En el Viernes Santo, cuando Jesús murió en la cruz, el mundo quedó a oscuras, porque se apagó el Sol de justicia, Cristo Jesús; el Sábado Santo, cuando los discípulos, acompañados por María y las santas mujeres, dejaron el cuerpo muerto de Jesús en la losa fría del sepulcro, todo el sepulcro quedó a oscuras, porque la “luz de luz”, el “Dios de Dios”, se había apagado, y todo estaba en tinieblas. Parecía el triunfo de las tinieblas, porque la gloria de Dios, que es luz, se había ocultado a los hombres, y los hombres, en su maldad, creían haber dado muerte a Dios y a su gloria, creían haber apagado para siempre su luz.
Pero en el Domingo de Resurrección, todo cambia. Del cuerpo muerto de Jesús, tendido sobre la piedra del sepulcro, comienza a verse una pequeña luz, a la altura de su corazón; esa luz, que primero tiene la intensidad de la luz de una pequeña candela, se va haciendo cada vez más y más intensa; aumenta su intensidad, y a la vez que aumenta su intensidad, se esparce, desde el corazón, a todo el cuerpo de Jesús, inundándolo de luz; la luz se hace más intensa, tan intensa, que parece un sol, dos soles, mil soles juntos; se hace tan intensa, que ya no hay nada creado con que se pueda comparar a esta luz; Jesús abre los ojos, de sus heridas del corazón y de sus manos y pies, todavía abiertas, surgen, no ya la sangre del Calvario, sino la luz de la gloria de Dios; todo el cuerpo de Jesús está inundado de la luz divina, que es la gloria de Dios, de una luz que surge de su propio Ser divino; su cuerpo, así glorificado y luminoso, atraviesa la sábana mortuoria, dejando impresa, por la luz y por el fuego, su imagen, convirtiendo la mortaja en el Santo Sudario; a partir de la Resurrección de Jesús, la mortaja, la tela que envolvía un muerto, un cadáver, será ahora la Sábana Santa, el testigo vivo de la Resurrección del Señor.
La luz de la gloria de Dios inunda el sepulcro, y a partir del Domingo de Resurrección, la piedra del sepulcro queda vacía, porque Cristo resucitó; la luz de la gloria de Dios, la luz que inundó el sepulcro, esa misma luz, es la luz que inunda el altar eucarístico, en la consagración. La luz de la Resurrección, que inundó el cuerpo de Cristo, es la luz que irradia el cuerpo glorioso de Cristo en la consagración, en la Santa Misa. Si en el Domingo de Resurrección la piedra del sepulcro quedó vacía, porque Cristo resucitó con su cuerpo glorioso, en cada Domingo, en cada Santa Misa, la piedra del altar eucarístico queda ocupada por la Presencia del cuerpo glorioso de Cristo Resucitado en la Eucaristía. El Domingo de Resurrección se desocupó el sepulcro, porque ya no está más ahí el cuerpo muerto de Jesús, para que en el Domingo, en la Santa Misa, se ocupe la piedra del altar, con el cuerpo vivo, glorioso, resucitado, luminoso, de Jesús en la Eucaristía.
Pero en el Domingo de Resurrección, todo cambia. Del cuerpo muerto de Jesús, tendido sobre la piedra del sepulcro, comienza a verse una pequeña luz, a la altura de su corazón; esa luz, que primero tiene la intensidad de la luz de una pequeña candela, se va haciendo cada vez más y más intensa; aumenta su intensidad, y a la vez que aumenta su intensidad, se esparce, desde el corazón, a todo el cuerpo de Jesús, inundándolo de luz; la luz se hace más intensa, tan intensa, que parece un sol, dos soles, mil soles juntos; se hace tan intensa, que ya no hay nada creado con que se pueda comparar a esta luz; Jesús abre los ojos, de sus heridas del corazón y de sus manos y pies, todavía abiertas, surgen, no ya la sangre del Calvario, sino la luz de la gloria de Dios; todo el cuerpo de Jesús está inundado de la luz divina, que es la gloria de Dios, de una luz que surge de su propio Ser divino; su cuerpo, así glorificado y luminoso, atraviesa la sábana mortuoria, dejando impresa, por la luz y por el fuego, su imagen, convirtiendo la mortaja en el Santo Sudario; a partir de la Resurrección de Jesús, la mortaja, la tela que envolvía un muerto, un cadáver, será ahora la Sábana Santa, el testigo vivo de la Resurrección del Señor.
La luz de la gloria de Dios inunda el sepulcro, y a partir del Domingo de Resurrección, la piedra del sepulcro queda vacía, porque Cristo resucitó; la luz de la gloria de Dios, la luz que inundó el sepulcro, esa misma luz, es la luz que inunda el altar eucarístico, en la consagración. La luz de la Resurrección, que inundó el cuerpo de Cristo, es la luz que irradia el cuerpo glorioso de Cristo en la consagración, en la Santa Misa. Si en el Domingo de Resurrección la piedra del sepulcro quedó vacía, porque Cristo resucitó con su cuerpo glorioso, en cada Domingo, en cada Santa Misa, la piedra del altar eucarístico queda ocupada por la Presencia del cuerpo glorioso de Cristo Resucitado en la Eucaristía. El Domingo de Resurrección se desocupó el sepulcro, porque ya no está más ahí el cuerpo muerto de Jesús, para que en el Domingo, en la Santa Misa, se ocupe la piedra del altar, con el cuerpo vivo, glorioso, resucitado, luminoso, de Jesús en la Eucaristía.
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