lunes, 1 de septiembre de 2025

“Quien no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”

 


(Domingo XXIII - TO - Ciclo C - 2025)

“Quien no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (cfr. Lc 14, 25-33).  Jesús es el Maestro y como todo maestro, tiene una cátedra, es decir, un lugar, una sede de honor, desde donde imparte su sabiduaría a aquellos que lo escuchan y que, por definición, son sus discípulos, los cristianos. La cátedra de Jesús es la Cruz, la Santa Cruz del Calvario, de ahí la necesidad imperiosa de tomar la cruz para todo aquel que quiera ser considerado “discípulo” de Jesús. La cruz del Calvario es condición “sine qua non” no se puede ser considerado mínimamente discípulo de Jesús. Quien no toma la cruz y lo sigue, no puede ser llamado “discípulo de Jesús” y la razón es que Jesús es el Maestro por antonomasia, es el Maestro por excelencia, pero que enseña una sabiduría que no es humana sino divina y su cátedra, el lugar desde donde imparte esta divina enseñanza, no es una tarima de honor alfombrada, sino los leños verticales y horizontales, enttrecruzados, de la cruz, en el Monte Calvario. Las lecciones que se aprenden en esta divina cátedra no se pueden aprender en ninguna de las más prestigiosas cátedras humanas.

Jesús, Divino Maestro, nos enseña a nosotros, sus discípulos, desde la Cátedra Sagrada, la Cátedra de la Santa Cruz del Calvario: nos enseña con su Cabeza coronada de gruesas, dolorosas y filosas espinas, que laceran su cuero cabelludo llegando incluso a provocar lesiones en la calota craneal, provocando la salida abundante de Sangre, la Sangre Preciosísima del Cordero, derramada para la remisión de nuestros pecados, Sangre que luego corre abundante por su frente, sus ojos, su Santa Faz. Jesús es el Divino Maestro que nos enseña desde la Cátedra Sagrada de la Santa Cruz del Monte Calvario a nosotros, sus indignos discípulos y esas lecciones nos las da crucificado con gruesos clavos de hierro que atraviesan sus manos y sus pies, enseñándonos así a unir nuestros dolores, del orden que sea, a sus dolores en la Cruz, antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, con tal de conservar, acrecentar y aumentar la gracia santificante que nos configura con su Sagrado Corazón y ya desde la tierra nos anticipa la eternidad del Reino de los cielos.

Jesús desde la Sagrada Cátedra de la Cruz del Monte Calvario nos enseña que el sufrimiento, el abandono, la soledad, la tribulación, la amargura existencial, la humillación, el vacío aparente de todo, incluso hasta el abandono aparente de Dios -porque Dios no abandona nunca a nadie, solo puede dar la apariencia de abandono-, si se unen a sus sufrimientos en la Cruz, son fuente de santificación, de santidad, tanto personal, propia, para aquel que la sufre y la ofrece, como para sus seres queridos o para aquellos por los que ofrece los sufrimientos, siempre y cuando estén unidos a los sufrimientos de Cristo en la Cruz, porque Cristo en la Cruz santificó todos los sufrimientos, desde el más pequeño hasta el más grande; Él santificó el sufrimiento humano al haber sufrido todos y cada uno de todos los dolores de los hombres, de manera que no hay sufrimiento humano que Cristo no lo haya padecido y por eso nadie puede decir, sin faltar a la verdad, que su sufrimiento personal, no ha sido sufrido por Cristo en la Cruz y no solo sufrido, sino llevado por Cristo, aliviado por Cristo, sanado por Cristo y devuelto por Cristo en alegría, santidad y gracia. Quien sufre y se desespera en el sufrimiento, es porque no ha acudido a Cristo, sea porque no quiso acudir a Cristo, sea porque no sabía que debía acudir a Cristo, pero nadie, ningún ser humano en la tierra, puede decir que Cristo no ha aliviado, suprimido su dolor y convertido su dolor en santidad y alegría al haberlo Él, Cristo, sufrido en la Cruz. Como decimos, incluso hasta la aparente ausencia de Dios, que alguien puede experimentar en algún momento de crisis existencial en la vida, ha sido sufrido por Cristo, en el momento en el que Cristo exclama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, pero ni Dios abandonó a Cristo, ni Cristo abandona a ningún alma que se confía a Él, por eso jamás nadie puede decir que quien se confía a Cristo ha sido desamparada por Él.

Desde la Cruz, Jesús, Divino Maestro, enseña la Sabiduría Divina del sufrimiento, una sabiduría que no puede ser enseñada por ninguna mente humana ni angélica: Jesús enseña que todo dolor, del orden que sea, unido a sus dolores en la Cruz, y también unidos a los dolores morales y espirituales de la Virgen al pie de la Cruz, a la par de que se convierten en dolores salvíficos, es decir, adquieren valor redentor, se alivian, porque cuando los dolores humanos son ofrecidos a la Virgen y a Jesús en el Calvario, estos dolores son sufridos por Jesús y por la Virgen y así el ser humano se ve aliviado en su sufrimiento. Pero cuando el ser humano se obstina en su ceguera y no quiere cargar la cruz, no quiere ser discípulo de Jesús, y no quiere dar sus dolores a Jesús, entonces se queda solo con sus dolores, que ni adquieren valor redentor, ni tampoco experimentan un alivio; de ahí que no dé lo mismo el cargar la cruz y ser discípulo de Jesús, a no querer cargar la cruz y no querer ser discípulo de Jesús. Por el contrario, el cristiano que ofrece cualquier tipo de sufrimiento que pueda acontecerle en la vida diaria -moral, espiritual, físico, el sufrimiento por la pérdida de un ser querido; por una enfermedad-, cuando se ofrece a Cristo crucificado, se convierte misteriosamente en sufrimiento del mismo Cristo, y así el discípulo de Cristo no solo no reniega de la cruz, sino que participa con amor y con alegría de la cruz de Cristo y obtiene el don del Espíritu Santo que es donado por medio de la Santa Cruz.

          De esto vemos, por contraste, la tentación demoníaca, verdaderamente luciferina, de las sectas que rechazan el sufrimiento y que hacen, precisamente, del rechazo del sufrimiento, no solo su principal eslogan, sino también su estribillo para captar a católicos incautos e ignorantes de su propia religión y también para ganar adeptos y dinero, como por ejemplo, la secta que, basándose en la blasfemia de los sacerdotes judíos contra Jesús el Viernes Santo después de la Crucifixión le decían “Bájate de la cruz” (Mt 27, 40); basándose en esa blasfemia, las sectas modernas, desconociendo la riqueza santificante del dolor, santificado por Cristo en la Cruz, dicen: “Pare de sufrir”.

          Por último, Jesús, Divino Maestro, nos enseña la Sabiduría Divina desde la Cruz y nos ofrece la Cruz, pero no solo hace veinte siglos, en el Monte Calvario, sino en cada Santa Misa, al hacerse Presente, en Persona, con Santo Sacrificio del Calvario, renovado incruenta y sacramentalmente en el Altar Eucarístico. Por esto mismo, la Santa Misa es la oportunidad, no para pedirle a Cristo que nos quite la Cruz, ni mucho menos; no para pedirle que nos quite el sufrimiento que nos aqueja, ni mucho menos; porque tanto el sufrimiento, el dolor, la cruz, son regalos del Cielos para imitar y asemejarnos, por la gracia, al Hombre-Dios Jesucristo y por eso mismo, cometeríamos el más grande de los errores, el peor error de nuestras vidas, si pidiéramos que nos fuera quitado lo que nos configura a Cristo Crucificado. La Santa Misa es el momento para que, en la adoración y en la contemplación silenciosa del Sacrificio del Cordero de Dios en la Cruz, ofrezcamos nuestra propia, pobre y sencilla cruz al Hombre-Dios, que se hace Presente sobre el Altar Eucarístico, crucificado, entregando su Cuerpo en la Eucaristía y derramando su Sangre en el Cáliz, al igual que en el Monte Calvario. Y no puede faltar el elemento que conduce al alma a desear verdaderamente llevar la cruz de Jesús, para así ser verdaderamente su discípulo: según los santos de todos los tiempos, este elemento, este ingrediente, es el Amor a Cristo crucificado. De ahí la necesidad imperiosa de pedir la gracia de amar a Jesús crucificado por encima de todas las cosas, por encima de nuestra propia vida; solo así seremos capaces de llevar la cruz de cada día y seguir a Jesús camino del Calvario.

 

 

 


miércoles, 27 de agosto de 2025

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”

 


(Domingo XXII – TO - Ciclo C - 2025)

         “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (cfr. Lc 14, 1. 7-14). Jesús es invitado a comer a casa de uno de los fariseos más importantes y observa cómo, en el deseo humano de querer parecer más importante ante los demás, se produce entre los invitados una pequeña disputa sobre quién debe ocupar los lugares principales en la mesa. Ésa es la razón del reproche de la actitud, hacia la cual va dirigida la frase: “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. La humillación o auto-humillación –el que se humilla-, es el extremo de la humildad, mientras que el ensalzarse o auto-ensalzarse, es el extremo de la soberbia. Ambos son actos voluntarios y libres, por lo tanto, Jesús se refiere a dos actos libres, uno, virtuoso, la humildad, con su extremo, la humillación, y el otro acto libre, vicioso, el ensalzarse a sí mismo, con su extremo, la soberbia.

Podría parecer que Jesús hace elogio de la virtud, a la par que condena a la falta de virtud. Y es verdad que Jesús hace elogio de la virtud, pero no elogia a la virtud, en este caso, la humildad, por sí misma, sino por algo más.

Es verdad que la humildad es, como dice San Agustín, “signo de Cristo”[1], es decir, identifica a Cristo, y el cristiano, en cuanto seguidor de Cristo, no puede sino ser humilde –en caso contrario, sería una contradicción insalvable que un seguidor de un Cristo humilde, sea soberbio, es decir, es una contradicción que un cristiano sea soberbio-, y también es verdad que Cristo es modelo y fuente de humildad: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”[2], pero Cristo no elogia la humildad por ella en sí misma, por la sola virtud, ni está dando una lección de moral.

Si pensáramos que Cristo hace elogio de la humildad, y que con la humildad se alcanza el reino de los cielos, nada nuevo estaría aportando, porque ya mucho antes que Él, los filósofos de la antigüedad, como Aristóteles, Platón, Sócrates, y después de Cristo, muchos otros pensadores, hicieron elogio de la humildad. Si Cristo hiciera elogio de la humildad por la humildad en sí misma, nada nuevo estaría aportando a la humanidad.

Lo nuevo en Cristo es que la humildad esconde y a la vez revela, manifiesta y hace aparecer a los hombres, un misterio divino, sobrenatural, celestial; es a través de la humildad por la cual se hace Presente en el mundo el misterio de Dios Hijo encarnado y muerto en la cruz; la humildad es el modo por el cual se manifiesta el Ser divino trinitario, que en su perfección absoluta e infinita, en su misterio insondable, se presenta a los hombres a través de una actitud y de una acción conocida entre los hombres como “humildad”, pero encierra a la vez que revela un misterio insondable, el misterio de la encarnación del Hijo de Dios; es por la humildad, por medio de la cual el Acto de Ser divino trinitario y perfectísimo de Dios se manifiesta a los hombres: la perfección absoluta del ser divino hace que éste se encarne, que asuma personalmente y se una a una naturaleza inferior, la naturaleza humana, y es la perfección absoluta del ser divino la que hace que el Hijo de Dios encarnado muera en muerte de cruz, muerte humillante, en donde la humildad se manifiesta en su máximo esplendor.

No es que el ser divino quiere manifestar y dar ejemplo de humildad extrema, humillándose en la encarnación y en la cruz, sino que la perfección absoluta del ser divino se manifiesta en ese modo de obrar virtuoso que los humanos llaman “humildad”. El Acto de Ser divino trinitario no tiene necesidad ni de adquirir la virtud de la humildad, ni de demostrar que la tiene; si se manifiesta ante los hombres como “manso y humilde de corazón”, es porque ésa es la condición propia de la perfección absoluta de la divinidad de Cristo, que se manifiesta ante los hombres como la virtud de la humildad.

Sí es necesario, por el contrario, para el cristiano, adquirir la humildad, puesto que no se la tiene, y para ello, nada mejor que contemplar al ser divino revelado, manifestado y hecho visible en Jesús de Nazareth y, ayudado por la gracia, imitarlo en la medida de las posibilidades y el estado de vida de cada uno.

Por otra parte, en la realidad terrena vivimos la realidad de lo que sucedió en los cielos y es por eso que Cristo traslada al plano terreno lo que sucedió en los cielos. El demonio se ensoberbeció y fue humillado, perdiendo su condición de ángel en gracia; Cristo se humilló en la encarnación, y fue exaltado hasta la gloria, luego de la cruz, en la resurrección.

Es por esto que, si el cristiano no imita a Cristo en su humildad, la humildad que lo llevó a la humillación de la cruz, no puede entrar en el reino de los cielos, ya que la perfección del ser divino es incompatible para el ser humano que no posee humildad. Si el cristiano no es humilde, es soberbio y orgulloso, e imita a la conducta angélica del ángel caído, la misma que lo llevó a ser arrojado de los cielos, y se contradice de modo directo con el ser perfectísimo de Dios y así, con la soberbia y el orgullo luciferino, jamás podrá entrar en el Reino de los cielos.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. El ser divino perfectísimo se manifiesta ante los hombres por medio de la virtud de la humildad, y lo hace en la encarnación y en la cruz y ambas manifestaciones del ser divino se prolongan y se actualizan en el santo sacrificio del altar. Es por esto que, si queremos contemplar e imitar la humildad del Sagrado Corazón de Jesús, debemos contemplar y adorar y comulgar a Cristo Eucaristía, en donde el Hombre-Dios, oculto bajo las especies del pan y del vino es, como en la encarnación y en la cruz, modelo y fuente de humildad.

 



[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona 1993, voz “humildad”, 401.402.

[2] Cfr. Mt 11, 29.


jueves, 21 de agosto de 2025

“…hemos comido y bebido contigo… Apartaos, no os conozco, malvados”

 


(Domingo XXI – TO - Ciclo C – 2025)

“…hemos comido y bebido contigo… Apartaos, no os conozco, malvados” (Lc 13, 22-30). En el Día del Juicio Final, muchos cristianos se llevarán una amarga sorpresa: serán rechazados por Nuestro Señor Jesucristo y este rechazo les valdrá la eterna condenación en el Infierno. Esto se deduce del breve diálogo entablado entre algunos cristianos -malos cristianos, cristianos superficiales, cristianos solo de nombre- y Nuestro Señor Jesucristo: “Hemos comido y bebido contigo… Apartaos, no os conozco, malvados”. El hecho de que digan “hemos comido y bebido contigo” indica que son cristianos, católicos, y de misa diaria o, al menos, de misa frecuente, de comunión frecuente, porque eso quiere decir “comer y beber”: se refiere al Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir, a la Sagrada Eucaristía, por eso, se trata de católicos de misa diaria o al menos de misa frecuente. Esto indica que Nuestro Señor no se dirige a los paganos, es decir, a los que pertenecen a otras religiones; se dirige a los discípulos, a los cristianos, a los católicos, a los que han tenido el privilegio inmerecido de compartir con Él la Sagrada Mesa, el Sagrado Banquete Pascual, la Santa Misa; se dirige a quienes han comido y bebido con Él –“Estoy a las puertas y llamo, si alguien abre, entraré y cenaré con él y él conmigo”-. Es muy importante tener presente a estos interlocutores, por la dureza de las palabras de Jesús: “Apartaos, no os conozco, malvados”, porque se supone que, siendo cristianos, siendo discípulos de Cristo, habiendo compartido el Banquete Pascual, habiendo comulgado tantas veces, habiendo recibido tantas veces la Sagrada Eucaristía, es más que impensable que alguien vaya a ser rechazado por Nuestro Señor Jesucristo y mucho menos todavía, ser tratado de “malvado” y, sin embargo, esto es lo que va a suceder con muchos católicos en el Día del Juicio Final, si es que dichos católicos no rectifican su mala conducta, su mal cristianismo, su catolicismo tibio y malvado.

Porque nos ama, Jesús nos advierte, con tiempo, y en el tiempo, antes de que se acabe el tiempo y dé inicio la eternidad, de que debemos corregir el rumbo; nos advierte de no todo aquel que haya comido y bebido con Él, entrará en el Reino de los cielos. En tiempos de Jesús, existía la creencia errónea y generalizada de que por el solo hecho de pertenecer al Pueblo Elegido, se obtenía la salvación de manera automática, sin importar las obras realizadas y ese mismo error se repite entre el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica. Hoy en día los católicos viven en un limbo, en un estado de letargo mortal, sin importarles el destino eterno de sus almas, como si el solo hecho de estar bautizados ya les garantizara el Reino de los cielos -eso si a alguno les importa el Reino de los cielos, porque a la mayoría ni siquiera eso les importa-. Pero las palabras de Nuestro Señor Jesucristo son atemporales, atraviesan el tiempo y el espacio, abarcan toda la historia humana, desde el inicio hasta el fin, desde el Génesis hasta el Apocalipsis y por eso mismo son válidas tanto para Adán y Eva como para el último hombre nacido en el último día de la historia humana: ningún hombre se salvará por haber comido y bebido con Él, sino por haber entrado en el Reino de los Cielos por la “puerta estrecha”: “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha” y la “puerta estrecha” no es otra que la Santa Cruz del Calvario, la Cruz del Viernes Santo.

         La puerta estrecha es la cruz y la cruz es la negación de sí, de las pasiones, del propio orgullo y de la propia vanidad; es la configuración con Cristo crucificado, por la gracia y por las obras de misericordia; es dejar de ser uno mismo para que Cristo crezca en mí.

         Sólo quien, en el Día del Juicio Final, sea una imagen viviente de Cristo, será reconocido por Cristo; por el contrario, quienes obraron el mal, quienes no se configuraron a Cristo, quienes no se dejaron moldear por la gracia, no se parecerán en nada a Cristo, sino que serán una imagen viva del Anticristo, una imagen maligna del Anticristo, de ahí la expresión de Cristo: “No os conozco, apartaos, malvados”. Esto les dirá a los malos cristianos, a los cristianos que, aun sabiendo que debían obrar el bien, que debían obrar la misericordia, obraron sin embargo el mal, o bien se abstuvieron de obrar el bien que podrían haber obrado, comportándose de forma tibia, mereciendo ser vomitados de la boca del Señor, según sus propias palabras en el Apocalipsis: “Ojalá fueras frío o caliente, pero porque eres tibio, te vomitaré de mi boca”.

         La exigencia de Jesucristo para sus discípulos de “pasar por la puerta estrecha” va mucho más allá de un simple voluntarismo o un cambio de costumbres: implica un misterio sobrenatural, que es la configuración y la participación al misterio de la muerte y resurrección de Cristo, implica poseer en el alma la vida de Cristo, la vida del Hijo de Dios, además de la vida propia.

El cristianismo es algo infinitamente más grande  que un simple sistema ético, y Cristo es Alguien infinitamente más grande que un profeta o un gran maestro: es Dios Hijo Encarnado, es el Hijo de Dios, el Segundo Adán, es la Cabeza y la Vida de toda la raza humana hecha de nuevo y, como tal, es el principio del que mana para nuestras almas toda la fuerza y la luz divina que nos dona la semejanza divina y nos hace hijos de Dios, capaces de conocer y de amar a Dios a la luz de la contemplación y de glorificarlo mediante la perfecta caridad hacia los demás hombres[1]. Por esta razón es que la exigencia de Jesucristo no significa un cambio exterior de conducta, sino que se funda en una nueva vida, la vida de la gracia, que es la participación en la vida misma del Hijo de Dios y del mismo Dios Trino.

La vida cristiana no es solo una enseñanza de Jesús: es una creación de Jesús en nuestras almas por la acción de Su Espíritu. Lo que Él nos exige, el sacrificio de la cruz, es decir, que nos configuremos con Él en el sacrificio de la cruz, que eso es lo que significa la “puerta estrecha”, es porque nuestra vida cristiana, nuestra vida en Cristo no se trata de una simple cuestión de perfección moral, de una mera cuestión de buenas costumbres; no se trata de simplemente ser buenos ciudadanos; no se trata de una cuestión de una buena voluntad ética. Se trata de una realidad espiritual, ontológica, sobrenatural, completamente nueva, concedida por la gracia santificante que nos transmiten los sacramentos y que transforman completamente nuestro ser interior[2]: en otras palabras, la gracia santificante crea en nosotros un nuevo ser, nacido de lo alto, el ser hijos adoptivos de Dios e inserta a este ser totalmente nuevo, celestial, en germen, ya en esta tierra, en la vida íntima de Dios Uno y Trino. De ahí que la “vida nueva” del cristiano no pueda ser otra que la “puerta estrecha”, es decir, la configuración, la imitación, la copia viviente, de Cristo Jesús. Y si no lo es, fracasa miserablemente en su nuevo ser cristiano, siendo desconocido por Nuestro Señor en el Día del Juicio Final y siendo rechazado por Él para la eternidad: “Apartaos, no os conozco, malvados”.

         La fuente de esta nueva vida sobrenatural, celestial y divina se encuentra, ontológicamente, fuera y por encima de nosotros, en la Trinidad. Pero espiritualmente ambos, la vida sobrenatural y Dios que nos la da se hallan en el centro de nuestro ser. Dios, que está infinitamente por encima de nosotros, por la gracia, está también dentro nuestro; la cumbre de nuestra vida espiritual y física está inmersa en Su propia actualidad. Si nosotros sólo somos verdaderamente reales en Él es porque Él comparte Su realidad con nosotros y la hace propiamente nuestra.

Si Jesús se dirige a sus discípulos, es decir, a aquellos que han comido y bebido con Él, también entonces se dirige a nosotros, que participamos del banquete eucarístico, que no solo comemos y bebemos con Él, sino que comemos de su carne y bebemos de su Espíritu en el que esta carne eucarística está empapada[3].

La “vida en Cristo” consiste en participar de su misterio de muerte y resurrección[4]. “Yo he venido para que tengan vida” (Jn 10, 10): la vida que vino a traernos es Su propia vida como Hijo de Dios, la comunicación de Su propio Espíritu como principio de nuestra vida y de la vida de nuestro espíritu; su Espíritu sella en nosotros su Imagen, el cual se convierte en Alma de nuestra alma, en fuente de una nueva vida, una nueva identidad y un nuevo modo de acción[5]. Esto quiere decir que, a partir de Cristo, es decir, a partir de que recibimos los Sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y sobre todo de la Eucaristía, ya no podemos más seguir viviendo como nosotros mismos, con nuestra propia vida natural, porque hemos recibido a Cristo Dios y al Espíritu de Dios que actúan como principios de nuestra vida. Si el alma es el principio natural de la vida del cuerpo, a partir de los Sacramentos, son los Sacramentos -principalmente la Eucaristía- los que cumplen la función de ser Alma del alma, es decir, Principio de vida, Principio vital del principio vital. Y como la Eucaristía es Cristo, la Eucaristía es el Principio Vital que debe dar vida a mi vida, que debe “cristificar” a mi vida, que debe hacer de mí “otro cristo”. Si no lo hace, la única explicación posible es que soy yo el que pone la resistencia para que no lo haga; soy yo el que, a través del “hombre viejo”, opongo resistencia para que Cristo crezca en mí y yo vaya desapareciendo cada vez más hasta desaparecer del todo.

Hay una consecuencia, la cual veremos con claridad en el Día del Juicio Final, si nos obstinamos día a día, por nuestro orgullo y nuestra soberbia, en rechazar al Espíritu Santo recibido en el día del Bautismo y en rechazar al mismo Cristo recibido cada vez en la Sagrada Eucaristía, al no obrar la misericordia, tal como lo exige el ser de Cristo y esa consecuencia son las palabras de Cristo pronunciadas por Cristo una sola vez, pero que resonarán en las almas de los condenados por la eternidad: “Apartaos, no os conozco, malvados”, una sentencia sentencia terrible, inapelable, dirigida a los malos cristianos, a los católicos superficiales, a los católicos que piensan que con oraciones mal hechas con corazones endurecidos Dios les debe el Cielo y más y que así y todo continúan viviendo con el hombre viejo, viviendo una vida falsamente cristiana, una vida falsamente en Cristo, sin dejar que sea Cristo quien viva en ellos.

“Apartaos, no os conozco, malvados”. Estas terribles palabras y severas advertencias valen también para todos y cada uno de nosotros. No pensemos que están dirigidas al prójimo que tenemos al lado. Están dirigidas, o pueden estar dirigidas, a nosotros, si nos comportamos como cristianos, como católicos, superficiales. Ni el laico, por asistir a misa, ni el sacerdote, por celebrar misa, tienen la salvación asegurada. Se pueden cumplir externamente a la perfección los oficios litúrgicos, se puede asistir y celebrar misa todos los días de la vida, pero si no nos configuramos a Cristo por la gracia y la misericordia, si no nos esforzamos por vivir la vida en Cristo y en su Espíritu de caridad, no poseemos su imagen en nosotros, y nos hacemos malvados, porque no hay otra opción: “Quien no está conmigo, está contra Mí”. Y de esa forma, nos hacemos merecedores del desprecio de nuestro Señor: “Apartaos, malvados, no os conozco”. Si no obramos la misericordia, Cristo no nos reconocerá, aun habiéndonos alimentado de su carne embebida en el Espíritu.

A esto se le contrapone aquel que, consciente de su nuevo ser en Cristo, de su pertenencia real a Él por el bautismo, obra como miembro suyo, como otro Cristo, animado por su Espíritu. Ése tal, podrá escuchar de Cristo: “Venid, benditos de mi Padre, entrad en la herencia eterna”.

 



[1] Cfr. Thomas Merton, El hombre nuevo, Editorial Hastinapura, Buenos Aires 1984, 115.

[2] Cfr. Merton, ibidem, 115.

[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, ...

[4] Cfr. Merton, ibidem, 116.

[5] Cfr. Merton, ibidem, 117.


jueves, 14 de agosto de 2025

“He venido a traer fuego sobre la tierra”


 

(Domingo XX - TO - Ciclo C - 2025)

          “He venido a traer fuego sobre la tierra” (cfr. Lc 12, 49-53). Jesús dice que “ha venido a traer fuego sobre la tierra” y frente a esta afirmación, debemos preguntarnos si es una frase retórica, metafórica, o si se trata de un fuego real. Esto es importante, porque si fuera una frase metafórica, Jesús estaría hablando de un fuego imaginario, no real; si no se trata de un fuego imaginario, sino real, entonces debemos preguntarnos qué clase de fuego viene a traer Jesús. A estas preguntas, debemos responder que no se trata de una imagen metafórica, ya que se trata de un fuego real y si es un fuego real, es obvio que no se trata del fuego material, terreno, que todos conocemos, por lo que, por descarte, se trata de un fuego espiritual. En otras palabras, cuando Jesús dice que “ha venido a traer fuego sobre la tierra”, está hablando de un fuego real, no imaginario, y de un fuego no terrenal, sino espiritual y celestial, sobrenatural, invisible, insensible -en el sentido de que, salvo excepciones concedidas a los místicos, no puede ser percibido por los sentidos-, desconocido por nosotros los hombres y este fuego no es otro que el fuego del Espíritu Santo, el fuego del Divino Amor, la Tercera Persona de la Trinidad. Jesús no habla en un sentido figurado, ni sus palabras son metáfora semítica: el fuego que Él trae es Él mismo, puesto que uno de sus nombres, según los Padres de la Iglesia, es “carbón ardiente”: su humanidad es el carbón encendido al contacto con su divinidad, en el momento de la Encarnación en el seno de María Virgen. El fuego que Jesús ha venido a traer es el Ser de Dios Trino, que es fuego de Amor divino, según la descripción de San Juan: “Dios es Amor”, y es ese Amor de Dios, que une al Padre y al Hijo, el que es manifestado por Cristo como fuego en Pentecostés.

“He venido a traer fuego sobre la tierra”. Entonces, el fuego que trae Jesús no es el fuego terrenal, sino el Espíritu Santo, que es Fuego de Amor Divino: es el Fuego que envuelve a su Sagrado Corazón; es el fuego enviado sobre las almas desde la cruz, cuando desde el Costado traspasado de Jesús se derramó Sangre y Agua y con la Sangre y el Agua, fue derramado el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo; es el mismo fuego enviado sobre la Iglesia naciente en Pentecostés, es el fuego visible que como viento impetuoso del Espíritu Santo abrasa a la Iglesia en el Amor de Dios[1];  es el fuego invisible que es el Espíritu Santo, que al ser soplado sobre las ofrendas del altar en la Santa Misa, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, cumpliéndose así lo que rezamos y pedimos  en la Plegaria eucarística III del Misal Romano: “Envía, Señor, Tu Espíritu sobre estas ofrendas”[2]; es el fuego invisible enviado al alma por el Cordero en la Comunión Eucarística, encendiéndola en el fuego del amor divino, pero que también enciende al cuerpo, del mismo modo así como el fuego comunica al carbón su calor, su luz y su resplandor, y este cuerpo es el Cuerpo de Cristo, motivo por el cual los Padres de la Iglesia comparaban a Cristo en la Encarnación con un carbón encendido: el carbón era su humanidad y el fuego era la divinidad que al tomar contacto con esta humanidad la encendía y la hacía resplandecer con su luz celestial. El fuego que ha venido a traer Jesús es el fuego del Espíritu Santo y es el fuego que enciende su Alma Santísima y su Cuerpo Purísimo en la Encarnación; es el fuego que es su divinidad, la divinidad del Verbo, que en el momento de la Encarnación glorifica tanto su Alma como su Cuerpo, convirtiendo su Cuerpo en una brasa encendida, que lleva consigo el fuego del Divino Amor. Por esta razón, todo aquel que entre en contacto con el Cuerpo de Jesús Sacramentado, que está envuelto en las llamas del Divino Amor, arderá también en este Fuego Santo, el Fuego del Amor Sagrado que Jesús ha venido a traer y que ya quiere ver arder en los corazones de los hombres de buena voluntad que aman a Dios. La imagen del carbón incandescente es la imagen para el cuerpo de Cristo de un modo específico en la Eucaristía, como portador del fuego del Espíritu Santo, y es ese fuego, de modo específico, que es el fuego del Espíritu Santo, el que Jesús dice que ha venido a traer, el fuego que se propagó en el momento de su Encarnación, desde la divinidad del Verbo hacia su cuerpo y que incendió su cuerpo en el fuego del Amor divino, y es el mismo fuego por el cual van a ser glorificados los cuerpos de los bautizados de la Iglesia Católica[3]. En otras palabras, el fuego que ha venido a traer Jesús es el fuego divino que se propagó en la Encarnación en el Cuerpo humano de Jesús de Nazareth y es el Fuego del Espíritu Santo, el mismo fuego del Divino Amor, que se comunica a su Cuerpo Místico por medio de los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía.

Ahora bien, este fuego de ardor divino, el Espíritu Santo, hará arder en el Amor de Dios, como antorchas vivientes, en el amor eterno, a los santos, por la eternidad, en el Reino de los cielos, a quienes tengan la dicha de morir en gracia de Dios, pero también en esta vida terrena, a quienes vivan en estado de gracia, en la soledad del desierto, en la austeridad de la penitencia, de la oración, de la mortificación de los sentidos, del ayuno, de la adoración silenciosa a Dios Uno y Trino, el fuego del Amor divino que arde en el Hombre-Dios Jesucristo y que se comunica por la gracia y por la Eucaristía a sus miembros de su cuerpo místico que más se esfuerzan por amarlo, adorarlo, en la penitencia y en la caridad para con el prójimo, los convertirá también a ellos mismos en antorchas resplandecientes y vivas, encendidas en el fuego vivo del Amor de Dios, antorchas que arden misteriosamente e iluminan al mundo en tinieblas con la luz del Divino Amor.

Es esto lo que afirman los testimonios de los Padres del desierto, uno de los más grandes tesoros de la Iglesia Católica: “Abba Lot fue en busca de José y le dijo: “Appa, de acuerdo con lo que yo puedo, recito un oficio corto, ayuno un poco, oro, medito, vivo en el recogimiento y, tanto como puedo, me purifico de mis pensamientos. ¿Qué más debo hacer?” Entonces el Anciano se levantó y extendió sus manos hacia el cielo. Sus dedos se convirtieron en diez lámparas encendidas y le dijo: ‘Si tú quieres, te conviertes enteramente en un fuego’”[4]. Es decir, lo que sucede aquí, es que, por medio de la oración, la caridad, la vida de la gracia, la unión con Cristo Eucaristía, quien les comunicaba de su propio fuego divino, se convertían, ya desde esta vida, en antorchas espirituales vivientes, al haber recibido de Cristo el fuego que Cristo vino a traer a este mundo.

Esto quiere decir que el mismo ardor divino, la misma llama que enciende al Cuerpo de Cristo en la Encarnación del Verbo por el Espíritu Santo, se lleva a cabo también en los miembros del Cuerpo Místico de Cristo que están en gracia, de manera plena y total, con resplandor eterno en el Reino de los cielos en la otra vida, aunque también ya en esta vida, de un modo participado, incompleto, parcial, pero ya incoado, en esta vida terrena, para quienes viven en estado de gracia santificante.

         “He venido a traer fuego sobre la tierra”. Si verdaderamente creemos en las palabras de Jesús, el Hombre-Dios, si creemos verdaderamente nuestra religión católica, entonces verdaderamente tenemos que creer que en la Eucaristía consumimos su Cuerpo Humano glorificado, lo cual quiere decir impregnado, embebido, envuelto en verdadero fuego divino, celestial, el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo; tenemos que creer que consumimos el Cuerpo de Cristo Sacramentado, envuelto en el Fuego invisible e insensible, pero real, espiritual, celestial, sobrenatural, el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que enciende a las almas con las llamas del Amor de Dios.

               Por último, si Jesús ha venido a traer fuego, y ese fuego es un fuego de orden espiritual, debemos preguntarnos también debemos qué es lo que Jesús quiere hacer arder con este fuego celestial y la respuesta ya la hemos vislumbrado: las almas de los hombres y para darnos una idea, podemos comparar a la acción del fuego terreno con la madera o con el carbón: así como el fuego abrasa la madera y la convierte de madera seca en leño ardiente; así como el fuego enciende el carbón y lo convierte, de piedra fría y negra en brasa ardiente y luminosa, así el Amor de Dios, al comunicarle su Llama de Amor Vivo, esto es, al encender el corazón del hombre participándole de su Amor, ese corazón humano que es por sí mismo frío por la falta de caridad y oscuro por la falta de luz divina en él, el Amor de Dios lo convierte en brasa ardiente de caridad, que ilumina con el resplandor de las llamas del Amor Divino.

          Este Fuego Sagrado, que arde en su Sagrado Corazón Eucarístico, es el que Jesús ha venido a traer y es el que Él quiere “ver arder” en los corazones de los bautizados; es este Fuego Santo, que arde en su Sagrado Corazón Eucarístico, el que Él desea que se propague en los corazones de los que lo reciben en la Eucaristía, con fe, con amor, en gracia y con devoción. Que nuestros corazones sean entonces como la leña seca, como el carbón ennegrecido, como el pasto reseco, para que, al contacto con el Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las Llamas del Amor Divino, se conviertan en brasas ardientes de Amor a Dios.

 

 

 

 [1] Cfr. Hch 2, 23-33.

[2] Cfr. Misal Romano.

[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 544 n. 2.

[4] Cfr. Apotegmas de los Padres del Desierto, Editorial Lumen, Buenos Aires 2000, 91.

 

jueves, 7 de agosto de 2025

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”

 


(Domingo XIX - TO - Ciclo C - 2025)

         “Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada” (cfr. Lc 12, 32-48). Jesús nos pide que “estemos preparados” y esto por un doble motivo: porque hemos de morir y porque Él ha de regresar en la gloria, en su Segunda Venida, en el Día del Juicio Final, y tanto lo uno como lo otro, serán acontecimientos sorpresivos, sin que nadie sepa cuándo será la hora. Por otra parte, la advertencia no solo va dirigida a los integrantes de la Iglesia Católica, sino a toda la humanidad.

            Para que nos demos una idea de cómo será esta doble venida –tanto el día de nuestra muerte personal, como el Día del Juicio Universal, en el que vendrá como Justo Juez para juzgar a toda la humanidad-, Jesús utiliza la imagen de un dueño de casa que viaja para asistir a unas bodas, y que regresa luego ya entrada la noche y es esperado por sus sirvientes con las velas encendidas. La imagen se entiende cuando se la interpreta según su significado sobrenatural, ya que cada elemento de la imagen representa una realidad celestial, sobrenatural: así, el dueño de casa es Dios Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor, que asiste a unas bodas como el Esposo, ya que por su Encarnación en el seno de la Virgen se ha convertido en el Esposo de la humanidad; la noche, la ausencia de la luz del sol, indica el fin de los tiempos, indica el Día del Juicio Final, el día que marcará el inicio del fin de la historia terrena de la humanidad; el día en el que ya no habrá más luz creada, ni artificial, ni natural, porque será un día de prueba, en donde el sol dejará de brillar, porque comenzará a brillar -para algunos- la Luz Eterna, Cristo Jesús, mientras que para otros será el inicio de la Noche Eterna; la noche también indica el momento de la muerte personal de cada ser humano: en la muerte, los ojos del cuerpo se cierran y a partir de ese momento el alma no es iluminada ni por la luz eléctrica, ni por la luz del sol: el alma está en tinieblas hasta que es juzgada, en el juicio particular, por Cristo Dios; el dueño de casa es esperado por unos sirvientes y estos sirvientes son una representación nuestra, de cada uno de los bautizados en la Iglesia Católica: notemos que hay dos tipos de sirvientes, el que espera a su Señor y el que no lo espera: el que lo espera, es el bautizado que se prepara, para el día de su muerte y de su juicio particular, con obras de misericordia corporales y espirituales, mientras que el sirviente malo y perezoso, que se dedica a embriagarse y a golpear a los demás y a no hacer nada, es el fiel católico que hace apostasía de su religión, que abandona la Religión Católica, que abandona los sacramentos, que va en pos de falsos ídolos, de sectas, de falsas creencias, abandonando por completo la Verdadera Religión, encontrándose en completo estado de falta de preparación para el encuentro con Jesús en el juicio particular; esto nos hace ver que, para cuando llegue Nuestro Señor Jesucristo, el Dueño de las almas, debemos estar despiertos, esperando su Venida, para recibirlo con un corazón purificado por la gracia santificante y con las manos llenas de obras de misericordia; el atuendo de los sirvientes también tiene un profundo significado sobrenatural:  las velas encendidas representan tanto la gracia que ilumina al alma como la misericordia para con el prójimo, que brilla en las buenas obras. Esto quiere decir que, al igual que los sirvientes atentos y vigilantes, debemos tener las velas encendidas, es decir, vivir en gracia y obrar la misericordia para que el Señor, al regresar en su Segunda Venida, encuentre en nosotros la luz de la gracia y de la misericordia. Si el dueño de una estancia, al regresar de una fiesta de bodas, encuentra a sus sirvientes embriagados, peleados entre sí, dormidos, sin esperar su regreso, sin las velas encendidas, lejos de premiarlos, los reprendería severamente. Mucho más Nuestro Señor Jesucristo, precipitará en el Infierno a las almas que vivan en la violencia, fuera del estado de gracia, y que a su regreso no posean obras de misericordia y esto lo hará, tanto en el Día del Juicio Final, como en el día de nuestra propia muerte particular, de ahí la necesidad de estar preparados cada día, todos los días, en la fe y en las obras. Si Dios, ya sea al fin del tiempo, en el Día del Juicio, o en el día de nuestra muerte, nos encuentra con el alma en pecado mortal, y sin amor al prójimo, es decir, a oscuras, sin las velas encendidas, ya sabemos qué es lo que nos dirá, por eso es que debemos estar despiertos, alertas, con las velas encendidas, es decir, con el alma en gracia, y con obras de misericordia hechas, para presentarnos ante el Juez de los hombres.

            “Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. No sabemos cuándo será el Día del Juicio Final y tampoco sabemos cuándo será el día de nuestra muerte; no sabemos cuándo vendrá Cristo Dios a pedirnos cuenta de nuestra alma y cuándo vendrá a juzgar a toda la humanidad. Pero lo que sí sabemos es que debemos estar alertas, con las velas encendidas, para que nos iluminen la luz de la gracia y de la fe, porque esta Venida de Nuestro Señor Jesucristo puede ser en cualquier momento: “Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”.

            Entonces, no sabemos cuándo vendrá el Señor, pero sí sabemos que antes de su Venida en la gloria, una señal de que esta Segunda Venida está cerca, es que el Anticristo hará su aparición en la tierra y de esto hay señales de advertencia. Así nos lo advierten las profecías de los santos, profecías de las cuales decía el Papa Benedicto XIV que hay que dar Fe Humana a estas revelaciones privadas aprobadas por la Iglesia, como son las de Santos canonizados, o los escritos publicados con imprimatur, con licencia eclesiástica, y que sería temerario despreciarlas. Con respecto a estas profecías, dice San Pedro Canisio: “Hay menor peligro en creer y recibir lo que con alguna probabilidad nos refieren personas de bien, (cosa que no está reprobada por los doctos), antes que rechazar todo con espíritu temerario y de desprecio”.

Teniendo en cuenta esto, ¿qué es lo que nos dicen los santos? El P. Pío recibió una aparición del Señor que decía así: “La hora del castigo está próxima, pero Yo manifestaré mi Misericordia. (…) Temporales, tempestades, truenos, lluvias ininterrumpidas, terremotos, cubrirán la tierra. Por espacio de tres días y tres noches, una lluvia ininterrumpida de fuego seguirá entonces, para demostrar que Dios es el dueño de la Creación. (…) Los que creen y esperan en mi Palabra no tendrán nada que temer, porque Yo no los abandonaré, lo mismo que os que escuchen mis mensajes. Ningún mal herirá a los que están en estado de Gracia y buscan la protección de mi Madre. (…) Rezad piadosamente el Rosario, en lo posible en común o solos. Durante estos tres días y tres noches de tinieblas, podrán ser encendidas sólo las velas bendecidas el día de la Candelaria (2 de febrero) y darán luz sin consumirse”[1].

San Gaspar de Búfalo nos advierte: “Aquél que sobreviva a los tres días de tinieblas y de espanto, se verá a sí mismo como solo en la tierra, (...) No se ha visto nada semejante desde el diluvio”.

¿Cuándo sucederá esto? Dice Ana Catalina Emmerich: “Vi la Iglesia de San Pedro y una cantidad enorme de gente que trabajaba para derribarla, pero a la vez vi otros que la reparaban. Los demoledores se llevaban grandes pedazos; eran sobre todo sectarios y apóstatas en gran número. Vi con horror que entre ellos había también sacerdotes católicos..., vi al Papa en oración, rodeado de falsos amigos, que a menudo hacían lo contrario de lo que él ordenaba. (...) Daba lástima. Cincuenta o sesenta años antes del año 2000 será desencadenado Satanás por algún tiempo. En violentos combates, con escuadrones de espíritus celestiales, San Miguel defenderá a la Iglesia contra los asaltos del mundo. (...) Sobre la Iglesia apareció una Mujer alta y resplandeciente, María, que extendía su manto radiante de oro. En la Iglesia se observaron actos de reconciliación, acompañados de muestras de humildad; las sectas reconocían a la Iglesia en su admirable victoria, y en las luces de la revelación que por sí mismas habían visto refulgir sobre ella. Sentí un resplandor y una vida superior en toda la naturaleza y en todos los hombres una santa alegría como cuando estaba próximo el nacimiento del Señor”.

También coincide, con respecto al tiempo, Santa Brígida de Suecia: “Cuarenta años antes del año 2000, el demonio será dejado suelto por un tiempo para tentar a los hombres. Cuando todo parecerá perdido, Dios mismo, de improviso, pondrá fin a toda maldad. La señal de estos eventos será: cuando los sacerdotes habrán dejado el hábito santo, y se vestirán como la gente común, las mujeres como los hombres y los hombres como las mujeres”.

San Anselmo nos dice: “¡Ay de ti, villa de las siete colinas (Roma) cuando la letra K sea aclamada dentro de tus murallas! Entonces tu caída estará próxima, tus gobernantes serán destruidos. Has irritado al Altísimo con tus crímenes y blasfemias, perecerás en la derrota y la sangre”.

San Vicente Ferrer también coincide en que los días de tinieblas llegarán cuando los hombres se vistan como mujeres, y las mujeres como hombres: “Advertid que vendrá un tiempo de relajación religiosa, y catástrofes como no lo ha habido ni habrá. En aquel tiempo las mujeres se vestirán como hombres y se comportarán a su gusto licenciosamente, y los hombres vestirán vilmente como las mujeres. Pero Dios lo purificará todo y regenerará todo, y la tristeza se convertirá en gozo”.

En el Diario de la Divina Misericordia, se lee: “Antes de venir como juez, vendré primero como rey de misericordia. Precediendo el día de la justicia, hará una señal en el cielo dada a los hombres. Toda luz será apagada en el firmamento y en la tierra. Entonces aparecerá venida del cielo la señal de la cruz, de cada una de mis llagas de las manos y de los pies saldrán luces que iluminarán la tierra por un momento”. Luego, más adelante: “Quiero a Polonia de una manera especial. Si es fiel y dócil a mi voluntad, la elevaré en poder y santidad, y de ella saltará la chispa que preparará al mundo a mi última venida”. Con toda probabilidad, parece estar refiriéndose al Papa Juan Pablo II, cuyo papado habría preparado al mundo para la Segunda Venida de Jesucristo.

En 1936, el día 25 de marzo, Fiesta de la Anunciación, se le apareció la santísima virgen y le dijo lo siguiente: “Yo di al mundo al redentor y tú tienes que hablarle al mundo acerca de su misericordia y prepararlo para su segunda venida”. (…) “Este día terrible vendrá, será el día de la justicia, el día de la ira de Dios . . . Los ángeles tiemblan al pensar en ese día (...) Habla a las almas de la gran misericordia de dios, mientras haya tiempo. Si te quedas en silencio ahora, serás responsable de la pérdida de un gran número de almas en aquel día terrible. No tengas miedo y sé fiel hasta el fin”.

            “Estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada”. No seamos temerarios ni necios, no despreciemos la voz del cielo, la voz de los santos, quienes nos llaman a estar atentos, vigiles, preparados, en estado de gracia, esperando el regreso de Nuestro Señor Jesucristo. Seamos como los servidores que esperan a su señor con las velas encendidas, despiertos en medio de la noche: vivamos en gracia, acudamos a la Confesión, a la Santa Misa, hagamos adoración eucarística, recemos el Rosario, obremos el bien, no hagamos el mal a nadie, y así Cristo Dios, cuando venga en medio de la noche, nos llevará al cielo.

            Un aspecto muy importante a tener en cuenta es que, si bien no sabemos cuándo habrá de venir el Señor - puede ser hoy a la noche, mañana, o en cien años- sí sabemos en cambio que ahora, por la Santa Misa, por la comunión, ese mismo Señor Jesús que vendrá el día de nuestra muerte y el Día del Juicio Final viene al alma por medio de la Eucaristía; es decir, por medio de la Comunión Eucarística, Jesús ingresa en nuestras almas, cumpliéndose así las palabras del Apocalipsis –“Mira que estoy a las puertas y llamo; al que me abra, entraré y cenaré con él”- y en ese momento de la comunión, es como si fuera un anticipo del Juicio Particular y del Juicio Final, porque es un encuentro personal con Jesús en la Eucaristía. entonces, tenemos que preguntarnos: ¿qué tenemos para ofrecerle a Jesús, cuando viene a nuestro corazón por la comunión? ¿Lo esperamos con las velas encendidas y vigilantes, es decir, en estado de gracia, y con el corazón en paz con Dios y con el prójimo? ¿Tenemos para ofrecerle obras buenas? ¿O Jesús encontrará, por el contrario, un corazón oscurecido por el rencor, por el enojo, por la ausencia de caridad?

            Cada comunión es como un pequeño Juicio Final, para cada uno; cada comunión es como un anticipo también del Día del Juicio Final, en el sentido de que es un encuentro personal con el Hombre-Dios Jesucristo. De nuestra libertad depende qué sea lo que tengamos para ofrecer a Jesús: o luz, u oscuridad; de nuestra libertad depende que seamos servidores que lo esperan con la luz de la fe, de la gracia y de las obras de misericordia, o servidores malos, sin obras, con el corazón oscurecido por el pecado y por el mal. Que la Madre de Dios interceda para que nuestro corazón sea un corazón luminoso.

 

 

 

 

 



[1] [1] Mensaje de 1959, tomado de su testamento y hecho distribuir por los Sacerdotes Franciscanos a todos los grupos de Oración católicos en el mundo, ya desde la Navidad de 1990.

[1] 1786-1836, Fundador de los Misioneros de la Preciosísima Sangre.

[1] 1303-1373.

[1] siglo XIII.

[1] Nota: K = KAROL, nombre del Papa Juan Pablo II.

[1] 1350-1419.

[1] Cfr. Sor Faustina Kowalska, 1905-1938.