jueves, 2 de mayo de 2024

“Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”


 

(Domingo VI - TP - Ciclo B – 2024)

         “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 15, 19-17). En este “mandamiento nuevo” de Jesús, debemos preguntarnos cuál es la novedad, cuál es lo “nuevo”, porque entre los judíos ya existía un mandamiento que mandaba amar al prójimo: “Ama a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Si ya existía un mandamiento en el que, por orden divina, se debía “amar al prójimo”, debemos entonces considerar en dónde está la novedad del mandamiento de Jesús.

         Un primer aspecto a considerar es que el mandamiento no se limita al prójimo que comparte la misma religión, sino a todo prójimo. Para los judíos, el prójimo era aquel que compartía la misma religión; en el catolicismo, el prójimo es el que comparte la misma religión, pero también todo ser humano, por el solo hecho de ser una persona humana. Por esta razón, el mandamiento de Jesús es nuevo en cuanto a que es universal, se extiende a toda la humanidad, el católico debe amar a todos los hombres, sin importar la raza, la religión, la condición social, etc.

Otro aspecto a considerar es que no es un amor natural. Hasta Jesús, se debía amar al prójimo, pero con un amor natural, el amor que surge del corazón humano que, si bien está hecho para amar, como consecuencia del pecado original, se vuelve un amor limitado, estrecho, egoísta, que se deja llevar por las apariencias, que ama con condiciones. A partir de Jesús, esto cambia radicalmente, porque el amor con el que se debe amar, tanto a Dios como al prójimo, ya no es el solo amor humano, ni siquiera el amor humano purificado del pecado por acción de la gracia:, sino que es un amor sobrenatural, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

Otra característica es que en el prójimo al que se debe amar, está comprendido aquel que, por alguna razón, es nuestro enemigo personal, según lo dice el mismo Jesús: “Amen a sus enemigos”. Esto porque, si hacemos así, si amamos a nuestros enemigos, estaremos imitando y participando del amor con el que Dios Padre nos amó en Jesucristo, porque siendo nosotros sus enemigos, los enemigos de Dios Padre, por causa del pecado, Dios Padre no nos trató como a sus enemigos, sino como a sus hijos, nos amó con su amor misericordioso, no solo no tratándonos como lo merecíamos por crucificar a su Hijo Jesús, sino perdonándonos por la Sangre de Cristo y concediéndonos la Vida nueva de los hijos de Dios. Entonces así debe hacer el católico con sus enemigos personales, amarlos, como Dios nos ha amado en Cristo. Pero este amor a los enemigos no se aplica a los enemigos de Dios, de la Patria y de la Familia, porque a estos se los debe combatir, a cada uno con las armas correspondientes, materiales y espirituales, pero se los debe combatir, aunque no odiarlos, porque se debe odiar la ideología que los convierte en enemigos de Dios, de la Patria y de la Familia, pero no se los debe odiar en cuanto seres humanos. Un ejemplo es la ocupación ilegal de Inglaterra en nuestras Islas Malvinas: se debe odiar la ideología criminal que los lleva a cometer la ocupación y usurpación ilegal de nuestro territorio patrio, pero no se los debe odiar en cuanto seres humanos; otro ejemplo, es la subversión marxista que pretende tomar el poder por la violencia: se debe odiar a la ideología comunista que atenta contra nuestra Patria, pero no se debe odiar al subversivo en cuanto ser humano. Entonces, se debe odiar a la ideología -comunismo, liberalismo, etc.-, pero no al ser humano.

Por último, se debe amar “como Jesús nos ha amado” y Jesús nos ha amado con dos características: hasta la muerte de cruz y con el Amor del Espíritu Santo, con el Amor Divino, que es la Tercera Persona de la Trinidad, el Amor que el Padre dona al Hijo y que el Hijo dona al Padre. Amar al enemigo hasta la muerte de cruz implica literalmente morir a nosotros mismos, en el sentido espiritual, es decir, morir al deseo de venganza, de rencor, de enojo, porque Jesús ha desterrado para siempre la ley del Talión del “ojo por ojo y diente por diente” y no solo debemos morir a este sentimiento, sino amar al prójimo que nos ha ofendido y amarlo no siete veces, sino “setenta veces siete”, como dice Jesús, lo cual significa “siempre”. Debemos entonces amar al prójimo “como Jesús nos ha amado”, hasta la muerte de cruz, muriendo a nosotros mismos y a nuestro deseo de venganza, deseo que debemos desterrar radicalmente de nuestros corazones. La otra característica de nuestro amor es la de amar con el Amor Divino, el Espíritu Santo, porque Jesús nos ha amado hasta la muerte de cruz y ha derramado sobre nosotros, con su Sangre Preciosísima, el Espíritu Santo, el Espíritu del Divino Amor, el Amor con el que se aman eternamente el Padre y el Hijo. Y debido a que, como es obvio, no tenemos ese Amor en nosotros, porque no somos Dios, debemos suplicar, en la oración, que, por medio de la Virgen, descienda el Amor del Espíritu Santo sobre nosotros, para que así seamos capaces de cumplir el “mandamiento nuevo, amarnos los unos a los otros, como Jesús nos ha amado”. Y si hacemos esto, si amamos a nuestros enemigos hasta la muerte de cruz y con el Amor del Espíritu Santo, entonces seremos verdaderamente hijos divinizados de Dios Padre, que nos amó hasta la muerte en cruz de su Hijo Jesús y con su Amor, el Espíritu Santo.


jueves, 25 de abril de 2024

“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos”

 


(Domingo V – TP - Ciclo B – 2024)

         “Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos”. Jesús utiliza la imagen de una vid para describirse a Sí mismo, pero no solo a Él, sino también a su Iglesia, a quienes forman parte de su Iglesia, porque los sarmientos, que están unidos a la vid y del cual se forma el fruto que es la uva, son los bautizados. Ahora bien, entre los sarmientos, Jesús describe dos tipos de sarmientos: los que están unidos a la vid, es decir, a Él y los que no lo están, los que están separados de Él. Los sarmientos unidos a la vid dan mucho fruto, mientras que los sarmientos que se separan de la vid, al quedarse sin la linfa, se secan y solo sirven para ser quemados.

         Para poder interpretar el sentido espiritual y sobrenatural de la imagen, es necesario recordar brevemente lo que sucede entre la vid y los sarmientos: la vid, que forma el centro y núcleo de la planta, posee en su interior un líquido vital, llamado “savia”, el cual llega a los sarmientos cuando estos están injertados a la vid; por medio de la linfa, los sarmientos se nutren y así adquieren la capacidad de dar fruto, que en el caso de la vid es, obviamente, el racimo de uvas. Unos sarmientos darán racimos más grandes y otros más pequeños, unos darán uvas más dulces y otros agrias. Cuando el sarmiento pierde la savia por alguna razón, pierde inmediatamente no solo la capacidad de producir frutos, sino que él mismo pierde vitalidad: se seca y termina por desprenderse de la vid, sirviendo solo para hacer fuego con él.

Una vez que hemos recordado lo que sucede entre la vid y los sarmientos, podemos hacer la analogía de Jesús como vid y de los bautizados como sarmientos, para así poder captar el sentido espiritual y sobrenatural de la parábola de Jesús como “Vid verdadera”. Lo que debemos considerar, en primer lugar, es quién Es Jesús y qué es lo que Él nos comunica y a través de qué: lo que la Iglesia Católica, a través del Magisterio, de la Tradición y de la Sagrada Escritura nos enseña, es que Jesús es Dios, es la Persona Segunda de la Trinidad, el Hijo de Dios encarnado en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth. Esto, que parecería algo que no tiene nada que ver con la parábola, es el corazón de la parábola y sin esta verdad, no la podemos entender. Al ser Dios Hijo, Jesús, como Vid verdadera nos comunica su vida eterna, como la vid comunica a los sarmientos la savia y la comunicación de la Vida eterna la hace a través de los sacramentos, así como la vid comunica la savia a los sarmientos cuando estos están injertados a la vid. El sarmiento, o el alma, que está unido a la Vid verdadera, Jesucristo, por medio de los sacramentos -sobre todo, Confesión y Eucaristía-, recibe de Jesucristo la savia vital que brota de su Ser divino trinitario, la vida eterna de la Trinidad; el sarmiento que por voluntad propia se desprende de la vid -esto sucede cuando el alma comete un pecado mortal y cuando se aleja por años de la Confesión y de la Comunión-, deja de recibir la vida eterna, comunicada por la gracia santificante que dan los sacramentos y así el alma o el sarmiento, pierde la vida de la gracia y se encuentra en estado de pecado mortal, en estado de eterna condenación.

La unión con Jesucristo, Vid verdadera, es realmente vital en el pleno sentido de la palabra: cuanto más unido está el sarmiento o el alma a Cristo por los sacramentos, tanta más gracia santificante recibe y tanta más vida eterna posee y está en grado de producir muchos frutos de santidad, así como el sarmiento firmemente unido a la vid, produce ramos de uva abundantes y exquisitos. Por el contrario, el sarmiento que se desprende voluntariamente de la Vid eterna, Jesucristo, y muere en ese estado de separación, solo sirve para ser quemado y este “ser quemado” es, más allá de la simbología de la imagen, la eterna condenación en el Infierno, en donde el alma y el cuerpo son quemados por toda la eternidad por el fuego del Infierno, el cual no se apaga nunca. A esta realidad tenebrosa es a la que se refiere Jesús cuando dice: “El que no permanece en Mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde”. Ese “arder” está en tiempo presente, como indicando un estado permanente y eso es el Infierno.

“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos”. Si queremos vivir unidos a Cristo en la eternidad, vivamos en esta vida unidos a la Vid verdadera por medio de la fe, el amor y los sacramentos.


“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”

 



“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 1-6). ¿En qué sentido Jesús es Camino, Verdad y Vida? Ante todo, no es en un sentido metafórico o simbólico, sino literalmente real. Jesús es Camino, Verdad y Vida.

Jesús es Camino y como todo camino, comienza en algún lugar y conduce a algún lugar; el camino se caracteriza porque comienza en un lado y finaliza en otro, siendo así un medio para llegar a un fin. Pero no es así en el caso de Jesús, porque Jesús es el fin en sí mismo; Él es el Principio y el Fin, es el Alfa y el Omega; es el Camino que conduce a Dios y al mismo tiempo es el Dios al que el alma es conducida. Jesús es el Camino al Padre y nadie va al Padre si no es por el Camino celestial y divino que es Jesús. Cualquier camino que no sea Jesús, conduce solo a las tinieblas, al abismo, al error, al pecado y a la muerte. El Camino que es Jesús comienza en su Sagrado Corazón Eucarístico y finaliza en el seno del Padre; quien transita por el Camino que es Jesús, es conducido por el Espíritu Santo a algo que es infinitamente más grandioso, bello y majestuoso que el Reino de los cielos y es el luminoso y misericordioso seno de Dios Padre. Y así como no hay otro camino posible para llegar al Padre, que no sea Jesús, así tampoco no hay otro camino posible para llegar a Jesús, que la Virgen y Madre de Dios, María Santísima.

Jesús es Verdad, es la Verdad Absoluta e Increada, es la Verdad Eterna e infinita, es la Verdad en Acto, de la cual participa toda verdad. Jesús es la Verdad Primera y Última acerca de Dios, Quien además de ser Uno en naturaleza, es Trino en Personas. Jesús es la Verdad divina absoluta, es la Sabiduría divina en su total plenitud, porque Él procede eternamente del Padre y el Padre expresa su Sabiduría en Jesús; todo lo que Jesús sabe y revela, es todo el contenido de la Inteligencia Suprema, Absoluta y Divina del Padre. Por esta razón, quien cree en las palabras y en la revelación de Jesucristo, cree en las palabras y en la revelación del Padre: nada hay que el Intelecto divino del Padre no haya depositado en Cristo Jesús y nada hay, en la revelación y en las palabras de Jesús, que no esté contenido en la Mente Increada del Padre. Creer a Cristo es creer al Padre y es creer al Amor del Padre y del Hijo, que revelan la naturaleza íntima de Dios como Uno y Trino y la Encarnación del Verbo de Dios, por amor misericordioso para con los hombres, para su eterna salvación.

Jesús es Vida, pero no una vida creada, sino que es la Vida absolutamente Increada, eterna, es la Vida divina misma de la Trinidad; es la Vida divina que brota del Acto de ser divino trinitario, que comunica y participa de esta Vida divina, absolutamente eterna y divina, a quien lo recibe en la Sagrada Eucaristía con fe, con amor y en estado de gracia santificante. Jesús es la Vida divina y eterna, contenida en su plenitud en la Sagrada Eucaristía, por eso quien se alimenta de la Eucaristía recibe y vive con la vida misma de la Trinidad; quien se alimenta de la Eucaristía, vive ya en el tiempo y en la historia con la vida eterna del Ser divino trinitario y si bien vive desde ya con la vida eterna del Cordero, con una vida divina y eterna en germen, cuando viva en el Reino de los cielos, esa Vida divina comunicada y participada por Jesús Eucaristía ahora en el tiempo, se desplegará en la plenitud de la abundancia de la vida divina en la vida eterna, en el Reino de los cielos.

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Jesús en la Eucaristía es el Único Camino al Padre; Jesús en la Eucaristía es la Única y Absoluta Verdad Eterna de Dios Uno y Trino; Jesús en la Eucaristía es la Vida divina de la Trinidad, que se comunica participada al alma en cada Comunión Eucarística. Es por esto que no hay nada más valioso que Jesús Eucaristía, Camino, Verdad y Vida.


martes, 23 de abril de 2024

“Yo Soy la Luz”

 


“Yo Soy la Luz” (Jn 12, 44-50). Jesús se llama a Sí mismo “luz” y en realidad lo es, porque al ser Dios, es la Luz Increada y Eterna en Sí misma, porque la naturaleza divina es luminosa. Jesús es el Cordero de Dios y el Cordero de Dios es, según el Apocalipsis, “la Lámpara de la Jerusalén celestial”, es la Luz del Reino de los cielos, por esa razón el mismo Apocalipsis dice que quienes estén en el Cielo no necesitarán “ni luz de lámpara ni luz de sol”, porque los alumbrará el Cordero, Cristo Jesús.

Con respecto a la afirmación de Jesús de que es Él “la luz del mundo”, debemos preguntarnos qué clase de luz es y qué significado tiene desde el punto de vista sobrenatural. Ante todo, la luz que es Jesús es de naturaleza divina; no es una luz creada, sino celestial, sobrenatural, increada. En relación a su significado, en la Biblia, la luz es sinónimo de gloria divina y esto porque el Acto de Ser divino trinitario es en Sí mismo luminoso; el Ser divino de la Trinidad es Luz Eterna, Increada, porque es gloria divina. En Dios, su gloria es luz y por esta razón la luz es sinónimo de gloria divina. Cuando Jesús se transfigura, al poco tiempo de nacer, en la Epifanía y luego en el Monte Tabor, en la Transfiguración, lo que hace es dejar ver, visiblemente, sensiblemente, por un instante, el resplandor de la gloria divina; hace ver que es Dios en cuanto Él, poseyendo la gloria divina, es al mismo tiempo la Luz Eterna, divina, gloriosa, que emana del Ser divino trinitario, como uno de sus atributos fundamentales.

Otro aspecto a tener en cuenta es que la luz que es Jesús, además de ser de naturaleza divina -por esto la luz artificial que conocemos es solo imagen de la Luz Eterna que es Dios-, es una luz viva, es una luz que tiene vida, pero no una vida cualquiera, sino la Vida misma de la Trinidad, que comunica de su Vida divina a quien alumbra. Esto explica la frase de Jesús: “El que cree en Mí no permanece en tinieblas”, refiriéndose obviamente a las tinieblas espirituales. Quien adora a Jesús Eucaristía, es iluminado, aun cuando no se de cuenta de ello, por el mismo Jesús, desde la Eucaristía, recibiendo de Él su luz divina y eterna, luz que le permite caminar por las tinieblas de este mundo sin peligro alguno. De esto se deduce el don inconmensurable de la fe en Cristo y en Cristo Eucaristía, porque quien adora la Eucaristía, vive iluminado por el Cordero de Dios, la Lámpara de la Jerusalén celestial. También de esto se deduce que, si de veras amamos al prójimo, debemos rezar por su conversión eucarística, para que nuestro prójimo también reciba la Luz Eterna, que concede la vida divina trinitaria, a quien ilumina.

“Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen”

 


“Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen” (Jn 10, 22-30). Los judíos le preguntan a Jesús si es o no el Mesías y Jesús les responde que ya se los dijo, pero que ellos “no creen”: “Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen”. Y luego les dice algo que tiene que ayudarlos a creer en que Él es el Mesías y son sus milagros: “Las obras -los milagros- que Yo hago, dan testimonio de Mí”. La consecuencia de no creer en los milagros de Jesús es el apartarse de Él y no formar parte de su rebaño: “Ustedes no creen, porque no son de mis ovejas”.

Es decir, Jesús se auto-proclama Mesías e Hijo de Dios, Salvador y Redentor de la humanidad, y para eso, no solo dice que es Dios, sino que hace “obras” -milagros- que sólo Dios puede y por esta razón atestigua, con sus milagros, que Él es quien dice ser, Dios Hijo encarnado. Si alguien se auto-proclama Dios pero no es capaz de hacer los milagros que solo Dios puede hacer, como los hace Jesús -resucitar muertos, multiplicar panes y peces, expulsar demonios, curar toda clase de enfermedades-, entonces ese tal es un estafador, un mentiroso y no es el Dios que dice ser. Pero Jesús no solo dice que es Dios, sino que hace obras que solo Dios puede hacer, por eso dice que sus obras dan testimonio de Él.

El problema de los judíos es que, viendo con sus propios ojos los milagros que hace Jesús, no es que no crean, sino que no quieren creer, lo cual significa que voluntariamente rechazan la luz de la gracia que Dios les concede para que crean en Jesús. Por eso su pecado, el pecado voluntario de incredulidad, es irreversible y los aparta de Dios.

Ahora bien, no solo los judíos cometen este pecado fatal, el de la incredulidad, no creyendo en los milagros de Jesús y apartándose así del mismo Jesús: también muchos católicos, luego del período de formación catequética, deciden no creer o mejor no querer creer en lo que aprendieron en el Catecismo, principalmente que Jesús es Dios y está Presente en Persona, con todo el Amor de su Sagrado Corazón, en la Eucaristía y es así que la inmensa mayoría de católicos, terminado el período de instrucción, abandonan voluntariamente la Iglesia, dejando a Jesús Eucaristía solo en el sagrario.

“Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen”. Cualquiera que acuda a la Sagrada Eucaristía con fe y con amor y en estado de gracia; cualquiera que haga Adoración Eucarística, puede dar fe que Jesús es Dios, es el Mesías, el Redentor y el Salvador de la humanidad. Si alguien no cree en estas verdades de la fe católica, es porque está cometiendo el mismo error de los judíos: no querer creer, para hacer, no la voluntad de Dios, sino la voluntad propia, que termina siendo la del Ángel caído. Y precisamente, esto último es lo peor que le puede sucede a quien elige no creer en Cristo: indefectiblemente, creerá y se hará esclavo del Anticristo.

 

 

sábado, 20 de abril de 2024

“Yo Soy el Buen Pastor”

 


(Domingo IV - TP - Ciclo B – 2024)

         “Yo Soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11-18). En esta parábola de Jesús, hay cuatro protagonistas: el Buen Pastor, que da la vida por las ovejas; el mal pastor o pastor asalariado, a quien no le importan las ovejas, sino el salario, la paga, es decir, trabaja solo para cobrar a fin de mes; el lobo, que desea destruir a las ovejas; finalmente, las ovejas, que a su vez se clasifican en dos grupos: las que “conocen la voz del Buen Pastor” y lo siguen dondequiera que vaya, y las ovejas que “todavía no están en el redil”, pero que son “propiedad del Buen Pastor”.

         ¿Qué o a quién representan cada uno de los personajes de la parábola?

         El Buen Pastor es, obviamente, Nuestro Señor Jesucristo, quien da la vida por sus ovejas, es decir, por las almas, en el Santo Sacrificio del Calvario. Él ama a sus ovejas, ama a las almas que Él mismo creó y que ahora están en peligro de muerte eterna y por eso no duda en dar su vida en rescate por las almas; el cayado del Buen Pastor es su Cruz, la Santa Cruz de Jesús y es con el cual va al rescate de sus ovejas. Cuando una de sus ovejas, aun escuchando la voz del Buen Pastor, decide alejarse de su Presencia, decide apartarse de los sacramentos y de la oración y así por culpa propia se pierde, extraviando el camino, y cae por un barranco -esa caída representa el pecado, sobre todo el pecado mortal-, en la caída se lastima gravemente, se abre su piel, comenzando a sangrar abundantemente, se quiebran sus huesos, al dar varios tumbos y golpear con las rocas antes de llegar al fondo del barranco; una vez en el fondo del barranco, la oveja, mal herida, no puede moverse por sí misma; está herida de muerte, sangrando, con sus huesos quebrados y de no mediar un pronto auxilio, morirá desangrada, de hambre y de sed o, lo que es más probable, morirá por causa de las dentelladas que el lobo le asestará con sus afilados colmillos. El Buen Pastor, Jesucristo, dejando a buen resguardo a las otras ovejas, sale con su cayado, con la Santa Cruz y con ella baja al barranco, desciende a las profundidades del abismo en el que el alma ha caído a causa de sus pecados y la cura con el aceite de su amor misericordioso, la venda con la gracia santificante, la alimenta con su Carne y con su Sangre, la carga sobre sus hombros y la lleva, barranco arriba, para ponerla a salvo de una muerte segura a manos del lobo.

         El mal pastor o pastor asalariado es cualquier sacerdote de la Iglesia Católica al que no le importa la salud espiritual de las almas, solo le importan las ganancias materiales que pueda llegar a obtener. Al mal pastor, le da lo mismo si sus ovejas adoran a la Santa Muerte, al Gauchito Gil, a la Difunta Correa; le da lo mismo si usan la cinta roja para la envidia, o la mano de Fátima, o el árbol de la vida, o el ojo turco. Cuando el mal pastor detecta señales de la presencia del Ángel maligno, del Ángel caído, huye, dejando a las ovejas a su suerte, sin protegerlas con la Santa Cruz de Jesús. El Mal Pastor por excelencia es el Anticristo, el cual entrega a las ovejas al Lobo del Infierno; los otros malos pastores, son participantes de la malicia del Mal Pastor.

         El lobo representa al Lobo Infernal, el Demonio, Satanás o Lucifer, el Príncipe de las tinieblas, el Padre de la mentira, el cual quiere apoderarse de lo que no le pertenece, las ovejas, es decir, las almas. Todas las almas le pertenecen a Dios Trinidad, por ser Él quien las creó, las redimió y las santificó, pero el Demonio, en su soberbia, en su orgullo, en su extrema malicia, pretende que las almas sean suyas y por eso pide a sus seguidores que lo adoren, a cambio de cosas que él no puede dar, como salud, dinero, amor. Es un mentiroso y un “homicida desde el principio”, como dice Jesús, porque a las almas a las que él ataca y logra seducir, las hace caer en pecado mortal, muriendo así a la vida de la gracia. El Único que puede hacerle frente es el Buen Pastor, Jesucristo, quien se enfrenta con el Lobo del Infierno con su Santa Cruz y lo pone en fuga, alejándolo de las almas y esto lo hace a través de los sacramentos, de los sacramentales, de la fe y del amor que el alma tiene a Jesucristo.

         Las ovejas representan a las almas de los bautizados, a los fieles que pertenecen a la Iglesia Católica; quienes rezan, cumplen los Mandamientos de la Ley de Dios, cumplen los consejos evangélicos de Jesús, frecuentan los sacramentos, hacen adoración eucarística, asisten a Misa y reciben a Jesús Eucaristía en estado de gracia, son las almas que “conocen la voz” del Buen Pastor, saben quién es Jesús, lo reconocen en cuanto lo oyen y lo siguen. En cambio las ovejas o almas que no se alimentan de la Eucaristía, que no se confiesan, que no obran la misericordia, no saben quién es Jesús, no lo reconocen por su voz y no sabe dónde está. Las ovejas que son del Buen Pastor y no están todavía en el redil, son las almas de personas de buena voluntad que, por haber nacido en el seno de una secta, se encuentran en las sectas o falsas iglesias, pero en cuanto reciban la gracia de la conversión, dejarán las sectas para incorporarse a la Iglesia Católica; cuándo sucederá eso, solo Dios lo sabe.

         “Yo Soy el Buen Pastor”. Debemos preguntarnos qué clase de ovejas somos: si somos las ovejas o almas que conocen a la voz del Buen Pastor y lo siguen dondequiera que vaya, o si somos ovejas que andamos descarriadas, que no escuchamos las advertencias de peligro del Buen Pastor, que nos previene de las ocasiones de pecado e igualmente caemos en él, siendo luego fáciles presas del Lobo Infernal. Pidamos a la Buena Pastora, la Virgen María, de reconocer siempre la voz del Buen Pastor, Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, para que nunca nos apartemos del rebaño pequeño y fiel aquí en la tierra, para que luego adoremos al Cordero por la eternidad en los cielos.


miércoles, 17 de abril de 2024

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”

 


“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo” (Jn 6, 44-51). Jesús se nombra a Sí mismo como “Pan Vivo bajado del cielo”. Para contraponer esta figura nueva, jamás aplicada por nadie para sí mismo como lo hace Jesús, trae a la memoria el maná del desierto, al cual los judíos consideraban como al “pan bajado del cielo”. Es verdad que el maná del desierto era un “pan bajado del cielo” y en esto se parece a Jesús, quien se auto-proclama como “Pan bajado del cielo”, pero las diferencias con el Pan que es Jesús son mayores que las coincidencias. La única similitud es que ambos vienen del cielo: el maná, porque es un pan dado por Dios, por un milagro divino; el Pan Vivo que es Jesús, también viene del cielo y es un milagro divino, por cuanto es un don de Dios Padre. Las diferencias consisten en que el maná del desierto era un pan material, que alimentaba el cuerpo -por eso Jesús les dice que sus padres comieron ese pan pero murieron- y que solo les servía para que no muriesen por hambre en su peregrinar hacia la Jerusalén terrena. El maná del desierto, entonces, era un pan material, que saciaba el hambre corporal y que impedía solamente la muerte corporal por inanición y su substancia era una substancia similar al pan terreno que el hombre consume todos los días. En otras palabras, puede decirse con toda razón que era un “pan muerto”, sin vida, en el sentido de que al ser material, no tenía vida en sí mismo, aunque servía para conservar la vida terrena.

El Pan Vivo bajado del cielo, que es Jesús, se diferencia en cambio porque es un Pan, precisamente, “vivo”, porque tiene vida en Sí mismo, desde el momento en que posee la Vida Eterna, que es la vida del mismo Señor Jesús. Al ser un “Pan Vivo”, que vive con la vida eterna, comunica de esta vida eterna a quien lo consume con fe, con amor y con piedad y en estado de gracia y es esto lo que dice Jesús: “El que coma de este pan vivirá eternamente”, es decir, si bien morirá en la primera muerte, la muerte corpórea, no sufrirá la segunda muerte, que es la eterna condenación, porque al haberse alimentado en esta vida con la Sagrada Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo, posee ya en esta vida, en germen, la vida eterna, vida que se desarrollará en su plenitud en el momento de pasar por el umbral de la muerte, de esta vida a la otra. El Pan Vivo bajado del cielo, que es la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, concede la vida eterna, la vida divina de la Trinidad, a quien lo consume con fe y con amor y por eso no “morirá eternamente”, sino que “vivirá eternamente”, porque el alma se alimenta con la substancia divina de la Trinidad, que es eterna por definición.

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”. Quien se alimenta de la Eucaristía, posee ya en germen, la vida eterna, la vida misma de la Santísima Trinidad, la vida del Sagrado Corazón de Jesús. Si alguien comprendiera estas verdades de la fe católica, no dejaría pasar ni un solo día sin alimentarse de la Eucaristía.