sábado, 31 de julio de 2010

Que nuestro tesoro sea la Santa Eucaristía














“¿Para quién será lo que has acumulado?” (cfr. Lc 12, 13-21). El evangelio de hoy plantea no sólo lo absurdo del acumular riquezas materiales –en el caso extremo se trata de avaricia-, sino que plantea el tema de la muerte. El hombre de la parábola acumula graneros y más graneros –en términos actuales, podríamos decir: propiedades, vehículos, fincas, campos, animales-, y se felicita a sí mismo, diciéndose que ya tiene “para bastantes años”, mientras que Dios, lejos de felicitarlo por haber acumulado estas riquezas, lo llama “insensato”: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has acumulado?”. La advertencia de Dios no va dirigida, como pudiera parecer en un primer lugar, al problema de quién heredará los bienes. Parece ser así, porque Dios le dice: “Insensato, ¿para quién será lo que has acumulado?”, pero lo que Dios le quiere hacer ver al alma no es el problema de la herencia, sino de la inutilidad de acumular bienes, porque los bienes materiales de esta vida, no se llevan a la otra. En el ataúd no hay espacio más que para el cuerpo, y para la ropa que se lleva puesta. Y si esa ropa luego será comida por los gusanos, entonces no hay nada, absolutamente nada, que sea llevado, de esta vida, a la otra. Éste es el sentido de la pregunta de Dios al alma: “¿Para quién será lo que has acumulado?”, lo cual equivale a decir: “¿Para qué acumulas en esta vida, sino habrás de llevarte nada a la otra?”.

Hoy en día se dicen muchas falsedades acerca de la muerte; hoy en día se dicen muchas mentiras, como que luego de esta vida, no hay otra, o que luego de esta vida el alma se disuelve en la nada impersonal, o que después de muertos, el alma migra en busca de otros cuerpos en los re-encarnarse, o que la muerte es una aventura, de la cual se puede regresar, como en el caso de las películas demoníacas de Harry Potter. Todas estas son teorías falsas y engañosas, que buscan dar la idea de que no hay un Dios que castigue las obras malas y premie a las buenas, y buscan así tranquilizar las conciencias, porque si en la otra vida no hay ni premio ni castigo, entonces en esta hay que hacer lo que se nos venga en gana, total, nadie nos pedirá cuenta de nada.

Esto es una gran mentira, y un gran engaño: hay un Dios, y un Dios que está esperando inmediatamente después de traspasado el umbral de la muerte, para juzgar al alma. Es doctrina de la Iglesia que inmediatamente después de muertos, el alma se presenta ante el juicio de Dios, y es allí en donde el alma recibe su destino eterno: o cielo, o infierno. Dos fuegos esperan al alma luego de la muerte: el fuego del Amor de Dios, o el fuego del infierno.

Lejos de disolverse en la nada, entonces, o de empezar a migrar en búsqueda de cuerpos para iniciar una nueva vida en esta tierra, el alma comparece ante Dios, y el destino del cielo es tan cierto, como lo es el destino del infierno.

Que el infierno sea un lugar real y posible, nos lo dice Santa Teresa de Ávila, quien, en vida, fue transportada por Dios al infierno, al lugar que estaba reservado para ella. Dice así la Santa: “Después de haber pasado bastante tiempo en que Dios me favorecía con grandes regalos, estando un día en oración me encontré, sin saber cómo, metida dentro del infierno. Entendí que el Señor quería que viese el lugar que se me tenía preparado por mis pecados. Todo ocurrió en un instante pero, aunque viviere muchos años, nunca lo olvidaré. La entrada se parecía a un callejón largo y estrecho como la entrada de un horno, baja, oscura y angosta. El suelo era como de lodo que apestaba y repleto de alimañas. La entrada terminaba en una concavidad en una pared, como un nicho. Allí fui colocada a presión. Todo lo que vi era una delicia en comparación a lo que sentí en aquel lugar. Sentí un fuego en el alma que no sé explicar cómo es. Unos dolores corporales tan horrendos que no se pueden comparar con los que aquí tenemos, a pesar de haber soportado yo muy dolorosas enfermedades. Al mismo tiempo, vi que había de ser sin fin y sin ninguna interrupción. Pero todo eso es nada, absolutamente nada, en comparación a la agonía del alma; una angustia, una asfixia, una tristeza tan penetrante y atroz que no hay palabras para expresarla. Decir que es como si siempre nos estuvieran arrancando el corazón, es poco. Es como si el mismo corazón se deshiciera en pedazos, sin término ni fin. Yo no veía quién me producía los dolores, pero sí sentía los tormentos. En ese nauseabundo lugar no hay modo de sentarse ni de recostarse. En el agujero en que estaba metida hasta la pared no había alivio alguno, pues hasta las mismas paredes, que son horrendas, aprietan y todo ahoga. No hay luz sino oscuras tinieblas. Yo no entiendo cómo puede ser esto que, sin haber luz, todo lo que nos puede acongojar por la vista se ve. El Señor me hizo un gran favor al mostrarme el lugar del cual me había librado por su misericordia. Pues una cosa es imaginarlo y otra cosa verlo. La diferencia que existe entre los dolores de esta tierra y los tormentos del infierno es la misma diferencia que hay entre un dibujo y la realidad. Quedé tan espantada que aunque ya pasaron seis años desde eso aún ahora, al escribirlo, me tiembla todo el cuerpo. Desde entonces todos los trabajos y dolores no me parecen nada. (…) Ruego a Dios que no me deje de su mano pues ya he visto a dónde iré a parar. Que no lo permita el Señor por ser Él quien es. Amén”[1].

Pero en la otra vida no sólo espera el fuego del infierno: también espera el fuego del Amor de Dios, que envuelve al alma no sólo sin provocarle dolor, sino llenándola de un gozo y de una alegría indescriptibles. Nuestro Señor se le apareció a Santa Brígida, y Él permitió que un santo, alguien que murió confesado, le dijera qué era lo que experimentaba en el cielo. Dice así Santa Brígida: “Aparecióse a santa Brígida un santo, y le dijo: Si por cada hora que en este mundo viví, hubiera yo sufrido una muerte, y siempre hubiese vuelto a vivir nuevamente, jamás con todo esto podría yo dar gracias a Dios por el amor con que me ha glorificado; porque su alabanza nunca se aparta de mis labios, su gozo jamás se separa de mi alma, nunca carece de gloria y de honra la vista, y el júbilo jamás cesa en mis oídos”.

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has acumulado?”. No debemos acumular bienes materiales, porque nada nos llevaremos a la otra vida, y de nada nos servirán; pero sí debemos acumular tesoros espirituales: “«No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6, 19-21).

Debemos despreciar los bienes de la tierra, y tener en cambio una sana codicia de los bienes espirituales, y buscar de acumular bienes, y cuantos más, mejor: debemos acumular obras de misericordia, de caridad, de compasión; debemos acumular horas de adoración frente al Santísimo, y de oración, de Rosarios y de devociones a los santos; debemos acumular horas de bondad para con el prójimo, de comuniones fervorosas, de horas santas, de amor de Dios esparcido en obras.

“Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Que ahora, y en la hora de nuestra muerte, nuestro tesoro sea la Santa Eucaristía, para que nuestro corazón repose en ella; que nuestro tesoro sea la Divina Eucaristía, para que cuando muramos, nuestro corazón sea abrasado en el horno ardiente del Amor del Sagrado Corazón de Jesús.


[1] Autobiografía.

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