sábado, 3 de mayo de 2025

“¡Es el Señor!”

 


(Domingo III - TP - Ciclo C - 2025)

          “¡Es el Señor!” (Jn 6, 16-21). Luego de resucitar, Jesús se aparece a sus discípulos -entre los cuales se encuentran Pedro y Juan Evangelista- y lo hace en la orilla del mar, a la madrugada, ubicado de pie a unos cien metros de la barca en la que los discípulos han estado pescando infructuosamente. La secuencia de la interacción entre Jesús y los discípulos es la misma de la de todas sus apariciones ya resucitado: Jesús se aparece resucitado, los discípulos no lo reconocen en primera instancia; luego de este primer momento de desconocimiento, Jesús sopla su Espíritu sobre las inteligencias y los corazones de los discípulos y estos, recibiendo la gracia santificante que los ilumina y los hace capaces de reconocer a Jesús glorioso, lo reconocen como al Señor Jesús resucitado. En esta escena en particular, a la cual podemos llamar la “segunda pesca milagrosa”, el Señor les dice que “echen las redes” y, luego de hacer lo que Jesús les manda, las redes se llenan tanto de peces, que corren incluso el riesgo de naufragar. Es en este momento, inmediatamente después del milagro de la segunda pesca milagros, que el Evangelista Juan habiendo recibido la gracia santificante que ilumina su intelecto y con la luz divina lo reconoce, exclama: “¡Es el Señor!”. La misma gracia de reconocer a Jesús la recibe Pedro, quien inmediatamente se lanza al mar en pos de Jesús. En la playa, el Señor los espera con pescado asado y pan y les convida a sus discípulos. Terminado el refrigerio, Jesús pregunta a Pedro tres veces si lo ama, para darle la oportunidad de reparar su triple negación y así lo hace Pedro, reparando con eso la triple negación en la Pasión. Pero el objetivo de Jesús no es solo que Pedro repare su negación, sino además prepararlo para la misión que le ha de encomendar: ejercer como su Vicario, como el Vicario de Cristo, apacentando a las ovejas del rebaño del Buen Pastor, lo cual significa guiar al pueblo fiel en la fe hacia la Jerusalén celestial bajo el Estandarte Ensangrentado de la Santa Cruz.

          A partir de entonces, la tarea del Vicario de Cristo, cualquiera que este sea y cualquiera sea el tiempo en el que éste ejerza su tarea, será siempre la misma: que el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, sean confirmados en la Única Verdad acerca de Jesucristo: Él es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en el seno virgen de María que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. De nada sirve proclamar que Cristo ha resucitado glorioso con su Cuerpo y su Sangre, si no se proclama al mismo tiempo que ese mismo Cristo, glorioso y resucitado, está Presente en Persona, real, verdadera y substancialmente, en la Eucaristía.

          La tarea de Pedro, de “apacentar el rebaño”, implica, por un lado, defender al rebaño -la Iglesia Católica- del Lobo infernal, de sus insidias, de sus ataques, que procurarán, por todos los medios, destruir a la Iglesia incluso desde su seno mismo, tal como lo demostró atacando a la Iglesia en la misma Cena Pascual, induciendo primero a Judas a traicionar a Jesús y luego poseyéndolo en alma y cuerpo. Por otro lado, la tarea de Pedro en cuanto Vicario de Cristo implica proclamar “a tiempo y a destiempo” la Verdad Inmutable acerca del Hombre-Dios Jesucristo, de su misterio pascual de muerte y resurrección y de su prolongación de la Encarnación en la Eucaristía. El misterio pascual de Jesucristo se actualiza en la administración de los sacramentos, por los cuales no solo se perdonan los pecados, sino que se concede al alma la filiación divina del Hijo de Dios y se la alimenta con la substancia misma de la naturaleza divina trinitaria, a través de la Sagrada Eucaristía.

          “¡Es el Señor!”, exclama Juan con asombro y sobrenatural estupor y sin dudarlo ni un solo instante, tanto él como Pedro, se dirigen al encuentro de Jesús resucitado. También nosotros, iluminados por el Espíritu Santo, debemos exclamar, al contemplar la Sagrada Eucaristía, “¡Es el Señor!”. De la misma manera a como el Evangelista Juan al contemplar a Cristo en la playa, lo reconoció como al Hombre-Dios encarnado y exclamó “¡Es el Señor!”, también nosotros, al contemplar por la luz de la fe al mismo Señor Jesucristo en la Eucaristía, debemos exclamar: “¡Es el Señor!” y adorar a Jesús resucitado en el Santísimo Sacramento del altar. Y el Señor Jesús, por la Eucaristía, no nos convidará con pescado asado en el fuego, sino que nos dará a comer Carne de Cordero, la Carne gloriosa del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo. Jesús, glorioso y resucitado, no se nos aparece a la orilla del mar, para que lo podamos ver visiblemente y tampoco nos da a comer pescado asado: se nos aparece, invisible pero personal, real, substancial y verdaderamente, en la Hostia Consagrada, la Sagrada Eucaristía, para alimentar nuestras almas con algo infinitamente más exquisito que carne de pescado asado: nos alimenta con la Carne del Cordero de Dios, su Carne gloriosa y resucitada, en la Eucaristía. Es por esto que, cada vez que contemplemos a la Eucaristía, iluminados por el Espíritu Santo, exclamemos asombrados y llenos de amor, junto con Juan, en la fe de Pedro: “¡Es el Señor!” y vayamos en pos de Él, de pie en el Altar Eucarístico.

 


domingo, 20 de abril de 2025

Domingo de Resurrección

 


(Domingo de Resurrección - Ciclo C - 2025)

“…el sepulcro estaba vacío…” (cfr. Jn 20, 1-9). Pasadas las primeras horas del Domingo de Resurrección, el sepulcro que hasta hace poco alojaba al Cuerpo muerto de Jesús, ahora está vacío; la fría loza de piedra ha quedado vacía, el Cuerpo de Jesús ya no yace más tendido ahí. Hasta horas antes, el sepulcro alojaba al Cuerpo muerto y frío de Jesús y el frío de la piedra de la loza se confundía con el frío del Cuerpo sin vida de Jesús. Frente a la muerte, frente al frío y a la descomposición de la muerte, que se hacía presente descomponiendo la materia orgánica y comenzando a emitir nauseabundos olores, los judíos hacían frente a la muerte con los aromas de los perfumes y para ello tenían la costumbre de envolver el cadáver con lienzos y ungirlo con perfumes aromáticos, de manera de ocultar, al menos de una manera lo más aparente posible, el fenómeno inevitable de la descomposición del cadáver y es esto lo que las Santas mujeres de Jerusalén van a hacer el Domingo de Resurrección, cuando se dan con la escena de la piedra de la entrada corrida y con el sepulcro vacío.

Es decir, nadie y tampoco entre los discípulos de Jesús, se imaginaba que no serían necesarios los lienzos y los perfumes aromáticos; nadie se imaginaba que los ritos de los judíos destinados a enmascarar la muerte ya no serían, en adelante, nunca más necesarios, porque Jesús había resucitado, Jesús había vencido a la muerte para siempre, la muerte había sido derrotada por el Dios de la Vida, por el Dios Viviente y Él, que estaba muerto, ahora estaba Vivo y vivía para siempre, para no morir jamás, para no morir nunca jamás. Nadie imaginaba que nunca jamás iban a necesitar los ritos de la muerte, los aromas del sepulcro, porque un nuevo aroma, el aroma de la gloria de Jesús, el Dios de la Vida, que es la Vida Increada y Fuente de toda vida creada, ahora inunda toda la tierra con su exquisito aroma de vida divina. Si Jesús estaba muerto en el sepulcro era solo porque Él, el propio Jesús, había permitido que le quitaran la vida o mejor dicho, había entregado su Vida para que, muriendo en la Cruz, su muerte nos diera la vida eterna a nosotros, que vivíamos en la muerte del pecado y así, recibiendo su vida, muriésemos a la vida de pecado, para vivir a la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida de los hijos de la Resurrección, la vida de los hijos de la luz. Jesús permite que le sea quitada su vida en la Cruz porque es Él mismo Quien luego, con su propio poder divino, vuelve a infundir, en su Cuerpo muerto y frío, tendido en el sepulcro, el aliento vital de vida divina y eterna que fluye como de su fuente inagotable de su Corazón de Hombre-Dios. Cuando Jesús da la vida a su Cuerpo muerto en la fría loza del sepulcro, da así cumplimiento a su Palabra: “Yo doy la Vida eterna” y puede dar la Vida eterna porque Él es la eternidad en Sí misma, es la eternidad en Persona.

“El sepulcro estaba vacío”. El Padre y el Hijo envían al Espíritu de Vida eterna para dar vida al Cuerpo muerto de Jesús, repitiendo así el milagro que el Espíritu hiciera en el seno virgen de María, al donar la vida divina del Hijo de Dios a la naturaleza humana de Jesús concebida virginalmente en el seno virginal de María. El milagro del Domingo de Resurrección no se limita sin embargo al día histórico de la Resurrección, sino que en el misterio de los tiempos, se prolonga hasta alcanzar todos los días de la historia humana: así como en el sepulcro tomó vida por el Espíritu Santo el Cuerpo inerte de Jesús, así en el Altar Eucarístico, por el Espíritu Santo enviado por el Padre y el Hijo en la consagración, toma vida la materia inerte del pan y el vino para convertirse en el Cuerpo glorioso de Cristo resucitado en la Sagrada Eucaristía. En otras palabras, el milagro del Domingo de Resurrección se prolonga en el milagro del Domingo, Dominus, Día del Señor Resucitado, día que debe su sobrenatural claridad a la luz que brota del Sol Eterno que es Jesús resucitado y glorioso en la Eucaristía.

“El sepulcro estaba vacío”. El dato central del catolicismo es que Cristo ha resucitado[1] y es este dato el que tenemos que transmitir a los hombres de nuestro tiempo. Pero este dato se complementa con otro dato, tan importante como el primero y es la Presencia real de ese Cristo resucitado en la Sagrada Eucaristía: es decir, si debemos comunicar al mundo que la piedra del Santo Sepulcro está vacía porque Cristo ha resucitado, también debemos comunicar al mundo que la piedra del Sagrario está ocupada porque Cristo resucitado la ocupa, porque el Cristo glorioso y resucitado ocupa, con su Cuerpo glorioso y resucitado, el Santo Sagrario. Si en el Santo Sepulcro estaba el Cuerpo muerto y frío de Jesús, ahora, en la piedra del Altar Eucarístico se encuentra, en la Hostia Consagrada, el Cuerpo glorioso, vivo y resucitado, de Jesús Eucaristía.

El sepulcro estaba vacío (…) Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó. Si el hecho de que el Apóstol Juan viera el Sepulcro vacío fue motivo para que el Espíritu Santo lo iluminara y le concediera la luz de la fe en Jesús resucitado, entonces para el bautizado, ver la piedra del Altar Eucarístico, en donde se encuentra el Cuerpo glorioso de Jesús resucitado en la Eucaristía, también es motivo de iluminación por parte del Espíritu para creer.

Es por esto que decimos que a la asombrosa noticia del sepulcro vacío por la Resurrección de Cristo, se le agrega una noticia aún más asombrosa, imposible siquiera de ser imaginada y es la alegre noticia que la Iglesia anuncia a los hombres de todos los tiempos, la Presencia real de Cristo en la Eucaristía y es esto lo que debemos transmitir a los hombres: “La piedra del sepulcro estaba vacía, pero alegrémonos con alegría sobrenatural, porque la piedra del altar está ocupada con el cuerpo glorioso y resucitado de Cristo Eucaristía”. Esto explica que si la nota dominante en Cuaresma y en Viernes y Sábado Santo eran la tristeza por la Pasión y muerte en cruz, y la oscuridad, por el triunfo de las tinieblas, en Pascua, en el Domingo de Resurrección, resaltan por el contrario la alegría de la resurrección y el esplendor de la luz divina que, surgiendo de la losa del sepulcro, resplandece con brillo celestial e invisible en la Eucaristía, para iluminar al alma que recibe a Jesús.

Ésta es la alegre noticia que la Iglesia debe anunciar, como lo hicieron las mujeres piadosas, a un mundo vacío de fe y de amor: la piedra del sepulcro está vacía y en la piedra del altar está, vivo, resucitado y glorioso, Jesús Eucaristía.

La luz de Cristo glorioso y Resucitado, la luz del Cristo Pascual, es la misma luz del Cristo Eucarístico, porque el Cristo Eucarístico es el mismo Cristo Resucitado, y Cristo, resucitado en la Eucaristía, es la luz de Dios que alumbra al mundo, anunciando el fin de las tinieblas y el inicio del Día sin ocaso de Dios Trino, el Domingo, el “Dominus”, el Día del Señor Jesús.

 



[1] Cfr. Benedicto XVI, L’Osservatore Romano, …


viernes, 18 de abril de 2025

Sábado Santo y Vigilia Pascual

 



(Ciclo B – 2025)

“A la madrugada del primer día de la semana, cuando salía el sol, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé fueron al sepulcro (…) vieron que la piedra había sido corrida (…) Al entrar al sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca. Ellas quedaron sorprendidas, pero él les dijo: “No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí” (cfr. Mc 16, 1-7). El Domingo a la madrugada las santas mujeres de Jerusalén se dirigen al sepulcro con perfumes para ungir el Cuerpo –que ellas suponen muerto- de Jesús. Cuando llegan, se dan cuenta de que la piedra que sirve de puerta de entrada ha sido movida de su lugar; al asomarse al interior del sepulcro, un ángel les anuncia que Aquel al que ellas buscan, Jesús de Nazareth, no está en el sepulcro, porque “ha resucitado”.

Es decir, mientras las mujeres santas de Jerusalén acuden al sepulcro esperando el encuentro con un Jesús tendido en la fría loza del sepulcro; mientras ellas esperan encontrarse con una escena de dolor, desolación, oscuridad, en el que predominan la frialdad y el silencio de la muerte, la escena con la que se encuentran es totalmente distinta: se encuentran con algo que ni siquiera podrían haber imaginado, se encuentran con la puerta del sepulcro abierta, se encuentran con un sepulcro abierto, iluminado, por el que ingresa la luz del sol, al haber sido corrida la piedra que cerraba la entrada; sobre todo, encuentran un sepulcro vacío, pero no porque el cadáver de Jesús haya sido trasladado, sino porque Jesús, como les dice el ángel, “ha resucitado”, ha vuelto a la vida, estaba muerto y ahora vive y todavía más, vive con la vida que tenía antes de la Encarnación, vive con la vida de la gloria del Ser divino trinitario, vive con su Cuerpo y su Alma glorificados y así vivo y glorificado, vive para siempre, para no morir nunca jamás. Jesús ha resucitado y ha vencido a la muerte, al pecado y al infierno y es con este panorama, con esta escena, con lo que se encuentran las Santas mujeres de Jerusalén. Las Santas mujeres de Jerusalén iban en busca del Cuerpo muerto de Jesús, para ungirlo con perfumes y en cambio se encuentran con la alegre noticia de que el Cuerpo de Jesús no está muerto sino vivo, resplandeciente, glorioso, emanando el fragante y exquisito perfume de la gloria de Dios.

Jesús resucita gloriosamente el Domingo de Resurrección, tal como lo había prometido, regresando a una vida infinitamente más gloriosa que la vida terrena que tenía antes de resucitar; resucita con un Cuerpo y un Alma glorificados con la gloria del Ser divino trinitario, con la misma gloria que Él poseía, como Hijo Eterno del Padre, desde toda la eternidad. Ahora bien, este hecho de su resurrección, si bien es una resurrección suya personal, que corona de manera magnífica su misterio pascual, no se detiene de ninguna manera en Jesús, sino que se extiende a toda la humanidad porque a partir de la Resurrección de Jesús, toda la humanidad está llamada, a partir de ahora, a participar de esta gloriosa Resurrección: el único requisito es aceptar a Jesucristo como el Único Rey y Señor y Salvador y Redentor de la humanidad. Que Jesús haya resucitado significa para los hombres que la gloria de la Trinidad, brotando del Acto de Ser divino trinitario de Jesús -Acto de Ser divino unido a su Cuerpo muerto y a su Alma puesto que la divinidad no se separó ni del Cuerpo ni del Alma de Jesús y esa es la razón por la cual el Cuerpo no se descompuso y el Alma bajó al Limbo de los Justos-, invade el Cuerpo sin vida de Jesús y, a medida que lo invade –brotando del Corazón de Jesús, la luz de la gloria divina se esparce por todo el Cuerpo en una fracción de segundo-, lo llena de la gloria, de la luz y de la vida de Dios y así lo plenifica con la vida divina trinitaria, regresándolo a la vida, pero no a la simple vida terrena, sino a la vida divina, a la vida de la gloria del ser divino trinitario y esa es la razón por la cual el Cuerpo y el Alma de Jesús resucitado resplandecen con la luz de la gloria divina, tal como resplandecen en la Epifanía y en el Monte Tabor. Que Jesús haya resucitado significa no solo que el proceso de rigidez cadavérica se haya detenido en el Cuerpo, al estar éste separado del Alma, sino que el Alma, unida a la Divinidad, se une al Cuerpo, en el cual está también la Divinidad, produciéndose así un hecho inverso al de la muerte, esto es, la reunificación del Cuerpo y del Alma -en la muerte se produce la separación irreversible del cuerpo y del alma, aquí, se unen el Cuerpo y el Alma de Jesús, por mandato de la Divinidad- y como los dos están inhabitados por la vida y la gloria de la Trinidad, la gloria de Dios Trino, que es Luz Eterna, esta gloria resplandece a través del Cuerpo glorificado de Jesús y así Jesús resucitado y glorificado aparece luminoso a los ojos de su Madre y de sus discípulos. Como dijimos, con la reunificación del Alma y del Cuerpo de Jesús de Nazareth por mandato del Ser trinitario divino Jesús regresa a la vida pero no la vida natural de la naturaleza humana, la vida que tenía antes de la Resurrección, sino a una vida distinta, la vida divina de la gloria de Dios Uno y Trino. Y puesto que la gloria de Dios es luz y la luz de Dios es vida, el Cuerpo resucitado de Jesús resplandece con la luz de la gloria divina trinitaria iluminando con su divino resplandor el Santo Sepulcro y el Domingo de Resurrección y, por su intermedio, a todo día Domingo que habrá de existir hasta el fin del tiempo y así todo día Domingo, independientemente del tiempo climatológico, resplandece con la luz del Sol Eterno que es Cristo Resucitado en la Eucaristía. Jesús, con su Cuerpo glorioso y lleno de la vida de Dios Trino, comunica de esa vida divina a quien ilumina: esto es lo que explica la reacción de todos los discípulos a los que Jesús resucitado se les aparece: todos pasan de la natural y lógica tristeza humana por el dolor de la crucifixión a la alegría sobrenatural y celestial de ver a Jesús resucitado el Domingo de Resurrección; todos pasan del desconocimiento de Jesús, a reconocerlo como a Jesús resucitado; todos pasan de la vida natural, a comenzar a vivir la vida de la gracia que se irradia de Jesús. La Resurrección de Jesús es mucho más que detención del proceso natural de muerte y mucho más que simplemente regresar a esta vida para continuar viviendo con esta vida natural y humana, como sucedió en la resurrección de Lázaro: implica volver a la vida desde la muerte, pero para comenzar a vivir con una vida nueva, que no es la humana, sino la vida divina, la vida de la gracia, la vida misma de Dios Uno y Trino, la vida que nos comunican los Santos Sacramentos de la Iglesia Católica y esa es la alegre noticia que como católicos debemos comunicar al mundo.

“No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí”. Muchos católicos, dentro de la Iglesia, al igual que las santas mujeres antes de llegar al sepulcro, que buscaban a un Jesús muerto, viven y se comportan como si Jesús no hubiera resucitado, como si Jesús todavía estuviera muerto, tendido en la fría loza del sepulcro, sin vida. Y esto se demuestra porque muchos cristianos viven, en la vida cotidiana, la vida de todos los días, como si Jesús no existiera, muchos viven como si Jesús estuviera muerto, como si Jesús fuera un personaje del pasado, sin vida, como si en realidad no hubiera resucitado, como si no estuviera vivo y glorioso y resucitado en la Eucaristía: en el fondo de sus corazones, no creen que Jesús haya resucitado y ésa es la razón por la cual no viven según sus Mandamientos y no acuden el Domingo a recibir su Cuerpo glorioso en la Eucaristía y por ese motivo, sin la vida de Cristo en sus almas, no dan testimonio de ser cristianos, perdiendo la Iglesia todo tipo de influencia moral y espiritual en la vida civil, moral y espiritual de las naciones.

Pero no es así: Jesús ha resucitado y el sepulcro oscuro y frío del Viernes y Sábado Santo, se iluminó con la luz de su gloria divina el Domingo de Resurrección, llenando la tierra con un soplo de vida nueva, la vida del Espíritu de Dios; Jesús ha resucitado, ha dejado vacío el Santo Sepulcro, para ocupar el Santo Sagrario; ha vivificado su Cuerpo y su Alma el Domingo de Resurrección, para que lo recibamos el Domingo en la Santa Misa, por la Sagrada Eucaristía, porque el mismo Jesús que resucitó el Domingo de Resurrección, es el mismo Jesús que está, vivo, glorioso y resucitado, en la Sagrada Eucaristía. Ésta es la alegre noticia que los católicos debemos transmitir al mundo, la misma noticia que las mujeres santas de Jerusalén recibieron de labios del ángel: Jesús ha resucitado, su Cuerpo muerto ya no está en el sepulcro, porque su Cuerpo vivo y glorioso vive con la vida de Dios en la Hostia Consagrada; ya no está en el Santo Sepulcro, para estar en el Santo Sagrario. A diferencia de las mujeres santas de Jerusalén, nosotros tenemos que comunicar al mundo –con obras de misericordia y caridad y no tanto con palabras- no solo que el Cuerpo muerto de Jesús ya no está en el sepulcro, sino que el sepulcro está vacío porque el Cuerpo vivo, glorioso y resucitado de Jesús está en la Eucaristía, en el sagrario. Como cristianos, no podemos anunciar solamente que Jesús ha resucitado y que ha dejado vacío el sepulcro, sino que con su Cuerpo glorificado ocupa un lugar, el sagrario, porque está vivo y glorioso en la Eucaristía. Éste es el alegre mensaje, la alegre noticia, que el mundo espera recibir de nosotros, los cristianos: Cristo ha resucitado y con su Cuerpo glorioso está en la Eucaristía.

 


Viernes Santo

 



Viernes Santo

(Ciclo C – 2025)

         El Viernes Santo y luego de un juicio inicuo y de una injusta condena a muerte, Nuestro Señor Jesucristo es finalmente crucificado en el Monte Calvario. De esta manera el Viernes Santo representa el triunfo, al menos aparente, del Infierno sobre Dios y sus planes de salvación, porque Aquel que muere en la Cruz es Quien debía salvar a los hombres y ahora, el que debía salvarlos a todos, el que debía darles vida, está muerto en la Cruz. El Viernes Santo es el momento de máxima debilidad para la Iglesia, para la humanidad y el momento de mayor dolor para la Madre de Dios. Es el momento de máxima debilidad para la Iglesia, porque habiendo nacido el Jueves Santo con los Sacramentos del Orden y de la Eucaristía, contempla con dolor que su Fundador yace muerto en la Cruz y que la gran mayoría de los integrantes de la Nueva Iglesia se han dispersado o están paralizados por el miedo. Es también el momento más trágico para toda la humanidad, porque Aquel que era la esperanza para los hombres, el que se llamaba a Sí mismo “Luz del mundo” y “Camino, Verdad y Vida”, ahora ha apagado su Luz, el Camino parece haberse extraviado, la Verdad no se encuentra y la Vida se ha cambiado en muerte, de manera que no parece haber ninguna esperanza para la humanidad que yace “en tinieblas y en sombras de muerte”, las tinieblas del error, de la ignorancia, de la mentira, del pecado y de la muerte, y las tinieblas del infierno, siniestras tinieblas vivas que parecen haber obtenido su triunfo más resonante.

         Para la Madre de Dios, la Virgen, representa el Viernes Santo el momento del máximo dolor, porque ve morir al Hijo de su Corazón y es tanto el dolor que experimenta que le parece morir aun estando viva. Para la Virgen el Viernes Santo es el día más negro y triste; es el Día de los Dolores, en el que se origina el Dolor de todos los Dolores, porque no hay dolor más grande que ver a su Hijo muerto en la Cruz.

Tanto para la Iglesia naciente como para la humanidad toda, el Viernes Santo es el día de luto, de duelo, de tristeza, de amargura, de llanto, de pena, de aflicción, de abundantes lágrimas, de dolor, de desconsuelo, porque el Rey pacífico, el Redentor, ha muerto en la Cruz, y por eso, se les aplica este pasaje del libro de las Lamentaciones: “Jerusalén, levántate y despójate de tus vestidos de gloria; vístete de luto y de aflicción. Porque en ti ha sido ajusticiado el Salvador de Israel. Derrama torrentes de lágrimas, de día y de noche; que no descansen tus ojos” (2, 18).

El Viernes Santo es un día de derrota para los sacerdotes ministeriales, para los fieles laicos, y para la Iglesia toda, porque la muerte de Cristo en la Cruz significa el triunfo de las tinieblas vivientes; es el Día de los dolores, es el Día de la máxima tristeza; es el Día del lamento; es el Día de la pena y del llanto, porque el Sumo Sacerdote, el Sumo Pastor y Pastor Eterno, el Pastor de las ovejas, Cristo Jesús, ha muerto crucificado, y debido a que su muerte significa el triunfo al menos aparente del pecado sobre la gracia y del odio del Príncipe de las tinieblas sobre el Amor de Dios Trino, parece en este Día Negro no haber ninguna posibilidad de salvación para los hombres.

Es tanta la tristeza de este día que la Iglesia quiere significarla exteriormente por signos litúrgicos, como así también la tragedia que para Ella significa, y esto lo hace ocultando con velos morados, símbolo de penitencia, las imágenes sagradas, para significar que el pecado, nacido del corazón del hombre, posee una enorme fuerza destructora, capaz de romper la comunión del hombre con Dios; el otro elemento con el cual la Iglesia expresa su dolor y luto, es la suspensión del Santo Sacrificio del altar: el Viernes Santo es el único día del año en el que no se confecciona el Santísimo Sacramento del Altar, la Sagrada Eucaristía; es el único día del año en el que no se celebra la Santa Misa, renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz, en señal del triunfo aparente de las tinieblas del infierno que han logrado, en complicidad con la malicia del corazón humano, dar muerte de Cruz al Sumo Sacerdote y Redentor, el Hombre-Dios Jesucristo. Hay dos expresiones litúrgicas con las cuales la Santa Iglesia Católica expresa la participación real, por el misterio de la liturgia, al Viernes Santo de hace dos mil años, en el que moría Cristo en la Cruz y estas son: la postración que hace el sacerdote ministerial, delante del altar vacío, y el hecho de no celebrar la Santa Misa. El sacerdote ministerial se echa por tierra, queda abatido, en señal de luto y dolor por la muerte del Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo en la Cruz, porque Jesucristo es el fundamento del sacerdocio ministerial y si Él ha muerto, entonces el sacerdocio ministerial y los sacerdotes ministerial han sido derrotados y abatidos y han perdido todo su poder sacerdotal y es eso lo que se significa con la postración.

Todo en el Viernes Santo indica el profundo dolor y el estado de desolación y abatimiento espiritual de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo y Esposa del Cordero: se suspende y no se celebra el Santo Sacrificio del Altar, el Supremo Sacrificio Eucarístico; el Sacerdocio Ministerial, Representación del Sumo Sacerdote Jesucristo en la tierra, yace abatido y postrado por tierra; las imágenes están cubiertas en señal de duelo y dolor; todo esto expresa el inmenso dolor que embarga a la Esposa del Cordero el Viernes Santo, el Día de la Muerte de su Esposo, Autor de la vida y Vida Increada misma, Cristo Jesús.

Por el contrario, para el mundo, el Viernes Santo representa un día de malsana alegría y de infernales risotadas, porque ha sido quitado de en medio Aquel que con su Luz Eterna disipaba las tinieblas del Infierno y ahora estas tinieblas se esparcen y se difunden sin control sobre el mundo y sobre las almas y así convierten la Semana Santa, de Semana Sagrada, en semana de vacaciones, diversiones y turismo, en donde se da rienda suelta a las ofensas a Dios y a su Mesías el Cristo.

Sin embargo, en medio de tanta desolación y de tanto dolor, brilla una Estrella en la noche del dolor y esa Estrella es la Estrella de la mañana, la Aurora de la mañana, María Santísima, quien al igual que la Aurora brilla con particular esplendor, anunciando la pronta llegada del sol, así la Virgen, Estrella de la mañana, amanece en el cielo de la esperanza de la Iglesia, para darnos ánimo y fortalecernos en la fe en la pronta Resurrección de su Hijo Jesús, el Domingo de Resurrección. Así como la Estrella de la mañana anuncia el fin de la noche y la llegada del sol y del nuevo día, así María Santísima al pie de la Cruz, con su fe inquebrantable en la Resurrección de su Hijo Jesús, nos anuncia el fin de la noche del dolor del Calvario y la llegada del sol del Nuevo Día del Domingo de Resurrección.

Cristo, su Hijo, el Redentor, ha muerto en la Cruz, pero Ella, la Co-Redentora, sigue viva, y habrá de ser, según la Tradición, la Primera a la cual se le aparecerá Jesús resucitado; la Virgen será la Primera en ser testigo del triunfo victorioso de su Hijo Jesús sobre la muerte, el infierno y el pecado, y Ella lo sabe, y por eso, en su dolor inmenso, no hay ni la más mínima sombra de desesperación, sino serenidad, fe, confianza, y alegría, alegría que será desbordante el Domingo de Resurrección y es esa alegría la que nos transmite a nosotros, como Iglesia, aun en medio del dolor del Viernes Santo.

Pero hoy, Viernes Santo, la Virgen de los Dolores llora en silencio, con su Inmaculado Corazón estrujado por el dolor agudísimo, más intenso que siete espadas de doble filo, el dolor causado por la muerte del Hijo de su Amor.

 

jueves, 17 de abril de 2025

Jueves Santo de la Cena del Señor

 



(Ciclo C – 2025)

         “Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin” (Jn 3, 1-15). Sabiendo que es la última vez que habrá de compartir una cena terrena con sus discípulos, Jesús celebra la “Cena Pascual Cristiana”, conocida en la Iglesia Católica como “Última Cena”, la noche del Jueves Santo. Si bien es una cena terrenal, el hecho de que sea Él quien la presida y la conexión a su vez de la Última Cena con su Misterio Pascual de Muerte y Resurrección, sobre todo con su Muerte Sacrificial en la Cruz, en el Viernes Santo, convierte a la Cena Pascual en la Primera Misa de la historia, en donde habría de implementar, a su vez, dos de los principales sacramentos de la Iglesia Católica, el Sacramento de la Eucaristía y el Sacramento del Orden.

En cuanto Dios Hijo que era Jesús sabía, que había llegado la Hora establecida por el Padre para la “Pascua”, es decir, para el “Paso”, por medio del Sacrificio de la Cruz, de esta vida al seno del Eterno Padre, de donde había venido. Jesús sabe que Él está por cumplir la Verdadera Pascua, el verdadero “Pésaj”, es decir, “Paso” -paso de la esclavitud de los egipcios a la libertad de Jerusalén; de la esclavitud del pecado, a la libertad de la vida de la gracia; de la esclavitud de la carne a la libertad de la vida eterna en el Reino de los cielos para quien se una a Él en su misterio Pascual de Muerte y Resurrección-, de esta vida a la otra; la Pascua judía era solo una prefiguración de la Verdadera y Única Pascua, la que está a punto de realizar Jesús a través del Sacrificio Cruento del Calvario. La Pascua de Jesús consiste en morir en la Cruz para alcanzar la gloria de la vida eterna junto al Padre y esto como anticipo y modelo del Misterio Pascual que todo cristiano está llamado a imitar: la muerte de Jesús en la Cruz significa la muerte al pecado, mientras que su gloriosa resurrección significa el nacimiento a la vida nueva de la gracia, la vida nueva de los hijos de Dios. Precisamente, para que el Misterio Pascual de Muerte y Resurrección que Él está por emprender y que tiene como medio la Cruz del Hijo, como fin la gloria del Padre y como corona divina el Amor del Espíritu Santo, pueda ser llevado a cabo por todos los hombres de todos los tiempos, instituye para esto dos grandes sacramentos, el Sacerdocio ministerial y la Sagrada Eucaristía. La institución de estos dos Sacramentos se encuentra dentro de los planes de Jesús de perpetuar el Misterio Pascual “hasta el fin de los tiempos”, puesto que Él así lo ordena en la Última Cena a su Iglesia, que su Iglesia haga lo que Él hace en la Última Cena: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre, Hagan esto en memoria mía”. Por eso debemos preguntarnos qué es lo que hace Jesús en la Última Cena, ya que no se trata de una mera cena material, terrena, al estilo humano; la cena material, en donde se consume el Cordero Pascual, es solo el medio a través del cual Jesús, el Hombre-Dios, instituirá dos sacramentos que son esenciales para la subsistencia de su Iglesia, la Iglesia Católica, hasta el Día del Juicio Final. Nos preguntamos entonces, ¿qué es lo que hace Jesús en la Última Cena? Por un lado, y para que Su Presencia Sacramental esté garantizada hasta el fin, Jesús instituye un nuevo sacerdocio, fundado en Él mismo, en Él, que es el Sumo y Eterno Sacerdote, de manera tal que los sacerdotes de la Nueva Alianza, que son los sacerdotes ministeriales de la Iglesia Católica, tendrán el inmerecido honor de poseer como predecesor en su linaje sacerdotal nada menos que al Hombre-Dios Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, participando en mayor o menor medida de sus poderes sacerdotales, el primero y principal de todos, el consagrar el pan y el vino y convertirlos, por el milagro de la Transubstanciación, en el Cuerpo y la Sangre de Él, del Hombre-Dios Jesucristo.

Por otro lado Jesús instituye, en la Última Cena -que es al mismo tiempo la Primera Misa de la historia, cuando pronuncia las palabras de la consagración sobre el pan primero y el vino después, diciendo: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo, tomen y beban, esta es mi Sangre”-, el Sacramento de la Eucaristía, el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre, Cuerpo y Sangre unidos hipostáticamente, personalmente, a su Persona Divina de Dios Hijo, de manera de asegurarse su Presencia Personal, real, verdadera y substancial en la tierra, en medio de su Iglesia, al mismo tiempo que reina glorioso en los cielos, cumpliendo así su promesa de quedarse entre nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”. El Sacramento de la Eucaristía queda instituido en el momento en el que Jesús pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-: en ese mismo momento, por la acción de la omnipotencia divina, se produce la conversión de la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Jesús y la substancia del vino se convierte en su Sangre, siendo esta la Ofrenda Santa y la Víctima Santa y Pura que la Iglesia ofrece a la Santísima Trinidad por la salvación de los hombres y para su mayor glorificación. Ahora bien, es obvio que el Cuerpo y la Sangre así consagrados, no son un Cuerpo y una Sangre sin vida ni tampoco separados entre sí o con la Persona de Jesús: por el contrario, se trata del Cuerpo y la Sangre glorificados del Cordero de Dios que, por concomitancia natural, están unidos entre sí y a su vez están unidos cada uno al Alma de Jesús y el Alma, a su vez, está unida a la Segunda Persona de la Trinidad, por la unión hipostática producida en la Encarnación. Esto es lo que explica que la Eucaristía no sea un simple pan compuesto de harina de trigo sin levadura y agua, sino el “Pan de Vida Eterna” que da verdaderamente la vida eterna a todo aquel que lo consume en gracia, con fervor, con piedad y con amor. Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, confecciona, en el Altar Eucarístico de la Última Cena, la Primera Misa, por primera vez, el Sacramento de la Eucaristía, compuesto por su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y ordena a su Iglesia que repita esta acción suya “hasta que Él vuelva”. Y es esto lo que la Iglesia hace cada vez a través del sacerdocio ministerial, en cada Santa Misa: renueva y actualiza lo actuado por Jesús en la Última Cena, esto es, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús; es decir, en cada Santa Misa, la Iglesia hace, por medio del sacerdote ministerial, lo que Jesús hizo en la Última Cena, convertir el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, confeccionar, en el Altar Eucarístico, el Santísimo Sacramento del Altar, la Sagrada Eucaristía.

         “Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin”. En la Última Cena, que es la Primera Misa de la historia, Jesús instituye dos grandes Sacramentos, el Sacramento del Orden y el Sacramento de la Eucaristía, con el fin de cumplir su promesa de quedarse entre nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”. Y esto lo hace Jesús movido por un solo motor, el Divino Motor del Amor: no lo hace por necesidad y tampoco por obligación, sino por amor y sólo por amor, lo cual tiene una repercusión de orden práctico en nuestra vida espiritual, ya que si es verdad lo que el adagio dice: “Amor con amor se paga”, entonces nosotros debemos asistir a la Santa Misa, renovación del sacrificio de la cruz y de la Última Cena, no por necesidad ni obligación, sino por amor a Jesucristo; debemos recibir la Eucaristía no por costumbre o mecánicamente, sino con el corazón lleno de amor, o al menos, con el corazón “contrito y humillado” y además abierto al amor, para que Jesús lo colme con su amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

         Una consecuencia de no entender esto la vemos en la actitud de Judas Iscariote, quien acude a la Última Cena, la Primera Misa, movido no por el amor a Jesús, sino por el amor al dinero que, en última instancia, es rendición a Satanás, como queda demostrado en el Evangelio, ya que Judas Iscariote es poseído por Satanás, según la Sagrada Escritura: “Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”. Quien no ama a Jesús Eucaristía, termina siendo dominado por sus pasiones carnales y terrenas, representadas en el bocado que toma Judas, y termina siendo poseído por el demonio, también como Judas. Judas no comulga la Eucaristía, sino el “bocado”, símbolo de la gula, de la satisfacción de los apetitos terrenos. Esto sucede porque no hay término intermedio: o se está en el seno del Cenáculo, el interior de la Iglesia Católica, palpitando con el Sagrado Corazón Eucarístico, o se sale del seno de la Iglesia al exterior, en donde “es de noche”, es decir, en donde viven las tinieblas vivientes, como hace Judas Iscariote.

         Otro aspecto a considerar en la Última Cena es el Lavatorio de pies por parte de Jesús a los discípulos, una tarea humillante, reservada a los esclavos. Jesús lava los pies a los discípulos, hace una tarea reservada a los esclavos: como en ese tiempo las únicas rutas empedradas eran las que los romanos habían construido, la gran mayoría de las calles eran de tierra y como usaban sandalias, los pies se ensuciaban, por lo que había que lavarlos, pero era una tarea considerada humillante y reservada a los esclavos. Jesús se humilla una vez más, para demostrarnos su amor y para que nosotros, que somos soberbios y orgullosos, al recordar cómo Él se humilló por nosotros, también nosotros nos humillemos por Él y abajemos nuestro orgullo y nuestra soberbia. Mientras no estemos dispuestos a literalmente lavar los pies a nuestro prójimo, por su bien, incluido el prójimo que nos quiere quitar la vida –Jesús lavó los pies de Judas Iscariote- no podemos llamarnos cristianos; mientras un atisbo de soberbia y de orgullo asome en nuestros actos, no podemos llamarnos discípulos del Señor Jesús, que se humilló haciendo una tarea de esclavos. Mientras pretendamos ser los mandamás y que todos reconozcan con aplausos lo poco o nada que hacemos, no podemos llamarnos discípulos de tan admirable Señor. Si Él, siendo Dios Hijo encarnado, se humilló hasta el punto de lavarles los pies a sus discípulos, haciendo una tarea propia de esclavos, mientras nosotros no hagamos lo mismo, tarea propia de esclavos, no podemos llamarnos cristianos.

“Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin”. El Motor de la Pascua de Jesús es el Amor Divino; es el que lo impulsa a morir en la Cruz para cumplir el “Pésaj”, el “Paso” de este mundo al otro, de este mundo al seno del Padre; es el Amor el Motor que lo impulsa a crear el Sacerdocio Ministerial, para así participar de su poder sacerdotal a los sacerdotes varones, de manera que estos puedan, con el poder divino, convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre, perpetuando el Memorial de su Pasión, la Sagrada Eucaristía, para quedarse en el seno de su Iglesia y en los corazones de los fieles “todos los días, hasta el fin del mundo”. No seamos tardos y necios en acudir a la Hora Santa, la Hora de la Pasión, de la Renovación Incruenta y Sacramental de la Pasión, la Santa Misa, cada vez que esta se celebre, pues cada vez que se celebra la Santa Misa, se celebra nuestra Pascua, nuestro “Pésaj”, nuestro “Paso” anticipado a la eternidad, toda vez que comulgamos el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

 


miércoles, 16 de abril de 2025

Miércoles Santo

 



(Ciclo C - 2025)

         “Voy a celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Le preguntan los discípulos a Jesús sobre el lugar donde celebrarán la Pascua y Jesús responde dándoles la dirección de una persona anónima, diciéndoles que “vayan a la ciudad, a la casa de tal persona”, con el siguiente mensaje: “El Señor dice: Se acerca mi hora; voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”. Es de notar que la persona a la cual Jesús los envía, conocía y amaba a Jesús, puesto que pone de inmediato su casa a disposición para celebrar la Pascua: “Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua”.

         Con toda licitud, podemos preguntarnos quién es el enigmático dueño de la casa en donde se llevó a cabo el Cenáculo de la Última Cena? Si bien no hay datos en las Escrituras sobre esta persona, sí era una persona real, existente, de carne y hueso, de una acomodada posición social, puesto que no era común poseer una casa con dos pisos, como la del Cenáculo. Otro dato muy importante, además de su importante condición social, es que esta persona era un discípulo incondicional de Jesús; era alguien que conocía y amaba a Jesús y muy importante, alguien en quien Jesús confiaba, puesto que Jesús tenía la confianza suficiente para pedirle la casa prestada para celebrar la Pascua, sin temor a una denuncia a los fariseos. Es decir, es alguien a quien Jesús ama con profundo amor de amistad; Jesús sabe que su amigo, a pesar de los peligros que supone darle alojamiento y celebrar una Pascua que no es la judía, no se negará a prestarle la casa para celebrar la Pascua. No cualquiera hubiera accedido al pedido de Jesús, teniendo en cuenta el clima extremadamente hostil por parte de los judíos, quienes habían multiplicado sus amenazas de muerte, principalmente a Jesús, aunque también a algunos discípulos, como a Lázaro. Jesús sabe que el amor de su amigo por Él es más fuerte que el temor a las amenazas de muerte de los judíos y por eso confía en él y sabe que basta con expresarle su deseo de “celebrar la Pascua” en su casa para que esa persona le ceda inmediatamente el lugar para la Última Cena.

         Ahora bien, debemos tener en cuenta el siguiente aspecto y es que el término o concepto de “casa”, en el Evangelio, se extrapola y se aplica al de “alma”, “persona”, “cuerpo”, haciéndolo equivalente, como por ejemplo, “el cuerpo es templo del Espíritu”; “Estoy a la puerta y llamo, el que me abra cenaré con él y él conmigo”; “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”, decimos en la Santa Misa, antes de la Comunión, refiriéndonos a “casa” como a nuestra “alma” o “corazón”; por lo tanto, podemos decir que el pedido de Jesús a esta persona anónima del Evangelio, es un pedido que Jesús hace a todo hombre, en el sentido de que Él quiere “entrar en nosotros y cenar con nosotros”: “Quiero celebrar la Pascua en tu alma, quiero celebrar la Pascua contigo, quiero compartir contigo la Última Cena”.

         Otro aspecto a tener en cuenta y que debemos responder es qué quiere decir “celebrar la Pascua” con Jesús.

Un primer elemento a tener en cuenta es que “Celebrar la Pascua” y la “Última Cena” con Jesús no es una experiencia, que pueda decirse “alegre”, al menos no como se entiende entre los hombres, porque no se trata de una cena más entre amigos, en donde todo es risas y despreocupación. Se trata de una Cena Mística, es la Primera Misa de la historia, que debe completarse aun con el Santo Sacrificio del Calvario, pero que ya comienza en la Última Cena, con la consagración del Cuerpo y la Sangre de Cristo por parte del mismo Cristo. Además, la “Pascua”, de Cristo es la verdadera Pascua, el verdadero “Pésaj”, el verdadero paso de la esclavitud, pero ya no desde Egipto hasta la Jerusalén terrena, sino desde la esclavitud del pecado a la liberación de la gracia santificante de Jesucristo; es el “Paso” de esta vida terrena a la vida de la gloria futura, incoada en la gracia sacramental.

         “Celebrar la Pascua” con Jesús significa unirse a Jesús en “su Hora”: cuando Jesús le pide la casa al discípulo, le recuerda que “se acerca mi Hora”, es decir, la Hora en la que las profecías mesiánicas como las de Isaías se cumplirán, las profecías en donde el Mesías no es descripto como triunfante y victorioso, sino que se lo retrata como al “Siervo sufriente de Yahvéh”, “triturado” a causa de nuestras iniquidades, de nuestros pecados; profecías en donde el Mesías es descripto como “Varón de dolores”, como alguien que, a causa de su Sagrado Rostro deformado por los puñetazos,  “se da vuelta el rostro”, ante su vista, por la compasión que despierta.

         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir ver en Persona al Hijo de Dios realizar un gesto de humildad jamás vista, que asombra a los ángeles de Dios, porque es ver al mismo Dios Creador arrodillarse como si fuera un esclavo ante sus discípulos para lavarles los pies, haciendo una tarea propia de esclavos y sirvientes. Así Jesús nos enseña las virtudes de la auto-humillación, la mansedumbre y la humildad, para practicar y así crecer en su imitación.

         “Celebrar la Pascua” con Jesús, es ser tratado por Jesús no como “siervo” sino como “amigo”, y esto porque nos dona su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo, que nos comunica los misteriosos y admirables secretos acerca de Jesús y su sacrificio redentor, secretos que sólo conoce el Padre y que nos los hace participar, porque ya no nos considera siervos, sino amigos.

         “Celebrar la Pascua” con Jesús significa también recibir de Él el mandato del amor sobrenatural, el amor al prójimo por amor a Dios, la caridad: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”, que deben ser el sello distintivo de quien ama a Jesús.

         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir también participar de su “Hora”, la Hora de la Pasión, de la amargura, del dolor, de la traición, de la tristeza infinita del Sagrado Corazón, al ver que muchísimas almas se perderán irremediablemente porque no lo aceptarán como Salvador, haciendo inútil su sacrificio en Cruz.

         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir ser testigos directos de la traición de Judas Iscariote, a quien Jesús había llamado “amigo”, que había participado de la cena con Él, pero que al mismo tiempo lo traicionó, entregándolo a sus enemigos en la sombra y vendiéndolo por treinta monedas de plata.

         “Celebrar la Pascua” quiere decir ser testigos de la “hora de las tinieblas”, la hora en la que la Serpiente Antigua, se infiltra en el corazón mismo de la Iglesia Naciente, el Cenáculo de la Última Cena, logrando conquistar el alma y poseer el cuerpo de uno de sus sacerdotes, Judas Iscariote, para arrastrarlo consigo a lo más profundo del infierno, como medio de venganza contra Jesús, infiltración que, insidiosamente, continúa y continuará hasta el fin de los tiempos, con ideologías gnósticas y progresistas, que buscan arrastrar a la perdición al mayor número de bautizados posibles.      

“Celebrar la Pascua” quiere decir ser también partícipe de la tristeza que experimenta Jesús al saber que Judas se condena a pesar de su Amor, porque Jesús ama tanto a una persona sola como a toda la humanidad, y así su Sagrado Corazón se ve desgarrado por el dolor, al no ver correspondido su sacrificio en Cruz y este dolor desgarrador de su Sagrado Corazón se multiplica tantas veces como tantas son las almas que rechazan su Sangre Preciosísima.

“Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir beber del cáliz de sus amarguras y sentir sus mismas penas, y con esto significa ser también partícipes de la redención del mundo, convirtiéndonos de esta manera en co-rredentores junto a Jesús y María, porque por las penas y amarguras de la Pasión Jesús salvará a toda la humanidad, a todos aquellos que deseen ser salvados y lo acepten como Salvador.

“Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. También a nosotros nos invita Jesús a celebrar la Pascua con Él: “Quiero celebrar la Pascua en tu corazón, quiero que tu corazón sea el Cenáculo de la Última Cena, para hacerte partícipe de mis tristezas y de mis agonías, para que luego participes de mi gloria y de mi alegría. Dame tu corazón y déjame entrar, para celebrar la Pascua contigo”.

 

 

 


Martes Santo


 


(Ciclo C – 2025)

         “Uno de ustedes me entregará (…) Es aquél a quien Yo le dé el bocado (…) En cuanto recibió el bocado, Satanás entró en él (Judas)” (Jn 13, 21-33. 36-38). En este Evangelio es necesario aclarar el episodio de la traición de Judas Iscariote, porque muchos piensan que hay como una especie de “determinismo fatal”, según el cual Judas estaba irremediablemente condenado a traicionar a Jesús y por lo tanto, a condenar su alma. Por otra parte, según este pensamiento ilógico, Jesús sería cruel porque, sabiendo que Judas Iscariote lo iba a traicionar, según sus mismas palabras –“Haz pronto lo que debes hacer”-, sin embargo, de igual manera le da el bocado y así permite la consumación de la traición y la posterior condenación de Judas.

Al respecto, es necesario considerar que se trata de dos situaciones completamente distintas, que convergen en el tiempo y en el espacio: por un lado, la omnisciencia de Jesús que, en cuanto Hombre-Dios, sabe exactamente todo lo que ha de suceder, hasta el fin de los tiempos, sin que nadie se lo revele, pues todo está ante Él como “un eterno presente”; por otro lado, está el libre albedrío de Judas Iscariote quien, pudiendo elegir entre no traicionar y traicionar a Jesús, elige la traición, porque elige el dinero en vez del Sagrado Corazón de Jesús. Teniendo en cuenta esto, la omnisciencia de Jesús por un lado y el libre albedrío de Judas Iscariote por otro, queda claro que Jesús no es responsable de las libres decisiones tomadas por Judas Iscariote y que el hecho de que Él las conozca por anticipado, no modifica en nada la situación, porque Él no violenta el libre albedrío humano, en este caso, el libre albedrío de Judas Iscariote. Permanece en cambio el misterio de porqué Jesús, en cuanto Dios, crea a Judas Iscariote, sabiendo desde toda la eternidad que él se iba a condenar por su traición y esto se responde con Santo Tomás de Aquino, diciendo que es más perfecto el acto de ser actual que la mera existencia sin acto de ser y como Dios crea las cosas perfectas, era más perfecto que creara a Judas, antes de que no lo creara.

Otro elemento a tener en cuenta en este momento de la Pasión del Señor, ya que es mencionado por el Evangelista, es la presencia y actuación de la persona angélica del ángel caído, Satanás, quien influye, con su voluntad pervertida, sobre las malas inclinaciones de Judas Iscariote, ayudándolo, es un decir, a traicionar a Jesús por las treinta monedas de plata. Es decir, si bien Nuestro Señor, por un lado, entrega libremente su vida en la Pasión por nuestra salvación, por otro lado, también intervienen, no menos libremente, las voluntades pervertidas de los hombres malvados -los fariseos, Judas Iscariote- que obran en común acuerdo con el ángel caído, Satanás, para lograr el objetivo común que los une en el odio y es el de crucificar a Jesús. El Evangelio narra cómo el Príncipe de las tinieblas actúa no solo por fuera del círculo íntimo de los discípulos de Jesús, sino incluso hasta en el interior mismo, llegando a atreverse a tentar y lograr desviar en la fe en Jesús nada menos que al Primer Papa, a Pedro, siendo desenmascarado su obrar demoníaco de rechazo de la Cruz por el mismo Jesús en Persona, cuando después que Pedro negara la Pasión, Jesús conjura al Demonio a retirarse: “Vade retro, Satan!”. Y si usa a Pedro, pero Pedro logra ser rescatado por Jesús en Persona, mucho más lo usa a Judas Iscariote, el cual persiste en su endurecimiento de corazón y en su rechazo del Sagrado Corazón, prefiriendo escuchar el duro y frío tintineo metálico de las monedas de plata, antes que el suave y reconfortante latido del Sagrado Corazón de Jesús. Este actuar conjunto entre el Demonio y los hombres perversos, que desean ver destruida a la Iglesia Católica, continúa en el misterio de los tiempos, puesto que no solo no se ha detenido desde que comenzó, en el mismo inicio de la Iglesia Naciente, sino que continúa y todavía continuará más, hasta desencadenar la última persecución sangrienta, antes de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, según lo atestigua proféticamente el Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. n. 675). Todavía más, esta última persecución será tan cruenta y despiada y de alcance tan universal, que todo parecerá humanamente perdido, al punto que Nuestro Señor Jesucristo tuvo que prometer su asistencia divina y su protección divina para su Iglesia, de manera que el recuerdo de sus palabras diera ánimo a quienes vivieran en esos tiempos de suma oscuridad: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”. En otras palabras, así como el demonio y los hombres -fariseos, Judas Iscariote- actuaron en forma conjunta para crucificar a Jesús, así continúan haciéndolo en la actualidad a través de distintas ideologías anti-cristianas -comunismo, masonería, liberalismo, socialismo, gnosticismo, etc.-.

         Esta actuación conjunta entre el Príncipe de las tinieblas y los hombres malvados se describe en el Evangelio, en orden cronológico.

         El final de los cuarenta días de ayuno es descripto así en el Evangelio de Lucas: “Cuando terminó de poner a prueba a Jesús, el diablo se alejó de Él hasta el momento oportuno” (Lc 4, 13). Ese “momento oportuno” del Demonio será la “hora de las tinieblas” –“Es vuestra hora”, dirá Jesús-, es el tiempo de la Pasión, en donde Satanás y el Infierno parecerán controlar todo y en donde las tinieblas vivientes parecerán haber triunfado por encima de los planes de Dios.

         Al final del capítulo en el cual se habla de la institución de la Eucaristía, Jesús dice directamente de Judas: “uno de vosotros es un diablo”. El párrafo dice así: “Jesús replicó: ¿No os elegí Yo a los Doce? Y, sin embargo, uno de vosotros es un diablo. Se refería a Judas, hijo de Simón Iscariote. Porque Judas, precisamente uno de los Doce, lo iba a entregar” (Jn 6, 70-71). No puede haber mayor precisión en describir el estado espiritual de un ser humano que se ha aliado al demonio con todo su ser. Y este ser humano se une al Ángel caído para traicionar al Hombre-Dios, no desde fuera, sino desde el seno mismo de la Iglesia y así es como la traición surge del seno mismo de la Iglesia Naciente: quien traiciona a Jesús es Judas Iscariote, llamado “amigo” por Jesús, y nombrado por Él sacerdote y obispo. Esto nos debe hacer ver que debemos “estar atentos y vigilar”, porque “el diablo ronda como león rugiente, buscando a quien devorar”, y busca devorar el corazón del hombre, destruyendo en él todo resquicio de bondad, de piedad, de amistad, de compasión, de amor, para inocularle el veneno letal del odio deicida.

Lucas advierte en las horas de la Pasión que Judas no está movido simplemente por su amor al dinero, su egoísmo, su amor a la mentira, su frialdad, su desprecio por Jesús y sus enseñanzas, sino que está movido y guiado por Satanás: “Entonces Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era uno de los doce, y éste fue a tratar con los jefes de los Sacerdotes y las autoridades del templo la manera de entregárselo” (Lc 22, 3). Los signos de la presencia del ángel de las tinieblas en una persona son la traición, el deseo homicida, cainita, el corazón oscuro y no transparente, con doblez, y todavía peor aún, el deseo deicida, el deseo de matar a Dios Encarnado. Judas obra con un corazón doble, porque delante de Jesús y de los demás Apóstoles se muestra como uno más entre todos, pero cuando no se encuentra con ellos, va en busca de los enemigos de Jesús, para planear su entrega y su muerte. La codicia del dinero es para Judas su perdición, porque como dice Jesús, “no se puede servir a Dios y al dinero”.

         En la Última Cena, se narra cómo el diablo ha desplazado todo pensamiento de piedad y de amor hacia Jesús y ocupa por completo la mente de Judas Iscariote, guiando sus pensamientos hacia la traición y el odio: “Estaban cenando y ya el diablo había metido en la cabeza a Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de traicionar a Jesús” (Jn 13, 2).

         En el transcurso de la Última Cena, se describe la posesión demoníaca de Judas Iscariote, ocurrida en el momento en el que Judas “toma el bocado” que le da Jesús. A partir de aquí, la obsesión demoníaca pasa a ser posesión perfecta en Judas, porque desde este momento, hasta su voluntad queda sometida al demonio, de modo que para Judas ya no hay retorno posible: su voluntad queda indisolublemente fijada en la voluntad del ángel caído y queda asociada por lo tanto a su destino eterno, la eterna perdición. Jesús le da el bocado y con el bocado entra Satanás, que lo posee en el cuerpo y le domina el alma a través de los pensamientos y la voluntad, lo cual constituye la posesión perfecta, de la cual es imposible la liberación porque el hombre se entrega sin reservas al Príncipe de las tinieblas, al tiempo que rechaza por completo a su Redentor, Cristo Jesús.

         La posesión perfecta se completa en el momento en el que Judas toma el bocado que le da Jesús: “Cuando Judas recibió aquel trozo de pan mojado, Satanás entró en él… Judas, después de recibir el trozo de pan mojado, salió inmediatamente. (Afuera) Era de noche” (Jn 13, 27. 3). La terrible consecuencia de elegir al demonio en vez de Cristo: Judas no recibe el Cuerpo y la Sangre de Jesús, sino un “trozo de pan mojado” en salsa, símbolo de los bienes materiales mal habidos y de las pasiones sin control; es decir, Judas no se alimenta en el alma con la Eucaristía, como el resto de los Apóstoles, sino con un manjar terreno; en consecuencia Jesús no entra en su alma para inhabitar en él por la gracia y el amor, como sucede en la comunión eucarística, sino que el que “entra en él” es Satanás, quien lo domina en el cuerpo y guía su mente y su voluntad, por el odio y por la fuerza, con lo que se ve que la posesión es la parodia demoníaca que la “mona de Dios” hace de la inhabitación trinitaria; la posesión demoníaca es la anti-inhabitación trinitaria. Las tinieblas cosmológicas que reciben a Judas Iscariote –“Afuera era de noche”- cuando sale del Cenáculo y de la compañía del Sagrado Corazón de Jesús, son un símbolo de las siniestras tinieblas espirituales en las que su alma se sumerge voluntariamente, al comulgar con el demonio. Obrar las obras del demonio y no las de Dios, tienen esta terrible consecuencia: el demonio se apodera de la persona, y las tinieblas lo engullen literalmente, como le sucedió a Judas al salir del Cenáculo.

         La acción del demonio no termina aquí, y no se limita a Judas, sino que continúa con Pedro y los discípulos, los cuales superarán la prueba sólo por la fe inquebrantable en Cristo Jesús: “Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como al trigo. Pero Yo he rogado por ti, para que tu fe no decaiga; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 31-32).

         Después del beso de la traición en el Huerto de los Olivos, Jesús declara que todo cuanto sucede se debe a que a los ángeles caídos y a los hombres a ellos asociados, se les ha concedido un momento de poder contra Él[1]: “Cada día estaba con vosotros en el templo, y no me pusisteis las manos encima; pero ésta es vuestra hora: la hora del poder de las tinieblas” (Lc 22, 53).

Al meditar sobre la Pasión del Señor en Semana Santa, es necesario considerar que la Pasión es llevada a cabo libremente por nuestro Señor, pero que libremente también nosotros debemos asociarnos a su Pasión, por medio de la oración, la penitencia, las obras de caridad y la recepción de la gracia sacramental. También, tener en cuenta que cuando no se viven en el amor los Mandamientos de Dios, se cumplen en el odio los mandamientos de Satanás, tal como lo hace Judas Iscariote. La Semana Santa debe servir entonces para hacer el firme propósito de no obrar nunca las obras de las tinieblas, sino las obras de Dios, que son las obras de misericordia y de asociarnos al Sagrado Corazón de Jesús en su Hora más amarga, la Hora de la Pasión.

 



[1] Raúl Salvucci, Experiencias de un exorcista, Editorial Fundación Jesús de la Misericordia, Quito 2004, 78-80.