viernes, 20 de junio de 2025

Solemnidad de Corpus Christi

 


(Solemnidad de Corpus Christi - Ciclo C - 2025)

    

En la Última Cena, Jesús, el Hombre-Dios, “antes de pasar de este mundo al Padre” (Mt 16, 19), movido por su Amor, sabiendo que partía a la Casa del Padre, quiso cumplir su promesa de “quedarse con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo” y para eso instituyó el sacerdocio ministerial, ordenando a sus Apóstoles sacerdotes y además del sacerdocio ministerial instituyó el Santísimo Sacramento del altar, la Sagrada Eucaristía, sacramento que los sacerdotes ministeriales confeccionan sobre el altar eucarístico, convirtiendo el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús. Entonces, Jesús, antes de su “paso” de esta vida a la vida de gloria con el Padre, antes de su Pascua, instituyó la Eucaristía, anticipando en la Última Cena del Jueves Santo, lo que habría de hacer en el Sacrificio de la Cruz del Viernes Santo: entregar su Cuerpo y derramar su Sangre, solo que en la Última Cena entregó su Cuerpo de modo incruento y sacramental en la Hostia y vertió su Sangre, también de modo incruento y sacramental, en el Cáliz, mientras que en la Cruz entregó su Cuerpo y derramó su Sangre de modo cruento y no sacramental.  

Esta conversión de las especies del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús es lo que la Iglesia llama “Transubstanciación”, lo cual significa que las substancias del pan y del vino se convierten, por obra del Sumo y Eterno Sacerdote Cristo Jesús, quien actúa en Persona en los sacerdotes ministeriales, en las substancias glorificadas de su Cuerpo y de su Sangre. Por esta razón la Última Cena puede llamarse también la Primera Eucaristía, porque es la primera vez en la historia de la Iglesia en que se realiza la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y su Sangre; también en la Última Cena ordena sacerdotes ministeriales a sus Apóstoles varones, dándoles la orden de que hicieran lo mismo que Él hizo, “en memoria suya”, “hasta que Él vuelva” y esto para que, por medio de la Iglesia y del sacerdocio ministerial, Él pudiera quedarse entre nosotros. Por el sacerdocio ministerial, la Santa Madre Iglesia convierte las ofrendas del pan y del vino en las substancias gloriosas del Cuerpo y la Sangre de Jesús.

Es así como Jesús se hace Presente, con su Cuerpo glorificado, con su Alma glorificada, con su Persona Divina, en nuestro tiempo terreno, tal como Es Él en la eternidad, sólo que su Presencia en nuestro aquí y ahora, es oculta a los sentidos; se hace Presente, glorioso y resucitado, bajo el velo sacramental eucarístico, ya que no lo vemos tal como lo ven en los cielos los ángeles y santos, sino que lo que vemos son las especies eucarísticas del pan y del vino, lo vemos oculto, bajo la apariencia de pan y de vino; en otras palabras, por la fe sabemos que la Eucaristía ES Jesús con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, pero no lo vemos con los ojos del cuerpo, aunque sí lo vemos, por así decir, con los ojos de la fe. 

Esta Presencia gloriosa de Jesús bajo la apariencia de pan es el “misterio de la fe”[1] que proclama con estupor, con sagrado asombro, con amor, la Santa Iglesia, luego de pronunciadas las palabras de la consagración, en cada Santa Misa: luego de la consagración, las materias inertes del pan y del vino, se han convertido, por la omnipotencia del Espíritu de Dios, que obra a través de la débil voz del sacerdote ministerial, al pronunciar las palabras: “Esto es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre”, el milagro de la Transubstanciación, es decir, la conversión de las substancias del pan y del vino en las substancias gloriosas de la Humanidad glorificada del Señor Jesús –Cuerpo y Alma glorificados-, unida hipostáticamente, personalmente, a la Persona Divina del Verbo de Dios. Por las palabras de la consagración, por el milagro de la Transubstanciación, el pan y el vino se convierten en la Persona del Hombre-Dios Jesús de Nazareth.

Esto significa que cuando la Iglesia, luego de la consagración a través del sacerdote ministerial, dice: “Éste es el misterio de la fe”, está proclamando el más asombroso milagro de todos los milagros, el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, la conversión de las materias sin vida del pan y del vino, en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Debido a que se trata de un milagro que supera tan infinitamente nuestra capacidad de comprensión y debido a que incluso las explicaciones teológicas son insuficientes para un misterio tan sublime obrado en el altar, Dios mismo decidió hacer un milagro, para que nos diéramos al menos una pálida idea de lo que Él obra en el altar por Amor a nosotros y es el milagro eucarístico de Bolsena, que es el milagro que dio origen a la Solemnidad de “Corpus Domini” o “Corpus Christi”. 

Este milagro eucarístico, conocido como el “Milagro de Bolsena-Orvieto” se produjo en la ciudad italiana de Bolsena, en el verano de 1264[2], y lo que sucedió fue lo siguiente: un sacerdote llamado Pedro de Praga, natural de Bohemia, regresaba de Italia luego de haber obtenido una audiencia con el Papa Urbano IV y el motivo de esta audiencia es que el sacerdote, aunque bueno y piadoso,  tenía sin embargo muchas dudas de fe acerca de la Presencia real de Nuestro Señor en la Eucaristía. Al regresar a Bohemia luego de la audiencia con el Santo Padre, el sacerdote se detuvo en el pueblo de Bolsena, donde celebró la Misa en la capilla de Santa Cristina. Al momento de celebrar la misa, el sacerdote Pedro de Bohemia continuaba con sus dudas sobre la Presencia real de Jesús en la Eucaristía. Cuando llegó el momento de la consagración, mientras Pedro de Praga pronunciaba las palabras que permiten la transubstanciación, sucedió el milagro, del que nos ha llegado la siguiente descripción, la cual traducimos literalmente[3]: “De pronto, aquella Hostia apareció visiblemente como verdadera carne de la cual se derramaba roja sangre, excepto aquella fracción que tenía entre sus dedos, lo cual no se crea sucediese sin misterio alguno, puesto que era para que fuese claro a todos que aquella era verdaderamente la Hostia que estaba en las manos del mismo sacerdote celebrante cuando fue elevada sobre el cáliz”. Continúa el relato: “La sangre que brotaba de la Hostia manchó el corporal –el lienzo que se extiende en el altar para poner sobre él la patena y el cáliz-. Al sacerdote le faltaron las fuerzas para continuar la Misa. Envolvió la Hostia en el corporal y la llevó a la sacristía. Durante el recorrido, algunas gotas de sangre cayeron sobre el pavimento y los escalones del altar, y se conservan hasta hoy día. Gracias a este milagro, el Señor fortificó la fe de Pedro de Praga, sacerdote de grandísima piedad y moral, pero que lamentablemente dudaba de la real presencia de Cristo velado en las Especies, es decir, en las apariencias sensibles del pan y del vino. La noticia del Milagro se difundió inmediatamente, y tanto el Papa como santo Tomás de Aquino pudieron verificar el milagro. Luego de un atento examen, Urbano IV no sólo aprobó su autenticidad, sino también decidió que el Santísimo Cuerpo del Señor fuese adorado a través de una fiesta particular y exclusiva”[4].

Entonces, en el milagro de Bolsena, Jesús permite que veamos de modo visible, con nuestros ojos, lo que proclamamos por la fe: que el pan se convierte en su Cuerpo y el vino en su Sangre, literalmente. Este milagro fue un milagro obrado por el cielo, mediante el cual Dios mismo quería hacernos ver, con los ojos del cuerpo, aquello que debemos contemplar con los ojos de la fe.

A partir de milagro de Bolsena se origina entonces la Fiesta del “Corpus Domini” –“Cuerpo del Señor”- o también “Corpus Christi” –“Cuerpo de Cristo”-, fiesta que se hace extensiva para toda la Iglesia Universal.

Lo que debemos tener en cuenta es que lo que sucedió en Bolsena, la conversión el pan en músculo cardíaco y la conversión del vino en sangre, y que pudo ser visto con los ojos del cuerpo, es lo que sucede invisible, misteriosamente pero realmente en cada Santa Misa y aunque no puede ser visto con los ojos del cuerpo, sí puede ser contemplado con los ojos de la fe: por el poder divino del Sumo Sacerdote Jesucristo que pasa a través de la voz del sacerdote ministerial -como si fuera corriente eléctrica, podríamos decir- el pan se convierte en la Carne de Jesús, en su Sagrado Corazón traspasado, del cual brota Sangre, y esta Sangre se recoge en el Cáliz. Esto sucede invisiblemente en cada Santa Misa, con la particularidad de que en Bolsena sucedió de forma visible, para que todos pudiéramos ser testigos de que lo que enseña la Iglesia sobre la Eucaristía es verdad. Así, el pan se convirtió en el músculo cardíaco, el músculo del Sagrado Corazón y como es un corazón vivo, esta Sangre fue la que, manando abundante del Corazón de Jesús, cayó sobre el corporal y sobre el pavimento, manchándolos e impregnándolos, quedando impregnados con la Sangre de Jesús hasta el día de hoy. Ése es el sentido del milagro de Bolsena: que sepamos que en cada Santa Misa, por el milagro de la Transubstanciación, Jesús se hace Presente, real substancial y verdaderamente, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y también con todo el Amor Eterno de su Sagrado Corazón.

También debemos saber que en la Santa Misa se diferencia del milagro de Bolsena por lo siguiente: en el milagro de Bolsena, la Sangre de Jesús, que brotó milagrosamente de la Carne aparecida en el lugar de la Hostia, se derramó sobre el corporal y el pavimento de mármol y quedó allí impresa, hasta el día de hoy, como reliquia; en la Santa Misa, la Sangre de Jesús, que aparece milagrosamente por la Transubstanciación, de la Carne Eucarística, quiere caer, no sobre el corporal, ni sobre el pavimento, para quedar como una reliquia inerte, sino que quiere derramarse sobre los corazones de los hijos de Dios, para colmarlos con la Vida Eterna y para llenarlos con el Fuego del Divino Amor. Es decir, nuestros corazones y nuestras almas deben ser como corporales y cálices vivientes que reciban, con amor, con piedad y en gracia, el Cuerpo y la Sangre de Jesús resucitado y glorioso en la Eucaristía.

En el Evangelio, Jesús le dice a Tomás que son “dichosos los que creen sin ver”; por esta razón, no hace falta que en cada Santa Misa se repita el milagro de Bolsena para que creamos lo que la Iglesia nos enseña sobre la Eucaristía: lo que sí hace falta es que precisamente tengamos fe firme, sin vacilar y sin ninguna duda, en lo que nos enseña la Santa Madre Iglesia: por las palabras de la consagración que pronuncia el sacerdote ministerial –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y que la Sangre que brota del Corazón Eucarístico de Jesús, Él la quiere derramar, no en el cáliz, ni en el corporal, ni en el mármol, como sucedió en el pueblito de Bolsena, sino que quiere derramarla en nuestros corazones, para que con esa Sangre nuestros corazones reciban al Espíritu Santo, al Amor de Dios.

Entonces, en la Fiesta de Corpus Christi, nos acordamos del milagro que sucedió en el pueblito de Bolsena, en donde el pan se convirtió en el Corazón de Jesús, de donde brotó su Sangre que se derramó en el cáliz; en la Misa, por las palabras del sacerdote, sucede el mismo milagro que en Bolsena, solo que no lo vemos con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe: el pan se convierte en el Sagrado Corazón de Jesús, de donde brota su Sangre, que quiere derramarse en nuestros corazones.

 



[1] Cfr. Misal Romano.

[2] https://www.facebook.com/news.va.es

[3] Cfr. ibidem.

[4] Es así que decidió extender la fiesta del Corpus Domini, hasta ese momento únicamente fiesta de la diócesis de Liegi, a toda la Iglesia Universal, mediante la Bula “Transiturus de hoc mundo ad Patrem”. En ella, se expone la razón de la importancia de la Eucaristía: la presencia real de Cristo en la Hostia.


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