jueves, 22 de julio de 2010

Sangra la cabeza de Cristo




Sangra Cristo, Cabeza de la Iglesia, y su Sangre, que es la Sangre del Hombre-Dios, y que lleva al Espíritu de vida, cae en el cáliz, pero antes de caer en el cáliz, recorre su rostro y su mano.
Sangra la cabeza de Cristo, sangra Cristo Cabeza de la Iglesia, y su sangre cae desde su cabeza y se esparce por su cuerpo y sus miembros. La imagen del Cristo sangrante del oratorio es un símbolo de la realidad: la sangre del Cordero es derramada en la Pasión por su Cuerpo Místico, la Iglesia.
Sangra Cristo, sangra en su cabeza, y en su sangre entrega la vida, y la vida la entrega por amor a los hombres ingratos e indiferentes.
Sangra Cristo, sangra de la cabeza a los pies, y no queda lugar de su cuerpo que no esté herido.
Sangra Cristo en la cabeza, y sangra por las espinas, por las duras espinas de su corona. ¡Qué misterio insondable! Cristo, Rey eterno, Dios omnipotente, se deja coronar de espinas; Cristo, el Dios triunfante y victorioso, se deja humillar por insignificantes criaturas; Cristo, el esplendor del Padre, la gloria eterna de Dios, la Luz eterna e indefectible, deja que le coloquen una corona de espinas en su cabeza. Cristo, a quien obedecen sin hesitar las miríadas y miríadas de ángeles que pueblan el cielo, deja que su cabeza sea herida por gruesas espinas, y que su sangre corra por su rostro.
¿Por qué, Jesús? ¿Por qué no reaccionas con tu justicia? ¿Acaso no dijiste en el Huerto: ‘Si yo se lo pidiera, mi Padre me daría doce legiones de ángeles para liberarme’ (cfr. Mt 26, 53)? ¿Por qué no envías a tus ángeles del cielo, ¡oh Rey del cielo!, a detener este escarnio tuyo? ¿Por qué dejas que tu roja y divina sangre florezca y como un torrente baje por tu rostro, sobre tus ojos, sobre tus labios?
“La sangre que brota de mi cabeza es para que tengas pensamientos santos; la sangre que inunda y tapa mis ojos es para que me mires sólo a Mí en el prójimo y en la Eucaristía; la sangre que inunda y tapa mis oídos es para que escuches mi voz en tu conciencia y en la Iglesia; la sangre que corre por mis labios es para que hables sólo cosas santas; la sangre que cae en mi mano es para que tiendas tu mano al necesitado y la alces a Dios en oración y alabanza; la sangre que cae en el cáliz es para que te la bebas toda, hasta la última gota, sin dejar nada. Dejo que golpeen mi cabeza, que la coronen de espinas, que la hagan sangrar, para que te conviertas, para que te decidas, de una vez por todas, a dejar el mundo y abrazar mi cruz y seguirme camino del Calvario. Ninguna otra fuerza que la del Amor eterno que por ti experimento y que abrasa mi corazón es la que me conduce a padecer los ultrajes de la Pasión. ¿Cuál otra muestra más de mi amor quieres? ¿Qué más quieres que sufra por ti que no lo haya sufrido en la Pasión? ¿Por qué no te abandonas a mi Misericordia? ¿Por qué no empiezas desde hoy a caminar conmigo el camino de la cruz, el único camino que conduce a la feliz eternidad?”.

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