(Domingo XIV - TO - Ciclo C - 2025)
“El Reino de Dios está cerca” (cfr. Lc 10,
1-20). Jesús nos revela que “el Reino de Dios está cerca”. Frente a esta
revelación, debemos preguntarnos lo siguiente: cuán cercano está ese Reino, en
qué consiste el Reino de Dios, quién es el Rey de este Reino y cuál es la
riqueza que nos trae este Rey Divino, porque de lo contrario no podremos sacar
provecho de lo que Dios quiere darnos con su Reino.
Para comenzar a responder a estas preguntas tenemos que
saber, ante todo, que el Reino de Dios es espiritual y por eso no tiene una
ubicación geográfica, como los reinos de la tierra, y por esto es que no se
puede decir “está aquí” o “está allí”, y por esa razón no tiene un lugar
determinado, no tiene fronteras físicas. Es un reino principalmente espiritual
y lo que es espiritual, no tiene límites físicos: el Reino de Dios es la
presencia de la gracia en el alma del bautizado que dan los sacramentos, es una
presencia espiritual, y por eso es que allí donde reina la gracia, allí
está el Reino de Dios. Esta es la primera consideración que debemos hacer
cuando Jesús nos dice que “el Reino de Dios está cerca”, el considerar que está
cerca, tan cerca del alma que está en estado de gracia, porque ahí está el
Reino de Dios, en esa alma en gracia, porque el Reino de Dios consiste en la
presencia de la gracia santificante en el alma del bautizado. La otra
consideración, más importante todavía, sobre el Reino de Dios, es quién es el
Rey del Reino de Dios y cuál es la riqueza de ese Rey, porque la riqueza del
Rey es inseparable del Rey, porque si el Reino de Dios está cerca, también está
cerca el Rey de ese Reino y la riqueza que este Rey viene a traer.
En este sentido, las palabras de Cristo: “El Reino de
Dios está cerca”, deben alegrarnos desde un inicio, porque al traernos su Reino
a la tierra, Dios ha querido venir a visitarnos en su Hijo Jesús, porque Jesús
es el Rey del Reino de Dios y con Jesús, Dios nos dona toda la riqueza divina,
que es infinita y eterna: su gracia santificante, su vida divina, su amor
celestial, su paz y su Misericordia Divina.
“El Reino de Dios está cerca”, dice Jesús, y es para
nosotros una maravillosa noticia, pero lo más maravilloso de la llegada del
Reino es que, no solo viene el Reino de Dios al alma, sino que viene el mismo
Rey en Persona, Cristo Jesús y el mismo Rey en Persona es el Tesoro Inagotable
de la Divinidad para la humanidad. Es decir, más que la llegada del Reino, la
Buena Noticia para la humanidad es la Llegada del Rey del Reino, Cristo Jesús,
en Quien se encuentran todos los tesoros de la Divinidad, al Ser Él Dios Hijo
en Persona.
Es por esto que, para apreciar el don del Reino de Dios,
nos conviene hacer una comparación del Rey del Reino de Dios con los reyes de
la tierra, porque el Rey del Reino de Dios es el verdadero don del cielo, el
verdadero don del Reino de Dios. Con relación al Rey de este Reino, también es
diferente a los reyes de la tierra: estos últimos reinan desde tronos de
marfil, y coronados con coronas de oro y plata, incrustadas en diamantes y toda
clase de piedras preciosas. El Rey del Reino de Dios, Jesucristo, no reina
desde un trono de oro y plata, sino desde un trono muy distinto, un trono que
tiene forma de cruz, porque Jesucristo reina desde el madero de la cruz, y
coronado de espinas. Los reyes de la tierra tienen cetros de ébano y marfil,
signos visibles de su poderío terreno y tiránico; el cetro del Rey Jesús está
formado por los clavos que sujetan sus brazos, y el escabel lo forman los
clavos de hierro que atraviesan sus Sagrados Pies. Los reyes de la tierra se
cubren con mantos regios de púrpura y lino finísimo; en cambio, el manto regio
de este Rey Divino no es de seda ni está bordado con hilos de plata: el manto
sagrado que cubre a este Rey del Cielo, Cristo Jesús, es de color rojo, el rojo
sangre, porque su Cuerpo Sacratísimo está cubierto con su Sangre Preciosísima
que brota a borbotones de todas sus heridas abiertas y sangrantes. Los reyes de
la tierra están rodeados por una corte de aduladores, que alaban y cortejan al
rey, aun cuando este rey sea cruel y cometa atrocidades; en cambio, el Rey del
Cielo, Jesucristo, tiene por corte a una multitud enceguecida por el pecado y
por Satanás, que pide desaforadamente su muerte y su crucifixión, aun cuando
este Rey solo quiere dar su Vida Divina para salvarlos a ellos, a los mismos
que piden su muerte.
Los reyes de la tierra basan su poder en las riquezas
materiales: cuantas más riquezas, cuanto más oro, cuanta más plata, cuantas más
tierras posea un rey terreno, tanto más aparentará poder y tanto más será
respetado por el mundo. El Rey del Cielo, Jesucristo, aunque en la cruz aparece
como despojado de todo tipo de riquezas, es sin embargo el Creador y el Dueño
del universo, tanto visible como invisible; a Él le pertenecen todos los
hombres, todas las almas, todos los ángeles, todas las potestades y principados
del Cielo y por eso, más que ser un rey poderoso, es Dios, que es Rey y es
Omnipotente. Y aún cuando Jesús esté crucificado, con su Cuerpo llagado, con
sus heridas abiertas y sangrantes, agonizando; aún cuando parezca el último de
los hombres y el más indefenso de todos, aún así, Cristo Crucificado es el
Hombre-Dios, es Dios Hijo del Eterno Padre, es Dios Eterno, Creador del mundo
visible e invisible, Creador de los hombres y de los ángeles y por eso mismo es
Rey de Cielos y Tierra y su poder es infinitamente inmenso, inimaginablemente
grandioso. Por esto, Cristo es rico, pero su mayor riqueza no proviene de su
Creación; su mayor riqueza no consiste en los planetas, en los universos y en
los ángeles: su mayor riqueza se encuentra dentro de Él, en su Sagrado Corazón;
su riqueza es su gracia y su gracia está contenida, como si fuera un
preciosísimo tesoro -es la “perla escondida de gran valor” de la que habla el
Evangelio-, en su Sangre Preciosísima.
Otra diferencia con los reyes de la tierra es que cuando
estos últimos desean agasajar a sus súbditos, o cuando quieren premiarlos o
festejarlos, mandan a que sus arcones, sus cajas fuertes, que contienen oro y
plata, diamantes y rubíes, sean abiertas, para ser repartidos para alegría de
todos. Pero en el caso del Rey del Cielo, Jesucristo, cuando Él quiere
agasajarnos, aun cuando no tenemos ningún mérito para ser agasajados por Él, lo
que hace, no es abrir un cofre de tesoros, para sacar un metal dorado como el
oro: Él nos agasaja con algo que es imposible de valorar, por ser tan
infinitamente grande su valor; Él nos agasaja con un tesoro de valor
incalculable, que vale infinitamente más que miles de toneladas de oro y de
plata y este tesoro es su Sagrado Corazón, su Preciosísima Sangre, en la
Sagrada Eucaristía y así nos colma de dicha, de felicidad, de alegría y de amor
sobrenatural, imposibles de ser alcanzados con las riquezas de la tierra.
El arcón en donde se resguarda este divino tesoro se abre
en el momento en el cual el Sagrado Corazón de Jesús es traspasado por la lanza
del soldado romano; en ese momento, su Preciosísima Sangre se derrama, como un
océano inextinguible, sobre las almas de los hombres pecadores, inundando a
estas almas con su gracia y su misericordia. El oro de este Rey del Cielo es
entonces su Sangre Preciosísima, derramada sobre la humanidad toda en el
momento en el que el frío hierro de la lanza del soldado romano atraviesa su
Costado, abriendo una brecha sagrada en su Sagrado Corazón. De esta manera es
como, desde el corazón abierto del Rey celestial, Cristo Jesús, surge el tesoro
de valor incalculable para los hombres: la Sangre Divina del Cordero, vehículo
de la divina gracia, Sangre que es recogida con piedad, amor y fervor por su
Esposa Mística, la Iglesia, en cada Santa Misa, en cada Cáliz del altar
eucarístico.
Al ser atravesado el Sagrado Corazón de Jesús, se abre
desde entonces, para toda la humanidad, la Puerta de los cielos, y así abierta,
derrama el tesoro de la Divina Misericordia sobre todos los hombres,
colmándolos de la gracia y de la Misericordia Divina. El tesoro más preciado
para la humanidad no son montañas de oro y plata, sino la Sangre Preciosísima
del Corazón de Jesús, vertida desde el Calvario una vez en la historia y cada
vez en cada Santa Misa. La Sangre del Cordero, vertida en el Calvario y recogida
en el cáliz de la Santa Misa, es el tesoro más preciado de todos los tesoros
imaginables para el hombre, porque quita los pecados, satisface a la Ira Divina
y nos concede la filiación divina y la participación en la Vida Divina
Trinitaria.
Entonces, un signo palpable de la presencia del Reino de
Dios en la tierra es el poseer la Iglesia, Esposa Mística del Cordero, la
Sangre Preciosísima del Hijo de Dios, Jesucristo, que desde su Sagrado Corazón
traspasado se recoge en el Cáliz del altar, para luego ser derramada en los
corazones de los que aman a Jesús y lo reciben en gracia, con fe, piedad y
amor.
Pero otro signo de la presencia del Reino de Dios es la
presencia del Adversario de Dios, el Demonio, quien precisamente desea, en su
odio deicida, arrebatar a las almas de los hombres, destinadas a forma parte
del Reino de los cielos, para conducirlas al Infierno eterno. Jesús nos
advierte acerca de la presencia del Demonio entre los hombres, en la tierra:
“Vi a Satanás caer como un relámpago”, advierte Jesús. Esta advertencia la hace
Jesús porque el Demonio, que es “la mona de Dios”, quiere imitar en todo a Dios
y así como Dios tiene su Reino celestial, así el Demonio establece su reino
infernal en la tierra, para atraer a los hombres y conducirlos al Infierno. El
corazón del hombre, de cada hombre, es el terreno en donde se libra una batalla
espiritual en el que tanto el Reino de Dios como el reino del Demonio, quieren
implantar sus banderas. Pero es el hombre, en última instancia, quien decide a
qué Reino quiere pertenecer, si al Reino de Dios, o al reino del Demonio. Si
queremos pertenecer al Reino de Dios, entonces debemos suplicarle a la Virgen
que sea Ella quien clave en nuestros corazones el estandarte ensangrentado de
la Santa Cruz, el emblema del Rey de los cielos, Cristo Jesús, y el estandarte
celeste y blanco que representa a su Inmaculada Concepción.
“El Reino de Dios está cerca”, dice Jesús y nosotros nos
preguntamos cuán cerca está este Reino celestial. La respuesta es que está
cerca, muy cerca, más cerca de lo que nos imaginamos: el Reino de Dios está en
Cristo crucificado; está en el prójimo; está en la confesión sacramental, que
nos concede la gracia santificante, pero sobre todo el Reino de Dios está en la
Eucaristía, porque la Eucaristía es el Rey del Reino de Dios, en Persona. El
Reino de Dios está cerca, muy cerca, está en la Eucaristía.