vicario suyo, Jesús funda su Iglesia sobre Pedro, dotándola al mismo tiempo de un líder supremo que no solo actuará en su nombre, sino que el papado representará la unidad de la Iglesia -el que está con el Papa está con la Iglesia y la continuidad de la tradición apostólica -quien está unido al Papa está unido a los Apóstoles, de quien el Papa es Sucesor y Cabeza-, además de ser un símbolo de fe -la fe católica que profesa el Papa es la fe de Pedro, la fe de la Iglesia de todos los tiempos. La Iglesia del Hombre-Dios será, por tanto, una sociedad religiosa fundada por Él y guiada por su Vicario, el Papa, al cual lo hará poseedor de un poder sobrehumano que deriva de la Persona divina de Jesús.

Ahora bien, debemos hacer la siguiente consideración: si nos basamos únicamente en este hecho, si observamos externamente a la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica Apostólica Romana, guiada y gobernada por una cabeza suprema, el Vicario de Cristo, podemos creer que esta sociedad es como cualquier otra sociedad humana, gobernada y guiada por una cabeza suprema, un presidente, como sucede en un reino o en una democracia. Cabría pensar que la Iglesia Católica Romana es, en efecto, una sociedad humana religiosa con una importante labor social y filantrópica, compuesta por hombres y mujeres misericordiosos que alaban a Dios y son gobernados por un presidente, incluso más misericordioso que ellos. De esta manera, la Iglesia Católica solo sería una sociedad humana religiosa con importantes tareas sociales, morales y religiosas, buena y misericordiosa, digna de alabanza; sería como una especie de Organización No Gubernamental religiosa y filantrópica, extendida por todo el planeta, pero ya no sería un misterio sobrenatural, ya no sería la Esposa mística del Cordero, ya no sería el Cuerpo Místico de Jesucristo, el Dios-Hombre, ni el Papado sería su fundamento ni el signo visible de su unidad.

La Iglesia Católica, en cambio, se asemeja solo externa y superficialmente a las sociedades humanas de gobierno, porque ella —y el Papado que la gobierna— se funda en el misterio de Cristo, el Dios-Hombre, esto quiere decir que sin Jesucristo como Segunda Persona de la Trinidad encarnada, no se explica la Iglesia Católica. En una sociedad humana, quien gobierna o guía, la cabeza o presidente, es solo un representante del interés común de los ciudadanos, pero nunca es el fundamento de la sociedad, ni esta se establece sobre la base de esta cabeza de gobierno, ni esta la construye por sí misma. En cambio, en la sociedad sobrenatural de los hijos de Dios, en el Cuerpo Místico de Cristo, quien la gobierna, el Papa, es el fundamento de la unidad en la fe y en la Tradición Apostólica: es sobre él, sobre el Papa, sobre quien la Iglesia se funda y se establece; la Iglesia, fundada por Jesucristo sobre Pedro, no es una ONG cuyo fin es el luchar contra la pobreza en el mundo: es en el Papa en quien la Iglesia se revela visiblemente como una y universal, cuya tarea propia, exclusiva y esencial es la de salvar almas del Infierno para conducirlas al Reino de Dios.

“Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia”. El Papa no solo representa el interés común de la sociedad religiosa, como sucede en las sociedades humanas; no solo es la Cabeza suprema del Cuerpo, ni es la parte más importante y eminente de estas: es su fundamento, su piedra angular y su base, de tal manera que el Cuerpo Místico, la Iglesia, sin la Cabeza, el Papa, no sería el Cuerpo Místico de Cristo, no sería la Iglesia. La Iglesia sin el Papa sería como un cuerpo muerto, sin alma, como una planta sin raíz, como una rama sin vid. Esto se debe a que la Iglesia se funda en el Papa, como el Papa se funda en el misterio de Cristo y su Espíritu, y de ellos recibe, a través del Papa, su vida divina. Cristo y su Espíritu vivifican y edifican la Iglesia, y lo hacen a través del Papa; el Papa actúa como un punto de apoyo visible y concreto a través del cual la Iglesia de Jesús no solo se funda, sino que se construye cada día con su Espíritu Santo. La Iglesia es edificada por el Papa sobre todo en la Misa, porque, siendo la Misa el sacrificio del Cuerpo de Cristo, mediante el cual Cristo da a su Iglesia el Espíritu Santo que la construye como su santo Templo, el Papa, en la Misa, personificando de alguna manera a toda la Iglesia, obra en su nombre y en sí mismo, como sacerdote visible, y la construye como un templo vivo y visible en el que habita Dios. En cada Misa, el Papa, junto con los sacerdotes, construye la Iglesia, pues deposita en su regazo el glorioso Cuerpo de Cristo, la Eucaristía, que contiene el Espíritu de vida divina. Al celebrar la Eucaristía, el Papa deposita en el regazo de la Iglesia a Cristo glorioso, quien infunde su Espíritu Santo y la construye como templo santo del Dios Trino.

Por el hecho de ser la Iglesia nacida de Cristo y su Espíritu, y por el hecho de ser el Papa fundado en Cristo, el Papa es el fundamento que construye la Iglesia como lo que es: una, santa, católica y apostólica. Pero este rol o papel decisivo y fundamental en la estructuración de la Iglesia Católica bajo el mandato jerárquico y visible del Santo Padre, no debe hacer perder de vista lo siguiente: el Papa no es Dios, lo cual quiere decir que no todo lo que el Papa diga es correcto, por el solo hecho de que “lo dice el Papa”; el Papa no es un monarca absoluto, cuya voluntad es ley, tal como lo afirma el Papa Benedicto XVI; el Papa, en cuanto hombre, es un ser frágil como todo hombre, que necesita de la conversión y de la purificación diarias, como todos nosotros. Así se expresaba el Papa Benedicto XVI: “Aquel que es titular del ministerio petrino debe tener conciencia de que es un hombre frágil y débil, como son frágiles y débiles sus fuerzas, y necesita constantemente  purificación y conversión, pero debe tener también conciencia de que del Señor «le viene la fuerza para confirmar a sus hermanos en la fe y mantenerlos unidos en la confesión de Cristo crucificado y resucitado[1]. Si el Papa se aleja de Cristo, de sus Sacramentos, de sus enseñanzas evangélicas, proclamadas en el Evangelio y explicitadas en el Magisterio y en la Tradición, entonces el Papa comete un grave pecado y de ninguna manera se debe seguirlo en su error. Hacerlo, es decir, seguir a un Papa que proclama el error y la enseñanza anticristiana, es caer en el pecado de idolatría, que en este caso sería “papolatría”, un pecado tan condenable y execrable como cualquier pecado mortal. Continúa luego Benedicto XVI, acerca de la función y naturaleza del ministerio petrino, del ministerio del Papa: “El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son ley. Al contrario: el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios, frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a todo oportunismo”. Un Papa no debe nunca enseñar y proclamar sus propias ideas, y mucho más cuando estas ideas provienen de ideologías anticristianas como el socialismo y el comunismo; tampoco debe en ningún caso adoptar ni siquiera el lenguaje de las sectas, comenzando por la secta que es la religión del Anticristo, la Nueva Era. Si un Papa proclamase una fe adulterada, en la que se mezclan elementos de la Nueva Era -como, por ejemplo, decir que “manden buenas vibraciones”, en vez de pedir la oración católica-; tampoco debe aceptar ídolos paganos, en un intento de un inútil y equivocado sincretismo religioso, como el hacer ingresar a la Pachamama en la Basílica Vaticana de San Pedro; si eso hiciere, ese Papa está cometiendo un grave pecado, el de adulterar la Santa Fe Católica y en ningún caso se lo debe seguir, ni siquiera poniendo el pretexto de que “lo dice el Papa”. Aceptar un error como algo verdadero y bueno solo porque “lo dice el Papa”, es un insulto a la inteligencia y a la iluminación de la inteligencia que produce la gracia, la cual permite precisamente discernir entre el error de la herejía y la Verdad Eterna de la Revelación de Jesucristo.

Solo haciendo estas consideraciones -es decir, evitando caer en la idolatría papal o papolatría, que es adherir al error herético solo porque “lo dice el Papa”-, entonces sí podemos considerar y aceptar, sin ninguna duda, aquello que es distintivo del papado: es a través del Papado que la Unidad del Cuerpo Místico se convierte en la Unidad de la Iglesia visible: unidos al Papa, nosotros los bautizados formamos el Cuerpo Místico de Cristo. Y como estamos unidos al Papa, decimos junto a Pedro, el Primer Papa, confesando nuestra fe en el Cristo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Viviente”. Y como el Dios Viviente es el Cristo Eucarístico, nosotros, unidos al Papa, parafraseando la respuesta de Pedro a Jesús en el Evangelio, decimos como miembros del Cuerpo Místico de Cristo: “Tú eres el Cristo Eucarístico, el Hijo de Dios Viviente y a ti, Cristo Eucarístico, te adoramos, te bendecimos y te glorificamos”.



[1] Cfr. Cardenal Joseph Ratzinger, Homilía de toma de posesión del ministerio petrino, Basílica San Juan de Letrán, 07 de mayo de 2005; cfr. https://infovaticana.com/2020/11/01/cuando-benedicto-explico-que-es-un-papa-no-es-un-soberano-absoluto-cuyo-pensamiento-y-voluntad-son-ley/#:~:text=Cuando%20Benedicto%20explic%C3%B3%20qu%C3%A9%20es%20un%20Papa:,absoluto%2C%20cuyo%20pensamiento%20y%20voluntad%20son%20ley%C2%BB&text=%C2%ABEl%20Papa%20no%20es%20un%20soberano%20absoluto%2C%20cuyo%20pensamiento%20y%20voluntad%20son%20ley.

viernes, 20 de junio de 2025

Solemnidad de Corpus Christi

 


(Solemnidad de Corpus Christi - Ciclo C - 2025)

    

En la Última Cena, Jesús, el Hombre-Dios, “antes de pasar de este mundo al Padre” (Mt 16, 19), movido por su Amor, sabiendo que partía a la Casa del Padre, quiso cumplir su promesa de “quedarse con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo” y para eso instituyó el sacerdocio ministerial, ordenando a sus Apóstoles sacerdotes y además del sacerdocio ministerial instituyó el Santísimo Sacramento del altar, la Sagrada Eucaristía, sacramento que los sacerdotes ministeriales confeccionan sobre el altar eucarístico, convirtiendo el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús. Entonces, Jesús, antes de su “paso” de esta vida a la vida de gloria con el Padre, antes de su Pascua, instituyó la Eucaristía, anticipando en la Última Cena del Jueves Santo, lo que habría de hacer en el Sacrificio de la Cruz del Viernes Santo: entregar su Cuerpo y derramar su Sangre, solo que en la Última Cena entregó su Cuerpo de modo incruento y sacramental en la Hostia y vertió su Sangre, también de modo incruento y sacramental, en el Cáliz, mientras que en la Cruz entregó su Cuerpo y derramó su Sangre de modo cruento y no sacramental.  

Esta conversión de las especies del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús es lo que la Iglesia llama “Transubstanciación”, lo cual significa que las substancias del pan y del vino se convierten, por obra del Sumo y Eterno Sacerdote Cristo Jesús, quien actúa en Persona en los sacerdotes ministeriales, en las substancias glorificadas de su Cuerpo y de su Sangre. Por esta razón la Última Cena puede llamarse también la Primera Eucaristía, porque es la primera vez en la historia de la Iglesia en que se realiza la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y su Sangre; también en la Última Cena ordena sacerdotes ministeriales a sus Apóstoles varones, dándoles la orden de que hicieran lo mismo que Él hizo, “en memoria suya”, “hasta que Él vuelva” y esto para que, por medio de la Iglesia y del sacerdocio ministerial, Él pudiera quedarse entre nosotros. Por el sacerdocio ministerial, la Santa Madre Iglesia convierte las ofrendas del pan y del vino en las substancias gloriosas del Cuerpo y la Sangre de Jesús.

Es así como Jesús se hace Presente, con su Cuerpo glorificado, con su Alma glorificada, con su Persona Divina, en nuestro tiempo terreno, tal como Es Él en la eternidad, sólo que su Presencia en nuestro aquí y ahora, es oculta a los sentidos; se hace Presente, glorioso y resucitado, bajo el velo sacramental eucarístico, ya que no lo vemos tal como lo ven en los cielos los ángeles y santos, sino que lo que vemos son las especies eucarísticas del pan y del vino, lo vemos oculto, bajo la apariencia de pan y de vino; en otras palabras, por la fe sabemos que la Eucaristía ES Jesús con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, pero no lo vemos con los ojos del cuerpo, aunque sí lo vemos, por así decir, con los ojos de la fe. 

Esta Presencia gloriosa de Jesús bajo la apariencia de pan es el “misterio de la fe”[1] que proclama con estupor, con sagrado asombro, con amor, la Santa Iglesia, luego de pronunciadas las palabras de la consagración, en cada Santa Misa: luego de la consagración, las materias inertes del pan y del vino, se han convertido, por la omnipotencia del Espíritu de Dios, que obra a través de la débil voz del sacerdote ministerial, al pronunciar las palabras: “Esto es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre”, el milagro de la Transubstanciación, es decir, la conversión de las substancias del pan y del vino en las substancias gloriosas de la Humanidad glorificada del Señor Jesús –Cuerpo y Alma glorificados-, unida hipostáticamente, personalmente, a la Persona Divina del Verbo de Dios. Por las palabras de la consagración, por el milagro de la Transubstanciación, el pan y el vino se convierten en la Persona del Hombre-Dios Jesús de Nazareth.

Esto significa que cuando la Iglesia, luego de la consagración a través del sacerdote ministerial, dice: “Éste es el misterio de la fe”, está proclamando el más asombroso milagro de todos los milagros, el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, la conversión de las materias sin vida del pan y del vino, en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Debido a que se trata de un milagro que supera tan infinitamente nuestra capacidad de comprensión y debido a que incluso las explicaciones teológicas son insuficientes para un misterio tan sublime obrado en el altar, Dios mismo decidió hacer un milagro, para que nos diéramos al menos una pálida idea de lo que Él obra en el altar por Amor a nosotros y es el milagro eucarístico de Bolsena, que es el milagro que dio origen a la Solemnidad de “Corpus Domini” o “Corpus Christi”. 

Este milagro eucarístico, conocido como el “Milagro de Bolsena-Orvieto” se produjo en la ciudad italiana de Bolsena, en el verano de 1264[2], y lo que sucedió fue lo siguiente: un sacerdote llamado Pedro de Praga, natural de Bohemia, regresaba de Italia luego de haber obtenido una audiencia con el Papa Urbano IV y el motivo de esta audiencia es que el sacerdote, aunque bueno y piadoso,  tenía sin embargo muchas dudas de fe acerca de la Presencia real de Nuestro Señor en la Eucaristía. Al regresar a Bohemia luego de la audiencia con el Santo Padre, el sacerdote se detuvo en el pueblo de Bolsena, donde celebró la Misa en la capilla de Santa Cristina. Al momento de celebrar la misa, el sacerdote Pedro de Bohemia continuaba con sus dudas sobre la Presencia real de Jesús en la Eucaristía. Cuando llegó el momento de la consagración, mientras Pedro de Praga pronunciaba las palabras que permiten la transubstanciación, sucedió el milagro, del que nos ha llegado la siguiente descripción, la cual traducimos literalmente[3]: “De pronto, aquella Hostia apareció visiblemente como verdadera carne de la cual se derramaba roja sangre, excepto aquella fracción que tenía entre sus dedos, lo cual no se crea sucediese sin misterio alguno, puesto que era para que fuese claro a todos que aquella era verdaderamente la Hostia que estaba en las manos del mismo sacerdote celebrante cuando fue elevada sobre el cáliz”. Continúa el relato: “La sangre que brotaba de la Hostia manchó el corporal –el lienzo que se extiende en el altar para poner sobre él la patena y el cáliz-. Al sacerdote le faltaron las fuerzas para continuar la Misa. Envolvió la Hostia en el corporal y la llevó a la sacristía. Durante el recorrido, algunas gotas de sangre cayeron sobre el pavimento y los escalones del altar, y se conservan hasta hoy día. Gracias a este milagro, el Señor fortificó la fe de Pedro de Praga, sacerdote de grandísima piedad y moral, pero que lamentablemente dudaba de la real presencia de Cristo velado en las Especies, es decir, en las apariencias sensibles del pan y del vino. La noticia del Milagro se difundió inmediatamente, y tanto el Papa como santo Tomás de Aquino pudieron verificar el milagro. Luego de un atento examen, Urbano IV no sólo aprobó su autenticidad, sino también decidió que el Santísimo Cuerpo del Señor fuese adorado a través de una fiesta particular y exclusiva”[4].

Entonces, en el milagro de Bolsena, Jesús permite que veamos de modo visible, con nuestros ojos, lo que proclamamos por la fe: que el pan se convierte en su Cuerpo y el vino en su Sangre, literalmente. Este milagro fue un milagro obrado por el cielo, mediante el cual Dios mismo quería hacernos ver, con los ojos del cuerpo, aquello que debemos contemplar con los ojos de la fe.

A partir de milagro de Bolsena se origina entonces la Fiesta del “Corpus Domini” –“Cuerpo del Señor”- o también “Corpus Christi” –“Cuerpo de Cristo”-, fiesta que se hace extensiva para toda la Iglesia Universal.

Lo que debemos tener en cuenta es que lo que sucedió en Bolsena, la conversión el pan en músculo cardíaco y la conversión del vino en sangre, y que pudo ser visto con los ojos del cuerpo, es lo que sucede invisible, misteriosamente pero realmente en cada Santa Misa y aunque no puede ser visto con los ojos del cuerpo, sí puede ser contemplado con los ojos de la fe: por el poder divino del Sumo Sacerdote Jesucristo que pasa a través de la voz del sacerdote ministerial -como si fuera corriente eléctrica, podríamos decir- el pan se convierte en la Carne de Jesús, en su Sagrado Corazón traspasado, del cual brota Sangre, y esta Sangre se recoge en el Cáliz. Esto sucede invisiblemente en cada Santa Misa, con la particularidad de que en Bolsena sucedió de forma visible, para que todos pudiéramos ser testigos de que lo que enseña la Iglesia sobre la Eucaristía es verdad. Así, el pan se convirtió en el músculo cardíaco, el músculo del Sagrado Corazón y como es un corazón vivo, esta Sangre fue la que, manando abundante del Corazón de Jesús, cayó sobre el corporal y sobre el pavimento, manchándolos e impregnándolos, quedando impregnados con la Sangre de Jesús hasta el día de hoy. Ése es el sentido del milagro de Bolsena: que sepamos que en cada Santa Misa, por el milagro de la Transubstanciación, Jesús se hace Presente, real substancial y verdaderamente, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y también con todo el Amor Eterno de su Sagrado Corazón.

También debemos saber que en la Santa Misa se diferencia del milagro de Bolsena por lo siguiente: en el milagro de Bolsena, la Sangre de Jesús, que brotó milagrosamente de la Carne aparecida en el lugar de la Hostia, se derramó sobre el corporal y el pavimento de mármol y quedó allí impresa, hasta el día de hoy, como reliquia; en la Santa Misa, la Sangre de Jesús, que aparece milagrosamente por la Transubstanciación, de la Carne Eucarística, quiere caer, no sobre el corporal, ni sobre el pavimento, para quedar como una reliquia inerte, sino que quiere derramarse sobre los corazones de los hijos de Dios, para colmarlos con la Vida Eterna y para llenarlos con el Fuego del Divino Amor. Es decir, nuestros corazones y nuestras almas deben ser como corporales y cálices vivientes que reciban, con amor, con piedad y en gracia, el Cuerpo y la Sangre de Jesús resucitado y glorioso en la Eucaristía.

En el Evangelio, Jesús le dice a Tomás que son “dichosos los que creen sin ver”; por esta razón, no hace falta que en cada Santa Misa se repita el milagro de Bolsena para que creamos lo que la Iglesia nos enseña sobre la Eucaristía: lo que sí hace falta es que precisamente tengamos fe firme, sin vacilar y sin ninguna duda, en lo que nos enseña la Santa Madre Iglesia: por las palabras de la consagración que pronuncia el sacerdote ministerial –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y que la Sangre que brota del Corazón Eucarístico de Jesús, Él la quiere derramar, no en el cáliz, ni en el corporal, ni en el mármol, como sucedió en el pueblito de Bolsena, sino que quiere derramarla en nuestros corazones, para que con esa Sangre nuestros corazones reciban al Espíritu Santo, al Amor de Dios.

Entonces, en la Fiesta de Corpus Christi, nos acordamos del milagro que sucedió en el pueblito de Bolsena, en donde el pan se convirtió en el Corazón de Jesús, de donde brotó su Sangre que se derramó en el cáliz; en la Misa, por las palabras del sacerdote, sucede el mismo milagro que en Bolsena, solo que no lo vemos con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe: el pan se convierte en el Sagrado Corazón de Jesús, de donde brota su Sangre, que quiere derramarse en nuestros corazones.

 



[1] Cfr. Misal Romano.

[2] https://www.facebook.com/news.va.es

[3] Cfr. ibidem.

[4] Es así que decidió extender la fiesta del Corpus Domini, hasta ese momento únicamente fiesta de la diócesis de Liegi, a toda la Iglesia Universal, mediante la Bula “Transiturus de hoc mundo ad Patrem”. En ella, se expone la razón de la importancia de la Eucaristía: la presencia real de Cristo en la Hostia.


martes, 10 de junio de 2025

Solemnidad de la Santísima Trinidad

 



(Ciclo C – 2025)

            La religión católica es una religión de misterios y tanto es así, que al comenzar la ceremonia sacramental y litúrgica más importante de la Iglesia, es la Iglesia misma la que nos invita a arrepentirnos de nuestros pecados, a fin de poder asistir con la máxima pureza espiritual al despliegue del más grande de sus misterios, la Santa Misa. En efecto, el Misal Romano dice así, apenas al inicio de la Santa Misa: “Hermanos, reconozcamos nuestros pecados, para que podamos participar dignamente de estos “sagrados misterios””. Como vemos, el Misal Romano llama a la Santa Misa “Sagrados Misterios”. Aquí el misterio al que se hace referencia, es un misterio que va más allá del alcance de nuestra razón y también de la inteligencia angélica. En otras palabras, no se trata de un misterio que pueda ser alcanzado por la razón natural, como por ejemplo, la existencia de una isla remota del Océano Atlántico. Es decir, para nosotros, es un misterio la existencia de dicha isla, en el sentido de que, aun sabiendo si existe, no sabemos cómo es en realidad, aunque sí podemos darnos una idea, podemos imaginarnos de qué se trata, al compararla mentalmente con otras islas que sí conocemos. Pero cuando el Misal Romano llama a la Santa Misa “sagrados misterios”, está haciendo referencia a una clase de misterios que es inalcanzable, en el sentido de que ni siquiera podemos saber que existen si no son revelados y estos misterios son aquellos que originan a la Santa Misa: la Santísima Trinidad, la Encarnación del Verbo en el seno de María Virgen, su prolongación en el tiempo y en el espacio por la liturgia eucarística y el don del Acto de Ser divino trinitario del Hombre-Dios Jesucristo a través de la Eucaristía. Estos se llaman, más que simplemente “misterios”, “misterios sobrenaturales absolutos” y son los misterios que se origina en la Santísima Trinidad, misterio el cual, a su vez, es conocido por nosotros gracias a la revelación de Jesucristo.

Precisamente, la revelación del dogma de la Santísima Trinidad por parte de Jesús, es decir, revelar que en Dios, que es Uno, hay tres Personas, es una de las causas del rechazo y de la condena a muerte por parte de los judíos a Jesús. Para los judíos, quienes a su vez habían sido elegidos para ser el inicio de la revelación de la constitución íntima de Dios y por eso eran el único pueblo monoteísta en medio de pueblos paganos, era algo impensable e inimaginable afirmar que en Dios hay Tres Personas. La mentalidad monoteísta judía no podía ni comprender y muchos menos aceptar la Trinidad de Personas en Dios que es Uno y por eso rechazan a Jesús y lo acusan de blasfemo, porque Jesús no solo revela que en Dios hay Tres Personas, sino que Él es una de esas divinas personas, Él revela que es Dios Hijo, encarnado para la salvación de los hombres. Pero aunque los judíos no lo crean -y hasta el día de hoy siguen sin creerlo-, la constitución íntima de Dios es la que revela Jesús: Dios es Uno en naturaleza, en Acto de Ser divino trinitario y en Él hay Tres Personas Divinas. Esta revelación de Dios como Uno y Trino constituye el misterio más grande y sublime de todos los misterios del catolicismo, el misterio que es la raíz de absolutamente todos los misterios del catolicismo, es el misterio del cual viene todo lo que es sobrenatural, trascendente y vivificante en la religión católica[1]; el misterio de la Santísima Trinidad es el misterio sin el cual no se explica la religión católica. es la substancia misma de la enseñanza evangélica, porque la revelación evangélica de Jesucristo de Dios como Trino en Personas completa la revelación de Dios como Uno en naturaleza; la vida divina que se comunica a los hombres por medio de los sacramentos es la vida de la Trinidad, es decir, los sacramentos comunican, por la gracia, la participación a la vida divina trinitaria y de esta manera, la Santísima Trinidad es el principio y la raíz de la vida divina comunicada y participada al hombre en los sacramentos. El misterio de la Santísima Trinidad es tan alto y sublime, que se encuentra absolutamente por fuera del alcance del intelecto de las creaturas inteligentes, sean hombres o ángeles.

El misterio de la Trinidad es tan importante, que es de este misterio del cual se desprenden y dependen todos los misterios de la Iglesia Católica: la constitución de Cristo como Dios Hijo del Eterno Padre, su Encarnación en el seno virgen de María, la prolongación de su Encarnación, por el misterio de la liturgia eucarística, en cada Santa Misa. Toda la vida de Cristo, su envío por el Padre, su Pasión y Resurrección, el envío del Espíritu Santo, la existencia de la Iglesia como Esposa Mística del Cordero, todo se origina en la Trinidad y todo tiende a la Trinidad.

            Es de la Trinidad de donde surge todo, porque es el Eterno Padre, Principio sin principio de la Trinidad quien, por su divina misericordia, decide enviar a su Hijo a morir en cruz, no sólo para el perdón de los pecados, sino para conceder gratuitamente al hombre la gracia de la filiación divina y esto para que el hombre, dejada la vida sobre la tierra, inhabite en su seno por toda la eternidad.

            Es del misterio de la Santísima de donde se desprenden todos los misterios de Cristo: Cristo es la Segunda Persona de la Trinidad y es por esto que los enfermos quedaban curados al tocarlo; los sacramentos, que son una extensión y prolongación de la Humanidad de Cristo -según afirma Santo Tomás de Aquino- santifican al hombre porque esa humanidad está unida personalmente al Verbo, a la Segunda Persona de la Trinidad, que es la Santidad Increada en Sí misma.

          Del misterio de la Trinidad se desprende el misterio de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia: la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, el Amor substancial de Dios, es enviado por el Padre y el Hijo como Fuego de Amor Divino para encender a las almas en el Amor de Dios: “He venido a traer fuego a la tierra, y cómo quisiera verlo prendido”. El Espíritu Santo es el Fuego Santo, espiritual y divino, que Jesús ha venido a traer, para que los corazones de los hombres se incendien y ardan como brasas ardientes en el Amor de Dios. Y es para esto para lo que ha venido Jesús, para redimir y santificar al hombre, por obra de la Trinidad, porque toda la obra de la Trinidad es redención y santificación del hombre por pura misericordia.

Del misterio de la Trinidad se desprende el misterio de la Iglesia, Esposa Mística del Cordero de Dios, a través de la cual la Trinidad alimenta a los hombres con el Amor substancial de Dios, por medio de la Comunión Eucarística. Es la Trinidad la que obra la redención y santificación de los hombres, que no es solo perdón de los pecados, sino donación de la filiación divina a los hombres, para que los hombres sean incorporados al seno mismo de la Trinidad.

Es del misterio de la Trinidad de donde se desprende el misterio de la Eucaristía, por la cual los hombres reciben, al recibir al Hombre-Dios Jesucristo en el Sacramento del altar, el Amor substancial de Dios y es así como la redención continúa en el signo de los tiempos por medio de la Eucaristía, don del Amor de la Santísima Trinidad a la humanidad caída. La redención continúa por la Eucaristía, porque al unirse el alma al Cuerpo Sacramentado de la Segunda Persona de la Trinidad, Cuerpo unido hipostáticamente al Verbo, la vida de los hombres se enlaza con la vida de la Trinidad.

Es el misterio de la Trinidad el que explica las palabras de Jesús: “Que todos sean una misma cosa y que como Tú estás en mí y yo en Ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros”. Esta unión con Jesús y en Jesús con el Padre, en el Amor Divino, se da en la Comunión Eucarística, porque por la Eucaristía se hace realidad el pedido de unión de los hombres en Jesús y por Jesús a la Trinidad, suprimiendo la distancia infinita entre el hombre y Dios. San Hilario interpreta estas palabras y las aplica al sacramento de la Eucaristía, y sostiene que la unidad de la naturaleza que existe entre Cristo y el Padre se extiende a nosotros a través del Sacramento de la Eucaristía, Sacramento trinitario por excelencia: “Si el Verbo verdaderamente se hizo carne y si nosotros en el pan del Señor manducamos verdaderamente el Verbo humanado (…) Él está en nosotros mediante su carne y nosotros estamos en Él, porque aquello que somos nosotros está con Él en Dios. Así hemos de creer que se ha establecido una unidad perfecta por el Mediador, permaneciendo el Padre en Él, mientras que nosotros permanecemos en Él; y Él, permaneciendo en el Padre, permanece también en nosotros, y así nosotros ascendemos a la unidad del Padre”[3]. Según San Hilario, el Verbo está en el Padre y viene a nosotros en la Eucaristía, y por esto mismo, cuando comulgamos la Eucaristía, nosotros estamos en el Verbo y por el Verbo en el Padre y así el misterio de la Eucaristía se explica en su origen y fin por el misterio de la Trinidad.

El misterio de la Trinidad explica que por la Eucaristía seamos convertidos en “oblación permanente”, tal como lo quiere la Iglesia: en la oración de las ofrendas pedimos que por los dones –el pan y el vino consagrados, la Eucaristía- seamos transformados en oblación permanente, es decir, seamos transformados en Cristo, que es oblación permanente ante el Padre y esto se produce con la Comunión Eucarística: Cristo nos dona el Espíritu Santo, el cual nos transforma en Él y como Él está ante el Padre como el Cordero Degollado, como la oblación perfectísima y pura y eterna y como sacrificio agradable a Dios, así nosotros, al comulgar, presentados en oblación permanente delante del trono de Dios, tal como lo pedimos en la oración de las ofrendas de la misa de la Santísima Trinidad: “…que por estos dones… seamos transformados en oblación permanente…”[4].

            Es Jesús entonces Quien revela el misterio inimaginable para el hombre y para el ángel: la Tri-unidad de Personas en el Dios Uno y Único. Esta revelación de que en Dios Uno hay una Trinidad de Personas provocó estupor y admiración entre los judíos de buena voluntad; de la misma manera, la revelación del sublime misterio de la Presencia Eucarística de Jesús también debe despertar en nosotros admiración y estupor y tanto más, cuanto que a este misterio se le agrega otro igualmente sublime: que en la Eucaristía Jesús no se contenta con revelar el misterio de la Trinidad, sino que Jesús nos hace el don de la Trinidad, de modo tal que es la Trinidad misma quien vendrá a habitar en el alma –si está en gracia- por la Comunión Eucarística. Por la Comunión Eucarística, dice San Hilario, incorporamos la carne divinizada del Verbo, y al Verbo mismo, que como Dios, está en unión íntima y real con Su Padre, del cual procede, y con el Espíritu Santo, al cual espira. De ahí las palabras de Jesús: “Quien me ve, ve al Padre”, “Quien a Mí me recibe, recibe al que me envió”; por eso, quien recibe a Jesús Eucaristía, recibe a la Trinidad divina. Al conmemorar el misterio sobrenatural absoluto de la Santísima Trinidad, la Santa Madre Iglesia va más allá de simplemente recordar la revelación del misterio por parte de Jesús: por medio de la donación del Hijo en la Eucaristía, nos conduce al seno del Padre, en el Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo.

 

 




[1] Cfr. Émile MerschLa téologie du Corps Mystique, 11.

[2] Cfr. Matthias Joseph ScheebenLos misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 430.

[3] Cfr. Scheeben, Los misterios, 430.

[4] Cfr. Misal RomanoOración sobre las ofrendas de la Misa de la Solemnidad de la Santísima Trinidad.

 


sábado, 7 de junio de 2025

Solemnidad de Pentecostés

 


(Solemnidad de Pentecostés - Ciclo C - 2025)

“Sopló sobre ellos el Espíritu Santo” (cfr. Jn ...). Jesús, resucitado y glorioso, se aparece a sus discípulos, y sopla sobre ellos el Espíritu Santo, dando origen a la Solemne Fiesta de Pentecostés, caracterizada por el don de Cristo a su Iglesia, el Espíritu Santo. La fiesta de Pentecostés -en griego “pentekoste” significa “quincuagésimo”- ya existía entre los judíos: para Israel era una fiesta de la cosecha de primavera que terminaba los días de celebración después de la Pascua y era también la celebración de la entrega de la Ley en el monte Sinaí. Pero para la Iglesia Católica, tiene un significado muy distinto: es el “quincuagésimo día”, pero después de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, y se celebra el día en el que Jesucristo concede a su Iglesia el Don del Espíritu Santo[1].

Dice así el Catecismo de la Iglesia Católica (párrafos 731-732): “En el día de Pentecostés, cuando las siete semanas de Pascua habían llegado a su fin, la Pascua de Cristo se cumple en el derramamiento del Espíritu Santo, manifestado, dado y comunicado como una Persona Divina: de su plenitud, Cristo, el Señor, derrama el Espíritu en abundancia. Ese día, la Santísima Trinidad se revela completamente. Desde ese día, el Reino anunciado por Cristo está abierto a los que creen en él: en la humildad de la carne y en la fe, ya comparten la comunión de la Santísima Trinidad”.

Al recibir al Espíritu Santo, los discípulos, que habían sido testigos de su Pasión y su Resurrección, ingresan en un nuevo tiempo, el tiempo del Espíritu Santo y su obra dentro de la Iglesia. De una forma análoga y por medio del misterio de la liturgia, también la Iglesia, en Pentecostés, comienza a vivir el tiempo del Espíritu Santo: hasta antes de Pentecostés, la Iglesia era partícipe de la vida y del misterio de Cristo; ahora, se hace partícipe de la vida y del misterio del Espíritu[2]. Esto quiere decir que antes del envío del Espíritu Santo, la Esposa del Cordero, la Iglesia, celebra y participa del misterio pascual del Verbo Encarnado: su Encarnación, su Vida oculta, su Pasión, Muerte y Resurrección; luego del envío del Espíritu Santo, en Pentecostés, la Iglesia celebra y participa de los misterios y de la misión del Espíritu Santo, enviado por Cristo. Antes de Pentecostés, la misión del Verbo Encarnado, consistía en preparar a los discípulos para la misión del Espíritu Santo, y a su vez, la misión del Espíritu Santo, luego de Pentecostés, es continuar y extender la vida del Verbo en los hombres y en el mundo[3] por medio de la acción evangelizadora de la Iglesia; el Espíritu Santo tiene como misión el prolongar la encarnación del Verbo en cada criatura, mediante la acción de la Iglesia y en la Iglesia, es hacer de cada criatura otro Cristo, mediante la participación de la creatura, por la gracia, a la vida de la Trinidad. De ahora en adelante, el tiempo de la Iglesia estará bajo el influjo especial del Espíritu Santo; después de Pentecostés, la Iglesia recibirá la acción del Espíritu Santo universalmente y en cada uno de sus miembros, y la acción y la misión de este Espíritu es hacer de cada miembro otro Cristo, cada bautizado en la Iglesia Católica, viva con la vida de Cristo; es decir, que el bautizado no viva ya más con su mera vida humana, sino que viva con la vida misma del Cordero de Dios, participando de los misterios del Hombre-Dios Jesucristo por la gracia. Para que el ser humano participara de la vida divina trinitaria, es decir, para que el ser humano se endiosara, por medio de la gracia santificante, que hace que el alma participe de la vida de la Trinidad, es para lo que Cristo sopla el Espíritu Santo: “Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”, dice el evangelio, y lo hace para que los miembros de la Iglesia vivan en Cristo, en su Cuerpo Místico, de Cristo, de su substancia divina, comunicada en la Eucaristía, por Cristo, porque ahora el sentido de la vida del cristiano no es el mundo sino Cristo, para Cristo, porque el cristiano, sea cual sea su estado, debe tener a Cristo como motor de su vida y como el objetivo de su vida. En Pentecostés la Trinidad envíe al Espíritu Santo para que Él comunique a los bautizados en la Iglesia Católica la vida del Hombre-Dios Jesucristo, para que cada bautizado viva no ya con su simple vida humana natural, sino con la vida de Cristo, con la vida divina del Hombre-Dios, y por eso es enviado como soplo, porque el soplo significa y representa la espiración de vida y de amor.   

La razón por la que el Espíritu Santo es enviado como “soplo” -así lo dice el Evangelio: “Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”- es porque el soplo es una expresión que significa espiración vital, espiración de vida -respira el que tiene vida-, una vida que surge de las entrañas de quien espira; en el proceso de la respiración, el inspirar es la fuerza motriz, y el espirar es la emanación de la vida que fluye fuera, y por eso la espiración representa la comunicación de toda la vida[4]; debido a que Cristo es Dios, al espirar, el soplo que Cristo como Dios espira es espiración de vida y de amor no de una persona humana, no es el soplo de un hombre común, es el soplo del Dios Viviente y por eso mismo es la espiración de la Persona-Amor, el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad. Jesús, tanto como Dios y como Hombre, es el Espirador del Espíritu Santo[5], y por eso el don que hace a la Iglesia es un don personal suyo, es un don de su Persona Divina. A diferencia de la oración sacerdotal antes de la Pasión en la Última Cena, en donde Jesús implora al Padre el envío del Espíritu Santo, sino que ahora, resucitado, Él en Persona lo sopla, lo espira, lo concede, lo dona Él mismo en Persona.

Porque significa vitalidad, soplo de vida, es que Cristo dona al Espíritu Santo a través del soplo; esto significa que es de Él, de la profundidad de su Acto de Ser divino trinitario, de donde brota el Espíritu Santo desde la eternidad, como soplo de Espíritu de vida divina. Y puesto que Cristo es Dios-Hombre, esto es, Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios, el Espíritu Santo, procede como soplo de amor eterno del Corazón de Cristo, del Sagrado Corazón de Jesús, que es también el Corazón del Padre; de esta manera el Espíritu Santo como soplo del Divino Amor, surge de la espiración del único Corazón de Dios, el Corazón del Padre y del Hijo y surgiendo de ambos, lleva en Sí mismo toda la vida y todo el amor de las Divinas Personas de la Trinidad. Al comunicarse entre sí el Espíritu Santo -el Padre dona el Espíritu Santo al Hijo y el Hijo ama al Padre desde la eternidad, con el mismo Espíritu Santo, con el mismo Amor Divino- el Padre y el Hijo viven el uno en el otro; entre el Padre y el Hijo, hay un donar y recibir eternos, un aliento infinitamente vigoroso y vivo, que sopla de uno al otro y sale de ambos; la transmisión mutua del Espíritu entre el Padre y el Hijo se da por el latido de un corazón infinito que arde en el ardor supremo del amor; el Espíritu Santo que ambos se transmiten, es la llama flameante de una infinita hoguera de amor[6]: el Espíritu es fuego santo de Divino Amor y por eso se manifiesta y se simboliza su descenso sobre la Iglesia como llamas de fuego. Es este Amor substancial, amor con el cual se aman eternamente el Padre y el Hijo, lo que dona Jesucristo a su Iglesia en Pentecostés. El Espíritu Santo soplado sobre los Apóstoles se manifiesta visiblemente y se simboliza como lenguas de fuego, significando la combustión y la quema del mundo antiguo y la purificación por el fuego de la divinidad, que santifica todo a su contacto, elevándolo puro y santo para Dios.

“Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”. Al soplar con su divino aliento sobre la Iglesia Naciente, Jesús no dona a su Esposa simplemente una protección especial; tampoco es simplemente los dones del Espíritu Santo, los cuales son en sí mismos un tesoro de valor inapreciable: lo que Jesús dona con su soplo junto al Padre, es algo infinitamente más grandioso que una protección para su Iglesia o que los dones del Espíritu Santo, dona a Persona Tercera de la Trinidad, la Persona del Divino Amor, el Espíritu Santo; es decir, no dona sólo los dones del Espíritu, sino al Espíritu mismo.

La razón de este don es para que el Santo Espíritu de Dios una, en el Amor Puro y Santo de la Tercera Persona de la Trinidad, a los hombres con Dios, haciendo de ellos un solo cuerpo y un solo espíritu y esta unión se produce por medio de la sunción del Cuerpo Eucarístico de Cristo, es decir, a través de la Comunión Eucarística. Cristo dona a la Tercera Persona de la Trinidad no solo para que el Espíritu conceda sus dones y sus virtudes al alma, sino para que el alma de los miembros de su Iglesia, sea incorporada a Cristo y se haga su Cuerpo y sea animado por su mismo Espíritu, para que el Espíritu se haga Alma del alma, así como es Alma de la Iglesia; lo dona a su Iglesia para que sea posesión personal del alma que lo recibe y para que el alma se goce y se alegre por esa posesión. “Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”.

Por último, debemos considerar que Pentecostés sucedió en el pasado, en el tiempo y en el espacio, en un momento determinado de la historia humana, pero no por eso debemos pensar que Pentecostés ya pasó, y que para nosotros como Iglesia nos queda sólo hacer memoria o imaginarnos el envío del Espíritu Santo. Cada vez que ingresa a nuestras almas por la Sagrada Comunión, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús sopla el Espíritu Santo sobre nuestras almas, renovando así el día de Pentecostés para el alma, y esto no sucede de manera imaginaria, metafórica, o simbólica, sino real y substancial, porque por la Comunión recibimos a la hipóstasis misma del Espíritu Santo, recibimos al Espíritu Santo en Persona. Esa es la razón por la que rezamos así en la oración colecta de la Misa de Pentecostés: “La comunión que acabamos de recibir, Señor, nos comunique el mismo ardor del Espíritu Santo...”[7]. “La comunión que acabamos de recibir...”: cada comunión eucarística es como un nuevo y pequeño Pentecostés personal, en donde del Corazón Eucarístico de Cristo es espirado en un soplo de amor el Amor substancial del Padre y del Hijo, el fuego del Espíritu Santo, que busca incendiar al alma en el fuego santo del Divino Amor.  

 



[2] Cfr. Divo Barsotti, Il Mistero Cristiano nell’anno liturgico, Libreria Editrice Fiorentina, Florencia 1956, 241.

[3] Cfr. Barsotti, ibidem, 241.

[4] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 111.

[5] Cfr. Èmile  Mersch, La théologie du Corps Mystique, Tomo II, Desclée de Brower, Paris2 1946, 124.

 

[6] Cfr. Scheeben, Los misterios, 110.

[7] Cfr. Misal Romano, Oración colecta para la Solemnidad de Pentecostés.