“Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia” (cfr. Mt 16, 13-19). Si se considera el nombramiento de Jesús a Pedro como Vicario suyo sólo exterior y superficialmente, esto es, sólo con ojos humanos, el hecho podría ser considerado como el gesto de un líder humano que, previendo una posible desaparición, se preocupa por nombrar a su sucesor, a fin de que éste continúe su obra. Así considerado, el nombramiento de Pedro como Vicario suyo sería únicamente el acto postrero de un líder religioso, uno más entre tantos: al prever que en algún momento dejará de ejercer el mando, por el motivo que sea, todo líder, sea religioso o político, nombra a su sucesor.
Es decir, visto humanamente, al instituir Jesús el Papado, parecería estar siguiendo el requisito humano de nombrar un sucesor de confianza para continuar la obra comenzada.
Es esto lo que puede aparentar a los ojos humanos, pero el nombramiento de Pedro no puede nunca ser visto con ojos humanos, sino a la luz de la fe: Cristo no es un mero líder religioso que está simplemente eligiendo a un sucesor para cuando Él ya no esté en la tierra; el Hombre-Dios está realizando un acto sobrenatural, miserioso absolutamente, porque proviene de la eternidad, y que no puede por lo tanto aprehenderse sino es a la luz de la fe.
Al nombrar a Pedro como Vicario suyo, está instituyendo el Papado, una institución que refleja el ser sobrenatural de la Iglesia[1], porque toda la Iglesia descansa sobre Pedro –“Sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”- y porque Pedro descansa sobre Jesús.
Pedro –y todos los Papas luego de él, todo el Papado- es algo más que un simple sucesor o un simple representante de Jesucristo: Pedro posee la plenitud del sacerdocio eterno de Jesucristo, y es de este sacerdocio de donde brota la Iglesia y toda la vida de la Iglesia: es de este sacerdocio de donde brota la Eucaristía, Corazón de la Iglesia, y los restantes sacramentos, que son como las arterias por donde circula la sangre que da la Vida eterna del Hijo de Dios, la gracia, a toda la Iglesia.
Del sacerdocio eterno de Jesucristo, depositado en el Papa en toda su plenitud, brotan los sacramentos, que son la vida de la Iglesia; Del Papa, del Papado, brota la Vida de la Iglesia, porque él recibe de Cristo el sumo poder del sacerdocio eterno, que vivifica, por los sacramentos, a toda la Iglesia.
Por lo mismo, quien más cerca esté del Papa, más cerca estará de la fuente de Vida eterna que brota de su sacerdocio, que es el Sacerdocio del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo.
Los hijos de la Iglesia deben adherir con todo su ser, con toda su alma y con todo su corazón al Papa, Vicario de Cristo.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 583.
Es decir, visto humanamente, al instituir Jesús el Papado, parecería estar siguiendo el requisito humano de nombrar un sucesor de confianza para continuar la obra comenzada.
Es esto lo que puede aparentar a los ojos humanos, pero el nombramiento de Pedro no puede nunca ser visto con ojos humanos, sino a la luz de la fe: Cristo no es un mero líder religioso que está simplemente eligiendo a un sucesor para cuando Él ya no esté en la tierra; el Hombre-Dios está realizando un acto sobrenatural, miserioso absolutamente, porque proviene de la eternidad, y que no puede por lo tanto aprehenderse sino es a la luz de la fe.
Al nombrar a Pedro como Vicario suyo, está instituyendo el Papado, una institución que refleja el ser sobrenatural de la Iglesia[1], porque toda la Iglesia descansa sobre Pedro –“Sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”- y porque Pedro descansa sobre Jesús.
Pedro –y todos los Papas luego de él, todo el Papado- es algo más que un simple sucesor o un simple representante de Jesucristo: Pedro posee la plenitud del sacerdocio eterno de Jesucristo, y es de este sacerdocio de donde brota la Iglesia y toda la vida de la Iglesia: es de este sacerdocio de donde brota la Eucaristía, Corazón de la Iglesia, y los restantes sacramentos, que son como las arterias por donde circula la sangre que da la Vida eterna del Hijo de Dios, la gracia, a toda la Iglesia.
Del sacerdocio eterno de Jesucristo, depositado en el Papa en toda su plenitud, brotan los sacramentos, que son la vida de la Iglesia; Del Papa, del Papado, brota la Vida de la Iglesia, porque él recibe de Cristo el sumo poder del sacerdocio eterno, que vivifica, por los sacramentos, a toda la Iglesia.
Por lo mismo, quien más cerca esté del Papa, más cerca estará de la fuente de Vida eterna que brota de su sacerdocio, que es el Sacerdocio del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo.
Los hijos de la Iglesia deben adherir con todo su ser, con toda su alma y con todo su corazón al Papa, Vicario de Cristo.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 583.
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